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Precipitación

Amado Nervo


Entre Hendaya y Biarritz, hay, sobre todo antes de San Juan de Luz, algún buen trozo de carretera, sin poblados inmediatos, sin caseríos que borden el camino. La cinta blanca de éste ondula recamada por los árboles y los céspedes; se encorva a veces violentamente, asciende y desciende.

Nos cogió el crepúsculo por allí, y, como si la obscuridad progresiva no fuera bastante, vino la lluvia... y a mayor abundamiento, una panne.

El automóvil, abierto, magnífica máquina de cincuenta caballos, se detuvo justo en el punto en que la carretera comenzaba a descender.

Cogimos un reflector lateral de acetileno y a su luz empezamos a buscar en el organismo de acero la parte enferma. El desperfecto, acaso leve, era, sin embargo, en aquel momento, de difícil diagnóstico. Mientras dimos con él, y lo remediamos, vino la noche.

Consultamos los relojes: eran las siete y media.

—¡Demonio!— exclamó mi amigo—; yo tengo invitados a comer. Es preciso que esté a las ocho y cuarto, a más tardar, en el hotel, para vestirme y bajar al comedor a las nueve menos cuarto. De otra suerte mi mujer se pondrá furiosa... ¿Qué dice usted? ¿qué le parece que hagamos?

—¡Mire usted—insinué prudentemente—, yo creo que lo esencial es llegar, aun cuando no lleguemos para la comida, y si usted se empeña en estar en el Palais a las ocho y cuarto, lo probable es que ya no esté usted nunca!

—¡Hombre!, ¡hombre!

—¡Claro; porque estará usted en la eternidad!

—Pero... ¿y mi mujer?

—Su mujer se pondrá, sin duda, furiosa, si la hace usted esperar con sus invitados; pero acaso se ponga más furiosa si mañana, tras una noche de mortal angustia, van a decirla que se ha matado usted en el camino.

—¿Tiene usted miedo?

—¿Yo? ¡No! Yo no tengo miedo a nada en este mundo, sobre todo desde que me he convencido de que el tener miedo no sirve para maldita la cosa...

—Pues si no tiene usted miedo, vamos a correr un poco, ¿eh? Prefiero esto a hacer esperar a mis invitados.

—Como usted guste.

Y nos pusimos a devorar kilómetros.

La lluvia nos azotaba cruelmente el rostro; no nos veíamos ni las manos. Apenas si adivinábamos la blancura espectral del trozo de camino que alumbraba el acetileno.

En rededor surgían y desvanecíanse como sombras hoscas las masas obscuras del paisaje, fundidos árboles y colinas en la misma negrura.

La bocina sonaba sin descanso.

Varios automóviles que volvían de Biarritz, a toda velocidad también, estuvieron a punto de chocar con el nuestro, porque no llevaban muy ortodoxamente su derecha. Recuerdo que el ondulante y largo velo de una mujer me rozó el rostro y me dejó una ráfaga de perfume... Reconocí este perfume: Floris de Londres.

De pronto surgió un bulto en la carretera. La bocina carraspeó desesperadamente.

El bulto se movió apenas.

Mi amigo frenó, frenó... Pero como íbamos a cien a la hora, todo fué inútil.

Prodújose el choque: una vaca búdhica, contemplativa, había sido el obstáculo...

Yo sentí como si sobre mi cabeza se desplomara el cosmos... Después, nada... Más tarde (lo mismo hubiera podido ser una hora que una eternidad) me invadió cierta sensación de humedad, de frío; un dolor muy agudo en el hombro derecho...

Oí voces que decían: «¡Par ici, par ici! »

Me hirió en los ojos la viva luz de un reflector de acetileno. Unos brazos robustos me alzaron.

Pusiéronme en una camilla.

—¿Y mi amigo?—pregunté en cuanto volví plenamente a la conciencia.

—«¡Ah, quel malheur, monsieur, il a une jambe cassée!»

—«¡Une jambe cassée!...»

Y al oir la terrible frase vino a mi imaginación la escena que poco antes, en el camino, había yo suscitado con mi advertencia; vi a la señora en el hall del Hotel du Palais, con su espléndida toaleta, rodeada por los fracs solícitos... Los minutos transcurrían interminables... Empezó a campanillear el teléfono. Iban y venían los criados... Y por último la frase trágica:

—¡Monsieur le comte s'est cassé une jambel...

Muchas veces he recordado esta historia, que se repite, más terrible aún que entonces, cuando un hombre nervioso quiere ir de prisa...

En Madrid, por ejemplo, un buen señor alemán corre a la estación del Norte a despedir a un matrimonio, antiguo amigo suyo. Falta un minuto, cuando llega, para que se vaya el tren. Nuestro hombre atropella al revisor... ya está en el andén... Salta al estribo del coche, en el instante en que el tren empieza a moverse; ofrece el ramo a la señora, resbala, cae... ¡y las ruedas le seccionan las dos piernas!

En la Place du Pont Neuf de París, un gran sabio quiere atravesar de prisa hacia la acera opuesta: se interpone un camión cargado de rieles. Un riel saliente le pega en la nuca... La humanidad ha perdido de esta suerte al gran Curie...

En Rouen, un gran poeta, después de brillante conferencia sobre su Bélgica mártir, pretende alcanzar un tren... Echa a correr; cae entre las ruedas y muere horriblemente destrozado. Se llama Verhaeren...

Y junto a éstos, muchos otros ilustres, como Catulle Mendés o anónimos: todos por ganar un minuto...

¡Terrible privilegio el de los nervios!

El sistema nervioso nos ha dado a los hombres el cetro de la creación; pero es como acumulador eléctrico formidable. ¡Ay del que desconsideradamente lo hace funcionar en un instante dado!

¡Por ganar unos segundos, resbala... y cae en el abismo de la muerte!

FIN



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