I
Recuerdo cómo, siendo colegial del quinto o sexto año,
viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del
Don, a Kostov, acompañando a mi abuelo. Era un día de agosto, caluroso y
penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos
llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía
reseca, uno no tenía ganas de mirar ni hablar ni pensar, y cuando el semidormido
cochero, el ucranio Karpo, amenazando al caballo me rozaba la gorra con su
látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de
la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la
polvareda? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bjchi-Salaj, un
gran poblado armenio, en casa de un rico aldeano, conocido de mi abuelo. En mi
vida había visto nada más caricaturesco que aquel armenio. Imagínese una
cabecita rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y
canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa
cabecita está pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un
traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste
claro; esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos,
hablaba sin sacar la pipa de la boca y se comportaba con dignidad puramente
armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la
menor atención posible a sus huéspedes.
En las habitaciones del armenio no había ni viento ni polvo, pero la atmósfera
de la casa era tan desagradable, sofocante y tediosa como en la estepa y en el
camino. Me recuerdo polvoriento y exhausto por el calor, sentado en el rincón
sobre un baúl verde. Las paredes de madera sin pintar, los muebles y los pisos
recubiertos de ocre expandían un olor a madera seca, quemada por el sol. En
todas partes, por donde uno mirara, había moscas, moscas, moscas... El abuelo y
el armenio conversaban a media voz acerca de las pasturas, el estiércol, las
ovejas... Yo sabía que durante una hora entera iban a preparar el samovar, que
mi abuelo emplearía no menos de una hora para tomar el té, que luego se echaría
una siesta de dos o tres horas y que yo pasaría la cuarta parte del día
esperando, después de lo cual volverían el calor, la polvareda y las sacudidas
de la carreta. Al escuchar el murmullo de dos voces, se me figuraba que hacía ya
mucho tiempo que yo estaba viendo al armenio, el armenio con la vajilla, las
moscas, las ventanas, en las que pegaba el cálido sol, y que no las dejaría de
ver sino en un futuro muy lejano y me dominaba entonces un odio a la estepa, al
sol, a las moscas...
Una mujer ucrania, con un pañuelo en la cabeza, trajo
la bandeja con vajilla y luego el samovar.
El armenio, sin prisa, salió al zaguán y gritó:
-¡Mashia! ¡Ven a servir el té! ¿Dónde estás? ¡Mashia!
Se oyeron unos pasos presurosos y entró una joven de unos dieciséis años,
llevando un sencillo vestido de percal y un pañuelito blanco. Lavando la vajilla
y sirviendo té, me daba la espalda y pude notar solamente que tenía un talle muy
fino, que estaba descalza y que sus pequeños talones desnudos se escondían bajo
unos pantalones que llegaban hasta el suelo.
El dueño me invitó a tomar el té. Al sentarme en la mesa, miré la cara de la
joven, que me ofrecía el vaso, y de pronto sentí como si una ráfaga de viento
sacudiera mi alma, borrando todas las impresiones del día, con su tedio y su
polvo. Porque vi los encantadores rasgos del más hermoso de los rostros que
jamás haya encontrado o soñado. Ante mí estaba una
beldad, y lo comprendí a primera vista, como comprendo el relámpago.
Estoy dispuesto a jurar que Masha o, como la llamaba su padre, Mashia, era una
verdadera belleza, mas no puedo demostrarlo. Ocurre a veces que las nubes se
acumulan desordenadamente en el horizonte, y el sol, escondiéndose tras ellas,
las pinta con todos los colores posibles: purpúreo anaranjado, dorado lila,
rosado sucio; una nubecilla se parece a un monje, otra a un pez, otra más a un
turco tocado con un turbante. El resplandor abarca la tercera parte del cielo;
hace brillar la cruz de la iglesia y las ventanas de la mansión señorial; se
refleja en el río y en las charcas; tiembla en los árboles; lejos, recortándose
sobre el fondo iluminado, una bandada de patos silvestres vuela en busca de un
lugar para pernoctar... El zagal, que va arreando vacas, el agrimensor, que
atraviesa en carretela el dique: los señores que están de
paseo: todos contemplan la puesta del sol y todos, sin excepción, encuentran que
es terriblemente bella, pero nadie sabe ni podrá decir en qué consiste esta
belleza.
No era yo solo quien encontraba bella a la joven armenia. Mi abuelo, un anciano
de ochenta años, hombre duro e indiferente para las mujeres y las bellezas de la
naturaleza, miró a Masha con cariño durante un minuto entero y preguntó:
-¿Es tu hija, Avet Nazárich?
-La hija, sí. Es mi hija -contestó el dueño.
-Linda señorita -alabó el abuelo.
Un pintor llamaría clásica y severa a la belleza de, aquella armenia. Era,
precisamente, esa clase de belleza cuya contemplación, Dios sabe cómo, origina
en uno la seguridad de ver facciones regulares, de que los cabellos, los ojos,
la nariz, la boca, el cuello, el pecho y todos los movimientos del joven cuerpo
se han fundido en un solo acorde íntegro y armónico, en el cual la naturaleza no
se había equivocado ni en un ápice; no se sabe por qué, nosotros creemos que una
mujer idealmente bella debe tener una nariz exactamente igual a la de Masha,
recta y levemente encorvada, los mismos ojos, grandes y oscuros, las mismas
pestañas largas, la misma mirada lánguida; que sus ondulados cabellos negros y
sus cejas hacen el mismo juego con el blanco y delicado color de la frente y las
mejillas, como el verde cañaveral con el apacible río. El blanco cuello de Masha
y su pecho juvenil no están bien desarrollados aún, pero a uno le parece que
para esculpirlos es necesario tener un enorme talento creador. Se la está
mirando y poco a poco, invade el deseo de decirle hasta algo muy agradable,
sincero, bello, tan bello como lo es ella misma.
Al principio me sentía ofendido y avergonzado por el hecho de que Masha no me
prestaba ninguna atención y siempre miraba al suelo; me
parecía que un aire especial, feliz y orgulloso, la separaba de mí y la ocultaba
celosamente de mis miradas.
"Debe ser -pensé- porque estoy cubierto de polvo, quemado por el sol y porque no
soy más que un mozalbete".
Pero luego, poco a poco, me olvidé de mí mismo y me abandoné por entero a sentir
solamente su belleza. Ya no recordaba el tedio de la estepa ni la polvoreada; no
oía el zumbido de las moscas, no percibía el sabor del té, sólo sentía que al
otro lado de la mesa se hallaba una hermosa muchacha.
Percibía aquella belleza de una manera extraña. No eran deseos, ni entusiasmo,
ni tampoco placer lo que Masha suscitaba en mí, sino una honda, aunque
agradable, tristeza. Era una tristeza indefinida, vaga como un sueño. Sin saber
por qué, sentía lástima por mí mismo, por mi abuelo, por el armenio y por la
misma pequeña armenia, y experimentaba una sensación como si los cuatro
hubiéramos perdido algo importante y necesario para la vida, algo que jamás
volveríamos a encontrar. También mi abuelo se puso triste. Ya no hablaba de
rastrojos ni de ovejas, sino callaba, pensativo, mirando a Masha de tiempo en
tiempo.
Después del té el abuelo se acostó a dormir y yo salí de la casa y me senté en
un escalón del pórtico. La casa, como todas las casas en
Bajch-Salaj, estaba expuesta directamente al sol; no había árboles, ni toldos,
ni sombra. El gran patio exterior del armenio, cubierto de armuelle y otras
hierbas, a pesar del fuerte calor, se hallaba animado y hasta alegre. Detrás de
una de las cercas que allá y acá cruzaban el patio, se realizaba la trilla.
Alrededor de un poste, clavado en medio de la era, uncidos en fila y formando un
solo radio, corrían doce caballos. Cerca de ellos caminaba un mozo ucranio
vestido con un chaleco largo y amplios bombachos, quien hacía restallar el
látigo y profería gritos, como si quisiera burlarse de los caballos y jactarse
de su poder sobre ellos:
-¡A-a-a, malditos! A-a-a... ¡ya les voy a dar! ¿Tienen
miedo?
Los caballos, bayos, blancos y pintos, sin comprender
para qué los obligan a girar en el mismo lugar y a
aplastar la paja del trigo, corrían de mala gana, como haciendo un gran
esfuerzo, y agitaban las colas ofendidos. De bajo de sus cascos el viento
levantaba nubes enteras de dorado tamo y las llevaba lejos, por encima de la
empalizada. Junto a las altas y frescas hacinas se afanaban las mujeres con
rastrillos y se movían los carros, más allá de las hacinas, en otro patio,
corría alrededor del poste otra docena de parecidos caballos y otro ucranio,
igual que el primero, hacía restallar el látigo y se burlaba de los caballos.
Los escalones en que me hallaba sentado estaban calientes; en algunos sitios del
estrecho pasamanos y en los marcos de las ventanas el calor ablandaba el
pegamento; bajo los peldaños y los postigos, en las angostas franjas de la
sombra, se apretujaban insectos de color rojo. El sol me quemaba la cabeza, el
pecho y la espalda; pero yo no lo notaba y sólo sentía el roce de los pies
descalzos por los tablones del piso, en el zaguán, en las habitaciones. Después
de retirar la vajilla, Masha bajó corriendo por los peldaños, alcanzándome con
una ráfaga de aire, y se dirigió volando como un pájaro
hacia una pequeña y ahumada construcción que debía ser cocina y de donde llegaba
un olor a cordero asado y un enojado parloteo armenio.
Ella desapareció por la oscura puerta y en su lugar surgió en el umbral una
vieja y encorvada armenia, de cara colorada, que vestía largos bombachos verdes.
La vieja estaba enfadada y reñía a alguien. Pronto apareció Masha, enrojecida
por el calor de la cocina y con un enorme pan negro sobre el hombro,
inclinándose con gracia bajo el peso del pan, corrió a través del patio en
dirección a la era, en un santiamén se coló por la cerca y envuelta en la nube
del dorado polvillo, desapareció detrás de los carros. El ucranio que fustigaba
a los caballos bajó el látigo y durante un minuto se quedó mirando, en silencio,
hacia el lado de los carros; luego, cuando la muchacha volvió a aparecer junto a
los caballos y saltó la cerca la siguió con la mirada y de repente gritó a los
caballos de tal modo como si estuviera muy apenado:
-¡Ea, que los lleve el diablo!
Permanecí escuchando sin cesar los pasos de los pies descalzos y viéndola correr
por el gran patio, con la cara seria, preocupada. Ora descendía corriendo los
escalones, echándome viento, ora volaba a la cocina ora hacia la era, ora corría
fuera del patio, de modo que yo apenas tenía tiempo de mover la cabeza para
seguirla con la mirada.
Y cuanto más veces pasaba corriendo, con su belleza, ante mi vista, más fuerte
se tornaba mi tristeza. Tenía lástima de mí mismo, de ella y del mozo ucranio
que la seguía con su triste mirada cada vez que ella corría hacia los carros, a
través de una nube de tamo. No sé si su belleza provocaba en mí la envidia, o
lamentaba que la muchacha no fuese mía, ni nunca lo sería y que yo fuese un
extraño para ella; o sentía vagamente que su rara belleza era casual,
innecesaria, efímera; o, quizás, era mi tristeza aquel sentimiento especial que
nace en el hombre al contemplar éste una verdadera belleza. ¿Quién lo sabe?
Las tres horas de espera pasaron inadvertidas. Me pareció que no había tenido
suficiente tiempo para ver bien a Masha, cuando Karpo ya
había ido al río, bañado el caballo y ya estaba enganchándolo: El mojado caballo
resoplaba contento y golpeaba con los cascos. Karpo le gritaba: "¡atrás!"
El abuelo se despertó. Masha empujó el portón y éste se abrió chirriando,
nosotros subimos a la carreta y salimos del patio. Viajábamos en silencio, como
si estuviéramos enojados.
Cuando al cabo de dos o tres horas, a lo lejos, se
avistaron Rostov y Najicheván, Karpo, que durante todo el viaje había
permanecido callado, se volvió por un instante hacia
nosotros y dijo:
-¡Qué linda moza, la del armenio!
Y fustigó al caballo.
II
En otra oportunidad, siendo ya estudiante, me dirigía
por ferrocarril al sur. Era el mes de mayo. En una de las estaciones, parece que
fue entre Belgorod y Karkov, bajé del vagón para dar un paseo sobre el andén.
La sombra crepuscular había descendido ya sobre el pequeño jardín de la
estación, el andén y el campo, el edificio de la estación ocultaba la puesta del
sol, pero por las bocanadas superiores de humo que salía de la locomotora y que
estaba teñido de un suave color de rosa, se notaba que el sol aún no se había
puesto del todo.
Paseando por el andén, observé que la mayoría de los pasajeros caminaban y se
detenían siempre junto a un coche de segunda clase, y lo
hacían con una expresión que parecía señalar la presencia en el vagón de algún
personaje célebre. Entre los curiosos que encontré cerca de este vagón se
hallaba también mi compañero de viaje, un oficial de artillería, hombre
inteligente, cordial y simpático, como todos aquellos con quienes
me relacioné en el camino.
-¿Qué están mirando aquí? -le pregunté.
Sin responder, me señaló con los ojos una figura femenina. Era una joven de unos
diecisiete o dieciocho años, vestida a la usanza rusa con la cabeza descubierta
y con una pequeña mantilla negligentemente echada sobre un hombro; no era una
pasajera del tren, sino, al parecer, la hija o la hermana del jefe de estación.
De pie, junto a la ventanilla del coche, estaba conversando con una pasajera de
cierta edad. Antes de darme cuenta de lo que estaba viendo, me invadió de
repente la misma sensación que otrora había experimentado en la aldea armenia.
La joven era una notable belleza y de ello no teníamos duda ni yo ni los que la
miraban junto conmigo.
Si tuviera que describir su físico por partes, como suele hacerse, debería de
reconocer que lo único realmente bello que tenía la muchacha eran sus
rubios, ondulados y espesos cabellos, que caían
libremente sobre su espalda y sólo estaban sujetos en la cabeza con una cintita
negra; todo lo demás era irregular o muy ordinario. Fuese por una manera
especial de coquetear o por la miopía, tenía los ojos entornados; su nariz era
tímidamente respingada; la boca, pequeña, su perfil, débilmente delineado; sus
hombros eran demasiado estrechos para su edad y, sin embargo,
la muchacha daba la impresión de ser una verdadera
beldad. Mirándola pude convencerme de que un rostro ruso, para parecer bello,
no necesita una rigurosa regularidad de facciones; más aún, si a la joven le
hubieran cambiado su nariz respingona por otra, recta y plásticamente impecable,
como la que tenía la pequeña armenia, su rostro, probablemente, hubiera perdido
todo su encanto.
Parada junto a la ventanilla, la muchacha, al conversar, encogía los hombros a
causa del aire fresco del anochecer, con frecuencia volvía la cabeza hacia
nosotros, se ponía en jarras, alzaba sus manos para arreglar los cabellos,
hablaba, reía, expresaba en su cara tan pronto sorpresa como terror y no
recuerdo un solo instante en que su rostro y su cuerpo estuvieran quietos. Todo
el secreto y el hechizo de su belleza consistían precisamente en estos pequeños
e infinitamente graciosos movimientos en su sonrisa en el juego de su rostro, en
las fugaces miradas que nos dirigía, en la conjunción de la fina elegancia de
sus ademanes con la juventud, la frescura, la pureza del alma que se revelaban
en su risa y en su voz, y con esa debilidad que tanto amamos en los niños, en
los pájaros, en los jóvenes cierzos, en los jóvenes árboles.
Era una belleza de mariposa a la cual tan bien le queda el vals,
el revoloteo por el jardín, la risa, la alegría, y la que no concuerda con una
idea seria, ni con la tristeza, ni con la paz; y bastaría, al parecer, que un
fuerte viento corriera por el andén o que cayera una lluvia para que el frágil
cuerpo se marchitara de golpe y su caprichosa belleza se aventara como el
polvillo de las flores.
-¡Sí-sí...! -murmuró suspirando el militar, cuando,
después de la segunda campanada, nos dirigíamos a nuestro vagón.
En cuanto al significado de ese “sí-sí", no estoy en condiciones de definirlo.
Puede ser que estuviera triste y no tuviera ganas de abandonar a la bella joven
y el crepúsculo primaveral para encerrarse en el sofocante ambiente del vagón;
puede ser también que sintiera, igual que yo, una indefinible piedad por la
bella, por sí mismo, por mí y por todos los pasajeros que lentamente, sin ganas,
se encaminaban hacia sus coches. Al pasar delante de una ventana de la estación,
tras la cual se hallaba sentado junto a su aparato el pálido y pelirrojo
telegrafista, de cara descolorida y de pómulos salientes, el oficial suspiró y
dijo:
-Apuesto que este telegrafista está enamorado de aquella linda. Vivir en medio
del campo, bajo el mismo techo con esa celestial criatura y no enamorarse de
ella estaría por encima de las fuerzas humanas. ¡Y qué desgracia, mi amigo, que
burla resulta ser encorvado, desgreñado, grisáceo, decente y juicioso y
enamorarse de esa muchacha linda y tontita que no le presta a uno ni la menor
atención! O peor todavía: imagínese que este telegrafista está enamorado, pero
al mismo tiempo es casado y que su mujer es tan encorvada, desgreñada y decente
como él mismo... ¡Es una tortura!
Junto a nuestro vagón, apoyándose en el pasamanos de la plataforma, el guarda
miraba hacia el lugar en que estaba la bella joven, y sus abotagados ojos y
demacrado rostro, fatigado por las noches sin dormir y por el trajín del tren,
expresaba ternura y profunda tristeza, como si en aquella muchacha viera su
propia juventud, su felicidad, su pureza, su sobriedad, su mujer y sus hijos;
miraba como si se estuviera arrepintiendo de algo y sintiendo con todo su ser
que la muchacha no le pertenecía y que la común dicha humana, la de los
pasajeros, resultaba tan inalcanzable para él -con su vejez prematura,
su torpeza y su cara demacrada- como el cielo.
Sonó la tercera campanada, silbaron los pitos, y el tren se puso perezosamente
en marcha. Ante nuestras ventanillas pasaron primero el guarda, el jefe de
estación, luego el jardín y la bella moza con su maravillosa sonrisa infantil y
pícara...
Asomándome por la ventanilla y mirando hacia atrás, la vi seguir con los ojos el
tren, dar unos pasos por el andén ante la ventana del telegrafista, arreglar sus
cabellos y correr al jardín. El edificio de la estación ya no obstaculizaba el
panorama, y el campo hacia el lado occidental se mostraba abierto, pero el sol
se había puesto ya y las negras bocanadas de humo se
extendían por el verde terciopelo de los sembrados. Había tristeza tanto en el
aire primaveral y en el oscurecido cielo, como en el vagón.
El conocido guarda entró en el vagón y se puso a encender las bujías.