Iván Alekséich Ognev recuerda cómo en aquella noche de
agosto abrió, haciéndola sonar, la puerta de vidrio y salió a la terraza.
Llevaba puestos entonces una liviana capa con esclavina y un sombrero de paja de
anchas alas, el mismo que está tirado ahora en el polvo, bajo la cama, junto con
las botas de montar. En una mano tenía un gran atado de libros y cuadernos, en
la otra, un grueso y nudoso bastón. En la habitación, cerca de la puerta,
iluminándole el camino con la lámpara, quedaba de pie el dueño de la casa,
Kuznetsov, un viejo calvo de larga barba canosa y vestido con una chaqueta de
piqué blanca como la nieve. El viejo sonreía afablemente e inclinaba la cabeza.
-¡Adiós, viejecito! -le gritó Ognev.
Kuznetsov dejó la lámpara sobre la mesa y salió a la terraza. Dos sombras,
largas y estrechas, avanzaron por los escalones hacia los canteros, tambalearon
y apoyaron las cabezas en los troncos de los tilos.
-¡Adiós, amigo, y gracias una vez más! -dijo Iván Alekséich-. Gracias por su
bondad, por sus atenciones, por su cariño... Nunca en mi vida olvidaré su
hospitalidad. Tanto usted como su hija son buenas personas y toda la gente es
aquí bondadosa, alegre y atenta... Una gente tan magnífica que ni siquiera puedo
expresarlo en debida forma.
Por causa de la emoción y bajo la influencia del licor casero que acababa de
beber, Ognev hablaba con cantarina voz de seminarista y estaba tan conmovido que
expresaba sus sentimientos no tanto con palabras cuanto con pestañeo y
movimiento de hombros. Kuznetsov, asimismo algo bebido, y conmovido, abrazó al
joven y lo besó.
-Me acostumbré a esta casa como un perro -prosiguió Ognev-. Venía casi todos los
días, unas diez veces pasé la noche aquí, y he tomado tanto licor que ahora da
miedo recordarlo. Pero lo fundamental por lo que yo agradezco, Gavril Petróvich,
es su colaboración y su ayuda. Si no fuera por usted, yo hubiera tenido que
trabajar en mis estadísticas por lo menos hasta octubre. Y así lo pondré en el
prefacio; considero un deber expresar mi gratitud al presidente de la Dirección
Rural del distrito N., señor Kuznetsov, por su gentil colaboración. ¡La
estadística tiene un brillante futuro! Trasmítale a Vera Gavrílovna mi profunda
reverencia, y en cuanto a los médicos, a los jueces, a los dos jueces de
instrucción y a su secretario, dígales que jamás olvidaré la ayuda que me han
prestado. ¡Y ahora, amigo mío, venga el último abrazo!
El emocionado Ognev besó una vez más al anciano y comenzó a bajar la escalera.
En el último peldaño se volvió y preguntó:
-¿Nos volveremos a ver algún día?
-¡Vaya uno a saberlo! -respondió el viejo-. Probablemente nunca.
-Es verdad. A usted, ni aun regalándole roscas se le podrá convencer para que
vaya a Petersburgo; y en cuanto a mi, es difícil que yo venga a parar otra vez a
este distrito. ¡Bueno, adiós!
-¿Por qué no deja sus libros aquí? -gritó Kuznetsov-. ¡Qué gana tiene de llevar
semejante peso! ¡Mañana se los mando con un ordenanza!
Pero Ognev no escuchaba ya y se alejaba rápidamente de la casa. Su corazón,
animado por el vino, estaba alegre, cálido y, al mismo tiempo, triste...
Caminando, pensaba en lo frecuentes que eran los encuentros con gente buena y
que era de lamentar que esos encuentros no dejaran más que unos recuerdos.
Ocurre a veces que en el horizonte aparecen las grullas: una débil brisa trae su
grito quejumbroso y exaltado, pero al cabo de un minuto, por más que uno
escudriñe la lejanía celeste, no verá un punto ni oirá sonido alguno; asimismo
las personas, con sus rostros y con sus palabras, pasan fugaces por nuestra vida
y se sumergen en el pasado, sin dejar más que unas leves huellas en la memoria.
Residiendo en el distrito de N.. a partir del comienzo mismo de la primavera y
visitando casi todos ]os días la hospitalaria casa de los Kuznetsov, Iván
Alekséich se habituó al viejo, a su hija y a la servidumbre; llegó a conocer
todos los detalles de la finca, la acogedora terraza, las curvas de las
alamedas, los contornos de los árboles encima de los baños y de la cocina, pero
ahora mismo atravesará la portezuela del jardín y todo ello se convertirá en un
recuerdo y perderá para siempre su importancia real; Pasarán uno o dos años y
todas estas queridas imágenes se tornarán opacas en la mente y quedarán
igualadas con las invenciones y los frutos de la fantasía.
"¡Nada en la vida es más valioso que la gente! -pensaba Ognev, enternecido,
caminando por la alameda hacia la salida-. ¡Nada!"
El jardín estaba quieto y tibio. Olía a reseda, a tabaco y a heliotropo, que
florecían en los canteros. Los espacios entre los arbustos y entre los troncos
de los árboles se hallaban llenos de niebla, transparente y suave, impregnada de
luz lunar; y lo que quedó grabado en la memoria de Ognev eran los jirones de
niebla que sigilosamente, pero de manera visible, como fantasmas, atravesaban
las alamedas, uno tras otro. La luna estaba en lo alto, sobre el jardín,
mientras por debajo de ella pasaban flotando hacia el este nebulosas manchas. Al
parecer, todo el universo se componía de siluetas negras y errantes sombras
blancas; y Ognev, que contemplaba la niebla en una noche de luna de agosto poco
menos que por primera vez en su vida, pensaba que en lugar de la naturaleza
estaba viendo unos decorados y que torpes pirotécnicos, ocultos tras los
arbustos, intentaban iluminar el jardín con blancas luces de bengala y humo
blanco.
Cuando Ognev se acercaba a la portezuela del jardín, una sombra oscura se separó
de la baja empalizada y se dirigió a su encuentro.
-¡Vera Gavrilovna! -se alegro él-. ¿Usted por aquí? Yo la estuve buscando por
todas partes; quería despedirme... ¡Adiós, me voy!
-¿Tan temprano? No son más que las once.
-Es hora de que me vaya. Tengo que caminar cinco verstas y luego debo todavía
hacer mi equipaje. Además, mañana hay que levantarse temprano...
Ante Ognev estaba la hija de Kuznetsov, Vera, una joven de 21 años,
habitualmente triste, vestida con cierta negligencia e interesante. Las jóvenes
que sueñan mucho, que pasan días enteros recostadas perezosamente leyendo todo
lo que cae en sus manos, y que se sienten aburridas y tristes, por lo general
suelen vestirse con negligencia. A las que poseen el don natural del gusto y el
instinto de la belleza, esa leve negligencia en el vestir les otorga un encanto
especial. Por lo menos, Ognev, recordando más tarde a la bonita Vérochka, no se
la podía imaginar sin su amplia chaquetilla que formaba profundos pliegues junto
al talle y sin embargo no lo rozaba; sin su rizo, escapado del alto peinado y
colgado sobre la frente; sin aquel chal rojo con pompones de lana en los bordes,
que por las noches pendía tristemente del hombro de Vérochka, cual bandera en un
día apacible, mientras que de día estaba tirado en el vestíbulo, junto con los
sombreros masculinos, o bien en el comedor sobre un baúl donde dormía, sin
ceremonias, la vieja gata. Este chal y los pliegues de la chaquetilla exhalaban
un soplo de desperezada libertad, de buena vecindad y de bien. Quizá porque Vera
agradase a Ognev, éste, en cada botón y en cada volante sabía leer algo cálido,
confortable, algo bueno y poético, es decir, todo aquello de lo que carecen las
mujeres insinceras, frías y desposeídas del sentido de la belleza.
Vérochka era esbelta; tenía un perfil regular y hermoso cabello ondulado. A
Ognev, quien no había visto en su vida muchas mujeres, le parecía una beldad.
-¡Me voy! -decía, despidiéndose de ella junto a la portezuela-. ¡No me guarde
rencor! ¡Gracias por todo!
Con la misma voz cantarina de seminarista con la cual hablaba con el anciano,
parpadeando y moviendo los hombros como lo hacía antes, se puso a dar las
gracias a Vera por la hospitalidad, el cariño y las atenciones recibidas.
-En cada carta escribía a mi madre acerca de usted -le decía-. Si todos fuesen
como usted y su papá, la vida sería una fiesta. ¡Toda esta gente es magnífica!
Son personas sencillas, cordiales, sinceras.
-¿Para dónde parte usted ahora? -preguntó Vera.
-Ahora iré a ver a mi madre, en Orel; me quedaré allí un par de semanas y luego
volveré a mi trabajo, en Petersburgo.
-¿Y luego?
-¿Luego? Trabajaré todo el invierno, y en primavera viajaré de nuevo a alguna
provincia para juntar datos. Bueno, le deseo muchas felicidades y que viva cien
años... No me guarde rencor. No nos veremos más...
Ognev se inclinó y besó la mano de Vérochka. Luego, embargado por una silenciosa
emoción, acomodó su capa, ajustó el atado de libros, calló durante un rato y
dijo:
-¡Cuánta niebla!
-¿No olvidó usted nada en nuestra casa?
-¿Qué cosa podría ser? Parece que nada...
Ognev se quedó callado unos segundos más, luego se volvió torpemente hacia la
puerta y salió del jardín.
-Espere, lo acompañaré hasta nuestro bosque -dijo Vera, saliendo tras él.
Marcharon por el camino. Los árboles no ocultaban ya el espacio y se podía ver
el cielo y la lejanía. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza se escondía
tras una bruma transparente, a través de la cual asomaba alegremente su belleza;
donde la niebla era más espesa y más blanca, sus jirones se recostaban en capas
irregulares entre las gavillas y los arbustos o bien atravesaban el camino,
arrastrándose al ras de la tierra, como si trataran de no esconder el espacio. A
través de la bruma se veía todo el camino hasta el bosque, con oscuras zanjas a
sus costados y con pequeños arbustos que no dejaban a los jirones de niebla
vagar libremente por el camino. A media versta de distancia se extendía la
oscura franja del bosque que pertenecía a Kuznetsov.
"¿Por qué habrá venido conmigo? ¡Luego tendré que acompañarla de vuelta!" -pensó
Ognev, pero, después de mirar el perfil de Vera sonrió, afable, y dijo:
-Con un tiempo tan hermoso uno no tiene ganas de partir. En verdad, la noche es
romántica; hay luna, hay silencio y todo lo demás. ¿Sabe, Vera Gavrílovna? Ya
van veintinueve años que yo vivo en este mundo, pero no he tenido un romance
hasta ahora. En toda mi vida no hubo una sola historia romántica, de modo que
las citas, las alamedas de suspiros y de besos son cosas que yo conozco sólo de
nombre. ¡Eso es anormal! En la ciudad, cuando uno está encerrado en su cuarto,
esta laguna no se nota tanto, pero aquí al aire libre, se hace sentir con
fuerza... ¡Hasta causa cierto fastidio!
-¿Y por qué le fue así?
-No lo sé. Probablemente porque nunca he tenido tiempo o, quizá, porque no tuve
oportunidad de encontrarme con mujeres que... En general, tengo pocos conocidos
y no voy a ninguna parte.
Los jóvenes caminaron en silencio unos trescientos pasos. Ognev miraba de vez en
cuando la, cabeza descubierta y el chal de Vérochka, y en su mente renacían, uno
tras otro, los días de primavera y de verano; era una época en la que, lejos de
su grisáceo cuarto de Petersburgo y gozando con las atenciones de tan buena
gente, con la naturaleza y con el trabajo predilecto, no se daba cuenta cómo los
crepúsculos de la noche reemplazaban las albas matutinas y cómo uno tras otro,
cesaban de cantar, profetizando el fin del verano, primero el ruiseñor, luego la
codorniz y algo más tarde el rascón... El tiempo pasaba sin que él lo hubiera
notado y ello significaba una vida buena y fácil... Se puso a recordar en voz
alta la poca gana que tenía él -hombre de escasos recursos y poco dado a hacer
viajes y tratar a la gente- de partir a fines de abril al distrito N., donde
esperaba encontrar aburrimiento, soledad e indiferencia hacia la estadística, la
cual, según su opinión, se colocaba en el lugar más destacado entre las
ciencias. Al llegar en una mañana de abril a la pequeña ciudad del distrito N.,
se alojó en el hospedaje del starover
Riabugin, casa donde por veinte kopelkas diarias le dieron una habitación
soleada, limpia, con la condición de que fumara afuera. Después de descansar y
habiendo averiguado quién era el presidente de la Dirección Rural del distrito,
se dirigió sin tardanza a la casa de Gavril Petróvich. Tuvo que caminar cuatro
verstas atravesando magníficos prados y jóvenes bosquecillos. Bajo las nubes,
inundando el aire de sonidos argentinos, vibraban las alondras sobre los verdes
sembrados, agitando las alas en forma circunspecta y concienzuda, volaban los
grajos.
-¡Dios mío!-se sorprendía entonces Ognev-. ¿Será posible que aquí siempre se
respire este aire? ¿O, quizás, sólo hoy huele tan bien, en honor de mi llegada?
Esperando un recibimiento seco y oficial, entró a la casa de Kuznetsov con
cierta timidez, frunciendo el ceño y sobando su barbita. Al principio el viejo
arrugaba la frente sin entender para qué el joven con su estadística necesitaba
de la Dirección Rural, pero cuando Ognev se hubo explayado detalladamente acerca
de los materiales de estadística y de la manera de reunirlos, Gavril Petróvich
se animó, comenzó a sonreír y con una curiosidad infantil se puso a hojear sus
cuadernos. El mismo día, por la noche, Iván Alekséich ya estaba cenando en casa
de Kuznetsov; sentíase rápidamente embriagado por el fuerte licor casero y
contemplando los tranquilos rostros y los pausados ademanes de sus nuevos
conocidos, sentía en todo su cuerpo una dulce languidez y ganas de dormir, de
desperezarse y de sonreír. Los nuevos conocidos lo miraban, entretanto, con
benévola curiosidad y le preguntaban si sus padres vivían, cuánto ganaba por
mes, si iba al teatro con frecuencia o no...
Ognev recordó sus viajes por diversos departamentos de la región, los pasadías,
la pesca, la excursión en sociedad, al monasterio femenino, donde la madre
superiora regaló a cada uno de los visitantes un monedero de abalorios; recordó
las interminables y acaloradas discusiones, puramente rusas, en las que los
hombres, golpeando la mesa con los puños, no se entienden e interrumpen unos a
otros, se contradicen sin darse cuenta en cada frase, a cada rato cambian el
tema y, después de discutir dos o tres horas, se echan a reír:
-¡Al diablo con la discusión! ¡Comenzamos bailando y terminamos llorando!
-¿Recuerda cuando usted, el doctor y yo fuimos a caballo hasta Shestovo? -decía
Iván Alekséich a Vera, acercándose junto con ella al bosque-. Encontramos
entonces en el camino a un mendigo adivino. Le di una moneda de cinco kopelkas y
él se santiguó tres veces y arrojó la moneda al centeno. ¡Ah, Señor, me llevo
tantas impresiones que si se pudiera juntarlas en una sola masa compacta
resultaría un buen lingote de oro! No comprendo, ¿por qué las personas
inteligentes y sensibles se apretujan en las capitales y no vienen acá? ¿Acaso
en la avenida Nevsky y en las grandes y húmedas casas hay más espacio y más
verdad que aquí? Por cierto, nuestros cuartos amueblados, desde arriba hasta
abajo llenos con pintores, sabios y periodistas, me parecían siempre un
prejuicio.
A veinte pasos del bosque, había en el camino un estrecho puentecillo, con
puntales en las esquinas que siempre servía a los Kuznetsov y a sus huéspedes
como una pequeña estación durante sus paseos nocturnos. Desde allí, los que
deseaban hacerlo podían burlarse del eco del bosque; desde allí se veía también
el camino perderse en un oscuro atajo.
-¡Aquí está el puente! -dijo Ognev-. Debe usted volver ahora..
-Sentémonos un poco -respondió ella, sentándose en uno de los puntales-. Antes
de la partida, al despedirse, generalmente todo el mundo se sienta.
Ognev se acomodó junto a ella sobre su atado de libros y
continuó hablando. Ella jadeaba a causa de la caminata y no miraba a Iván
Alekséich sino hacia el otro lado, de modo que él no veía su cara.
-Y, de repente, al cabo de unos diez años nos encontraremos -decía él-. ¿Cómo
seremos en aquel entonces? Usted será una estimada madre de familia, y yo, autor
de una estimada e inútil compilación de estadísticas, voluminosa como cuarenta
mil compendios. Nos encontraremos y recordaremos el pasado... Ahora sentimos el
presente, que nos impregna y nos emociona, pero entonces, cuando nos encontremos
no nos acordaremos más de la fecha ni del mes ni siquiera del año en que nos
vimos por última vez en este puente. Usted, quizás, cambie... Escuche, ¿cambiará
usted'?
Vera se estremeció y volvió el rostro hacia él.
-¿Cómo? -preguntó.
-Le preguntaba si...
-Perdone, no sé lo que usted me decía.
Sólo en ese momento Ognev observó el cambio ocurrido en Vera.
Estaba pálida, jadeaba, y el temblor de su respiración se comunicaba a sus
manos, a sus labios y a su cabeza, y de su peinado escapaba hacia la frente no
un mechón, como siempre, sino dos... Por lo visto, evitaba mirar a los ojos y,
tratando de ocultar su emoción, ya arreglaba el cuello, como si éste la
estuviera incomodando, ya pasaba su chal rojo de un hombro al otro...
-Parece que tiene frío -dijo Ognev-. No le hace muy bien eso de estar sentada en
la niebla.
Vera callaba.
-¿Qué tiene? -sonrió Iván Alekséich-. Usted calla y no contesta las preguntas.
¿No se siente bien o está enfadada? ¿Eh?
Vera apretó con fuerza la palma de la mano contra la mejilla vuelta hacia Ognev,
pero en seguida la retiró bruscamente.
-Es una situación terrible... -susurró con una expresión de dolor en la cara-.
¡Terrible!
-¿Por qué terrible? -preguntó Ognev, encogiéndose de hombros y sin ocultar su
sorpresa-. ¿De qué se trata?
Con la respiración entrecortada aún y estremeciéndose, Vera le volvió la
espalda, miró medio minuto al cielo y dijo:
-Tengo que hablar con usted, Iván Alekséich...
-La escucho.
-A usted le parece extraño... puede ser que se sorprenda, pero me da lo mismo...
Ognev volvió a encogerse de hombros y se dispuso a escuchar.
-Es que... -comenzó diciendo Vérochka, inclinando la cabeza y sobando con los
dedos el pompón del chal-. Vea, lo que yo quería decirle... A usted le parecerá
extraño y tonto, pero... no puedo más.
Las palabras de Vera se convirtieron en un balbuceo poco claro, que terminó en
llanto. La joven se cubrió la cara con el chal, se inclinó más y rompió a llorar
con amargura. Iván Alekséich tosió, confundido y sorprendido, y, sin saber qué
decir ni qué hacer, miró en su derredor con expresión de desesperanza. Como no
estaba acostumbrado al llanto y a las lágrimas, él mismo sintió picazón en los
ojos.
-Bueno, bueno... -balbució, desconcertado-. Vera Gavrílovna, ¿para qué sirve
eso, se puede saber? Palomita, ¿está usted... enferma? ¿Alguien la ha ofendido?
Dígamelo; puede ser que yo... este... a lo mejor, podré ayudarla...
Cuando, al tratar de consolarla, él se permitió separar cuidadosamente las manos
de ella de la cara, Vera le sonrió a través de las lágrimas y dijo:
-Yo... ¡Yo lo amo!
Estas palabras, simples y corrientes, fueron dichas en un lenguaje sencillo y
humano, pero Ognev, muy confundido, se apartó de Vera, se levantó y, tras la
confusión, sintió miedo.
El triste y sentimental estado de ánimo que le habían producido la despedida y
el licor, desapareció de golpe, cediendo lugar a una desagradable y aguda
sensación de molestia. Como si el alma se hubiera dado vuelta en él, miraba a
Vera de reojo, y ella, que después de su declaración amorosa se había despojado
de la inabordabilidad que tanto adorna a la mujer, le parecía ahora más baja de
estatura, más simple, más oscura.
"¿Qué es esto? -pensó con terror para sus adentros-. Y yo, pues... ¿la amo o no?
¡Qué problema!"
Vera entretanto, después de haber dicho lo principal y lo más difícil, respiraba
ya libremente, sin ninguna dificultad. Ella se levantó también , mirándolo, se
puso a hablar rápidamente, de manera cálida e incontenible.
Así como la persona asustada de golpe no puede más tarde recordar en qué orden
sucedieron los sonidos de la catástrofe que lo había aturdido, Ognev no recuerda
las palabras y las frases de Vera. Sólo recuerda el contenido de su discurso, a
ella misma y la sensación que producían en él sus palabras. Recuerda su voz,
como apagada, algo ronca a causa de la emoción y una extraordinaria música y el
apasionamiento en las entonaciones. Llorando, riendo, dejando brillar las
lágrimas en sus pestañas, le contaba que desde los primeros días él la había
impresionado por su originalidad, inteligencia, con sus bondadosos ojos, con sus
propósitos e ideales en la vida; que había empezado a amarlo profundamente, con
pasión y con locura; que cuando, en verano, al pasar a veces del jardín a la
casa, notaba en el vestíbulo su capa o, desde lejos, oía su voz, el corazón se
le llenaba de un fresco y estremecedor presentimiento de dicha; sus bromas,
aunque insignificantes, la hacían reír a carcajadas; en cada cifra de sus
cuadernos se le aparecía algo excepcionalmente sagaz y grandioso, su bastón
nudoso era para ella más hermoso que los árboles.
El bosque, los jirones de niebla y las negras zanjas a la vera del camino
parecían enmudecer escuchándola, pero en el alma de Ognev ocurría algo penoso y
extraño... Al declararle su amor, Vera estaba seductoramente bella; también sus
palabras fluían bellas y apasionadas, pero él no experimentaba el goce ni la
alegría de vivir como le hubiera gustado, sino tan sólo un sentimiento de piedad
hacia Vera, el dolor y la compasión por haber hecho sufrir a una buena persona.
Dios sabe si era su mente libresca la que había alzado su voz o bien se había
hecho sentir su irresistible hábito de objetividad que tan a menudo impide vivir
a la gente; lo cierto es que el entusiasmo y el sufrimiento de Vera le parecían
exagerados y poco serios, a pesar de que el sentimiento se indignaba en él,
susurrándole que todo lo que él estaba viendo y oyendo en aquel momento era,
desde el punto de vista de la naturaleza y de la felicidad personal, más serio
que las estadísticas, los libros y las verdades... Y, enojado, se culpaba a sí
mismo, aunque sin entender en qué, precisamente, consistía su culpa.
Para colmo de su confusión, decididamente no sabía qué decir, no obstante lo
cual era indispensable decir algo. No tenía fuerzas suficientes para decir
directamente "no la amo", pero tampoco podía decir "sí", ya que, por más que
hurgara, no encontraba en su alma ni siquiera una chispa...
Y mientras él callaba, Vera le aseguraba que no había mayor felicidad para ella
que la de verlo, seguirlo a donde él quisiera ir, ser su mujer y ayudante y que
se moriría de pena si se marchaba sin ella...
-¡No puedo quedarme aquí! -dijo, retorciéndose las manos-. Estoy harta de la
casa, del bosque y de este aire. No soporto la continua calma y una vida sin
objetivo: no soporto a nuestra gente descolorida y pálida, entre la cual todas
se parecen uno al otro como dos gotas de agua. Todos son cordiales y benévolos
porque están satisfechos, no sufren, no luchan... Y yo, precisamente, quiero
vivir en grandes casas húmedas, donde la gente sufre agobiada por el trabajo y
la miseria ...
También eso le pareció a Ognev exagerado y falto de seriedad. Cuando Vera hubo
terminado de hablar, él no sabía qué decir, pero resultaba imposible seguir
callado y balbuceó:
-Le estoy agradecido, Vera Gavrílovna, aunque sé que no merezco un...
sentimiento de esa índole... de su parte. En segundo lugar, como hombre honesto
debo decir que... la felicidad se basa en el equilibrio, es decir, cuando ambas
partes... se aman de la misma manera...
En seguida, empero, Ognev se sintió avergonzado de su balbuceo y se quedó
callado. Sintió que la expresión de su cara en ese momento era estúpida,
culpable y vulgar, y al mismo tiempo tensa y forzada...
Vera seguramente supo leer la verdad en su rostro, ya que de repente se puso
seria, palideció y bajó la cabeza.
-Perdóneme -murmuró Ognev, no pudiendo soportar el silencio-. La estimo tanto
que... ¡me duele!
Vera se volvió bruscamente y se dirigió de prisa hacia
la finca. Ognev la siguió.
-¡No, no! -dijo Vera, haciendo un ademán-. No me acompañe, iré sola...
-Imposible... Tengo que acompañarla ...
Todo lo que decía Ognev, hasta la última palabra, le parecía a él mismo
repugnante y anodino. El sentimiento de culpabilidad crecía en él a cada paso.
Se enfadaba, apretaba los puños y maldecía su frialdad y su torpeza para
conducirse con las mujeres. Tratando de excitarse a sí mismo, miraba la bella
figura de Vérochka, su trenza, y las huellas que dejaban en el polvoriento
camino sus piececitos; recordaba sus palabras y sus lágrimas, pero todo ello no
lograba sino enternecerlo, sin excitar su alma.
"¡Ah, al fin y al cabo, uno no puede amar a la fuerza! -trataba de convencerse a
sí mismo, pero al mismo tiempo pensaba-: ¿Y cuándo amaré sin que sea a la
fuerza? Tengo ya casi treinta años. Nunca he encontrado mujeres que fuesen
mejores que Vera ni las voy a encontrar... ¡Oh, maldita vejez! ¡Vejez a los
treinta años!"
Vera caminaba delante de él cada vez más de prisa, sin mirar hacia atrás y con
la cabeza baja. A Ognev le parecía que ella se había encogido de pena y que sus
hombros se habían vuelto más estrechos...
"¡Me imagino lo que acontece ahora en su alma! -pensaba, mirándole la espalda-.
¡Sentiría una vergüenza y un dolor como para morirse! ¡Dios mío, en todo ello
hay tanta vida, tanto sentido, tanta poesía, que hasta una piedra se hubiera
conmovido, pero yo... yo soy un estúpido, un necio!"
Juntó a la portezuela del jardín Vera le dirigió una fugaz mirada y encorvándose
y cubriéndose con el chal, se fue alejando de prisa por la alameda.
Iván Alekséich se quedó solo. Regresando lentamente hacia el bosque se detenía a
cada rato y se volvía para mirar la puertecilla del jardín; y toda su figura
tenía una expresión de desconcierto, como si él no se creyera a sí mismo.
Buscaba con los ojos las huellas de los pies de Vérochka en el camino y no podía
creer que la joven que tanto le gustaba acababa de declararle su amor y que él
la había "rechazado" con tanta torpeza. Por primera vez en su vida pudo
convencerse, por propia experiencia, de cuán poco depende el hombre de su buena
voluntad, y experimentar él mismo la situación de un hombre decente y cordial
quien, sin querer, causa a su prójimo un sufrimiento inmerecido y cruel.
Le torturaba la conciencia y, además, al desaparecer Vera en el jardín le
pareció haber perdido algo muy caro, íntimo, que no volvería a encontrar más.
Sintió que junto con Vera se le escurría una parte de su juventud y que los
minutos que acababa de vivir de manera tan infructuosa no se repetirían jamás.
Al llegar hasta el puente, se detuvo pensativo. Deseaba encontrar la causa de su
extraña frialdad. Le resultaba claro que aquélla no se hallaba fuera sino dentro
de él. Con sinceridad se confesó a sí mismo que no era una frialdad mental de la
que tan a menudo alardean las personas inteligentes, ni tampoco la frialdad de
un tonto ególatra, sino simplemente la importancia del alma, la incapacidad de
percibir con hondura la belleza, la vejez prematura, adquirida mediante la
educación, la lucha desordenada por ganarse el pan y la hotelera vida de
soltero.
Bajó del puentecillo y, lenta y desganadamente, entró en el bosque. Allí, donde
en las negras y espesas tinieblas la luz de la luna formaba nítidas manchas y
donde él no percibía nada, excepto sus pensamientos, sintió un apasionado deseo
de recobrar lo perdido.
Iván Alekséich recuerda haber desandado el camino. Instigándose con los
recuerdos y esforzándose para pintar a Vera en su imaginación, caminó de prisa
hacia el jardín. La niebla había desaparecido ya del camino y del jardín, y una
luna clara, como lavada, miraba desde el cielo; sólo el levante permanecía
sombrío y nebuloso... Ognev recuerda sus pasos cuidadosos, las oscuras ventanas,
el espeso aroma de heliotropo y de reseda. El conocido Karo se le acercó
meneando amigablemente la cola y olfateó su mano... Era el único ser viviente
que lo vio dar dos vueltas alrededor de la casa, detenerse junto a la oscura
ventana de Vera y, con un ademán resignado y un hondo suspiro, salir del jardín.
Una hora después ya estaba en el pueblo y, fatigado, casi desfalleciente,
apoyándose con el torso y con la cara ardorosa contra el portón del hospedaje,
golpeaba con el aldabón. En alguna parte del pueblo se despertó un perro y se
puso a ladrar, y, como en respuesta a sus golpes, el sereno de la iglesia hizo
sonar su barra de hierro.
-No hace sino vagar por las noches... -rezongó el dueño del hospedaje que,
vestido con un largo camisón de aspecto femenino, le abrió el portón-. En vez de
merodear por ahí, mejor te hubieras quedado en casa rezando.
Una vez en su habitación, Ognev se sentó en la cama y se quedó mirando
largamente la llamita de la bujía; luego sacudió la cabeza y comenzó a hacer su
equipaje.
FIN