cabecera-Letras Como Espada

titulo web titulo web

Panel left-Letras Como Espada

Mata Hari 55

Ricardo Piglia


La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan los que
piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una
anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una
lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, impo­sible de narrar.
Frente al riesgo de violentarla con la ficción, he preferido transcribir
casi sin cambios el material grabado por mí en sucesi­vas entrevistas.
La lealtad del Grundig W2A portátil sirve como testigo de la verdad de
este relato que me fue referido, por primera vez, entre el atardecer y la
medianoche de un día de verano, en el Bar Ramos
de Corrientes y Montevideo.

R. P.

Estoy seguro que él nunca le dijo: “Tenés que acos­tarte con Ordóñez”. Quiero decir: nunca se lo dijo así, brutalmente. Fue más bien una maniobra por control remoto que al final se le escapó de las manos. Una es­pecie de bumerang: lo tirás como sin ganas y por ca­sualidad para un lado y si no te agachás te corta la cabeza.

      Vos tendrías que conocerla para darte cuenta: es del tipo de las trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un papel ya no para: si es posible de mártir o de puta o de enfermera en el Congo. Cualquier cosa, pero con heroísmo. Con ráfagas de ametralladora y heridos tirados por el suelo. O muchacha que se acuesta con peronista para salvar la Patria mientras cae el telón y los de la banda le dan con todo a la marcha de San Lorenzo.

      Cuando yo la conocí se le había dado por cam­biarse el nombre. Hasta ese entonces se había llamado Marta o Luisa, algo por el estilo, pero lo encontraba demasiado vulgar. Al principio estaba un poco desorien­tada. A los dos meses había pasado por Ligeia, por Lola y andaba en Delfina mientras leía la vida de Pan­cho Ramírez.

      Dos años después, cuando volví a encontrarla, toda­vía no se había decidido.

      Supongo que él le habrá tomado el tiempo a los diez minutos de conocerla. Cuando descubrió la posibi­lidad la fue encauzando, seduriendo de a poco: la metió en dos o tres reuniones con distribución de armas, Himno Nacional y nombres cifrados y al final la embaló en el papel de Mata-Hari nacional.

      Todo pasaba en julio o agosto del 55, unos días la revolución. Yo no creo que ella entendiera mucho de Comandos Civiles, de Cristo Vence y esas cosas, pero le encantaba el misterio, el peligro, la furtividad con que venía empaquetado el asunto.

      Al principio se reunían con ella por Palermo, sin bajarse del auto, dando vueltas al lago con la luz apa­gada y hablándole en voz baja hasta dejarla hecha una seda, convencida de todo.

      La engatusaban con la puesta en escena, pobreci­ta, ella que en el fondo siempre quiso ser Eva Perón.

      Seguro pensaba en la Revolución Francesa, en el desfile por Santa Fe después de la Bastilla, todos en el capó del auto, levantando las metralletas mientras de las ventanas llueven flores y el viento agita las bande­ras y todos cantan.

      Por supuesto, cuando vino la revolución y el des­file ella no se contaba entre los asistentes, sino estu­diando gramática francesa en la Alianza porque quería irse a Europa.

      Eso después.

      En aquel tiempo pensaba todo el día en la Libera­ción y ensayaba, sin darse cuenta, el tipo gorro frigio y ojos llameantes. Estaba tan llena de literatura que, vos no te hacés una idea. Por eso me da bronca pensar cómo lo usaron. la usaron. Cuando me lo contó, estuve a punto de denun­ciarlos, mandarlos presos, pero no tenía sentido y además ya se olfateaba la revolución en el aire. Por otra parte eran inofensivos: chicos de la FUBA, vos te das cuenta, mareados por las crónicas de la Resistencia Francesa, los maquis peleando contra la Gestapo, cosa así.


      Vos no me vas a creer. Parece mentira, sabés: el modo como los conocí, todo. Me hace acordar a algo, a una película, no sé. Es raro, te das cuenta? Como si se le hubiera pasado a otra y yo, ahora, pudiera mirarla desde aquí lo más tranquila y acordarme.

      Además yo a Javier lo conocí or casualidad. Por­que para mí todo empezó cuando lo conocí a Javier. Bueno no sé si empezó justo a ahí, pero él fue la causa. Yo sabía que andaba metido en política, a mí mucho no me interesaba; la verdad, lo peor era que no tuvié­ramos tiempo para vernos: a veces, los sábados y do­mingos él tenía reunión y yo me opiaba sola, en un cine o caminando por la calle.

      No sé si lo quería. Me gustaba mucho, eso sí. Te­nía el pelo de un color tan raro, si vieras, de un rubio tirando a ceniza, a gris y cuando el sol le pegaba en el pelo se iluminaba todo, parecía un Dios.

      Salíamos una vez cada tanto, pero cada vez menos y estoy segura que se hubiera terminado todo si no fue­ra por aquella tarde en la Facultad cuando él me pre­guntó: “¿Lo conocés?” “¿A quién?” le dije yo. “A ese que saludaste”. “¿A Germán? Sí ¿por?” “¿Sabés lo que es?” Y mira si seré estúpida que le contesté: “Claro, es abogado”. Y no me dí cuenta que era por lo del pero­nismo. Él me miró como si no me hubiera escuchado. “¿Así que lo conocés?” dijo y yo pensé que eran celos y me apreté contra él y le empecé a explicar.

      Después de eso cambió. Yo me doy cuenta ahora, En aquel tiempo me encantaba que nos viéramos más seguido, que Javier empezara a hablarme de política, co­mo buscando que yo lo comprendiera.

      Yo me entusiasmo fácil, siempre me pasa. Cuando quise acordarme estaba yendo a las reuniones.

      Además era tan emocionante, tan misterioso, si vie­ras. Me parecía mentira que en medio de Buenos Aires pudiera andar gente con armas, reuniéndose en secreto y queriendo hacer una revolución.

      Yo pensaba que se nos notaba en la cara. A veces iba por la calle y sentía que todos me miraban o que me seguía algún policía disfrazado.

      Nos encontrábamos en bares exóticos por Constitu­ción o en el Bajo; íbamos a un hotel de Adrogué lleno de eucaliptus. Me daban las direcciones anotadas de un modo extraño, en papeles doblados o con algún nú­mero cambiado. Después, para entrar, había que decir frases. Un tipo te preguntaba: “¿Y los cóndores?” Y vos tenías que contestar: “Vuelan lento...”

      Una vez yo estaba tan contenta que cuando el tipo me preguntó: ¿Y los cóndores?” “Bien, gracias”, le con­testé. Adentro me hicieron un lío porque dijeron que yo no era seria o que no me tomaba las cosas en serio, algo por el estilo. Y para colmo yo estaba tentada.

      Pero miento si te digo que no me lo tomaba en se­rio. Yo creía en todo: que tenían razón y que a Perón había que voltearlo para salvar la Patria.

      Yo quería hacer algo, cualquier cosa, pero ellos siem­pre me contestaban que tenía que esperar. Se la pasaban organizando grupos, comandos y esas cosas, claro que yo apenas me enteraba porque en las reuniones todo era en clave. Fui cerca de tres meses y nunca me hicieron hacer nada.

      Una sola vez salí con ellos en coche y pasamos a toda velocidad por Plaza Congreso tirando papeles. La verdad que no sentí nada, fue como dar un paseo.

      Hasta que por fin empezaron con el “Operativo Or­dóñez”. Lo llamaban así: “Operativo Ordóñez”, pero yo en seguida me dí cuenta. No porque me dijeran nada, sino que fue la sensación.

      A veces me pasa que de golpe me doy cuenta de algo y si me preguntan por qué no sé qué decir.

      Al principio hubiera querido hablarlo con Javier, pero no pude. Además yo no estaba segura, quiero decir, no iba a poder explicárselo, él me iba a decir que estaba loca porque ninguno de ellos me había dicho: “Necesi­tamos que vas te acuestes con Ordóñez”. Por lo menos, así, directamente, pero yo me di cuenta.

      Andaba todo el día con una sensación rara: viste cuando uno está en una terraza o en un lugar alto que tiene miedo y al mismo tiempo como ganas de tirarse, algo así.

      Además, si te cuento te vas a reír: me acordé de una película donde Míchéle Morgan se tiene que acos­tar con un alemán. Es el tiempo de la guerra y ella se tiene que acostar con un alemán. Qué sé yo, me acor­dé de eso y pensé que ellos estaban esperando que yo lo planteara, que ellos no se animaban a pedírmelo. Por eso fue que me aré y les dije: “Ustedes saben que yo lo conozco a Ordoñez”. Me paré, ¿sabés?, sola en medio de la reunión y trataba de no mirarlo a Javier. Si seré ton­ta, me daba vergüenza mirarlo y no quería que él se sintiera mal, pero mientras hablaba estaba segura que me iba a interrumpir. Me iba a decir que me sentara. La verdad, no sé qué le hubiera contestado si él me hubiera dicho algo, pero de todos modos Javier seguía fumando, sin levantar la cabeza, mirando el piso.

      Entonces yo les dije que si a ellos les parecía útil. “Si a ustedes les parece útil”, les dije, “ yo lo llamo”.


      Cuando llamó, me sonó raro. Parecía demasiado ne­cesitada de verme y yo, vos sabés, desconfío por prin­cipio ele los arranques pasionales. Sobre todo con ella, que se entusiasma hasta el delirio con la novela que está leyendo y si te toca la versión Temple Drake mejor es­quivarla por unos días o llevarla al cine a ver una de las carmelitas descalzas, para balancear. De todos modos, como te imaginás, también yo me dejé arrastrar por el entusiasmo y nos citamos para esa misma noche.

      Hacía siglos que no hablaba con ella. La hala cono­cido en Mar del Palta, en el verano del 53. El asunto se alargó hasta mediados de julio, ya en Buenos Aires, y se desinfló dulcemente a pesar de las mutuas promesas de amor eterno.

      Después nos encontramos tres o cuatro veces por el centro, sobre todo al principio, cuando a ella todavía le duraba el tostado. En general terminábamos en la ca­ma, alegremente y sin complicaciones, deseándonos mu­tuamente felicidad y prontas llamadas telefónicas.

      Estuve casi un año sin verla hasta una tarde —dos o tres meses antes de lo que te cuento— que la crucé ca­sualmente en la Facultad y ella me saludó apurada, co­mo con miedo ele que yo fuera a pararme. Supuse que era porque estaba al lado de uno de esos tipos de FUBA que sabían que yo era peronista y ella no quiso que el tipo se enterara que yo la conocía.

      También por eso me extrañó que me llamara, tan expansiva y ele golpe, tan con ganas de verme y charlar un rato.

      Así que me preparé como para el Colón, con traje oscuro y lavanda Yardley, pero en el fondo bastante intrigado.

      Quedamos citados en el Jockey de Florida, y yo lle­gué temprano y pagué el café en cuanto me lo trajeron, cosa de sacarla de allí no bien entrara, llevarla a un lu­gar con más clima, esquivar las formalidades caminando por la calle.

      Verla entrar, pararme para salirle al paso y por po­co no caerme de espaldas fue todo uno.

      Mientras ella iba entrando, yo cruzaba entre las mesas y no lo podía creer. Estoy seguro que hasta me paré en medio de la confitería con todo el mundo mirando. Parecía... ¿Cómo te puedo explicar?... ¿Viste una sufragista?... ¿Te acordás de esas minas con botas de media caña y carteles que salían en La Vanguardia? Algo así, pero no exactamente porque era más patético. Esta­ba disfrazada, te juro. Disfrazada de hombre, qué sé yo: con un pulóver negro y el pelo pegado a la cara, sin pintarse y con un par de zapatones como para caminar sobre la nieve. Daba tristeza, ganas de comprarle ropa.

      Pobrecita, carajo, ahora qué pienso.

      “Estás linda”, le dije mientras salíamos y me miró como para matarme y dijo: “Vos siempre con lo mismo”, algo así.

      Bajamos por Viamonte hacia Leandro Alem y ella caminaba rígida, como escondiendo el cuerpo y para col­mo no podíamos salir de “Y vos qué tal” y otras consideraciones igualmente espontáneas sobre el calor y la humedad de Buenos Aires.

      Por fin terminamos en “La escalerita” uno a cada la­do de la mesa y callados.

      Cada tanto ella se pasaba la mano por el pelo, como acordándose de sus tiempos de esplendor o queriendo despeinarse y estar más fea.

      Al final nos trajeron el whisky y entonces respiré más aliviado porque al menos había algo que hacer.

      Al rato habíamos tomado tanto para disimular el silencio que estábamos los dos bastante alegres: yo que­riendo llevármela con urgencia a la cama, a pesar del uniforme, y ella emperrada en no sé qué historia y que­riendo irse. “Pero para qué carajo me llamaste” pensaba o le decía yo, y a ella se le había dado por emocionarse y decir que me amaba o que me había amado, algo así, porque se le confundía el tiempo de verbo colmo se le había dado por llorar.

      Cada vez que empezaba con la historia del amor, yo sentía renacer la esperanza. “Bueno, ya está”, pensaba, “ahora nos vamos a la cama y santas pascuas”. Pero no. Es tan tenaz que no te hacés una idea. Volvía a llorar, a cruzarse la mano por la nariz y a querer irse.

      Yo trataba de sosegarla y entonces ella quería ex­plicarme algo, pero supongo que yo estaba obsesivo y lo único que quería que me explicara era por qué se había vestido así, como para un pic-nic. “Vos no en endés”, me decía, “yo cambié mucho”. Estoy seguro”. Yo la interrumpía para decirle que estaba seguro que había cambiado mucho y la tenía de un brazo y le juraba por Dios que iba a hacer todo lo que pudiera para que fuera otra vez la de antes y ella otra vez a decirme que yo no entendía y yo a jurarle y ella a querer explicarme y yo a decirle.

      Así, cerca de una hora.

      Hasta que al fin corté la ronda, la levanté de un brazo y la subí a un taxi que cruzaba por Tucumán mandado por Dios.

      En el taxi ella se apretó contra mí y lloraba despacito, como no queriendo que la notara.

       De vez en cuando se le cruzaba uno de esos suspiros que se com­plican con la nariz y hacen un ruido raro, casi un grito y entonces el chofer nos fichaba, insistente, por el espejito reglamentario. Yo le hacía un gesto con la cara como diciendo “¿Qué le vas a hacer pibe?” y él seguía ligero por Las Heras para arriba.

      La verdad, ahora que pienso, vistos de afuera, desde el ángulo del chofer, por ejemplo, debíamos parecer algo exóticos: ella con su cara de ex alumna de Nuestra Señora del Huerto pero vestida de boy-scout y yo de oscu­ro, de camisa celeste y trabita de oro, con todo el tipo del cuarentón sádico.

      Cuando llegamos y me agaché para pagarle el cho­fer me miró corno diciendo: “No le da vergüenza, don”. Yo le dejé veinte pesos de propina, pero seguro que lo mismo se anotó en la cabeza el número de mi casa, por las dudas.


      O ahora me parece que pasó de golpe y fue distinto, no estoy seguro.

      Me acuerdo que ni bien entramos ella se arrimó a la ventana y se quedó mirando la plaza, como pen­sando algo.

      Yo aproveché para apagar la luz que me habla de­jado prendida, para traer vasos y servir whisky, para en­tornar la puerta del dormitorio porque siempre causa mala impresión.

      Por fin me le arrimé, tratando de parecer vivamente interesado en el paisaje urbano de Palermo chico, pero cuando le puse la mano encima se echó para atrás como si yo hubiera querido tirarla por la ventana.

      Cruzó todo el living y se paró en un costado, justo abajo de la única lámpara prendida. Yo la dejaba hacer y fumaba, sin sacarle los ojos de encima. Era bastante absurdo, bien mirado, una mujer metida adentro de una lámpara de pie, con luz por todos lados. Seguro tenía un calor bárbaro pero trataba de disimularlo, son­riendo.

      Vos tendrías que haberle visto la sonrisa para po­der contarlo. Tenía la cara seria, blanqueada por la luz y destapaba los dientes como si, más que nada, estuviera a punto de largarse a llorar.

      A rato pareció decidirse.

      —¿No me vas a servir whisky? ——dijo, enfilando ha­cia la mesa ratona.

      Levantó un vaso y se me vino.

      Yo estaba sentado en el sillón y ella se paró en­frente y me miraba desde arriba, el vaso a la altura de los ojos, a través del vidrio. Se hamacaba, sin moverse del lugar, como queriendo seducirme.

      Daba pena pobrecita, haciendo de mujer fatal con ese pulóver todo desteñido y los zapatones.

      Te juro que en un momento estuve a punto de prender la luz, sacarle el vaso y mandarla a su casa a dormir el whisky. Pero no sé si llegué a pensarlo o se me ocurre ahora porque cuando me quise acordar ya estábamos en el dormitorio, ella colgada de mí y yo tratando de esquivar los muebles, sin soltarla y hacién­dola girar, para ubicar la cama por encima de su hombro.

      Cuando llegamos empecé a hablarle bajito, a dejarla que se fuera calmando mientras le sacaba el uniforme, trabajosamente, hasta dejarla desnuda, los dos tirados en la cama pero yo todavía con el traje y los zapatos puestos porque no había querido distraerme, no fuera cosa que empezara de nuevo.

      Mientras me desvestía traté de seguir acariciándola, pero es muy difícil, vos viste. No hay modo de cuidar el estilo si estás todo encorvarlo, luchando con un par de zapatos, y en calzoncillos.

      No sé cómo explicarte, ya te dije que las cosas se me mezclaban, culpa del whisky, supongo, pero ahora se me da por pensar que ahí, pasó algo.

      No me acuerdo muy bien, sé que yo estaba meta saltar en un pie peleando por sacarme los zapatos y que de pronto ella se reía, como antes.

      —Estás bastante ridículo, parecés un elefante bai­lando el can—can —me dijo, y en ese momento no me causó ninguna gracia aunque ahora pienso que desnuda y riéndose con todo el cuerpo ya era otra, era la de siempre, la del verano del 53.

      Fue todo un acontecimiento volver a encontrarla, descubrir otra vez esa curva del vientre, el gusto de la boca, recordar de nuevo el ritmo justo para verla arquearse y gemir como una gata.

      De todos modos lo que importa pasó después y ahora vas a entender por qué te cuento esto y por qué quiero que vos lo contés.

      Pasó al rato, los dos tirados boca arriba y fumando, yo le acariciaba los muslos, le rozaba el vientre con la mano y de golpe ella dio vuelta la cara.

      —Germán... —dijo y yo le pregunté qué quería sin mucho entusiasmo.

      —Nada... Nada... —me dijo mirando el aire con una sonrisa rara y como pensando en otra cosa.

      Yo le seguí pasando la mano por el vientre, com­probando que todavía le duraba una especie de línea di­visoria, una franja donde la piel se le aclaraba, entre el vientre y los muslos.

      —Geman... —repitió, al rato.

      —¿Qué?

      —Vos no me vas a creer...

      —¿Cómo?

      —Digo que vos no me vas a creer...

      Yo estaba medio dormido y apenas la escuchaba y le contesté cualquier cosa.

      —Sí, querida, te voy a creer, no te preocupés, date vuelta y dormí.

       Algo por el estilo, pero ella seguía, los ojos fijos en el aire.

      —Parece un sueño. Una película, no sé. Como si le hubiera pasado a otra y yo, ahora, pudiera mirarla desde aquí, lo más tranquila y acordarme. No sé si te das cuenta...

      —No. No me doy cuenta —le contesté, furioso por­que se me había ocurrido darme vuelta y con el codo había volcado el cenicero, así que de golpe la cama era un asco de puchos y ceniza por todos lados.

      Y mientras yo me arrodillaba en el colchón, putean­do, y trataba de juntar la ceniza y pasarla al cenicero, las cosas se complicaban. Especialmente porque la ceniza es muy jodida de agarrar, se mete en los recovecos del col­chón y entonces casi no me daba cuenta que ella había empezado a contarme todo esto, sin importale que yo estuviera luchando con los montoncitos de ceniza; sin importarle que yo la fuera entendiendo de a poco, déle sacudir las sábanas, mientras ella seguía hablando lo más tranquila, porque no era a mí (y esto lo pienso ahora por primera vez) a quien le estaba descubriendo las reuniones y los nombres, detalladamente, no era a mí sino a ella misma. A ella misma, ¿te das cuenta?

FIN



Desplegable concursos-Letras Como Espada

VER TODOS LOS AUTORES

Pie-Letras Como Espada
  • siguenos en facebook
  • siguenos en Twitter
  • siguenos en Google+
  • sígueme en Instagram
  • Canal de youtube
  • Sígueme en Pinterest