Había una vez una reina que tuvo dos hijos. A un hada,
buena amiga de la reina, le habían pedido que fuera la madrina de los príncipes
y que les hiciera algún don.
-Le concedo al mayor -dijo- todo tipo de desventuras hasta la edad de
veinticinco años, y le pongo por nombre Fatal.
Al escuchar esas palabras, la reina lanzó grandes gritos y conjuró al hada a que
cambiara aquel don.
-No sabes lo que pides -le dijo el hada a la reina-; si no es desventurado, será
perverso.
La reina no se atrevió a decir nada más, pero le rogó al hada que le permitiera
elegir un don para su segundo hijo.
-Es posible que lo elijas todo al revés -contestó el hada-; pero no importa,
estoy dispuesta a concederte lo que me solicites para él.
-Deseo -dijo la reina -que triunfe siempre en todo cuanto quiera hacer; es la
forma de hacerle feliz.
-Bien podrías engañarte, -dijo el hada-; por lo tanto, no le concedo ese don
sino hasta los veinticinco años.
Le pusieron nodrizas a los dos pequeños príncipes, pero desde el tercer día, la
nodriza del primogénito tuvo fiebre; le pusieron otra que se rompió una pierna
al caerse; a una tercera se le retiró la leche tan pronto como el príncipe Fatal
empezó a mamar de ella; y como corrió el rumor de que el príncipe le traía mala
suerte a todas sus nodrizas, ninguna quiso alimentarlo, ni aproximarse a él. La
pobre criatura, hambrienta, gritaba, pero nadie se apiadaba de él. Una robusta
campesina, que tenía un número considerable de hijos y muchas dificultades para
darles de comer, se ofreció para cuidar de él a condición de que le dieran una
fuerte suma de dinero; y como el rey y la reina no querían al príncipe Fatal, le
dieron a la nodriza lo que solicitaba, y le dijeron que se llevara el niño a su
pueblo.
Al segundo príncipe, al que habían llamado Fortuné, todo le iba, al contrario,
de maravilla. Su papá y su mamá lo amaban con locura y ya no se acordaban del
mayor. La malvada mujer a la que se lo habían entregado, nada más llegar a su
casa, le quitó las bellas ropas con las que iba vestido para ponérselas a uno de
sus hijos que era de la edad que Fatal; y, tras haber envuelto al pobre príncipe
en un miserable faldón, lo llevó a un bosque donde había animales feroces y lo
puso en un hueco junto a tres pequeños leones, para que lo devoraran. Pero la
madre de aquellos leones no le hizo daño alguno, al contrario, lo amamantó, lo
que lo hizo tan fuerte que al cabo de seis meses ya corría solo.
Mientras tanto, el hijo de la nodriza que ella hacía pasar por el príncipe
murió, y el rey y la reina estuvieron encantados de deshacerse del príncipe.
Fatal permaneció en el bosque hasta los dos años. Un señor de la corte que iba a
cazar, quedó muy sorprendido al verlo en medio de los animales. Se apiadó de él,
se lo llevó a su casa, y cuando supo que buscaban a un niño para que le hiciera
compañía a Fortuné, presentó Fatal a la reina.
Le pusieron a Fortuné un maestro para que le enseñara a leer; pero
recomendándole que no le hiciera llorar. El joven príncipe, que había escuchado
la recomendación, se ponía a llorar tan pronto como cogía el libro; de tal
manera que a los cinco años no conocía aún las letras, mientras que Fatal leía
perfectamente y sabía ya escribir.
Para asustar al príncipe, ordenaron al maestro que azotara a Fatal cada vez que
Fortuné no hiciera sus deberes; por lo que, de nada le servía a Fatal aplicarse,
pues eso no impedía que le pegaran; además, Fortuné era tan caprichoso y tan
malvado, que maltrataba constantemente a su hermano, que no conocía. Si le daban
una manzana o un juguete, Fortuné se lo arrancaba de las manos; le mandaba
callar; en resumen, era un pequeño mártir, del que nadie se apiadaba. Vivieron
así hasta los diez años, y la reina se mostraba muy sorprendida de la ignorancia
de su hijo.
-El hada me engañó, -decía; yo creía que mi hijo sería el más listo de todos los
príncipes, puesto que yo deseé que triunfara en todo cuanto quisiera emprender.
Fue a consultar al hada al respecto, y ésta le dijo:
-Señora, deberías haber deseado para tu hijo buena voluntad en lugar de talento;
sólo quiere ser malvado y, como ves, lo consigue.
Después de haberle dicho esas palabras a la reina, le dio la espalda; la pobre
reina, muy afligida, regresó a palacio. Le echó una reprimenda a Fortuné con el
fin de obligarle a comportarse mejor; pero, en lugar de prometerle que se
corregiría, le contestó que si lo molestaban, se dejaría morir de hambre.
Entonces la reina, asustada, lo tomó sobre sus rodillas, lo besó, le dio
caramelos, y le dijo que si comía como de costumbre, no tendría que estudiar en
ocho días.
Entretanto, el príncipe Fatal era un portento de ciencia y de dulzura; estaba
tan acostumbrado a que lo contradijeran, que no tenía voluntad, y sólo vivía
para anticiparse a todos los caprichos de Fortuné. Pero el perverso chico, que
se ponía furioso al verlo más hábil que él, no podía soportarlo, y los maestros,
para agradar a su joven señor, golpeaban constantemente a Fatal. Finalmente, el
cruel niño dijo a la reina que no quería volver a ver a Fatal, y que dejaría de
comer hasta que no lo hubieran expulsado de palacio. Ahí ven pues a Fatal en la
calle, y como todos temían desagradar al príncipe, nadie quiso acogerlo. Pasó la
noche bajo un árbol tiritando de frío, pues era invierno, y sin tener más cena
que un trozo de pan que le habían dado por caridad.
A la mañana siguiente, se dijo: «No quiero estar sin hacer nada, trabajaré para
ganarme la vida hasta que sea bastante mayor para ir a la guerra. Recuerdo haber
leído en las historias que algunos simples soldados habían llegado a ser grandes
capitanes; tal vez pueda yo tener la misma fortuna, si soy un hombre íntegro. No
tengo padre ni padre, pero Dios es el padre de los huérfanos. Él me dio una
leona por nodriza, y no me abandonará.»
Dicho esto, Fatal se levantó y se puso a hacer sus oraciones, pues no dejaba
nunca de rezar a Dios por la mañana y por la noche. Cuando rezaba, tenía los
ojos bajos, las manos juntas y no movía la cabeza a un lado y a otro. Un
campesino que pasaba, al ver a Fatal rezando a Dios de todo corazón, se dijo:
«Estoy seguro de que este chico será un honesto criado; me dan ganas de
contratarlo para que guarde mis ovejas. Dios me bendecirá a causa de él.» El
campesino esperó a que Fatal terminara sus oraciones y le dijo:
-Mi pequeño amigo, ¿quieres guardar mis ovejas? Te daré de comer y cuidaré de
ti.
-Con mucho gusto -contestó Fatal-, y procuraré hacer todo lo posible para
servirle bien.
Este campesino era un hacendado que tenía muchos empleados que le robaban con
frecuencia; su esposa y sus hijos le robaban también. Cuando vieron a Fatal, se
pusieron muy contentos y se decían: «Es un niño, hará todo lo que nosotros
queramos.»
Un día, la esposa le dijo:
-Amigo mío, mi esposo es un avaro que no me da nunca dinero; déjame coger un
cordero, y tú dirás que se lo ha llevado un lobo.
-Señora, -le respondió Fatal-, quisiera de todo corazón servirla, pero prefiero
morir antes que decir una mentira y ser un ladrón.
-No eres más que un tonto -le contestó la mujer-; nadie sabrá que lo has hecho.
-Lo sabrá Dios, señora -respondió Fatal; Él ve todo cuanto hacemos y castiga a
los mentirosos y a los que roban.
Cuando la patrona oyó aquellas palabras, se arrojó sobre él, lo abofeteó y le
arrancó los cabellos. Fatal lloraba, y al oírlo, el hacendado preguntó a su
mujer por qué le pegaba al chico.
-Realmente -dijo ella- es un goloso; lo he visto comerse esta mañana un tarro de
nata que yo quería llevar al mercado.
-¡Diantre! ¡ser goloso está muy feo! -dijo el campesino; y de inmediato llamó a
un empleado y le encargó que azotara a Fatal.
De nada le servía al pobre chico decir que él no se había comido la nata, pues
creían más a la patrona que a él. Después de eso, volvió al campo con las
ovejas, y la patrona le dijo de nuevo:
-¿Y bien? ¿Quieres ahora darme el cordero?
-Lo siento mucho, -dijo Fatal- puede hacer todo lo que quiera en mi contra, pero
no podrá obligarme a mentir.
Aquella mala mujer, para vengarse, recomendó a todos los demás criados que le
hicieran daño a Fatal. Permanecía en el campo de día y de noche, y en lugar de
darle de comer como a los demás criados, ella no le enviaba nada más que pan y
agua; y cuando regresaba, lo acusaba de todo lo malo que sucedía en la casa.
Pasó un año con aquel hacendado; y aunque durmiera en el suelo y estuviera tan
mal alimentado, se puso tan fuerte que todos pensaban que tenía quince años
cuando sólo tenía trece; además, había adquirido tal templanza que ya no se
apenaba cuando le reñían injustamente.
Un día que estaba en la hacienda oyó decir que un rey vecino había organizado
una gran guerra. Se despidió de su patrón y se dirigió a pie al reino de aquel
príncipe para ser soldado. Se enroló con un capitán que era un señor de la
nobleza, pero que parecía un porteador, hasta tal extremo era brutal;
blasfemaba, le pegaba a sus soldados, les robaba la mitad del dinero que el rey
le daba para alimentarlos y vestirlos; y a las órdenes de aquel perverso
capitán, Fatal fue más desgraciado aún que en casa del campesino. Se había
enrolado por diez años, y aunque viera desertar a la mayoría de sus compañeros,
él no quiso seguir su ejemplo, pues se decía: «He recibido dinero para servir
durante diez años, si no cumpliera con mi compromiso robaría al rey.»
Aunque el capitán fuera un mal hombre y maltratara a Fatal como a todos los
demás, en el fondo no podía dejar de estimarlo un poco, porque veía que cumplía
siempre con su deber. Le daba dinero para que le hiciera recados, y Fatal tenía
la llave de su habitación cuando aquél iba al campo o a cenar con amigos. Al
capitán no le gustaba leer, pero poseía una gran biblioteca para hacer creer a
todos los que venían a su casa que era un hombre culto; pues, en aquel país, se
pensaba que un oficial que no leía la historia no sería jamás más que un necio y
un ignorante.
Cuando Fatal concluía su trabajo de soldado, en lugar de irse a beber o a jugar
con sus compañeros, se encerraba en la habitación del capitán y trataba de
aprender su oficio leyendo la vida de los grandes hombres, y llegó a ser capaz
de mandar un ejército. Hacía ya siete años años que era soldado cuando intervino
en la guerra. Su capitán eligió seis soldados para ir a inspeccionar un
bosquecillo; cuando estuvieron allí, los soldados decían en voz baja: «Tenemos
que matar a este mal hombre, que nos golpea y nos roba el pan.» Fatal les dijo
que no debían cometer tan baja acción; pero en lugar de escucharlo, le dijeron
que lo matarían al mismo tiempo que al capitán, y echaron los cinco mano a la
espada. Fatal se puso de lado de su capitán, y se batió con tanto valor, que
mató él solo a cuatro de aquellos soldados. Su capitán, al ver que le debía la
vida, le pidió perdón por todo el daño que le había hecho; y tras haber contado
al rey lo que le había sucedido, Fatal fue ascendido a capitán, y el rey le dio
un sueldo considerable. ¡Oh! sus soldados no habrían pensado jamás en matar a
Fatal, pues él los amaba como si fueran sus hijos; y lejos de robarles lo que
les pertenecía, les daba de su dinero cuando cumplían con su deber. Los cuidaba
cuando eran heridos y no les reprendía nunca por mal humor.
Entretanto tuvo lugar una gran batalla y cuando el jefe que mandaba el ejército
murió, todos los oficiales y soldados quisieron huir; pero Fatal gritó en voz
alta que prefería morir con las armas en la mano antes que huir como un cobarde.
Entonces sus soldados gritaron que no estaban dispuestos a abandonarlo y como
aquel buen ejemplo le produjo vergüenza a los demás, todos se reunieron en torno
a Fatal y combatieron tan bien que apresaron al hijo del rey. El rey se puso muy
contento cuando supo que había ganado la batalla y le dijo a Fatal que lo
nombraba general de todos sus ejércitos. Luego se lo presentó a la reina y a la
princesa su hija, que le ofrecieron sus manos para que las besara.
Cuando Fatal vio a la princesa, se quedó inmóvil. Era tan bella, que se enamoró
de ella como un loco, y fue entonces cuando de verdad fue desgraciado, pues
pensaba que un hombre como él no estaba hecho para casarse con una gran
princesa. Por lo que decidió ocultar celosamente su amor, y todos los días
sufría grandes tormentos; pero fue aún peor cuando supo que Fortuné, que había
visto un retrato de la princesa, que se llamaba Gracieuse, se había enamorado
también y enviaba a sus embajadores para pedirla en matrimonio. Fatal pensó
morir de pena; pero la princesa Gracieuse, que sabía que Fortuné era un príncipe
cobarde y malvado, le rogó tanto a su padre que no la obligara a casarse con él
, que le contestaron al embajador que la princesa no deseaba casarse aún.
Fortuné, al que nadie hacia contrariado jamás, se puso furioso cuando le
transmitieron la respuesta de la princesa; y su padre, que no podía negarle
nada, declaró la guerra al padre de Gracieuse, que no se preocupó demasiado pues
se decía. «Mientras tenga a Fatal al frente de mis ejércitos, no temeré ser
vencido.»
Envió pues a buscar a su general y le dijo que se preparara para la guerra; pero
Fatal, arrojándose a sus pies, le dijo que él había nacido en el reino del padre
de Fortuné y que no podía combatir contra su rey. El padre de Gracieuse entró en
cólera y le dijo a Fatal que lo mandaría matar si se negaba a obedecerlo; y que,
al contrario, le daría a su hija por esposa si lograba la victoria sobre
Fortuné. El pobre Fatal, que amaba con locura a Gracieuse, se sintió muy
tentado; pero, finalmente decidió cumplir con su deber; abandonó la corte y
todas sus riquezas.
Mientras tanto, Fortuné se había puesto al frente de su ejército para hacer la
guerra; pero al cabo de cuatro días cayó enfermo de cansancio; pues era muy
delicado porque nunca había hecho ejercicio. El calor, el frío, todo le hacía
enfermar. El embajador que quería adular a Fortuné, le dijo que había visto en
la corte del padre de Gracieuse a aquel chico que habían expulsado de su
palacio; y que le habían dicho que el padre de Gracieuse le había prometido a su
hija. Al conocer esta noticia, Fortuné entró en gran cólera, y tan pronto como
se recuperó, partió para destronar al padre de Gracieuse, prometiendo una fuerte
suma de dinero a aquel que le trajera a Fatal.
Fortuné obtuvo grandes victorias aunque él no combatió personalmente, porque
tenía miedo de que lo mataran. Finalmente, sitió la capital de su enemigo y
decidió darle asalto. La víspera de aquel día, le trajeron a Fatal atado con
gruesas cadenas, pues un gran número de personas se habían puesto a buscarlo.
Fortuné, encantado de poder vengarse, decidió, antes de dar el asalto, cortarle
la cabeza a Fatal ante sus enemigos. Aquel mismo día ofreció un gran banquete a
sus oficiales, porque celebraba su cumpleaños, justamente sus veinticinco años.
Los soldados que estaban dentro de la ciudad, al saber que Fatal había sido
apresado y que dentro de una hora le cortarían la cabeza, decidieron perecer o
salvarlo, pues recordaban el bien que les había hecho, mientras fue su general.
Solicitaron permiso al rey para salir a combatir, y en aquella ocasión lograron
la victoria. El don de Fortuné había llegado a su fin, y cuando quiso huir, lo
mataron. Los soldados victoriosos corrieron a quitarle las cadenas a Fatal, y en
aquel mismo instante, se vio aparecer por el cielo dos carrozas resplandecientes
de luz. El hada iba en una de aquellas carrozas, y el padre y la madre de Fatal
en la otra, pero dormidos. Sólo se despertaron en el momento en que las carrozas
tocaron tierra y se sorprendieron mucho al verse rodeados por un ejército. El
hada entonces, dirigiéndose a la reina y presentándole a Fatal, le dijo:
-Señora, reconoce en este héroe a tu primogénito; las desgracias que ha padecido
han corregido los defectos de su carácter, que era violento e irascible.
Fortuné, al contrario, que había nacido con buenas inclinaciones, ha sido
absolutamente estropeado por los mimos, y Dios no ha permitido que viviera más
tiempo, porque cada día se habría hecho más perverso. Acaba de morir; pero, para
consolarlos de su muerte, sepan que estaba a punto de destronar a su padre,
porque se aburría de no ser rey.
El rey y la reina quedaron muy sorprendidos y abrazaron de buen grado a Fatal,
de quien habían oído hablar ventajosamente. La princesa Gracieuse y su padre
conocieron con alegría la aventura de Fatal, que se casó con Gracieuse, con la
que vivió mucho tiempo, siendo perfectamente felices y muy virtuosos.
FIN