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Mi amigo

Ricardo Piglia


a Carlos Piglia, mi hermano

No. La primera vez fue en un bar de San Martín y Viamonte. Me lo presentó Lucas y cuando lo ví, flaco, vestido de marrón, sonriendo, me pareció todo un ca­ballero.

      Él estaba en Buenos Aires desde el cincuenta y dos. Vino a estudiar pero dejó. “Porque en este país, la guita, viejo, hay que olfatearla en otro lado”. Yo estoy en se­gundo año de Arquitectura; como no me va muy bien, él me decía: “Larguá, no seás gil, así lo único que hacés es perder tiempo. Si yo te digo que es porque en dos años nos llenamos de oro”. Yo seguía. Porque quiero recibirme, ¿sabe?

      Santiago vivía en una pieza cerca de Constitución, con balcón sobre la plaza. A veces salíamos juntos, a tomar una copa, a jugar al billar o a bailar; yo al principio no me dí cuenta, pero él con las mujeres estaba siempre a la defensiva. “Con las minas hay que estar en guardia. Son lo más peligroso de Buenos Aires. Uno tiene que estar bien agarrado si no, cuando te querés acordar, te dejan en la vía, en la vía...”

       “Tenés que entender, pibe”, me repetía siempre (Porque era uno de esos que vuelven a repetir y repetir las cosas. A contar lo mismo varias veces, siempre igual. Como si se olvidaran o pensaran que talvez se lo contaron a otro). “Tenés que entender”, me decía, que el asunto es no tener nadie arriba. Mandar. Man­dar en uno, pibe. Si mandás, si hacés lo que te da la gana, si sos libre, tarde o temprano llegás donde querés. Donde querés. Este país da para todo”. Y lo repetía co­rno una lección.

      Siempre me contaba que cuando vino de Misiones era un seco. “Me vine con lo puesto y aquí estoy. Acá me tenés”, decía y se arreglaba la corbata o se pasaba la mano por el pelo. “¿Y qué te creés? ¿que fue fácil? ... pero en seguida me avivé. Ustedes los porteños, se creen muy vivos y en el fondos son otarios con suerte. Como los que se sacan la “grande”: ¿ os viste en el diario? con la cara de giles sonrientes y el billete y el champán y los amigos. Después son los nuevos ricos y se llevan todo por delante mientras la gente les saca a plata. Así ¿en­tendés?”, me decía.

      El estaba solo en Buenos Aires. No tenía a nadie, por lo menos yo no le conocí a nadie y de la familia no hablaba nunca.

      “Cuando llegué”, contaba, “cuando llegué, como te digo, era un seco. Un cabecita seco. Y le tenía miedo a todo, ¿sabés?: al subte, a cruzar la Diagonal, a preguntar las calles, a todo. Pero le tomé la mano a Buenos Aires. Empecé de changador en Constitución a cinco pesos el bulto y cuando me avivé...” Y lo contaba como para en­señarme ¿sabe? Para que aprendiera. Para que dejara la Oficina de Informaciones de la Inmobiliaria del Sur S. A. Que dejara eso, que era de secos y me largara de una vez, “a llenarnos de oro en dos años. Es una fija, pibe...”

      La verdad que yo mucho no le puedo decir. Él me contó que cuando llegó se fue a vivir por la Boca con un santafecino que tocaba el piano. Y que cuando cayó Perón casi lo llevan preso y ahí lo conoció al Fran­cés “que ahora está en Europa, viviendo como un duque, como un duque, y ¿sabés por qué? Porque es un vivo y conoce el asunto. Por eso está en Europa y es un señor”.

      A mí, en el fondo, siempre me gustó Santiago San­tos. Es uno de esos tipos que saben bien lo que quieren. Que están en algo y listo. Duro, concreto. Por eso lo que pasó ayer me parece mentira. Es como un sueño. No sé cómo pasó. No sé. Él me decía: “Vos sos muy gil pibe, creés en muchas cosas. Parece que te mandaras la arte, con todas esas vueltas que tenés. Vueltas de ¿A quién le vas a ganar así? Acá es como el box, viste el box?, cubrirse y pegar, cubrirse y pegar. Todo lo demás es ballet. Y vos, ¿sabés lo que parece un bailarín de ba­llet al lado de un boxeador?.. .”

      Un bailarín de ballet al lado de un boxeador... Era como invencible, ¿sabe?, uno de esos hombres concre­tos, que van a ganar, siempre a ganar...

      “Largá”, me dijo cuando me bocharon en Análisis. “Largá, no seás gil que salió el asunto con los brasile­ños. Vos sabés que nos movemos con joyas. Dedicación exclusiva. En un año estamos paseando por Europa”. Dedicación exclusiva, ¿sabe? Medio país está metido. Es un asunto tan grande que uno no entiende si es legal o no, con todos los que están metidos. Usted va al Banco y dice: “De parte de Gerardo” y chau, se moviliza hasta el gerente. Es lo mismo que con divisas pero más seguro... Entonces largué... Dedicación ex­clusiva, qué sé yo. A uno se le da vuelta todo cuando ve tanta plata junta...

      Bueno, y anduvimos con ese asunto, nada más. Por lo menos conmigo. Después, ayer, todo se vino abajo...

      Ya le dije que a él le reventaba que yo tuviera novia. Para él era lo último que me quedaba de baila­rín de ballet. “Las mujeres te terminan perdiendo, no sos libre. Además nunca podés estar tranquilo”. Pero eso es de película francesa, le decía yo, de tango. Eso pasaba con las minas fatales, con las de Discépolo. Mi novia, viejo, vive en Adrogué, el padre es médico. Estudia Psi­cología. No es una mina como las del tango. Estamos en mil novecientos sesenta y dos... Y para mí, Marta, mi novia, era una especie de puente ¿sabe? Una seguridad. La seguridad de que en cualquier momento, cuando qui­siera largaba. Me ponía a estudiar de nuevo, me casaba y chau. Era como demostrar la diferencia, era mi resto. Corno si no me jugara del todo. Recién ahora me doy cuenta, vé, era como jugar con trampa, seguro de ganar. “Vos te tirás al agua atrás del bote, pibe. Nunca vas a lle­gar a nada así”, me decía. Y yo iba a la casa de mi novia todos los domingos como si volviera al orden, coma si saliera del cine, qué sé yo.

      Y ayer se vino conmigo a Adrogué. Un poco de sabe? Como si lo hubiera decidido de antemano: encontrarme por casualidad en Constitución, “paseaba, sabés”, y tener “ganas de estirar un poco las piernas por el sur, de tomar sol, pibe”.

      Llegamos antes de comer, más o menos a las once y media. Mi novia vive a tres cuadras de la estación. En una de esas quintas grandes y cuadradas, con un parque y una verja de fierro. ¿Usted no conoce Adrogué?... Bueno, llegamos a las once y media y yo lo presenté a Santiago como un compañero de la Facultad. Nos sen­tamos a almorzar lo más bien: la madre en la punta, el padre en la otra, Marta al lado mío Santiago enfrente. Enfrente mío estaba. Con un traje gris claro y una ca­misa celeste. Recién al rato de empezar a comer me dí cuenta que le pasaba algo. Que estaba distinto. Por lo menos que no era el mismo. O que no era el que yo quería que fuera.

      Cuando empezó a hablar y yo lo miré, me miró co­rno si me estuviera diciendo: “No seas gil, pibe, este inundo es de los boxeadores”. Hablaba recitando, como si fuera una lección lo que venía a decir. En medio de una frase de don Ángel, empezó:

      —¿Así que Miguel no les dijo por qué dejó de es­tudiar?

      Eso fue lo primero que le oí. Lo miré, sabe, para que me guiñara un ojo o me sonriera. Para que me dijera que era una broma. Pero no, siguió, sin mirarme, como si yo no existiera, y dijo que estaba “muy mal qué no les hubiera dicho. Y a lo mejor tampoco les avisó que dejó el empleo. ¿Pero cómo Miguel?”. Eso dijo, ¿se da cuenta?, “pero cómo Miguel?”. Tenía un poco de gomi­na arriba de la oreja, una especie de bolita redonda y blanca. Lo miré sonriendo, como si fuera una broma, y en seguida él iba a decir: “Lo embromo a Miguelito por­que resulta que con el asunto de ahorrar para los mue­bles, el otro día”. Lo miré sonriendo. Estaba seguro de que era una broma. Eso le pasa a uno, ¿vio? Cuando alguien dice una de esas cosas que es imposible decir, uno piensa: “me está cargando. Se hace el gracioso, no te dije que este tipo es un chistoso”. Cuando lo miré, sonriendo, estaba serio. Serio. Como Marta, que me mi­raba, como doña Luisa. Como don Angel que le pre­guntó: “¿Cómo dijo joven? ¿cómo dijo?”, le preguntó, ¿se da cuenta?. Lo único que tenía que hacer era decir: “No, bromeaba, porque el otro (lía en la Facultad re­sulta que” ... O cualquier cosa. Pero no. “Preguntaba”, le dijo “si Miguel les comentó que había dejado de estudiar y que ahora anda en otra cosa”. Todos lo mira. han ¿sabe? y él parecía que se apuraba. “Por otra parte en el negocio en que andamos no es necesario estudiar. ¿Para qué carajo sirve estudiar en este país? Dígame, francamente, ¿a usted le sirve de algo ser médico? Nos­otros en tres años estarnos en Europa dándonos la gran vida. Negocio de joyería, señores. Dedicación exclusi­va.

      Hablaba y hablaba.

      “Callate, pibe”, me decía, “¿qué te pasa?. ¿No que­rés que tu novia se entere de tu vida?”. “Callate pibe”. “Callate pibe” y no sé qué me pasaba. Lo único que hacía era decir: “Déjeme explicarle don Ángel, déjeme explicarle”. Eso, nada más, se da cuenta. Mientras, él, hablaba y hablaba. Del asunto del chalet de Flores, del asunto de los medicamentos... Era una cosa tan rara. Rara ¿sabe? Como si, de pronto, se pudiera decir cual­quier cosa. Apretar dulcemente las manos de una mujer muy fea y decirle: La verdad, qué difícil debe ser vivir con esa cara...” Una cosa así, rara. Como ver una pelícu­la vieja. Esos dramas mudos, de principio de siglo, lle­nos d2 gestos, en los que todos sufren y uno los ve aho­ra y le da risa... Es como si no me hubiera pasado a mí ... Ni sé lo que dije. Lo que recuerdo es que nadie me oía y él me dominaba o qué sé yo. “Callare, pibe, dejame terminar”. Y les contaba que yo iba a Adrogué porque así los domingos tomaba sol y comía bien; que yo era “un poco miedoso, pero buen pibe, buen pibe'.. . De todo habló. De todo lo que se le dio la gana. Tam­bién de cuando vino de Misiones y de que “los porteños son unos otarios con cuerte, creamé”. Y de que “el asunto es mandar, don Ángel, mandar”...

      Yo casi no me acuerdo nada, todo es muy lejano, una especie de niebla. Siento el estómago revuelto y me acuerdo que sentía el estómago revuelto cada vez que miraba la fuente de ravioles que se enfriaba y se en­friaba, en esa mesa, con todos callados y él hablando. Parece un sueño. Es una cosa difícil de explicar... co­mo si fuera cómico. Igual que un velorio, ¿vio los velo­rios? cuando de pronto a alguno se le da por contar cuentos verdes y uno empieza a sentir que va a reírse. Uno está triste, pero empieza a tener unas ganas bár­baras de reírse. Primero hace muecas y se hace el disi­mulado, con el pañuelo o con cualquier cosa, pero des­pués se ríe y se ríe. Todos lo miran y uno se ríe y cada vez le da más risa y más risa...

      Así. ¿Se da cuenta, comisario?

FIN



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