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Zoe Ruiz

Santiago de Chile, Chile, 11 de diciembre de 1972

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Obra del autor



Les Champs-Élysées


--Mira mamá, encontré esta botella verde en la arena, la abrí y saqué un rollo de hojas escritas en francés, ¿me las lees?

--Que raras son, parecen hojas de árboles y todas están ordenadas por números como si fuesen páginas... ven, siéntate junto a mí, la letra esta intacta, te leeré lo que parece ser la introducción.

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Había olvidado como era pisar tierra firme. Llevaba años a bordo de un lujoso barco rumbo a Los Campos Elíseos, dedicada exclusivamente a estudiar piano, al igual que los otros niños que viajaban conmigo. Iba en clase privilegiada, era alumna aventajada, recibía flores, aplausos y celebraba mis logros con champagne, disfrutando de la brisa y el sol. Sin embargo, mis compañeros tardaban más en aprender y lo que yo lograba en una hora, ellos lo lograban en seis. Aburrida, sintiéndome cada vez más sola, mis ansias por ascender a primera clase, lugar reservado únicamente para los mejores, se transformaron en un deseo tan profundo, que lo que antes amaba, ahora lo odiaba y furiosa, arrojaba las partituras, las flores y los aplausos, a la basura de mi propio desprecio, ya no me juntaba con los demás estudiantes, que solo se limitaban a observarme sin decir palabra y descaradamente me burlaba de los consejos de mi maestra, que no se cansaba de repetir que todo era a su debido tiempo, que la música exigía más estudio que talento, un aprendizaje continuo, metódico y un amor capaz de entregarlo todo, sin esperar nada a cambio. Para mí, que ya casi no dormía de tanto pensar y que durante las noches, vagaba por la cubierta, urdiendo absurdos planes para salirme con la mía, sus palabras eran tan ilusas, como exasperantes. Estaba dispuesta a semejante entrega, pero lo quería todo a cambio. Sabía que no era nada fácil subir a primera, pues era una escalera muy bien custodiada y aunque lograra engañar a los guardias, los empinados peldaños que tendría que enfrentar, me marearían y ese vértigo, sumado a mi nerviosismo y a esa maldita escalera que parecía no tener término, darían por resultado un fracaso tan ridículo como mis intentos y entre esa desalentadora ecuación o atarme al piano para practicar y ascender por mis méritos, me inclinaba por lo segundo, por lo debía partirme los dedos de ambas manos y quebrarme la espalda, todos los días, hora tras hora, pero apenas lograba subir un peldaño. Acababa de cumplir quince años, cuando un día, los inconfundibles compases de la Balada No.1 de Chopin llegaron hasta mí tan intensamente, que llorando, rogando alcanzar esa música, intenté trepar por la paredes, para subir como fuera, pero resbalé y caí al mar. No recuerdo cómo llegué a una isla abandonada y durante meses, cada vez que veía pasar a un barco, le hacía señas y gritaba “¡acá estoy, sálvenme!”, pero nadie me oía y la embarcación pasaba de largo. Con el tiempo, ya acostumbrada a verlos pasar, no intentaba llamarlos y volteaba para mirar a otro lado, indiferente. Una tarde, las olas arrastraron hasta la arena, una botella verde, con un mensaje en su interior. Expectante, la destapé y extraje un trozo de partitura, en el que alguien, había escrito, “lee por el otro lado”. Lo hice y me encontré con la palabra “escribe”. Y en eso estoy ahora, partiéndome los dedos de ambas manos de tanto escribir historias en hojas de árboles exóticos, usando, en lugar de lápices, plumas de gaviotas untadas en una tinta inventada por mí, hecha a base de raíces machacadas, quebrándome la espalda, todos los días, hora tras hora, cada vez que la preparo, sin brisa, sin sol, sin flores, ni aplausos, ni champagne, ni nada que celebrar, con la certeza de que jamás conoceré los Campos Elíseos, siempre sola, desde una isla abandonada”.

-Acá termina su narración, el resto son historias que ella escribió, pero no agregó ninguna pista sobre su ubicación y tampoco pide que la rescaten.

“Después de escribir cómo llegué hasta acá, reuní muchas hojas con mis historias, las enrollé, las introduje en la botella verde, la cerré y la devolví al mar. No agregué ningún dato sobre mi ubicación, ni pedí ser rescatada, solo me senté en la arena para observar como la botella se alejaba y mientras ésta se perdía entre las olas, recordé las palabras de mi maestra y pensé que si tan solo una persona, solo una, se entretenía leyendo mis relatos, nada habría sido en vano”.

-Tal vez, ella descubrió que es feliz viviendo en su isla mamá, es mucho más entretenido ser una naufraga, que una pianista, ¡ella es libre!

“Hoy se cumplen quince años desde que cayera al mar y finalmente, debo reconocer que amo los atardeceres de mi isla, son tan hermosos que no los cambiaría por piano alguno... ¡soy feliz, soy libre!”.

-Tienes razón, ella es feliz siendo libre, ya no se obsesiona, ni se compara con nadie que no sea ella misma, además, escribió muchas historias, algunas son graciosas... vamos a casa, antes de dormir, ¡te las leeré todas!

“Quizás una niña que juega en la playa encuentre mi botella, se la muestre a su madre y juntas lean mis relatos y me comprendan, quién sabe, soy una náufraga, solo me queda imaginar...”

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Bajo la higuera


“Vivir, aunque sea por un instante, es el deber y la misión más alta que debemos cumplir”
Goethe, Fausto

Como todos los días, esperé que atardeciera y, raudo, me enfundé en mi abrigo, tomé mis llaves, acaricié a mi perdiguero y partí rumbo a un parque cercano a mi hogar. Alcancé a escuchar “regresa pronto, esta comenzando a llover”, pero, indiferente, no respondí. Cansado de todo y de todos, solo quería alejarme para reflexionar en paz y unas gotas de agua no me detendrían; sin embargo, mientras caminaba la lluvia se hizo más intensa, por lo que apuré mis pasos para refugiarme bajo la higuera del parque. Aquel árbol solitario y añoso, maldito para algunos y sagrado para otros, me acogía sin condiciones, al igual que mi perro, siempre postergándose para tratar de alegrarme, no como nosotros, que sin querer condicionamos hasta lo que soñamos. Desilusionado de mi especie, de mi vida y de mí, anhelé ser como aquella higuera y, afirmando mi espalda en su tronco, cerré los ojos, disfrutando del sonido de la lluvia sobre las hojas, del lejano tañido de las campanadas del ángelus y de la suave brisa que suele acompañar al otoño.

-¿Estas conforme con tu vida?

Sobresaltado por aquella voz, abrí los ojos y la vi. Era una mujer rubia, pálida y delgada, vestida enteramente de negro y, a pesar de su aspecto inofensivo, me pareció peligrosa. Como la lluvia había cesado, la noche y el silencio se habían adueñado del parque, dejándome a solas con ella. La observé nuevamente y noté que tenía los ojos maquillados de negro, al igual que sus labios y sus uñas. Pensé en huir, pero algo en ella me resultó familiar y me senté a su lado. Como si nada, encendió un cigarrillo y mientras fumaba y exhalaba humo como sahumerio, volvió a preguntarme:

-¿Estas conforme con tu vida?

-Supongo que sí, ¿por qué lo preguntas?

-Supones que sí… Dime, ¿te parece hermosa la vejez?

-Creo que cada etapa de la vida tiene su encanto, su belleza…

Sin mirarme, me pidió que me limitara a un “sí” o a un “no”. Nuevamente preguntó:

-¿Te parece hermosa la vejez?

Reflexioné y, titubeante, susurré:

-No.

-Tú ya no eres joven, guapo, ni idealista, ¿eres feliz?

-No… no lo soy.

-Por tu edad, debes tener muchos fracasos a cuestas, probablemente tantos como tus achaques, ¿o me equivoco?

-No.

-Seguramente, eres de los que creen que la vida supera a la muerte y que el alma es infinita; ¿jamás dudas?

-Dudaba… ahora no.

-Y si te dijera que después de esta vida nada sobrevive, ¿volverías a dudar?

-No.

-¿Entonces por qué temes y sufres tanto? Vienes acá, amparándote en un árbol porque sabes que él no puede contradecirte, siempre solo, escapando de la vida como si la muerte no pudiera alcanzarte, eres un viejo patético.

-Suficiente. Eres una irrespetuosa, yo ni siquiera te conozco.

Y me puse de pie dispuesto a marcharme.

-Una última pregunta -insistió-. ¿Si pudieras tener el respeto que te mereces y saber más de lo mucho que ya sabes, aceptarías que te lo otorgara?

-No, no aceptaría, ¿conforme?

-Podrías volver a ser joven y recorrer el mundo dictando conferencias, rodeado de admiradores y, de paso, publicar tu tratado sobre la relación entre tu adorada química y la filosofía.

La observé de hito en hito. Su tono de voz y su sonrisa eran convincentes y ella me recordaba a alguien, pero no sabía a quién…

-No –murmuré.

-¿Estás seguro? Yo puedo otorgarte todo eso, mi querido amigo. ¿Aceptas?

-No soy tu amigo -respondí tajante.

-Pero si negociamos, podríamos ser grandes amigos, incluso socios. ¿Te interesa?

De golpe, noté que bajo su maquillaje y el humo de su cigarro, ella era idéntica a mi hija.

-Depende del negocio –respondí, algo vago-. Disculpa, no me mal interpretes, pero tú me recuerdas a alguien que conozco.

-Escucha anciano, basta de rodeos, tú sabes quién soy, pensaste tanto en mí que me invocaste y heme acá.

Abrió su bolso, sacó una tablet, buscó y leyó en voz alta.

-78 años, graduado en química, estudioso, buen tipo, pero al que nadie respeta y al que solo recuerdan para pedirle favores.

-Favores que nunca me retribuyen…

-Puedo hacer que tu situación cambie…

-Si eres quien creo que eres, ¿por qué usas una tablet, te vistes así y te pareces a mi hija? Mefistófeles adopta forma de hombre y yo no te invoqué, me gusta leer a Goethe, especialmente Fausto.

Lanzó una carcajada.

-¡Eres tan predecible! Tú deseabas este encuentro, solo que esperabas a un fulano vestido con una túnica y apestando a azufre, pero hasta yo, que tengo milenios, estoy más actualizada que tú. En cuanto al resto, yo solo expuse tus miedos y tus anhelos en forma de pregunta.

-Dime quién eres.

Me observó como si leyera mi mente, levantó el mentón y respondió:

-Muchos de ustedes creen ver el mal en donde no existe y persisten en ver el bien en donde no lo esta, pues al estar sujetos a prejuicios, se vuelven ciegos. Te sorprenderá saber que muchos de aquellos prejuicios no son más que sus propios deseos reprimidos y eso, mi amigo, es anhelar ser como la persona que consideras mala, o cuyo comportamiento repruebas, en tu caso específico, tu hija, por eso adopté su aspecto.

-No te atrevas a meterla en este asunto y dime tu nombre.

-Tú ya lo mencionaste viejo, debes estar enterado que soy un mensajero, un embajador, un ángel castigado a vivir en el exilio por sus ansías de conocimiento. También me llaman ψιλής , el que no ama la luz.

-¿Y no la amas?

-La recuerdo, no es posible olvidar algo tan sublime…

Guardó silencio. Luego se puso de pie, arrojó la colilla al suelo y prosiguió rápidamente:

-En fin, ya que no haremos ningún trato, debo partir, tengo asuntos que atender, citas, firmas, contratos, ya sabes, mi trabajo nunca concluye.

Mi cabeza daba vueltas, nada de esto podía ser real, era todo producto de mi imaginación, sin duda.

-No soy producto de tu imaginación -dijo solemne-. Te lo dije, eres predecible, pero yo no, yo tengo vida propia.

Retrocedí, alarmado.

-Te advierto que soy mucho más que un personaje dramático, yo existo, soy.

Y rápida como una serpiente, se acercó a mí y susurró:

-Sé que caminas sobre los trozos de tu alma, pues ésta se rompió en pedazos hace mucho tiempo. Conozco tu dolor.

-Mientes –balbucié.

-Dame tu alma para unir sus fragmentos y te daré lo que buscas.

“Finalmente estoy cara a cara con el demonio –pensé, rendido-. Mi amargura se encargó de llamarlo, mi frialdad, tantas cosas… recordé a mi hija pintando sus locos lienzos, uno en especial, uno que encontré particularmente pésimo, las palabras que utilicé para demostrarle mi desagrado y su pasión al responderme que si una pintura podía leerse y escucharse, tenía alma y recién ahora la comprendía… ¡Eso es! Tal vez aquella respuesta podría salvarme”.

-Acepto, te doy mi alma.

-Vaya, no eres tan predecible, admito estar gratamente sorprendida.

-¿Dónde firmo?

-¡Que determinación! Ahora sí que me recuerdas a Fausto. Espera, esto te gustará, es el método clásico -hurgó en su bolso y, orgullosa, me extendió una pluma y un documento escrito con letras góticas.

Tomé la pluma.

-¿Y la tinta?

-Es sin tinta, debes firmar con tu sangre.

-Entonces no puedo firmar.

-Es solo un leve pinchazo, no te dolerá.

-No tengo sangre, ¿acaso no notaste que estoy hecho de óleo y que mi vida es una tela?

Desconcertada, me observó de pies a cabeza. Extendió una mano para tocar mi rostro y al sentir la textura del lienzo, la retiró asqueada.

-¡Tramposo! -rujió furiosa, arrebatándome su pluma-. No ganaste nada engañándome, veo tu oscuridad.

Y envuelta en una nube de fuego, desapareció.

Sentí un nudo en el estómago, nudo que trepó hasta mi garganta y lloré como no lo hacía desde niño. Luego, una profunda serenidad me abrazó, y esta vez apuré mis pasos para llegar a mi hogar y vivir, vivir intensamente.

*

Mefistófeles quedó pensativo, asumiendo que sería el hazmerreír en el infierno por dejarse engañar, pero no le importó. Vivir no era fácil y aquel hombre no se merecía las torturas del infierno, se merecía la gloria del cielo con toda su luz y recordando que alguna vez había sido un ángel, contempló las estrellas, sonrió con tristeza y suspirando, se diluyó entre colores, lienzos y trementina, al igual que la noche y la brisa.

Solamente quedaron estos párrafos, párrafos que alguien pintó… bajo una higuera.



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