Gli automobilisti
accaldati sembrano
nom avere storia…
Come realtà, un ingorgo automobilistico impressiona ma
non ci dice gran che.
Arrigo Benedetti “L’Espresso”,
Roma, 21/6/1964
Al principio la muchacha del Dauphine había insistido
en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya
lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la
muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de
los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista
del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de Fontainbleau, han tenido que
ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe que los domingos
la autopista está íntegramente reservada a los que regresan a la capital), poner
en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas
del 2HP a la derecha, con la muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por
retrovisor al hombre pálido que conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la
felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la
muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y come queso, o sufrir de a
ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del Simca que precede al
Peugeot 404, y hasta bajarse en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque
nunca se sabe en qué momento los autos de más adelante reanudarán la marcha y
habrá que correr para que los de atrás no inicien la guerra de las bocinas y los
insultos), y así llegar a la altura de un Taunus delante del Dauphine de la
muchacha que mira a cada momento la hora, y cambiar unas frases descorazonadas o
burlonas con los hombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión en
esas precisas circunstancias consiste en hacer correr libremente su autito de
juguete sobre los asientos y el reborde posterior del Taunus, o atreverse y
avanzar todavía un poco más, puesto que no parece que los autos de adelante
vayan a reanudar la marcha, y contemplar con alguna lástima al matrimonio de
ancianos en el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera violeta donde
sobrenadan los dos viejitos, él descansando los antebrazos en el volante con un
aire de paciente fatiga, ella mordisqueando una manzana con más aplicación que
ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero
había decidido no salir más de su coche, a la espera de que la policía
disolviese de alguna manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a
ese tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más
enervante. Todo era olor a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del
Simca, brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y
para colmo sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas
pensadas para correr. El 404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de
la derecha contando desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual
tenía otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho
sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes
que ya había detallado hasta cansarse. Había charlado con todos, salvo con los
muchachos del Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se había
discutido la situación en sus menores detalles, y la impresión general era que
hasta Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil
y Juvisy el ritmo iría acelerándose una vez que los helicópteros y los
motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía
duda de que algún accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única
explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los
impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común,
cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret
antes de las ocho, pues llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera.
Al matrimonio del Peugeot 203 le importaba sobre todo no perder los juegos
televisados de las nueve y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al
ingeniero que le daba lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por
principio, porque le parecía un atropello someter a millares de personas a un
régimen de caravana de camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las
cinco pero el calor los hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos
cincuenta metros a juicio del ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus
que se había acercado a charlar llevando de la mano al niño con su autito,
mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y la muchacha del Dauphine
recordó que ese plátano (si no era un castaño) había estado en la misma línea
que su auto durante tanto tiempo que ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera
para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías
dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua
de colonia en la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar
un reflejo chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance, se
organizaban y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El
ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la
pareja de aire campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del
2HP había un Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién
casados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera
tenido que alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz,
ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre
la pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia,
Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con
los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con
el solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y
reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la
muchacha del Dauphine.
A veces llegaba un extranjero, alguien que se deslizaba entre los autos viniendo
desde el otro lado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que
traía alguna noticia probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de
calientes kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los
golpes de las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo
sucedido, pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque de un
motor, y el extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear
entre los autos para reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera
de los demás. A lo largo de la tarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos y un niño herido, el doble
choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault que había aplastado un Austin
lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros
procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o
casi todo era falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e
incluso en las proximidades de París para que la circulación se hubiera
paralizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane, que tenían una granja del
lado de Montereau y conocían bien la región, contaban con otro domingo en que el
tránsito había estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a
parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta,
volcaba en cada auto una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir
los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera
del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se
acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo
aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente
clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto
insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie,
freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra.
En algún momento, harto de inacción, el ingeniero se había decidido a aprovechar
un alto especialmente interminable para recorrer las filas de la izquierda, y
dejando a su espalda el Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600,
y se había detenido junto a un De Soto para cambiar impresiones con el azorado
turista de Washington que no entendía casi el francés pero que tenía que estar a
las ocho en la Place de l’Opéra sin falta you understand, my wife will be
awfully anxious, damn it, y se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire
de viajante de comercio salió del DKW para contarles que alguien había llegado
un rato antes con la noticia de que un Piper Club se había estrellado en plena
autopista, varios muertos. Al americano el Piper Club lo tenía profundamente sin
cuidado, y también al ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a
regresar al 404, transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del
Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una explicación más detallada para la
muchacha del Dauphine mientras los coches avanzaban lentamente unos pocos metros
(ahora el Dauphine estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde
sería al revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en bloque,
como si un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el avance
simultáneo sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita, es un
pequeño avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un
domingo de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los
condenados autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda,
si la última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en
vez de seguir suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de techos de
automóviles se teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas
del Dauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en la breve y
perfecta suspensión de su reposo; la vieron alejarse con una exasperada
nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat
600 ya invisible desde el 404, regresar hacia el Simca donde una mano cazadora
trató inútilmente de atraparla, aletear amablemente sobre el Ariane de los
campesinos que parecían estar comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la
derecha. Al anochecer la columna hizo un primer avance importante, de casi
cuarenta metros; cuando el ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la
mitad del 6 había desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse de lo
alto. Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a
todo trapo y coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería;
las monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había
dormido con la cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún
momento (ya era noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan
contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido un Piper Club sino un
planeador piloteado por la hija de un general. Era exacto que un furgón Renault
había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas de París;
uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la
autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al
meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se
propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios. Más
tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado un
poco más libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por la
ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la
muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un
nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció
tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero lo
aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para dividirlo
con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwich y la
tableta de chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su vecino de la
izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados, porque otra vez
llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya agotadas las botellas
de limonada, la coca-cola y hasta los vinos de a bordo. La primera en quejarse
fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero abandonaron los autos junto con
el padre de la niña para buscar agua. Delante del Simca, donde la radio parecía
suficiente alimento, el ingeniero encontró un Beaulieu ocupado por una mujer
madura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero podía darle unos caramelos para
la niña. El matrimonio del ID se consultó un momento antes de que la anciana
metiera las manos en un bolso y sacara una pequeña lata de jugo de frutas. El
ingeniero agradeció y quiso saber si tenían hambre y si podía serles útil; el
viejo movió negativamente la cabeza, pero la mujer pareció asentir sin palabras.
Más tarde la muchacha del Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas de
la izquierda, sin alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y los
llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo para regresar corriendo a sus
autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas
acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún
momento el ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una
risotada, pero más adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de
las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que
hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las diarios locales habían suspendido
las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que
se empeñaba en transmitir noticias bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada
pareció llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la
columna no se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y se
tendieron al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos
delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de
acostarse un rato, el ingeniero pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta
contra el volante, y como sin darle importancia le propuso que cambiaran de
autos hasta el amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de
cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en
el asiento trasero donde debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban todavía
cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero
su sueño seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse
sudoroso e inquieto, sin comprender en un primer momento dónde estaba;
enderezándose, empezó a percibir los confusos movimientos del exterior, un
deslizarse de sombras entre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el
borde de la autopista; adivinó las razones, y más tarde también él salió del
auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no había setos ni
árboles, solamente el campo negro y sin estrellas, algo que parecía un muro
abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos,
Casi tropezó con el campesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible;
al olor de la gasolina, persistente en la autopista recalentada, se sumaba ahora
la presencia más ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes posible a su
auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo
contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en
la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban suavemente.
Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha, fumando en
silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza
de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero
con buenas noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular
normalmente. Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó
al techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan
dudosa como las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría
del grupo para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane.
Más tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada.
El calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera
de que se concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a
llorar otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga
del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre
silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su izquierda
tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un Floride, para
quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal. Cuando la niña
volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar con los
campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de provisiones.
Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables; comprendían que en una
situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se
encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto circular con la mano,
abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se pasarían apreturas hasta
llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea de erigirse en organizador, y
prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar con ellos y con el
matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente a todos los del
grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el
matrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha
del Dauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que
reía y jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los
muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del
Caravelle se encogió de hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran
lo que les pareciese mejor. Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se
mostraron visiblemente contentos, como si se sintieran más protegidos. Los
pilotos del Floride y del DKW no hicieron observaciones, y el americano del De
Soto los miró asombrado y dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le
resultó fácil proponer que uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una
confianza instintiva, se encargará de coordinar las actividades. A nadie le
faltaría de comer por el momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al
que los muchachos del Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al
ingeniero, al soldado y a uno de los muchachos que exploraran la zona
circundante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus,
que evidentemente sabía mandar, había calculado que deberían cubrirse las
necesidades de un día y medio como máximo, poniéndose en la posición menos
optimista. En el 2HP de las monjas y en el Ariane de los campesinos había
provisiones suficientes para ese tiempo, y si los exploradores volvían con agua
el problema quedaría resuelto. Pero solamente el soldado regresó con una
cantimplora llena, cuyo dueño exigía en cambio comida para dos personas. El
ingeniero no encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje le sirvió
para advertir que más allá de su grupo se estaban constituyendo otras células
con problemas semejantes; en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se
negó a hablar con él del asunto, y le dijo que se dirigiera al representante de su
grupo, cinco autos atrás en la misma fila. Más tarde vieron volver al muchacho
del Simca que no había podido conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían
bastante para los dos niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres. El
ingeniero le estaba contando a la muchacha del Dauphine su circuito por la
periferia (era la una de la tarde, y el sol los acorralaba en los autos) cuando
ella lo interrumpió con un gesto y le señaló el Simca. En dos saltos el
ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por el codo a uno de los muchachos, que
se repantigaba en su asiento para beber a grandes tragos de la cantimplora que
había traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el ingeniero
respondió aumentando la presión en el brazo; el otro muchacho bajó del auto y se
tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos atrás y lo esperó casi con lástima.
El soldado ya venía corriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a
su compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se acercó al muchacho de la botella y
le dio un par de bofetadas. El muchacho gritó y protestó, lloriqueando, mientras
el otro rezongaba sin atreverse a intervenir. El ingeniero le quitó la botella y
se la alcanzó a Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto,
por lo demás inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las
monjas se quitó la toca y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia.
Las mujeres improvisaban de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto
a otro, ocupándose de los niños para que los hombres estuvieran más libres:
nadie se quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba siempre en los mismos
juegos de palabras, en un escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la
muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos y sucios era la vejación más grande;
lo enternecía casi la rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor
que les brotaba de las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a
repetir alguna noticia de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró
casualmente por el retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de rasgos
tensos del hombre del Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se
había mantenido ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus facciones se
habían afilado todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo. Pero
después, cuando al ir a charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de
mirarlo desde más cerca, se dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra
cosa, una separación, por darle algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó
más tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba
jamás del volante y que parecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un
folklore para luchar contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían
hecho amigos y se habían peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se
visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la
anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron
bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se
alzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron
algunas gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a
lo lejos brilló un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta
electricidad en la atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingeniero admiró
sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la noche, como si temiera los efectos
del cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de distribuir las
provisiones; se había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacén
general, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito suplementario. Taunus
había ido en persona a hablar con los jefes de los cuatro o cinco grupos
vecinos; después, con ayuda del soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad
de alimentos a los grupos, regresando con más agua y un poco de vino. Se decidió
que los muchachos del Simca cederían sus colchones neumáticos a la anciana del
ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del Dauphine les llevó dos mantas
escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llamaba burlonamente el
wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine
aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404 con una de las
monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su madre, mientras el
marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto en una frazada. El ingeniero
no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún momento se les
agregó el campesino del Ariane y hablaron de política bebiendo unos tragos del
aguardiente que el campesino había entregado a Taunus esa mañana. La noche no
fue mala; había refrescado y brillaban algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que nacía
con la grisalla del alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento
trasero, su amigo y el ingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos
imágenes de sueño, el ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un
resplandor indistinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos
más adelante había habido un principio de incendio en un Estafette, provocado
por alguien que había querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus
bromeó sobre lo sucedido mientras iba de auto en auto para ver cómo habían
pasado todos la noche, pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana
la columna empezó a moverse muy temprano y hubo que correr y agitarse para
recuperar los colchones y las mantas, pero como en todas partes debía estar
sucediendo lo mismo nadie se impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía
habían avanzado más de cincuenta metros, y empezaba a divisarse la sombra de un
bosque a la derecha de la ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese momento
podían ir hasta la banquina y aprovechar la frescura de la sombra; quizá había
un arroyo, o un grifo de agua potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y
pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espalda, corriéndole por las
piernas; el ingeniero, que la miraba de reojo, vio dos lágrimas que le
resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más
jóvenes para que atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del
tercer grupo a retaguardia contaba con un médico entre sus hombres, y el soldado
corrió a buscarlo. Al ingeniero, que había seguido con irónica benevolencia los
esfuerzos de los muchachitos del Simca para hacerse perdonar su travesura,
entendió que era el momento de darles su oportunidad. Con los elementos de una
tienda de campaña los muchachos cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit
se transformó en ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad
relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos
con el médico. Después las monjas se ocuparon de la anciana, que se sentía
mejor, y el ingeniero pasó la tarde como pudo, visitando otros autos y
descansando en el de Taunus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces
le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dormir, para hacerlo
avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la noche sin que
hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se
alegraron de poder envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el
alba (era algo que se sentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos
inmóviles en la noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con
el campesino del Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya
a la realidad, y lo dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para
conseguir más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los
grupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para
no despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los
grupos más alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la
seguridad de que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía
bien la región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba
para comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de
designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición. La
idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se
decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y
llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los
otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y
al amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para
que la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al
ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a las
ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio regresara a
su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría habilitado
permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse, fabricaron un
banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato que
la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la temperatura seguía
bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron relámpagos a la
distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y una
jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca. Mirando
todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que no le
interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los expedicionarios
tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó discretamente a su auto y
cuando estuvieron dentro le dijo que habían fracasado. El amigo de Taunus dio
detalles: las granjas estaban abandonadas o la gente se negaba a venderles nada,
aduciendo las reglamentaciones sobre ventas a particulares y sospechando que
podían ser inspectores que se valían de las circunstancias para ponerlos a
prueba. A pesar de todo habían podido traer una pequeña cantidad de agua y
algunas provisiones, quizá robadas por el soldado que sonreía sin entrar en
detalles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sin que cesara el
embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran los más adecuados
para los dos niños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatro y media
para ver a la enferma, hizo un gesto de exasperación y cansancio y dijo a Taunus
que en su grupo y en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se
había hablado de una operación de emergencia para despejar la autopista, pero
aparte de un helicóptero que apareció brevemente al anochecer no se vieron otros
aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos calor, y la gente parecía
esperar la llegada de la noche para taparse con las mantas y abolir en el sueño
algunas horas más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de
la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la
hacía reír sin ganas. Lo sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca
abandonaba su auto, y bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora
buscaba solamente las últimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un
hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer; se esperaba más del sueño que
de las noticias siempre contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó
discretamente a buscar al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les
anunció que el tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos
del Simca había visto el coche vacío, y después de un rato se había puesto a
buscar a su dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto había protestado el primer día aunque después acabara de
quedarse tan callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la
mañana no quedó la menor duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los
chicos del Simca, había desertado llevándose un valija de mano y abandonando
otra llena de camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos
se haría cargo del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los
había fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta
dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo
demás parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del
404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su
mujer serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible
en plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la
lona que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un
metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al vidrio
y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió por el
lado izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle. Después
buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hombre
se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la agenda
bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había abandonado
en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba bien
establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurrido
quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches y
se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a un
consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el
cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás
a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía
provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían
amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de comer. El
campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para cerrar
herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se
les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del
ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a
su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el
portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida a
la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus
resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha del
203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá tenía otro auto,
y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus juguetes en
el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en
quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el
inventario de los abrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres
que aparecían por casualidad en los autos o en alguna valija, mantas, alguna
gabardina o abrigo ligero. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a
tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que trataran de establecer
contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse por qué, la resistencia
exterior era total; bastaba salir del límite de la autopista para que desde
cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche alguien tiró una guadaña que
golpeó el techo del DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy
pálido y no se movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no formaba
parte del grupo de Taunus pero que todos apreciaban por su buen humor y sus
risotadas) vino a la carrera y después de revolear la guadaña la devolvió campo
afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía
que conviniera ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible hacer una
salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o esos días; la
muchacha del Dauphine creía que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero
era menos optimista pero se divertía en prolongar y complicar los cálculos con
su vecina, interesado de a ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW
que le hacía la corte a su manera profesional. Esa misma tarde el muchacho
encargado del Floride corrió a avisar a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua
a buen precio. Taunus se negó, pero al anochecer una de las monjas le pidió al
ingeniero un sorbo de agua para la anciana del ID que sufría sin quejarse,
siempre tomada de la mano de su marido y atendida alternativamente por las
monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo
destinaron a la anciana y a la señora del Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó
de su bolsillo dos litros de agua; el Ford Mercury prometió conseguir más para
el día siguiente, al doble del precio. Era difícil reunirse para discutir,
porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por un
motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer
funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor
equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas
(los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse
chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo
menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches
heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin
hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar
una mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el
ingeniero la ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le
echó encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con
sus ventanillas tapadas por las lomas de la rienda. En algún momento el
ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para
aislar completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes
de empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de
una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte
metros. Curiosamente ese día la columna avanzó bastante más, quizás doscientos o
trescientos metros. Coincidió con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie
escuchaba, salvo Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente); los
locutores hablaban enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la
autopista, y se hacían referencias al agotador trabajo de las cuadrillas
camineras y de las fuerzas policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró.
Mientras su compañera la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le
humedecía las sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del
noveno día, de la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose
paso entre la nieve que caía desde el mediodía y amurallaba poco a poco los
autos. Deploró la carencia de una inyección calmante y aconsejó que llevaran a
la monja a un auto con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el
niño pasó al Caravelle donde también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus
autos y se divertían mucho porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo
ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba
unos metros había que despejar con medios improvisados las masas de nieve
amontonadas entre los autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las
provisiones y el agua. Lo único que podía hacer Taunus era administrar los
fondos comunes y tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques.
El Ford Mercury y un Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas;
Taunus y el ingeniero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el estado
físico de cada uno. Increíblemente la anciana del ID sobrevivía, perdida en
un sopor que las mujeres se cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unos
días antes había sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y
era de las que más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera, siempre débil y
un poco extraviada. La mujer del soldado y del 203 se encargaban de los dos
niños; el viajante del DKW, quizá para consolarse de que la ocupante del
Dauphine hubiera preferido al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a los
niños. En la noche los grupos ingresaban en otra vida sigilosa y privada; las
portezuelas se abrían silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta
aterida; nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la sombra misma.
Bajo mantas sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin
cambiar, algo de felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se
había equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían
acercando. Por las tardes el chico del Simca se trepaba al techo de su coche,
vigía incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de
explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lo rodeaban;
con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando
un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado la
amistad del 404, les gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine
tenía que abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en
buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a
su coche a alguna chica de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío
y esa hambre, sin contar que el grupo de más adelante estaba en franco tren de
hostilidad con el de Taunus por una historia de un tubo de leche condensada, y
salvo las transacciones oficiales con Ford Mercury y con Porsche no había
relación posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca suspiraba
descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y el frío lo obligaban
a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un período de lluvias y vientos que
enervaron los ánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento,
siguieron días frescos y soleados en que ya era posible salir de los autos,
visitarse, reanudar relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían
discutido la situación, y finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más
adelante. De la brusca desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin
que nadie supiera lo que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y
controlando el mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas,
aunque los fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban
qué ocurriría el día en que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un
golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de los
suministros, pero en esos días la columna había avanzado un buen trecho y los
jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder
por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder a una
indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de
la muchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada
para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan natural
como el reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta el borde
de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía sorprender a
nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y consolar al marido
que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de vanguardia estalló
una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver precariamente la
diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios previsibles; lo más
importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó
darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la
impresión de que el horizonte había cambiado (era el atardecer, un sol
amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba
ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo
gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó rápidamente a su auto
cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían corriendo y desde el techo
del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el
anuncio como si quisiera convencerse de que lo que estaba viendo era verdad;
entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado pero incontenible movimiento
migratorio que despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas.
Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el
Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2HP, el Taunus,
el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgulloso de
algo que era como su triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras
el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha.
Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por
rutina mientras se mantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo.
Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban, a su vez
lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda,
interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas veces, con el
pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo
izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos,
vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a
París y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de
ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, y que
después habría muebles, habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño con
espuma de jabón para afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y
sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y
las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de
besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a
plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse
y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas y
acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los
cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los
problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna
continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así
en segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó
atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin
peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar
contra el Beaulieu, y que detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y
más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca
calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró
todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los
ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración las filas ya no se
mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le
veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y
hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba todavía más.
Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero casi en
seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le tocó
secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo
un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu pegado a
su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del Simca, y la
niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una
mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las monjas o del
Volkswagen del soldado vio un Crevrolet desconocido, y casi en seguida el
Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda
se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes de
que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la
delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no
existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros adelante, seguido de
Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en
vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo
furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera,
adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de la
autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla y
el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el
ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando
en cuando sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez más,
algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a
sesenta. El 404 había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas
le permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo
de que era inútil, que el grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya no
volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los
consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de
la madrugada, las risas de los niños jugando con sus autos, la imagen de la
monja pasando las cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los
frenos del Simca, el 404 redujo la marcha con un absurdo sentimiento de
esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto y corrió hacia
adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría el Caravelle, pero
poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de cristales diferentes lo
miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros que no había visto nunca.
Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su auto; el chico del Simca le
hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y señaló alentadoramente en
dirección de París. La columna volvía a ponerse en marcha, lentamente durante
unos minutos y luego como si la autopista estuviera definitivamente libre. A la
izquierda del 404 corría un Taunus, y por un segundo al 404 le pareció que el
grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría seguir adelante
sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante había una mujer con
anteojos ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra
cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los
autos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su
chaqueta de cuero. Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros
días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí,
tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había
regalado como mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y
media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos,
examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la
noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las
nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado
para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había
escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche,
siempre que se le pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba
locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora
hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué
tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde
nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia
adelante, exclusivamente hacia adelante.
FIN