En una rama ahorquillada de nuestro cerezo había un nido
de jilgueros bonito de ver, redondo, perfecto, de crines por fuera y de plumón
por dentro, donde cuatro polluelos acababan de nacer. Le dije a mi padre:
-Me gustaría cogerlos para domesticarlos.
Mi padre me había explicado con frecuencia que es un crimen meter a los pájaros
en una jaula. Pero, en esta ocasión, cansado sin duda de repetir lo mismo, no
encontró nada que responderme.
Unos días más tarde le dije de nuevo:
-Si quiero, será fácil. En un primer momento pondré el nido en una jaula,
colgaré la jaula en el cerezo y la madre alimentará a sus polluelos a través de
los barrotes hasta que ya no la necesiten.
Mi padre no me dijo qué pensaba de este sistema.
Por lo tanto instalé el nido en una jaula, colgué la jaula en el cerezo, y lo
que había previsto sucedió: los padres jilgueros, sin vacilar, traían a los
pequeños sus picos llenos de orugas. Y mi padre, divertido como yo, observaba de
lejos el ir y venir de los pájaros, su plumaje teñido de rojo sangre y de
amarillo azufre.
Una tarde le dije:
-Los pequeños ya están bastante fuertes. Si estuvieran libres, volarían. Que
pasen una última noche con su familia y mañana me los llevaré a la casa; los
colgaré de mi ventana y no habrá en el mundo jilgueros mejor cuidados que éstos.
Mi padre no dijo lo contrario.
A la mañana siguiente, encontré la jaula vacía.
FIN