Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el
hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha
le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos
sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una
pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un
pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.
-Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola
vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.
Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de
la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al
proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el
aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se
arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.
-¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es
una falta de valor, una simple cobardía!
Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La
acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos
precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos
golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo,
quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la
respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y,
afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una
solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará
nuestro fin.
-¡La amo, Nadia! -digo a media voz.
El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de
los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin,
estamos abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas
respira... La ayudo a levantarse.
-¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y
llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!
Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien
dijo aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del
remolino? Yo fumo a su lado y examino mi guante con atención.
Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio
por lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no?
Es una cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy
importante, la más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada
impaciente, triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo
diga algo. ¡Oh, qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está
luchando consigo misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no
encuentra las palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la
alegría...
-¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme.
-¿Qué?- le pregunto.
-Hagamos... otro viajecito.
Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en
el trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el
viento y zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más
fuerte y ruidoso, digo a media voz:
-¡La amo, Nadia!
Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de
descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y
desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha,
expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas:
“¿Cómo es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha
parecido oírlas y nada más?"
La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no
contesta mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar.
¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto.
-A mi... a mi me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos
uno más?
Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que
antes, tiembla y contiene el aliento.
Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios.
Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la
colina alcanzo a musitar:
-¡La amo, Nadia!
Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo...
Nos retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre
que yo diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza
para no decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no
quiero que haya sido el viento!"
A la mañana siguiente recibo una esquela:
"Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N."
Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos
los días y, al precipitarnos hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a
media voz siempre las mismos palabras:
-¡La amo, Nadia!
En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a
la morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo
deslizarse por la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un
encanto especial a las palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y
oprimen dulcemente el corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y
yo... Ella no sabe quién de los dos le declara su amor, pero ello, por lo visto,
ya la tiene sin cuidado; poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo
esencial es sentirse embriagado.
Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a
Nádeñka acercarse a la colina y buscarme con los ojos... Tímidamente sube a la
escalera... Le da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la
nieve y tiembla como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida,
sin mirar para atrás.
Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y
dulces palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con
la boca abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender la marcha, después de
despedirse para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban los patines.
Si Nádeñka está oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del
trineo exhausta, débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído
algo o no. Mientras estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la
capacidad de escuchar, de distinguir sonidos, de entender...
Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso.
Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite.
Nuestros viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde
escuchar aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el
viento se ha aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá
para siempre.
Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este
jardín está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos...
Aún hace bastante frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía,
los árboles parecen muertos; pero ya huele a primavera y los grajos,
acomodándose para dormir, desatan su último vocerío de la jornada. Me acerco a
la empalizada y durante largo rato miro por una hendidura. Veo a Nádeñka salir
al patio y alzar su triste y acongojada mirada al cielo... El viento de
primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro... Le hace recordar
aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres palabras, y
su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla. La
pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga una
vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media
voz:
-¡La amo, Nadia!
¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con
amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella.
Y yo me voy a hacer las maletas...
Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una
institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las
palabras "La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para
ella son el recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida...
Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía
aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma...
FIN