Fecha de Nacimiento: 27 de noviembre de 1891, Madrid, España.
Fecha de fallecimiento: 4 de diciembre de 1951, Boston, Massachusetts, Estados Unidos
Pedro Salinas Serrano fue un escritor español conocido sobre todo por su poesía y ensayos. Dentro del contexto de la Generación del 27 se le considera uno de sus poetas mayores.
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A esa, a la que yo quiero,
no es a la que se da rindiéndose,
a la que
se entrega cayendo,
de fatiga, de peso muerto,
como el agua por ley de
lluvia.
hacia abajo, presa segura
de la tumba vaga del suelo.
A
esa, a la que yo quiero,
es a la que se entrega venciendo,
venciéndose,
desde su libertad saltando
por el ímpetu de la gana,
de la gana de amor, surtida,
surtidor, o garza volante,
o disparada
-la saeta-,
sobre su pena victoriosa,
hacia arriba, ganando el cielo.
Afán para no separarme de
ti,
por tu belleza, lucha por no quedar en dónde quieres tú,
aquí en
los alfabetos, en las auroras, en los labios.
Ansia de irse dejando atrás
anécdotas, vestidos, caricias,
de llegar atravesando todo lo que en ti
cambia,
a lo desnudo y a lo perdurable.
Y mientras siguen dando
vueltas y vueltas, entregándose,
engañándose, tus rostros, tus caprichos
y tus besos,
tus delicias volubles, tus contactos rápidos con el mundo,
haber llegado yo al centro puro, inmóvil, de ti misma,
y verte cómo
cambias, y lo llamas vivir,
en todo, en todo si, menos en mí, dónde te
sobrevives.
Ahora te quiero,
como el
mar quiere a su agua:
desde fuera, por arriba,
haciéndose sin parar
con ella tormentas, fugas,
albergues, descansos, calmas.
¡Qué
frenesíes, quererte!
¡Qué entusiasmo de olas altas,
y qué desmayos de
espuma
van y vienen! Un tropel
de formas, hechas, deshechas,
galopan desmelenadas.
Pero detrás de sus flancos
está soñándose un
sueño
de otra forma más profunda
de querer, que está allá abajo:
de
no ser ya movimiento,
de acabar este vaivén,
este ir y venir, de
cielos
a abismos, de hallar por fin
la inmóvil flor sin otoño
de un
quererse quieto, quieto.
Más allá de ola y espuma
el querer busca su
fondo.
Esta hondura donde el mar
hizo la paz con su agua
y están
queriéndose ya
sin signo, sin movimiento.
Amor
tan sepultado en su
ser,
tan entregado, tan quieto,
que nuestro querer en vida
se
sintiese
seguro de no acabar
cuando terminan los besos,
las
miradas, las señales.
Tan cierto de no morir,
como está
el gran
amor de los muertos.
Esta noche te cruzan
verdes, rojas, azules, rapidísimas
luces extrañas por los ojos.
¿Será tu alma?
¿Son luces de tu alma, si te miro?
Letras son, nombres claros
al
revés, en tus ojos.
Son nombres: Universum,
se iluminan, se apagan, con latidos
de
luz de corazón. Universum.
Miro; ya sé; ya leo:
Universum cinema, ocho cilindros,
saldo de
blanco junto a las estrellas.
Te quiero así inocente, toda ajena,
palpitante
en lo que está
fuera de ti, tus ojos
proclamando las vívidas
verdades de colores de la noche.
Las
compraremos todas
cuando se abran las tiendas, ahora mismo
-Universum cinema-, cuando
bese
las luces de tu alma, sí, las luces,
anuncios luminosos de la vida
en la noche, en tus ojos.
Aquí
en
esta orilla blanca
del lecho donde duermes
estoy al borde mismo
de
tu sueño. Si diera
un paso más, caería
en sus ondas, rompiéndolo
como un cristal. Me sube
el calor de tu sueño
hasta el rostro. Tu
hálito
te mide la andadura
del soñar: va despacio.
Un soplo
alterno, leve
me entrega ese tesoro
exactamente: el ritmo
de tu
vivir soñando.
Miro. Veo la estofa
de que está hecho tu sueño.
La
tienes sobre el cuerpo
como coraza ingrávida.
Te cerca de respeto.
A tu virgen te vuelves
toda entera, desnuda,
cuando te vas al sueño.
En la orilla se paran
las ansias y los besos:
esperan, ya sin prisa,
a que abriendo los ojos
renuncies a tu ser
invulnerable. Busco
tu
sueño. Con mi alma
doblada sobre ti
las miradas recorren,
traslúcida, tu carne
y apartan dulcemente
las señas corporales,
para ver si hallan detrás
las formas de tu sueño.
No la encuentran. Y
entonces
pienso en tu sueño. Quiero
descifrarlo. Las cifras
no
sirven, no es secreto.
Es sueño y no misterio.
Y de pronto, en el alto
silencio de la noche,
un soñar mío empieza
al borde de tu cuerpo;
en él el tuyo siento.
Tú dormida, yo en vela,
hacíamos lo mismo.
No
había que buscar:
tu sueño era mi sueño.
Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto,
que
duró más que un relámpago,
que un milagro, más. El tiempo
después de dártelo
no lo quise
para nada ya,
para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.
Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no...
-¿Adónde se me ha escapado?-.
Los pongo
en el beso que te
di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este
beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una
boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.
¿Cómo me vas a explicar,
di, la dicha de esta tarde,
si no sabemos porqué
fue, ni cómo, ni
de qué
ha sido,
si es pura dicha de nada?
En nuestros ojos visiones,
visiones y no miradas,
no percibían tamaños,
datos, colores, distancias.
De tan desprendidamente
como
estaba yo y me estabas
mirando, más que mirando,
mis miradas te soñaban,
y me soñaban
las tuyas.
Palabras sueltas, palabras,
deleite en incoherencias,
no eran ya signo de cosas,
eran voces
puras, voces
de su servir olvidadas.
¡Cómo vagaron sin rumbo,
y sin
torpeza las caricias!
Largos goces iniciados,
caricias no terminadas,
como si aun no se supiera
en qué lugar de los cuerpos
el acariciar se
acaba,
y anduviéramos buscándolo,
en lento encanto, sin ansia.
Las
manos, no era tocar
lo que hacían en nosotros,
era descubrir; los
tactos
nuestros cuerpos inventaban,
allí en plena luz, tan claros
como en la plena tiniebla,
en donde sólo ellos pueden
ver los cuerpos,
con las ardorosas palmas.
Y de estas nadas se ha ido
fabricando,
indestructible,
nuestra dicha, nuestro amor,
nuestra tarde.
Por eso
no fue nada,
sé que esta noche reclinas
lo mismo que una mejilla
sobre este blancor de plumas
-almohada que ha sido alas-
tu ser, tu memoria, todo,
y que todo te
descansa,
sobre una tarde de dos,
que no es nada, nada, nada.
Cuando tú me elegiste
-el amor eligió-
salí del gran anónimo
de todos, de la nada.
Hasta entonces
nunca era yo más alto
que las sierras del mundo.
Nunca bajé más hondo
de las
profundidades
máximas señaladas
en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba
triste, como lo están
esos relojes chicos,
sin brazo en que ceñirse
y sin cuerda,
parados.
Pero al decirme: “tú”
a mí, sí, a mí, entre todos-,
más alto ya
que estrellas
o corales estuve.
Y mi gozo
se echó a rodar, prendido
a tu
ser, en tu pulso.
Posesión tú me dabas
de mí, al dárteme tú.
Viví, vivo. ¿Hasta
cuándo?
Sé que te volverás
atrás. Cuando te vayas
retornaré a ese sordo
mundo, sin diferencias,
del gramo, de la gota,
en el agua, en el
peso.
Uno más seré yo
al tenerte de menos.
Y perderé mi nombre,
mi
edad, mis señas, todo
perdido en mí, de mí.
Vuelto al osario inmenso
de los que no se
han muerto
y ya no tienen nada
que morirse en la vida.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe ser blanca
cuando es jazmín, morada cuando es lirio.
Sabe abrir el capullo
sin reservar dulzuras para ella,
a la mirada o a la abeja.
Permite sonriendo
que con su alma se haga miel.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe dejarse
coger por ti, para que tú la lleves,
ascendida, en tu pecho alguna noche.
Sabe fingir, cuando al siguiente día
la separas de ti, que no es la pena
por tu abandono lo que la marchita.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe el silencio;
y teniendo unos labios tan hermosos
sabe callar el "¡ay!" y el "no", e ignora
la negativa y el sollozo.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe entregarse,
dar, dar todo lo suyo al que la quiere,
sin pedir más que eso: que la quiera.
Sabe, sencillamente sabe, amor.
Dame tu
libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos
cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de
maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en pie!
Si tú me
das tu libertad me das tus años
blancos, limpios y agudos como dientes,
me das el tiempo en que tú
la gozabas.
Quiero sentirla como siente el agua
del puerto, pensativa,
en
las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa,
el ardor de volar, la lucha
terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando.
El alma tenías
tan clara
y abierta,
que yo nunca pude
entrarme en tu alma.
Busqué los atajos
angostos, los pasos
altos y difíciles...
A tu alma se iba
por
caminos anchos.
Preparé alta escala
-soñaba altos muros
guardándote
el alma-,
pero el alma tuya
estaba sin guarda
de tapial ni cerca.
Te busqué la puerta
estrecha del alma,
pero no tenía,
de franca que
era,
entrada tu alma.
¿En dónde empezaba?
¿acababa, en dónde?
Me
quedé por siempre
sentado en las vagas
lindes de tu alma.
El sueño es una larga
despedida de ti.
¡Qué gran vida contigo,
en pie, alerta en el sueño!
¡Dormir el mundo, el sol,
las hormigas,
las horas,
todo, todo dormido,
en el sueño que duermo!
Menos tú, tú la única,
viva, sobrevivida,
en el sueño que sueño.
Pero sí, despedida:
voy a dejarte cerca,
la mañana prepara
toda su
precisión
de rayos y de risas.
Afuera, afuera, ya,
lo soñado
flotante,
marchando sobre el mundo,
sin poderlo pisar,
porque no
tiene sitio,
desesperadamente.
Te abrazo por vez última:
eso es abrir los ojos.
Ya está. Las
verticales
entran a trabajar,
sin un desmayo, en reglas.
Los
colores ejercen
sus oficios de azul,
de rosa, verde, todos
a la
hora en punto. El mundo
va a funcionar hoy bien;
me ha matado ya el
sueño.
Te siento huir, ligera,
de la aurora, exactísima,
hacia
arriba, buscando
la que no se ve estrella,
el desorden celeste,
que
es sólo donde cabes.
Luego, cuando despierto,
no te conozco casi,
cuando, a mi lado, tiendes
los brazos hacia mí
diciendo: "¿Qué
soñaste?".
Y te contestaría: "No sé,
se me ha olvidado",
si no
estuviera ya
tu cuerpo limpio, exacto,
ofreciéndome en labios
el
gran error del día.
En vez de soñar, contar.
La fachada del oeste
tiene
seiscientas doce ventanas.
Por la primavera van
en su cielo,
hacia el domingo
una, dos, tres, cuatro, cinco
nubes blancas.
Yo te quiero a
ti, y a ti
y a ti.
A tres os quiero yo.
A las doce el tiempo da
doce
campanadas.
Y ya no podrá escapárseme
en las volandas del sueño
la
mañana. Haré la raya
para ir sumando: seiscientas
doce, más cinco, más tres,
más
doce.
¡Qué felicidad igual
a seiscientas treinta y dos!
En abril, al
mediodía
cuenta clara.
No me fío
de la rosa
de papel,
tantas veces que la hice
yo con mis manos.
Ni me fío de la otra
rosa verdadera,
hija del sol y sazón,
la
prometida del viento.
De ti que nunca te hice,
de ti que nunca te
hicieron,
de ti me fío, redondo
seguro azar.
¡Ay qué tarde organizada
en surtidor y palmera,
en cristal recto, desmayo
en palma curva,
querencia!
Dos líneas se me echan
encima a campanillazos
paralelas del
tranvía.
Pero yo quiero a esas otras
que se van
sin llevarme por el
cielo:
telégrafo, nubes blancas,
y -compás de los horizontes-
el pico
de las cigüeñas.
¡Qué perfecto lo redondo
verde, azul! ¡Ay, si se suelta!
Lo
tiene un niño de un hilo.
¡Quieto,
aire del sur, aire aire!
La pura geometría,
dime,
¿quién se la quita a la tarde?
¿Fue como beso o llanto?
¿Nos hallamos
con las manos, buscándonos
a tientas, con los gritos,
clamando, con las bocas
que el vacío besaban?
¿Fue un choque de
materia
y materia, combate
de pecho contra pecho,
que a fuerza de
contactos
se convirtió en victoria
gozosa de los dos,
en prodigioso
pacto
de tu ser con mi ser
enteros?
¿O tan sencillo fue,
tan sin
esfuerzo, como
una luz que se encuentra
con otra luz, y queda
iluminado el mundo,
sin que nada se toque?
Horizontal, sí, te quiero.
Mírale la cara al cielo,
de la cara. Déjate ya
de fingir un equilibrio
donde lloramos tú y yo.
Ríndete
a la gran verdad final,
a lo que
has de ser conmigo,
tendida ya, paralela,
en la muerte o en el beso.
Horizontal es la noche
en el mar, gran masa trémula
sobre la tierra
acostada,
vencida sobre la playa.
El estar de pie, mentira:
sólo
correr o tenderse.
Y lo que tú y yo queremos
y el día - ya tan cansado
de estar con su luz, derecho -
es que nos llegue, viviendo
y con
temblor de morir,
en lo más alto del beso,
ese quedarse rendidos
por el amor más ingrávido,
al peso de ser de tierra,
materia, carne de
vida.
En la noche y la trasnoche,
y el amor y el transamor,
ya
cambiados
en horizontes finales,
tú y yo, de nosotros mismos.
No
estás ya aquí. Lo que veo
de ti, cuerpo, es sombra, engaño.
El alma tuya se fue
donde tú
te irás mañana.
Aún esta tarde me ofrece
falsos rehenes, sonrisas
vagas,
ademanes lentos,
un amor ya distraído.
Pero tu intención de ir
te llevó donde
querías
lejos de aquí, donde estás
diciéndome:
«aquí estoy contigo,
mira».
Y me señalas la ausencia.
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el
silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras,
abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen
hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado
a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con
preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
Tú vives
siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le
arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.
De tus
ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada
más.
Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas
todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas,
estás ya allí; con los besos,
con los
dientes la desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.
Porque has vuelto los
misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas
cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reloj
y el tierno
cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el
tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.
Y nunca te equivocaste,
más que
una vez, una noche
que te encaprichó una sombra
-la única que te ha gustado-.
Una
sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.
¿Las oyes cómo piden realidades,
ellas, desmelenadas, fieras,
ellas,
las sombras que los dos forjamos
en este inmenso lecho de distancias?
Cansadas ya de infinitud, de tiempo
sin medida, de anónimo, heridas
por una gran nostalgia de materia,
piden límites, días, nombres.
No
pueden
vivir así ya más; están al borde
del morir de las sombras que
es la nada.
Acude, ven conmigo.
Tiende tus manos, tiéndeles tu cuerpo.
Los dos les buscaremos
un color, una fecha, un pecho, un sol.
Que
descansen en ti, se tú su carne.
¡Se calmará su enorme ansia errante,
mientras las estrechamos
ávidamente entre los cuerpos nuestros
donde
encuentran su pasto y su reposo.
Adormirán al fin en nuestro sueño
abrazado, abrazadas. Y así luego,
al separarnos, al nutrirnos sólo
de
sombras, entre lejos,
ellas
tendrán recuerdos ya, tendrán pasado
de
carne y hueso,
el tiempo que vivieron en nosotros.
Y su afanoso sueño
de sombras, otra vez, será el retorno
a esta corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito.
Nadadora de noche, nadadora
entre olas y tinieblas.
Brazos blancos
hundiéndose, naciendo,
con un ritmo
regido por designios ignorados,
avanzas
contra la doble resistencia sorda
de oscuridad y mar, de mundo
oscuro.
Al naufragar el día,
tú, pasajera
de travesías por abril y
mayo,
te quisiste salvar, te estás salvando,
de la resignación, no de
la suerte.
Se te rompen las alas, desbravadas,
hecho su asombro
espuma,
arrepentidas ya de su milicia,
cuando tú les ofreces, como un
pacto,
tu fuerte pecho virgen.
Se te rompen
las densas ondas anchas
de la noche
contra ese afán de claridad que buscas,
brazada por
brazada, y que levanta
un espumar altísimo en el cielo;
espumas de
luceros; sí, de estrellas,
que te salpica el rostro
con un tumulto de
constelaciones;
de mundos. Desafía
mares de siglos, siglos de
tinieblas,
tu inocencia desnuda.
Y el rítmico ejercicio de tu cuerpo
soporta, empuja, salva
mucho más que tu carne. Así tu triunfo
tu fin
será, y al cabo, traspasadas
el mar, la noche, las conformidades,
del
otro lado ya del mundo negro,
en la playa del mundo que alborea,
morirás en la aurora que ganaste.
No rechaces
los sueños por ser sueños.
Todos los sueños pueden
ser realidad, si el sueño no se acaba.
La realidad es un sueño. Si soñamos
que la piedra es la piedra, eso es la piedra.
Lo que corre en los ríos no es un agua,
es un soñar, el agua, cristalino.
La realidad disfraza
su propio sueño, y dice:
”Yo soy el sol, los cielos, el amor.”
Pero nunca se va, nunca se pasa,
si fingimos creer que es más que un sueño.
Y vivimos soñándola. Soñar
es el modo que el alma
tiene para que nunca se le escape
lo que se escaparía si dejamos
de soñar que es verdad lo que no existe.
Sólo muere
un amor que ha dejado de soñarse
hecho materia y que se busca en tierra.
No te detengas nunca
cuando quieras buscarme.
Si ves muros de agua,
anchos fosos de aire,
setos de piedra o tiempo,
guardia de voces, pasa.
Te espero con un ser
que no espera a los otros:
en donde yo te espero
sólo tú cabes. Nadie
puede encontrarse
allí conmigo sino
el cuerpo que te lleva,
como un
milagro, en vilo.
Intacto, inajenable,
un gran espacio blanco,
azul, en mí, no acepta
más que los vuelos tuyos,
los pasos de tus
pies;
no se verán en él
otras huellas jamás.
Si alguna vez me miras
como preso encerrado,
detrás de puertas,
entre cosas ajenas,
piensa
en las torres altas,
en las trémulas cimas
del árbol, arraigado.
las almas de las piedras
que abajo están sirviendo
aguardan en la
punta
última de la torre.
Y ellos, pájaros, nubes,
no se engañan:
dejando
que por abajo pisen
los hombres y los días,
se van arriba,
a la cima del árbol
al tope de la torre,
seguros de que allí,
en
las fronteras últimas
de su ser terrenal
es donde se consuman
los
amores alegres,
las solitarias citas
de la carne y las alas.
No te veo. Bien sé
que
estás aquí, detrás
de una frágil pared
de ladrillos y cal, bien al
alcance
de mi voz, si llamara.
Pero no llamaré.
Te llamaré mañana,
cuando, al no verte ya
me imagine que sigues
aquí cerca, a mi lado,
y que basta hoy la voz
que ayer no quise dar.
Mañana... cuando estés
allá detrás de una
frágil pared de vientos,
de cielos y de años.
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero
así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura,
libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las
gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién
es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de
la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
Pensar en ti esta noche
no era pensarte con mi pensamiento,
yo solo, desde mí. Te iba pensando
conmigo, extensamente, el ancho mundo.
El gran sueño del campo, las
estrellas,
callado el mar, las hierbas invisibles,
sólo presentes en
perfumes secos,
todo,
de Aldebarán al grillo te pensaba.
¡Qué sosegadamente
se
hacía la concordia
entre las piedras, los luceros,
el agua muda, la
arboleda trémula,
todo lo inanimado,
y el alma mía
dedicándolo a
ti! Todo acudía
dócil a mi llamada, a tu servicio,
ascendido a
intención y a fuerza amante.
Concurrían las luces y las sombras
a la
luz de quererte; concurrían
el gran silencio, por la tierra, plano,
suaves voces de nubes, por el cielo,
al cántico hacia ti que en mi
cantaba.
Una conformidad de mundo y ser,
de afán y tiempo, inverosímil
tregua,
se entraba en mí, como la dicha entera
cuando llega sin prisa,
beso a beso.
Y casi
dejé de amarte por amarte más,
en más que en
mí, inmensamente confiando
ese empleo de amar a la gran noche
errante
por el tiempo y ya cargada
de misión, misionera
de un amor vuelto
estrellas, calma, mundo,
salvado ya del miedo
al cadáver que queda si
se olvida.
¡Cómo me dejas que te
piense!
Pensar en ti no lo hago solo, yo.
Pensar en ti es tenerte,
como el desnudo cuerpo ante los besos,
toda ante mí, entregada.
Siento
cómo te das a mi memoria,
cómo te rindes al pensar ardiente,
tu gran
consentimiento en la distancia,
y más que consentir, más que entregarte,
me ayudas, vienes hasta mí, me enseñas
recuerdos en escorzo, me haces
señas
con las delicias, vivas, del pasado,
invitándome.
Me dices
desde allá
que hagamos lo que quiero
-unirnos- al pensarte,
y
entramos por el beso que me abres,
y pensamos en ti, los dos, yo solo.
Perdóname por ir así
buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor alguna
vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y
que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo
yo en lo alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado
al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar
a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya
ascendiendo
de ti a ti misma.
Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eres.
¿Tú sabes lo que eres
de
mí?
¿Sabes tú el nombre?
No es
el que todos te llaman
esa palabra usada
que se dicen las
gentes,
si besan o se quieren,
porque ya se lo han dicho
otros que
se besaron.
Yo no lo sé, lo digo,
se me asoma a los labios
como una
aurora virgen
de la que no soy dueño.
Tú tampoco lo sabes,
lo oyes.
Y lo recibe
tu oído igual que el silencio
que nos llega hasta el alma
sin saber de qué ausencias
de ruidos está hecho.
¿Son letras, son
sonidos?
Es mucho más antiguo.
Lengua de paraíso,
sanes primeros,
vírgenes
tanteos de los labios,
cuando, antes de los números,
en el
aire del mundo
se estrenaban los nombres
de los gozos primeros.
Que
se olvidaban luego
para llamarlo todo
de otro modo al hacerlo
otra
vez nuevo son
para el júbilo nuevo.
En ese paraíso
de los tiempos
del alma,
allí, en el más antiguo,
es donde está tu nombre.
Y
aunque yo te lo llamo
en mi vida, a tu vida,
con mi boca, a tu oído,
en esta realidad,
como él no deja huella
en memoria ni en signo,
y
apenas lo percibes,
nítido y momentáneo,
a su cielo se vuelve
todo
alado de olvido,
dicho parece en sueños,
sólo en sueños oído.
Y
así, lo que tú quieres,
cuando yo te lo diga
no podrá serlo nadie,
nadie podrá decírtelo.
Porque ni tú ni yo
conocemos su nombre
que
sobre mi desciende,
pasajero de labios,
huésped
fugaz de los oídos
cuando desde mi alma
lo sientes en la tuya,
sin poderlo aprender,
sin saberlo yo mismo.
¿Por qué te entregas tan
pronto?
( ¡Nostalgia de resistencias
y de porfías robadas! )
Lo que
era noche es de día
bruscamente, cual si a Dios,
autor de luz y
tiniebla,
se le olvidara el crepúsculo
de las dulces rendiciones.
Cierro brazos, tú los abres.
Huyo. Y me esperas allí
en ese refugio
mismo
donde de ti me escondía.
¡Facilidad, mala novia!
¡Pero me
quería tanto...!
Posesión de tu nombre,
sola que tú permites,
felicidad, alma sin cuerpo.
Dentro de mí te
llevo
porque digo tu nombre,
felicidad dentro del pecho.
«Ven», y tú llegas quedo;
«vete» : y
rápida huyes.
Tu presencia y tu ausencia
sombra son una de otra,
sombras me dan y quitan.
( ¡Y mis brazos abiertos! )
Pero tu cuerpo
nunca
pero tus labios nunca,
felicidad, alma sin cuerpo, sombra pura.
¿Por qué pregunto dónde
estás,
si no estoy ciego.
si tú no estás ausente?
Si te veo
ir y
venir,
a ti, a tu cuerpo alto
que se termina en voz,
como en humo
la llama,
en el aire, impalpable.
Y te pregunto, sí,
y te
pregunto de qué eres,
de quién;
y abres los brazos
y me enseñas
la alta imagen de ti
y me dices que mía.
Y te pregunto, siempre.
Cuánto rato te he mirado
sin mirarte a ti, en la imagen
exacta e inaccesible
que te traiciona
el espejo!
«Bésame», dices. Te beso,
y mientras te beso pienso
en
lo fríos que serán
tus labios en el espejo.
«Toda el alma para ti»,
murmuras, pero en el pecho
siento un vacío que sólo
me lo llenará ese
alma
que no me das.
El alma que se recata
con disfraz de claridades
en tu forma del espejo.
Qué alegría vivir
sintiéndote vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de
que otro ser, fuera de mí, muy lejos
me está viviendo.
Que cuando los
espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí,
yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad transmisible es que
camino
sin mis pasos, con otros
allá lejos, y allí
estoy besando
flores, luces, habo.
Que hay otro ser, por el que miro el mundo,
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo
cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y sé que también me quiere
con su voz.
La vida - ¡qué transporte ya! -, ignorancia
de lo que son
mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y
cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba
allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado
lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las
mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar,
quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío
no era solo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser de la no
muerte.
¡Que se apaguen las
lumbres,
que se paren los labios,
que las voces no digan
ya más:
«Te quiero» ¡Que
un gran silencio reine,
una quietud redonda,
y se
evite el desastre
que unos labios buscándose
traerían a esta suma
de aciertos que es la tierra!
Que apenas la mirada,
lo que hay más
inocente
en el cuerpo del hombre,
se quede conservándole
al amor su
futuro,
en esa leve estrella
que los ojos albergan
y que por ser
tan pura
no puede romper nada.
Tan débil está el mundo
-cendales o cristales-que
hay que moverse en él
como en las ilusiones,
donde un amor se puede
morir si hacemos ruido.
Sólo
una trémula
espera,
un respirar secreto,
una fe sin señales,
van a poder salvar
hoy,
la gran fragilidad
de este mundo.
Y la nuestra.
Donde estuvo la nube ya no
hay nube;
los ojos, que la piensan.
Absoluto celeste, azul unánime
sin
ave, sin su anécdota.
Al célico sosiego otro
marino
sosiego le contesta.
Las últimas congojas de la
ola
playa se las consuela.
Tanto sollozo en leve
espuma acaba,
y la espuma en la arena.
Le basta un color solo a
tanto espacio,
sin vela que disienta.
El mar va por el mar
buscado azules
y a un azul los eleva.
Está el día en el fiel. La
luz, la sombra
ni más ni menos pesan.
Dentro del hombre ni
esperanza empuja
ni memoria sujeta.
El presente, que tanto se
ha negado,
hoy, aquí, ya, se entrega.
¡Presente, si, hay
presente! Ojos absortos
felices le contemplan.
El tiempo abjura de su
error, las horas,
y pasa sin saberlas.
Aves, ondinas, callan, y de
voces
vacío el aire dejan.
La dilatada anchura del
silencio
de silencio se llena.
Es el vivir tan tenue, que
no ata;
la cautiva se suelta.
Por las campiñas, ya, del
puro ser
viene, va, se recrea.
Está el mundo tan limpio,
que es espejo:
la escapada lo estrena.
Radiante mediodía. En él,
el alma
se reconoce: esencia.
Segunda, y la mejor, surge
del mar
la Venus verdadera.
¿No lo oyes? Sobre el mundo,
eternamente errante
de vendaval, a brisas
o a suspiro,
bajo el mundo,
tan poderosamente subterránea
que
parece temblor, calor de tierra,
sin cesar, en su angustia desolada,
vuela o se arrastra el ansia de ser cuerpo.
Todo quiere ser cuerpo.
Mariposa, montaña,
ensayos son alternativos
de forma corporal, a un
mismo anhelo:
cumplirse en la materia,
evadidas por fin del desolado
sino de almas errantes.
Los espacios vacíos, el gran aire,
esperan
siempre, por dejar de serlo,
bultos que los ocupen. Horizontes
vigilan
avizores, en los mares,
barcos que desalojen
con su gran tonelaje y
con su música
alguna parte del vacío inmenso
que el aire es
fatalmente;
y las aves
tienen el aire lleno de memorias.
¡Afán,
afán de cuerpo!
Querer vivir es anhelar la carne,
donde se vive y por
la que se muere.
Se busca oscuramente sin saberlo
un cuerpo, un
cuerpo, un cuerpo.
Nuestro primer hallazgo es el nacer.
Si se nace
con los ojos
cerrados, y los puños
rabiosamente voluntarios, es
porque siempre se
nace de quererlo.
El cuerpo ya está aquí; pero se ignora,
como al olor
de rosa se le olvida
la rosa. Le llevamos
aliado nuestro, se le mira
en los espejos, en las sombras.
Solamente costumbre. Un día
la
infatigable sed de ser corpóreo
en nosotros irrumpe,
lo mismo que la
luz, necesitada
de posarse en materia para verse
por el revés de sí,
verse en su sombra.
Y como el cuerpo más cercano
de todos los del
mundo es este nuestro,
nos unimos con él, crédulos, fáciles,
ilusionados de que bastará
a nuestro afán de carne. Nuestro cuerpo
es
el cuerpo primero en que vivimos,
y eso se llama juventud a veces.
Sí,
es el primero y eran dieciséis
los años de la historia.
Agua fría en
la piel,
zumo de mundo inédito en la boca,
locas carreras para nada, y
luego,
el cansancio feliz. Tibios presagios
sin rumbo el rostro
corren,
disfrazados de ardores sin motivo.
Nos sospechamos nuestros
labios, ya.
La primer soledad se siente en ellos.
¡Y qué asombrado es
el reconocerse
en estas tentativas de presencia,
nosotros en nosotros,
vagabundos
por el cuerpo soltero!
Alegremente fáciles,
se vive así
en materia
que nada necesita, si no es ella,
igual que la inicial
estrella de la noche,
tan suficientemente solitaria.
Así viven los
seres
tiernamente llamados animales:
la gacela
está en bodas
recientes con su cuerpo.
Pero luego supimos,
lo supimos tú y yo en el mismo día,
que un
cuerpo que se busca
cuando se tiene ya y se está cansado
de su
repetición y de su pulso,
sólo se encuentra en otro.
¿Con qué buscar
los cuerpos?
Con los ojos se buscan, penetrantes,
en la alta
madrugada, ese paisaje
del invierno del día, tan nevado;
en el lecho
se buscan,
donde estoy solo, donde tú estarás.
La blancura vacía
se
puebla de recuerdos no tenidos,
la recorren presagios sonrosados
de
aquel rosado bulto que tú eras,
y brota, inmaterial masa de sueño,
tu
inventada figura hasta que llegues.
Allí, en la oscura noche,
cuando el silencio lo permite todo
y
parece la vida,
el oído en vela escucha
vaga respiración, suspiro en
eco,
sospechas del estar un cuerpo aliado.
Porque un cuerpo -lo sabes
y lo sé-
sólo está en su pareja.
Ya se encontró: con lentas
claridades,
muy despacio.
¡Cómo desembocamos en el nuevo,
cuerpo
con cuerpo igual que agua con agua,
corriendo juntos entre orillas
que
se llaman los días más felices!
¡Cómo nos encontramos con el nuestro
allí en el otro, por querer huirlo!
Estaba allí esperándose,
esperándonos:
un cuerpo es el destino de otro cuerpo.
Y ahora se le conoce, ya, clarísimo.
Después de tantas
peregrinaciones,
por temblores, por nubes y por números,
estaba su
verdad definitiva.
Traspasamos los límites antiguos.
La vida salta, al
fin, sobre su carne,
por un gran soplo corporal henchidas
las nuevas
velas:
atrás se cierra un mar y busca otro.
Encarnación final, y
jubiloso
nacer, por fin, en dos, en la unidad
radiante de la vida,
dos. Derrota
del solitario aquel nacer primero.
Arribo a nuestra carne
trascorpórea,
al cuerpo, ya, del alma.
Y se quedan aquí tras el
hallazgo
-milagroso final de besos lentos-,
rendidos nuestros bultos y
estrechados,
sólo ya como prendas, como señas
de que a dos seres les
sirvió esta carne
-por eso está tan trémula de dicha-
para encontrar,
al cabo, al otro lado,
su cuerpo, el del amor, último y cierto.
Ese
que inútilmente esperarán las tumbas.
Se puede vivir en nidos,
como las aves querrían.
Se puede vivir en pechos
como quieren
acabar las violetas
y los amores impares.
Se puede vivir en llamas,
cuando se quema un papel
y ya no quedan palabras
sino luz resplandeciente.
Se puede vivir, también,
a veces viven las vidas,
bajo los techos, en casas,
o en veletas, como el aire.
Pero nosotros vivimos
un día dicha sin nidos,
sin techos y sin veletas.
Viviéndola
en un color verde, en un
color verde sobre ruedas.
Se te está viendo la otra.
Se parece a ti:
los pasos, el mismo ceño,
los mismos tacones
altos
todos manchados de estrellas.
Cuando vayáis por la calle
juntas,
las dos,
¡qué difícil el saber
quién eres, quién no eres tú!
Tan iguales
ya, que sea
imposible vivir más
así, siendo tan iguales.
Y como tú eres la
frágil,
la apenas siendo, tiernísima,
tú tienes que ser la muerta.
Tú
dejarás que te mate,
que siga viviendo ella,
embustera, falsa tú,
pero tan igual a ti
que nadie se acordará
sino yo de los que eras.
Y vendrá un día
-porque vendrá, sí, vendrá-
en que al mirarme a los ojos
tú veas
que pienso en ella y la quiero:
tú veas que no eres tú.
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el mismo encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe
la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso
milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico
de que
uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los
besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre
gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la
gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el
mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el lugar, ni en el
hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en
donde se le siente,
desnudo altísimo, temblando.
Y la separación no es
el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la
forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara
y que lo
más seguro es el adiós.
¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!
Lo dejaría todo,
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en
los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!
Y aún espero tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por
espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por
dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
-¡si me
llamaras, sí, si me llamaras!-
será desde un milagro,
incógnito, sin verlo.
Nunca desde los labios que te beso,
nunca desde a voz que dice:
"No te vayas."
Te busco.
No en tu nombre, si lo dicen,
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.
Por detrás de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.
También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que
me está palpitando
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.
Por encontrarte, dejar
de vivir en ti, en mí,
y en los otros.
Vivir ya detrás de todo,
al
otro lado de todo
-por encontrarte-
como si fuese morir.
No te quiero
mucho, amor.
No te quiero mucho. Eres
tan cierto y mío, seguro,
de
hoy, de aquí,
que tu evidencia es el filo
con que me hiere el abrazo.
Espero para quererte.
Se gastarán tus aceros
en días y noches blandos,
y a lo lejos turbio, vago,
en nieblas de fue o no fue,
en el mar del
más y el menos,
cómo te voy a querer,
amor,
ardiente cuerpo
entregado,
cuando te vuelvas recuerdo,
sombra esquiva entre los
brazos.
¡Si tú supieras que ese
gran sollozo que estrechas
en tus brazos, que esa
lágrima que tú secas
besándola,
vienen de ti, son tú,
dolor de ti hecho lágrimas
mías,
sollozos míos!
Entonces
ya no preguntarías
al pasado, a los cielos,
a la frente, a las cartas,
qué tengo, por qué sufro.
Y toda
silenciosa,
con ese gran silencio
de la luz y el saber,
me besarías
más,
y desoladamente.
Con la desolación
del que no tiene al lado
otro ser, un dolor
ajeno; del que está
solo ya con su pena.
Queriendo consolar
en un otro quimérico
el gran dolor que es tuyo.
Sin armas. Ni las dulces
sonrisas, ni las llamas
rápidas de la ira.
Sin armas. Ni las
dulces
sonrisas, ni las llamas
rápidas de la ira.
Sin armas. Ni las
aguas
de la bondad sin fondo,
ni la perfidia, corvo pico.
Nada. Sin
armas. Sola.
Ceñida en tu silencio.
«Sí» y «no», «mañana» y «cuando»
quiebran
agudas puntas
de inútiles saetas
en tu silencio liso
sin derrota ni gloria.
¡Cuidado! que te mata
-fría, invencible, eterna-
eso, lo que te
guarda,
eso, lo que te salva,
el filo del silencio que tú aguzas.
Te busqué por la duda:
no te encontraba nunca.
Me fui a tu encuentro
por el dolor.
Tú no venías por allí.
Me metí en lo más hondo
por ver si, al fin, estabas.
Por la
angustia,
desgarradora, hiriéndome .
Tú no surgías nunca de la herida.
Y nadie me hizo señas
-un jardín o tus labios,
con árboles, con
besos-;
nadie me dijo
-por eso te perdí-
que tú ibas por las
últimas
terrazas de la risa,
del gozo, de lo cierto.
Que a ti te encontraba
en las cimas del beso
si duda y sin mañana.
En el vértice puro
de
la alegría alta,
multiplicando júbilos
por júbilos, por risas,
por
placeres.
Apuntando en el aire
las cifras fabulosas,
sin peso de tu
dicha.
Tú no las puedes ver;
yo, sí.
Claras, redondas, tibias.
Despacio
se van a su destino;
despacio, por marcharse
más tarde de tu carne.
Se van a nada; son
eso no más, su curso.
y una huella, a lo largo,
que se borra en seguida.
¿Astros?
Tú
no las puedes besar.
Las
beso yo por ti.
Saben; tienen sabor
a los zumos del mundo.
¡Qué
gusto negro y denso
a tierra, a sol, a mar!
Se quedan un momento
en
el beso, indecisas
entre tu carne fría
y mis labios; por fin
las
arranco. Y no sé
si es que eran para mí.
Porque yo no sé nada.
¿Son
estrellas, son signos,
son condenas o auroras?
Ni en mirar ni en besar
aprendí lo que eran.
Lo que quieren se queda
allá atrás, todo
incógnito.
y su nombre también.
(Si las llamara lágrimas,
nadie me
entendería.)
Tú no puedes quererme:
estás alta, ¡qué arriba!
Y para consolarme
me envías sombras, copias
retratos, simulacros,
todos tan parecidos
como si fueses tú.
Entre figuraciones
vivo, de ti, sin ti.
Me quieren,
me acompañan. Nos vamos
por los claustros del agua,
por los hielos flotantes,
por las pampas, o a cines
minúsculos y
hondos.
Siempre hablando de ti.
Me dicen:
"No somos ella, pero
¡si tú vieras qué iguales!"
Tus espectros, que brazos
largos, que
labios duros
tienen: si, como tú.
Por fingir que me quieres,
me abrazan y me besan.
Sus voces
tiernas dicen
que tú abrazas, que tú
besas así. Yo vivo
de sombras,
entre sombras
de carne tibia, bella,
con tus ojos, tu cuerpo,
tus
besos, si, con todo
lo tuyo menos tú.
Con criaturas falsas,
divinas, interpuestas
para que ese gran beso
que no podemos darnos
me lo den, se lo dé.
Tú vives siempre en tus
actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que
tú tocas.
De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.
Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas,
sobre alas,
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la
desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.
Porque has vuelto los
misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son
esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu
reloj
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada
día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados
ya.
Y nunca te equivocaste,
más que una vez, una noche
que te encaprichó una sombra
-la única que
te ha gustado-.
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era
yo.