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Un cuento

Amado Nervo


I

Cuando comprendí que era indispensable escribir un cuento, que me había comprometido solemnemente con el editor, al cual debía muchos favores, y que de fijo no me perdonaría ni en esta vida ni en la otra mi falta de formalidad, páseme angustiadísimo. Yo soy el hombre de menos imaginación que hay en el mundo, y, naturalmente, la simple aprensión de estar obligado a escribir algo, por el fenómeno nervioso muy común, había acabadocon todas mis ideas, como si se las hubiesetragado la tierra.

—¿En dónde están mis ideas?—me preguntaba yo como el infortunado y gran Maupassant,— y mis ideas no aparecían por parte alguna.

Es cierto que para escribir un cuento suele no necesitarse de la imaginación: se ve correr la vida, se sorprende una escena, un rasgo; se toman de aquí y de ahí los elementos reales y palpitantes que ofrecen los seres y las cosas que pasan, y ya se tiene lo esencial. Lo demás es cosa de poquísimo asunto: coordinar aquellos datos y ensamblar con ellos una historia; algo que acaso no es cierto actualmente, pero que lo ha sido; algo que tal vez en aquel instante no existe, pero que es posible y ha existido sin duda. Hacer que cada uno de los personajes viva, respire, ande, que la sangre corra por sus venas, que, por último, haga exclamar a todos los que lo vean en las páginas del libro: «jPero si yo conozco a esta gente!»

II

¡Muy bien! Por receta no quedaba... Pero es el caso que esas escenas, esos rasgos, esa vida que pasa, entonces no me decían nada.

Todo lo exterior parecíame inexpresivo, inadecuado, sin brillo. Y además, yo no tenía en mí mismo el poder de asirlo, de comprenderlo.

Pasaban ante mí todas las escenas del mundo externo como si yo fuera un espejo, un espejo con vislumbres de crítica, pero sin la menor aptitud para retener aquello.

Tan dolorosa condición amenazaba prolongarse indefinidamente, y, convencido al fin de que todos mis esfuerzos eran vanos resolví recurrir a Ovidio Valenzuela en demanda de un argumento.

III

Ovidio Valenzuela, mi compañero de colegio, se distinguía especialmente por una imaginación fertilísima en inventiva.

Naturalmente, esta cualidad habíalo hecho mentiroso, y mentía más que el protagonista de La verdad sospechosa, de nuestro Alarcón; pero mentía con buena memoria, cualidad rara en el mentiroso, y era difícil, casi imposible, argüido de falsedad, hacerlo quedar mal.

En el colegio habíamosle bautizado con el alias de la nodriza, porque era el cuentista obligado de nuestras lentas noches de invierno.

Terminada la comida, a las siete de la noche, se nos dejaba en libertad hasta las nueve, aunque directamente vigilados por los prefectos. Algunos de los compañeros jugaban, otros dormitaban, éste o aquél leía. Los más nos reuníamos (y así aconteció por espacio de cerca de dos años) en rededor de Valenzuela; el cual, sin repetirse una sola vez, nos refería noche a noche uno o dos cuentos.

Al principio, en nuestra ingenuidad, creímos lo que él nos decía con sonrisilla maliciosa: «Tengo un libro que ni a Dios se lo enseño, en el que aprendo todas mis historias»

(y nos describía sus maravillosas estampas iluminadas). Pero acabamos por convencernos de que el libro en cuestión era el de su fantasía de catorce años, por cuyas páginas innumerables, envueltos en una gloria de colores, pasaban emperadores y reyes, príncipes e infantes, ogros y gnomos, elefantes cargados de torres, galeras de plata tiradas por cisnes, unicornios con cuerno de oro, gitanos, juglares, perillanes, bandidos con chambergos ornados de plumas, brujas esqueletosas de nariz enorme, sierpes, dragones, nahuales, mágicos prodigiosos, y muros almenados, y puentes levadizos, y atalayas, y barbacanas, y fosos, y bastiones, y varitas de virtud hechas de marfil, cristal y ébano, y ungüentos resucitamuertos, y polvos de la Madre Celestina... y...

Con la edad, la imaginación de Valenzuela había cambiado de estilo, si vale la frase; sus inventos eran de una extravagancia menos colorida, menos de relumbrón, pero no por eso menos dominadora y peregrina. Desentrañaba en sus asuntos problemillas psicológicos, y la originalidad era frecuente en ellos, si no constante, porque ¡ay! fuerza es repetir el clisé, no hay nada nuevo bajo el sol...

Ovidio observaba, cuando llegué a su casa, en un microscopio, no sé qué microorganismo.

He de advertir a ustedes que así como el estilo es el hombre, la pieza en que me recibía Valenzuela era la mejor caricatura de Valenzuela mismo.

Junto al barómetro aneroide, unas castañuelas; al lado de un libro de versos, un sextante con los reflectores rotos; un teodolito codeándose con unos cuernos de ciervo; un telescopio asomando su ojo inmóvil entre unas draperías turcas de color desvaído, pegadas a las cuales con alfileres, gesticulaban tres o cuatro muñecas japonesas; un bibelot de marfil dentro de la campana de una máquina neumática; un estuche de pirograbar sobre el atril del piano, etc., etc.

—Mi querido Ovidio —le dije—: estoy en grave apuro —y le referí cuál era—; necesito que me des un bonito argumento para una historia.

—Nada más fácil — respondió Ovidio— Siéntate; voy a preparar el café, y en seguida te referiré varios argumentos de diversos géneros: tú escogerás. ¿Sabes que estoy pensando en abrir un expendio de argumentos al por menor? Pondré un gran letrero que diga: «Argumentos para novelistas sin inventiva; asuntos para editorialistas sin imaginación...» ¿Qué opinas?

La cafetera estaba en un estante, entre una Astronomía Popular, de Flammarion, coronada por la Academia Francesa , y un tratado de ajedrez de D. Andrés Clemente Vázquez. La tomó y fué a recoger la lámpara de alcohol que estaba sobre un devocionario viejo; el café en polvo, de una vitrina donde había un loro disecado. Preparó el café con toda parsimonia, me alargó una taza, encendió un cigarro, y acomodándose en una silla, en la postura más cómoda posible, empezó así:

—Voy a referirte una argumento, desde luego del género romántico-cursilón; pero que no deja de tener su veneno.

Condensaré: Una mujer, bella y joven aún, abandonada por su marido y con su hijita enferma y hambrienta, resuelve en último extremo pedir limosna; pero nadie le da. Desesperada, viendo que su hija agoniza sin una medicina, sin un alimento, recuerda que, a pesar de las fatigas y de las angustias, conserva aún vestigios de hermosura, tiene de beaux restes, como dicen los franceses; sale a la calle, resuelta (¡con qué terrible sacrificio!) a ofrecer al primero que pase su cuerpo por una moneda.

Acecha en una esquina. (Describir la noche, el barrio.) Pasa un trasnochador... pasan dos... El tercero acepta y la acompaña a un hotelillo de mala nota.

Cuando salen de allí, ella se aleja roja de vergüenza, pero radiante al propio tiempo: le han dado un peso, jun peso!: ya tiene pan y medicinas para su hija. Llega a la primera tienda abierta; pide algo; arroja el peso sobre el mostrador... El español lo recibe, lo observa, coge el hacha del azúcar y lo parte en dos. Era de plomo.

Valenzuela sirvió un poco de café, miróme de soslayo con una miradita ambigua, y continuó así:

—Ahí va el segundo; éste es de otro género: mucha psicología y poca acción.

Un poeta latinoamericano, después de lentas noches de esfuerzo, ha compuesto un poema: un bello, un nobilísimo poema, en el cual ha vaciado todas sus celdillas, y cuya originalidad le parece incuestionable. Se llama El poema del oro. Canta en maravillosos alejandrinos al oro, rey del universo. Pero no al oro maléfico solamente, no dentro de la vieja concepción aquella de que el oro hace abdicar a todas las conciencias, abre todas las alcobas, arma de puñales todas las manos, vuelve al hijo contra el padre y al hermano contra el hermano, etc., sino al oro benéfico; al oro autor de todas las venturas; al oro génesis de hechos grandes; al oro que cae como una lluvia de luz en el cuchitril en que la mujer agoniza, el marido blasfema, el niño llora de hambre, y cambia la agonía en salud, la blasfemia en plegaria, el hambre en risa; al oro que da al inventor los medios de sorprender los secretos de la Naturaleza; que en forma de premio Nobel, por ejemplo, estimula todas las grandes actividades intelectuales, provee de recursos a los esposos Curie para continuar sus costosas investigaciones sobre el radium, y recompensa a Henry Dunan su santa idea de la Cruz Roja; que funda escuelas, hospitales, bibliotecas; que lleva por dondequiera la actividad y el progreso; que levanta ciudades allí donde sólo se extendían las arenas movedizas del desierto; al oro, en fin, que ha hecho la suavidad de la seda, la flor de luz de los diamantes, sin el cual las artes no embellecerían la vida, sin el cual ni pensarían los sabios ni cantarían los poetas...

Cuando el autor acababa de corregir su poema, que, en honor de la verdad, era de una incomparable belleza, un día, al abrir al azar una importante revista de París, se encontró, calzado por una firma célebre, un poema igual al suyo: La canción del oro. La misma idea, multitud de apostrofes, de enumeraciones, de imágenes análogas... ¡Hasta el mismo metro!...

El, pues, el desconocido muchacho de América, al publicar su poema, resultaba plagiario. Nadie creería la verdad... Cogió con rabia el manuscrito y lo arrojó al fuego.

Y Valenzuela, al decir esto, poseído de su argumento, arrojó a su vez la colilla de su cigarro dentro de un almirez cercano.

Hizo una pausa, aspiró una buena ración de aire, estiró los pies, bostezó y siguió así:

—Había un hombre víctima de la enfermedad más extraña de la tierra: todo sonido o ruido exterior vibraba horriblemente en su cerebro, al grado de que los médicos le pronosticaron la muerte irremediable... y repentina.

Bastaría un tutti de banda de música, un disparo de revólver, un repique a vuelo, para matarlo instantáneamente. Desahuciado en México, fuese a Europa y vio a los principales especialistas sin resultado, hasta que uno de ellos, creo que en Berlín, le aconsejó un casco de cierta substancia especial, aisladora, el cual amortiguaba las vibraciones exteriores a un grado tal, que nuestro enfermo, el mismo día que se lo aplicó, se sintió aliviadísimo; tanto que hasta pudo ir al teatro Imperial de la Opera. Allí se cantaba no sé cuál de las piezas de la tetralogía de Wagner... Oía nuestro hombre embelesado aquella maravilla, cuando, en un tutti en que vibraban todos los latones con resonancias divinas, estalló el casco, y el enfermo se desplomó como herido de rayo…

Pero no—interrumpió Valenzuela—; es mejor que te cuente la historia de cierta pobre muchacha novia de un idealista consumado. La noche de las bodas, el idealista, hombre de una fantasía privilegiada, púsose a decirle, a sus pies, mano entre mano, los ojos en los ojos, todo lo que ella era (según él, naturalmente), y la describió con un lujo tal de perfecciones y de encantos, y había en él una ingenuidad tal, una fe tal en que ella era asi, debía ser asi, que la infeliz, que tenía dos o tres miserias físicas de esas que se esconden mientras se puede, que lo adoraba con toda el alma, y que se aterraba a la sola idea de que dentro de unos instantes aquel edificio de ilusión iba a desplomarse sin remedio, apareciendo ella ante él tal cual era, desnuda de todos los encantos, pretextó algo, salió de la pieza, buscó un puñal y, sobre la propia cama nupcial, en la noche de las bodas, se dio la muerte.

Valenzuela encendió otro cigarro, se acomodó mejor en su silla, y agregó:

—Pero voy a referirte algo más peregrino:

Existía un infeliz que, a consecuencia de un desengaño amoroso, empezó a sufrir ataques de catalepsia. La menor contrariedad hacíale caer rígido, inmóvil..., y era en vano todo recurso. Había que esperar a veces hasta tres o cuatro días para que volviese a la vida normal. En repetidas ocasiones estuvo a punto de ser desgarrado en un anfiteatro o, lo que es peor, enterrado vivo, y su médico, viendo esto, le aconsejó un expediente tan ingenioso como original: «Tatúese usted en el pecho, con letras demasiado visibles, estas palabras: Soy cataléptico: favor de no hacerme la autopsia ni enterrarme.» Así lo hizo nuestro hombre, y no parece sino que la tranquilidad de ánimo que le dio este recurso acabó por curarle, pues los ataques se le retiraron por completo. Envalentonado con tal éxito, resolvió hacer un viaje de recreo. Allí le aguardaba la mala ventura... porque el tren descarriló y nuestro hombre, del susto, cayó en catalepsia. Lleváronle a un hospital, ya tarde. El médico le declaró bien muerto, y el infeliz, cuyo cuerpo nadie reclamaba, pasó al anfiteatro, donde, a la noche siguiente, un estudiante aplicado que aprovechaba bien su tiempo, le hundió el escalpelo... El muerto dio un grito, se enderezo, increpó al estudiante diciéndole: «¿No ve usted el letrero que tengo tatuado en el pecho... animal? » Y expiró.

El estudiante acercó su linterna y entre el vello bravio y abundante del pecho, leyó:

«Soy cataléptico: favor, etc..»

—¡Haberlo sabido antes!— murmuró, y siguió destrozando el cadáver...

Empezaba yo a dar signos de impaciencia, y advirtiéndolo Valenzuela, insinuó amablemente:

—Pero voy a contarte un asunto que te agradará sin duda; cuestión de un instante, ¡ya verás!:

Has de saber que a un amigo mío le dio hace tiempo por experimentar su fuerza psíquica, sus fluidos, su od o como se llame a eso; empezó por ejercitar la acción de su voluntad a distancia, y produjo la hipnosis a innumerables gentes, más aún, a innumerables animales. Dormía vacas, toros, perros, asnos... Y un día, no contento con esto, quiso proyectar su voluntad, ya no sobre los seres animados, sino sobre las cosas inanimadas; el experimento capital que quiso llevar a cabo... fué... ¿a que no lo adivinas?

—No—contesté secamente.

—Fué apagar una vela... no con el soplo, naturalmente, sino con la voluntad. Encendía noche a noche la vela, colocábala sobre una mesa. Sentábase a cierta distancia y formulaba interiormente, con la mayor energía de que era capaz, esta orden:

—¡Vela, apágate!

¡Pero ni por ésas! La vela continuaba ardiendo como si tal cosa; no sólo sino que allá para su alma negra de pábilo, alrededor de la cual danzaba como un puñal misterioso su flama, parecía decir:

—Sabio estúpido... vas a ver...

—Apágate, vela. Apágate, vela...—seguía diciendo el sabio. Hasta que una noche...

—¿Qué sucedió?— exclamé malhumorado—: ¿Apagó el sabio la vela?

—No...—respondió Ovidio tranquilamente—:

La vela apagó al sabio...

—¡Cómo!

—Sí; éste, a fuerza de mirarla con fijeza, se hipnotizó, quedándose profundamente dormido...

Tomó Valenzuela el último sorbo de café, se rascó la cabeza con un movimiento nervioso, que le era peculiar, y añadió:

—Pero jqué diablo! No te he referido lo mejor.

—No, Ovidio—le dije levantándome—; no me refieras ya nada. Decididamente hoy tus argumentos me disgustan.

Y haciendo una profunda reverencia, salí de la pieza.

FIN



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