Sale el actor por delante del telón, pausadamente.
¡Qué compromiso ! Hay días en que se siente uno capaz de las mayores audacias, y nada le parece imposible.
Y es que yo soy así; hay dos palabras que me sublevan, me encienden la sangre y me obligan a sentirme capaz de todo : la palabra difícil y la palabra imposible. Basta que alguien diga de alguna cosa delante de mí: es difícil, es imposible, para que yo conteste al punto: No hay nada difícil, no hay nada imposible; yo hago eso; yo lo hago; se discute, se cruzan apuestas... yo me veo obligado a sostenerlas... y ya estoy metido en un lío... Y el de ahora es flojo.
Figúrense ustedes que alguien me dijo ayer: Tú que tienes tantas simpatías en
el público, bastante autoridad y mucho desparpajo, o sea desahogo; vamos a ver,
¿a que no te atreves a presentarte al público y contarle un cuento... un cuento
inmoral, uno de esos cuentos capaces, según frase consagrada, de ruborizar a un
guardia civil. ¡Yo no sé qué motivo puede haber para que la Guardia Civil sea
más refractaria al rubor que cualquier otro Instituto armado; el caso es que la
Guardia Civil y los Carabineros comparten este privilegio. Pero no divaguemos.
¿Un cuento inmoral? ¡Imposible!, exclamaron varios; ya dije antes que la palabra
imposible tiene el privilegio de encenderme la sangre. No hay nada imposible. Y
quedo comprometido a contar el cuento. ¡Y qué cuento! Se eligió por sufragio en
un café de camareras; las camareras tomaron parte en la votación y su voto
decidió del resultado... ¡Valiente cuento! Las pobres chicas sólo le conocían
por el título, y el título les engañó. (No es el primer título que las engaña.)
Es un título tan inocente... parece de un cuento de niños... pero, sí, bueno
está el cuentecito... Ya me lo dirán ustedes; sólo de recordarlo se me sube el
pavo... Pero no hay nada imposible. Difícil, sí; a pesar mío debo confesar que
hay algo difícil, y este es uno de los casos difíciles. Ya sé que ustedes creen
seguramente que yo no me atrevo a contar el cuentecito; por eso están ustedes
tan tranquilos y tan sentados,
sin disponerse a despejar el teatro, no sin antes llamarme algo... Pero, ustedes
no me conocen. Ustedes no saben
de qué modo la palabra imposible excita mis nervios; todo el azahar del mundo no
bastaría a calmarlos, como todo
el azahar del mundo no bastaría a dar a mi cuento un aspecto inocente. Advierto
que empiezan ustedes a ponerse
serios; empiezan ustedes a temer que yo sea capaz de todo. Tranquilícense
ustedes; yo contaré el cuento, no lo
duden ustedes; pero mi apuesta no sólo consiste en contarlo, sino en que ustedes
lo escuchen; porque, claro está
que contarlo en el vacío no tendría dificultad ninguna, y ya dije que la palabra
difícil me exaspera tanto como la
palabra imposible.
Para que ustedes me escuchen, debo contar el cuento de cierta manera... Eso es
lo difícil; pero no imposible.
Advierto que ya están ustedes tranquilos; pensarán ustedes que, al fin y al
cabo, el cuento no tendrá nada de
particular... ¡Ah! El cuento es tremendo; capaz de ruborizar (me horripilan
las frases consagradas) capaz de ruborizar a un acomodador del Salón de Actualidades. ¿Cómo contarlo sin que, al
oírlo, las señoras no se
levanten como un solo hombre y los caballeros, por galantería, no se crean en el
caso de acompañarlas... y yo me
quede solo, solo ante los acomodadores, que no serán tampoco tan ajenos al rubor
como los del susodicho Salón, avezados al tango con todos sus pormenores? Pues bien; contaré el cuento, y lo
contaré de tal manera que de ustedes exclusivamente dependa su inmoralidad. Si observan
ustedes la actitud
conveniente, si saben ustedes
protestar en el momento oportuno, la inmoralidad habrá desaparecido como por
encanto y cualquier novela de la Biblioteca Rosa será un cuento de Boccaccio comparada con mi cuento... Y va de
cuento.
Este era un matrimonio, compuesto, como la mayor parte de los matrimonios, de una mujer, un marido y un... (ya se adelantan ustedes con malicia. ¿No les advertí a ustedes que de ustedes depende todo?). De una mujer, un marido y un niño de pocos meses, de muy pocos... Como en todos los matrimonios, la mujer no quería nada al marido... ¿Encuentran ustedes demasiado categórica mi afirmación? Pues bien; yo la sostengo y me ratifico. No hay matrimonio en que la mujer quiera al marido... ¿Se escandalizan ustedes? ¿Necesitan ustedes una prueba?... En este momento estoy seguro de que me escuchan infinidad de señoras casadas... Si hay una, una sola, que quiera a su marido, yo le ruego que se levante y que lo diga en voz muy alta: «Yo quiero a mi marido.» (Pausa.) ¿Lo ven ustedes? ¡Ni una sola! Ya dije a ustedes que de su actitud dependía la inmoralidad de mi cuento. ¿Puede darse nada más inmoral que entre una porción de señoras casadas no encontrar ni una sola que quiera a su marido? Gané mi apuesta. Y ahora soy yo el que se retira escandalizado.
FIN