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Entre chiquillos

Anton Chejov


Papá,  mamá y la tía Nadia no están en casa. Están convidados a un bautizo en casa de aquél oficial anciano que tiene una burrita gris.

Esperándolos, Gricha, Ania, Aliocha, Sonia y el hijo de la cocinera, Andrei, hállanse en el comedor, sentados alrededor de la mesa jugando a la lotería. Es la hora de irse  a acostar, pero ¿quién puede dormir sin saber por mamá qué hacía el niñito cuando lo bautizaron, y qué cenaron...? La mesa, alumbrada por una lámpara, está cubierta de papelitos, cifras, cáscaras de avellanas y trocitos de cristal.

Delante de cada uno hay dos cartones de lotería y un montoncito de cristalitos para tapar las cifras. En medio de la mesa hay un platillo con cinco moneditas de a cinco kopeks. Al lado  del platillo se encuentra una manzana medio comida, unas tijeras y un plato donde echar las cáscaras.

Los niños juegan dinero: cada apuesta es de un kopek. La condición: si uno hace trampa, será expulsado inmediatamente. En el comedor no hay nadie más que los jugadores. El aya, Agafia Ivanovna, está abajo en la cocina enseñando a la cocinera cómo se corta un vestido, y el hermano mayor, Vasia, alumno de la quinta clase del Gimnasio, está tendido en el sofá de la sala y se aburre por no tener nada que hacer.

Se juega con mucho afán. Gricha es el más entusiasta. Es un niño de nueve años, completamente pelado, de cara redonda y labios gordos, como los de un negro. Está en la primera clase y por esto lo consideran como el más sabio y el mayor. Juega exclusivamente por el afán de ganar; si no hubiera kopeks en el platillo, dormiría tiempo ha. Sus ojuelos pardos corren intranquilos y recelosos por los cartones de los jugadores. El miedo de perder, la envidia y las combinaciones numéricas llenan su cabeza pelada y no le permiten concentrarse; se mueve en su silla como si estuviese sentado sobre alfileres. Cuando gana toma el dinero con avidez y lo esconde inmediatamente en el bolsillo. Su hermana Ania, de ocho años, con inteligentes y brillantes ojos y barbilla en punta, también tiene miedo de que los otros ganen; palidece, enrojece de emoción y vigila atentamente a los jugadores. Pero los kopecs no le interesan; es la suerte la que reviste importancia para ella; es cuestión de amor propio.

La otra hermana, Sonia, tiene seis años, cabecita rizada y una tez como solamente se ven en los niños muy sanos o en las muñecas. Juega solamente para distraerse. Su cara está alegre, aplaude y se ríe ante cada ganancia, cualquiera sea el ganador.

Aliocha es un chiquitín redondo como un bolo; sopla y mira los cartones; para él no hay avidez ni amor propio. Si no lo mandan a dormir ni lo echan de la mesa,  ya está contento. Tiene un aspecto tranquilo; pero en realidad es un granuja. No juega por  distracción sino por las riñas que son inevitables en el juego. Disfruta cuando hay una pelea o alguno pega a otro. Hace tiempo que siente una pequeña necesidad; pero no se atreve, por el temor de que le sustraigan sus cartelitos y sus kopeks. No conoce más cifras que las primeras y las que acaban en cero; su hermana Ania lo ayuda y tapa por él sus cartones.

El quinto jugador es el hijo de la cocinera, Andrei; es moreno y enfermizo; está vestido con una blusa de algodón; lleva al cuello una crucecita de cobre. Está inmóvil y fija su mirada soñadora en los números. A éste la ganancia y los éxitos ajenos lo dejan indiferente; está por completo sumergido en la aritmética del juego y su sencilla filosofía. ¡Qué de cifras hay en el mundo! ¿Cómo no se embrollan?

Todos, a excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno. Como éstos se repiten con frecuencia, los hay que llevan apodos; así, el siete se nombra “el gancho”; el once, “los patitos”; el noventa, “el abuelo”, etcétera. El juego sigue con viveza.

-¿El treinta y dos! -exclama Gricha, metiendo la mano en el sombrero de su padre, donde están los pequeños cilindros amarillos-. ¡Dieciocho!... ¡El gancho! ¡El veintiocho!

Ania ve que Andrei no ha notado que tiene el veintiocho en sus cartones; se lo hubiera advertido en otro tiempo, pero ahora triunfa, porque en el platillo, al par del dinero, está puesto su amor propio.

-¡El veintitrés! -sigue Gricha-. ¡El abuelo! ¡El nueve!

-¡Una cucaracha! ¡Una cucaracha! -exclama Sonia, señalando una que corre por la mesa.

-No la mates -dice Aliocha  en voz baja-; quizá tenga hijitos...

Sonia sigue con los ojos a la cucaracha y reflexiona cómo será su casa y qué pequeños han de ser sus hijitos.

-¡El cuarenta y tres! ¡El uno! -continúa Gricha, padeciendo ante la idea de que Ania tiene ya casi todos los números tapados-. ¡El seis!

-¡He ganado! ¡He ganado! -grita Sonia, levantando los ojos y chillando.

Las caras de los jugadores se estiran.

-¡Hay que comprobar!- dice Gricha mirando a Sonia con odio.

Aprovechándose de su fama de mayor y  más inteligente, Gricha se ha  adjudicado el derecho de litigar las diferencias. Se hace todo lo que él manda. Durante mucho tiempo y con minuciosidad comprueban los cartones de Sonia; pero, con grave disgusto de los jugadores, todo está en regla y no hay trampas.

Empieza otra partida.

-¡Qué cosa he visto ayer! -dice Ania hablando como consigo misma-. Filip Filipovitch se volvió sus párpados y sus ojos se pusieron encarnados, terribles, como los de un diablo...

-¡Yo también lo vi! -contesta Gricha-. ¡El ocho! Tenemos en la clase un discípulo que mueve las orejas... ¡El veintisiete!

Andrei levanta la mirada hacia Gricha y dice:

-Yo también sé mover las orejas...

-¡A ver... muévelas!

Andrei mueve los ojos, los labios y los dedos. Le parece que sus orejas se ponen también en movimiento. Risa general.

-Es un hombre malo este Filip Filipovitch -prosigue Sonia-; ayer entró en nuestro cuarto y yo estaba en camisa. Me avergoncé...

-¡He ganado! -grita con toda su fuerza Gricha, tomando apresuradamente el dinero del platillo-. ¡He ganado!...¡Pueden comprobar!

El hijo de la cocinera palidece, levanta los ojos y balbucea:

-En tal caso, no puedo jugar más.

-¿Por qué?

-Porque... porque no tengo más dinero.

-Sin dinero no se puede jugar -decide Gricha.

Andrei rebusca por si acaso en sus bolsillos. No encuentra nada más que migajitas de pan y un lapicerito medio roído. Su boca se contrae y se le nublan los ojos; llorará en seguida...

-Te prestaré -dice Sonia, no pudiendo ver su cara de mártir-; pero no olvides de devolvérmelo.

Sonia pone el dinero y el juego vuelve a empezar.

-Parece que se oyen campanas -dice Ania.

El juego se interrumpe; todos miran por la ventana oscura con la boca abierta. En la oscuridad se ve el reflejo de la lámpara.

-Te pareció...

-Por la noche las campanas solamente suenan en el cementerio -declara Andrei.

-¿Por qué suenan allí las campanas?

-Para que los bandidos no entren en la iglesia... ellos temen el campaneo.

-¿Y para qué tienen los bandidos que entrar en la iglesia de noche? -pregunta Sonia.

-Para matar a los guardianes; todo el mundo lo sabe.

Todos quedan silenciosos algunos momentos y se miran unos a otros, temerosos.

El juego prosigue. Esta vez gana Andrei.

-¡Ha hecho trampas! -declara repentinamente Aliocha.

Andrei palidece, contrae la boca, y ¡pam!,  le da a Aliocha un golpe en la cabeza. Éste abre desmesuradamente los ojos,  salta furioso encima de la mesa y a su vez le da a Andrei un bofetón... Se reparten algunos cachetes más y se echan a llorar... Sonia, que no puede soportar horrores semejantes, llora también y el comedor retiembla de sollozos. Pero no se crea que el juego termina por  este motivo. No transcurren cinco minutos sin que los niños vuelvan a charlar pacíficamente y a reír. Las caras están aún llorosas; pero a pesar de esto sonríen. Aliocha está satisfechísimo: ¡Ha habido pelea!

En el comedor entra Vasia, el colegial de quinta clase. Su aspecto es dormilón y desencantado.

-¡Es abominable! -murmura notando cómo Gricha tienta su bolsillo, en el que suenan los kopeks-. ¡Cómo se puede dar dinero a los niños y permitirles jugar a juegos de azar! ¡Buena educación!... ¡Abominable!

Pero los niños juegan con tanto afán que lo asalta el deseo de probar también su suerte y de distraerse con ellos.

-¡Aguarden un momentito, yo jugaré también!

-Pon un kopek.

-¡Ahora! -dice buscando en sus bolsillos-. No tengo kopeks; tengo un rublo. ¡Pongo un rublo!

-¡No, no, un kopek!

-¡Son unos estúpidos! El rublo vale más que un kopek -les explica-; el que gane me dará el vuelto.

No, no; haz el favor de irte.

El colegial encoge los hombros y se dirige a la cocina a pedir a los criados alguna moneda suelta; pero en la cocina no hay monedas sueltas.

-En tal caso, cámbiame el rublo- le pide a Gricha al volver de la cocina-; te pagaré por el cambio. ¿ No quieres? Entonces, véndeme diez kopeks por un rublo.

Grica mira a Vasia de reojo; sospecha algún engaño... no se fía.

-¡No quiero! -repite, y aprieta su bolsillo.

-Vasia, te prestaré yo -dice Sonia-. ¡Siéntate!

El colegial se sienta y pone delante de sí dos cartones. Ania lee las cifras.

-¡Se me ha caído un kopek! -exclama Gricha inquieto-. ¡Esperen!

Toman la lámpara y se arrodillan debajo de la mesa en busca del kopek.  Se empujan con las cabezas; sus manos sólo encuentran cáscaras de nueces, pero no el kopek. Vuelven otra vez a buscarlo, hasta que Vasia le quita a Gricha la lámpara de las manos y la pone en su sitio. Gricha sigue su pesquisa a oscuras.

Por fin encuentra el kopek. Los jugadores vuelven a sentarse y quieren proseguir el juego.

-Sonia está dormida -declara Aliocha.

Sonia tiene su cabecita rizada puesta sobre los brazos cruzados y duerme un sueño dulce y tranquilo, como si estuviera en su cama. Se ha dormido sin notarlo mientras los otros buscaban el kopek.

-Anda, échate en la cama de mamá; acuéstate -le dice Ania sacándola del comedor-. ¡Vámonos!

Todos la acompañan, y cinco minutos después la cama de mamá ofrece un espectáculo sorprendente: Sonia duerme; al lado suyo ronca Aliocha; Gricha y Ania tiene las cabezas descansando en las piernas de sus hermanas y están igualmente dormidos, así como el hijo de la cocinera, acurrucado al pie de la cama. Alrededor están esparcidos los kopeks, que han perdido su valor hasta el próximo juego. ¡Buenas Noches!

FIN



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