Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar
sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor
Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?» El
criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente
alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín insólito. «Acaso la
señora -siguió pensando la muchacha- esté con uno de sus ataques o le haya
armado un escándalo a su marido.»
En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya
cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un
hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo.
-¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje!
-iba diciendo, con el rostro bermejo y los brazos en alto.
Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.
Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que tanto conocen las
gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su
cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros
anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda
-una señora, en fin, con aspecto de cocinera-, colocaba apresuradamente dentro
del cajón de la mesa carretes, retales, papeles...
Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:
-Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su
sitio.
Al ver la cara pálida, asombrada, de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y
se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.
Macha contemplaba el aposento, presa el alma de un terror vago y de una angustia
dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de
allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus ropas, estaban
en desorden?... Allí acababa, a todas luces, de efectuarse un registro en regla.
Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de qué?...
La visible turbación del criado, el trajín que reinaba en la casa, el llanto de
la doncella, se relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se le suponía, quizás,
autora de algún delito?
Macha se puso aún más pálida de lo que estaba, las piernas le flaquearon y se
sentó en un cesto de ropa blanca.
Entró una doncella.
-Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha hecho en mi habitación... un
registro? -preguntó la institutriz.
-Se ha perdido un broche de la señora..., un broche que vale dos mil rublos...
-Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi habitación?
-¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza,
aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso
he procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.
-Sí, sí, bien...; pero no comprendo...
-Ya le digo a usted que han robado el broche. La señora nos ha registrado, con
sus propias manos, a todos, hasta a Mijailc, el portero... ¡Es terrible! El
señor parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes... Usted,
señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su habitación, no
tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta
y no se apure...
-Pero ¡es que clama al cielo -dijo Macha, ahogándose de cólera- lo humillante,
lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella
a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?
-Usted, señorita -suspiró Lisa-, depende de ella... Aunque es usted la
institutriz, la considera al fin y al cabo -perdóneme usted- una criada... Usted
come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.
Macha se dejó caer en la cama y rompió a llorar amargamente. Nunca había sido
humillada, insultada, ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada,
sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un robo y
registrada como una vagabunda!
Al pensar en el sesgo que podía tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si
se le había podido suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se
podía incluso detenerla?... Quizás la desnudaran, delante de todos, para ver si
ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de las calles llenas de
gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón
de provincias y su situación económica no les permitía emprender un viaje a la
capital, donde ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto.
Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran.
«Iré a ver a los jueces, a los abogados -se dijo, llorando- y lo explicaré
todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una
ladrona.»
De pronto recordó que guardaba en el cesto de la ropa blanca algunas golosinas:
fiel a sus costumbres de colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba
comiendo, algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto.
La idea de que el ama lo habría descubierto la hizo ponerse colorada y sentir
como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!
El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.
-¡La comida está servida! -le anunció la doncella-. La esperan a usted.
¿Debía ir a comer?... Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y
se dirigió al comedor.
Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa se sentaba la señora Kuchkin,
grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos
convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio.
La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los
platos.
El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.
-¿Qué hay de tercer plato? -le preguntó con voz de mártir a un criado.
-Esturión a la rusa -contestó el sirviente.
-Lo he pedido yo, querida -se apresuró a decir el señor Kuchkin-. Hace mucho
tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo
sirvan... Yo creía...
A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan
ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.
-¡Vamos, querida señora, cálmese! -le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba
junto a ella.
Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos
sedativos en la de la dama, era no menos dulce.
-¡Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese
maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos...
-No se trata de los dos mil rublos -dijo la dama con voz casi moribunda,
secándose una lágrima-. Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones
en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud!
¡Así pagan mi bondad!
Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le
pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo
en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:
-¡Perdón! No puedo más... Tengo una jaqueca horrorosa...
Se levantó con tanta precipitación que por poco tira la silla, y, en extremo
confusa, salió del comedor.
-¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío! -murmuró el señor Kuchkir-. No se ha
debido registrar su cuarto... Ha sido un abuso...
-Yo no afirmo -replicó la señora- que sea ella quien ha robado el broche; pero
¿pondrías tú la mano en el fuego?... Yo confieso que estas... institutrices...
me inspiran muy poca confianza.
-Sí, pero -contestó el amo de la casa con cierta timidez- ese registro..., ese
registro..., perdóname, querida..., no creo que tuvieras, con arreglo a la ley,
derecho a efectuarlo.
-Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de
encontrar!
La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos
rayos de cólera.
-¡Y le ruego a usted -añadió dirigiéndose a su marido- que no se mezcle en mis
asuntos!
El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.
Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya
temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al
comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva,
pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a
la cara a la innoble mujer!
¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y
todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué
placer se la daría ella, Macha Pavletskaya!
¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche,
con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!
Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas
reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el
perder la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero era
preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba
entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y
sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le
crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa!
Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.
-¿Se puede? -preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.
-¡Adelante!
El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y
brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber
cerveza en abundancia después de comer.
-¿Qué hace usted? -preguntó, mirando las maletas abiertas.
-El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí
un insulto intolerable.
-Comprendo su indignación de usted...; pero hace usted mal en tomarlo tan por
la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave...
La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos.
El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y
añadió:
-Comprendo su indignación, señorita; pero... hay que ser indulgente. Ya sabe
usted que mi mujer es muy nerviosa y está un poco tocada... No se le debe juzgar
demasiado severamente.
Macha siguió callada.
-Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle
perdón. ¡Perdón, señorita!
La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre
borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa.
Hasta la servidumbre lo trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían
valor alguno.
-¿No contesta usted? ¿No le basta que yo le pida perdón? Se lo pediré
entonces en nombre de mi mujer... Como caballero, debo reconocer su falta de
tacto...
El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:
-¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita?
¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?...
-Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich -le contestó Macha, volviendo hacia él sus
grandes ojos arrasados en lágrimas-, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede
usted tener la conciencia tranquila.
-Sí, pero... ¡Se lo ruego, no se vaya usted!
Macha movió negativamente la cabeza.
Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con
los dedos en los cristales.
-¡Si supiera usted -dijo- lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere
usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en
su amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea... ¿Me
obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la diría a la hora de mi
muerte?
Macha no contestó.
-Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el
broche de mi mujer!... ¿Está usted contenta?... Yo he sido, yo... Naturalmente,
cuento con su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie... Ni una
palabra, ni la menor alusión, ¿eh?
Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa
echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor
Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo entre
aquella gente?
-¿Está usted asombrada? -preguntó, tras un corto silencio, Nicolás
Sergueyevich. ¡Es una historia muy sencilla, una historia vulgar! Yo necesito
dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre.
Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin
embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo...
Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales... Le ruego,
señorita, que no me juzgue con demasiada severidad. Perdóneme y quédese.
Comprender es perdonar... ¿Se queda usted?
-¡No! -contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación-.
¡Le ruego que me deje en paz!
-¡Qué vamos a hacerle! -suspiró el borrachín, sentándose junto a la maleta-. Me
place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor...
No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación... ¿No quiere usted,
pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién estuviera en su lugar!... Usted se
irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al
campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado
en ellas de administradores, de agrónomos y de capataces a una taifa de bribones,
¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible...
-¡Nicolás Sergueyevich! -gritó por el pasillo la señora Kuchkin-. ¿Dónde se ha
metido?
-¿Conque no quiere usted quedarse? -preguntó el amo, levantándose y
dirigiéndose a la puerta-. Lo mejor sería que se quedase... Yo vendría todas las
noches a charlar un rato con usted... Si se va usted seré aún más desgraciado.
Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible!
Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la
cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la
desesperación.
Media hora después Macha Pavletskaya se disponía a tomar el tren.
FIN