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Un voto

Leopoldo García-Alas (Clarin)


El drama se hundía. Ya era indudable. Los amigos que rodeaban a Pablo Leal, el autor, entre bastidores, ya no trataban de animarle, de hacerle tomar los ruidos que venían de la sala por lo que no eran. Ya no se le decía: «Es que algunos quieren aplaudir, y otros imponen silencio». El engaño era inútil. Callaban los fieles compañeros que le estaban ayudando a subir aquel que a ellos les parecía calvario. El noble Suárez, el ilustre poeta, vencedor en cien lides de aquel género... y derrotado en otras ciento, estaba pálido, tembloroso. Quería a Leal de todo corazón; era su protector en las tablas; él le había aconsejado llevar a la escena uno de aquellos cuadros históricos que Pablo escribía con pluma de maestro, de artista, y con sólida erudición. Creía, por ceguera del cariño, en el talento universal de su amigo, de su Benjamín, como él le llamaba, porque veía en Pablo un hermano menor.

«¡Cuánto padecerá! -pensaba Suárez-. Es más nervioso que yo, mucho más; es primerizo, y ¡yo, que ya estoy hecho a las armas padezco tanto cada vez que pierdo una de estas batallas!». Era verdad que él padecía mucho. Conocía al público mejor que nadie; sabía que era un ídolo de barrio... y le temía con un fetichismo artístico inexplicable. No era Suárez de los que creen que cuarenta o cuatro mil necios sumados pueden dar de sí una suma de buen criterio; despreciaba en sus adentros, como nadie, la opinión vulgar; pero creía que al teatro se va a gustar al público, sea como sea. Y transigía con él, y procuraba engañarle con oropel que añadía al oro fino de su ingenio; y como unas veces le aplaudían el oro y le silbaban el oropel, y otras veces al revés, y otras se lo silbaban todo por igual, o todo se lo aplaudían, insistía, desorientado, en su afán de vencer; pero daba mil tropiezos en aquella guerra indigna de su mérito, y a los estrenos iba a ciegas siempre, esperando el tallo como si fuese la bola de una ruleta que no se sabe dónde va a parar.

Y padecía infinito las noches de estreno. No comió aquel día; se le iba el santo al cielo; sentía náuseas, inquietud de calentura, y deseaba con ardor, aun más que el triunfo, que volara el tiempo, que pasara la crisis.

«¡Cuánto padecería aquel pobre Leal, que, más pensador que literato, sincero, artista de austera religiosidad estética, ignoraba las miserias y pequeñeces de los escenarios, las luchas de empresa, las cábalas de camarillas y cenáculos!».

Suárez miraba a su amigo con disimulo, y le veía sonreír, mientras se paseaba, entre aquellos lienzos arrumbados, en corto espacio, como en una jaula.

«Es claro que disimula, pensaba Suárez; pero lo hace muy bien. Si yo no supiera que es imposible no padecer en este trance, creería que él estaba muy tranquilo. En sus ojos yo no veo inquietud, amargura; no hay ningún esfuerzo en ese gesto plácido. Lo que es excitado, no lo está».

Y luego preguntó a su amigo:

-¿No sientes nada... aquí, por encima del estómago?

Leal se rió y dijo:

-No; no siento nada. ¿Es eso lo que se siente?

-Yo sí; eso. Toda la noche.

-Pues yo sólo siento... que esto se lo lleva la trampa. ¿No oyen ustedes? La dama grita, pero más gritan fuera...

En efecto, crecía el tumulto. Los amigos de Leal, los leales, los que le rodeaban, protestaban entre bastidores; contestaban, sin que desde fuera los oyesen, es claro, a los gritos del público.

-Conozco esa voz: es la de López, a quien Leal no votó en la Academia de la Historia.

-Y ese otro que dice que bajen el telón es Minuta, el director de El Gubernamental, el imitador de Campoamor...

Suárez callaba y observaba a Pablo, que volvía a pasear, al parecer tranquilo.

En fin, se hundió el drama. Cayó el telón entre murmullos. La dama, que se había destrozado la garganta, corrió a abrazar a Pablo, llorosa, gritando:

-¡Imbéciles! ¡No han querido oír! ¡No han querido enterarse!

Hubo que subir al saloncillo.

Ecce homo.

Allí había de todo. Amigos verdaderos, indignados de verdad; amigos falsos, más indignados al parecer. Pero a estos Pablo les leía en los ojos el placer inmenso que sentían.

Se discutió el drama, la competencia del público, hasta las condiciones acústicas del teatro. El talento del autor nadie lo ponía en tela de juicio. ¡Estaba él allí! Algunos, haciendo alarde de franqueza y mirando con delicia el efecto de sus palabras, decían que la cosa era una joya literaria pero acaso no era teatral. Otros gritaban: «Es teatral y es muy humana... y muy nueva... ¡El público es un imbécil!».

-Eso no -decía un autor que ni en ausencia se atrevía a ser irreverente con el público.

Un crítico, gran catador de salsas dramáticas y filarmónicas, crítico del Real, vamos, de óperas, y constante lector de Shakespeare, hizo la anatomía del drama y del estreno. El drama era demasiado científico y pecaba de idealista. Suárez reparó que Leal, que todo lo había oído sin dejar el gesto de placidez, miró un momento con ira al químico que quería pincharle con disparates romos. El químico aborrecía a Leal, que le había tenido que dar varias lecciones en las disputas de café.

La sesión del saloncillo venía a ser una capilla... a posteriori, después del suplicio.

Pero pasó también. Pasó todo. Leal, Suárez y los demás íntimos salieron del teatro ya muy tarde; y como hacía buena noche de luna, de templado ambiente, recorrieron calles y calles sin acordarse de que había camas en el mundo. Suárez era quien más hacía por mantener la conversación; quería retrasar todo lo posible el momento de dejar a Leal a solas con sus impresiones. Ya cerca del amanecer entraron en un café y cada cual tomó lo que quiso. Leal prefirió una copa de Jerez. ¡Cosa más rara! El vinillo le puso alegre, pero de veras; era imposible que se pudiera fingir aquel contento. Suárez acabó por sentir más curiosidad que lástima. ¿Por qué demonio, siendo tan nervioso su amigo, y no siendo un santo, no padecía más con la derrota de aquella noche y con los alfilerazos del saloncillo? Lo que hacía Leal era procurar que no se hablase de su drama, ni del público, ni de la crítica. Con mucha naturalidad llevó la conversación a cosas más elevadas; se habló de la psicología de las multitudes, del altruismo, de la vida de familia, y de si era compatible con las grandes empresas de abnegación, de reforma social. Pablo opinaba que sí; que por el amor del hogar debían irse organizando todos los amores superiores, para ser efectivos, para perder el carácter de abstracción que generalmente revisten y les quita fuerza... Leal se exaltaba hablando de aquello; de la necesidad de fundarlo todo en el cariño real de la familia... Mucho hablaron, mucho. Pero al fin vino el sueño, y Suárez se despidió del autor derrotado, seguro de que lo primero que haría Pablo al verse en la cama... sería dormirse.

* * *

Pasó mucho tiempo, y Suárez no se atrevía a preguntar a Leal de dónde había sacado fuerzas para pasar con tal serenidad por las amarguras de aquella terrible noche.

Pero un día, hablando de teología y de religión, Pablo se lo explicó todo espontáneamente, dándole la clave del misterio, por vía de ejemplo de ciertas demostraciones.

Se trataba de varios artículos recientes de filósofos extranjeros, -acerca de legitimidad racional de la plegaria. Salieron a relucir las novísimas teorías referentes a la creencia; se comentó la filosofía de Renouvier; se habló de otros defensores de la tesis de la contingencia, del autor de Las tres dialécticas, Gourd; y llegando Leal a decir algo suyo, de experiencia personal, se explicó de esta manera:

-Yo perdono a los espíritus geométricos su intransigencia esquinada, su inflexibilidad, su cristalización fatal, congénita, y no me irrito cuando me dicen que me contradigo, y me llaman místico, soñador, dilettante, etc., etc. No pueden ellos comprender esta plasticidad del misterio; la seguridad con que se apoya, si no los pies, las alas del espíritu, en la bruma de lo presentido, de la intuición inspirada. No comprenderán, imposible, por ejemplo, a Carlyle cuando nos habla de la adoración legítima del mito mientras es sincera; no comprenderán, imposible, a Marillior cuando distingue el mito racional de la última razón metafísica de la religión. Y, sin embargo, es una pretensión ridícula querer elevarnos por encima de los límites de nuestra pobre individualidad, y hacernos superiores a las influencias de raza, clima, civilización, nacionalidad, tiempo, etc., etc., sin más fundamento que la idea de que el conocimiento realmente científico necesita, para ser, prescindir de todas las influencias históricas. ¿Quién se atreve a personificar en sí el sujeto puro de la ciencia pura? Pero otra cosa es la legitimidad de la creencia racional, no incompatible con lo que la conciencia nos da como lo más conforme a verdad, según el adelanto especulativo que alcanzamos. Así como en derecho positivo nadie tiene por absurdas las formas residuales del primitivo o antiquísimo derecho simbólico, así estos nobles residuos, racionales, de creencias antiguas pueden entrar en nuestra vida moral, no en calidad de ciencia, pero sí de creencia y culto y devoción personal, que nadie ha de imponer a nadie. Yo, v. gr., soy de los que rezan, de los que adoran; y no por seguir al pie de la letra la teología ortodoxa, ni por inclinarme a las teorías de que hablábamos, relativas a la contingencia, a las voliciones divinas nuevas, al indeterminismo primordial. Yo no pido a Dios que por mí cambie el orden del mundo; rezo deseando que haya armonía entre mi bien, el que persigo, y ese orden divino; rezo, en fin, deseando que mi bien sea positivo, real, no una apariencia, un engaño de mi corazón. Y con tal sentido, me animo a mejorar moralmente, a hacerme menos malo, no sólo por la absoluta ley del deber, sino pensando en la flaqueza de mi interesada pequeñez de alma; también por esa especie de pacto místico, inofensivo por lo menos, en que ofrecemos a Dios el sacrificio de una pasión, de un falso bien mundano, a cambio de que exista esa anhelada armonía entre el orden divino de las cosas y un deseo nuestro que tenemos por lícito. Cualquier jurista podrá ver que no es esto imponer una condición para el sacrificio, pues en buen derecho, la condición es acontecimiento futuro e incierto, que puede ser o no ser... y esta armonía que deseo entre mi anhelo y el orden de las cosas no es contingente.

-Vamos -dijo Suárez-, eso es la filosofía, más o menos ecléctica, del voto.

-Sí; yo hago votos. Y no me avergüenzo. Algunas veces me han servido para salir menos mal de situaciones difíciles. Oye un ejemplo... del que no he hablado nunca a nadie... ¿Te acuerdas del naufragio de aquel drama histórico mío, que tú me hiciste llevar al teatro?

-¡Pues no he de acordarme!...

-¿Y no te acuerdas de que yo estuve aquella noche bastante sereno, con gran asombro tuyo?

-Sí, hombre; y por cierto que no pude explicarme nunca...

-Pues vas a explicártelo ahora. Por aquellos días, yo tenía a mi único hijo, de seis años, enfermo de algún cuidado, fuera de Madrid, en una aldea del Norte, adonde le había llevado su madre por consejo del médico. Yo me fui con ellos. Mi drama se ensayó, como recordarás, durante mi ausencia. Me llamaban desde Madrid, pero yo no quería separarme de mi hijo. El médico del pueblo, hombre discretísimo, me aseguró que la enfermedad de mi hijo no ofrecía peligro, y que de fijo sería larga; que en aquellos ocho días que yo necesitaba para ir y volver, nada de particular podría pasar. Mi mujer apoyaba al médico; lo mismo los demás parientes y los amigos; vosotros desde Madrid me apurabais encareciendo la necesidad de mi presencia... Dejé a mi hijo; pero es claro que de él tenía noticia telegráfica dos veces al día. En cuanto estuve lejos de los míos, el dolor de la ausencia fue mi principal sentimiento; lo del drama quedaba relegado a segundo término... Hasta me remordía la conciencia, a ratos. Mil veces estuve tentado de volver al lado del enfermo, echando a rodar todas las vanidades de artista... Las noticias del pueblo eran satisfactorias, el niño mejoraba.. Pero el telegrama que recibí la noche anterior a la del estreno me alarmó; la madre, veladamente, me indicaba un retroceso, el ansia de que yo volviera pronto. Todos los que leían el telegrama me aseguraban que no había en él motivo para tristes presentimientos... Pero yo los tenía tales, que eran una angustia indecible. Mientras vosotros, en casa, en el teatro, me hablabais, entre bromas cariñosas, de las emociones del autor, de la capilla... yo pensaba en lo otro, en la otra crisis; y cuando no me veía nadie apoyaba la cabeza en una pared para descansar; porque me abrumaba el peso de mi agonía, el plomo de tantas ideas siniestras que me llenaban el cerebro... Dolor y remordimiento... ¿Por qué no huí? ¿Por qué no os dejé con vuestro estreno dichoso y no eché a correr al lado de los míos...? No lo sé. Porque me daba vergüenza; por falta de fuerzas para toda resolución; porque, en buena lógica, yo también juzgaba irracionales mis temores... Acaso, y esto aún me avergüenza, porque, sin darme yo cuenta de ello, me retenía la vanidad del autor, aquella miseria... Lo que hice para calmar mis remordimientos, por acto también de amor puro a mi hijo, y, valga la verdad, con fe y esperanza realmente religiosas, fue ofrecer a Dios un voto, un voto en el sentido que te he explicado antes. «Señor, venía a ser mi pensamiento, yo ofrezco en cambio de un telegrama que me anuncie una gran mejoría de mi hijo enfermo, de una noticia que me quite esta horrible incertidumbre, este tormento de presentir vagamente una desgracia superior a mi resistencia, yo ofrezco los viles despojos de un naufragio de mi pobre vanidad; juro con todas las veras de mi alma, que a cambio de la salud de mi hijo, deseo vivamente la derrota de mi amor propio, la muerte de este otro hijo del ingenio, hijo metafórico, que no tiene mi sangre, que no es alma de mi alma. Muera el drama... y que baje por lo menos a 37 y unas décimas la temperatura de mi Enriquín... Que Dios quiera que esto deba ser así, que esté en el orden que sea... y prometo recibir la silba con toda la serenidad que pueda, pensando en cosas más altas, de piedad, de caridad, de filosofía...».

"A las ocho y cuarto de la noche terrible... recibí un telegrama en que se me daba la enhorabuena en nombre del médico, porque el niño experimentaba una mejoría que tenía trazas de ser definitiva, anuncio de franca y pronta curación... Mi alegría fue inmensa; mi enternecimiento inefable; mi fe, de granito. Noté que a los demás el telegrama les hacía poco efecto, porque no habían creído en el peligro... y porque no eran los demás padres de Enriquín. En aquel éxtasis de reposo moral, de emoción religiosa, me cogió como un torbellino la realidad brutal del estreno... No sé cómo llegué al teatro; me vi rodeado de gente... La dama me preguntó si estaba bien caracterizado el personaje con aquella ropa, aquellas arrugas... ¡qué sé yo! Aquel infierno de las vanidades me arrancó por algunos momentos el recuerdo de mi felicidad, de la gran noticia que me habían mandado desde mi hogar querido... No volví a pensar en la dicha de tener a mi hijo fuera de cuidado... hasta que me dieron el primer susto las señales de desagrado que empezaron a venir de la sala, que yo no veía... Yo no esperaba un descalabro; esperaba un buen éxito; sobre todo creía en mi drama. Llegaba, por lo visto, el momento de cumplir el voto; había que alegrarse, desear la derrota... Era el precio de la salud de mi hijo. Saqué fuerzas de flaqueza..., elevé cuanto pude el corazón y las ideas..., y aunque tropezando y cayendo en el camino de aquel Calvario... de menor cuantía, al fin creo que conseguí no hacerme indigno del premio de mi promesa. Si no con perfección, al cabo cumplí mi voto.

"Te aseguro, mi querido poeta, que representándome las sonrisas de mi hijo redivivo; la dicha que me aguardaba en sus primeras caricias; la felicidad de llorar de placer juntos y de dar gracias a Dios la madre, el padre y el hijo...; las injurias de aquella noche horrible no me llegaban a lo más hondo de las entrañas... No era yo del todo el que recibía aquellos agravios. Yo, más que el autor de mi pobre drama, era el padre de mi pobre hijo. Este no podían matármelo los morenos. Dios quería librarlo de las garras de la fiebre; un enemigo mucho más serio que el público de los lunes clásicos.

FIN



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