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Tierna es la noche

Ricardo Piglia


... querer tranquilizarme contra una lettera 22 cuando Luciana está tirada allá y es inútil. Andar bus­cando explicaciones, queriendo corregir no sé qué des­tino, escabulléndome culpas, fatalidad, pavadas por el estilo. Ganas, en el fondo, de torcer las cosas pero es tarde, cambiar los detalles, como si los detalles, decirle no seas estúpida, no te hagás la trágica Luciana, decirle chiquilina sonsa, señora mía, cualquier cosa para no verla ir acercándose bajo la lluvia, medio torcida por el agua, con la pollera pegada a los muslos y todo estaba decidido, y yo lo más tranquilo, cobijado en el alero, mirando llover y fumando y esperando que amaine.

      De todos modos no estoy seguro si hay que contarlo así. Ahora las cosas se me diluyen, lejanas, y parece lo más natural que anoche hubiera sucedido hace muchí­simo tiempo; que anoche, hoy mismo, estuvieran antes que, por ejemplo, aquella tarde los dos corríamos esqui­vando los coches y nos paramos muertos de risa en me­dio de la plaza y nos besamos por primera vez, interrumpidos por la risa, mientras la gente daba vuelta la cara para mirarnos y arriba un jet flotaba en el aire y ella dijo que me quería: “me parece que te quiero mucho, dijo ella y yo le contesté cualquier pavada, “me parece que estás loca”, algo así, en voz baja, y la luz del estúpido farol encendido a las tres de la tarde le hacía brillar todavía más el pelo colorado cuando se separó y yo pensé que iba a sentarse o algo por el estilo, pero empezó una especie de baile, “¿yo?, yo soy loca como una pata, ¿nunca viste una pata loca?”, los brazos pegados al cuerpo, las manos como alitas, pegando extra­ños mugidos, imitando los gritos que ella decía que eran los gritos de las patas en celo: “de las patas calientes”, dijo, y tenía los ojos grises medio veteados por el sol y la risa.

      Gestos, escenas que ahora se agrandan aquí, mien­tras escribo en esta pieza que desemboca sobre los techos del vecino, borrando, deformando lo de anoche, la fíes—ta, la voz de ella por teléfono para invitarme y yo me reía sin entender la razón, “y de dónde sacaste que para armar una fiesta hay que tener razones”, me dijo y yo pensé: “ojo, ir sin Beatriz”. “No. Beatriz, con Antonio no sé si te acordás”. Qué estúpido, como si Luciana ne­cesitara verme sin Beatriz o no la conociera mejor que yo mismo. “Para vos es una de esas piezas cómodas, ¿te das cuenta? Un cuarto de baño” (yo no la distinguía en la oscuridad, pero seguro se reía con todo el cuerpo) . “Eso: una especie de cuarto de baño”.

      Claro que cuando Luciana lo dijo estaba totalmente borracha. Yo había escuchado ruidos, abajo, y en segui­da los tacos en la escalera y alguien raspando un fósforo. “Beatriz”, dije, buscando la luz. “No. No prendás”; hablaba alzando demasiado la voz, como borracha y cuando encendí pareció que Luciana brotaba desde la oscuridad, con el pelo tirado en la cara, hermosa y gas­tada, fugaz. “Me voy. Si no apagas la luz me voy”. “¿Qué te pasa, estás loca?”, y ya no la veía, la adivinaba en la oscuridad dando vueltas de un lado a otro, atropellando, llevándose las' cosas por delante,. hasta que se sentó en el borde de la cama, sin hablar.

      Por eso digo que fue imbécil pensar en Beatriz, que no tiene nada que ver, y ahora seguro duerme sin sabe¡ nada, con su aire entre ingenuo y malévolo y dulce, con esa cara que de repente se le ablanda y parece que se le desmorona, como si no le obedeciera, cuando ella busca endurecerla, porque yo, casi sin querer, hace unas cuadras que camino abstraído, dejándome llevar por el silencio hasta que siento la presencia de Beatriz, tensa, controlada, y al fin escucho su voz, medio enrarecida: “¿Se puede saber qué te pasa?” Y yo la miro, asombra­do: “Nada, ¿qué querés que me pase?”, y es como si se le soltara algún piolín adentro y se le cayeran las mejillas. Un títere aquella mañana, cuando su cara apareció y ya era tarde porque Luciana había trepado la misma escalera, borracha, y nos despertó Beatriz, entrando, y ella le habló desde la cama, con las mantas tapándole el cuerpo desnudo. “Hola, ternerita”, le dijo, “no te enojés que ya me voy”. Y a Beatriz le latía un ángulo de la boca, apoyada en la pared, sin moverse, mientras Luciana se vestía, muy despacio, en medio de la pieza, se agachaba buscando las medias y yo, desde la cama, no sabiendo cómo hacer para alcanzar los pantalones.

      Y esa, fue la última vez.

      Hasta hoy, quiero decir.

      Salvo una tarde que la vi cruzando con Patricio y el viento le inflaba el vestido y le tiraba como siempre el pelo en la cara, ésa fue la última vez, porque la noche antes habíamos decidido que todo se terminara, amiga­blemente, con la asquerosa delicadeza de esos casos.

      Ya no me acuerdo a quién de los dos se le ocurrió festejar el final en esa boite, una especie de casa de té, que habíamos encontrado poco después de medianoche, hundida en el fondo de un monte de eucaliptus.

      “Carajo, uno se moja todos los pies con este yuyo”, dije yo porque lloviznaba y el pastito me embarraba la bocamanga, y creo que mientras yo zapateaba en el felpudo como un imbécil, ella descubrió la hamaca. “Pe­ro es absurdo”, dijo, “no te parece increíble una hamaca en una boîte” y ya corría. “¿Qué hacés, boba?”, le dije, metido entre los árboles, y ella subía y bajaba con el cuerpo y la nuca y todo el pelo tirado para atrás y la hamaca pegaba unos chillidos como de conejo y ella déle gritar “es como tener un viento en la panza”, pa­recida a un papel, una hoja yendo y viniendo, arrastra­da por la lluvia o el viento.

      Después cruzamos el salón achinado, alumbrado con farolitos verdes, para secarnos en el baño, las dos puer­tas separadas por una mampara. “Entro con vos”, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. “¿Cómo?” Y se curzó los dedos en los labios. “Sh, con vos para ver cómo son”. “Estás loca a ver si nos ve alguien”. “No hay nadie, no ves que no hay nadie”, y la luz cruda del baño parecía aislar los gestos, multiplicarlos en el espejo y ella miraba todo entre asombrada y divertida, “Así que ustedes usan estas cosas, ¡qué plato!, pero si son como escupideritas”, y se reía, girando de un lado a otro, cuando entró un tipo y la miró pensando que se había equivocado, pero me descubrió en seguida mien­tras ella lo saludaba haciendo reverencias...

      A veces uno necesita creer en señales, en avisos que no supo ver. Ahora (ahora después que abrí la puerta de a pieza de Luciana y me tiré para atrás, como encan­dilado) esa madrugada en la boîte me parece una re­petición, un signo de todo lo que pasó esta noche. A lo mejor por eso se me mezclan, por eso no sé si fue hoy a la madrugada o aquella vez, hace más de tres me­ses, cuando Luciana levantó la cara como buscando la lluvia que se adivinaba en el viento, y yo le vi los ojos, dos llagas en medio de la cara, hasta que ella se movió, imperceptiblemente, como queriendo esquivar la luz filosa del amanecer y en voz muy baja, casi un susurro, me dijo que se iba. “Mejor me vuelvo sola”, dijo y yo la dejé ir, la miré alejarse, perderse entre la gente, sin hacer nada, sin llamarla.

      Y después, esa noche, ella subió por última vez a mi pieza, medio borracha, y ya no la vi más, hasta la noche de la fiesta, ayer.

      Entré y estaba acurrucada tocando la guitarra, con gente desparramada en los sitios más inverosímiles; y ella cantaba con su voz tan ronca, envuelta en el humo pálido de los cigarrillos.

      Cuando alzó la cara todos aplaudieron, hablaron, como obedeciéndola. Se levantó y el vestido le destapó los muslos; el pelo recogido, la cara agrisada por el humo, “una estatua”, pensé, “una imagen de yeso, gas­tada”.

      Agitó la mano, yo sonreí.

      La miré venirse, eludiendo a los que bailaban; su ca­ra se iba construyendo, afirmando a medida que se acer­caba. Me acuerdo que traté de pensar una frase para recibirla. “Te queda muy bien el pelo atado, parecés una estatua”, algo en ese estilo; pero ella se paró imprevistamente en mitad del camino y yo me quedé quieto, mi­rándola bailar con Patricio.

      Había tanta gente que se podía ignorar confiada­mente a los conocidos. Todo era una mezcla de caras y gritos saltando a destiempo. Recortada por el montón, cada tanto me encontraba con Luciana, con su vestido color ocre.

      Dos o tres veces nos miramos, pero ella siguió bai­lando, sonriendo y como divertida.

      Me dejé ir de un lado a otro, escurriéndome hacia el fondo de vez en cuando, para buscar la mesa donde se amontonaban las botellas.

      Al cuarto o quinto whisky las cosas mejoraron y terminé bailando algunos tangos, sin mucho fervor, con una niña que era lánguida y levemente bizca, lo cual le daba un aire entre malvado y obsesivo.

      Por fin me tiré en un sillón que me obligaba a hun­dirme en una posición realmente absurda, con los codos aplastados entre las rodillas.

      —¿Te divertís?

      La voz vino de atrás y para confirmar que era Luciana tuve que girar todo e! cuerpo y verla apoyada con­tra la pared.

      —Como loco.

      Inclinada se investigaba el vestido. Una hilacha, un hilo blanco todo torcido y ella lo sostenía con dos dedos a la altura de los ojos y lo estudiaba, atenta.

      —Estás rara con el pelo así.

      De todos modos era muy absurdo seguir incrustado ese sillón haciendo contorsiones para poder mirarla.

      —Parecés una estatua —le dije mientras trataba de incorporarme, braceando torpemente.

      —¿Ah sí? —dijo ella, siempre con aire distraído, soplando la hebra que se hamacaba en el aire.

      Cuando conseguí sentarme con dificultad en el bra­zo del sillón, la miré de frente por primera vez, y fue como recordarle los ojos, ese modo gatuno de crecer y achicársele la pupila.

      —Lo único que no te cambian son los ojos —le dije, pero ella no me contestó y siguió tomando el whisky hasta vaciarlo.

      Me miraba sin mover la cabeza, con el vaso levan­tado contra los dientes, dándole golpecitos con la punta (le los dedos hasta que el cubo de hielo resbaló por el borde.

      —¿Para qué me llamaste?

      —¿A Beatriz la dejaste en casita? —dijo ella como si me contestara.

      —No jugués.

      —No seas tonto —dijo imitándome el tono, sin dejar de mirarme.

      En el labio le brillaba una raya amarillenta, espuma o algo así que le había dejado el filo de la copa.

      —Tenés sucio —le dije y ella se tiró para atrás y se pasó la mano por la cara—. No. Ahí. Más cerca de la boca. —Me incliné y le froté la boca con los dedos. Cuando levanté la cara me topé con el cuerpo de Patricio.

      —Emilio ¿cómo andás? —dijo, y Luciana le agarró la muñeca, no la mano sino la muñeca, como si fuera un objeto, el respaldo de una silla.

      Hablamos los tres, una vez cada uno, para que los silencios no se alargaran demasiado, mientras la mú­sica y el ruido de los pies y los gritos se mezclaban en un bochinche fenomenal.

      —Esto es demasiado cerrado —dijo Patricio—. Hubiera sido mejor el jardín. Lástima la llovizna.

      —¿Qué festejan? —pregunté mirando la cara de Pa­tricio, el color raro, medio violáceo de la cara de Patricio.

      —Nada —me contestó Luciana—. No veo por qué hay que hacer fiestas solo para festejar cosas.

      —A Luciana e a por rachas —dijo Patricio que buscaba mi complicidad dulcemente—. Ahora las fiestas, hace un tiempo se le había dado por pintar, llenó la casa de telas y cuando...

      —Está bien, querido, dejemos mis rachas ahora —lo cortó ella, soltándole la muñeca—. Prefiero bailar.

      Patricio se movió como queriendo salir al medio y yo sentí la mano de Luciana en el brazo, mientras ella se alzaba en puntas de pie para rozar la cara de Patricio con los labios.

      Adiviné la sonrisa de él atrás parado en un rincón, cuando en una vuelta quedamos frente a frente y me saludó levantando el vaso. Volvimos a girar, Luciana quedó de cara a Patricio y después nos internamos en medio de todos los que nos arrastraban de un lado a otro.

      Luciana parecía no tener huesos, sólo la carne floja que colgaba de mí.

      —¿Qué andás buscando —le dije, al rato.

      —Nada. No ando buscando nada. ¿Qué querés que ande buscando? No seas elemental.

      —Y para qué me llamaste? ¿Por joder?

      De cerca, la cara de Luciana era una máscara her­mosa y manchada, con dos lamparones oscuros al lado de los ojos donde el sudor había corrido el rimmel.

      —¿Sabés lo que ando buscando? Piedritas. Juguetes que perdí. Por ejemplo que alguien se enamore de mí como antes. Como hace muchísimo tiempo aquellos mu­chachitos sonsos a los que yo quería como una loca. Eso ando buscando.

      Sin querer me llegaba su olor a whisky mezclado con extracto francés y sudor.

      —Sacarme de encima todo esto —le costaba modular la voz y hablaba torpemente—. Toda esta mugre.

      —Si lo decís por el olor a whisky casi no se te nota.

      Se quedó como clavada. Los que venían atrás nos empujaron riendo y yo la agarré de un brazo para sa­carla, pero ella se soltó con un gesto brusco.

      Yo seguí solo y me paré contra una mesa, cerca de la ventana. La miré acercarse, insegura, atropellada y sonriendo, hasta que aplastó el cuerpo contra la mesa y me llamó agitando la mano, con movimientos torpes y absurdos.

      —Venga pichón, venga que Luciana quiere decirle una cosa en el oído —fue diciendo en voz baja mientras se inclinaba, y los dos hicimos un puente sobre la mesa.

      —Sos un pelotudo —susurró.

      Después se cruzo la mano por la cara corno si estu­viera espantando un bicho y yo la miré caminar, rígida, hacia Patricio.

      Me quedé un rato ahí, recostado contra la ventana.

      Afuera, la bruma diluía la silueta afilada de las lanzas, en la verja de fierro que encerraba la casa.

      La noche estaba quieta, muy calurosa.

      Caminé por el jardín costeando la verja hasta el fondo. Vista desde atrás la casa parecía un cajón, alto y oscuro. La música se apagaba y crecía, arrastrada por el viento. Empezó a lloviznar. Era como una niebla ama­rillenta que rodeaba la luz de los faroles. Sobre el costado, la luz de la casa se escurría entre los árboles, y cuando me topé con la escalera, de golpe se borró y todo quedó en sombras. Empecé a subir tanteando. La luz me golpeó la cara otra vez y durante un momento los vi amontonados en medio del salón; las caras brillosas se apagaron de pronto y terminé de entrar, puteando al de la idea de jugar con la luz.

      Habían formado un circulo y en el medio Luciana se movía sola, se hamacaba al compás de la música, des­calza y con el pelo suelto. En la oscuridad solo se escu­chaba el golpe de las manos y cuando volvía la luz la cara sudorosa de Luciana parecía brotar de repente, borrada por el pelo que le tapaba los ojos. Hasta que, bruscamente, hubo una confusión de voces y de ruidos y Patricio y Luciana cruzaron la puerta, iluminados. El la llevaba del brazo, casi en el aire, arrastrándola, mien­tras ella se tiraba el pelo para atrás con gestos duros, y la música seguía sonando y todos se miraban, las caras brillosas, como disculpándose, en silencio.

      Se quedaron inmóviles un momento y después em­pezaron a moverse, turbados. Las voces fueron crecien­do de a poco.

      Siguieron bailando un rato más, desganados porque la cosa estaba lista y era inútil querer alargarla, mien­tras un mozo empezaba a juntar las botellas y todos se desbandaban en grupos furtivos hasta que quedaron tres o cuatro parejas, bailando solas en el medio de la pieza vacía.

      Yo me quedé hasta lo último pero no vi a Luciana. Así que terminé la ginebra y bajé solo, despacio, si­guiendo a los rezagados que cruzaban el jardín desali­ñados y ojerosos.

      La tormenta se olfateaba en el aire y la niebla casi no dejaba filtrar la luz blanquecina del amanecer.

      Me paré a prender un cigarrillo; las luces ele la casa se iban apagando ele a una. Cuando seguí caminando hacia la verja, mientras arreciaba la llovizna, alguien me agarró la mano.

      —Esperá pichón, no te apurés —dijo Luciana y pa­recía otra, más indefensa o algo así, se había lavado la cara, supongo, porque tenía la piel cenicienta y des­nuda, los ojos como dos llagas en medio de la cara.

      Caminamos despacio hasta el alero y ya el agua re­botaba ruidosamente contra las chapas.

      No me puedo acordar lo que hablamos. Lo que sé es que yo no le daba importancia y que en ese momento no tenía importancia; era una de esas conversaciones entrecortadas, balbuceantes, que vienen al final de la noche, mientras aclara y uno siente el cuerpo lleno de algodón o de estopa y los ojos lastimados por la luz le­chosa del amanecer.

      Casi no puedo recordar otra cosa que la lluvia en el techo y la voz de Luciana mezclada con el ruido del agua. Yo sentía la cabeza vacía y lo único que esperaba era ver pasar un taxi, subirla, ir a casa, pegarme un baño y meterme con ella en la cama. Pero no pasaba un taxi ni por broma, y Luciana se paseaba de un lado a otro. Yo la tenía del codo pero ella se movía, en ese espacio insignificante, con el pelo borrándole los ojos, la cara grisácea, se movía, parecida a una bestia enjaulada o a una mano que se moviera con cautela, tanteando para levantar del piso un montón de vidrios quebrados.

      Hasta que de repente me rozó apenas la cara con los labios y entró en la lluvia.

      Caminaba tan despacio, toda torcida, flotando en esa bruma gris, que yo pensé que iba a volver. Absur­damente pensé que había entrado en la lluvia porque sí, pero que iba a volver; y la miré alejarse, y cuando iba a salir a buscarla se detuvo, sepultada en la lluvia; se agachó tanteando el piso y después bailoteó en un pie con el brazo extendido y yo le grité que volviera y por la lluvia o por pero ella seguía caminando, ahora descalza, con los zapatos en la mano, achicándose cada vez más hasta ser un punto color ocre en medio de la lluvia.

      Y yo me quedé ahí, sin pensar en nada, esperando que aflojara la lluvia para venirme por el Bajo, caminando sin apuro, esquivando los charcos, mientras el sol se diluía entre las nubes, y la gente encorvada, y los nego­cios empezaban a abrirse y Luciana andaba por algún lugar de esa llovizna, mirando ella también la cara tor­va de los que madrugaban asombrados de ver a esa mu­chacha, empapada y descalza, con el pelo pegado a la cara, escondiendo los ojos para no sentir la luz filosa del amanecer entrando por los ventanales de su pieza, subiéndose a una silla para cegarlos, cobijarse en la tierna oscuridad de la noche, olvidar afuera el día que se viene de a poco mientras ella deja que el vestido le resbale por el cuerpo mojado, desnuda cuando la en­contraron, las ventanas clausuradas, la pieza oscura y Luciana con el brazo tapándole los ojos como quien tra­ta de borrar el sol, boca arriba en la arena y cerca del mar, a mediodía.

FIN



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