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El Conde de Montecristo

Cuarta Parte

Alejandro Dumas

Cuarta parte: El mayor Cavalcanti

Capítulo Primero

El alza y la baja

Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.

Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.

Parecióle que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un millón en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le diese algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.

-¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? -preguntó a Alberto de Morcef.

-¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.

-¿Todavía continúa eso?

-Más que nunca-dijo Luciano-, es un negocio corriente.

Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la conversación le daba derecho a permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.

-¡Ah! -dijo Montecristo-. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una resolución.

-¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía patrimonio, empezaron a hacerse ricos.

-Sí, efectivamente -dijo Montecristo-, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me ha hablado de eso -y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum-. La señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?

-Bellísima -respondió Alberto-, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.

-¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!

-¡Oh! -exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.

-¿Sabéis? -dijo Montecristo, bajando la voz-, no me parecéis muy entusiasmado con esa boda.

-La señorita Danglars es demasiado rica para mí -dijo Morcef-, eso me asusta.

-¡Bah! -dijo Montecristo-, razón de más, ¿no sois vos también rico?

-Mi padre tiene algo..., como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me case.

-Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y además, el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada. Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!

Alberto movió la cabeza y quedóse pensativo.

-Aún hay más -dijo.

-Confieso -repuso Montecristo- que me cuesta trabajo el comprender esa repugnancia hacia una joven hermosa y rica.

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Morcef-, esa repugnancia no es tan sólo de mi parte.

-¿De quién más?, porque vos mismo me habéis dicho que vuestro padre deseaba ese enlace.

-De parte de mi madre; y la ojeada de mi madre es prudente y segura. ¡Pues bien!, no se sonríe al hablarle yo de esta unión, tiene yo no sé qué prevención contra los Danglars.

-¡Oh! -dijo el conde con un tono algo afectado-, eso se concibe fácilmente. La condesa de Morcef, que es la distinción, la aristocracia, la delicadeza personificada, vacila en tocar una mano basta, grosera y brutal; nada más sencillo.

-Yo no sé si es eso -dijo Alberto-; pero lo que sé es que este casamiento la hará desgraciada. Ya debían haberse reunido para hablar del asunto hace seis semanas; pero tuve tales dolores de cabeza...

-¿Verdaderos...? -dijo el conde sonriendo.

-¡Oh!, sí, sin duda el miedo..., en fin, aplazaron la cita hasta pasados dos meses. No corría prisa, como comprenderéis; yo no tengo todavía más que veintiún años, y Eugenia diecisiete; pero los dos meses expiran la semana que viene. Se consumará el sacrificio; no podéis comprender, conde, qué apurado me encuentro... ¡Ah!, ¡qué dichoso sois al ser libre!

-¡Pues bien!, sed libre también, ¿quién os lo impide?, decid.

-¡Oh!, sería un desengaño muy grande para mi padre si no me casara con la señorita Danglars.

-Pues casaos, entonces -dijo el conde, encogiéndose de hombros.

-Sí -dijo Morcef-; mas para mi madre no sería eso desengaño, sino una pesadumbre mortal.

-Entonces no os caséis -exclamó el conde.

-Yo veré, lo reflexionaré, vos me daréis consejos, ¿no es verdad?; y si es posible, me libraréis del compromiso. ¡Oh!, por no dar un disgusto a mi pobre madre, sería yo capaz de quedar reñido hasta con el conde, mi padre.

Montecristo se volvió; parecía sumamente conmovido.

-¡Vaya! -dijo a Debray, que estaba sentado en un sillón, en un extremo del salón, con un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una cartera-, ¿hacéis álgún croquis de uno de estos cuadros?

-¿Yo? -dijo tranquilamente-. ¡Oh!, sí, un croquis; amo demasiado la pintura para eso. No; estoy haciendo números.

-¿Números?

-Sí, calculo; esto os atañe indirectamente, vizconde; calculo lo que la casa Danglars ha debido ganar en la última alza de Haití; de 206 subieron los fondos en tres días a 409, y el prudente banquero había comprado mucho a 206. Ha debido ganar, por lo menos, 300 000 libras.

-No es ésa su mejor jugada -dijo Morcef-, no ha ganado este año un millón...

-Escuchad, querido -dijo Luciano-, escuchad a Montecristo, que os dirá, como los italianos:

Denaro a santità
Metá della metá.

Y es mucho todavía. Así, pues, cuando me hablan de eso me encojo de hombros.

-¿Pero no hablabais de Haití? -dijo Montecristo.

-¡Oh!, Haití; eso es otra cosa; ese écarté del agiotaje francés. Se puede amar el whist, el boston, y sin embargo, cansarse de todo esto; el señor Danglars vendió ayer a 409 y se embolsó 300 000 francos; si hubiese esperado a hoy, los fondos bajaban a 205, y en vez de ganar 300 000, perdía 20 ó 25 000.

-¿Y por qué han bajado los fondos de 409 a 205? -preguntó Montecristo-. Perdonad, soy muy ignorante en todas estas intrigas de bolsa.

-Porque -respondió Alberto- las noticias se siguen unas a otras y no se asemejan.

-¡Ah, diablo! -dijo el conde-. ¿El señor Danglars juega a ganar o perder 300 000 francos en un día? ¡Será inmensamente rico!

-¡No es él quien juega! -exclamó vivamente Luciano-, es la señora Danglars; es una mujer verdaderamente intrépida.

-Pero vos que sois razonable, Luciano, y que conocéis la poca seguridad de las noticas, pues que estáis en la fuente, debierais impedirlo -dijo Morcef sonriendo.

-¿Cómo es eso posible, si a su marido no le hace ningún caso? -respondió Luciano-. Vos conocéis el carácter de la baronesa; nadie tiene influencia sobre ella, y no hace absolutamente sino lo que quiere.

-¡Oh, si yo estuviera en vuestro lugar... ! -dijo Alberto.

-¿Y bien?

-Yo la curaría; le haría un favor a su futuro yerno.

-¿Pues cómo?

-Nada más sencillo. Le daría una lección.

-¡Una lección!

-Sí; vuestra posición de secretario del ministro hace que dé mucha fe a vuestras noticias; apenas abrís la boca y al momento son taquigrafiadas vuestras palabras. Hacedle perder unos cuantos miles de francos, y esto la volverá más prudente.

-No os entiendo -murmuró Luciano.

-Pues bien claro me explico -respondió el joven, con una sencillez que nada tenía de afectada-; anunciadle el mejor día una noticia telegráfica que sólo vos hayáis podido saber; por ejemplo, que a Enrique IV le vieron ayer en casa de Gabriela; esto hará subir los fondos; ella obrará inmediatamente, según la noticia que le hayáis dado, y seguramente perderá cuando Beauchamp escriba al día siguiente en su periódico:

«Personas mal informadas han dicho que el rey Enrique IV fue visto anteayer en casa de Gabriela; esta noticia es completamente falsa; el rey Enrique IV no ha salido de Pont-Neuf.»

Luciano se sonrió.

El conde, aunque indiferente en la apariencia, no había perdido una palabra de esta conversación, y su penetrante mirada creyó leer un secreto en la turbación del secretario del ministro.

De esta turbación de Luciano, que no fue advertida por Alberto, resultó que Debray abreviase su visita; se sentía evidentemente disgustado. El conde, al acompañarle hacia la puerta, le dijo algunas palabras en voz baja, a las cuales respondió:

-Con mucho gusto, señor conde, acepto.

Montecristo se volvió hacia Morcef.

-¿No pensáis -le dijo- que habéis hecho mal en hablar de vuestra suegra delante de Debray?

-Escuchad, conde -dijo Morcef-, no digáis en adelante una palabra acerca de esto.

-Decid la verdad, ¿la condesa se opone a ese matrimonio?

-Rara vez viene a casa la baronesa, y mi madre creo que no ha estado dos veces en su vida en la de la señora Danglars.

-Entonces -dijo el conde- eso me alienta a hablaros con franqueza: el señor Danglars es mi banquero; el señor de Villefort me ha colmado de atenciones en agradecimiento al servicio que una dichosa casualidad me proporcionó hacerle. Bajo todo esto yo descubro una infinidad de comidas y diversiones, y además, para tener siquiera el mérito de adelantarme, si queréis, he proyectado reunir en mi casa de campo de Auteuil al señor y señora Danglars, y al señor y señora Villefort. Yo os invito a esa comida, así como al señor conde y a la señora condesa de Morcef; esto, sin que nadie sospeche que ha de ser una entrevista matrimonial; por lo menos, la señora condesa de Morcef no considerará la cosa así, sobre todo si el barón Danglars me hace el honor de no traer a su hija. De lo contrario, vuestra madre me cobraría antipatía; de ningún modo quiero yo que suceda esto, y haré todo lo posible por que nó llegue a odiarme.

-A fe mía, conde -dijo Morcef-, os doy mil gracias por esa franqueza que usáis conmigo, y acepto la proposición que me hacéis. Decís que no queréis que mi madre os cobre antipatía, y sucede todo lo contrario.

-¿Lo creéis así? -exclamó el conde con interés.

-¡Oh!, estoy seguro. Cuando os separasteis el otro día de nosotros estuvimos hablando una hora de vos; pero vuelvo a lo que decíamos antes. ¡Pues bien!, si mi madre pudiese saber esa atención de vuestra parte, estoy seguro de que os quedaría sumamente reconocida; es verdad que mi padre se pondría furioso.

Montecristo soltó una carcajada.

-¡Y bien! -dijo a Morcef-, ya estáis prevenido. Pero ahora que me acuerdo, no sólo vuestro padre se pondrá furioso; el señor y la señora Danglars me considerarán como a un hombre de malas maneras. Saben que nos tratamos con cierta intimidad, que sois mi amigo parisiense más antiguo, y si no os encuentran en mi casa, me preguntarán por qué no os he invitado. Al menos, buscad un compromiso anterior que tenga alguna apariencia de probabilidad, y del cual me daréis parte por medio de cuatro letras. Ya sabéis, con los banqueros, sólo los escritos son válidos.

-Yo haré otra cosa mejor, señor conde -dijo Alberto-; mi padre quiere ir a respirar el sire del mar. ¿Qué día tenéis señalado para vuestra comida?

-El sábado.

-Hoy es martes, bien; mañana por la tarde partimos, y pasado estaremos en Tréport. ¿Sabéis, señor conde, que sois un hombre muy complaciente en proporcionar así a todas las personas su comodidad?

-¡Yo!, en verdad que me tenéis en más de lo que valgo, deseo seros útil y nada más.

-¿Qué día empezaréis a hacer las invitaciones?

-Hoy mismo.

-¡Pues bien!, corro a casa del señor Danglars, y le anuncio que mañana mi madre y yo saldremos de París. Yo no os he visto; por consiguiente, no sé nada de vuestra comida.

-¡Qué loco sois! ¡Y el señor Debray, que acababa de veros en mi casa!

-¡Ah!, es cierto.

-Al contrario, os he visto y os he convidado aquí sin ceremonia, y me habéis respondido ingenuamente que no podíais aceptar porque partíais para Tréport.

-¡Pues bien!, ya está todo arreglado; pero vos vendréis a ver a mi madre entre hoy y mañana.

-Entre hoy y mañana es difícil; porque estaréis ocupados en vuestros preparativos de viaje.

-¡Pues bien!, haced otra cosa; antes no erais más que un hombre encantador; seréis un hombre adorable.

-¿Qué he de hacer para llegar a esa sublimidad?

-¿Qué habéis de hacer?

-Sí, eso es lo que os pregunto.

-Sois libre como el sire; venid a comer conmigo; seremos pocos: vos, mi madre y yo solamente. Aún no habéis casi conocido a mi madre, pero la veréis de cerca. Es una mujer muy notable, y no siento más que una cosa, y es no encontrar una mujer como ella con veinte años menos; pronto habría, os lo juro, una condesa y una vizcondesa de Morcef. En cuanto a mi padre, no le encontraréis en casa; está de comisión, y come en la del gran canciller. Venid, hablaremos de viajes; vos que habéis visto el mundo entero, nos hablaréis de vuestras aventuras; nos contaréis la historia de aquella bella griega que estaba la otra noche con vos en la ópera, a la que llamáis vuestra esclava, y a quien tratáis como a una princesa. Hablaremos italiano y español, ¿aceptáis?, mi madre os dará las gracias.

-También yo os las doy -dijo el conde-; el convite es de los más halagüeños, y siento vivamente no poder aceptarlo. Yo no soy libre, como pensáis; y tengo, por el contrario, una cita de las más importantes.

-¡Ah!, acordaos, conde, que me acabáis de enseñar cómo se zafa uno de las cosas desagradables. Necesito una prueba. Afortunadamente, yo no soy banquero como el señor Danglars, pero os prevengo que soy tan incrédulo como él.

-Por lo mismo, voy a dárosla -dijo el conde.

Y llamó.

-¡Hum! -dijo Morcef-; ya son dos veces seguidas que rehusáis comer con mi madre. ¿Habéis tomado ese partido, conde?

Montecristo se estremeció.

-¡Oh!, no lo creáis -dijo-; además, pronto os demostraré lo contrario.

Bautista entró y se quedó a la puerta en pie y esperando.

-Yo no estaba prevenido de vuestra visita, ¿no es verdad?

-Sois tan extraordinario, que no aseguraría que no lo estuvieseis.

-Por lo menos, ¿no podía adivinar que me invitaríais a comer?

-¡Oh!, en cuanto a eso, es probable.

-Escuchad, Bautista: ¿qué os dije yo esta mañana, cuando os llamé a mi gabinete de estudio?

-Que no dejase entrar a nadie a ver al señor conde después de las cinco -respondió el criado.

-¿Y qué más?

-¡Oh!, señor conde... -dijo Alberto.

-No, no, quiero absolutamente librarme de esa reputación misteriosa que me habéis adjudicado, mi querido vizconde: es muy difícil representar eternamente el Manfredo. ¿Qué más...?, continuad, Bautista.

-En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Cavalcanti y a su hijo.

-Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más antigua nobleza de Italia; además, su hijo, un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis, ¿no es así?

-¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Cavalcanti? -preguntó Alberto.

-No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia, descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Cavalcanti va a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiempos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le daré una buena comida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que quiera y estamos en paz.

-¡Estupendo! -dijo Alberto-; veo que sois un excelente mentor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.

-¡Ah!, ¿de veras? -dijo Montecristo-; ¿sigue divirtiéndose en Italia?

-Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está eclipsado. Yo no sé si aun llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo que os echa de menos.

-Es un muchacho muy simpático -dijo Montecristo--, y por el cual he sentido una viva simpatía la primera tarde que le vi buscando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo del general d'Epinay.

-Justamente.

-El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.

-¿Por los bonapartistas?

-¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?

-Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.

-¿Es eso cierto?

-Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars -respondió Alberto riendo.

-¿Os reís?

-Sí.

-¿Y por qué?

-Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como las mujeres hablan de los hombres; esto es imperdonable.

Alberto se levantó.

-¿Os vais?

-Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me voy.

-¡Oh!, de ningún modo.

-¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que nadie.

-Convenido -respondió Montecristo.

-No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo os ayudaré por mi parte.

-¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?

-Sí, sí.

-¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.

-¡Ah, conde! -exclamó Morcef-, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si lograseis dejarme soltero siquiera por diez años.

-Todo es posible -respondió gravemente Montecristo, y despidiéndose de Alberto entró en su habitación y llamó tres veces con el timbre.

Bertuccio compareció.

-Señor Bertuccio -le dijo-, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.

Bertuccio se estremeció levemente.

-Bien, señor -dijo. -Os necesito -continuó el conde-, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa, o al menos puede llegar a serlo.

-Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.

-Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal como está actualmente.

Bertuccio se inclinó.

-Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie pudiese reconocerlo.

-Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satisfecho; sin embargo, quedaría más tranquilo si quisiera vuestra excelencia darme sus instrucciones para la comida.

-En verdad, mi querido señor Bertuccio -dijo el conde-, desde que estáis en París, os encuentro desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?

-Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá?

-Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis necesidad de saberlo.

Bertuccio se inclinó y salió.

Acababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.

La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo. Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.

El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño.

-¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.

-¡De veras! -dijo el mayor Cavalcanti-, ¿me esperaba vuestra excelencia?

-Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.

-¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?

-Completamente.

-¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían olvidado esta precaución.

-¿Cuál?

-La de avisaros.

-¡Oh!, ¡no!

-¿Pero estáis seguro de no equivocaros?

-Segurísimo.

-¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?

-A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.

-¡Oh!, si me esperabais -dijo el mayor-, ¡no merece la pena!

-¡Al contrario! --dijo Montecristo.

El mayor pareció ligeramente inquieto.

-Veamos -dijo Montecristo-, sois el marqués Bartolomé Cavalcanti, ¿verdad?

-Bartolomé Cavalcanti -repitió el mayor-, eso es.

-¿Ex mayor al servicio de Austria?

-¡Ah!, ¿era mayor...? -preguntó tímidamente el veterano.

-Sí -dijo Montecristo-, mayor. Este nombre se da en Francia al grado que teníais en Italia.

-Bueno -dijo el mayor-, no pregunto más, ya comprendéis...

-Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? -repuso Montecristo.

-¡Oh!, seguramente.

-¿Venís dirigido a mí por alguna persona?

-Sí.

-¿Por el excelente abate Busoni?

-Eso es -exclamó el mayor con alegría.

-¿Y tenéis una carta?

-Aquí está.

-Dádmela, entonces.

Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.

El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la casa.

-Esto es... ¡Oh!, ¡querido abate!, el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca, descendiente de los Cavalcanti de Florencia -continuó Montecristo leyendo-, que tiene medio millón de renta...

El conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.

-Medio millón -dijo-; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.

-¿Dice medio millón? -preguntó el mayor.

-Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todos los caudales de Europa.

-¡De acuerdo con que sea medio millón! -dijo el mayor-; pero le doy mi palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.

-Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!

-Acabáis de darme una idea -dijo gravemente el mayor-; pondré al muy bribón en la calle.

Montecristo continuó:

-«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso.»

-¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola -dijo el mayor suspirando.

-Encontrar un hijo adorado.

-¿Un hijo adorado?

-Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.

-¡A la edad de cinco años, caballero! -dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo.

-¡Pobre padre! -dijo Montecristo.

El conde prosiguió:

-«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años.»

El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.

-Yo puedo hacerlo -respondió Montecristo.

El mayor se incorporó.

-¡Ah, ah! -dijo- ¿La carta era verdadera?

-¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?

-¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!

-¡Ah!, es verdad -dijo Montecristo-, hay una posdata.

-Sí -replicó el mayor-, sí..., hay... una... posdata.

-«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos.»

El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.

-¡Bueno! -dijo Montecristo.

-Ha dicho bueno -murmuró el mayor-, conque... -repuso el mismo.

-¿Conque?... -inquirió el conde.

-Conque, la posdata...

-¡Y bien!, la posdata...

-¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?

-Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcanti?

-Os confesaré -respondió el mayor-, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.

-¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? -dijo Montecristo.

-¡Diablo!, no conociendo a nadie...

-¡Oh!, pero a vos os conocen...

-Sí, me conocen; conque...

-Acabad, querido señor Cavalcanti.

-¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?

-Al momento.

El mayor no podía disimular su estupor.

-Pero sentaos -dijo Montecristo-, en verdad, no sé en qué estoy pensando..., hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie...

-No importa, señor conde...

El mayor tomó un sillón y se sentó.

-Ahora -dijo el conde-, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?

-De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.

-Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?

-Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.

Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.

-¿Qué traéis? -preguntó en voz baja.

-El joven está ahí -respondió en el mismo tono el criado.

-Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?

-En el salón azul, como había mandado su excelencia.

-Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos.

Bautista salió de la estancia.

-En verdad -dijo el mayor-, os molesto de una manera...

-¡Bah!, ¡no lo creáis! -dijo Montecristo.

Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.

El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso lleno y un bizcocho.

El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, e introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.

-De modo, caballero -dijo Montecristo-, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?

-Todo, excelencia -dijo el mayor, comiendo el bizcocho-, absolutamente todo.

-¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?

-¡Ay!, una sola -repuso el mayor.

-¿Encontrar a vuestro hijo?

-¡Ah! -exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho- eso únicamente me faltaba.

El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.

-Veamos ahora, señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, ¿de dónde os vino ese hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.

-Así creía, caballero -dijo el mayor-, y yo mismo...

-Sí -repuso Montecristo-, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.

El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba siempre la más benévola curiosidad.

-Sí, señor -dijo-; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.

-No por vos -dijo Montecristo-, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.

-¡Oh!, no por mí, ciertamente -dijo el mayor sonriendo maliciosamente.

-Sino por su madre -dijo el conde.

-¡Eso es! -exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho-, ¡por su pobre madre!

-Bebed, querido Cavalcanti -dijo Montecristo llenando un tercer vaso-; la emoción os embarga.

-¡Por su pobre madre! -murmuró el mayor haciendo los mayores esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.

-¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.

-¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!

-¿Y se llamaba...?

-¿Deseáis saber su nombre?

-Es inútil que me lo digáis -dijo el conde-; lo sé yo.

-El señor conde lo sabe todo -dijo el mayor inclinándose.

-Olivia Corsinari, ¿no es verdad?

-¡Olivia Corsinari!

-¿Marquesa...?

-¡Marquesa!

-Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia...

-Señor conde, al fin y al cabo me casé.

–¿Y traéis en regla los papeles? -repuso Montecristo.

-¿Qué papeles? -preguntó el mayor.

-Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?

-Creo que sí -dijo el mayor.

-¡Cómo!, ¿no estáis seguro?

-¡Diantre!, hace mucho tiempo que le he perdido.

-Es justo -dijo Montecristo-. En fin, ¿traéis todos esos papeles?

-Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.

-¡Diablo! -exclamó el conde.

-¿Tanto urgían?

-Como que son indispensables.

El mayor se rascó la frente.

-¡Ah!, per Baccho -dijo-, ¡indispensables!

-Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?

-Es verdad -dijo el mayor-; podría muy bien suceder.

-Eso sería muy triste para ese joven.

-Sería fatal.

-Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.

-O peccato!

-En Francia, ya comprenderéis, hay en este asunto mucha severidad; no basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan papeles que hagan constar la identidad de las personas.

-Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.

-Por fortuna los tengo yo -dijo Montecristo.

-¿Vos?

-Sí.

-¿Que vos los tenéis?

-Sí.

-¡Ah! -dijo el mayor-, he aquí una felicidad que yo no esperaba.

-¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.

-Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar

-¡Oh!, el abate, ¡qué hombre tan amable!

-¡Es un hombre precavido!

-Es un hombre admirable -dijo el mayor-; ¿y os los ha enviado?

-Aquí están.

El mayor juntó las manos en señal de admiración.

-Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.

-Sí, a fe mía, éste es -dijo el mayor, mirándolo estupefacto.

-Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.

-Todo está en regla -dijo el mayor.

-Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosamente.

-¡Ya lo creo...! ¡Si los perdiese!

-Si los perdiese, ¿qué? -preguntó Montecristo.

-Sería muy difícil procurarse otros -repuso el mayor.

-Muy difícil, en efecto -dijo Montecristo.

-Casi imposible -respondió el mayor.

-Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.

-Los miro como impagables.

-Ahora -dijo Montecristo-, en cuanto a la madre del joven...

-En cuanto a la madre del joven... -repitió el mayor lleno de inquietud.

-En cuanto a la marquesa Corsinari...

-¡Dios mío! -dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad-; ¿tendrían acaso necesidad de ella?

-No, señor-repuso Montecristo-, por otra parte ha...

-¡Ah, sí! -dijo el mayor-, ha...

-Pagado su tributo a la naturaleza.. .

-¡Ah, sí! -dijo vivamente el mayor.

-Ya lo sé -repuso Montecristo-, murió hace diez años.

-Y todavía lloro yo su muerte, señor -dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.

-¿Qué queréis? -dijo Montecristo-, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Francia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos que roban niños no están en toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la muerte de vuestra mujer. Esto bastará.

-¿Lo creéis así?

-Así lo creo.

-Pues entonces, muy bien.

-Si supiesen algo de esta separación...

-¡Ah!, sí, ¿qué decía?

-Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia...

-¿A los Corsinari?

-En efecto..., había robado a ese niño para que se extinguiese vuestro nombre.

-Exacto, puesto que es hijo único...

-¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os preparaba una sorpresa?

-¿Agradable? -preguntó el mayor.

-¡Ah! -dijo Montecristo-, observo que nada se escapa a los ojos ni al corazón de un padre.

-¡Hum! -exclamó el mayor.

-¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?

-¿Quién?

-Vuestro hijo, vuestro Andrés.

-Lo he adivinado -respondió el mayor con la mayor flema del mundo--, ¿de modo que está aquí?

-Aquí mismo -dijo Montecristo-; al entrar hace poco el criado, me anunció su llegada.

-¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! -dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.

-Señor mío, comprendo vuestra emoción -dijo Montecristo-; es preciso daos tiempo para que os repongáis; quiero también preparar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no estará menos impaciente que vos.

Cavalcanti dijo:

-¡Ya lo creo!

-¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.

-¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de presentármelo?

-No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os bastará.

-A propósito -dijo el mayor-; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni... Con esto he hecho el viaje y...

-Y necesitáis dinero..., es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar.

Los ojos del mayor brillaron de codicia.

-Os quedo a deber cuarenta mil francos -dijo el conde.

-¿Quiere vuestra excelencia un recibo? -dijo el mayor introduciendo los billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una hechura antiquísima.

-¿Para qué?

-Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.

-Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.

-¡Ah, sí, es verdad -dijo el mayor-, entre hombres honrados!

-Escuchad ahora una palabrita, marqués.

-Decid.

-¿Me permitís una ligera observación?

-¡Oh, señor conde, os la suplico!

-Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.

-¿De veras? -dijo el mayor sonriéndose.

-Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por elegante que sea.

-¡Caramba! -dijo el mayor-. Lo haré así.

-Si queréis, ahora os podéis mudar.

-¿Pero qué queréis que me ponga?

-Lo que encontréis en vuestras maletas.

-¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.

-Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.

-Esa es la verdad...

-Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas. Ayer llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.

-Luego, entonces, en esas maletas...

-Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle, uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.

-¡Bravo, bravo, bravísimo! -exclamó el mayor cada vez más sorprendido.

-Y ahora -dijo Montecristo-, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.

Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.

Entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler había dejado media hora antes a la puerta del palacio.

Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.

Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un sofá, dando golpecitos por distración sobre su bota con un junquito con puño de oro.

Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.

-¿Sois el conde de Montecristo? -dijo.

-El mismo -respondió éste-; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?

-El conde Andrés de Cavalcanti -repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de petulancia.

-Debéis traer una carta de recomendación, supongo -dijo Montecristo.

-No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.

-Simbad el Marino, ¿no es verdad?

-Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de Las mil y una noches...

-¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy rico, un inglés más que original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.

-¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas -dijo Andrés-. Entonces ése es el mismo inglés que yo he conocido... en... sí, ¡muy bien... !

-Si es verdad lo que me estáis diciendo -repuso sonriendo el conde-, espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra familia..., y de vos.

-Con mucho gusto, señor conde -repuso el joven con una volubilidad que probaba la solidez de su memoria-. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Cavalcanti, descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero inútilmente. En fin..., esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.

-Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante -dijo el conde, que miraba con sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo-, y habéis hecho muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en efecto y os busca.

Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y exclamó:

-¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?

-Sin duda -respondió Montecristo-, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.

La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.

-¡Ah!, sí, es verdad -dijo-, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi querido padre?

-Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de Francia, según creo?

-Sí, señor -respondió Andrés con aire confuso-: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.

-¿Os esperaba en Niza un carruaje?

-Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.

-Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.

-Pero -dijo Andrés-, en el caso de que me hubiese encontrado mi querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.

-¡Oh!, la voz de la sangre -dijo Montecristo.

-¡Oh!, sí, es verdad -repuso el joven-, no me acordaba de la voz de la sangre.

-Ahora -dijo Montecristo-, una sola cosa inquieta al marqués de Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.

-Caballero -balbuceó el joven con turbación-, espero que ninguna calumnia...

-¡Yo...! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bastante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relativas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore, pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman a figurar tanto.

-Tranquilizaos, caballero -respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba-; los raptores que me alejaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tratado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filósofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.

Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.

-Por otra parte -repuso el joven-, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompañado a mi nacimiento y a mi juventud.

-Mirad, conde -dijo Montecristo con sencillez-, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva, aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me adelanto a deciros, señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.

-Me parece que tenéis razón, señor conde -dijo el joven, palideciendo a su pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo-, ése es un grave inconveniente.

-¡Oh!, tampoco hay que exagerar -dijo Montecristo-, porque para evitar una falta puede que rayarais en la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir con honrosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.

Andrés perdió visiblemente su sangre fría.

-Yo puedo responder de vos -dijo Montecristo-; sin embargo, debo advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.

-Sin embargo, señor conde -dijo Andrés-, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a vos...

-Sí, seguramente -repuso Montecristo-; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! -dijo el conde al ver el movimiento que hizo Andrés-, yo no os pido una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo aseguro.

-¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de él.

-Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.

-¿Mi padre es realmente rico, caballero?

-Millonario...; quinientas mil libras de renta.

-Entonces -preguntó el joven con ansiedad-, ¿me encontraré en una posición... agradable?

-De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que permanezcáis en París.

-Entonces, permaneceré en París toda mi vida.

-¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.

Andrés lanzó un suspiro.

-Pero, en fin -dijo-, todo el tiempo que yo permanezca en París..., ¿tendré ese dinero sin falta?

-¡Oh!, no tengáis el menor recelo...

-¿Y será mi padre quien me lo proporcione? -preguntó Andrés con inquietud.

-Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.

-¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? -volvió a preguntar Andrés con inquietud.

-Solamente algunos días -respondió Montecristo-. Su servicio no le permite ausentarse más que por dos o tres semanas.

-¡Oh! ¡Querido padre! -dijo Andrés, visiblemente encantado de esta pronta partida.

-Conque -dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al significado de estas palabras-; conque no quiero retardar el momento de vuestro encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor Cavalcanti?

-Supongo que no tendréis la menor duda...

-¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a vuestro padre, que está impaciente por veros.

Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le siguió con la vista, y así que le vio desaparecer, empujó un resorte que había detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un agujero perfectamente dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.

Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el mayor, que se levantó apenas oyó el ruido de los pasos del joven conde.

-¡Padre mío! -dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír el conde a través de la puerta cerrada-; ¿sois vos?

-Buenos días, mi querido hijo -dijo el mayor con voz grave.

-Después de tantos años de separación -dijo Andrés mirando hacia la puerta-, ¡qué dicha la de volvernos a ver...!

-En efecto, la separación ha sido larga.

-¿No nos abrazamos, señor? -repuso Andrés.

-Como queráis, hijo mío -dijo el mayor.

Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la cabeza sobre el hombro y enlazando los brazos.

-¡Al fin, reunidos! -dijo Andrés.

-Así parece -dijo el mayor.

-¿Para no separarnos jamás...?

-Desde luego; yo creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia como una segunda patria.

-Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.

-Y yo, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a Italia en cuanto pueda.

-Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ayuda de los cuales pueda yo fácilmente hacer constar mi nacimiento.

-Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha costado demasiado trabajo el encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de mi existencia.

-¿Y esos papeles?

-Aquí están.

Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su certificado de bautismo, y después de haberlo abierto todo con una avidez muy natural en un buen hijo, recorrió los documentos con una ansiedad que denotaba el más vivo interés.

No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y mirando al mayor y acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:

-¡Ah! -dijo en excelente toscano-, ¡se conoce que no hay presidios en Italia!

El mayor le miró a su vez con estupor.

-¿Y por qué? -dijo.

-Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la mitad de lo que hacéis, querido padre, os enviarían en Francia al presidio de Tolón.

-¿Cómo? -dijo el mayor, procurando adoptar un aire majestuoso.

-Querido señor Cavalcanti -dijo Andrés agarrando al mayor por un brazo-, ¿cuánto os dan porque seáis mi padre?

El mayor quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:

-¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil francos al año por ser vuestro hijo; por consiguiente, ya comprenderéis que no seré yo quien niegue que sois mi padre.

El mayor miró con inquietud a su alrededor.

-¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos -dijo Andrés-; además hablamos el italiano.

-¡Pues bien!, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.

-Señor Cavalcanti -dijo Andrés-, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?

-Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.

-¿Habéis tenido pruebas?

El mayor sacó de su bolsillo un puñado de monedas.

-Palpables, como veis.

-¿Os parece que pueda yo contar con las promesas que me han hecho?

-Así lo creo.

-¿Y que las cumplirá ese buen conde?

-Al pie de la letra; pero ya comprenderéis que para lograr ese objeto era preciso continuar representando nuestro papel actual.

-¡Cómo...!

-Yo, de tierno padre...

-Y yo, de hijo respetuoso.

-Ya que quieren haceros descender de mí.

-¿Quién lo quiere...?

-Diantre, yo no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una carta?

-Sí.

-¿De quién?

-De un tal abate Busoni.

-¿A quien no conocéis?

-A quien no he visto en toda mi vida.

-¿Qué os decía esa carta?

-¿No me engañáis?

-Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.

-Entonces, leed.

Y el mayor entregó una carta al joven.

»Sois pobre, os espera una vejez desdichada. ¿Queréis haceros, si no rico, al menos independiente?

»Marchad a París inmediatamente: id a reclamar al señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el hijo que habéis tenido de la marquesa Corsinari, y que os fue robado a la edad de cinco años.

»Este hijo se llama Andrés Cavalcanti.

»Para que no dudéis de la intención que tiene el abajo firmante de haceros un favor, encontraréis en esta carta:

» 1. Un billete de 2.400 libras toscanas, pagaderas en casa del señor Gozzi, en Florencia.

»2. Una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, en la cual le pido para vos la cantidad de 48.000 francos.

»El 26 de mayo, a las siete de la noche, estaréis sin falta en casa del conde.

»Firmado,

«Abate Busoni.»

-Eso es.

-¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? -preguntó el mayor.

-Quiero decir que yo he recibido una carta parecida.

-¡Vos!

-Sí, yo.

-¿Del abate Busoni?

-No.

-¿De quién, entonces?

-De un tal lord Wilmore, que ha tornado el apodo de Simbad el Marino.

-¿Y a quien tampoco conocéis?

-Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.

-¿Le habéis visto?

-Sí, una vez.

-¿Dónde?

-Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.

-¿Y qué os decía esa carta?

-Leed.

«Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis tener un nombre, ser libre, ser rico?

»Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la puerta de Génova. Pasad por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos en casa del señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el 23 de mayo, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.

»Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari, como lo declaran los papeles que os serán entregados por el marqués, y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el mundo parisiense.

»En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo sostengáis con decoro.

»Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades.»

«Simbad el Marino».

¡Hum! -exclamó el mayor-; no puede estar mejor arreglado el asunto.

-¿Verdad que sí?

-¿Habéis visto al conde?

-Acabo de separarme de él.

-¿Y lo ha aprobado...?

-Todo.

-¿Entendéis algo de esto?

-Os juro que no.

-Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.

-Caso que así fuera, yo no soy, y vos creo que tampoco.

-Creo que no.

-¡Y bien!, ¿entonces...?

-Poco nos importa lo demás.

-Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.

-Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.

-No esperaba yo menos de vos.

-Es un gran honor para mí.

Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.

Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de otro; así el conde les encontró tiernamente abrazados.

-¡Vaya!, señor marqués -dijo Montecristo-, parece que habéis encontrado un hijo a la medida de vuestros deseos.

-¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.

-¿Y vos, joven?

-¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!

-¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! -dijo el conde.

-Una sola cosa me entristece -dijo el mayor-; y es tener que marcharme tan pronto de París.

-¡Oh!, querido señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, no partiréis sin haberos presentado antes a algunos amigos.

-Estoy a las órdenes del señor conde -dijo el mayor.

-Ahora, veamos, joven, confesaos...

-¿A quién?

-A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.

-¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.

-¿Oís, mayor? -dijo Montecristo.

-Desde luego, señor.

-Sí; ¿pero comprendéis?

-A las mil maravillas.

-Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.

-¿Qué queréis que yo le haga?

-Pues, sencillamente, que se lo deis.

-¿Yo?

-Vos.

Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores.

-Tomad -dijo a Andrés deslizándole en la mano un paquete de billetes de Banco.

-¿Qué es esto?

-La respuesta de vuestro padre.

-¿De mi padre?

-Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?

-Sí. ¿Y bien?

-¡Y bien!, me encarga os entregue esto.

-¿A cuenta de mi renta?

-No; para vuestros gastos de instalación.

-¡Oh, querido padre!

-Silencio -dijo Montecristo-, ya lo veis, no quiere que diga que esto viene de su mano.

-Estimo infinitamente esa delicadeza -dijo Andrés, metiendo sus billetes de Banco en el bolsillo del pantalón.

-Está bien -dijo Montecristo-, ahora podéis retiraros.

-¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? -preguntó Cavalcanti.

-¡Ah, sí! -inquirió Andrés-, ¿cuándo tendremos ese honor?

-Si queréis..., el sábado, sí..., eso es..., el sábado. Doy una comida en mi casa de Auteuil, calle de la Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré a él, es necesario que os conozca a los dos para entregaros después el dinero...

-¿De gran etiqueta... ? -preguntó a media voz el mayor.

-¡Psch...! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.

-¿Y yo? -preguntó Andrés.

-¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco blanco, frac negro o azul, corbata larga; dirigios a Blin o a Veronique para vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las dará. Cuantas menos pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto causará. Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id a casa de Bautista.

-¿A qué hora podremos presentarnos? -preguntó el joven.

-A eso de las seis y media.

-Está bien, no dejaremos de ir -dijo el mayor tomando su sombrero.

Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.

El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.

-En verdad -dijo-, los dos Cavalcanti... son de los mayores miserables que he conocido... ¡Lástima que no sean padre a hijo...!

Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:

-Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan doblemente que el odio.

Capítulo Segundo

La pradera cercada

Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.

Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.

Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.

El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:

-Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.

Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.

Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.

En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.

Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.

-Buenos días, Valentina -dijo una voz.

-Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?

-Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.

-¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?

-Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.

-Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos -dijo Valentina-; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d'Epinay.

-¡Querida Valentina!

-Por esto, amigo mío -continuó la joven-, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.

-Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.

-El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.

-No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.

-Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.

-No; pero, decidme..., respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.

-¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indulgencia.

-¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!

-Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.

-¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?

-Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.

-¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.

-Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación...

-Veamos, ¿qué os ha dicho?

-Me ha dicho que no amaba a nadie -dijo Valentina-; que tenía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre e independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.

-¡Ah...!, ya comprendo.

-¡Y bien...!, ¿qué prueba esto? -inquirió Valentina.

-Nada -dijo Maximiliano sonriendo.

-Entonces -preguntó Valentina-, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?

-¡Ah! -dijo Maximiliano-, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.

-¿Queréis que me aleje?

-¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.

-¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.

-¡Dios mío! -exclamó Maximiliano consternado.

-Sí, Maximiliano, tenéis razón -dijo con melancolía Valentina-; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.

-Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.

-Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.

-¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?

-No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?

-Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?

-No lo creo.

-Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.

-¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?

-Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.

-¿Y qué?

-El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.

-Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?

-Pues..., que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.

Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.

-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo-, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.

-¿Por qué?

-Porque... no sé..., pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.

-¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.

-¡Oh!, esperad, Maximiliano -dijo Valentina con triste sonrisa.

-En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.

-No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.

-¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?

-No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.

-¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?

-¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50.000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint-Merán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.

-¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa!

-Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.

-Pero, veamos -dijo Morrel-, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?

-¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?

-Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?

Valentina se estremeció.

-¿A un amigo? -dijo- Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?

-¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?

-Sí, ¡oh!, sí.

-¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.

-¿Un hombre extraordinario?

-Sí.

-¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?

-Apenas hará unos ocho días.

-¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.

-Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.

-¿Es adivino, por ventura? -dijo sonriendo Valentina.

-A fe mía -dijo Maximiliano-, casi estoy tentado por creer que adivina... sobre el bien.

-¡Oh! -dijo Valentina sonriendo tristemente-, mostradme a ese hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuanto he sufrido.

-¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es...

-¿Yo?

-Sí.

-¿Cómo se llama?

-Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.

-¡El conde de Montecristo!

-El mismo.

-¡Oh! -exclamó Valentina-, nunca será mi amigo, lo es demasiado de mi madrastra.

-¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy seguro de que os engañáis.

-¡Oh!, si supieseis, Maximilíano..., pero no es Eduardo quien reina en la casa, es el conde, estimado por la señora Villefort, que le considera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elocuencia ideas más elevadas; idolatrado de Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro apenas le ve venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admirable juguete: El señor de Montecristo no está aquí en casa de mi padre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Villefort; el señor de Montecristo está en su casa.

-Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya debéis sentir o sentiréis los efectos de su presencia. Si encuentra a Alberto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandidos; ve a la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vuestra madrastra y vuestro hermano pasan por delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás he visto gustos más sencillos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.

-Yo -dijo la joven-, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Maximiliano, o más bien, si paso por casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profunda que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tuviese, habría visto que yo soy muy desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, según vos decís, el papel del sol, habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué sabéis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más que llorar.

-¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.

-De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un modo u otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Villefort o a mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Veamos, francamente, Maximiliano, yo no soy una mujer que se deba despreciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho.

¡Ah, perdón! -continuó la joven al ver la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras-. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que corrompe, como veis, los buenos pensamientos.

-Está bien, Valentina -dijo Morrel dando un suspiro-; no hablemos más de esto; no le diré nada.

-¡Ay!, amigo mío -dijo Valentina-; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese conde de Montecristo?

-Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada, bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.

-¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos; nada más tengo que decir cuando me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad recíproca e imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?, no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre está invitado a esta comida, vuestra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy sencillas en apariencia; sin embargo, yo veo en esto una cosa que me asombra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una ocasión para presentarme a los señores de Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.

-Amigo mío -dijo Valentina-, os tomaría por visionario, y temería realmente por vuestra razón, si no escuchase tan buenos razonamientos. ¡Cómo! , ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad, reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez veces; pero la señora de Villefort, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordinario, obtuvo con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.

-Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro -dijo Maximiliano-; pero vuestra dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.

-Ni la vuestra a mí tampoco -repuso Valentina-, y confieso que como no tengáis más ejemplos que citarme...

-Uno tengo -dijo Maximiliano vacilando un poco-; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a confesarlo, es más absurdo que el primero.

-Tanto peor -dijo Valentina sonriendo.

-Y con todo -prosiguió Morrel-, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros pase más alta o más ladeada.

-Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.

-Sí, desde que os conozco -dijo Morrel sonriendo-; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese, Valentina?

-Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis que es absurdo.

-¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.

-¡Oh, qué hermoso animal! -exclamó Valentina-. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para contemplarlo mejor?

-En efecto, como veis, es un animal de gran valor -dijo Maximiliano-. ¡Bueno! Vos sabéis que mi fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah. Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil quinientos francos; como comprenderéis, yo me abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa algunos amigos, el señor de Chateau-Renaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabezas, que vos tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusieron que se jugase un poco, yo no juego nunca, porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más remedio que ceder. Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo, ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me atrevo a confesarlo. Valentina, gané cinco mil francos. Nos separamos a medianoche. No pude contenerme, tomé un cabriolé, e hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre. ¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida, prestándose a todo Medeah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4500 francos al dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una ventana de la casa del conde, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas... Ahora, Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido expresamente para que yo pudiese comprarlo.

-Querido Maximiliano -dijo Valentina-, sois demasiado fantástico... ¡Oh!, no me amaréis mucho tiempo..., un hombre así se cansaría pronto de una pasión monótona como la nuestra... ¡Pero, gran Dios!, ¿no oís que me llaman?

-¡Oh! ¡Valentina! -dijo Maximiliano-, no, la rendija de las tablas..., dadme un dedo vuestro siquiera para que lo bese.

-Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.

-¡Ah...!, como gustéis, querida Valentina.

-¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?

-¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí...!

Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas. El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano adorada, y estampó en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.

Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.

El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.

Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.

El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de donde le sacaban por la noche delante de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reverencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.

La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la tumba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.

Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a veces que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que hemos hablado.

Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del anciano reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.

Valentina había resuelto el extraño problema de comprender el pensamiento del anciano y hacerle que entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.

Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.

De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre la extraña conversación que venía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:

-Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nosotros, y que yo haya mandado alejar a Barrois, porque la conversación que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tenemos que comunicaros algo importante.

El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.

-Y estamos seguros -continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna contradicción- de que os agradará.

El anciano sejuía impasible, si bien no perdía una sola palabra.

-Caballero -repuso Villefort-, casamos a Valentina.

Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír esta noticia.

-La boda se efectuará dentro de tres semanas -repuso Villefort.

Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.

La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:

-Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado. Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.

Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una chispa.

El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la había dejado su mujer:

-Señor -dijo-, es muy importante que, próxima como se encuentra Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en establecerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño profesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os cuiden.

Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.

Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.

Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:

-Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.

Después volvió, pero ya no se sentó.

-Este casamiento -añadió la señora de Villefort- es del agrado del señor d'Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende de su voluntad.

-Asesinato misterioso -dijo Villefort-, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.

Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.

-Ahora, pues -continuó Villefort-, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz d'Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.

Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.

-Sí, comprendo -respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.

Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de hombros.

Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.

-Ahora, caballero -dijo la señora de Villefort-, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a presentaros los suyos Eduardo?

Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar.

Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho.

Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.

A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces.

La señora de Villefort se mordió los labios.

-¿Queréis que os envíe a Valentina? -dijo.

-Sí -expresó el anciano al cerrar los ojos.

Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina.

Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas cosas tenía que decirle.

-¡Oh!, buen papá -exclamó-, ¿qué te ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?

-Sí -dijo cerrando los ojos.

-¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?, ¿contra mí?

-¡Contra mí! -exclamó Valentina asombrada.

El anciano hizo señas de que sí.

-¿Y qué te he hecho yo, querido y buen papá? -exdamó Valentina.

El anciano renovó las señas.

Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.

-Yo no te he visto hoy aún..., ¿te han contado algo de mí?

-Sí -dijo la mirada del anciano con viveza.

-Veamos. ¡Dios mío!, lo juro..., abuelito... ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?

-Sí.

-¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado...? ¿Qué es...? ¿Quieres que se lo vaya a preguntar?

-No, no -dijo la mirada.

-¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! -y comenzó a reflexionar.

-¡Ah!, ya caigo -dijo bajando la voz y acercándose al anciano-. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?

-Sí -replicó la mirada enojada.

-Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no te dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!

No obstante, la mirada parecía decir:

-No es tan sólo tu casamiento lo que me aflige.

-¿Pues qué es? -preguntó la joven-, ¿tú crees tal vez que yo te abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?

-No -dijo el anciano.

-¿Te han dicho entonces que el señor d'Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?

-Sí.

-¿Por qué estás enojado, entonces?

Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.

-Sí, comprendo -dijo Valentina-, porque me amas.

El anciano hizo señas de que sí.

-¡Y temes que sea desgraciada!

-Sí.

-¿Tú no quieres al señor Franz?

Los ojos repitieron tres o cuatro veces:

-No, no, no.

-¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!

-Sí.

-¡Pues bien!, escucha -dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos alrededor de su cuello-, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d'Epinay.

Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.

-Cuando quise retirarme al convento, recuerda que te enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?

Los ojos del anciano se humedecieron.

-¡Pues bien! -continuó Valentina-, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi desesperación.

Noirtier estaba cada vez más conmovido.

-¿También a ti te disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper ese proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan firme!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo. ¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de tu fuerza y de tu salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvidado de arrebatarme junto con las otras.

Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven creyó leer en ellos estas otras:

-Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.

-¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? -dijo Valentina.

-Sí.

Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.

-¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!

Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su abuelo ¡no!

-Pues, señor -dijo-, recurramos al gran medio, soy una torpe.

Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.

-¡Ah! -dijo Valentina-, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no...

-Sí, sí, sí -expresó el anciano.

-¡Ah!, ¿conque es no?

-Sí.

La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.

A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.

-Notario -dijo-, ¿quieres un notario, abuelito?

-Sí -exclamó el paralítico.

-¿Debe saberlo mi padre?

-Sí.

-¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?

-Sí.

-Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?

-Sí.

La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuarto de su padre.

-¿Estás contento? -dijo Valentina-. Sí..., lo creo, bien..., ¡no era muy fácil de adivinar eso!

Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.

El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.

-¿Qué queréis, caballero? -preguntó al paralítico.

-Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.

Ante este deseo extraño a inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.

-Sí -dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayuda de Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.

-¿Pedís un notario? -repitió Villefort-. ¿Para qué?

Noirtier no respondió.

-¿Y para qué necesitáis un notario? -preguntó de nuevo Villefort.

La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persisto en mi voluntad.

-¿Para jugarnos alguna mala pasada? -dijo Villefort-; no podía saber...

-Pero, en fin -dijo Barrois, pronto a insistir con la perseverancia propia de los criados antiguos-, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.

Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.

-Sí, quiero un notario -dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si hubiese dicho:

-Veamos si se me niega lo que pido.

-Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me disculparé con él, y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.

-No importa -dijo Barrois-, yo voy a buscarle; -y el antiguo criado salió triunfante.

En el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés malicioso que anunciaba tantas cosas. La joven comprendió esta mirada y Villefort también, porque su frente se oscureció y sus cejas se fruncieron.

Tomó una silla y se instaló en el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba con una perfecta indiferencia, pero había mandado a Valentina de reojo que no se inquietase y que se quedara también.

Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.

-Caballero -dijo Villefort, después de los primeros saludos-, os ha llamado el señor Noirtier de Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis completa le ha quitado el use de todos los miembros y de la voz, y nosotros solos, con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.

Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave e imperativa, que la joven respondió al momento:

-Caballero, yo comprendo todo cuanto dice mi abuelo.

-Es cierto -añadió Barrois-, todo, absolutamente todo, como os decía cuando veníamos.

-Permitid, caballero, y vos también, señorita -dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina-; es éste uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabilidad peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad.

El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey.

Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.

-Caballero -dijo-, la lengua que yo hablo con mi abuelo se puede aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?

-Lo que el instrumento público requiere para ser válido -respondió el notario-; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.

-Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.

La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal reconocimiento, que fue comprendida aun por el notario.

-¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? -preguntó aquél.

Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.

-¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella son las que os sirven para expresar vuestro pensamiento?

-Sí -dijo de nuevo el paralítico.

-¿Sois vos quien me ha mandado llamar?

-Sí.

-¿Para hacer vuestro testamento?

-Sí.

-¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?

El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.

-¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? -preguntó la joven-, ¿y descansará vuestra conciencia?

Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.

-Caballero -dijo-, ¿creéis que un hombre haya podido experimentar impunemente un choque físico tan terrible como el que experimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido también una grave lesión?

-No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero -respondió el notario-; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de provocar las respuestas?

-Ya veis que ello es imposible -dijo Villefort.

Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemente una respuesta.

-Caballero -dijo la joven-, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.

-No -respondió el anciano.

-Probemos, pues -dijo el notario--, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?

El paralítico respondió que sí.

-Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto queréis hacer?

Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.

En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.

-La letra t es la que pide el señor -dijo el notario-, está claro...

-Esperad -dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo-, también ta, te...

El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.

Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo observaba todo.

-Testamento -señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.

-Testamento -exclamó el notario-, es evidente que el señor quiere testar.

-Sí -respondió el anciano.

-Esto es maravilloso, caballero -dijo el notario a Villefort.

-En efecto -replicó-, y lo sería asimismo ese testamento, porque yo no creo que los artículos se puedan redactar palabra por palabra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este testamento, para ser intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.

-¡No, no, no! -protestó con los ojos el señor Noirtier.

-¡Cómo! -repuso el señor de Villefort-. ¿No está Valentina interesada en vuestro testamento?

-No.

-Caballero -dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles de este episodio pintoresco--; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y ese testamento será un testamento místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte, para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? -continuó el notario dirigiéndose al anciano.

-Sí -respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.

«¿Qué va a hacer?» pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.

Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.

El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.

Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo notario había llegado.

Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noirtier una fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el examen de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:

-Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.

-Sí -respondió Noirtier.

-¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?

-Sí.

-Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis cuando creáis que es la vuestra?

-Sí.

Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la materia; era un espectáculo curioso.

Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.

-Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? -preguntó.

Noirtier permaneció inmóvil.

-¿Quinientos mil?

La misma inmovilidad.

-¿Seiscientos mil...?, ¿setecientos mil...?, ochocientos mil...?, ¿novecientos mil...?

Noirtier hizo señas afirmativas.

-¿Posee novecientos mil francos?

-Sí.

-¿Inmuebles?

-No.

-¿En escrituras de renta?

Noirtier hizo señas afirmativas.

-¿Están en vuestro poder estas inscripciones?

Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un instante después con una cajita.

-¿Permitís que se abra esta caja? -preguntó el notario.

Noirtier dijo que sí.

Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.

El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había dicho Noirtier.

-Esto es -dijo-; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. -Y volviéndose luego hacia el paralítico:- ¿Conque -le dijo- poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?

-Sí.

-¿A quién deseáis dejar esa fortuna?

-¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, no cabe la menor duda; el señor Noirtier aura únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el precio de su cariño.

Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de Villefort por las intenciones que le suponía.

-¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil francos? -inquirió el notario persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.

Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la mayor ternura; volviéndose después hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.

-¡Ah!, ¿no? -dijo el notario-; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?

Noirtier hizo seña negativa.

-¿No os engañáis? -exclamó el notario asombrado-; ¿decís que no?

-No-repitió Noirtier-, no...

Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta ordinariamente semejantes actos.

Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:

-¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortuna, pero reserváis para mí vuestro corazón.

-¡Oh!, sí, seguramente -dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una expresión ante la cual Valentina no podia engañarse.

-¡Gracias!, ¡gracias! -murmuró la joven.

Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al anciano.

-¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor Noirtier? -inquirió la madre.

El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.

-No -exclamó el notario-; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?

-¡No! -repuso el anciano.

Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la otra de despecho.

-Pero ¿qué os hemos hecho, padre? -dijo Valentina-, ¿no nos amáis ya?

La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una expresión de ternura.

-¡Entonces! -dijo ésta-; si me amas, veamos, padre mío, procure unir este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rica por parte de mi madre, demasiado rica tal vez; explícate, pues.

Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.

-¿Mi mano? -dijo ella.

-Sí -dijo.

-¿Su mano? -repitieron todos los concurrentes, asombrados.

-¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco -dijo Villefort.

-¡Oh! -exclamó de repente Valentina-, ¡ya comprendo!, mi casamiento, ¿no es verdad, buen padre mío?

-Sí, sí, sí -repitió tres veces el anciano.

-¿No te agrada mi casamiento?, ¿es verdad?

-Sí.

-¡Pero eso es un absurdo! -dijo Villefort.

-Disculpadme, caballero -dijo el notario-, todo esto que está ocurriendo es muy natural, y todos quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.

-¿No queréis que me case con el señor Franz d'Epinay?

-No, no quiero -expresaron los ojos del anciano.

-¿Y desheredaríais a vuestra nieta -exclamó el notario-, por efectuar una boda contra vuestro gusto?

-Sí -respondió Noirtier.

-¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?

-Sí.

Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.

Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su abuelo con singular dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar suyo, se retrataba en su semblante.

-Pero -dijo al fin Villefort rompiendo el silencio- creo que yo sólo soy dueño de la mano de mi hija, y quiero que se case con el señor Franz d'Epinay, y se casará.

Valentina cayó llorando sobre un sillón.

-Caballero -dijo el notario dirigiéndose al anciano-, ¿qué pensáis hacer de vuestro caudal, en caso de que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el señor Franz?

El anciano permaneció inmóvil.

-No obstante, ¿dispondréis de él?

-Sí -respondió Noirtier.

-¿En favor de alguno de vuestra familia?

-No.

-¿En favor de los necesitados?

-Sí.

-Pero bien sabéis -dijo el notario- que la ley se opone a que despojéis enteramente a vuestros hijos.

-Sí.

-¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley?

Noirtier permaneció inmóvil.

-¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?

-Sí.

-Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.

-No.

-Mi padre me conoce, caballero -dijo el señor de Villefort-, sabe que su voluntad será sagrada para mí; por otra parte, se da cuenta de que en mi posición no puedo pleitear con los pobres.

Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.

-¿Qué decís, caballero? -preguntó el notario a Villefort.

-Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y yo sé que no cambia nunca. Por consiguiente, debo resignarme. Estos novecientos mil francos saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero jamás cederé ante un capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.

Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue aprobado por el anciano, firmado después en su presencia y archivado más tarde en casa del señor Deschamps, notario de la familia.

Capítulo Tercero

El telégrafo y el jardín

Al volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se dirigió inmediatamente al salón.

Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el señor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombrío y pensativo.

-¡Oh, Dios mío! -dijo Montecristo después de los primeros saludos-; ¿qué os ocurre, señor de Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?

Villefort trató de sonreírse.

-No, señor conde -dijo-, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una casualidad, una locura, una manía.

-¿Qué queréis decir? -preguntó Montecristo con interés perfectamente fingido-. ¿Os ha sucedido en realidad alguna desgracia grave?

-¡Oh, señor conde! -dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura-, no vale la pena hablar de ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.

-En efecto -respondió Montecristo-, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.

-Por consiguiente -respondió Villefort-, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el porvenir de mi hija por un capricho de anciano...

-¡Cómo...!, ¿qué decís? -exclamó el conde-: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?

-Mi padre, de quien ya os he hablado.

-¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuerdo, que tanto él como todas sus facultades estaban completamente paralizadas...

-Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea, obra, como veis. Hace cinco minutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su testamento a dos notarios.

-¿Pero ha hablado?

-No, pero se hace comprender.

-¿Pues cómo?

-Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.

-Amigo mío -dijo la señora de Villefort, que acababa de entrar-, tal vez exageráis la situación.

-Señora... -dijo el conde inclinándose.

La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.

-¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort -preguntó Montecristo-, y qué desgracia incomprensible...?

-¡Incomprensible, ésa es la palabra! -repuso el procurador del rey encogiéndose de hombros-; un capricho de anciano.

-¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?

-Desde luego -dijo la señora de Villefort-; y aún diré que depende de mi marido el que ese testamento, en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.

El conde adoptó un aire distraído y miró con la más profunda atención y con la aprobación más marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pájaros.

-Querida -dijo Villefort respondiendo a su mujer-, bien sabéis que a mi no me gusta dármelas de patriarca, y que jamás he creído que la suerte del universo dependiese de un movimiento de mi cabeza. Sin embargo, importa que mis decisiones sean respetadas en mi familia, y que la locura de un anciano y el capricho de una niña no destruyan un proyecto que llevo en la mente desde hace muchos años. El barón d'Epinay era mi amigo, y una alianza con su hijo sería muy conveniente.

-¿No creéis -dijo la señora de Villefort- que Valentina está de acuerdo con él...?; en efecto..., siempre ha sido opuesta a ese casamiento, y no me admiraría que todo lo que acabamos de presenciar fuese un plan concertado entre ellos.

-Señora -dijo Villefort-, creedme, no se renuncia tan fácilmente a una fortuna de novecientos mil francos.

-Renunciaba al mundo, caballero, puesto que hace un año quería entrar en un convento.

-No importa -repuso Villefort-, os repito que esa boda se efectuará, señora.

-¿A pesar de la voluntad de vuestro padre? -dijo la señora de Villefort, atacando otra cuerda-, ¡eso es muy grave!

Montecristo hacía como que no escuchaba, y sin embargo, no perdía palabra de lo que se decía.

-Señora -repuso Villefort, puedo decir que siempre he respetado a mi padre, porque al sentimiento natural de la descendencia iba unido en mi el convencimiento de la superioridad moral, porque, después de todo, un padre es sagrado bajo dos aspectos: sagrado como nuestro creador, sagrado como nuestro dueño; pero hoy debo renunciar a reconocer inteligencia en el anciano que, por un simple recuerdo de odio contra el padre, persigue así al hijo; sería, pues, ridículo para mí conformar mi conducta a sus caprichos. Continuaré respetando al señor Noirtier. Sufriré sin quejarme el castigo pecuniario que me impone; pero permaneceré firme en mi voluntad, y el mundo apreciará de parte de quién estaba la razón. En fin, yo casaré a mi hija con el barón Franz d'Epinay, porque es, a mi juicio, bueno, y sobre todo porque ésta es mi voluntad.

-¿Conque -dijo el conde, cuya aprobación había solicitado con una mirada el procurador del rey-; conque el señor Noirtier deshereda a la señorita Valentina porque se va a casar con el señor barón Franz d'Epinay?

-¡Oh!, sí, sí, señor; ésa es la razón -dijo Villefort encogiéndose de hombros.

-La razón aparente, al menos -añadió la señora de Villefort.

-La razón real, señora. Creedme, yo conozco a mi padre.

-¿Cómo se concibe eso? -respondió la señora-; ¿en qué puede desagradar el señor d'Epinay al señor Noirtier?

-En efecto -dijo el conde-, he conocido al señor Franz d'Epinay: el hijo del general Quesnel, ¿no es verdad que fue hecho barón d'Epinay por el rey Carlos X?

-¡Exacto! -repuso Villefort.

-¡Pues bien...!, ¡creo que es un joven muy simpático!

-¡Oh!, estoy segura de que eso no es más que un pretexto --dijo la señora de Villefort-; los ancianos son muy tercos, ¡y el señor Noirtier no quiere que su nieta se case!

-Pero -dijo Montecristo-, ¿no sabéis la causa de ese odio?

-¡Oh!, ¿quién puede saber...?

-¿Alguna antipatía política tal vez...?

-En efecto, mi padre y el señor d'Epinay han vivido en tiempos revueltos, de que yo no he visto más que los últimos días -dijo Villefort.

-¿No era bonapartista vuestro padre? -preguntó Montecristo-. Creo recordar que vos me dijisteis algo por el estilo.

-Mi padre ha sido jacobino ante todo -repuso Villefort-, y la túnica de senador que le puso sobre los hombros Napoleón, no hacía más que disfrazar al antiguo revolucionario, aunque sin cambiarle. Cuando mi padre conspiraba, no era por el emperador, era contra los Borbones.

-¡Pues bien! -dijo el conde-; eso es, el señor Noirtier y el señor d'Epinay se habrán encontrado en esas trifulcas políticas. El general d'Epinay, aunque sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del corazón sentimientos realistas, y fue asesinado una noche al salir de un club de partidarios de Napoleón, adonde le habían atraído con la esperanza de encontrar en él un hermano.

Villefort miró al conde con terror.

-¿Estoy, acaso, equivocado? -dijo Montecristo.

-No, caballero -dijo la señora de Villefort-, y ésa, al contrario, es la causa por la que el señor de Villefort ha querido que se amasen dos hijos cuyos padres se habían aborrecido.

-¡Sublime idea...! -dijo Montecristo-,idea llena de caridad y que debía ser aplaudida por el mundo. En efecto, sería hermoso ver llamar a la señorita Noirtier de Villefort, señora Franz d'Epinay.

Villefort se estremeció y miró al conde como si hubiese querido leer en el fondo de su corazón la intención que había dictado las palabras que acababa de pronunciar.

Pero el conde conservó su bondadosa sonrisa en los labios, y tampoco esta vez, a pesar de la profundidad de sus miradas, pudo el procurador del rey traspasar su epidermis.

-Así, pues -repuso Villefort-, aunque sea una gran desgracia para Valentina el perder los bienes de su abuelo, no pienso que por eso se desbarate esa boda; no lo creo, dado el carácter del señor d'Epinay: tal vez conozca el sacrificio que yo he hecho por cumplir su palabra, calculará que Valentina es rica por su madre y por el señor y la señora de Saint-Merán, sus abuelos maternos, que la aman tiernamente, amor al que mi hija, a su vez, corresponde.

-Y bien merecen ser amados -dijo la señora de Villefort-; además, van a venir a París dentro de un mes a lo sumo, y Valentina, después de tal afrenta, tendrá que refugiarse, como lo ha hecho hasta aquí, al lado del señor Noirtier.

El conde escuchaba complacido la voz contraria de estos amores propios heridos, y de estos intereses destruidos.

-Pero yo opino -dijo Montecristo tras una pausa-, y os pido perdón de antemano por lo que voy a deciros; yo opino que si el señor Noirtier deshereda a la señorita de Villefort por querer ésta casarse con un joven a cuyo padre él ha detestado, no tiene que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito.

-Tenéis razón, caballero -exclamó la señora de Villefort con una entonación imposible de describir-; eso es injusto, odiosamente injusto; ese pobre Eduardo tan nieto es del señor Noirtier como Valentina, y con todo, si Valentina no se casase con el señor d'Epinay, el señor Noirtier le dejaría toda su fortuna; además, Eduardo lleva también el nombre de la familia, lo cual no impide que de todos modos Valentina sea tres veces más rica que él.

El conde seguía escuchando muy atento.

-Mirad -dijo Villefort-, mirad, señor conde, dejemos esas pequeñeces de familia; sí, es verdad, mi caudal aumentará la renta de los pobres, que son ahora los verdaderos ricos. Mi padre me habrá frustrado una legítima esperanza, sin razón; pero yo habré obrado como un hombre de gran corazón. El señor d'Epinay, a quien yo había prometido esta suma, la recibirá, aunque para ello tuviera que imponerme las mayores privaciones.

-No obstante -repuso la señora de Villefort volviendo a la única idea que bullía en su corazón-, tal vez sería mejor confiar este suceso al señor d'Epinay, y que volviese de su palabra.

-¡Oh!, ¡sería una gran desgracia! -exclamó Villefort.

-¡Una gran desgracia! -repitió Montecristo.

-Sin duda -repuso Villefort-; un casamiento desbaratado, y por razones pecuniarias, favorece muy poco a una joven; luego volverían a nacer antiguos rumores que yo quería apagar. Pero no, no sucederá tal cosa; el señor d'Epinay, si es honrado, se verá más comprometido que antes con motivo de la desherencia; si no, obraría como un avaro: no, ¡es imposible!

-Yo soy del mismo parecer que el señor de Villefort -dijo el señor de Montecristo fijando su mirada en la señora de Villefort-; y si fuese bastante amigo vuestro para daros un consejo, os invitaría, puesto que el señor d'Epinay va a volver pronto, a anudar ese asunto de modo que fuese imposible desatarlo; le comprometería de tal manera, que no tuviese más remedio que acceder a los deseos del señor de Villefort.

Este último se levantó, transportado de una visible alegría, mientras que su mujer palidecía ligeramente.

-Bien -dijo-; eso es todo lo que yo pedía, y me alegraría infinito ser tan buen consejero como vos -dijo, presentando la mano a Montecristo-. Así, pues, que todos consideren lo que ha sucedido hoy, como si nada hubiera pasado: nada se ha modificado en nuestros proyectos.

-Caballero -dijo el conde-, el mundo, por injusto que sea, sabrá apreciar como es debido vuestra resolución, os respondo de ello; vuestros amigos se enorgullecerán, y el señor d'Epinay, aunque tuviese que tomar sin dote a la señorita de Villefort, tendrá un gran placer de entrar en una familia que sabe elevarse a la altura de tales sacrificios para cumplir su palabra y su deber.

Y al acabar de pronunciar estas palabras se había levantado y se disponía a partir.

-¿Nos dejáis ya, señor conde? -preguntó la señora de Villefort.

-Es necesario, señora; venía sólo a recordaros vuestra promesa: hasta el sábado.

-¿Temíais que la hubiese olvidado?

-Sois demasiado buena, pero el señor de Villefort tiene a veces tan graves y tan urgentes ocupaciones...

-Mi marido ha dado su palabra, caballero -dijo la señora de Villefort-; bien veis que la cumple aun cuando sea en perjuicio suyo; ¿cómo no la cumpliría cuando con ello sale ganando?

-¿Y será la reunión -preguntó Villefort- en vuestra casa de los Campos Elíseos?

-No -dijo Montecristo-, y por eso tendrá más mérito vuestra asistencia. Será en el campo.

-¿En el campo?

-Sí.

-¿Y dónde?, cerca de París, supongo.

-A media milla de la barrera, en Auteuil.

-¡En Auteuil! -exclamó Villefort-. ¡Ah!, ¡es verdad!, mi mujer me ha dicho que vivíais allí algunas veces, puesto que teníais una preciosa casa. ¿Y en qué sitio?

-En la calle de La Fontaine.

-¿Calle de La Fontaine? -repuso el procurador del rey con voz ahogada-; ¿y en qué número?

-En el 28.

-¡Oh...! -exclamó Villefort-. ¿Entonces es a vos a quien han vendido la casa del señor de Saint-Merán?

-¿Del señor de Saint-Merán? -inquirió Montecristo-. ¿Pertenecía esa casa al señor de Saint-Merán?

-Sí -repuso la señora de Villefort-; ¿y creeréis una cosa, señor conde?

-¿Qué?

-Encontráis linda esa casa, ¿no es verdad?

-Encantadora.

-Pues bien, mi marido no ha querido habitarla nunca.

-¡Oh! -repuso Montecristo-; en verdad, caballero, es una prevención cuya causa no puedo adivinar.

-No me gusta vivir en Auteuil -respondió el procurador del rey haciendo un grande esfuerzo por dominarse.

-Pero no seré tan desgraciado -dijo con inquietud Montecristo- que esa antipatía me prive de la dicha de recibiros.

-No, señor conde..., así lo espero..., creed que haré todo cuanto pueda -murmuró Villefort.

-¡Oh! -repuso Montecristo-, no admito excusas. El sábado a las seis os espero; y si no vais, creeré..., ¿qué sé yo...? Que hay acerca de esa casa inhabitada después de veinte años..., alguna lúgubre tradición, alguna sangrienta leyenda.

Villefort dijo vivamente:

-Iré, señor conde, iré.

-Gracias -dijo Montecristo-. Ahora es preciso que me permitáis despedirme de vos.

-En efecto, habéis dicho que era necesario que nos dejaseis -dijo la señora de Villefort-. Y creo que ibais a decirnos la causa de vuestra marcha repentina.

-En verdad, señora -dijo Montecristo-, no sé si me atreveré a deciros dónde voy.

-¡Bah! No temáis.

-Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras.

-¿El qué?

-Un telégrafo óptico.

-¡Un telégrafo! -repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort.

-Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver de cerca a aquellos inmensos insectos de vientres blancos, y de patas negras y delgadas, porque temía encontrar debajo de sus alas de piedra al pequeño genio humano pedante, atestado de ciencia y de magia. Pero una mañana me enteré de que el motor de cada telégrafo era un pobre diablo de empleado con mil doscientos francos al año, ocupado todo el día en mirar, no al cielo, como un astrónomo, ni al agua, como un pescador, ni al paisaje, como un cerebro vacío, sino a su correspondiente insecto, blanco también de patas negras y delgadas, colocado a cuatro o cinco leguas de distancia. Entonces sentí mucha curiosidad por ver de cerca aquel insecto y asistir a la operación que usaba para comunicar las noticias al otro.

-¿De modo que vais allá ahora?

-Sí.

-¿A qué telégrafo? ¿Al del ministerio del Interior o al del Observatorio?

-¡Oh!, no; encontraría en ellos personas que me querrían obligar a comprender cosas que yo quiero ignorar, y me explicarían a mí pesar un misterio que ellos mismos ignoran. ¡Diablo!, quiero conservar las ilusiones que tengo aún sobre los insectos; bastante es el haber perdido las que tenía sobre los hombres. No iré, pues, al telégrafo del ministerio del Interior, ni al del Observatorio. Lo que deseo ver es el telégrafo del campo, para encontrar en él a un hombre honrado petrificado en su torre.

-Sois un personaje realmente singular -dijo Villefort.

-¿Qué línea me aconsejáis que estudie?

-Aquella de la que más se ocupan todos hasta ahora.

-¡Bueno!, de la de España, ¿eh?

-Exacto.

-¿Queréis una carta del ministro para que os expliquen...?

-No -dijo Montecristo-, porque os repito que no quiero comprender nada. Tan pronto como comprenda algo, ya no habrá telégrafo, no habrá más que una señal del señor Duchatel o del señor Montivalet transmitida al prefecto de Bayona en dos palabras griegas: telé-graphos. El insecto de la palabra espantosa es lo que yo quiero conservar en toda su pureza y en toda mi veneración.

-Marchaos, entonces, porque dentro de dos horas, será de noche y no veréis nada.

-¡Diablo!, ¡me asustáis!, ¿cuál es el más próximo?

-El del camino de Bayona.

-¡Bien, sea el del camino de Bayona!

-El de Chatillón.

-¿Y después del de Chatillón?

-El de la torre de Monthery, me parece.

-¡Gracias!, hasta la vista; el sábado os contaré mis impresiones.

A la puerta encontróse el conde con los dos notarios que acababan de desheredar a Valentina, y que se retiraban, encantados de haber extendido un acta de tal especie que no podía menos de hacerles mucho honor.

El conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el telégrafo; pero la mañana siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin detenerse en el telégrafo, que precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos y descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el punto más elevado de la llanura de este nombre.

Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de dieciocho pulgadas de ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a la cima, se encontró detenido por un vallado sobre el cual los frutos verdes habían sucedido a las flores sonrosadas y blancas.

Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla. Consistía ésta en una especie de enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un bramante bastante grueso. En un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.

Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de ancho, limitado a un lado por la parte de cerca en la cual estaba colocada la ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de puerta; y el otro por la antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.

Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas terribles, si uniese una voz a los oídos amenazadores que un antiguo proverbio atribuye a las paredes.

Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja. Esta calle tenía la forma de un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta. Jamás fue honrada Flora, la risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y tan puro como lo era el que le rendían en este jardincito.

Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuyas hojas no había una que no llevase señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una planta que no estuviese dañada por los pulgones o insectos que asolan y roen las plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad lo que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo denotaban bien; por otra parte la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo lleno de agua encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían constantemente sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por la contrariedad de humor, se volvían continuamente la espalda en los dos puntos opuestos del círculo del estanque.

Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño parásito; y sin embargo, sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.

Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la cuerda, y abarcó de una mirada toda la propiedad.

De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este bulto se levantó dejando escapar una exclamación que denotaba asombro, y Montecristo se encontró frente a un buen hombre que representaba unos cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de parra.

Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.

El buen hombre, al levantarse, estuvo a pique de dejar caer las fresas, las hojas y un plato que también llevaba consigo.

-¡Hola!, estáis recogiendo fresas, ¿eh? -dijo Montecristo sonriendo.

-Perdonad, caballero -respondió el buen hombre quitándose su gorra-, no estoy allá arriba, es verdad; pero ahora mismo acabo de bajar.

-Que no os incomode yo en nada, amigo mío -dijo el conde-, coged vuestras fresas, si aún os queda alguna por coger.

-Todavía quedan diez -dijo el hombre-, porque aquí hay once, y yo conté ayer veintiuna, cinco más que el año pasado. Pero no es extraño; la primavera ha sido este año muy calurosa, y ya sabéis, que lo que las fresas necesitan es el calor. Ahí tenéis por qué en lugar de dieciséis que cogí el año pasado tengo este año, mirad, once cogidas, trece..., catorce..., quince..., dieciséis..., diecisiete..., dieciocho... ¡Oh! ¡Dios mío!, me faltan tres, pues ayer estaban, caballero, ayer estaban, no me cabe duda, las conté muy bien. Nadie sino el hijo de la tía Simona puede habérmelas quitado; ¡esta mañana me pareció haberlo visto andar por aquí! ¡Robar en un jardín, no sabe él bien a lo que esto puede conducirle...!

-En efecto -dijo Montecristo-, eso es muy grave, pero vos os vengaréis del niño ese, no ofreciéndole ninguna fresa ni a él ni a su madre.

-Desde luego -dijo el jardinero-; sin embargo, no es por eso menos desagradable... Pero os pido perdón, de nuevo, caballero: ¿es tal vez a algún jefe a quien hago esperar?

E interrogaba con una mirada respetuosa y tímida al conde y a su frac azul.

-Tranquilizaos, amigo mío -dijo el conde con aquella sonrisa que tan terrible y tan bondadosa podía ser, según su voluntad, y que esta vez no expresaba más que bondad-, no soy un jefe que vengo a inspeccionar vuestras acciones, sino un simple viajero conducido por la curiosidad, y que empieza a echarse en cara su visita al ver que os hace perder vuestro tiempo.

-¡Oh!, tengo tiempo de sobra -repuso el buen hombre con una sonrisa melancólica-. Sin embargo, es el tiempo del gobierno, y yo no debiera perderlo; pero había recibido la señal que me anunciaba que podía descansar una hora -y miró hacia un cuadrante solar, porque de todo había en la torre de Monthery-, y ya veis, aún tenía diez minutos de qué disponer; además, mis fresas estaban maduras y un día más... Por otra parte, ¿creeríais, caballero, que los lirones me las comen?

-¡Toma...!, pues no lo hubiera creído -respondió gravemente Montecristo-, es una vecindad muy mala la de los lirones, particularmente para nosotros que no los comemos empapados en miel como hacían los romanos.

-¡Ah!, ¿los romanos los comían...? -preguntó asombrado el jardinero-, ¿se comían los lirones?

-Yo lo he leído en Petronio -dijo el conde.

-¿De veras...?, pues no deben estar buenos, aunque se diga: gordo como un lirón. Y no es extraño, caballero, que los lirones estén gordos, puesto que no hacen más que dormir todo el santo día, y no se despiertan sino para roer y hacer daño durante la noche. Mirad, el año pasado tenía yo cuatro albaricoques, me comieron uno. Yo tenía también un abridero, uno solo, es verdad que ésta es fruta rara; pues me lo devoraron..., es decir, la mitad; un abridero soberbio y que estaba excelente. ¡Nunca he comido otro igual!

-¿Pues cómo lo comisteis...? -preguntó Montecristo.

-Es decir, la mitad que quedaba, ya comprenderéis. Estaba exquisito, caballero. ¡Ah!, ¡diantre!, esos señores no escogen los peores bocados. Lo mismo que el hijo de la tía Simona, no ha escogido las peores fresas. Pero este año -continuó el jardinero- no sucederá eso, aunque tenga que pasar la noche de centinela cuando yo vea que estén prontas a madurar.

El conde había visto ya bastante para poder juzgar. Cada hombre tiene su pasión, lo mismo que cada fruta su gusano; la del hombre del telégrafo era, como se ha visto, una extremada afición al cultivo de las flores y de las frutas.

Entonces Montecristo empezó a quitar las hojas que ocultaban a las uvas los rayos del sol, conquistando así la voluntad del jardinero, que dijo:

-¿El señor habrá venido tal vez para ver el telégrafo?

-Sí, señor, si no está prohibido por los reglamentos.

-¡Oh!, no, señor -dijo el jardinero-, puesto que no hay nada de peligroso, ya que nadie sabe ni puede saber lo que decimos.

-Me han dicho, en efecto -repuso el conde-, que repetís señales que vos mismo no comprendéis.

-Así es, caballero, y yo estoy así más tranquilo -dijo riendo el hombre del telégrafo.

-¿Por qué?

-Porque de este modo no tengo responsabilidad. Yo soy una máquina, y con tal que funcione, no me piden más.

-¡Diablo! -se dijo Montecristo-, ¿pero habré dado por casualidad con un hombre que no tuviese ambición...?, sería jugar con desgracia.

-Caballero -dijo el jardinero echando una ojeada hacia su cuadrante solar-, los diez minutos van a expirar, yo vuelvo a mi puesto. ¿Queréis subir conmigo?

-Ya os sigo.

Montecristo entró en la torre, que estaba dividida en tres pisos: el bajo contenía algunos instrumentos de labranza, como azadones, picos, regaderas, apoyados contra la pared; esto era todo.

El segundo piso era la habitación ordinaria, o más bien nocturna del empleado; contenía algunos utensilios sencillos, como una cama, una mesa, dos sillas, una fuente de barro, además algunas hierbas secas colgadas del techo, y que el conde identificó como manzanas de olor y albaricoques de España, cuyas semillas conservaba el buen hombre; todo esto lo tenía tan bien guardado como hubiera podido hacerlo un maestro botánico del jardín de plantas.

-¿Hace falta mucho tiempo para aprender la telegrafía, amigo mío...? -preguntó Montecristo.

-No es tan largo el estudio como el de los supernumerarios.

-¿Y qué sueldo tenéis...?

-Mil francos, caballero.

-No es mucho.

-No; dan la vivienda gratis, como veis.

Montecristo miró el cuarto.

Pasaron después al tercer piso; éste era la pieza destinada al telégrafo. Montecristo miró a su vez las dos máquinas de hierro, con ayuda de las cuales hacía mover la máquina el empleado.

-Esto es muy interesante -dijo-, pero es una existencia que deberá pareceros un poco insípida.

-Sí, al principio duelen un poco los ojos a fuerza de tanto mirar, pero al cabo de uno o dos años se acostumbra uno a ello; luego, también tenemos nuestras horas de recreo y nuestros días de vacaciones.

-¿Días de vacaciones?

-Sí, señor.

-¿Cuáles?

-Los nublados.

-¡Ah!, es natural.

-Esos son mis días de fiesta; bajo al jardín estos días, planto, cavo, siembro..., y en fin..., se pasa el rato...

-¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

-Diez años, y cinco de supernumerario..., son quince...

-Vos tenéis...

-Cincuenta y cinco años...

-¿Cuánto tiempo de servicio os hace falta para obtener la pensión...?

-¡Oh!, caballero, veinticinco años.

-¿Y a cuánto asciende esa pensión...?

-A cien escudos.

-¡Pobre humanidad! -murmuró Montecristo.

-¿Qué decís...? -inquirió el empleado.

-Que eso es muy interesante...

-¿El qué...?

-Todo lo que decís..., ¿y vos no comprendéis nada de vuestras señales?

-Nada absolutamente.

-¿Ni lo habéis intentado?

-Jamás: ¿de qué me serviría?

-Sin embargo, hay señales que se dirigen a vos.

-Sin duda.

-Y ésas sí las comprendéis.

-Siempre son las mismas.

-¿Y dicen?

-Nada de nuevo..., tenéis una hora..., o hasta mañana...

-Eso es muy inocente -dijo el conde-; pero, mirad, ¿no veis a vuestro telégrafo opuesto que empieza a moverse?

-Ah, es verdad; gracias, caballero.

-¿Y qué os dice?, ¿comprendéis algo?

-Sí, me pregunta si estoy preparado.

-¿Y le respondéis?

-Por la misma señal, que revela a mi correspondiente de la derecha que le atiendo, mientras que invita al de la izquierda que se prepare a su vez.

-Eso es muy ingenioso -dijo Montecristo.

-Vais a ver -repuso con orgullo el buen hombre-, dentro de cinco minutos va a hablar.

-Todavía dispongo de cinco minutos -dijo el conde-, esto es más de lo que necesito. Amigo mío, permitid que os haga una pregunta.

-¿Sois aficionado a los jardines?

-En extremo. -¿Y seríais feliz si en lugar de tener un jardincillo de veinte pies, tuvieseis una huerta y jardín de dos fanegas de tierra?

-Señor, eso sería un paraíso.

-¿Vivís mal con vuestros mil francos?

-Bastante mal; pero vivo, después de todo.

-Sí, pero no tenéis más que un miserable jardín.

-¡Ah!, es verdad, el jardín no es grande...

-Y..., pequeño como es, devorado por los lirones.

-Eso es una plaga...

-Decidme, ¿y si tuvierais la desgracia de volver la cabeza cuando vuestro correspondiente hablase...?

-No lo vería.

-Entonces, ¿qué ocurriría?

-Que no podría repetir sus señales...

-¿Y qué?

-Y no repitiéndolas, por descuido o por lo que fuese..., me exigirían el pago de la multa.

-¿A cuánto asciende esa multa?

-A cien francos.

-La décima parte de vuestro sueldo; ¡qué bonito!

-¡Ah! -exclamó el empleado.

-¿Os ha ocurrido eso alguna vez? -dijo Montecristo.

-Una vez, caballero, una vez que estaba regando un rosal.

-Bien. ¿Y si ahora cambiaseis alguna señal o transmitieseis otra?

-Entonces, eso es diferente, sería despedido y perdería mi pensión.

-¿Trescientos francos?

-Cien escudos, sí señor; de modo que ya podéis suponer que nunca haré tal cosa.

-¿Ni por quince años de vuestro sueldo? Mirad que vale la pena que lo penséis.

-¿Por quince mil francos?

-Sí.

-Caballero, me asustáis.

-¡Bah!

-Caballero, vos queréis tentarme.

-¡Justamente! Quince mil francos.

-Caballero, dejadme mirar a mi correspondiente de la derecha.

-Al contrario, no le miréis y mirad esto, en cambio.

-¿Qué es eso?

-¡Cómo! ¿No conocéis estos papelitos?

-¿Billetes de banco?

-Exacto; quince hay.

-¿Y a quién pertenecen?

-A vos, si queréis.

-¡A mí! -exclamó el empleado, sofocado.

-¡Oh, Dios mío!, a vos, sí, a vos.

-Caballero, ya empieza a moverse mi correspondiente de la derecha.

-Dejadle que se mueva...

-Caballero, me habéis distraído y me van a exigir la multa.

-Eso os costará cien francos; bien veis que tenéis interés en tomar mis quince billetes de banco.

-Caballero, mi correspondiente de la derecha se impacienta, redobla sus señales.

-Dejadle hacer; y vos tomad.

El conde puso el fajo de billetes en las manos del empleado.

-Ahora -dijo-, esto no basta; con vuestros quince mil francos no podréis vivir.

-Conservaré mi puesto.

-No; ¡lo perderéis!, porque vais a hacer otra señal que la de vuestro correspondiente.

-¡Oh!, caballero, ¿qué es lo que me proponéis?

-Una travesura sin importancia.

-Caballero, a menos de obligarme...

-Pienso obligaros, efectivamente...

Y Montecristo sacó de su bolsillo otro paquete.

-Tomad, otros diez mil francos -dijo-, con los quince que están en vuestro bolsillo, son veinticinco mil. Con cinco mil francos compraréis una bonita casa y dos fanegas de tierra; con los veinte mil podréis procuraros mil francos de renta.

-¿Un jardín de dos fanegas?

-Y mil francos de renta.

-¡Santo cielo!

-¡Tomad, pues... !

Y Montecristo puso a la fuerza en la mano del empleado el otro paquete de diez mil francos.

-¿Qué debo hacer...?

-Nada que os cueste trabajo, algo muy sencillo.

-Bien, ¿pero qué...?

-Repetir las señales que os voy a dar.

Montecristo sacó de su bolsillo un papel en el que había trazadas tres señales y otras tantas cifras indicaban el orden con que debían ejecutarse.

-No será muy largo, como veis.

-Sí, pero...

-¡Por este poco trabajo tendréis albaricoques buenos...!

El empleado empezó a maniobrar; con el rostro colorado y sudando a mares, el buen hombre ejecutó una tras otra las tres señales que le dio el conde, y a pesar de las espantosas dislocaciones del correspondiente de la derecha, que no comprendiendo nada de este cambio, comenzaba a pensar que el hombre de los albaricoques se había vuelto loco.

En cuanto al correspondiente de la izquierda, repitió concienzudamente las mismas señales, que fueron aceptadas en el ministerio del Interior.

-Ahora sois ya rico -dijo Montecristo.

-Sí -respondió el empleado-, ¿pero a qué precio?

-Escuchad, amigo mío -dijo Montecristo-, no quiero que tengáis remordimientos; creedme, porque, os lo juro, no habéis causado ningún perjuicio a nadie, y en cambio habéis hecho una buena acción.

El empleado veía los billetes de banco, los palpaba, los contaba, se ponía pálido, se ponía sofocado; al fin corrió hacia su cuarto para beber un vaso de agua; pero no tuvo tiempo para llegar hasta la fuente, y se desmayó en medio de sus albaricoques secos...

Cinco minutos después de haber llegado al ministerio la noticia telegráfica, Debray hizo enganchar los caballos a su cupé, y corrió a casa de Danglars.

-¿Tiene vuestro marido papel del empréstito español? -dijo a la baronesa.

-¡Ya lo creo!, por lo menos, seis millones.

-Que los venda a cualquier precio.

-¿Por qué?

-Porque don Carlos ha huido de Bourges y ha entrado en España.

-¿Cómo lo sabéis?

-¡Diantre! ¡Como sé yo todas las noticias!

La baronesa no se lo hizo repetir, corrió a ver a su marido, el cual corrió a su vez a la casa de su agente de cambio, y le mandó que lo vendiese todo a cualquier precio.

Cuando todos vieron que Danglars vendía los fondos españoles, bajaron inmediatamente. Danglars perdió quinientos mil francos, pero se deshizo de todo el papel de interés...

Aquella noche se leía en El Messager:

Despacho telegráfico:

El rey don Carlos ha huido de Bourges, y ha entrado en España por la frontera de Cataluña. Barcelona se ha sublevado en favor suyo.

Toda la noche no se habló más que de la previsión de Danglars que había vendido sus créditos, y de la suerte que tuvo al no perder más que quinientos mil francos en semejante jugada.

Los que habían conservado sus vales, o los que habían comprado los de Danglars, se consideraron arruinados, y pasaron una mala noche.

Al día siguiente se leía en El Moniteur:

Carecía de todo fundamento la noticia del Messager de anoche que anunciaba la fuga de don Carlos y la sublevación de Barcelona.
El rey don Carlos no ha salido de Bourges, y la Península goza de la más completa tranquilidad.
Una señal telegráfica, mal interpretada a causa de la niebla, ha dado lugar a este error.

Los fondos subieron al doble de lo que habían bajado.

Esto ocasionó a Danglars la pérdida de un millón.

-¡Bueno! -dijo Montecristo a Morrel, que estaba en su casa en el momento en que le anunciaba la extraña jugada de que había sido víctima Danglars-; acabo de efectuar por veinte mil francos un descubrimiento por el que hubiera dado cien mil.

-¿Qué habéis descubierto? -preguntó Maximiliano.

-Acabo de descubrir el medio de librar a un jardinero de los lirones que le comían sus albaricoques...

Capítulo Cuarto

Los fantasmas

Examinada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se debía esperar de una morada destinada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la voluntad de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba un espectáculo diferente.

El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio completamente descubierto, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada principal de la casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de musgo que debía suceder al enlosado.

En fin, la casa estaba desconocida. El mayordomo hubiera deseado que se hicieran algunas transformaciones en el jardín, pero el conde se opuso a ello, y prohibió que se tocase siquiera una hoja. Mas Bertuccio se desquitó, llenando de flores y adornos las antesalas, las escaleras y chimeneas.

Todo anunciaba la extraordinaria habilidad del mayordomo, la profunda ciencia de su amo, el uno para servir, el otro para hacerse servir: esta casa desierta después de veinte años, tan sombría y tan triste aun dos días antes, impregnada de ese olor desagradable que se puede llamar olor de tiempo, habíase transformado en un solo día. Al entrar en ella el conde, tenía al alcance de su mano sus libros y sus armas; a su vista, sus cuadros preferidos; en las antesalas, los perros, cuyas caricias le eran agradables, los pájaros que le divertían con sus cantos; toda esta casa, en fin, despertada de un largo sueño, vivía, cantaba, parecida a esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de nuestra alma si por desgracia las abandonamos.

Los criados iban y venían por el patio, todos contentos y alegres; los unos encargados de las cocinas y caminando por aquellas escaleras y corredores como si hiciese algún tiempo que los habitaban: otros se dirigían a las caballerizas, donde los caballos relinchaban respondiendo a los palafreneros, que les hablaban con más respeto del que tienen muchos criados para con sus amos.

La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, en los dos lados de la pared, y contenía dos mil volúmenes; una sección estaba destinada a las novelas modernas, y la que había acabado de publicarse el día anterior, la tenía ya en su estante encuadernada en tafilete encarnado y oro.

En otro lugar estaba el invernadero, lleno de plantas raras y flores que se abrigaban en grandes macetas del Japón, y en medio del invernadero, maravilla a la vez agradable a la vista y al olfato, un billar que parecía haber sido abandonado dos horas antes por los jugadores.

Una sola habitación había sido respetada por el signor Bertuccio. Delante de este cuarto, situado en el ángulo izquierdo del piso principal, al cual podía subirse por la escalera principal y salir por una escalerilla falsa, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio con terror.

El conde llegó a las cinco en punto, seguido de Alí, delante de la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba esta llegada con una impaciencia mezclada de inquietud. Ansiaba alguna alabanza y temía un fruncimiento de cejas. Montecristo descendió al patio, recorrió toda la casa y dio la vuelta al jardín, silencioso y sin dar la menor señal de aprobación o de disgusto.

Pero al entrar en su alcoba, situada en el lado opuesto a la pieza cerrada, extendió la mano hacia el cajón de una preciosa mesita de madera de rosa.

-Esto no puede servir más que para guardar guantes -dijo.

-En efecto, excelencia -respondió Bertuccio encantado-, abridlo y los hallaréis.

En los otros muebles el conde halló lo que deseaba; frascos de todos los tamaños y con toda clase de aguas de olor, cigarros y joyas...

-¡Bien, bien... ! -dijo.

Y el señor Bertuccio se retiró contentísimo de que su amo lo hubiese quedado de los muebles y de la casa.

A las seis en punto se oyeron las pisadas de un caballo delante de la puerta principal: era nuestro capitán de spahis conducido por Medeah.

Montecristo lo esperaba en la escalera con la sonrisa en los labios.

-Estoy seguro de que soy el primero -le gritó Morrel-; lo he hecho a propósito para poder estar un momento a solas con vos antes de que llegue nadie. Julia y Manuel me han dado mil recuerdos. ¡Ah!, ¿sabéis que esto es estupendo? Decidme, ¿me cuidarán bien el caballo vuestros criados?

-Tranquilizaos, mi querido Maximiliano; entienden de eso.

-Precisa de mucho cuidado. ¡Si supieseis qué paso ha traído!, ¡ni un huracán...!

-¡Diablo!, ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! -dijo Montecristo con el mismo tono con que un padre podría hablar a su hijo.

-¿Lo sentís? -dijo Morrel con su franca sonrisa.

-¡Dios me libre...! -respondió el conde-. No; sentiría que el caballo no fuese bueno.

-Es tan estupendo, mi querido conde, que el señor de Chateau Renaud, el hombre más inteligente de Francia, y el señor Debray, que monta los mejores caballos, vienen corriendo en pos de mí en este momento, y han quedado un poco atrás, como veis; van acompañando a la baronesa, cuyos caballos van a un trote con el que podrían andar seis leguas en una hora...

-Entonces pronto deberán llegar -repuso Montecristo.

-Mirad, ahí los tenéis.

En efecto, en el mismo instante, un cupé arrastrado por dos soberbios caballos de tiro, llegó delante de la reja de la casa, que se abrió al punto. El cupé describió un círculo, y paróse delante de la escalera, seguido de dos jinetes.

Debray echó pie a tierra en un segundo, y se plantó al lado de la portezuela. Ofreció su mano a la baronesa, que le hizo al bajar un gesto imperceptible para todos, excepto para Montecristo.

Pero el conde no perdía ningún detalle, y al mismo tiempo que el gesto, vio relucir un billetito blanco tan imperceptible como el gesto, y que pasó con un disimulo que indicaba la costumbre de esta maniobra, de las manos de la señora Danglars a las del secretario del ministro.

Detrás de su mujer bajó el banquero, pálido como si hubiese salido del sepulcro en lugar de salir de su carruaje.

La señora Danglars lanzó en derredor de sí una mirada rápida e investigadora que sólo Montecristo pudo comprender y con la que abarcó el patio, el peristilo, la fachada de la casa; pero, conteniendo una emoción que se pintó ligeramente en su semblante, subió la escalera diciendo a Morrel:

-Caballero, si fueseis del número de mis amigos, os preguntaría si vendéis vuestro caballo.

Morrel se sonrió, mirando al conde, como suplicándole que le sacase del apuro en que se hallaba.

Montecristo le comprendió.

-¡Ah!, señora -respondió-, ¿por qué no se dirige a mí esa pregunta?

-Con vos, caballero, no se puede desear nada, porque está una segura de obtenerlo todo; por eso era al señor Morrel...

-Por desgracia -repuso el conde-, yo soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, pues está comprometido su honor en conservarlo.

-¿Pues cómo?

-Ha apostado que domaría a Medeah en el espacio de seis meses. Ahora, baronesa, podréis comprender que si se deshiciese de él antes del término fijado por la apuesta, no solamente la perdería, sino que se diría que tiene miedo; y un capitán de spahis, aun por complacer al capricho de una hermosa mujer, lo que en mi concepto es una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que cunda semejante rumor.

-Ya lo veis, señora... -dijo Morrel dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.

-Creo -dijo Danglars con un tono de zumba mal disimulado por su grosera sonrisa- que tenéis bastantes caballos como ése.

La señora Danglars no solía dejar pasar semejantes ataques sin responder a ellos, y, sin embargo, con gran asombro de los jóvenes hizo como que no había oído, y no respondió.

Montecristo se sonrió al ver este silencio que denunciaba una humildad inusitada, mostrando a la baronesa dos inmensos jarrones de porcelana de China, sobre los cuales serpenteaban vegetaciones marinas de un cuerpo y de un trabajo tales, que sólo la naturaleza puede poseer estas riquezas.

La baronesa estaba asombrada.

-¡Oh!, qué hermoso es eso -dijo-; ¿y cómo se han podido conseguir tales maravillas?

-¡Ah, señora! -dijo Montecristo-, no me preguntéis eso; es un trabajo de otros tiempos, es una especie de obra de los genios de la tierra y del mar.

-¿Cómo? ¿Y de qué época data eso?

-Lo ignoro: he oído decir solamente que un emperador de la China había mandado construir expresamente un horno, donde hizo cocer doce jarros semejantes a éste; dos se rompieron, los otros diez los bajaron al fondo del mar. El mar, que sabía lo que querían de él, arrojó sobre ellos sus plantas, torció sus corales e incrustó sus conchas; todo quedó olvidado por espacio de doscientos años, porque una revolución acabó con el emperador que quiso hacer esta prueba, y no dejó más que el proceso verbal que hacía constar la fabricación de los jarrones y el descenso al fondo del mar. Al cabo de doscientos años encontraron este proceso verbal y se pensó en sacar los jarrones. Unos buzos, con máquinas a propósito, fueron destinados al efecto y les indicaron el sitio donde habían sido arrojados. Pero de diez que eran no se hallaron más que tres, pues los demás fueron dispersados y destruidos por las olas. Yo aprecio infinitamente estos jarrones, en el fondo de los cuales me figuro a veces que monstruos deformes, horribles, misteriosos y semejantes a los que ven los buzos, han fijado con asombro su mirada apagada y fría, y en los que han dormido los pequeños peces que se refugiaron en ellos para huir del furor de sus enemigos.

Todo este tiempo Danglars, poco amante de curiosidades, arrancaba maquinalmente, y una tras otra, las flores de un magnífico naranjo; así que hubo acabado con él se dirigió a un cactus; pero entonces el cactus, de un carácter menos dócil que el naranjo, le picó encarnizadamente.

Entonces se estremeció y se frotó los ojos como si saliese de un sueño.

-Caballero -le dijo Montecristo sonriendo-, a vos que sois amante de cuadros y que tenéis obras tan valiosas, no os recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tenéis dos Hobbema, un Paul Potter, un Mengs, dos Gerardo Dou, un Rafael, un Van-Dyk, un Zurbarán y dos o tres Murillos dignos de seros presentados.

-¡Oh! -dijo Debray-, aquí hay un Hobbema que yo conozco.

-¡Ah! ¿De veras?

-Sí, fueron a proponerlo al Museo para que lo adquiriese.

-No tiene ninguno, según creo -dijo Montecristo.

-No, y sin embargo no quiso comprar éste.

-¿Por qué? -preguntó Chateau-Renaud.

-¿Por qué había de ser...? Porque el gobierno no es bastante rico para efectuar gastos de ese género...

-¡Ah!, perdonad -dijo Chateau-Renaud-, siempre estoy oyendo decir eso..., y jamás he podido acostumbrarme...

-Ya os acostumbraréis -dijo Debray.

-No lo creo -repuso Chateau-Renaud.

-El mayor Bartolomé Cavalcanti... El señor conde Andrés Cavalcanti -anunció Bautista.

Con una corbata de raso negro acabada de salir de manos del fabricante, unos bigotes canos, una mirada tranquila, un traje de mayor adornado con tres placas y con cinco cruces, en fin, con el atuendo completo de un antiguo soldado, se presentó Bartolomé Cavalcanti, el tierno padre a quien ya conocemos.

A su lado, luciendo un traje nuevo, se hallaba, con la sonrisa en los labios, el conde Andrés Cavalcanti, el respetuoso hijo que ya conocen también nuestros lectores.

Los tres jóvenes hablaban juntos; sus miradas se dirigieron del padre al hijo, y se detuvieron naturalmente más tiempo sobre este último, a quien examinaron detenidamente.

-¡Cavalcanti! -exclamó Debray.

-Bonito nombre -dijo Morrel.

-Sí -dijo Chateau-Renaud-, es verdad; estos italianos tienen unos nombres bellos; pero visten tan mal.

-¡Oh!, sois muy severo, Chateau-Renaud -repuso Debray-; esos trajes están hechos por uno de los mejores sastres, y están perfectamente nuevos.

-Eso es precisamente lo que me desagrada. Este caballero parece que se viste por primera vez.

-¿Quiénes son esos señores? -preguntó Danglars al conde de Montecristo.

-Ya lo habéis oído; los Cavalcanti.

-Eso no me revela más que su nombre.

-¡Ah!, es verdad, vos no estáis al corriente de nuestras noblezas de Italia; quien dice Cavalcanti, dice raza de príncipes.

-¿Buena fortuna? -inquirió el banquero.

-Fabulosa.

-¿Qué hacen?

-Procuran comérsela sin poder acabar con ella. Por otra parte, tienen créditos sobre vos, según me han dicho, cuando vinieron a verme anteayer. Yo mismo los invité a que fuesen a veros. Os los presentaré.

-Creo que hablan el francés con bastante pureza -dijo Danglars.

-El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Marsella o en sus alrededores, según creo. Le encontraréis entusiasmado...

-¿Con qué? -inquirió la baronesa.

-Con las francesas, señora. Quiere absolutamente casarse en París.

-¡Me gusta la idea! -dijo Danglars encogiéndose de hombros.

La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera presagiado una tempestad; pero se calló por segunda vez.

-El barón parece hoy muy taciturno -dijo Montecristo a la señora Danglars-; ¿quieren hacerlo ministro tal vez?

-No, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado a la bolsa, que habrá perdido, y no sabe con quién desfogar su malhumor.

-¡Los señores de Villefort! -gritó Bautista.

Las dos personas anunciadas entraron; el señor de Villefort, a pesar de su dominio sobre sí mismo, estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo notó que temblaba.

-Decididamente sólo las mujeres saben disimular -dijo Montecristo mirando a la señora Danglars que dirigía una sonrisa al procurador del rey.

Tras los primeros saludos, el conde vio a Bertuccio, ocupado en arreglar los muebles de un saloncito contiguo a aquel en que se encontraban, y se dirigió a él.

-Su excelencia no me ha indicado el número de convidados.

-¡Ah!, es cierto.

-¿Cuántos cubiertos?

-Contadlos vos mismo.

-¿Han venido todos, excelencia?

-Sí.

Bertuccio miró a través de la puerta entreabierta.

Montecristo le observaba atentamente.

-¡Ah! ¡Dios mío! -exclamó Bertuccio.

-¿Qué ocurre? -preguntó el conde.

-¡Esa mujer...!, ¡esa mujer...!

-¿Cuál?

-¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes...!, ¡la rubia...!

-¿La señora Danglars?

-Ignoro cómo se llama. ¡Pero es ella...! ¡Señor, es ella...!

-¿Quién es ella...?

-¡La mujer del jardín...!, ¡la que estaba encinta...!, la que se paseaba esperando... esperando...

Bertuccio quedóse boquiabierto, pálido y con los cabellos erizados.

-Esperando, ¿a quién?

Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth mostró a Banco.

-¡Oh...!, ¡oh...! -murmuró al fin-; ¿no veis...?

-¿El qué...? ¿A quién...?

-¡A él...!

-¡A él...!, ¿al señor procurador del rey, Villefort...? Sin duda alguna le veo.

-Pero no le maté... ¡Dios mío!

-¡Diantre...!, yo creo que os vais a volver loco, señor Bertuccio -dijo el conde.

-¡Pero no murió...!

-No murió puesto que se encuentra delante de vos; en lugar de herirle entre la sexta y la séptima costilla izquierda, como suelen hacer vuestros compatriotas, errasteis el golpe y heriríais un poco más arriba o más abajo; o no será verdad nada de lo que me habéis contado; habrá sido un sueño de vuestra imaginación; os habríais quedado dormido y delirabais en aquel momento. ¡Ea!, recobrad vuestra calma y contad: el señor y la señora de Villefort, dos; el señor y la señora Danglars, cuatro; el señor de Chateau-Renaud, el señor Debray y el señor Morrel, siete; el señor mayor Bartolomé Cavalcanti, ocho.

-¡Ocho...! -repitió Bertuccio con voz sorda.

-¡Esperad...!, ¡esperad...!, ¡qué prisa tenéis por marcharos...!, ¡qué diablo...!, olvidáis a uno de mis convidados. Mirad hacia la izquierda..., allí..., el señor Andrés Cavalcanti, aquel joven vestido de negro que mira la Virgen de Murillo, que se vuelve.

Pero esta vez, Bertuccio no pudo contenerse y empezó a articular un grito que la mirada de Montecristo apagó en sus labios.

-¡Benedetto...! -murmuró con voz sorda-; ¡fatalidad!

-Las seis y media están dando en este momento, señor Bertuccio -dijo severamente el conde-; ésta es la hora en que os di la orden de sentaros a la mesa, y sabéis que no me gusta esperar.

Y el conde entró en el salón donde le esperaban sus convidados, mientras que Bertuccio se dirigía hacia el comedor apoyándose en las paredes.

Cinco minutos más tarde, las dos puertas del salón se abrieron. Bertuccio se presentó en ella, y haciendo como Vatel en Chantilly el último y heroico esfuerzo:

-El señor conde está servido -dijo.

Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.

-Señor de Villefort -dijo-, conducid a la señora Danglars al salón, os lo ruego.

Así lo hizo Villefort, y todos pasaron al salón.

Era evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban qué extraña influencia los había conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.

Y a pesar de lo reciente de las relaciones, la posición excéntrica y aislada del conde, la fortuna desconocida y casi fabulosa obligaban a los caballeros a estar circunspectos, y a las damas a no entrar en aquella casa donde no había señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la circunspección, las otras las leyes de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a todos hacia un mismo punto.

Asimismo Cavalcanti, padre e hijo, estaban preocupados, el uno con toda su gravedad, y el otro con toda su desenvoltura.

La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al señor de Villefort, ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes de oro al apoyarse en él la baronesa.

Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple contacto, entre los invitados, ofrecía un gran interés para el observador de esta escena.

El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su izquierda.

El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Danglars.

Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti, y por Chateau-Renaud, entre la señora de Villefort y Morrel.

La comida fue magnífica; Montecristo había procurado completamente destruir la simetría parisiense y satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus convidados.

Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y sabrosas en el cuerno de la abundancia de Europa estaban amontonadas en pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.

Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados monstruosos tendidos sobre fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y del Asia Menor, encerrados en botellas de formas raras, y cuya vista parecía aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se pudiesen gastar mil luises en una comida de diez personas, si a ejemplo de Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de Médicis, oro derretido.

Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta.

Dijo:

-Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habiendo llegado a cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo, así como convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de exaltación, ya nada hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente deseado...?, el que no podemos tener. Pues ver cosas que no puedo comprender, procurarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de toda mi vida. Voy llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi capricho, por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor Danglars, en crear una línea de ferrocarril; vos, señor de Villefort, en hacer condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un reino; vos, señor de Chateau-Renaud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar un potro que nadie puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San Petersburgo, y el otro a cinco leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos aquí?

-¿Qué clase de pescados son? -preguntó Danglars.

-Aquí tenéis a Chateau-Renaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre de uno -respondió Montecristo-; y el mayor Cavalcanti, que es italiano, os dirá el del otro.

-Este -dijo Chateau-Renaud- creo que es un esturión.

-Perfectamente.

-Y éste -dijo Cavalcanti- es, si no me engaño, una lamprea.

-Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se pescan uno y otro.

-¡Oh! -dijo Chateau-Renaud-, los esturiones se pescan solamente en el Volga.

-¡Oh! -dijo Cavalcanti-, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan lampreas de ese tamaño.

-¡Imposible! -exclamaron a un mismo tiempo todos los invitados.

-¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte -dijo Montecristo-. Yo soy como Nerón, cupitor impossibilium; y por eso mismo, esta carne, que tal vez no valga la mitad que la del salmón, os parecerá ahora deliciosa, porque no podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.

-¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?

-¡Oh! ¡Dios mío...!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran tonel, rodeado uno de matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se les puso por tapadera una rejilla, y han vivido así, el esturión doce días y la lamprea ocho, y todos vivían perfectamente cuando mi cocinero se apoderó de ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?

-Mucho lo dudo al menos -respondió sonriéndose.

-Bautista -dijo Montecristo-, haced que traigan el otro esturión y la otra lamprea, ya sabéis, los que vinieron en otros toneles y que viven aún.

Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.

Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas marinas, en los cuales coleaban dos pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.

-¿Y por qué habéis traído dos de cada especie...? -preguntó Danglars.

-Porque uno podía morirse -respondió sencillamente Montecristo .

-Sois un hombre maravilloso -dijo Danglars-. Bien dicen los filósofos, no hay nada como tener una buena fortuna.

-Y sobre todo tener ideas -dijo la señora Danglars.

-¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha frecuencia, y Plinio cuenta que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie que ellos llaman mulas, y que según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También constituía un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en la agonía cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se evapora, pasaban por todos los colores del prisma, después de lo cual los enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los veían vivos, les despreciaban muertos.

-Sí -dijo Debray-; pero de Ostia a Roma no hay más de seis o siete leguas.

-¡Ah!, ¡es cierto! -dijo Montecristo-; pero ¿en qué consistiría el mérito si mil ochocientos años después de Lúculo no se hubiera adelantado nada...?

Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola palabra.

-Todo es admirable -dijo Chateau-Renaud-; sin embargo, lo que más me admira es la prontitud con que sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta casa la habéis comprado hace cinco días?

-A fe mía, todo lo más -respondió Montecristo.

-¡Pues bien...!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una transformación completa; porque, si no me engaño, tenía otra entrada, y el patio estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en un magnífico jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.

-¿Qué queréis...?, me gusta el follaje y la sombra -dijo Montecristo.

-En efecto -dijo la señora de Villefort-, antes se entraba por una puerta que daba al camino, y el día en que me libertasteis tan milagrosamente, me hicisteis entrar por ella a la casa.

-Sí, señora -dijo Montecristo-; pero después he preferido una entrada que me permitiese ver el bosque de Bolonia a través de mi reja.

-En cuatro días -dijo Morrel-, ¡qué prodigio... !

-En efecto -dijo Chateau-Renaud-, de una casa vieja hacer una nueva, es milagroso; porque la casa estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi madre me encargó que la viese cuando el señor de Saint-Merán la puso en venta hará dos o tres años.

-El señor de Saint-Merán -dijo la señora de Villefort-; ¿pero esta casa pertenecía al señor de Saint-Merán antes de haberla comprado vos?

-Así parece -respondió Montecristo.

-¡Cómo que así parece...! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?

-No, a fe mía: mi mayordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.

-Al menos hace diez años que no se habitaba -dijo Chateau-Renaud-, y era una lástima verla con sus persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno de hierba. En verdad que si no hubiese pertenecido al suegro del procurador del rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido cometido algún nefasto crimen.

Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de vinos extraordinarios, colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo apuró de una vez.

Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del silencio que había seguido a las palabras de Chateau-Renaud:

-Es extraño -dijo-, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto entré en está casa, y me pareció tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si mi mayordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente el pícaro habría recibido algún regalillo.

-Es probable -murmuró Villefort esforzándose en sonreír-; pero creed que yo no pienso del mismo modo que vos. El señor de Saint-Merán ha querido que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote de mi hija, porque si seguía tres o cuatro años más se hubiera arruinado...

Esta vez fue Morrel quien palideció.

-Había una alcoba sobre todo -prosiguió Montecristo-, ¡ah, Dios mío...!, muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las demás, forrada de damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué, dramática en extremo.

-¿Por qué? -preguntó Debray-, ¿por qué decís que era dramática?

-¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? -dijo Montecristo-; ¿no hay sitios donde parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, yo no sé: por una cadena de recuerdos; por un capricho del pensamiento que os transporta a otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin, esta alcoba me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad; puesto que hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe a todos: después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.

Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de Villefort se levantó; Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.

Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en su asiento; se interrogaban con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados...

-¿Habéis oído? -dijo al fin la señora Danglars.

-Es preciso ir, no hay medio de evadirnos -respondió Villefort, levantándose y ofreciéndole el brazo.

Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se limitaría a aquella alcoba, y que al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella pobre casa, de que Montecristo había hecho un palacio. Cada cual se lanzó por diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito, donde Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la marcha con una sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espantado a los convidados más que la alcoba que iban a visitar.

Empezaron, en efecto, a recorrer las habitaciones amuebladas a la oriental con divanes y almohadones, camas, pipas y armas, y los salones alfombrados, los cuadros más hermosos, cuadros de los antiguos pintores; las piezas forradas de telas de la China, de caprichosos colores, de fantásticos dibujos, de maravillosos tejidos; al fin llegaron a la famosa alcoba.

Nada tenía de particular, a no ser que, aunque declinase el día, no estaba iluminada, y había permanecido intacta, cuando todas las demás habitaciones habían sido adornadas de nuevo.

Estas dos causas eran suficientes para darle un aspecto lúgubre.

-¡Oh! -exclamó la señora Villefort-, en efecto, esto es espantoso.

La señora Danglars procuró articular algunas palabras que nadie oyó.

Hiciéronse muchas observaciones, cuyo resultado fue que, en efecto, la alcoba forrada de damasco encarnado tenía un aspecto siniestro.

-¡Oh!, mirad -dijo Montecristo-, mirad qué bien colocada está esta cama, envuelta en un tono sombrío; y esos dos retratos al pastel, cuyos colores ha apagado la humedad, ¿no parecen decir con sus labios descoloridos que vieron algo horrible?

Villefort palideció; la señora Danglars cayó sobre una silla que estaba colocada junto a la chimenea.

-¡Oh! -dijo la señora de Villefort sonriendo-, ¿tenéis valor para sentaros sobre esa silla donde tal vez ha sido cometido el crimen?

La señora Danglars se levantó vivamente.

-Pues no es esto todo -dijo Montecristo.

-¿Hay más aún? -preguntó Debray, a quien la emoción de la señora Danglars no pasó inadvertida.

-¡Ah!, sí, ¿qué hay? -preguntó Danglars-; porque hasta ahora no veo nada de particular. ¿Y vos, qué pensáis de esto, señor Cavalcanti?

-¡Ah! -dijo éste-, nosotros tenemos en Pisa la torre de Ugolino, en Ferrara la prisión de Tasso, y en Rímini la alcoba de Francesca y de Paolo.

-Pero no tenéis esa pequeña escalera -dijo Montecristo abriendo una puerta perfectamente disimulada en la pared-: miradla, y decidme, ¿qué os parece?

-¡Siniestra, en verdad! -dijo Chateau-Renaud riendo.

-El caso es -dijo Debray-, que yo no sé si el vino de Quios produce la melancolía, pero todo lo veo triste en esta casa.

En cuanto a Morrel, desde que se habló de la dote de Valentina, se quedó triste, pensativo, y no pronunció una palabra más.

-¿No os imagináis -dijo Montecristo- a un Otelo o a un abate de Ganges cualquiera, descendiendo a pasos lentos, en una noche sombría y tempestuosa, esta escalera con alguna lúgubre carga que trata de sustraer a las miradas de los hombres, ya que no lo pudo hacer a las de Dios?

La señora Danglars casi se desmayó en los brazos de Villefort, que también se vio obligado a apoyarse en la pared.

-¡Ah! ¡Dios mío!, señora -exclamó Debray-, ¿qué os ocurre? ¡Cuán pálida estáis!

-Nada más sencillo -respondió la señora de Villefort-; porque el conde nos cuenta historias espantosas con la única intención de hacernos morir de miedo.

-Sí..., sí -dijo Villefort-; en efecto, conde, asustáis a estas señoras.

-¿Qué os ocurre? -dijo en voz baja Debray a la señora Danglars.

-Nada, nada -respondió ésta haciendo un esfuerzo--, tengo necesidad de aire y nada más.

-¿Queréis bajar al jardín? -preguntó Debray ofreciendo su brazo a la señora Danglars y adelantándose hacia la escalera falsa.

-No -dijo-, no; prefiero estar aquí.

-En verdad, señora -dijo Montecristo-, ¿es verdadero ese terror?

-No, señor -dijo la señora Danglars-; pero es que tenéis una manera de contar las cosas, que da a la ilusión un aspecto de realidad.

-¡Oh! ¡Dios mío!, sí -dijo Montecristo--, y todo eso depende de la imaginación; y si no, ¿por qué no nos habíamos de representar esta habitación como la alcoba de una honrada madre de familia? Esta cama con sus matices de púrpura, como una casa visitada por la diosa Lucina, y esta escalera misteriosa, el camino por donde, despacio, y para no turbar el sueño reparador de la paciente, pasa el médico o la nodriza, o el mismo padre, llevando en sus brazos al niño que duerme...

Esta vez la señora Danglars, en lugar de tranquilizarse al oír esta dulce descripción, lanzó un gemido y se desmayó completamente.

-La señora Danglars está enferma... -murmuró Villefort-, tal vez será preciso transportarla a su carruaje.

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Montecristo-, ¡y yo que he olvidado mi pomo!

-Yo tengo aquí el mío -dijo la señora de Villefort.

Y dio a Montecristo un pomo de un licor rojo, parecido a aquel cuya bienhechora influencia ejerció sobre Eduardo, administrado por el conde.

-¡Ah! -dijo Montecristo, recibiéndolo de las manos de la señora de Villefort.

-Sí -murmuró ésta-, lo he probado siguiendo vuestras instrucciones.

-Perfectamente.

Transportaron a la señora Danglars a la alcoba contigua. Montecristo dejó caer sobre sus labios una gota de licor rojo, que la hizo volver en sí.

-¡Oh! -dijo-, ¡qué sueño tan horrible!

Villefort le apretó con fuerza el brazo, para hacerle comprender que no había soñado.

Buscaron al señor Danglars, que, poco sensible a las impresiones poéticas, había bajado al jardín, y hablaba con el señor Cavalcanti padre, de un proyecto de ferrocarril de Liorna a Florencia.

Montecristo parecía desesperado; dio el brazo a la señora Danglars y la llevó al jardín, donde encontraron al señor Danglars tomando el café entre los dos Cavalcanti.

-En verdad, señora -dijo-, ¿tanto os he asustado?

-No, señor; pero sabéis que las cosas nos hacen más o menos impresión, según la disposición de ánimo en que nos encontramos.

Villefort hizo un esfuerzo para sonreírse.

-Y entonces, ya comprendéis -dijo-; basta una suposición, una...

-Sí, sí -dijo Montecristo-, creedme, si queréis, estoy persuadido de que se ha cometido un crimen en esta casa.

-Cuidado -dijo la señora de Villefort-, mirad que tenemos aquí al procurador del rey.

-¡Oh! -dijo Montecristo-, tanto mejor, y me aprovecho de esta circunstancia para hacer mi declaración.

-¿Vuestra declaración...? -dijo.

-Sí, y en presencia de testigos.

-Todo eso es muy interesante -dijo Debray-, y si hay crimen, vamos a hacer admirablemente la digestión.

-Hay crimen -dijo Montecristo-. Venid por aquí, señores; venid, señor de Villefort; venid y os haré la declaración.

Montecristo se cogió del brazo de Villefort, y al mismo tiempo que estrechaba con el suyo el de la señora Danglars, condujo al procurador del rey debajo del plátano, donde la sombra era más densa.

Todos los demás convidados les siguieron.

-Mirad -dijo Montecristo-, aquí, en este mismo sitio -y daba con el pie contra la tierra-, aquí, para rejuvenecer estos árboles muy viejos ya, mandé que levantasen la tierra para que echasen estiércol; mis trabajadores, mientras estaban cavando, desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que contenía un niño recién nacido; yo creo que esto no es ilusión.

Montecristo sintió crisparse sobre el suyo el brazo de la señora Danglars y estremecerse el de Villefort.

-Un niño recién nacido -repitió Debray-, ¡diablos!, eso es más serio de lo que yo creía.

-Ya veis -dijo Chateau-Renaud- que no me equivocaba cuando decía hace poco que las casas tenían un alma y un rostro como los hombres, y que llevan en su fisonomía un reflejo de sus entrañas. La casa estaba triste porque tenía remordimientos y tenía remordimientos porque ocultaba un crimen.

-¡Oh! ¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen? -repuso Villefort haciendo el último esfuerzo.

-¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen? -exclamó Montecristo-. ¿Cómo llamáis a esa acción, señor procurador del rey?

-Pero ¿quién dice que haya sido enterrado vivo?

-Si estaba muerto, ¿para qué lo habían de enterrar aquí? Este jardín no ha sido nunca cementerio.

-¿Qué castigo tienen en este país los infanticidas? -preguntó el mayor Cavalcanti.

-¡Oh!, se les corta la cabeza -respondió Danglars.

-¡Ah!, se les corta la cabeza -repitió Cavalcanti.

-Ya lo creo..., ¿no es verdad, señor de Villefort? -dijo Montecristo.

-Sí, señor conde -respondió éste con un acento que nada tenía de humano.

Comprendiendo Montecristo que ya habían sufrido bastante las dos personas para quienes había preparado esta escena, y no queriendo llevarla más lejos:

-¡Señores -dijo-, nos hemos olvidado de tomar el café!

Y condujo a sus invitados a una mesa colocada en medio de una alameda.

-En verdad, señor conde -dijo la señora Danglars-, me avergüenzo de confesar mi debilidad; pero todas estas espantosas historias me han transtornado mucho; dejadme sentar y descansar un momento, os lo ruego.

Y cayó sobre un asiento.

Montecristo la saludó y se aproximó a la señora de Villefort.

-Creo que la señora Danglars tiene necesidad otra vez de vuestro pomo -dijo.

Pero antes de que la señora de Villefort se hubiese acercado a su amiga, el procurador del rey había dicho ya, al oído de la señora Danglars:

-Es necesario que os hable.

-¿Cuándo?

-Mañana.

-¿Dónde?

-En el tribunal, si queréis, que es el sitio más seguro.

-No faltaré.

En aquel instante se acercó la señora de Villefort.

-Gracias, querida amiga -dijo la señora Danglars procurando sonreírse-, no es nada, y me siento mucho mejor.

Iba oscureciendo; la señora de Villefort había manifestado deseos de volver a París, lo cual no se atrevió a hacer la señora Danglars, a pesar del malestar que sufría.

Al oír el deseo de su mujer, el señor de Villefort se apresuró a dar la orden de partida; ofreció un lugar en su carretela a la señora Danglars, a fin de que la cuidase su mujer. En cuanto al señor Danglars, absorto en una conversación industrial de las más interesantes con el señor Cavalcanti, no prestaba ninguna atención a lo que pasaba.

Montecristo, al pedir el pomo a la señora de Villefort, notó que el señor de Villefort se había aproximado a la señora Danglars, y guiado por la situación, adivinó lo que había dicho, aunque Villefort habló tan bajo que apenas la señora Danglars pudo oírlo. Dejó partir a Morrel, a Debray y a Chateau-Renaud a caballo, y subir a las dos señoras a la carretela de Villefort; por su parte Danglars, cada vez más encantado con Cavalcanti padre, le invitó a que subiese con él en su cupé.

En cuanto al hijo Cavalcanti se acercó a su tílburi que le aguardaba delante de la puerta, y cuyo caballo tenía del bocado un groom levantado sobre las puntas de sus pies y que afectaba las maneras inglesas.

Durante la comida, Andrés no había hablado mucho, porque era un joven inteligente, y había experimentado naturalmente el temor de decir alguna tontería en medio de aquellos invitados ricos y poderosos, entre los cuales sus ojos no veían con gusto a un procurador del rey.

Había simpatizado con Danglars, que después de haber lanzado una mirada escudriñadora al padre y al hijo, pensó que el padre sería algún nabab que había venido a París para perfeccionar la educación de su hijo. Había contemplado con indecible complacencia el enorme diamante que brillaba en el dedo pequeño del mayor, porque éste, a fuer de hombre prudente y experimentado, temiendo que sucediese algún accidente a sus billetes de banco,los había convertido en seguida en un objeto de valor.

Después de la comida, bajo pretexto de industria y de viaje, preguntó al padre y al hijo acerca de su modo de vivir, y el padre y el hijo, prevenidos de que era en casa de Danglars donde debía serles abierto, al uno su crédito de cuarenta y ocho mil francos, y al otro su crédito anual de cincuenta mil libras, estuvieron muy amables y simpáticos con Danglars.

Había algo que de un modo especial aumentó la consideración, casi diremos la veneración de Danglars, hacia Cavalcanti. Este, fiel al principio de Horacio, nihil admirari, se había contentado, como se ha visto, con dar una prueba de su ciencia, diciendo en qué lago se pescaban las famosas lampreas. Había comido además su parte sin decir una sola palabra. Danglars dedujo de esto que esta especie de suntuosidades eran familiares al ilustre descendiente de los Cavalcanti, el cual se alimentaría en Luca de truchas que mandaría traer de Suiza y de langostas que le enviarían de Bretaña por medio de procedimientos semejantes a aquellos de que se había servido el conde para hacer traer lampreas del lago Fusaro, y esturiones del Volga.

Así, pues, fueron acogidas con gran satisfacción las palabras de Cavalcanti:

-Mañana, caballero, tendré el honor de haceros una visita y hablaremos de negocios.

-Y yo, caballero -respondió Danglars-, os agradeceré sumamente esa visita.

Después de esto, propuso a Cavalcanti, si esto no le privaba del placer de estar al lado de su hijo, volverle a conducir al Hotel des Princes.

A lo cual Cavalcanti respondió que de algún tiempo a aquella parte su hijo llevaba la vida de joven soltero; que, por consiguiente, tenía sus caballos y su carruaje, y que no habiendo venido juntos, no veía ninguna dificultad en que se fuesen separados. El mayor subió, pues, al carruaje de Danglars, y el banquero se sentó a su lado, cada vez más encantado de las ideas de orden y de economía de aquel hombre, que destinaba sin embargo a su hijo cincuenta mil francos al año. Por lo que a Andrés se refiere, empezó a darse tono, riñendo a su groom, porque en lugar de venirle a buscar al pie de la escalera, le esperaba a la puerta de entrada, lo cual le había causado la molestia de andar treinta pasos más para buscar su tílbury. El groom recibió el sermón con humildad, cogió, para contener el caballo que pateaba de impaciencia, el bocado con la mano izquierda, entregó con la mano derecha las riendas a Andrés, que las tomó y apoyó ligeramente su bota charolada sobre el estribo.

En aquel momento sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.

El joven se volvió, creyendo que Danglars y Montecristo se habían olvidado de decirle alguna cosa, y venían a decírselo en el momento de partir.

Sin embargo, en lugar del uno o del otro, vio un rostro extraño, tostado por el sol, rodeado de una barba espesa, ojos brillantes, y una sonrisa burlona, que movía unos labios gruesos que dejaban ver dos filas de dientes blancos, unidos y salientes como los de un lobo o un chacal.

Un pañuelo de cuadros encarnados cubría aquella cabeza de cabellos canos y crespos, un chaquetón grasiento y desgarrado cubría aquel cuerpo delgado y huesoso; en fin, la mano que se apoyó sobre el hombro de Andrés, y que fue lo primero que vio el joven, le pareció de una dimensión gigantesca.

Si reconoció el joven esta fisonomía a la luz de las farolas de su tílbury, o se admiró solamente del terrible aspecto de este interlocutor, no podemos decirlo; el caso es que se estremeció y retrocedió vivamente.

-¿Qué queréis? -dijo.

-Disculpad, caballero -respondió el hombre llevando la mano a su pañuelo encarnado-; os incomodo tal vez, pero tengo que hablaros.

-No se pide limosna por la noche -dijo el groom haciendo un movimiento para desembarazar a su amo de este importuno.

-Yo no pido limosna, señorito -dijo el hombre desconocido al lacayo, fijándole una mirada tan irónica y una sonrisa tan espantosa que éste se apartó-; deseo tan sólo decir dos palabras a vuestro amo, que me encargó de una comisión hace quince días.

-Veamos -dijo Andrés a su vez levantando la voz para que el lacayo no notase su turbación-; ¿qué queréis? Despachad pronto.

-Quisiera... quisiera... -dijo en voz baja el hombre del pañuelo encarnado-, que me ahorraseis el trabajo de tener que volver a pie a Paris. Estoy cansado y como no he comido tan bien como tú, apenas puedo tenerme en pie.

El joven se estremeció ante semejante familiaridad.

-Pero, en fin -dijo-, veamos, ¿qué queréis de mí?

-¡Y bien!, quiero que me dejes subir en tu lindo carruaje y que me conduzcas a París.

Andrés palideció, pero no respondió.

-¡Oh!, sí, sí -dijo el hombre del pañuelo encarnado metiendo sus manos en los bolsillos y mirando al joven con ojos provocadores-; se me ha ocurrido esta idea, ¿lo has oído, querido Benedetto?

Al oír este nombre el joven reflexionó sin duda, porque se acercó al groom y le dijo:

-Este hombre ha sido, en efecto, encargado por mí de una comisión cuyo resultado me tiene que contar. Id a pie hasta la barrera; allí tomaréis un cabriolé, de este modo no iréis a pie hasta casa.

El lacayo se alejó sorprendido.

-Dejadme al menos acercarme a la sombra -dijo Andrés.

-¡Oh!, en cuanto a eso, yo voy a conducirte a un sitio bueno -repuso el hombre del pañuelo encarnado.

Y cogió por el bocado al caballo, conduciendo el tílbury a un sitio donde, en efecto, nadie podía presenciar el honor que le hacía Andrés.

-¡Oh!, no vayas a creer que esto lo hago por tener la gloria de ir en un lindo carruaje, no, lo hago solamente porque estoy agobiado de fatiga, y luego, porque tengo que decirte dos palabras.

-Veamos; subid -dijo el joven.

Lástima que no fuera de día, porque hubiera sido un espectáculo curioso el ver a este pordiosero sentado sobre los almohadones del tílbury junto al joven y elegante conductor del carruaje.

Andrés llevó su caballo al trote largo hasta la última casa del pueblo sin hablar con su compañero, quien, por su parte, se sonreía y guardaba silencio, como encantado de pasearse en un carruaje tan cómodo y elegante.

Una vez fuera de Auteuil, Andrés miró en derredor para asegurarse sin duda de que no podían verlos ni oírlos, y entonces, deteniendo su caballo y cruzando los brazos delante del hombre del pañuelo encarnado:

-Veamos -le dijo-, ¿por qué venís a turbarme en mi tranquilidad?

-Y tú, muchacho, ¿por qué desconfías de mí?

-¿Y por qué decís que yo desconfío de vos?

-¿Por qué...?, ¡diablo!, nos separamos en el puerto de Var, me dices que vas a viajar por el Piamonte y por Toscana, y en vez de hacerlo así, te vienes a París.

-¿Y qué tenéis que ver con eso?

-¿Yo?, nada...; al contrario, confío en que me servirá de mucho.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo Andrés-, ¿es decir, que especuláis o pensáis especular conmigo?

-¡Bueno! ¡Así me gusta, al grano, al grano!

-Pues no lo creáis, señor Caderousse, os lo advierto.

-¡Oh!, no te enfades, chiquillo, tú bien debes saber lo que es la desgracia; la desgracia hace a los hombres celosos. Yo lo creía recorriendo el Piamonte y la Toscana, obligado a servir de facchino o de cicerone para poder comer; te compadezco en el fondo de mi corazón, es decir, ¡te compadecía como lo hubiera hecho con mi hijo! Bien sabes, Benedetto, que yo te he llamado siempre mi hijo y que te he tratado como tal, y que...

-¡Adelante, adelante... !

-Paciencia, amiguito, que nadie nos persigue.

-Paciencia tengo; veamos..., acabad.

-Pues, señor, te veo, cuando menos lo pensaba, atravesar la barrera de Bonshommes con un groom, con un tílbury, ¡con un traje precioso...! Dime, chico, has descubierto alguna mina o...

-En fin, como decíais, confesáis que estáis celoso...

-No, estoy satisfecho, tan satisfecho que he querido darte mi enhorabuena, chiquillo; pero, como no estaba tan bien vestido como tú, no he querido comprometerte...

-¡Vaya manera de tomar precauciones! -dijo Andrés-, ¡os acercáis a mí delante de mi criado!

-¿Y qué quieres, hijo mío? Me acerco a ti cuando puedo echarte la mano, tienes un caballo muy vivo, un tílbury muy ligero, tú eres naturalmente escurridizo como una anguila; si te me llegas a escapar esta noche, tal vez no te hubiera encontrado nunca.

-Ya veis que no trato de ocultarme...

-¡Dichoso tú! Yo quisiera decir otro tanto; yo sí, me oculto, sin contar con que temía que no me conocieses; pero, felizmente, me has reconocido -añadió Caderousse con una sonrisa maligna-, ¡eres un buen muchacho!

-Veamos -dijo Andrés-, ¿qué es lo que necesitáis?

-¿No me tuteas ya? ¡Haces mal, Benedetto, a un antiguo camarada...!, ten cuidado, o harás que me vuelva exigente.

Esta amenaza apaciguó la cólera del joven, que, habiéndose levantado un aire violento, puso su caballo al trote.

-Haces mal, Caderousse -dijo-, en tratar así a un antiguo compañero, como decías hace poco; tú eres marsellés, yo soy...

-¿Sabes tú lo que eres...?

-No, pero he sido educado en Córcega; tú eres viejo y terco, yo soy joven y testarudo. Entre personas como nosotros, la amenaza es cosa mala, y no se debe abusar; ¿tengo yo la culpa si la fortuna que sigue siéndote adversa, me favorece a mí ahora?

-De modo que es buena tu fortuna, ¿eh? ¿Y ése no es tílbury prestado, ni tus vestidos son tampoco prestados? Bueno, ¡tanto mejor! -dijo Caderousse cuyos ojos brillaron de codicia.

-¡Oh!, bien lo ves y bien lo sabes, cuando te acercaste a mí -dijo Andrés animándose cada vez más-. Si yo llevase un pañuelo como el tuyo en mi cabeza, un chaquetón grasiento sobre mis hombros, tampoco tú me reconocerías a mí.

-Es decir, que me desprecias, y haces mal; ahora que te he encontrado, nada me impide ir bien vestido, puesto que conozco tu buen corazón; si tienes dos vestidos me darás uno; yo te daba antes mi ración de sopa y de albaricoques cuando tenías mucha hambre.

-Es cierto -dijo Andrés.

-¡Qué apetito tenías! ¿Sigues teniéndolo tan bueno?

-Sí, siempre -dijo Andrés riendo.

-¡Qué bien habrás comido en casa de este príncipe de donde sales!

-No es un príncipe, es sólo conde.

-¡Un conde!, pero rico, ¿no?

-Sí, ¡pero es un hombre muy raro!

-Nada tengo yo que ver con tu conde, contigo solamente es con quien yo tengo mis proyectos, y después te dejaré en paz. Pero -añadió Caderousse con aquella sonrisa maligna que ya había brillado en sus labios-, pero es menester que me des algo para eso, ya comprendes.

-Veamos: ¿cuánto te hace falta?

-Yo creo que con cien francos al mes...

-¡Y bien!

-Viviría.

-¿Con cien francos?

-Pero mal, ya me entiendes, pero con...

-¿Con...?

-Ciento cincuenta francos, sería muy feliz.

-Aquí tienes doscientos -dijo Andrés.

Y entregó a Caderousse diez luises de oro.

-Está bien -dijo Caderousse.

-Preséntate en casa del portero todos los días primeros de mes y te entregarán otro tanto.

-Bueno: ¡eso es humillarme!

-¿Cómo?

-Ya me obligas a tener que andar metido con tu gente; nada, nada, yo no quiero tratar con nadie más que contigo.

-¡Pues bien!, sea así, pídemelo a mí todos los días primeros del mes; mientras tenga yo mi renta, tú tendrás la tuya.

-¡Vamos! ¡Vamos!, ya veo que no me había equivocado, eres un buen muchacho, y es una felicidad que la fortuna se muestre propicia con la gente de tu ralea, vaya, cuéntame tus aventuras.

-¿Para qué quieres saber eso? -preguntó Cavalcanti.

-¡Bueno! ¡Ya vuelves a desconfiar!

-No; ¡he encontrado a mi padre...!

-¡Un verdadero padre!

-¡Diantre!, mientras pague...

-Tú creerás y honrarás, es justo. ¿Cómo llamas a tu padre?

-El mayor Cavalcanti.

-¿Y está contento de ti?

-Hasta ahora, así parece.

-¿Y quién te ha hecho encontrar a ese padre?

-El conde de Montecristo.

-¿Es el conde en cuya casa has estado?

-Sí.

-Vamos, chico, procura colocarme en su casa, diciéndole que soy un pariente tuyo.

-Bien, le hablaré de ti; mientras tanto, ¿qué vas a hacer?

-¡Yo!

-Sí, tú.

-¡Qué bueno eres, que te preocupas por mí!

-Me parece que, puesto que tú te interesas por mí -repuso Andrés-, yo debo también tomar algunos informes.

-Es justo... Voy a alquilar un cuarto en una casa honrada, cubrirme con un traje decente, afeitarme todos los días, y después iré a leer los periódicos al café. Por la noche entraré en algún teatro y pareceré un panadero retirado, éste es mi sueño.

-Vamos, no está mal. Si quieres poner en práctica ese proyecto, y obrar con prudencia, todo te saldrá bien.

-Y tú qué vas a ser..., ¿par de Francia?

-¡Oh! -dijo Andrés-, ¿quién sabe?

-El mayor Cavalcanti lo es tal vez... pero...

-Déjate de política, Caderousse... Y ahora que tienes lo que quieres y que estamos a punto de llegar, apéate y esfúmate.

-¡No, no, amigo!

-¿Cómo que no?

-Pero reflexiona, muchacho: con un pañuelo encarnado en la cabeza, casi sin zapatos, sin pasaporte y con doscientos francos en el bolsillo, me detendrían sin duda en la barrera. Entonces me vería obligado, para justificarme, a decir que tú me habías dado estos diez napoleones de oro; de aquí resultarían los informes, las pesquisas; averiguarían que me había escapado de Tolón y me llevarían de brigada en brigada a las orillas del Mediterráneo. Volvería a ser el número 106, y ¡adiós mi sueño de querer pasar por un panadero retirado! No, hijo mío, prefiero quedarme y vivir honradamente en la capital.

Andrés frunció el entrecejo; una idea sombría pasó por su mente. Se detuvo un instante, arrojó una mirada a su alrededor, y cuando su mirada acababa de describir el círculo investigador, su mano descendió inocentemente hacia su bolsillo, donde empezó a acariciar la culata de una pistola.

Pero mientras tanto Caderousse, que no perdía de vista a su compañero, llevaba sus manos detrás de su espalda y sacaba poco a poco un cuchillo que llevaba siempre consigo por lo que pudiera suceder.

Los dos amigos, como se ha visto, eran dignos de comprenderse, y se comprendieron; la mano de Andrés salió inofensiva de su bolsillo y se dirigió a su bigote, que acarició durante cierto rato.

-¡El bueno de Caderousse! -dijo-; ¿de modo que ahora vas a ser feliz?

-Haré todo lo posible -respondió el posadero del puente de Gard, introduciendo el cuchillo en su manga.

-Vamos, vamos, entremos en París. ¿Pero cómo vas a arreglártelas para pasar la barrera sin despertar sospechas? Yo creo que más te expones yendo en carruaje que a pie.

-Espera -dijo Caderousse-, ahora verás.

Cogió el capote que el groom había dejado en su asiento, lo echó sobre sus hombros, se apoderó después del sombrero de Cavalcanti y se lo puso. Entonces afectó la postura de un lacayo cuyo amo va conduciendo el carruaje.

-Y yo -dijo Andrés- me voy a quedar con la cabeza descubierta.

-¡Psch! -dijo Caderousse-; hace tanto aire, que muy bien puede haberte llevado el sombrero.

-Vamos -dijo Andrés-, y acabemos de una vez.

-¿Qué es lo que te detiene? No soy yo, según creo.

-¡Silencio! -dijo Cavalcanti.

Atravesaron la barrera sin incidente alguno.

En la primera travesía, Andrés detuvo su caballo, y Caderousse se bajó del tílbury.

-¡Y bien! -dijo Andrés-, ¿y el capote de mi lacayo, y mi sombrero?

-¡Ah! -respondió Caderousse-, tú no querrás que vaya a resfriarme, ¿verdad?

-¿Pero y yo?

-Tú eres joven, al paso que yo empiezo ya a envejecer; hasta la vista, Benedetto.

Dicho esto, dirigióse a una callejuela, por donde desapareció.

-¡Ay! -dijo Andrés arrojando un suspiro-, ¡no puede uno ser completamente feliz en este mundo!

En la plaza de Luis XV, los tres jóvenes se habían separado, es decir, que Morrel tomó por los bulevares; Chateau-Renaud, por el puente de la Revolución, y Debray siguió a lo largo del muelle.

Morrel y Chateau-Renaud, según toda probabilidad, se dirigieron cada cual a su casa: pero Debray no imitó su ejemplo.

Así que hubo llegado a la plaza del Louvre, echó hacia la izquierda, atravesó el Carrousel al trote largo, se metió por la calle de San Roque, desembocó en la de Michodière, y llegó a la puerta de la casa del señor Danglars, justamente en el momento en que la carretela del señor Villefort, después de haberlos dejado a él y a su mujer en el barrio de Saint-Honoré, se detenía para dejar a la baronesa en su casa.

Debray, conocido ya de la casa, entró primeramente en el patio, entregó la brida a un criado, y volvió a la portezuela para recibir a la señora Danglars, a la cual ofreció el brazo para volver a sus habitaciones. Una vez cerrada la puerta, y la baronesa y Debray en el patio:

-¿Qué tenéis, Herminia-, dijo Debray-, y por qué os indispusisteis tanto al oír aquella historia o más bien aquella fábula que contó el conde?

-Porque esta tarde ya me encontraba muy mal, amigo mío -dijo la baronesa.

-No, no, Herminia -dijo Debray-, no me haréis creer eso. Estabais perfectamente cuando fuisteis a la casa del conde. El señor Danglars era el único que estaba un poco cabizbajo, es verdad, pero yo sé el caso que vos hacéis de su malhumor; ¿os han hecho algo? Contádmelo; bien sabéis que no sufriré nunca que os causen algún pesar.

-Os engañáis, Luciano, os lo aseguro -repuso la señora Danglars-, y no ha habido más que lo que os he dicho; estaba de mal humor, sin saber yo siquiera la causa.

Era evidente que la señora Danglars se hallaba bajo la influencia de una de esas irritaciones nerviosas de las que apenas pueden darse cuenta a sí mismas las mujeres, o que, como había adivinado Debray, había experimentado alguna conmoción oculta que no quería confesar a nadie; a fuer de hombre acostumbrado a conocer el talante de las mujeres, no insistió más, esperando el momento oportuno, ya sea para una nueva interrogación o para una confesión motu proprio.

La baronesa encontró en la puerta de su cuarto a Cornelia.

Cornelia era la camarera de confianza de la baronesa.

-¿Qué hace mi hija? -preguntó la señora Danglars.

-Ha estado estudiando toda la tarde -respondió Cornelia-, y luego se ha acostado.

-Creo que oigo su piano.

-Es la señorita Luisa de Armilly que está tocando, mientras que la señorita está en la cama.

-Bien -dijo la señora Danglars-; venid a desnudarme.

Entraron en la alcoba. Debray se recostó sobre un sofá, y la señora Danglars pasó a su gabinete de tocador con Cornelia.

-Querido Luciano -dijo la señora Danglars a través de la puerta del gabinete-, ¿os seguís quejando aún de que Eugenia no os dispensa el honor de dirigiros la palabra?

-Señora -dijo Luciano jugando con el perrito americano de la baronesa, el cual, reconociéndole por amigo de la casa, le hacía mil caricias-; no soy yo el único que os da esas quejas, y creo haber oído a Morcef quejarse a vos el otro día de que no podía sacar una palabra siquiera a su futura esposa.

-Es cierto -dijo la señora Danglars-, pero yo creo que una de estas mañanas cambiará todo eso, y veréis entrar en vuestro gabinete a Eugenia.

-¿En mi gabinete?

-Es decir, en el del ministro.

-¿Para qué?

-Para pediros que la contratéis en la ópera; ¡oh!, nunca he visto tal pasión por la música, ¡es ridícula esa afición en una persona de mundo!

Debray se sonrió.

-Pues bien -dijo-; que vaya con el consentimiento del barón y con el vuestro, y la contrataré, aunque somos muy pobres para pagar un talento tan notable como el suyo.

-Podéis marcharos, Cornelia, ya no os necesito -dijo la señora Danglars.

Cornelia desapareció y un instante después la señora Danglars salió de su gabinete con un negligé encantador y fue a sentarse al lado de Luciano.

Quedóse un momento pensativa, acariciando a su perrito.

Luciano la miró un instante en silencio.

-Veamos, Herminia -dijo al cabo de un rato-, responded francamente, tenéis un pesar, ¿no es así?

-No, ninguno -respondió la baronesa.

Y sin embargo parecía sofocada; levantóse, procuró respirar y fue a mirarse a un espejo.

-Esta noche estoy terrible -dijo.

Debray se levantó sonriendo, para desengañar a la baronesa, cuando de repente se abrió la puerta. Danglars entró en la habitación y Debray se volvió a sentar. Al ruido que la puerta produjo al abrirse, se volvió la señora Danglars, y miró a su marido con un asombro que no trató de disimular.

-Buenas noches, señora -dijo el banquero-; buenas noches, señor Debray.

Sin duda creyó la baronesa que esta visita imprevista significaba una especie de deseo de reparar las palabras amargas que se le escaparon al barón durante aquella tarde.

Adoptó un aire de dignidad, y volviéndose hacia Luciano, sin responder a su marido:

-Leedme algo, señor Debray -le dijo.

Debray, a quien esta visita inquietara algún tanto de momento, recobró su calma al observar la de la baronesa, y extendió la mano hada un libro abierto.

-Perdonad -le dijo el banquero-, pero os vais a fatigar, baronesa, velando hasta tan tarde; son las once, y el señor Debray vive bastante lejos.

Debray se quedó estupefacto, no porque el tono con que el banquero dijera estas palabras dejase de ser sumamente cortés y tranquilo, sino porque a través de esta cortesía y de esta tranquilidad, percibía un vivo deseo de parte del banquero por contrariar aquella noche la voluntad de su mujer...

La baronesa se quedó tan asombrada, y manifestó su asombro por una mirada tal, que sin duda hubiera dado que pensar a su marido si éste no hubiera tenido los ojos fijos en un periódico.

Así, pues, esta mirada tan terrible fue lanzada al vacío, y quedó completamente sin efecto.

-Señor Luciano -dijo la baronesa-, debo deciros que me siento sin ganas de dormir esta noche, tengo mil cosas que contaros, y vais a pasarla escuchándome, aunque para ello tuvieseis que dormir en pie.

-Estoy a vuestras órdenes, señora -respondió Luciano con flema.

-Querido señor Debray -dijo el banquero a su vez-, no os incomodéis en escuchar ahora las locuras de la señora Danglars, porque tendréis tiempo de escucharlas mañana; pero esta noche la consagraré yo, si así me lo permitís, a hablar con mi mujer de graves asuntos.

El golpe iba tan bien dirigido esta vez, y caía tan a plomo, que dejó aturdidos a Debray y a la señora Danglars; ambos se interrogaron con la mirada como para buscar un recurso contra aquella agresión; pero el irresistible poder del dueño de la casa triunfó, y el marido ganó la partida.

-No vayáis a creer que os despido, querido señor Debray -prosiguió Danglars-; no, no; una circunstancia imprevista me obliga a desear tener esta noche una conversación con la baronesa; esto me sucede muy pocas veces, para que se me guarde rencor.

Debray balbució algunas palabras, saludó y salió.

-¡Es increíble -dijo así que hubo cerrado tras sí la puerta-, cuán fácilmente saben dominarnos estos maridos a quienes tan ridículos creemos...!

No bien hubo partido Luciano, cuando Danglars se acomodó en el sofá, cerró el libro abierto, y tomando una postura altamente aristocrática a su modo de ver, siguió jugando con el perrito. Pero como éste no simpatizaba lo mismo con él que con Debray, intentó morderle; entonces le cogió por el pescuezo y lo arrojó sobre un sillón al otro lado del cuarto.

El animal lanzó un grito al atravesar el espacio; pero apenas llegó al término de su camino aéreo se ocultó detrás de un cojín, y estupefacto de aquel trato a que no estaba acostumbrado, se mantuvo silencioso y sin moverse.

-¿Sabéis, caballero -dijo la baronesa, sin pestañear-, que hacéis progresos? Generalmente, no sois más que grosero, pero esta noche estáis brutal.

-Es porque estoy de peor humor que otros días -respondió Danglars.

Herminia miró al banquero con desdén. Estas ojeadas exasperaban antes al orgulloso Danglars; pero ahora no pareció darse cuenta de ellas.

-¿Y qué tengo yo que ver con vuestro malhumor? -respondió la baronesa, irritada por la impasibilidad de su marido-; ¿me importa algo? Buen provecho os hagan vuestros malos humores, y puesto que tenéis escribientes y empleados a vuestra disposición, desahogaos con ellos.

-No -respondió Danglars-; desvariáis en vuestros consejos, señora; así, pues, no los seguiré. Mis escribientes son mi Pactolo, como dice, según creo, el señor Demoustier, y yo no quiero alterar su curso ni su calma. Mis empleados son personas honradas, que me labran mi fortuna, y a quienes pago menos de lo que se merecen; no, no, me guardaré bien de encolerizarme con ellos; con los que me encolerizaré es contra las personas que se comen mi dinero, que usan de mis caballos, abusando ya, y que están arruinando mi caja.

-¿Y quienes son las personas que arruinan vuestra caja? Explicaos con más claridad, caballero.

-¡Oh!, tranquilizaos, si hablo por enigmas, no tardaré en daros la solución -repuso Danglars-. Las personas que arruinan mi caja son las personas que sacan de ella la suma de setecientos mil francos.

-No os comprendo, caballero -dijo la baronesa tratando de disimular a la vez la emoción de su voz y el carmín que iba cubriendo sus mejillas.

-Al contrario, comprendéis perfectamente -dijo Danglars-; pero si vuestra mala voluntad continúa así, os diré que acabo de perder setecientos mil francos.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo la baronesa-, ¿acaso tengo yo la culpa de esa pérdida?

-¿Por qué no?

-¿Conque es culpa mía que vos hayáis perdido setecientos mil francos?

-Pues mía tampoco es.

-Acabemos de una vez, caballero -repuso agriamente la baronesa-, os he dicho que no me habléis de caja; es una lengua que no he aprendido ni en casa de mis padres, ni en casa de mi primer marido.

-Yo lo creo, sí, ¡diablo! -dijo Danglars-, porque ni los unos ni los otros tenían un centavo.

-Razón de más para que no haya aprendido esa jerigonza del banco, que me desgarra los oídos desde la mañana hasta la noche; ese dinero que cuentan y vuelven a contar me es odioso, y el sonido de vuestra voz me es aún más desagradable.

-¡Qué raro es lo que decís! -dijo Danglars-, ¡qué extraño es eso! ¡Y yo que había creído que os tomabais el más vivo interés en mis operaciones!

-¡Yo! ¿Y quién os ha podido decir semejante tontería?

-¡Vos misma!

-¡Yo!

-Sin duda.

-Quisiera saber cuándo os he dicho tal cosa.

-¡Oh!, es muy fácil. En el mes de febrero último vos fuisteis la primera que me hablasteis de los fondos de Haití; soñasteis que un buque entraba en el puerto de Havfe, y traía la noticia de que iba a efectuarse un pago que se creía remitido a las calendas griegas; hice comprar inmediatamente todos los vales que pude encontrar de la deuda de Haití, y gané cuatrocientos mil francos, de los cuales os fueron religiosamente entregados cien mil. Habéis hecho con ellos lo que os dio la gana, eso no me interesa.

»En el mes de marzo, tratábase de una concesión de caminos de hierro. Tres sociedades se presentaban ofreciendo garantías iguales. Me dijisteis que vuestro instinto, y aunque os presumíais enteramente extraña a las especulaciones, yo lo creo por el contrario muy desarrollado en esta materia; me dijisteis que vuestro instinto os anunciaba que se daría el privilegio a la Sociedad llamada del Mediodía. En seguida adquirí las dos terceras partes de las acciones de esta Sociedad. Se le concedió, efectivamente, el privilegio, como habíais previsto: las acciones triplicaron de valor, y gané un millón, del cual os fueron entregados doscientos cincuenta mil francos. ¿En qué habéis empleado esta suma? Esto no me interesa.

-¿Pero adónde queréis ir a parar? -exclamó la baronesa estremeciéndose de despecho y de impaciencia.

-Paciencia, señora, tened paciencia.

-Acabad de una vez.

-En el mes de abril fuisteis a comer a casa del ministro: hablaron de España, y oísteis una conversación secreta: tratábase de la expulsión de don Carlos; compré fondos españoles, la expulsión tuvo lugar, y gané seiscientos mil francos el día en que Carlos V pasó el Bidasoa. De estos seiscientos mil francos os fueron entregados cincuenta mil escudos, habéis dispuesto de ellos a vuestro capricho, y yo no os pido cuentas de ello, pero no por eso es menos cierto que habéis recibido quinientas mil libras este año.

-¿Y qué?

-¿Y qué? ¡Pues bien!, hete aquí que de pronto perdéis vuestro tino y todo se lo lleva el demonio.

-En verdad..., tenéis un modo de explicaros...

-El modo que necesito para que me entiendan, nada más. Luego hará unos tres días hablasteis de política con el señor Debray, y creísteis oír en sus palabras que don Carlos había entrado en España; entonces vendo mi renta, se esparce la noticia, hay sospechas, no vendo, doy; al día siguiente se sabe que la noticia era falsa y esta falsa noticia me ha hecho perder setecientos mil francos.

-¿Y bien?

-¡Y bien!, puesto que yo os doy la cuarta parte cuando gano, vos tenéis que dármela cuando pierdo. La cuarta parte de setecientos mil francos son ciento setenta y cinco mil.

-Pero esto que me decís es una extravagancia, e ignoro en realidad por qué mezcláis el nombre de Debray en todo esto.

-Porque si no tenéis por casualidad esos cientos setenta y cinco mil francos que reclamo, los habréis prestado a vuestros amigos, y el señor Debray es uno de ellos.

-¡Cómo! -exclamó la baronesa.

-¡Oh!, nada de aspavientos ni de gritos, ni de escenas dramáticas, señora, si no me obligaréis a deciros que el señor Debray se estará regocijando de haber recibido cerca de quinientas mil libras este año, y dirá que al fin ha encontrado lo que no han podido descubrir nunca los más hábiles jugadores, es decir, un modo de jugar en el que no se expone ningún dinero y en el que no se pierde cuando se pierde.

La baronesa no podía contener su indignación.

-¡Miserable! -dijo-, ¿os atreveríais a decir que no sabíais lo que os atrevéis a echarme en cara hoy?

-Yo no os digo si lo sabía, o si no lo sabía; sólo os digo: observad mi conducta después de cuatro años que hace que no sois mi mujer y que yo no soy vuestro marido, veréis si ha sido consecuente consigo misma. Algún tiempo después de nuestra ruptura deseasteis estudiar la música con ese famoso barítono que se estrenó con tan feliz éxito en el teatro italiano; yo quise estudiar el baile con aquella bailarina que había adquirido tan buena reputación en Londres. Esto nos ha costado lo mismo, cien mil francos. Yo nada dije, porque en los matrimonios debe reinar una completa tranquilidad; cien mil francos porque el hombre y la mujer conozcan bien a fondo la música y el baile no es muy caro. Pronto os disgustasteis del canto, y os da la manía por estudiar la diplomacia con un secretario del ministro; os dejo estudiar. Ya comprenderéis; ¿qué me importaba mientras que vos pagaseis las lecciones de vuestro bolsillo? Pero hoy me he dado cuenta de que lo sacáis del mío, y que vuestro aprendizaje puede costarme setecientos mil francos al mes. Alto ahí, señora; esto no puede seguir así, o el diplomático dará sus lecciones... gratis, y entonces lo toleraré, o no volverá a poner los pies en mi casa; ¿habéis oído bien, señora?

-¡Oh!, eso es ya el colmo, caballero -exclamó Herminia sofocada-, ¡y es un modo muy innoble de portarse con una señora!

-Pero -dijo Danglars- veo con placer que no habéis seguido adelante, y que habéis obedecido a aquel axioma del Código: La mujer debe seguir al marido.

-¡Injurias...!

-Tenéis razón: no pasemos más allá, y razonemos fríamente. Yo nunca me mezclo en vuestros asuntos sino por vuestro bien; haced vos lo mismo. ¿Mi caja no os interesa, decís? Bien; operad con la vuestra, pero ni llenéis ni vaciéis la mía. Por otra parte, ¿quién sabe si todo eso no será un ardid político? ¿Si el ministro, furioso de verme en la oposición y celoso de las simpatías populares que despierto, no está de acuerdo con el señor Debray para arruinarme?

-¡Como es muy probable!

-Sin duda: ¡quién ha visto nunca... una noticia telegráfica, es decir, una cosa imposible, o lo que es lo mismo, señales enteramente diferentes dadas por los últimos telégrafos!, es decir, expresamente en perjuicio mío.

-Caballero -dijo con acento de mayor humildad la baronesa- y no ignoráis, me parece, que ese empleado ha sido destituido de su empleo, que se ha hablado de formarle proceso, que se dio orden de prenderle, y que esta orden hubiera sido ejecutada si no se hubiera sustraído a las primeras pesquisas por medio de una huida que demuestra su locura o su culpabilidad... Es un error.

-Sí, que hace reír a los necios, que hace pasar una mala noche al ministro, que hace emborronar unos cuantos pliegos de papel a los señores secretarios de Estado, pero que a mí me cuesta setecientos mil francos.

-Pero, caballero -dijo de pronto Herminia-, puesto que todo eso proviene del señor Debray, ¿por qué en lugar de ir a decírselo directamente a él venís a darme a mí las quejas? ¿Por qué acusáis al hombre y reprendéis a la mujer?

-¿Conozco yo por ventura al señor Debray? -dijo Danglars-; ¿quiero acaso conocerle? ¿Quiero saber si da o no consejos? ¿Quiero seguirlos? ¿Soy yo el que juego? No; ¡vos sois la que lo hacéis todo, y no yo!

-Me parece que puesto que os aprovecháis...

Danglars se encogió de hombros.

-¡Son, en verdad, criaturas locas las mujeres que se creen genios, porque han conducido una o dos intrigas!, pero suponed que hubieseis ocultado vuestros desórdenes a vuestro mismo marido, lo cual es el ABC del oficio, porque la mayor parte del tiempo los maridos no quieren ver; ¡no seríais sino una débil copia de lo que hacen la mitad de vuestras amigas las mujeres de mundo! Pero no sucede lo mismo conmigo; todo lo he visto: en dieciséis años me habréis ocultado tal vez un pensamiento, pero no un paso, una acción, una falta. Mientras vos os felicitabais por vuestro ingenio y habilidad y creíais firmemente engañarme, ¿qué ha resultado? Que gracias a mi pretendida ignorancia, desde el señor de Villefort hasta el señor Debray, no ha habido uno solo de vuestros amigos que no haya temblado delante de mí. Ni uno que no me haya tratado como amo de la casa, mi único deseo respecto a vos; ni uno que se haya atrevido a deciros de mí lo que yo mismo os digo hoy; os permito que me tengáis por odioso, pero os impediré tenerme por ridículo, y sobre todo, os prohibo que me arruinéis.

Hasta el momento en que pronunció el nombre de Villefort, la baronesa había manifestado algún valor contra todas aquellas quejas; pero al oír este nombre, levantóse como movida por un resorte, extendió los brazos como para conjurar una aparición, y dio tres pasos hacia su marido como para arrancarle el secreto que éste no conocía, o que tal vez algún cálculo odioso, como lo eran todos los de Danglars, no quería dejar escapar enteramente.

-¡El señor de Villefort! ¿Qué significa eso? ¿Qué queréis decir?

-Quiere decir, señora, que el señor de Nargone, vuestro primer marido, como no era filósofo ni banquero, o siendo tal vez lo uno y lo otro, y viendo que no podía sacar ningún partido del procurador del rey, murió de pesar o de cólera al encontraros embarazada de seis meses después de una ausencia de nueve. Soy brutal, no solamente lo sé, sino que me jacto de ello; me he valido para ello de uno de mis medios en mis operaciones comerciales. ¿Por qué en lugar de matar se hizo matar él mismo? ¡Porque no tenía caja que salvar, pero yo, yo tengo que salvar mi caja! El señor Debray, mi asociado, me hace perder setecientos mil francos; que sufra su parte de la pérdida, y proseguiremos adelante con nuestros asuntos; si no, que me haga bancarroto de esas ciento cincuenta mil libras, y que unido a los que quiebran, que desaparezca. ¡Oh! ¡Dios mío!, es un buen muchacho, lo sé, cuando sus noticias son exactas; pero cuando no lo son, hay cincuenta en el mundo que valen más que él.

La señora Danglars estaba aterrada; sin embargo, hizo un esfuerzo sobre sí misma para responder a aquel ataque. Dejóse caer sobre un sillón, pensando en Villefort, en la escena de la comida, en aquella serie de desgracias que abrumaban una tras otra su casa, y cambiaban en escandalosas disputas la tranquilidad de aquel matrimonio.

Danglars no la miró, aunque ella hizo todo lo posible por desmayarse. Abrió de una patada la puerta de la alcoba, la volvió a cerrar sin añadir una sola palabra, y entró en su cuarto.

De suerte que al volver en sí, la señora Danglars creyó que había sido presa de una pesadilla atroz.

Al día siguiente, a la hora que Debray solía elegir para hacer una visita a la señora Danglars, su cupé no se presentó en el patio.

A esta hora, es decir, hacia las doce y media, la señora Danglars pidió su carruaje y salió.

Danglars, detrás de una cortina, vio esta salida que esperaba. Dio la orden de que le avisasen en cuanto volviese la señora, pero a las dos aún no había vuelto.

A las dos pidió a su vez su carruaje y se dirigió a la Cámara.

Desde las doce, hasta las dos, Danglars había permanecido en su gabinete, abriendo su correspondencia, trabajando en las operaciones, y recibiendo entre otras visitas la del mayor Cavalcanti, que, siempre tan risueño y tan puntual, se presentó a la hora anunciada para terminar su negocio con el banquero.

Al salir de la Cámara, Danglars, que dio algunas muestras de agitación durante la sesión, y había hablado más que ningún otro en contra del ministerio, volvió a montar en su carruaje, y dio al cochero la orden de conducirle al número 30 de la calle de los Campos Elíseos.

Le dijeron que el señor de Montecristo estaba en casa, pero que tenía una visita, y suplicaba al señor Danglars que esperase un instante en el salón.

Mientras el banquero esperaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre vestido de abate que, en lugar de esperar como él, más familiar en su casa, le saludó, entró en las habitaciones interiores y desapareció.

Un instante después, la puerta por donde había entrado el abate se volvió a abrir y Montecristo apareció en el salón.

-Perdonad, querido barón -dijo el conde-, pero uno de mis mejores amigos, el abate Busoni, a quien habréis visto pasar, acaba de llegar a París; hacía mucho tiempo que estábamos separados, y no he tenido valor para dejarle tan pronto; espero que me dispensaréis haberos hecho esperar.

-¡Cómo! -dijo Danglars-; yo soy el indiscreto por haber elegido un momento tan malo, y voy a retirarme.

-Al contrario, sentaos; ¡pero Dios mío!, ¿qué tenéis?, parecéis disgustado, me asustáis; un capitalista apesadumbrado es lo mismo que los cometas, presagia siempre una desgracia más en el mundo.

-No parece sino que la rueda de la fortuna ha cesado estos días de rodar para mí -dijo Danglars-; pues he recibido una siniestra noticia.

-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Montecristo-, ¿habéis perdido a la bolsa?

-No, ya me repondré; sólo se trata de una bancarrota en Trieste.

-¿De veras? ¿Sería tal vez la víctima Jacobo Manfredi?

-¡Exacto! Figuraos, un hombre que ganaba para mí desde hace mucho tiempo unos ocho o novecientos mil francos al año. Ni siquiera dejaba nunca de pagarlo, ni siquiera un retraso; me aventuré a darle un millón..., ¡y hete aquí que al señor Manfredi se le ocurre suspender sus pagos!

-¿De veras?

-Es una fatalidad. Le mando seiscientas mil libras que no me son pagadas; además, soy portador de cuatrocientos mil francos en letras de cambio firmadas por él, y pagaderas al fin del corriente en casa de su corresponsal de París. Estamos a treinta, ¡envío a cobrar!, ¡ya!, ¡ya!, el corresponsal había desaparecido. Con un negocio de España me he fastidiado este mes totalmente.

-¿Pero habéis perdido en vuestro negocio de España?

-Ciertamente; ¿no lo sabíais? Setecientos mil francos de mi caja, ¡un verdadero desastre!

-¿Y cómo diablos os habéis dejado engañar, vos que sois ya perro viejo?

-¡No es culpa mía! Mi mujer es la culpable, soñó que don Carlos había entrado en España; ella cree mucho en los sueños. Cuando ha soñado una cosa, según dice ella, sucede infaliblemente. Convencido yo también, la permito jugar, ella tiene su bolsillo y su agente de cambio, juega y pierde. Es verdad que no es mi dinero, sino el suyo el que ella juega. Con todo, no importa, ya comprenderéis que cuando salen del bolsillo de la mujer setecientos mil francos, el marido se resiente un poco de ello. ¡Cómo! ¿No sabéis nada? ¡Pues sí ha causado mucho ruido tal negocio...!

-Sí, había oído hablar de ello; pero ignoraba los detalles. Además, soy un ignorante respecto a todos los negocios de bolsa.

-¿No jugáis?

-¡Yo! ¿Y cómo queréis que juegue? Yo, que tanto trabajo me cuesta arreglar mis rentas. Me vería en la precisión de tomar un agente, y un cajero además de mi mayordomo; nada, nada, no pienso en eso. Pero, a propósito de España, me parece que la baronesa no había soñado enteramente la entrada de don Carlos. Los periódicos han hablado de ello también.

-¿Vos creéis en los periódicos?

-Yo no, señor; pero creía que el Messager estaba exceptuado de la regla, y que siempre las noticias telegráficas eran ciertas.

-¡Y bien!, lo que es inexplicable -repuso Danglars- es que esa entrada de don Carlos era en efecto una noticia telegráfica.

-¿De suerte -dijo Montecristo- que este mes habéis perdido cerca de un millón setecientos mil francos?

-¡No cerca, ésa es exactamente mi pérdida!

-¡Diablo!, para un caudal de tercer orden -dijo Montecristo con compasión-, es un golpe bastante rudo.

-¡De tercer orden! -dijo Danglars algo amostazado-, ¿qué diablo entendéis por eso?

-Sin duda -prosiguió Montecristo- yo divido los caudales en tres categorías: fortuna de primer orden a los que se componen de tesoros que se palpan con la mano, las tierras, las viñas, las rentas sobre el Estado, como Francia, Austria e Inglaterra, con tal que estos tesoros, estas minas y estas rentas formen un total de unos cien millones; considero capital de segundo orden a las explotaciones de manufacturas, las empresas por asociación, los virreinatos y principados que no pasan de un millón quinientos mil francos de renta, formando todo una suma de cuarenta millones; llamo, en fin, capital de tercer orden a los que están expuestos al azar, destruidos por una noticia telegráfica, las bandas, las especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a esa fatalidad que podría llamarse fuerza menor, comparándola con la fuerza mayor, que es la fuerza natural, formando todo reunido un caudal ficticio o real de unos quince millones. ¿No es ésta, aproximadamente, vuestra posición?

-Sí, sí -respondió Danglars.

-De aquí resulta que con seis meses como éste -continuó Montecristo con el mismo tono imperturbable-, un capital de tercer orden se encontrará en su hora postrera, es decir, agonizando.

-¡Oh! -dijo Danglars con sonrisa forzada-, ¡bien seguro!

-¡Pues bien!, supongamos siete meses -repuso Montecristo en el mismo tono-. Decidme, ¿pensasteis alguna vez que siete veces un millón y setecientos mil francos hacen cerca de doce millones...? ¿No...?, tenéis razón; con tales reflexiones nadie comprometería sus capitales; nosotros tenemos nuestros hábitos más o menos suntuosos, éste es nuestro crédito; pero cuando el hombre muere, no le queda más que su piel, porque las fortunas de tercer orden no representan más que la tercera o cuarta parte de su apariencia, así como la locomotora de un tren no es, en medio del humo que la envuelve, sino una máquina más o menos fuerte. ¡Pues bien!, de esos cinco o seis millones que forman su capital real, acabáis de perder dos; no disminuyen, por lo tanto, vuestra fortuna ficticia o vuestro crédito; es decir, mi querido Danglars, que vuestra piel acaba de ser abierta por una sangría, que reiterada cuatro veces arrastraría tras sí la muerte. Vamos, señor Danglars; ¿necesitáis dinero...? ¿Cuánto queréis que os preste...?

-Qué mal calculador sois -exclamó Danglars llamando en su ayuda toda la filosofía y todo el disimulo de la apariencia-; a estas horas, el dinero ha entrado en mi caja por otras especulaciones que han salido bien. La sangre que salió por la sangría ha vuelto a entrar por medio de la nutrición. He perdido una batalla en España, he sido batido en Trieste; pero mi armada naval de la India habrá conquistado algunos países, mis peones de México habrán descubierto alguna mina.

-¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero queda la cicatriz, y a la primera pérdida volverá a abrirse.

-No, porque camino sobre seguro -prosiguió el banquero con el tono y los ademanes de un charlatán que, sabiéndose vencido, quiere probar lo contrario-; para eso, sería menester que sucumbiesen tres gobiernos.

-¡Diantre!, ya se ha visto eso.

-O bien, que la tierra no diese sus frutos.

-Acordaos de las siete vacas gordas y las siete flacas.

-O que se separen las aguas del mar como en tiempo de Faraón; aún quedan muchos mares, y mis buques tendrían por donde navegar.

-Tanto mejor, tanto mejor, señor Danglars -dijo Montecristo-; conozco que me había engañado y que podéis entrar en los capitales de segundo orden.

-Creo poder aspirar a ese honor -dijo Danglars con una de aquellas sonrisas gruesas, por decirlo así, que le eran peculiares-; pero ya que hemos empezado a hablar de negocios -añadió, satisfecho de haber hallado un motivo para variar de conversación-, decidme, ¿qué es lo que puedo yo hacer por el señor Cavalcanti?

-Entregarle dinero, si tiene un crédito sobre vos, y si este crédito os parece bueno.

-¡Magnífico!, esta mañana se presentó con un vale de cuarenta mil francos, pagadero a la vista contra vos, firmado por el abate Busoni, y endosado a mí por vos; ya comprenderéis que al momento le entregué sus cuarenta billetes.

Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su aprobación.

-Sin embargo, no es esto todo -continuó Danglars-; ha abierto a su hijo un crédito en mi casa.

-Sin indiscreción, ¿cuánto tiene señalado al joven?

-Unos cinco mil francos al mes.

-Sesenta mil al año. Ya me figuraba yo que esos Cavalcanti no habían de ser muy desprendidos. ¿Qué queréis que haga un joven con cinco mil francos al mes?

-Ya comprenderéis que si precisa de algunos miles de francos...

-No hagáis nada de eso, el padre os lo dejará por vuestra cuenta; no conocéis a todos los millonarios ultramontanos; ¿y quién le ha abierto ese crédito?

-¡Oh!, la casa French, una de las mejores de Florencia.

-No quiero decir que vayáis a perder; pero, sin embargo, no ejecutéis punto por punto más que lo que os diga la letra.

-¿No tenéis confianza en ese Cavalcanti?

-Por su firma sola le daría yo diez millones. Esto corresponde a las fortunas de segundo orden, de que os hablaba hace poco, señor Danglars.

-Y yo le hubiera tomado por un simple mayor.

-Y le hubierais hecho mucho honor, porque razón tenéis, no satisface a primera vista su aspecto. Al verle por primera vez, me pareció algún viejo teniente; pero todos los italianos son por ese estilo, parecen viejos judíos cuando no deslumbran como magos de Oriente.

-El joven es mejor -dijo Danglars.

-Sí, un poco tímido, quizá; pero, en fin, me ha parecido bien. Yo estaba inquieto.

-¿Por qué?

-Porque le visteis por primera vez en mi casa, se puede decir acabado de entrar en el mundo, según me han dicho. Ha viajado con un preceptor muy severo, y no había venido nunca a París.

-Todos esos italianos acostumbran a casarse entre sí, ¿no es verdad? -preguntó Danglars-; les gusta asociar sus fortunas.

-Esto es lo que suelen hacer; pero Cavalcanti es muy original, y no quiere imitar a nadie. Nadie me quitará de la cabeza que ha traído a su hijo a París para buscarle una mujer.

-¿Vos lo creéis así?

-Estoy seguro de ello.

-¿Y habéis oído hablar de sus bienes?

-No se trata de otra cosa; pero unos pretenden que tiene millones, y otros que no tiene un cuarto.

-Y vamos a ver..., ¿cuál es vuestro parecer...?

-¡Oh!, no os fundéis en lo que yo diga..., porque...

-Pero en fin...

-Mi opinión es que todos esos antiguos podestás, todos esos antiguos condottieri, porque esos Cavalcanti han mandado armadas, han gobernado provincias; mi opinión, repito, es que han escondido los millones en esos rincones que conocen sus antepasados, y que van revelando a sus hijos de generación en generación, y la prueba es que son amarillos y secos como sus florines de la época republicana, de los que conservan un reflejo a fuerza de mirarlos.

-Perfectamente -dijo Danglars-, y eso es tanto más cierto, cuanto que ninguno posee ni siquiera un pedazo de tierra.

-Nada; yo sé de seguro que en Luca no tienen más que un palacio.

-¡Ah!, tienen un palacio -dijo Danglars riendo-, ya es algo.

-Sí, y se lo alquilan al ministro de Hacienda, y él vive en una casucha cualquiera. ¡Oh!, ya os lo he dicho, lo creo muy tacaño.

-Vaya, vaya, no le lisonjeáis, por lo visto.

-Escuchad, apenas le conozco; creo haberle visto tres veces en mi vida; lo que sé, me lo ha dicho el abate Busoni; esta mañana me hablaba de sus proyectos acerca de su hijo, y me hacía ver que, cansado de ver dormir fondos considerables en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar un medio, ya sea en Francia o en Inglaterra, de emplearlos, pero habéis de notar que, aunque yo tengo mucha confianza en el abate Busoni, no respondo de nada.

-No importa, no importa, yo saco mis propias deducciones con todos esos informes; decidme, sin que esta pregunta tenga ningún interés, ¿cuando esas personas casan a sus hijos, suelen darles dote?

-¡Psch!, eso según. Yo he conocido a un príncipe italiano, rico como un Creso, uno de los personajes principales de Toscana, que cuando sus hijos se casaban a gusto suyo, les daba millones, y cuando lo hacían a su pesar, se contentaba con darles, por ejemplo, una renta de treinta escudos al mes. Si era con la hija de un banquero, por ejemplo, probablemente tomaba algún interés en la casa del suegro de su hijo; después da media vuelta a sus cofres, y hete aquí dueño al señor Andrés de unos pocos millones.

-Luego ese muchacho encontrará una mayorazga, querrá una corona cerrada, un El Dorado atravesado por el Potosí.

-No, todos esos grandes señores se casan generalmente con simples mortales; son como Júpiter, cruzan las razas. Pero cuando me hacéis tantas preguntas, tal vez llevaréis alguna mira... ¿Queréis casar por ventura a Andrés, señor Danglars?

-Me parece -dijo Danglars-, no sería ésa mala especulación, y yo soy especulador.

-¿No será con la señorita Danglars, supongo? ¿Porque no querréis que luego se ahorque Alberto de desesperación?

-Alberto -dijo el banquero encogiéndose de hombros-, ah, sí, no le importará mucho.

-¡Pero está prometido a vuestra hija, según creo!

-Es decir, el señor de Morcef y yo hemos hablado dos o tres veces de ese casamiento, pero la señora de Morcef y Alberto...

-No vayáis a decirme que no es buen partido...

-Bueno, creo que la señorita Danglars merece al señor de Morcef.

-El dote de la señorita Danglars será muy bonito, en efecto, y yo no lo dudo, sobre todo si el telégrafo no vuelve a cometer más locuras.

-¡Oh!, no es sólo el dote, porque después de todo... Pero decidme...

-¿Qué?

-¿Por qué no convidasteis a Morcef y a su familia a vuestra comida?

-Ya lo había hecho, pero tuvo que hacer un viaje a Dieppe con la señora de Morcef, a quien recomendaron los aires del mar.

-Sí, sí -dijo Danglars riendo-, deben de resultarle saludables.

-¿Por qué?

-Porque son los que ha respirado en su juventud.

Montecristo dejó pasar el chiste sin dar a entender que hubiera fijado la atención en él.

-Pero, en fin -dijo el conde-, si Alberto no es tan rico como la señorita Danglars, no podéis negar que lleva un hermoso apellido.

-Me río yo de su apellido, que es tan bueno como el mío -dijo Danglars.

-Ciertamente, vuestro nombre es popular, y ha adornado el título con lo que le ha parecido; pero sois un hombre harto inteligente para no haber comprendido que, según ciertas preocupaciones muy arraigadas para que se puedan extinguir, una nobleza de cinco siglos vale más que una nobleza de veinte años.

-He aquí por qué -dijo Danglars con una sonrisa que procuraba hacer sardónica-, he aquí por qué preferiría yo al señor Andrés Cavalcanti a Alberto de Morcef.

-No obstante -dijo Montecristo-, yo supongo que los Morcef no le ceden en nada a los Cavalcanti.

-¡Los Morcef...! Mirad, querido conde, ¿creeréis lo que voy a deciros...?

-Seguramente.

-¿Sois entendido en blasones?

-Un poco.

-¡Pues bien!, mirad el color del mío; más sólido es que el del conde de Morcef.

-¿Por qué?

-Porque yo, si no soy barón de nacimiento, me llamo al menos Danglars.

-¿Y qué más?

-Que él no se llama Morcef.

-¡Cómo! ¿Que no se llama Morcef?

-No, señor, no se llama así.

-No puedo creerlo.

-A mí me han hecho barón; así, pues, lo soy; él se ha apropiado del título de conde; así, pues, no lo es.

-Imposible.

-Escuchad, mi querido conde -prosiguió Danglars-, el señor de Morcef es mi amigo, o más bien mi conocido, después de treinta años: yo soy franco, y no hago caso del qué dirán; no he olvidado cuál es mi primitivo origen.

-Hacéis bien, y yo apruebo vuestra manera de pensar -dijo Montecristo-; pero me decíais...

-¡Pues bien! ¡Cuando yo era escribiente de una oficina, Morcef era un simple pescador!

-Y entonces, ¿cómo se llamaba?

-Fernando.

-¿Fernando, y nada más?

-Fernando Mondego.

-¿Estáis seguro?

-¡Diablo! ¡Me ha vendido bastante pescado para que no le conozca...!

-Entonces, ¿por qué le dais vuestra hija a su hijo?

-Porque Fernando y Danglars eran dos pobretones, ennoblecidos a un mismo tiempo, y enriquecidos también; en realidad, tanto vale uno como otro, salvo ciertas cosas que han dicho de él, y no de mí.

-¿El qué?

-Nada.

-¡Ah!, sí, comprendo; lo que me decís me hace recordar el nombre de Fernando Mondego. Yo lo he oído pronunciar en Grecia, si mal no recuerdo.

-¿Respecto a Alí-Bajá?

-Exacto.

-Ahí está el misterio -repuso Danglars-, y confieso que hubiera dado cualquier cosa por descubrirlo.

-No era difícil, si lo hubieseis deseado.

-¿Pues cómo?

-¿Tenéis acaso algún corresponsal en Grecia?

-¡Oh!

-¿En Janina?

-¡En todas partes!

-¡Pues bien!, escribid a vuestro corresponsal de Janina, y preguntad qué papel desempeñó en el desastre de Alí-Tebelín un francés llamado Fernando.

-¡Tenéis razón! -exclamó el banquero, levantándose vivamente-; ¡hoy mismo escribiré!

-Hoy, sí.

-Voy a hacerlo en seguida.

-Y si recibís alguna noticia escandalosa...

-¡Os la comunicaré!

-Me haréis con ello un gran placer.

Danglars se lanzó fuera del salón, y apenas llegó a la puerta, montó de un salto en su carruaje.

Capítulo Quinto

El gabinete del procurador del Rey

Dejemos al banquero que se dirija apresuradamente a su casa, y sigamos a la señora Danglars en su paseo matutino.

Ya hemos dicho que a las doce y media la señora Danglars pidió sus caballos y salió en su carruaje.

Dirigióse al barrio de Saint-Germain, tomó por la calle Mazarino e hizo parar junto al Puente Nuevo.

Bajó y atravesó el puente: Iba vestida con suma sencillez, como conviene a una mujer de gusto que sale por la mañana.

En la calle de Guenegand subió a un coche de alquiler, diciendo al cochero que parase en la calle de Harlay.

No bien estuvo dentro, sacó de su bolsillo un velo muy espeso que colocó sobre su sombrero de paja; se lo puso después, y vio con placer, al mirarse en un espejito de bolsillo, que no se distinguían en absoluto sus facciones.

El coche entró por la plaza Dampline en el patio de Harlay; fue pagado el cochero al abrir la portezuela, y la señora Danglars, lanzándose hacia la escalera, que subió ligeramente, llegó sin tardanza a la sala de los Pasos Perdidos.

Debido a que por la mañana hay siempre muchos asuntos y ocupaciones en el palacio, los empleados y porteros apenas repararon en aquella mujer; la señora Danglars atravesó la sala de los Pasos Perdidos sin ser observada más que de otras diez o doce mujeres que esperaban a su abogado.

Apenas llegó a la antesala del gabinete del señor de Villefort no tuvo necesidad la señora Danglars de decir su nombre; tan pronto como la vieron, se presentó un ujier, se levantó, dirigióse a ella, le preguntó si era la persona que esperaba el señor procurador del rey, y ante su respuesta afirmativa, la condujo por un pasadizo reservado al gabinete del señor de Villefort.

El magistrado escribía sentado en un sillón, vuelto de espaldas a la puerta; oyó abrir la puerta, oyó también al ujier pronunciar estas palabras: ¡Entrad, señora!», y oyó volverse a cerrar la puerta, sin hacer un solo movimiento; pero tan pronto como sintió perderse los pasos del ujier que se alejaba, se volvió vivamente, corrió los cerrojos y las cortinillas, e inspeccionó cada rincón del gabinete.

Cuando se hubo cerciorado de que no podía ser visto ni oído, quedó al parecer tranquilo, y dijo:

-Gracias, señora, gracias, por vuestra puntualidad.

Y le ofreció un sillón, que la señora Danglars aceptó, porque se sentía tan turbada que temía caerse.

-Mucho tiempo hace, señora, que no tengo la dicha de hablar a solas con vos, y con gran sentimiento mío nos volvemos a encontrar para tratar de un asunto muy penoso.

-No obstante, caballero, bien veis que he acudido al punto a la cita, a pesar de que seguramente esta conversación es más penosa para mí que para vos.

Villefort se sonrió amargamente.

-Verdad es, señora -dijo respondiendo más bien a su propio pensamiento que a las palabras de su interlocutora-; ¡verdad es que todas nuestras acciones dejan huellas, las unas sombrías, las otras luminosas, en nuestro pasado! ¡Verdad es también que nuestros pasos en esta vida se asemejan a la marcha del reptil sobre la arena y dejan un surco! ¡Ay!, para muchos este surco es el de sus lágrimas.

-Caballero, vos comprendéis mi emoción, ¿no es verdad? -dijo la señora Danglars-, ¡pues bien!, este despacho por donde han pasado tantos culpables temblorosos y avergonzados, ese sillón donde yo me siento a mi vez temblorosa y turbada... ¡Oh!, necesito de toda mi razón para no ver en mí una mujer muy culpable y en vos un juez amenazador.

Villefort dejó caer la cabeza sobre el sillón y exhaló un suspiro.

-Y yo -repuso-, yo digo que mi lugar no es el sillón del juez..., sino el del acusado.

-¿Vos? -dijo la señora Danglars asombrada.

-Sí, yo.

-Me parece que exageráis la situación, caballero -dijo la señora Danglars, cuyos ojos se iluminaron por un fugitivo resplandor-. Esos surcos de que hablabais hace un instante han sido trazados por todas las juventudes ardientes. En el fondo de las pasiones, más allá del placer, hay siempre un poco de remordimiento; por esto el Evangelio, ese recurso eterno de los desgraciados, nos ha dado por sostén a nosotras, pobres mujeres, la hermosa parábola de la pecadora y de la mujer adúltera. Así, pues, os lo confieso, recordando esos delirios de mi juventud, pienso algunas veces que Dios me los perdonará, porque, si no la excusa, al menos se ha encontrado la compensación en mis sufrimientos; pero vos, ¿qué tenéis que temer en todo esto, vosotros los hombres a quienes el mundo disculpa todo, y a quienes el escándalo ennoblece?

-Señora -repuso Villefort-, vos me conocéis; yo no soy hipócrita, o por lo menos no lo soy sin razón. Si mi frente es severa, es porque muchas desgracias la han oscurecido; si mi corazón se ha petrificado, es a fin de poder sobrellevar las fuertes emociones que ha recibido. No era yo así en mi juventud, no era yo así aquella noche de bodas en que todos estábamos sentados alrededor de una mesa en la calle del Cours de Marsella... Pero después todo ha cambiado en mí y a mi alrededor; mi vida ha transcurrido en perseguir cosas difíciles y en destruir en las dificultades a los que voluntaria o involuntariamente, por su libre albedrío o debido al azar, se cruzaban en mi camino. Es raro que lo que uno desea ardientemente no les esté prohibido a las personas de quienes quiere uno obtenerlo, o a quienes piensa arrancárselo. Así, pues, la mayor parte de las malas acciones de los hombres les salen al encuentro disfrazadas bajo la forma que el caso requiere; una vez cometida la mala acción en un momento de exaltación, de temor o delirio, se comprende que uno habría podido evitarla. El medio que se debiera emplear en aquel momento se presenta entonces a vuestros ojos fácil y sencillo, decís: ¿cómo no he hecho esto en lugar de hacer aquello? Vosotras, al contrario, rara vez sois atormentadas por los remordimientos, porque rara vez sois las que decidís; vuestras desgracias os son impuestas casi siempre; vuestras faltas son casi siempre la culpa de otros.

-Pero, al menos, caballero, convenid en que, si yo he cometido una falta personal, ayer recibí un severo castigo.

-¡Pobre mujer! -dijo Villefort estrechándole la mano-, muy severo para vuestras fuerzas, porque dos veces estuvisteis a punto de sucumbir, y sin embargo...

-¿Qué?

-Debo deciros..., haced acopio de ánimo y valor, señora, ¡porque aún no lo sabéis todo...!

-¡Dios mío! -exclamó la señora Danglars aterrada-, ¿qué más hay?

-Vos no miráis más que lo pasado, y seguramente es sombrío. ¡Pues bien!, figuraos un porvenir más sombrío aún..., espantoso..., ¡sangriento tal vez!

La baronesa conocía la serenidad de Villefort, y se asombró tanto de su exaltación, que abrió la boca para gritar, pero el grito murió en su garganta y preguntó:

-¿Cómo ha resucitado ese pasado terrible?

-¿Cómo? -exclamó Villefort-. ¡Del fondo de la tumba y del fondo de nuestros corazones, donde dormía, ha salido como un fantasma, para hacer palidecer nuestras mejillas y enrojecer nuestras frentes!

Herminia dijo:

-¡Ay!, ¡sin duda por casualidad!

-¡Por casualidad! -repuso Villefort-; ¡no, no, señora, no existe la casualidad!

-¿Pero no es una casualidad la que ha conducido esto? ¿No ha sido una casualidad que el conde de Montecristo comprase aquella casa? ¿No hizo cavar la tierra en aquel mismo sitio por casualidad? ¿No ha sido casualidad que aquel desgraciado niño fuese enterrado debajo de los árboles? ¡Pobre inocente criatura, a quien jamás he podído dar un beso y a quien tantas lágrimas he dedicado! ¡Ah!, mi corazón palpitó fuertemente cuando oí hablar al conde de aquella infeliz criatura cuyos despojos encontró debajo de las flores.

-¡Pues bien!, ahí está el error, señora.

-¡Cómo!

-Sí -respondió Villefort con voz sorda-, esto es la terrible noticia que tenía que comunicaros; no, no ha habido tales despojos debajo de las flores; no, no se le debe llorar; no, no se debe gemir, sino temblar.

-¿Qué queréis decir...? -exclamó la señora Danglars estremeciéndose convulsivamente-, ¡explicaos, por Dios!, aclarad el misterio que encierran vuestras palabras.

-Me refiero a que el conde de Montecristo, al cavar al pie de aquellos árboles, no ha podido encontrar ni esqueleto de niño, ni cofre..., porque debajo de aquellos árboles no había una cosa ni otra.

-¡Que no había una cosa ni otra! -repitió la señora Danglars fijando en el señor de Villefort sus ojos, cuyas pupilas dilatándose espantosamente indicaban un extraño terror-, ¡no había una cosa ni otra! -volvió a decir con el tono de una persona que procura fijar con el sonido de sus palabras y de su voz, sus ideas prontas a huir de su mente.

-¡No! -dijo Villefort dejando caer su frente sobre sus manos-; no, ¡cien veces no!

-¿Pero no fue allí donde dejasteis a la pobre criatura, caballero? ¿Por qué me habéis engañado? ¿Con qué objeto, decid?

-Allí fue, pero escuchadme, escuchadme, señora, y me compadeceréis; ¡preparaos a recibir un golpe fatal!

-¡Dios mío! ¡Me asustáis!, pero no importa, hablad, ya os escucho.

-Ya sabéis lo que ocurrió aquella dolorosa noche en que estabais en vuestra cama casi expirando, en aquel cuarto forrado de damasco rojo, mientras que yo casi sufriendo tanto como vos esperaba vuestra libertad. Recibí al niño en mis brazos sin movimiento, sin voz; le creímos muerto.

La señora Danglars hizo un movimiento rápido, como si quisiera lanzarse fuera del sillón. Pero Villefort la detuvo cruzando las manos como para implorar su atención.

-Le creímos muerto -repitió-, le puse en un cofre que había de hacer las veces de ataúd, bajé al jardín, cavé una fosa y le enterré apresuradamente. Apenas acababa de cubrirle de tierra, se extendió hacia mí el brazo del corso. Vi elevarse una sombra, vi relucir un relámpago. Sentí un dolor agudo, quise gritar, un estremecimiento helado me recorrió todo el cuerpo y se me ahogó la voz en la garganta..., caí moribundo y me creí muerto. Jamás olvidaré vuestro sublime valor; cuando una vez vuelto en mí me arrastré expirante hasta el pie de la escalera, donde expirante vos también me salisteis a recibir. Era preciso guardar silencio acerca de la horrible desgracia; vos tuvisteis valor para volver a vuestra casa, sostenida por vuestra nodriza; un duelo fue el pretexto de mi herida. Contra lo que vos y yo esperábamos, el secreto permaneció oculto, me transportaron a Versalles; durante tres meses luché contra la muerte; al fin, cuando ya parecía volver a la vida, me recomendaron el sol y los aires del Mediodía.

Cuatro hombres me llevaron de París a Chalons, andando seis leguas al día. La señora de Villefort seguía la camilla en su carruaje; en Chalons, me pusieron en el Saona, después pasé al Ródano; con la fuerza de la corriente llegamos hasta Arlés; desde Arlés tomé mi litera y proseguí mi viaje hasta Marsella.

Mi convalecencia duró diez meses; no oí pronunciar vuestro nombre, no me atreví a informarme de lo que había sido de vos. Cuando volví a París supe que, viuda del señor Nargonne, habíais contraído nuevas nupcias con el señor Danglars.

»¿En qué había yo pensado desde que recobré el conocimiento? Siempre en la misma cosa, siempre en aquel cadáver del niño que en mis sueños se elevaba del seno de la tierra y se me aparecía amenazándome con su gesto y su mirada; así, pues, apenas estuve de vuelta en París me informé, la casa no había sido habitada desde que salimos de ella, pero acababa de ser alquilada por nueve años. Fui a ver al inquilino, fingí tener un gran deseo de no ver pasar a manos extrañas aquella casa que pertenecía al padre y a la madre de mi mujer; ofrecí una indemnización por que rescindiesen la escritura de arrendamiento; me pidieron seis mil francos, yo hubiera dado diez mil, veinte mil. Los tenía en mi mano; hice firmar en seguida y delante de mí el permiso, y apenas me lo entregaron, partí a galope con dirección a Auteuil.

Nadie había entrado en la casa desde que yo había salido de ella.

»Eran las cinco de la tarde, subí a la alcoba de damasco encarnado, y esperé a que se hiciera de noche.

»Allí se presentó a mi imaginación todo lo que me había ocurrido hacía un año, pero bajo un aspecto mas amenazador.

»Llegó la noche, dejé que transcurrieran varias horas; yo estaba sin luz en aquel cuarto, donde las ráfagas de viento hacían temblar las vidrieras y las puertas, detrás de las cuales creía yo ver siempre emboscado algún espía; de vez en cuando, me estremecía, me parecía oír detrás de mí vuestros lastimeros quejidos, y no me atrevía a volverme.

»Mi corazón latía en silencio, y yo lo sentía latir tan violentamente que temía volviese a abrirse mi herida; al fin fueron extinguiéndose, uno tras otro, todos esos diversos ruidos del cameo.

»Conocí que no tenía nada que temer, que no podía ser visto ni oído, y me decidí a bajar.

»El mes de noviembre tocaba a su fin; todo el verdor del jardín había desaparecido.

»Los árboles se asemejaban a esqueletos con brazos descarnados, y oíase el crujir de las hojas secas a cada paso mío...

»Era tal mi espanto, que al acercarme al árbol, saqué mi pistola y la monté.

»Siempre creía ver aparecer a través de las ramas la figura amenazadora del corso...

»Dirigí la luz de mi linterna al árbol: no había nadie...

»Miré en derredor; me hallaba completamente solo...

»Ningún ruido turbaba el silencio de la noche, salvo el lúgubre canto de la lechuza que parecía evocar los fantasmas de la noche.

»Coloqué mi linterna en el suelo, en el mismo sitio donde la colocara un año antes para cavar la fosa.

»La hierba había brotado más espesa hacia aquel punto en el otoño, y nadie se había cuidado de arrancarla. Sin embargo había un sitio en que no había casi nada: era evidente que allí fue donde le enterré. Así pues, puse manos a la obra.

»¡Al fin había llegado aquella hora tan esperada hacía un año!

Seguía trabajando, creyendo sentir una resistencia cada vez que dejaba caer el azadón, ¡pero nada!, y no obstante hice un hoyo dos veces mayor que el primero. Creí haberme equivocado de sitio; miré los árboles, procuré reconocer los detalles que se habían quedado grabados en mi imaginación; una brisa fría y aguda silbaba a través de las ramas despojadas de sus hojas, y, sin embargo, mi frente estaba bañada en sudor. ¡Recordé haber recibido la puñalada en el momento de estar apisonando la tierra para volver a cubrir la fosa! Haciendo esta operación, me apoyé contra un sauce; detrás de mí había una roca artificial destinada a servir de banco a los paseantes, porque al dejar caer la mano, sentí el frío de aquella piedra; a mi derecha estaba el sauce, detrás de mí, la roca. Caí aniquilado sobre la piedra, me volví a levantar, y me puse a ensanchar el agujero; nada, siempre nada; el cofre no estaba allí.»

-¡No estaba el cofre! -murmuró la señora Danglars sofocada por el espanto.

-No creáis que me limité a esta sola tentativa -continuó Villefort-; no: registré perfectamente todo aquel lugar; yo pensaba que el asesino, habiendo desenterrado el cofre y creyendo que era un tesoro, querría apoderarse de él y se lo llevó; dándose cuenta después de su error, haría a su vez otro hoyo donde lo depositase, pero nada.

»Aquel corso que había jurado vengarse, que me había seguido de Nimes a París, aquel corso, que estaba escondido en el jardín, que me había herido, me había visto cavar la fosa, me había visto enterrar al niño, podía conoceros, tal vez os conocía... ¿No podía hacer pagar algún día el secreto de aquella terrible escena? ¿No sería una venganza más dulce para él, cuando se enterase de que yo no había muerto de su puñalada? ¡Era, pues, urgente que antes de nada hiciese yo desaparecer las huellas de aquel pasado, destruyese todo vestigio material; demasiada realidad había en mi imaginación y en mis recuerdos!

»Por esto había anulado la escritura de arrendamiento, por esto había ido al jardín, por esto esperaba.

»Escuchad, Herminia -prosiguió Villefort-, me considero tan valiente como el que más, pero cuando saqué de mi pecho aquella llavecita de la escalera, aquella llave a la que tanto cariño profesábamos, cuando abrí la puerta, cuando a través de las ventanas vi el pálido reflejo de la luna caer sobre los escalones en espiral como una ráfaga blanca parecida a un espectro, me apoyé en la pared y estuve a punto de gritar.

»¡Creí volverme loco!

»Al fin supe dominar mis nervios.

»Bajé la escalera, escalón por escalón: lo único que no pude contener fue un extraño temblor en las rodillas. Me agarré al pasamanos, puesto que si le suelto un instante habría rodado por la escalera.

»Llegué a la puerta que está al pie de la escalera; un azadón estaba apoyado contra la misma. Lo cogí y me adelanté hacia la alameda que está enfrente de la puerta. Yo llevaba una linterna sorda; me detuve en mitad de la plazoleta para encenderla y en seguida continué mi camino. Después me ocurrió la idea de que tal vez no habría tomado tantas precauciones y lo habría arrojado a algún rincón. Así, pues, para cerciorarme de ello, tenía que esperar a que llegase el día: volví a la alcoba y esperé.

-¡Oh! ¡Dios mío!

-Cuando amaneció, bajé de nuevo. Mi primera visita fue al árbol; esperaba encontrar en él algunas señales que me hubieran pasado inadvertidas durante la oscuridad. Yo había levantado la tierra sobre una superficie de más de veinte pies cuadrados y sobre una profundidad de más de dos pies. Apenas hubiera sido suficiente un día a un jornalero para lo que yo había hecho en una hora. Nada, no vi absolutamente nada.

»Entonces me puse a buscar el cofre por donde yo había supuesto que tal vez estaría. Por lo tanto, me dirigí al camino que conducía a la puerta de salida; pero esta nueva investigación fue tan inútil como la primera, y me volví al árbol con el corazón oprimido.»

-¡Oh! -exclamó angustiada la señora Danglars-, ¡era para volverse loco...!

-Es lo que por un momento pensé que iba a ocurrirme; pero no tuve esa dicha; sin embargo, reuniendo mis fuerzas y por consiguiente mis ideas: ¿Para qué se habrá llevado ese hombre el cadáver?, me pregunté a mí mismo.

-Vos mismo lo habéis dicho -repuso la señora Danglars-; para tener una prueba.

-No, señora, no podía ser así; no se guarda un cadáver un año; se le muestra a un magistrado y se le hace una declaración. Ahora, pues, nada de esto había sucedido.

-¿Entonces...? -inquirió Herminia, anhelante.

-Entonces hay una cosa más terrible, más fatal, más espantosa para nosotros: que el niño estaba vivo tal vez y que el asesino le salvó la vida.

La señora Danglars lanzó un grito terrible, y agarrando las dos manos de Villefort:

-¡Mi hijo estaba vivo! -exclamó-; ¡enterrasteis vivo a mi hijo, caballero! ¡No teníais seguridad de que estaba muerto, y le habéis enterrado...! ¡Ah...!

La señora Danglars se había levantado y estaba en pie delante del procurador del rey, cuyas manos estrechaba entre las suyas con ademán amenazador.

-¿Qué sé yo? Os digo esto como podría deciros otra cosa -respondió Villefort con una mirada que indicaba que aquel hombre tan poderoso estaba rozando... los límites de la desesperación y de la locura.

-¡Ah! ¡Hijo mío! ¡Pobre hijo mío! -exclamó la baronesa, cayendo sobre su silla y ahogando en su pañuelo los sollozos.

Villefort volvió en sí, y comprendió que, para aplacar la tempestad maternal que le amenazaba, era preciso comunicar a la señora Danglars el terror que él mismo experimentaba.

-Ya podéis figuraros que si es así -dijo levantándose y acercándose a la señora Danglars para hablarle en voz más baja-, estamos perdidos. Ese niño vive, alguien lo sabe, y alguien sabe nuestro secreto, y teniendo en cuenta que Montecristo habla delante de nosotros de un niño desenterrado, siendo así que este niño no estaba, él es quien posee el secreto.

-¡Dios! ¡Dios justo! ¡Dios vengador! -murmuró la baronesa.

Villefort no respondió más que con una especie de rugido.

-¿Pero ese niño, ese niño, caballero? -repuso aquélla con obstinación.

-¡Oh! ¡Cuánto le he buscado! -prosiguió Villefort retorciéndose los brazos-. ¡Cuántas veces le he llamado en mis largas noches de insomnio! ¡Cuántas veces he deseado una riqueza real para comprar un millón de secretos a un millón de hombres, y para encontrar mi secreto entre los suyos! En fin, un día que por centésima vez tomaba mi azadón, me pregunté por la centésima vez, ¿qué podía haber hecho el corso con el niño? Un recién nacido estorba mucho a un fugitivo; ¡tal vez, al reparar que estaba vivo, lo habría arrojado al río!

-¡Oh, imposible! -exclamó la señora Danglars-; se asesina a un hombre por venganza; ¡pero no se ahoga a un niño a sangre fría!

-Tal vez -continuó Villefort-, ¿lo habría puesto en el torno de la inclusa?

-¡Oh!, sí, sí -exclamó la baronesa-, ¡mi hijo está allí, caballero!

-Corrí al hospicio, y me enteré de que aquella noche misma, la del 20 de septiembre, había sido depositado un niño en el torno; estaba envuelto en la mitad de una toalla de tela fina, cortada con intención. Esta mitad de toalla llevaba la parte de una corona de barón y la letra H.

-¡Eso es!, ¡eso es! -exclamó la señora Danglars-, toda mi ropa estaba marcada así; el señor de Nargonne era barón y yo me llamo Herminia. ¡Gracias, Dios mío! ¡Mi hijo no había muerto!

-No, no había muerto.

-¡Y me lo decís así! ¿Sin temor de matarme de alegría, caballero? ¿Dónde está, dónde está mi hijo?

Villefort se encogió de hombros.

-¿Lo sé yo acaso? -dijo-; ¿y creéis que si lo supiera os haría sufrir todas estas pruebas? ¡No!, ¡ay!, no lo sé. Me informaron de que una mujer fue a reclamarlo hacía seis meses con la otra mitad de la toalla, y habiendo presentado todas las garantías que exige la ley, se lo entregaron.

-Pero vos debíais haberos informado de aquella mujer, debíais haberla descubierto.

-¿Y qué es lo que creéis que hice, señora? Fingí una instrucción criminal, y empleé todos los medios de la policía para descubrirla. Siguieron sus huellas hasta Chalons, en donde las perdieron.

-¿Las perdieron?

-Sí, las perdieron para siempre.

La señora Danglars había escuchado esta relación sin proferir un grito, sin derramar una lágrima, pero al llegar a este punto no pudo contenerse y rompió en amargo llanto.

-¿Y no habéis hecho más? -dijo- ¿Os habéis limitado únicamente a eso...?

-¡Oh!, no -dijo Villefort-, jamás he cesado de averiguar, de buscar, de informarme. Sin embargo, hacía unos cuantos años que habían cesado mis pesquisas. Pero hoy voy a volver a empezar con más perseverancia y encarnizamiento que nunca, y triunfaré, porque no es sólo la conciencia la que me remuerde y la que me impele, es el miedo.

-Pero el conde de Montecristo -replicó la señora Danglars- no sabe nada; si así no fuera, no obraría como lo hace, es decir, que haría su declaración.

-¡Oh!, ¡la maldad de los hombres es muy profunda! -dijo Villefort-, puesto que es más profunda que la bondad de Dios. ¿Habéis notado las miradas de aquel hombre mientras nos hablaba?

-No.

-¿Pero le habéis examinado detenidamente?

-Sin duda es extraño, pero nada más; una cosa me ha admirado notablemente, y es que de toda aquella exquisita comida que nos ofreció, él no probó ningún plato.

-Sí, sí -dijo Villefort-, también yo lo he notado. Si yo hubiera sabido lo que sé ahora, no hubiera probado tampoco ningún plato; hubiera creído que nos había querido envenenar.

-Y os hubierais engañado, como veis.

-Sí, sin duda; pero, creedme, ese hombre lleva otras intenciones; por esto he querido veros, por esto os he pedido una conferencia, por esto he querido preveniros contra todo el mundo, pero contra él sobre todo. Decidme -continuó Villefort, fijando más profundamente sus ojos en la baronesa-; ¿no habéis hablado a nadie de nuestras relaciones?

-Jamás, a nadie.

-Me comprendéis -replicó afectuosamente Villefort-, cuando digo a nadie, perdonadme esta insistencia, a nadie en el mundo, ¿no es verdad?

-¡Oh!, sí, sí, comprendo muy bien -dijo la baronesa sonrojándose-; nunca, os lo juro.

-¿No acostumbráis escribir por la noche lo que hacéis durante el día? ¿No escribís vuestro diario?

-¡No!, mi vida es arrastrada por la frivolidad; yo misma me olvido luego de lo que hago.

-¿No soñáis en voz alta, al menos, que sepáis?

-Tengo un sueño de niño..., ¿no os acordáis?

Sonrojóse la baronesa, y el rostro de Villefort se cubrió de una viva palidez.

-Es verdad -dijo en voz tan baja que apenas se oyó.

La baronesa inquirió:

-¿Y bien?

-¡Y bien!, comprendo lo que tengo que hacer -respondió el procurador del rey-; antes de ocho días sabré quién es el conde de Montecristo, de dónde viene, adónde va, y por qué habla delante de nosotros de niños desenterrados en su jardín.

Villefort dijo estas palabras con un acento que hubiera hecho estremecer al conde si hubiera podido oírlas.

Estrechó después la mano, que la baronesa vacilaba en darle, y la condujo con respeto hasta la puerta.

La señora Danglars tomó otro coche de alquiler que la condujo al Puente Nuevo, cerca del cual encontró su carruaje y su cochero, que la esperaba durmiendo apaciblemente sobre el pescante.

El mismo día, a la hora en que la señora Danglars acudía a la cita que hemos referido en el despacho del señor de Villefort, un coche de viaje, entrando por la calle Helder, atravesaba la puerta de la casa número 27, y se detenía en el patio.

Un instante después se abrió la portezuela y la señora de Morcef bajó apoyada en el brazo de su hijo.

Apenas hubo conducido Alberto a su madre a su habitación, mandando que diesen un baño a sus caballos, y después de cambiar de vestido, se hizo conducir a los Campos Elíseos, a casa del conde de Montecristo.

Recibióle éste con su sonrisa habitual. Era una cosa extraña; nunca se podía adelantar un paso en el corazón o en el espíritu de aquel hombre. Los que intentaban, por decirlo así, atravesar la barrera de su intimidad, tropezaban con un muro.

Morcef, que corría a su encuentro con los brazos abiertos, los dejó caer al verle, a pesar de su sonrisa amistosa, y se atrevió todo lo más a darle la mano.

Montecristo, por su parte, tocó como siempre aquella mano pero sin estrecharla.

-¡Y bien!, aquí me tenéis, querido conde -dijo.

-Muy bien venido seáis.

-He llegado hace cosa de una hora.

-¿De Dieppe?

-De Treport.

-¡Ah!. ¡es verdad!

-Y mi primera visita es para vos.

-Sois muy amable -dijo Montecristo con indiferencia.

-Y bien, veamos, ¿qué noticias hay?

-¡Noticias! ¿Me las pedís a mí, a un extranjero?

-Yo me entiendo; cuando os pregunto si hay noticias, pregunto si habéis hecho algo por mí.

-¿Pues qué? ¿Me habíais encargado alguna comisión? -dijo Montecristo fingiendo sorpresa.

-¡Vamos, vamos -dijo Alberto-, no os hagáis el indiferente! Dicen que hay avisos simpáticos que atraviesan la distancia: pues bien, en Treport he recibido una sacudida eléctrica; vos habéis, si no trabajado, al menos pensado en mí.

-Es muy posible -dijo Montecristo-. En efecto he pensado en vos; pero la corriente magnética de que yo era conductor reconozco que obraba independientemente de mi voluntad.

-¡De veras! ¡Contadme eso, os lo suplico...!

-Nada más fácil; el señor Danglars ha comido en mi casa.

-¡Eso ya lo sé, puesto que mi madre y yo nos marchamos huyendo de su presencia!

-Pero ha comido con el señor Andrés Cavalcanti.

-¿Vuestro príncipe italiano?

-No exageremos. El señor Andrés se da sólo el título de conde.

-¿Se da, decís?

-Se da, es lo que digo.

-¿Acaso no lo es?

-¡Eh!, qué sé yo, él se da el título de conde; yo se lo doy, todos se lo dan; ¿no es lo mismo que si lo tuviera?

-Qué hombre tan extraño sois, ¿y bien?

-¡Y bien...!, ¿qué queréis decir?

-¿Ha comido aquí el señor Danglars?

-Sí.

-¿Con vuestro conde Andrés Cavalcanti?

-Con el conde Andrés, con el marqués su padre, con el señor Danglars, los señores de Villefort, el señor Debray, Maximiliano Morrel, ¿y quién más...?, esperad... ¡Ah!, ¡ya...!, el señor de Chateau-Renaud.

-¿Hablaron de mí?

-Ni una palabra siquiera.

-Tanto peor.

-¿Por qué? Yo creo que si os han olvidado no han hecho sino lo que vos deseabais.

-Si no hablaban de mí es porque pensaban mucho, querido conde, y por eso estoy desesperado.

-¿Qué os importa, puesto que la señora Danglars no era del número de los que pensaban así? ¡Ah!, verdad es que podia pensar en su casa.

-¡Oh!, en cuanto a eso no, estoy seguro, o si pensaba, seguramente era del mismo modo que yo.

-¡Oh!, ¡tierna simpatía...! -dijo el conde-. ¿De modo que tanto os detestáis?

-Escuchad -dijo Morcef-, si la señorita Danglars se apiadase del martirio que yo no sufro por ella, y me recompensase sin casarse conmigo, me vendría a las mil maravillas; para abreviar, yo creo que la señorita Danglars sería como amante, encantadora; ¡pero como mujer...!, ¡diablo!

-¡Vaya! -dijo Montecristo-, ¿es ese vuestro modo de pensar respecto a vuestra futura?

-¡Oh!, sí, esto es una barbaridad, pero es exacto. Mas como no se puede hacer de este sueño una realidad, como para alcanzar cierto objeto... es preciso que la señorita Danglars sea mi mujer, es decir, que viva conmigo, que piense a mi lado, que haga versos y componga música también a mi lado, y durante toda mi vida, esto me espanta; a una querida se la puede dejar cuando uno quiere; ¡pero a una esposa, demonio!, eso es otra cosa: preciso es quedarse con ella eternamente, teniéndola cerca o lejos, y sería horrible tener que quedarse con la señorita Danglars siempre, aunque fuese de lejos.

-Sois muy descontentadizo, vizconde.

-Sí, porque no dejo de pensar en una cosa irrealizable.

-¿Cuál?

-El encontrar una mujer como mi padre ha encontrado para él.

Montecristo palideció y miró a Alberto, mientras jugaba con unas pistolas magníficas, cuyos gatillos montaba y desmontaba rápidamente.

-¿De modo que vuestro padre ha sido muy feliz? -dijo.

-Ya sabéis mi opinión acerca de mi madre, señor conde; un ángel del cielo; ahí la tenéis hermosa aún, siempre espiritual, más buena que nunca. Acabo de llegar de Treport; para otro hijo cualquiera acompañar a su madre habría sido una condescendencia o una gabela; pues bien, yo he pasado cuatro días en conversación con ella, más satisfecho, más contento, más poético que si hubiera llevado conmigo a Treport a la reina Mak o a Tirania.

-¡Esa es una perfección y una cualidad bellísima! Y hacéis entrar a los que os escuchan en deseos de permanecer en el celibato.

-Exacto -dijo Morcef-; porque sé que existe en el mundo una mujer perfecta, no tengo ganas de casarme con la señorita Danglars. ¿No habéis notado algunas veces cómo siembra nuestro egoísmo de colores brillantes todo lo que nos pertenece? El diamante que poseían Marlé o Fossin es mucho más hermoso desde que es nuestro; pero si la evidencia os enseña que existe un brillo más puro, y vos os veis obligado a llevar eternamente el inferior al otro, ¿comprendéis lo que se debe sufrir?

-¡Mundano! -murmuró el conde.

-Por eso mismo saltaré de alegría el día en que la señorita Eugenia se dé cuenta de que yo no soy tan rico como ella, y de que apenas tengo tantos cientos de miles de francos como ella millones.

Montecristo se sonrió.

-Yo había pensado en una cosa -continuó Alberto-; Franz ama todo lo excéntrico; yo he querido hacer que se enamorase de la señorita Danglars, pero a pesar de cuatro cartas que he escrito en el estilo más entusiasta y ponderativo, Franz me ha respondido imperturbablemente:

«Es verdad que soy excéntrico, pero mi excentricidad no se extiende hasta retirar mi palabra cuando ya la he dado.»

-Eso es lo que se llama un sacrificio de amistad; endosar a otro la mujer que uno no desea sino para querida.

Alberto se sonrió.

-A propósito -prosiguió-, dentro de pocos días llega ese querido Franz, pero a vos os importa poco, no le queréis, según creo.

-¡Yo! -dijo Montecristo-, querido vizconde, ¿quién os ha contado que yo no le quiero? Yo quiero a todo el mundo.

-Y a mí me englobáis en todo el mundo... Gracias.

-¡Oh!, no nos confundamos -dijo Montecristo-; yo amo a todo el mundo como Dios manda que amemos al prójimo, cristianamente, pero no aborrezco más que a ciertas personas. Volvamos al señor Franz d'Epinay. Decís que va a llegar.

-Sí, mandado llamar por el señor de Villefort, que tiene tanta impaciencia por casar a la señorita Valentina, como el señor Danglars pór casar a la señorita Eugenia. Decididamente, no parece sino que es un oficio muy fatigoso el de padre de hijas casaderas. Creen que no pueden vivir hasta verlas casadas, y que su pulso late noventa veces por minuto hasta verse libres de tal carga.

-Pero el señor Franz no se parece a vos; yo creo que lleva su mal con paciencia.

-Mejor todavía, él lo toma por lo grave; se pone corbata blanca y habla ya de su familia. Además, tiene en grande estima a todos los Villefort.

-Estima merecida, ¿no es cierto?

-Ya lo creo; el señor de Villefort ha pasado siempre por un hombre severo, pero justo.

-Enhorabuena -dijo Montecristo-, al fin encontré a uno al que no tratáis como a ese pobre señor Danglars.

-Eso consistirá quizás en que no tengo que casarme con su hija -respondió Alberto riendo.

-Es cierto, amigo mío -dijo Montecristo-, sois un inocente.

-¡Yo!

-Sí, vos. Tomad un cigarro.

-Con mucho gusto. ¿Y por qué decís que soy un inocente?

-Porque no hacéis más que defenderos y hacer por evitar el casamiento con la señorita Danglars. ¡Oh! ¡Dios mío!, dejad marchar las cosas, y probablemente no seréis vos quien retire primero su palabra.

-¡Bah! -exclamó Alberto estremeciéndose de gozo.

-Sin duda, querido vizconde, no os harán casar a la fuerza, ¡qué diablo!, pero hablando en serio, ¿tenéis ganas de una ruptura?

-Daría por ello cien mil francos.

-¡Pues bien!, alegraos: el señor Danglars está pronto a dar el doble por el mismo deseo.

-¿Será verdad? -dijo Alberto, que no pudo, sin embargo, al decir esto, impedir que pasase por su frente una nube imperceptible-. Pero mi querido conde, ¿tiene el señor Danglars razones para ello?

-¡Ah! ¡Ya lo encontré, naturaleza orgullosa y egoísta! Enhorabuena, tengo delante al hombre que quiere agujerear el amor propio de otro a fuerza de hachazos, y que gime y grita cuando intentan hacer lo mismo al suyo con una aguja.

-No, no, pero me parece que el señor Danglars...

-¿Debía estar encantado de vos, no es verdad? Pues bien, el señor Danglars es un hombre de mal gusto, está más encantado de otro...

-¿De quién?

-Lo ignoro; estudiad, mirad, coged al paso las alusiones, y aprovechaos de ellas.

-Bueno, comprendo; escuchad, mi madre..., no; mi madre no, me engaño; a mi padre le ha ocurrido la idea de dar un baile.

-¡Un baile en este tiempo!

-Los bailes en verano están de moda.

-Aunque así no fuera, si la condesa quisiera, se pondrían de moda.

-Gracias; son bailes puramente parisienses; los que se quedan en París en el mes de julio son verdaderos parisienses. ¿Queréis encargaros de invitar a los señores Cavalcanti?

-¿Cuándo será el baile?

-El sábado.

-Quizá se haya marchado el señor Cavalcanti padre.

-Pero se queda aquí su hijo. ¿Queréis encargaros de llevar al señor Andrés Cavalcanti?

-Escuchad, vizconde, yo no le conozco.

-¿Decís que no le conocéis?

-No; le he visto por primera vez hará tres o cuatro días, y no respondo de nada.

-¿Pero le recibís?

-Eso es otra cosa; me fue recomendado por un buen abate que también pudo haberse engañado. Invitarle indirectamente, bien; pero no me digáis que le presente; si fuese luego a casarse con la señorita Danglars, me acusaríais de entrometido, y querríais romperos la cabeza conmigo; por otra parte yo tampoco sé si iré.

-¿Adónde?

-A vuestro baile.

-¿Por qué no?

-En primer lugar, porque aún no me habéis invitado.

-Pues precisamente he venido a invitaros.

-¡Oh!, sois muy amable; pero puedo estar ocupado.

-Cuando os haya dicho una cosa, creo que seréis tan amable que asistáis.

-Decid.

-Mi madre os lo suplica.

-¿La señora condesa de Morcef? -repuso Montecristo estremeciéndose.

-¡Ah, conde! -dijo Alberto-, os advierto que la señora de Morcef habla libremente conmigo; y si vos no habéis sentido latir en vuestro cuerpo las fibras simpáticas de que os hablaba yo hace poco, es porque no tenéis esas fibras, porque hace cuatro días que no hablamos más que de vos.

-¡De mí!, en verdad que me hacéis demasiado honor...

-Nada de eso, escuchad: ése es el privilegio de vuestro empleo, ¡como sois un problema viviente... !

-¡Ah! ¿También soy problema para vuestra madre? ¡Oh!, yo no la creía tan falta de juicio que fuese a creer tamaños desvaríos.

-Problema, mi querido conde, problema para todos, lo mismo para mi madre que para los demás, problema aceptado, pero no adivinado; seguís siendo un enigma, y mi madre no hace más que preguntar cómo sois tan joven. Yo creo que en el fondo, mientras que la condesa G... os toma por lord Ruthwen, mi madre os toma por Cagliostro o el conde San Germán. La primera vez que vayáis a ver a la señora de Morcef, confirmadla en esta opinión; no os será difícil, poseéis la fisonomía del uno y el talento del otro.

-Gracias por habérmelo advertido -dijo el conde sonriendo-, procuraré hacer lo posible para confirmarlo, como decís, en su opinión.

-¿De modo que iréis el sábado?

-Puesto que la señora de Morcef me lo suplica...

-Sois muy galante.

-¿Y el señor Danglars?

-¡Oh!, ya habrá recibido su invitación; mi padre se encargó de ello. Procuraremos también que vaya el señor de Villefort, pero no le esperamos.

-No hay que desesperar de nada, dice el proverbio.

-¿Bailáis, querido conde?

-¿Yo?

-Sí, vos. ¿Qué tiene eso de extraño?

-¡Ah!, en efecto, cuando todavía no se ha llegado a los cuarenta... No, no bailo, pero me gusta ver bailar. ¿Y la señora de Morcef, baila?

-Nunca; hablaréis, tanto mejor; ¡tiene tantos deseos de hablar con vos!

-¿De veras?

-Palabra de honor. Y os declaro que sois el primer hombre por quien haya manifestado curiosidad mi madre.

Alberto tomó su sombrero y se levantó; el conde lo condujo hasta la puerta.

-Una cosa me estoy reprochando -dijo, deteniéndole en medio de la escalera.

-¿Cuál?

-He sido indiscreto; no debía hablaros del señor Danglars.

-Al contrario, habladme, habladme de él siempre; pero del mismo modo que lo habéis hecho.

-Bien; me tranquilizáis. A propósito, ¿cuándo llega el señor d'Epinay?

-¡Psch!, dentro de cinco o seis días a más tardar.

-¿Y cuándo se casa?

-En cuanto lleguen el señor y la señora de Saint-Merán.

-Traédmele en cuanto esté en París. Aunque digáis que no le quiero, tendré sumo gusto en verle.

-Vuestras órdenes serán cumplidas.

-Hasta la vista.

-Si no os veo antes, hasta el sábado, ¿no es cierto?

-¡Oh!, sí, sí; he dado mi palabra.

El conde siguió con la vista a Alberto, saludándole con la mano.

Así que subió en su tílbury, se volvió y vio detrás de él a Bertuccio.

-¿Y bien? -inquirió.

-Ha ido al palacio -respondió el mayordomo.

-¿Ha permanecido allí mucho tiempo?

-Hora y media.

-¿Y ha vuelto a su casa?

-Directamente.

-Pues bien, mi querido Bertuccio -dijo el conde-, si queréis seguir mi consejo, creo que debierais ir a Normandía, a ver si encontráis aquel terreno de que ya os he hablado.

Bertuccio saludó, y como sus deseos estaban en perfecta armonía con la orden que había recibido, partió aquella misma noche.

El señor de Villefort cumplió la palabra dada a Danglars, procurando averiguar de qué modo había podido saber Montecristo la historia de la casa de Auteuil.

Aquel mismo día escribió a un tal señor Boville, que, después de haber sido inspector de prisiones, adquirió un grado superior en la Policía de Seguridad, para tener los informes que deseaba, y éste pidió dos días de plazo para saber de seguro los informes que pudiera obtener.

Expirado el plazo, el señor de Villefort recibió la nota siguiente:

«La persona llamada el conde de Montecristo es conocido muy particularmente de Lord Wilmore, rico extranjero que viene a París algunas veces, y que está en él hace algunos meses; es también conocido del abate Busoni, sacerdote siciliano de gran reputación en Oriente, y he aquí los informes que recibió: El abate, que no se encontraba en París más que por un mes, vivía detrás de San Sulpicio, en una casita compuesta de un solo piso y unos bajos; cuatro piezas, dos arriba y dos abajo, formaban toda la morada, de la que él era el único inquilino. Las dos piezas bajas constaban de un comedor con mesas, sillas y un bufete de nogal, y un salón blanqueado, sin adornos, sin tapices y sin reloj. Se conocía que el abate no se servía sino de los objetos que le eran más necesarios. Verdad es que el abate habitaba con preferencia el salón del piso principal. Este salón, en el que abundaban los libros de teología y los pergaminos, en medio de los cuales se le veía enterrarse, según decía su criado, meses enteros, era en realidad, más una biblioteca que un salón. Este criado miraba a través de un ventanillo a las personas que iban a visitar a su señor, y cuando su fisonomía le era desconocida, o no le agradaba, respondía que el señor abate no estaba en París, con lo cual muchos quedaban satisfechos, pues sabían que viajaba a menudo y permanecía largo tiempo de viaje. Además, ora estuviese en su casa o no estuviese, ora se hallase en París o en El Cairo, el abate daba siempre, por el ventanillo que servía de torno, limosnas que el criado repartía en nombre de su amo. El otro aposento, situado junto a la biblioteca, era una alcoba. Una cama sin cortinas, cuatro sillones y un sofá de terciopelo de Utrecht amarillo eran, junto con un reclinatorio, todos los muebles de la pieza. En cuanto a lord Wilmore, vivía en la calle de Fontaine-SaintGeorges. Era uno de esos ingleses ambulantes que gastan toda su fortuna en viajes. Tenía alquilada la habitación a la cual iba a pasar dos o tres horas al día, y donde rara vez dormía. Una de sus manías era la de no querer absolutamente hablar la lengua francesa, que, sin embargo, escribía con extraordinaria perfección».

Al día siguiente en que fueron entregados estos informes al procurador del rey, un hombre que se apeaba de un coche de alquiler en la esquina de la calle de Feron, detrás de San Sulpicio, fue a llamar a una puerta pintada de verde, y preguntó por el abate Busoni.

-Ya os he dicho que no está -repitió el criado.

-Entonces, cuando vuelva, dadle esta carta y este papel. ¿Estará el señor abate esta tarde a las ocho?

-¡Oh!, sin falta, caballero, a no ser que esté trabajando, y entonces es lo mismo que si hubiese salido.

-Volveré esta noche a la hora convenida -repuso el desconocido.

Y se retiró.

En efecto, a la hora indicada, el mismo hombre volvió en otro coche, que en vez de pararse esta vez en la esquina de la calle de Feron, se detuvo delante de la puerta verde.

Llamó, le abrieron y entró.

En las señales de respeto que prodigó el criado al desconocido conoció éste que su carta había hecho el efecto deseado.

-¿Está en casa el señor abate? -inquirió.

-Sí; trabaja en su biblioteca, pero os espera -respondió el criado.

El desconocido subió una escalera bastante angosta, y delante de una mesa cuya superficie estaba iluminada por la luz que despedía una gran lámpara, mientras que el resto de la habitación se hallaba sumergida en la sombra, vio al abate con traje eclesiástico y cubierta la cabeza con un sombrero negro de anchas alas.

-¿Es al señor Busoni a quien tengo el honor de hablar? -preguntó el desconocido.

-Sí, señor -respondió el abate-; ¿y vos sois la persona que el señor de Boville me envía de parte del señor prefecto de policía?

-Exacto, caballero.

-¡Uno de los agentes de Seguridad de París!

-Sí, señor -respondió el desconocido con cierta indecisión y sonrojándose.

E1 abate se puso sus anteojos, que no sólo cubrían los ojos, sino las sienes, y volviéndose a sentar, hizo señas de que se sentase el agente.

-Os escucho, caballero -dijo el abate con un pronunciado acento italiano.

-El encargo que me han hecho, señor abate, se reduce a saber de parte del señor prefecto de policía, como magistrado que es, una cosa que interesa a la seguridad pública, en nombre de la cual vengo a informarme. Confiamos, pues, que no habrá lazos de amistad, ni consideración humana, que puedan induciros a ocultar la verdad a la justicia.

-Con tal que las cosas que queréis saber no perjudiquen a los escrúpulos de la conciencia. Soy sacerdote, y los secretos de la confesión deben permanecer callados, como fácilmente concebiréis.

-¡Oh!, tranquilizaos, señor abate -dijo el desconocido-; en todo caso, pondremos a cubierto vuestra conciencia.

A estas palabras el abate acercó hacia sí la pantalla, la levantó del lado opuesto, de suerte que, iluminando de lleno el rostro del desconocido, el suyo permanecía siempre en la sombra.

-Disculpadme, señor abate -dijo el enviado del prefecto-; pero esta luz me fatiga horriblemente la vista.

El abate bajó la pantalla verde.

-Ahora, caballero, os escucho, hablad.

-¿Conocéis al señor conde de Montecristo?

-¿Supongo que queréis hablar del señor de Zaccone?

-¡Zaccone... ! ¿No se llama Montecristo?

-Montecristo es un nombre de tierra, o más bien un nombre de roca, y no un nombre de familia.

-Pues bien, sea; no discutamos más, y puesto que el señor de Montecristo y el señor Zaccone son el mismo hombre...

-El mismo, absolutamente.

-Hablemos del señor de Zaccone.

-Bien.

-Os preguntaba si le conocíais.

-Mucho.

-¿Qué es?

-Es hijo de un rico naviero de Malta.

-Sí, ya lo sé; eso se dice, pero ya comprenderéis que la policía no se puede contentar con un «se dice».

-No obstante -repuso el abate con una sonrisa afable-, cuando ese se dice es la verdad, es preciso que todo el mundo se contente, y que la policía haga lo mismo que todo el mundo.

-¿Pero estáis seguro de lo que decís?

-¡Cómo que si estoy seguro!

-Caballero, os repito, que yo no sospecho de vuestra buena fe y os digo: ¿estáis seguro?

-Escuchad, yo he conocido al señor Zaccone padre.

-¡Ah!, ¡ah...!

-Sí, cuando era niño he jugado muchas veces con su hijo.

-No obstante, ¿ese título de conde...?

-Ya sabéis que se compra...

-¿En Italia...?

-En todas partes.

-Pero según todo el mundo asegura, esas riquezas son inmensas.

-Inmensas, sí, ésa es la palabra.

-¿Cuánto creéis que poseerá, vos que le conocéis?

-¡Oh! Tendrá de ciento cincuenta a doscientas mil libras de renta.

-¡Ah!, eso es algo -dijo el agente-; ¡pero decían que de tres a cuatro millones... !

-Doscientas mil libras de renta, caballero, son cuatro millones justos de capital.

-Pero aseguraban que de tres a cuatro millones de renta.

-¡Oh!, eso no es creíble.

-¿Y conocéis su isla de Montecristo?

-Seguramente; todo el que haya venido de Palermo, de Nápoles o de Roma a Francia por mar, la conoce, puesto que tiene que pasar junto a ella.

-¿Es una morada encantadora, según se dice?

-Es una roca.

-¿Y por qué ha comprado el conde una roca?

-Precisamente para poder ser conde. En Italia, para ser conde, se necesita un condado.

-¿Sin duda habéis oído hablar de las aventuras del señor Zaccone?

-¿El padre?

-No, el hijo.

-¡Ah!, aquí empiezan mis incertidumbres, porque aquí he perdido de vista a mi joven camarada.

-¿Ha sido militar?

-Creo que sí.

-¿En qué cuerpo?

-En el de marina.

-Veamos: ¿no sois su confesor?

-No señor: me parece que es luterano.

-¿Cómo, luterano?

-Digo que creo; no lo afirmo. Por otra parte, yo creía restablecida en Francia la libertad de cultos.

-Sin duda; pero no nos ocupamos de sus creencias, sino de sus acciones; en nombre del señor prefecto de policía, decidme todo lo que sepáis.

-Dícese que es un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el Papa le ha hecho Caballero de Cristo, favor que no concede más que a los príncipes, por los servicios eminentes que ha hecho a los cristianos de Oriente; tiene cinco o seis cordones conquistados por los servicios hechos a los príncipes o a los Estados.

-¿Y los lleva?

-No, pero se siente muy orgulloso de ellos; dice que quiere mejor las recompensas concedidas a los bienhechores de la humanidad que las que se conceden a los destructores de los hombres.

-¿Ese hombre es algún cuáquero?

-Una cosa por el estilo.

-¿Sabéis si tiene algunos amigos?

-Para él todos los que conoce son amigos suyos.

-Pero, en fin, ¿tiene algún enemigo?

-Uno solo.

-¿Cuál es su nombre?

-Lord Wilmore.

-¿Dónde está?

-En París en este momento.

-¿Y puede darme informes...?

-Preciosos. Estaba en la India al mismo tiempo que el señor Zaccone.

-¿Conocéis sus señas?

-En la Chaussée d'Antin; pero ignoro la calle y el número.

-¿No os lleváis bien con ese inglés?

-Le aprecio y le detesto: nos tratamos con mucha frialdad.

-Señor abate, ¿creéis que haya venido otra vez a Francia Montecristo antes de ahora?

-¡Ah!, en cuanto a eso puedo responderos positivamente. No, señor, no ha venido nunca, puesto que se dirigió a mí hace seis meses para adquirir las noticias que deseaba. Pero como yo ignoraba en qué época estaría yo en París a punto fijo, le dirigí al señor Cavalcanti.

-¿Andrés?

-No, Bartolomé, el padre.

-Muy bien, señor abate; no me resta ahora preguntaros más que una cosa, y os suplico en nombre del honor de la humanidad y de la religión, que me respondáis pronto.

-Hablad, caballero.

-¿Sabéis con qué objeto ha comprado el señor de Montecristo una casa en Auteuil?

-Cierto que sí, pues me ha hablado de ello.

-¿Con qué objeto?

-Con el de hacer un hospital de locos semejante al que ha fundado el barón de Pisani en Palermo. ¿Conocéis ese hospital?

-He oído hablar de él, señor abate.

-Es una institución magnífica.

Y dichas estas palabras, el abate saludó al desconocido como con deseo de que le dejase proseguir su interrumpido trabajo. El agente, ya sea que hubiera comprendido los deseos del abate, ya que hubiese acabado su interrogatorio, se levantó. El abate le condujo hasta la puerta.

-Dais limosnas a menudo, y limosnas bastante crecidas -dijo el agente-, y aunque seáis rico, me atreveré a ofreceros algo para vuestros pobres; ¿tendréis a bien aceptar mi oferta?

-No, gracias, caballero, pues deseo que todo el bien que haga provenga de mí.

-Sin embargo...

-Nada, es una resolución invariable. Además, caballero, buscad; ¡ay!, ¡habrá tantos por el camino que tengan necesidad de vuestro socorro!

El abate saludó por última vez abriendo la puerta; el desconocido respondió a su saludo y salió.

El carruaje le condujo a casa del señor de Villefort.

Una hora después, el carruaje salió de nuevo, y esta vez se dirigió a la calle de Fontaine-Saint-Georges.

Detúvose en el número 5.

Aquí vivía lord Wilmore.

El desconocido había escrito a lord Wilmore para pedirle una cita, que éste fijó a las diez. Así, pues, como el enviado del prefecto de policía llegó a las diez menos diez minutos, le respondieron que lord Wilmore, que era sumamente puntual no había vuelto todavía, pero que volvería a las diez en punto.

El desconocido aguardó en el salón.

Este salón nada tenía de notable, y era como todos los salones de las fondas.

Una chimenea con dos jarrones de Sèvres modernos, un reloj con un cupido extendiendo su arco, un espejo roto en dos pedazos; a cada lado de este espejo dos grabados representando el uno a Homero con su guía, el otro a Belisario pidiendo limosna; un papel gris; sillería de paño en encarnado labrado de negro; tal era el salón de lord Wilmore.

Estaba iluminado por globos de cristal deslustrado que esparcían un débil reflejo muy a propósito para la fatigada vista del enviado del prefecto de policía.

Después de esperar diez minutos, el reloj dio las diez: a la quinta campanada se abrió la puerta y apareció lord Wilmore.

Era éste un hombre más alto que bajo, con unas patillas pequeñas y rojas, la tez blanca, y los cabellos también rojos. Vestía con toda la excentricidad inglesa; es decir, que llevaba un frac azul con botones de oro y un cuello sumamente alto, un chaleco de casimir blanco y un pantalón de nankin, cuatro pulgadas más corto de lo regular, pero al que unas trabillas de la misma tela impedían que llegase a la rodilla.

Las primeras palabras que pronunció al entrar fueron éstas:

-Ya sabéis, caballero, que yo no hablo francés.

-Sé al menos que no os gusta nuestro idioma -respondió el enviado del prefecto de policía.

-Pero vos podéis expresaros en esa lengua -repuso lord Wilmore-, porque si yo no la hablo, la comprendo.

-Y yo -respondió el enviado del prefecto cambiando de idioma- hablo el inglés con bastante soltura para sostener la conversación en esta lengua. No os incomodéis, pues, caballero.

-¡Hallo! -exclamó lord Wilmore con esa entonación que no pertenece más que a los naturales de la Gran Bretaña.

El desconocido presentó a lord Wilmore su carta de introducción. Este la leyó con esa flema particular de los ingleses, y así que hubo terminado su lectura:

-Comprendo -dijo el inglés-, comprendo perfectamente.

Entonces empezaron las interrogaciones.

Fueron poco más o menos las mismas que las que había dirigido al abate Busoni. Pero como lord Wilmore, en su calidad de enemigo del conde de Montecristo, no tenía tanta reserva, fueron más extensas; contó la juventud de Montecristo, que había entrado a la edad de diez años al servicio de uno de esos pequeños soberanos de la India que hacen la guerra a los ingleses; allí se encontraron y combatieron uno contra otro; en aquella guerra Zaccone fue hecho prisionero, enviado a Inglaterra y arrojado a presidio, de donde se escapó a nado. Luego empezaron sus viajes, sus duelos, sus pasiones; entonces aconteció la insurrección de Grecia, y sirvió en las filas de los griegos. Mientras estaba a su servicio, descubrió una mina de plata en las montañas de Tesalia, pero se guardó muy bien de hablar a nadie de tal descubrimiento.

Después de Navarino, y así que hubo consolidado el gobierno griego, pidió al rey Otón un privilegio para explotar aquella mina, el cual se lo concedió. De aquí provenía aquella inmensa fortuna, que según lord Wilmore, podría ascender a uno o dos millones de renta, fortuna que podía agotarse de repente, si la mina dejaba de producir.

-Pero -preguntó el desconocido- ¿para qué ha venido a Francia?

-Ha venido a especular en los caminos de hierro -dijo lord Wilmore-; y después, como es hábil químico y físico no menos distinguido, ha descubierto un nuevo telégrafo cuya aplicación prosigue.

-¿Cuánto gastará al año? -preguntó el enviado.

-¡Oh!, quinientos o seiscientos mil francos a lo sumo -dijo lord Wilmore-; es avaro.

Era evidente que el odio hacía hablar al inglés, y no teniendo nada que achacar al conde, le acusaba de avaro.

-¿Sabéis algo de su casa de Auteuil?

-Sí, señor.

-¡Y bien! ¿Qué sabéis? ¿Querréis decirme con qué objeto la ha comprado?

-El conde es un especulador que seguramente se va a arruinar en pruebas y descubrimientos; ha creído que hay en Auteuil, en los alrededores de la casa que acaba de adquirir, una corriente de agua mineral que puede rivalizar con las de Bagnéres, de Luchón y de Cauterest. Quiere hacer de su adquisición un bad-haus, como dicen los alemanes. Varias veces ha mandado ya remover la tierra de su jardín para encontrar la famosa corriente de agua, y como no la ha descubierto, no tardará en comprar las casas de los alrededores. Ahora, pues, como yo le detesto y ando buscando una ocasión de burlarme de él, le observo para ver si se acaba de arruinar un día u otro con ese descubrimiento y otras especulaciones, lo cual tiene que suceder de todos modos.

-¿Y por qué le detestáis? -preguntó el desconocido.

-Porque... porque al pasar por Inglaterra sedujo a la mujer de uno de mis amigos.

-¿Y por qué no os vengáis...?

-Ya me he batido tres veces con él -dijo el inglés-: la primera vez a pistola, la segunda a espada y la tercera a sable.

-Y el resultado de esos duelos ha sido...

-Que la primera vez me rompió un brazo, la segunda estuvo a punto de atravesarme el pulmón, y la tercera me hizo esta herida.

El inglés bajó el cuello de su camisa, que le llegaba a las orejas, y mostró una cicatriz, cuyo color rojo indicaba que no había sido hecha hacía mucho tiempo.

-De suerte que le detesto hasta más no poder -repitió el inglés-, y seguramente morirá a mis manos.

-Pues según veo no lleváis el mejor camino -dijo el enviado del prefecto.

-¡Hallo! -dijo el inglés-, cada día voy al tiro, y cada dos días viene a mi casa Grisier.

Esto era cuanto quería saber el desconocido, o más bien lo que parecía saber el inglés. El agente se levantó, y se retiró después de haber saludado a lord Wilmore, que por su parte le respondió con la gravedad y cortesía que son peculiares de los habitantes de su país.

Lord Wilmore, después de haber oído cerrar la puerta de la calle habiendo dado paso al agente, entró en su gabinete donde en menos de dos minutos desaparecieron sus cabellos rubios, sus patillas rajas y su cicatriz, para dar lugar a los cabellos negros, a la blanca tez y los dientes de perla del conde de Montecristo. Verdad es que tampoco fue el enviado del prefecto de policía quien entró en casa de Villefort, sino el señor de Villefort en persona. El procurador del rey quedó algo tranquilizado con esta doble visita que nada le había revelado de seguro, pero que, sin embargo, le hizo dormir con algún sosiego después de la comida de Auteuil.

Capítulo Sexto

El baile

El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.

Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.

En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.

En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la cena.

Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había erigido en una verdadera alameda. Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de la alameda.

Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.

Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraídos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.

La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las portezuelas entablaron el siguiente diálogo:

-Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? -preguntó el procurador del rey.

-No -respondió la señora Danglars-, me encuentro aún muy afectada.

-Hacéis mal -repuso Villefort con una mirada significativa-, sería importante que os viesen en ella.

-¡Ah! ¿Lo creéis así? -preguntó la baronesa.

-Sí.

-En tal caso, iré.

-¿Qué queréis decir?

-Quiero decir que esto marcha muy bien -repuso el vizconde riendo-, y que ya me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde... !, ya le daré mi parabién.

-¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?

-¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora; tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.

-¿Estabais ayer en la ópera?

-No.

-Pues él estaba.

-Sí..., el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.

-¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y vendrá también su princesa griega?

-No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.

-Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort -dijo la baronesa-; veo que está deseando hablaros.

Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la boca a medida que se acercaba.

-Apostaría -dijo Alberto interrumpiéndola- a que sé lo que me vais a preguntar.

-Me parece que no -dijo la señora de Villefort.

-¿Me lo confesaréis si lo adivino?

-Sí.

-¿Palabra de honor?

-Palabra de honor.

-Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.

-No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a preguntar si habíais recibido noticias del señor Franz.

-Sí, ayer.

-¿Qué os decía?

-Que salía para París al mismo tiempo que su carta.

-Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?

-El conde vendrá, tranquilizaos.

-¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?

-Lo ignoraba.

-Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de familia.

-No lo he oído pronunciar.

-¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.

-Es posible.

-Es maltés.

-Muy posible también.

-Hijo de un armador.

-¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, tendríais el éxito más feliz.

-Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a París para abrir en Auteuil un establecimiento de aguas minerales.

-¡Bien!, enhorabuena -dijo Morcef-, buenas noticias; ¿me permitís que las repita por ahí?

-Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que yo os las he contado.

-¿Por qué?

-Porque es un secreto.

-¿De quién?

-De la policía.

-Entonces esas noticias corrían...

-Ayer noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmovido, como sabéis, a la vista de ese lujo inusitado, y la policía obtuvo informes...

-¡Bien...!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto de que es demasiado rico.

-A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los informes no hubieran sido tan favorables.

-¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?

-Creo que no.

-Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré de hacerlo.

En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos negros, de negro y lustroso bigote, fue a saludar respetuosamente a la señora de Villefort. Alberto le estrechó una mano.

-Señora -dijo Alberto-, tengo el honor de presentaros al señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis, uno de nuestros mejores y más distinguidos oficiales.

-Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del conde de Montecristo -respondió la señora de Villefort, volviéndose con marcada frialdad.

Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado a Morrel; pero le estaba preparada una compensación; al volverse vio en el quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuyos ojos azules, dilatados y sin expresión aparente, se fijaban en él mientras el ramillete de jazmines subía lentamente a sus labios.

Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de mirada, acercó a su vez su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuyo corazón latía con tanta violencia bajo el mármol de su rostro, separadas por toda la longitud de la sala, se olvidaron un instante o más bien olvidaron el mundo en aquella muda contemplación.

Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra, sin que nadie notase su olvido de cuanto los rodeaba, pues... el conde de Montecristo acababa de entrar.

Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficticio, fuese prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más delicada, los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados ligeramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en él todas las miradas.

Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad y una firmeza incomparables.

Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto ninguna importancia, si no hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada por una inmensa fortuna.

Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los saludos, hasta la señora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le había visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se preparó a recibirle.

Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se inclinaba delante de ella.

Sin duda creyó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte creyó que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigió hacia Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.

-¿Habéis visto a mi madre? -preguntó Alberto.

-Acabo de tener el honor de saludarla -dijo el conde-, pero no he visto a vuestro padre.

-Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebridades.

-¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades? No sabía nada. ¿Y de qué género? Hay celebridades de toda especie, como sabéis.

-Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha descubierto en la campiña de Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los otros, y ha venido a participar este descubrimiento al Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vértebra causó mucha sensación en el mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de Honor y le nombraron oficial.

-¡Enhorabuena! -dijo Montecristo-, esa es una cruz perfectamente merecida; entonces, si encuentra una segunda vértebra ¿le harán comendador?

-Es probable -dijo Morcef.

-¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul bordado de verde, quién podrá ser?

-La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era tan poco artista que, queriendo dar un uniforme a los académicos, suplicó a David que les dibujase un traje.

-¡Ah, ya! -dijo Montecristo-. ¿Conque ese caballero es un académico?

-Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.

-¿Y cuál es su mérito, su especialidad?

-¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a las gallinas y yo no sé cuántos otros méritos.

-¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?

-No, a la Academia Francesa...

-Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?

-Voy a deciros, parece...

-Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.

-No, pero escribe en muy buen estilo.

-¡Oh! -dijo Montecristo-, eso debe lisonjear soberanamente el amor propio de los conejos en cuyas cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuyos huevos tiñe de encarnado, y, etc...

Alberto soltó una carcajada.

-¿Y aquel otro? -inquirió el conde.

-¿Aquel otro?

-Sí, el tercero.

-¡Ah!, el del frac azul.

-Eso es.

-Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la cámara de los Pares tenga uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a este punto: se dice que le van a nombrar embajador.

-¿Y cuáles son sus méritos?

-Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en el Siècle, y ha votado cinco o seis veces con el ministerio.

-¡Bravo!, vizconde -dijo Montecristo riendo-, sois un cicerone encantador: ahora me haréis un favor, ¿no es cierto?

-¿Cuál?

-No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avisaréis.

En este momento el vizconde sintió que alguien apoyaba la mano en su brazo, se volvió y vio a Danglars.

-¡Ah! ¡Sois vos, barón! -dijo.

-¿Por qué me llamáis barón? -dijo Danglars-; bien sabéis que no uso mi título. No soy como vos, vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?

-Desde luego -respondió Alberto-, porque si no fuese vizconde no sería nada, mientras que vos, aunque sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre quedaréis millonario.

-Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos -dijo Danglars.

-Por desgracia -dijo Montecristo- no dura tanto ese título como el de barón, el de par de Francia o el de académico; díganlo si no los millonarios de Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.

-¿Cómo? -dijo Danglars palideciendo.

-Esta tarde he recibido la noticia; yo tendría aproximadamente un millón en su casa; pero, habiendo sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.

-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Danglars-, por lo menos me hacen perder doscientos mil francos.

-Pero ya estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.

-Sí, pero avisado demasiado tarde -dijo Danglars-, he hecho honor a su firma.

-¡Bueno! -dijo Montecristo-, juntando esos doscientos mi] francos con...

-¡Chist!, ¡silencio! -dijo Danglars-, no habléis de esas cosas -y acercándose a Montecristo-, sobre todo delante de Cavalcanti hijo -añadió el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia el joven.

Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.

Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.

Montecristo se quedó solo un instante.

El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de dulces, frutas y helados.

Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró cuando el criado le presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.

La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella; también observó el movimiento que hizo cuando el criado le presentó la bandeja.

-Alberto -dijo-, ¿no habéis reparado en una cosa?

-¿Qué es ello, madre mía?

-Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.

-Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese almuerzo hizo su entrada en el mundo.

-Vuestra casa no es la del conde -murmuró Mercedes-, y desde que está aquí, no le pierdo de vista.

-¿Y qué?

-Que no ha tomado nada.

-El conde es muy sobrio.

Mercedes se sonrió tristemente.

-Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.

-¿Por qué motivo, madre mía?

-Hacedme ese favor, Alberto -dijo Mercedes.

Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.

Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó un helado y se lo presentó, pero rehusó obstinadamente.

Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.

-¡Y bien! -dijo-, ya veis como no ha querido tomar nada.

-Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?

-Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hubiera visto con placer tomar al conde algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de granada. Quizá no esté al corriente de las costumbres francesas, tal vez tiene preferencia por alguna cosa.

-¡Oh!, no, no, yo le he visto en Italia comer de todo; sin duda está indispuesto esta noche.

-¡Oh!, tal vez -dijo la condesa-, como ha habitado siempre climas ardientes, es menos sensible que cualquier otro al calor.

-No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y preguntaba por qué no han abierto las celosías, puesto que han abierto las ventanas.

-En efecto -dijo Mercedes-, ése es un medio de asegurarme si esa abstinencia es algo premeditado o no.

Y salió del salón.

Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que rodeaban las ventanas, pudo verse todo el jardín iluminado con linternas, y la cena servida debajo de una tienda.

Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos pulmones medio sofocados aspiraban con delicia el aire que entraba en abundancia.

Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con la seriedad que era de notar en ella en ciertas circunstancias. Se dirigió al grupo en medio del cual se hallaba su marido.

-No encadenéis a estos señores, señor conde -dijo-; preferirán tal vez respirar el aire del jardín a ahogarse aquí.

-¡Ah!, señora -dijo un viejo general muy galante-, no creo que iremos solos al jardín.

-Bien-dijo Mercedes-, yo voy a daros el ejemplo.

Y dirigiéndose a Montecristo:

-Señor conde -dijo-, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.

El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mercedes un momento, rápido como el relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo para la condesa, tantos pensamientos reflejaba aquella mirada.

Ofreció su brazo a la condesa; ella apoyó ligeramente en él su pequeña mano, y los dos bajaron una de las escaleras limitada a un lado y a otro por heliotropos y camelias.

Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con estrepitosas exclamaciones de alegría, unos veinte convidados.

La señora de Morcef entró con su compañero debajo de una bóveda de follaje; era un paseo de tilos en dirección a un invernadero.

-Hacía mucho calor en el salón, ¿no es verdad, señor conde? -dijo.

-Sí, señora, y vuestra idea de abrir las puertas y las ventanas ha sido excelente.

Al decir estas palabras, el conde notó que la mano de Mercedes temblaba.

-Pero vos -dijo-, con ese vestido tan ligero y con el cuello al aire, tendréis frío, sin duda.

-¿Sabéis adónde os llevo? -dijo la condesa, sin responder a la pregunta de Montecristo.

-No, señora -dijo éste-, pero ya veis que no hago ninguna resistencia.

-Al invernadero, que está al final del paseo que seguimos.

El conde miró a Mercedes como para interrogarla; pero ella siguió su camino sin decir nada, y Montecristo permaneció callado. Llegaron al lugar indicado, lleno de flores y frutas magníficas, que desde el principio de julio, llegaban a su madurez bajo aquella temperatura calculada siempre para reemplazar el calor del sol. La condesa soltó el brazo de Montecristo y fue a coger de una parra un racimo de uva moscatel.

-Tomad, señor conde -dijo con una triste sonrisa, tan triste que casi asomaron dos lágrimas a sus párpados-; tomad, ya sé que nuestros racimos de Francia no son comparables a los de Sicilia o a los de Chipre, más espero que seréis indulgente con nuestro pobre sol del Norte.

El conde se inclinó y dio un paso atrás.

-¿Me despreciáis? -dijo Mercedes con voz temblorosa.

-Señora -dijo Montecristo-, os suplico que me disculpéis, pero no como nunca moscatel.

Mercedes dejó caer el racimo, suspirando. Un precioso albaricoque colgaba de un árbol próximo, calentado lo mismo que la parra, por aquel calor artificial del invernadero. Mercedes se acercó a la fruta y la cogió.

-Tomad entonces este albaricoque -dijo.

Pero el conde hizo el mismo ademán negativo.

-¡Oh!, ¡tampoco! -dijo con un acento tan doloroso que evidentemente ahogaba un gemido-; en verdad tengo desgracia.

Un largo silencio siguió a esta escena; el albaricoque, lo mismo que el racimo de uvas, rodó por la arena.

-Señor conde -repuso Mercedes mirando a Montecristo con ojos suplicantes-, hay una tierna costumbre árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.

-Lo sé, señora -respondió el conde-; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francia ni se parten el pan y la sal, ni hay amistades eternas.

-Pero, en fin -dijo la condesa, palpitante, y con los ojos fijos en el conde de Montecristo, cuyo brazo estrechó convulsivamente entre sus manos-; somos amigos, ¿no es verdad?

Toda la sangre se agolpó al corazón del conde, que se quedó pálido como la muerte, subiendo después del corazón a la garganta, invadió sus mejillas y sus ojos se abrieron desorbitadamente durante algunos segundos.

-Claro que somos amigos, señora -replicó-; ¿por qué no habíamos de serlo?

Este tono estaba tan lejos de ser el que deseaba la señora de Morcef que se volvió para dejar escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.

-Gracias -dijo.

Y empezó a andar.

Dieron una vuelta al jardín sin pronunciar una palabra.

-Caballero -exclamó de repente la condesa después de diez minutos de paseo silencioso-, ¿es verdad que habéis visto y viajado tanto, que tanto habéis sufrido?

-Es verdad, señora, he sufrido mucho -respondió Montecristo.

-¿Sois feliz ahora?

-Sin duda -respondió el conde-, puesto que nadie me oye quejarme.

-¿Y os dulcifica el alma vuestra felicidad presente?

-Mi felicidad presente iguala a mi miseria pasada -dijo el conde.

-¿No estáis casado? -inquirió la condesa.

-¡Yo casado! -respondió Montecristo estremeciéndose-, ¿quién ha podido deciros tal cosa?

No me lo han dicho, pero muchas veces os han visto conducir a la ópera a una hermosísima joven.

-Es una esclava que he comprado en Constantinopla, señora; una hija de príncipe a quien miro mmo hija mía, porque no me liga al mundo ningún otro vínculo.

-¿De modo que vivís solo?

-Solo.

-¿No tenéis hermana..., hijo..., padre?

-No tengo a nadie en el mundo.

-¿Cómo podéis vivir así, sin nada que os haga apreciar la vida?

-No es culpa mía, señora. En Malta amé a una joven; estaba a punto de casarme cuando vino la guerra, y me arrastró lejos de ella como un torbellino. Yo había creído que me amaría bastante para esperarme, para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Esta es la historia de todo hombre que ha pasado por la edad de veinte años. Quizá tenía yo el corazón más débil que otro cualquiera, y he sufrido más que otros en mi lugar.

La condesa se detuvo un momento, como si hubiese tenido necesidad de ello para respirar.

-Sí -dijo-, y os ha quedado en el corazón ese amor..., no se ama verdaderamente más que una vez..., ¿y habéis vuelto a ver a esa mujer?

-Nunca.

-¡Nunca!

-No he vuelto al país donde ella vivía.

-¿A Malta?

-Sí, a Malta.

-¿De modo que está en Malta?

-Creo que sí.

-¿Y le habéis perdonado lo que os ha hecho sufrir?

-A ella sí.

-Pero a ella solamente; ¿seguís odiando a los que os alejaron de su lado?

-Yo no: ¿por qué había de odiarlos?

La condesa se colocó frente a Montecristo y volvió a ofrecerle otro racimo de uvas.

-Tomad -dijo.

-No como nunca moscatel, señora -respondió Montecristo, como si fuera la primera vez que la condesa le hacía aquel ofrecimiento.

La condesa arrojó las uvas contra la arena con un ademán lleno de desesperación.

-¡Sois inflexible! -murmuró.

Montecristo permaneció tan impasible como si aquella queja no hubiera sido dirigida a él.

En este momento Alberto corría hacia ellos.

-¡Oh!, ¡madre mía! -dijo-, una gran desgracia.

-¿Qué ha sucedido? -preguntó la condesa como si después de un sueño se despertase y conociese la realidad-; ¡una desgracia!, en efecto, ¡muchas desgracias deben suceder!

-Está aquí el señor de Villefort.

-¿Y bien?

-Viene a buscar a su mujer y a su hija.

-¿Por qué?

-Porque la señora marquesa de Saint-Merán ha llegado a París, ha traído la noticia de que el señor de Saint-Merán ha muerto al salir de Marsella, en la primera parada.

La señora de Villefort, que estaba muy alegre, no quería comprender ni dar crédito a aquella desgracia, aunque su padre tomó algunas precauciones, todo lo adivinó; este golpe la aterró como si la hubiese herido un rayo, y cayó desmayada.

-Y el señor de Saint-Merán, ¿qué es de la señorita de Villefort? -preguntó el conde.

-Su abuelo materno. Venía para acelerar el casamiento de Franz y de su nieta.

-¡Ah!, ya...

-He aquí aplazada la boda. ¡Qué lástima que el señor de Saint-Merán no fuese también abuelo de la señorita Danglars!

-¡Alberto! ¡Alberto! -dijo la señora de Morcef con un tono de dulce reproche-, ¿qué decís? ¡Ah!, señor conde, vos, a quien él tiene tanta consideración, decidle que eso está mal.

Y dio unos pasos hacia adelante.

Montecristo la miró de un modo tan extraño y con una expresión tan pensativa y llena de una admiración tan afectuosa, que Mercedes se volvió.

Cogióle entonces una mano mientras estrechaba la de su hijo, y mirándole exclamó:

-Somos amigos, ¿no es verdad?

-¡Oh!, vuestro amigo, señora; no aspiro a tanto; pero, en todo caso, soy vuestro más respetuoso servidor.

La condesa se separó de ellos con el corazón tan lastimado y tan conmovido, que antes de haber andado diez pasos, el conde la vio acercarse su pañuelo a los ojos.

-¿Cómo? ¿Os habéis disgustado con mi madre? -preguntó Alberto asombrado.

El conde respondió:

-Al contrario, puesto que acaba de decirme delante de vos que éramos amigos.

Y volvieron al salón, del cual acababan de salir Valentina y el señor y la señora de Villefort.

Excusado es decir que Morrel salió detrás de ellos.

En efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de Villefort una lúgubre escena.

Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que insistió la señora de Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el procurador del rey se había encerrado, como acostumbraba, en su despacho, adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro, pero que en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.

Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para estudiar, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta y dada la orden de que no le incomodasen sino para asuntos de importancia, se sentó en un sillón y empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete u ocho días, hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos recuerdos.

Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suyo, abrió un cajón de su bufete, tocó un resorte y sacó una infinidad de cuadernos con sus notas personales, manuscritos preciosos, entre los cuales había clasificado y anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus misteriosos amores se habían hecho enemigos suyos.

El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por poderosos y terribles que fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez, como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre de la montaña mira a sus pies los agudos picachos, los caminos impracticables y los bordes de los precipicios, junto a los cuales ha tenido que caminar largo tiempo para llegar a ella.

Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo leído y vuelto a leer, estudiado y comentado, movió la cabeza a un lado y a otro.

-No -murmuró-, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con paciencia hasta este día para aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente escondidas sale de la tierra, y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún sacerdote, que la habrá propagado a su vez. El señor de Montecristo la habrá sabido, y para enterarse...

-¿Y para qué quería enterarse? -prosiguió el procurador del rey después de un instante de reflexión-; ¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador de una mina de plata en Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío, misterioso e inútil para él? De los informes incoherentes que me han proporcionado el abate Busoni y lord Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en ningún tiempo, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de contacto entre él y yo.

Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía. Lo más terrible para él no era la revelación, porque podía negar o responder; le inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que aparecía de repente en letras de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que pertenecía la mano que los había trazado.

En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel porvenir político que había visto algunas veces en sus sueños de ambición, se proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido de un carruaje resonó en el patio; después oyó en la escalera los pasos de una persona de edad, y después gemidos y ayes que tan bien saben fingir los criados cuando quieren aparentar que participan del dolor de sus amos.

Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin anunciarse, una señora anciana entró en el mismo con su chal en el brazo y su sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una frente mate como el amarillento marfil, y sus ojos, cuyos ángulos había surcado de arrugas la edad, desaparecían casi bajo las lágrimas.

-¡Oh, caballero! -dijo-; ¡ah, qué desgracia!, yo también me moriré; ¡oh, sí, estoy segura de que voy a morirme!

Y cayendo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.

Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al antiguo criado de Noirtier, que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor, se mantenía detrás de los demás.

Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.

-¡Oh, Dios mío!, señora -preguntó-, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan desazonada? ¿Y por qué no os acompaña el señor de Saint-Merán?

-El señor de Saint-Merán ha muerto -dijo la anciana marquesa sin preámbulos, y con una especie de estupor.

Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:

-¡Muerto! -murmuró-, ¡muerto..., así..., súbitamente!

-Hace ocho días -continuó la señora de Saint-Merán-, subimos juntos al carruaje después de comer. El señor Saint-Merán padecía muchísimo desde hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida Valentina le animaba, y a pesar de sus dolores quiso partir, cuando a seis leguas de Marsella se apoderó de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan profundo que no me parecía natural; sin embargo, yo no quería despertarle, cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de sus sienes latían con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, yo no veía casi nada y le dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el de un hombre que sufre en sueños, y dejó caer bruscamente su cabeza hacia atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de Saint-Merán, le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al lado de su cadáver llegué a Aix.

Villefort quedó estupefacto.

-¿Y llamasteis a un médico, seguramente?

-En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.

-Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.

-¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía fulminante.

-¿Y entonces, qué hicisteis?

-El señor de Saint-Merán había dicho siempre que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese conducido al panteón de la familia. Yo hice colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos días.

-¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! -dijo Villefort-; ¡semejantes preocupaciones después de tal golpe..., y a vuestra edad!

-Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo que yo hago por él. Es verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por ella es por quien veníamos. Quiero verla.

Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se encontraba en un baile; dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su madrastra, y que la avisarían en seguida.

-Al instante, caballero, al instante, os lo suplico -dijo la anciana.

Villefort tomó del brazo a la señora de Saint-Merán y la condujo a su habitación.

-Descansad -dijo-, madre mía.

La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre que le recordaba a su tan llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cayó de rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.

Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo Barrois subía asustado al cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los ancianos como la muerte, que se aparta un instante de su lado para herir a otro anciano.

Mientras la señora de Saint-Merán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de su corazón, Villefort envió a buscar un coche de alquiler, y fue él mismo a casa de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.

Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina corrió hacia él, exclamando:

-¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?

-Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina -dijo el señor de Villefort.

-¿Y mi abuelo? -preguntó la joven temblando.

El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.

Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a punto de caerse; la señora de Villefort se apresuró a sostenerla, y ayudó a su marido a conducirla a su carruaje, diciendo:

-¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy extraño.

Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tristeza como un velo negro al resto de los convidados.

Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.

-El señor Noirtier desea veros esta noche -dijo en voz baja.

-Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita -dijo Valentina.

Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía necesidad de ella entonces era la señora de Saint-Merán.

Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados, lágrimas ardientes, tales fueron los detalles que se pueden contar de esta entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora de Villefort, llena de respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.

Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:

-Con vuestro permiso, es mejor que yo me retire, porque mi presencia parece afligir aún más a vuestra suegra.

La señora de Saint-Merán la oyó.

-Sí, sí -dijo a Valentina también al oído- que se vaya, pero quédate tú; sí, quédate.

Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su abuela, porque el procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista, siguió a su mujer.

Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste había oído todo el ruido que había en la casa, y envió a su criado a que se informase.

A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al mensajero.

-¡Ay!, señor -dijo Barrois-, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La señora de Saint-Merán ha llegado y su marido ha muerto.

El señor de Saint-Merán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los lazos de una gran amistad; no obstante, ya se sabe el efecto que produce siempre en un anciano el anuncio de la muerte de otro.

Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre abatido o pensativo, y después cerró un ojo solo.

-¿La señorita Valentina? -dijo Barrois.

Noirtier hizo señas afirmativas.

-Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse de vos con su precioso vestido.

Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.

-Sí, ¿queréis verla?

El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.

-Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la esperaré hasta que salga, le diré que queréis hablarle, ¿no es esto?

-Sí -respondió el paralítico.

Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el deseo de su abuelo.

Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de la señora de Saint-Merán, que aún muy agitada, sucumbió a la fatiga y quedóse dormida con un sueño febril.

Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un gran jarro de naranjada y un vaso.

Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto como abandonó la estancia de la marquesa.

Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió de nuevo anegarse sus ojos en lágrimas.

El anciano insistía con su mirada.

-Sí, sí -dijo Valentina-, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo, ¿no es verdad?

El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.

-¡Ay! -repuso Valentina-, a no ser así, ¿qué sería de mí?

Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar que después de una noche tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo. El anciano no quiso decir que el reposo suyo era ver a su nieta. Despidió a Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de sufrimiento.

Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la cama; la fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de la anciana marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.

-¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? -exclamó Valentina percibiendo todos estos síntomas de agitación.

-No, hija mía, no -dijo la señora de Saint-Merán-; pero esperaba con impaciencia que hubieseis llegado para mandar llamar a tu padre.

-¿A mi padre? -preguntó Valentina con inquietud.

-Sí, quiero hablarle.

Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa ignoraba, y un instante después entró Villefort.

-Caballero -dijo la señora de Saint-Merán, sin más preámbulos, y como si temiese que le había de faltar tiempo-, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi nieta?

-Sí, señora -respondió Villefort-, es más que un proyecto, es ya una cosa formal.

-¿Vuestro yerno es el señor Franz d'Epinay?

-Sí, señora.

-¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado algunos días antes de que el usurpador volviese de la isla de Elba?

-Ese mismo.

-¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?

-Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre -dijo Villefort-; el señor d'Epinay era muy niño cuando murió su padre, conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con indiferencia al menos.

-¿Es un buen partido?

-Bajo todos los conceptos.

-¿El joven...?

-Goza de general consideración.

-¿Es decoroso?

-Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.

Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.

-¡Y bien!, caballero -dijo tras unos minutos de reflexión la señora de Saint-Merán-, es preciso que os deis prisa, porque me quedan pocos momentos de vida.

-¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! -exclamaron a un tiempo Villefort y Valentina.

-Yo sé lo que me digo -repuso la marquesa-; es preciso que os deis prisa, a fin de que, no teniendo madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi pobre Renata, a quien tan pronto habéis olvidado.

-¡Ah!, señora -dijo Villefort-, ¿no conocéis que era preciso dar una madre a esta pobre niña, que había perdido a la suya?

-Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto, se trata de Valentina; dejemos en paz a los muertos.

Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a los síntomas de un delirio.

-Se hará como deseáis, señora -dijo Villefort-, y tanto más, cuanto que vuestro deseo está de acuerdo con el mío; y en cuanto llegue el señor d'Epinay a París...

-Mamá -dijo Valentina-, las murmuraciones, el luto reciente..., ¿queréis, en fin, celebrar una boda bajo tan tristes auspicios?

-Hija mía -interrumpió vivamente la abuela-, no me des esas razones que impiden a los espíritus débiles tener un porvenir feliz. Yo también he sido casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido desgraciada por eso.

-¡Siempre esa idea de muerte!, señora-replicó Villefort.

-¡Siempre...! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes de morir quiero haber visto a mi yerno; quiero mandarle que haga feliz a mi nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecerme; quiero conocerle, en fin, sí! -prosiguió la anciana con una expresión espantosa-, para venir a buscarle desde el fondo de mi tumba si no hace lo que debe.

-Señora -dijo Villefort-, es preciso que alejéis esas ideas exaltadas que casi rayan en locura. Los muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin despertarse jamás.

-¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! -dijo Valentina.

-Y yo, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido y he tenido un sueño terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido ya del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por abrir, se cerraban a mi pesar, y no obstante yo sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo; pues bien, con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del ángulo donde hay una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una forma blanca.

Valentina lanzó un grito.

-Era la fiebre que os agitaba -dijo Villefort.

-Dudad cuanto queráis, pero yo estoy segura de lo que digo; he visto una forma blanca; y como si Dios hubiese temido que no la percibiese bien, he oído mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la mesa.

-¡Oh, abuelita, era un sueño!

-No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campanilla, y al ver este movimiento, la sombra desapareció. La camarera entró con una luz.

-¿Pero no visteis a nadie?

-Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi marido. Pues bien, si el alma de mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma no había de venir para defender a mi nieta?

-¡Oh, señora! -dijo Villefort aterrado-, no deis crédito a esas lúgubres ideas; viviréis con nosotros, viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os haremos olvidar...

-¡Jamás, jamás, jamás! -dijo la marquesa-. ¿Cuándo vuelve el señor d'Epinay?

-Le estamos esperando de un momento a otro.

-Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apresurémonos. Además, quisiera que viniese un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes irán a parar a Valentina.

-¡Oh, madre mía! -murmuró Valentina, apoyando sus labios sobre la abrasada frente de su abuela-; ¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre. ¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!

-¡Un médico! -dijo la abuela encogiéndose de hombros-, no sufro; tengo sed.

-¿Qué bebéis, abuelita?

-Como siempre, ya sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa; dádmelo, Valentina.

Esta llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con cierto espanto porque era el mismo que suponía ella que había tocado la sombra.

La marquesa se bebió la naranjada.

En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:

-¡Un notario! ¡Un notario!

El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La desgraciada joven parecía tener necesidad de aquel médico que había recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama abrasaba sus mejillas, su respiración era entrecortada y fatigosa, y el pulso le latía como si tuviese fiebre.

La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supiese que la señora de Saint-Merán, en lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si hubiese sido una enemiga.

Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abuela, y no hubiera vacilado un instante si Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o Raúl de Chateau-Renaud; pero Morrel era de origen plebeyo, y Valentina sabía cuán grande era el desprecio de la señora de Saint-Merán para con todos los que no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía, porque poseía la triste certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y entonces todo se habría perdido.

Así transcurrieron dos horas. La señora de Saint-Merán dormía con un sueño agitado y febril.

En este momento anunciaron al notario.

Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de Saint-Merán se incorporó en la cama.

-¡El notario! -dijo-, ¡que venga! ¡Venga!

El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.

-Vete, Valentina -dijo la señora de Saint-Merán-, y déjame con el señor.

-Pero, madre mía...

-Anda, anda.

La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.

En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en el salón.

Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los hombres más hábiles de la época; amaba mucho a Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una hija de la edad de la señorita de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por la vida de su hija.

-¡Oh! -dijo Valentina-, querido señor de Avrigny, os esperábamos con impaciencia. Pero, antes de todo, ¿cómo siguen Magdalena y Luisa?

Magdalena era la hija del señor de Avrigny; Luisa, su sobrina.

El señor de Avrigny se sonrió tristemente.

-Luisa, muy bien -dijo-; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me habéis mandado llamar, según creo -dijo-. No será vuestro padre ni la señora de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros el mal de los nervios; pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra imaginación a los placeres del campo.

Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la ciencia de adivinar casi hasta hacer milagros, porque era uno de esos médicos que tratan lo físico por lo moral.

-No -dijo-, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgracia que ha sucedido.

-No sé nada -respondió el señor Avrigny.

-¡Ay! -dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas-, ¡mi abuelo ha muerto!

-¿El señor de Saint-Merán?

-Sí.

-¿De repente?

-De un ataque de apoplejía fulminante.

-¿De una apoplejía? -repitió el médico.

-Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más que en ir a reunirse con él. ¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre abuelita.

-¿Dónde está?

-En su cuarto, con el notario.

-¿Y el señor Noirtier?

-Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma inmovilidad, el mismo silencio.

-Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?

-Sí -dijo Valentina suspirando-, él me ama mucho.

-¿Quién no os amaría?

Valentina se sonrió tristemente.

-¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?

-Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana decía que durante su sueño había visto entrar un fantasma en su cuarto, y haber oído el ruido que hizo al tocar su vaso.

-Es singular -dijo el doctor-, yo no sabía que la señora de Saint-Merán estuviera sujeta a esas alucinaciones.

-Es la primera vez que la he visto así -dijo Valentina-, y esta mañana me dio un gran susto, la creí loca, y mi padre también parecía fuertemente afectado.

-Vamos a ver -dijo el señor de Avrigny-, me parece muy extraño todo lo que me estáis diciendo.

El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.

-Subid -dijo al doctor.

-¿Y vos?

-¡Oh!, yo no me atrevo, me había prohibido que os mandase llamar, y como decís, yo misma estoy fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta por el jardín.

El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la anciana, la joven bajó la escalera que conducía al jardín.

No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentina. Después de haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba la casa, cogió una rosa para ponerla en su cintura o en sus cabellos y se dirigió a la umbrosa alameda que conducía al banco, y del banco a la reja.

Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido tiempo de desahogarse con nadie, repelía este sencillo adorno; después se encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.

Entonces esta voz llegó más claramente a sus oídos, y reconoció la voz de Maximiliano.

Capítulo Séptimo

La promesa

Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint-Merán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor.

Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.

En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.

-¿Vos a esta hora? -dijo.

-Sí, pobre amiga mía -respondió Morrel-; vengo a traer y a buscar malas noticias.

-¡Esta es la casa de la desgracia! -dijo Valentina-; hablad, Maximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante crecida.

-Escuchadme, querida Valentina -dijo Morrel procurando contener su emoción para poderse explicar-, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

-Escuchad -dijo a su vez Valentina-, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela, con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.

Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró tristemente.

-¡Ay! -dijo en voz baja-, terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al señor d'Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, mañana lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.

Valentina lanzó un grito.

-Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora -dijo Morrel-; hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró primero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde saludó, exclamando:

-¡Ah, señor Franz d'Epinay!

Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba loco!

Valentina murmuró:

-¡Pobre Maximiliano!

-Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?

Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.

-Escuchad -dijo Morrel-, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin duda Dios les recompensará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con voluntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediatamente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a preguntaros.

Valentina se estremeció, y miró a Morrel con asombro.

La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no se había presentado a su imaginación.

-¿Qué me decís, Maximiliano? -preguntó Valentina-, ¿y a qué llamáis una lucha? ¡Oh!, decid más bien sacrilegio. ¡Cómo! ¿Habría de luchar yo contra la orden de mi padre, contra los deseos de mi abuela moribunda? ¡Es imposible!

Morrel hizo un movimiento. Valentina añadió:

-Tenéis un corazón demasiado noble para que no me comprendáis, y me comprendéis tan bien, querido Maximiliano, que por eso os veo tan callado. ¡Luchar yo! ¡Dios me libre! No, no; guardo toda mi fuerza para luchar contra mí misma, y para beber mis lágrimas, como vos decís. En cuanto a afligir a mi padre, en cuanto a turbar los últimos momentos de mi pobrecita abuela, ¡jamás!

-Tenéis razón -dijo Morrel con una calma irónica.

-¡Qué modo tenéis de decirme eso, Dios mío! -exclamó Valentina ofendida.

-Os lo digo como un hombre que os admira, señorita -repuso Maximiliano.

-¡Señorita! -exclamó Valentina-; ¡señorita! ¡Oh!, ¡qué egoísta!, me ve desesperada y finge que no me entiende.

-Os equivocáis, y al contrario, os entiendo perfectamente. No queréis contrariar al señor de Villefort, no queréis desobedecer a la marquesa y mañana firmaréis el contrato que debe enlazaros con el señor d'Epinay.

-¡Pero, Dios mío! ¿Puedo yo hacer otra cosa?

-No me preguntéis, señorita, porque yo soy muy mal juez en esta causa y mi egoísmo me cegaría -respondió Morrel, cuya voz sorda y puños apretados anunciaban una creciente exasperación.

-¿Qué me hubierais propuesto, Morrel, si me hallaseis dispuesta a hacer lo que quisierais? Vamos, responded. No se trata de decir: hacéis mal; es preciso que me deis un consejo.

-¿Me habláis en serio, Valentina, y debo daros ese consejo?

-Seguramente, querido Maximiliano, porque si es bueno, lo seguiré sin vacilar.

-Valentina -dijo Morrel rompiendo una tabla ya desunida-, dadme vuestra mano en prueba de que me perdonáis la cólera; ¡oh!, tengo la cabeza trastornada, y hace una hora que pasan por mi imaginación las ideas más insensatas. ¡Oh!, en el caso en que rehuséis mi consejo...

-Vamos, decidme cuál es.

-Escuchad, Valentina.

La joven alzó los ojos y arrojó un suspiro.

-Soy libre -repuso Maximiliano-, soy bastante rico para los dos; os juro ante Dios que seréis mi mujer antes de que mis labios hayan tocado vuestra frente.

Valentina dijo:

-¡Me hacéis temblar!

-Seguidme -continuó Morrel-; os conduzco a casa de mi hermana, que es digna de serlo vuestra: nos embarcaremos para Argel, para Inglaterra o para América, o si preferís nos retiraremos juntos a alguna provincia, o esperaremos a que nuestros amigos hayan vencido la resistencia de vuestra familia para volver a París.

Valentina movió melancólicamente la cabeza.

-Ya lo esperaba, Maximiliano -dijo-; es un consejo de insensato; y yo lo sería más que vos, si no os detuviese con estas palabras: ¡Imposible, Morrel, imposible!

-¿De modo que seguiréis vuestra suerte, sin tratar de modificarla? -dijo Morrel.

-¡Sí, aunque luego hubiera de morirme!

-¡Bien, Valentina! -repuso Maximiliano-, os repetiré que tenéis razón. En efecto, yo soy un loco, y vos me probáis que la pasión ciega los entendimientos más claros: os lo agradezco a vos, que obráis sin pasión. ¡Bien, es cosa decidida! Mañana seréis irrevocablemente la esposa del señor Franz d'Epinay, no por esa formalidad de teatro inventada para el desenlace de las comedias, sino por vuestra propia voluntad.

-¡Por Dios!, no me desesperéis, Maximiliano -dijo Valentina-, ¿qué haríais, decid, si vuestra hermana escuchase un consejo como el que me dais?

-Señorita -repuso Morrel con una amarga sonrisa-, yo soy un egoísta, vos lo habéis dicho, y como tal no me ocupo de lo que harían otros en mi lugar, sino de lo que he de hacer yo. Pienso que os conozco hace un año, que desde que os conocí, todas mis esperanzas de felicidad las cifré en vuestro amor; llegó un día en que me dijisteis que me amabais; desde entonces no deseé más que poseeros; era mi anhelo, mi vida; ahora ya no tengo deseo alguno; solamente digo que la desgracia me persigue, que había creído ganar el cielo y lo he perdido. Eso está sucediendo todos los días; un jugador pierde, no tan sólo lo que tiene, sino lo que no tiene.

Morrel pronunció estas palabras con una calma perfecta; Valentina le miró un instante con sus ojos grandes y escudriñadores, procurando no dejar entrever la turbación que iba sintiendo en el fondo de su pecho.

-Pero, en fin, ¿qué vais a hacer? -preguntó.

-Voy a tener el honor de despedirme de vos, señorita, poniendo a Dios, que oye mis palabras, por testigo, que os deseo una vida tan sosegada y feliz, que no dé cabida en vuestro pecho a un recuerdo mío.

-¡Oh! -murmuró Valentina.

-¡Adiós, Valentina, adiós! -dijo Morrel inclinándose.

-¿Dónde vais? -gritó la joven sacando la mano por la hendidura y agarrando el brazo de Morrel, pues sospechaba que aquella calma de su amado no podía ser real-, ¿dónde vais?

-Voy a tratar de no causar un nuevo trastorno a vuestra familia, y a dar un ejemplo que podrán seguir todos los hombres honrados que se encuentren en mi situación.

-Antes de separaros de mí, decidme lo que vais a hacer, Maximiliano.

El joven se sonrió tristemente.

-¡Oh!, ¡hablad! -dijo Valentina-, ¡por favor!

-¿Habéis cambiado de resolución, Valentina?

-¡No puedo cambiar! ¡Desdichado! ¡Bien lo sabéis! -exclamó la joven.

-¡Entonces adiós, Valentina!

Valentina golpeó la valla con una fuerza de que nadie la hubiera creído capaz, y cuando Morrel se alejaba, pasó sus dos manos a través de la misma y cruzándolas, exclamó:

-¿Qué vais a hacer? Yo quiero saberlo; ¿adónde vais?

-¡Oh!, tranquilizaos -dijo Maximiliano deteniéndose a tres pasos de la puerta-; no tengo la intención de hacer a nadie responsable de los rigores a que la suerte me destina. Otro os amenazaría con ir a buscar al señor Franz, provocarle, batirse con él; esto sería una locura. ¿Qué tiene que ver el señor Franz con todo esto? Me ha visto esta mañana por primera vez; ni siquiera sabía que yo existía cuando vuestra familia y la suya decidieron que seríais el uno para el otro. ¡No tengo por qué buscar al señor Franz, y os lo juro, no le buscaré!

-Pero ¿con quién vais a desfogar vuestra cólera? ¿Conmigo?

-¡Con vos, Valentina! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada y la que se ama es santa.

-¡Será entonces con vos, Maximiliano, con vos mismo!

-¿No soy yo el culpable, decid? -dijo Morrel.

-Maximiliano -dijo Valentina-, Maximiliano, ¡venid aquí, lo exijo!

Maximiliano se acercó con su dulce sonrisa en los labios; y a no ser por su palidez hubiera podido creerse que estaba en su estado normal.

-Escuchadme, adorada Valentina -dijo con su voz melodiosa y grave-: las personas como nosotros, que jamás han debido reprocharse una mala acción ni un mal pensamiento; las personas como nosotros pueden leer uno en el corazón del otro con la mayor claridad. No, nunca me he considerado un romántico, no soy un héroe melancólico, no soy un Manfredo ni un Antony; pero sin palabras, sin protestas, sin juramentos, he puesto en vos mi vida, vos me faltáis, y obráis con mucha razón, os lo he dicho y os lo repito, pero en fin, me faltáis y mi vida se pierde. Desde el instante en que os alejéis de mí, Valentina, quedo solo en el mundo. Mi hermana es feliz con su marido; su marido es sólo mi cuñado, es decir, un hombre emparentado conmigo por las leyes sociales; nadie tiene necesidad de mi existencia. He aquí lo que voy a hacer: esperaré hasta el último segundo a que estéis casada, porque no quiero perder la sombra de una de esas casualidades imprevistas que pueden suceder; el señor Franz puede morir de aquí a entonces; puede caer un rayo en el altar en el momento en que os acerquéis, todo parece creíble al condenado a muerte, y para él no son imposibles los milagros si se trata de la salvación de su vida. Aguardaré, pues, hasta el último instante, y cuando sea cierta mi desgracia, sin remedio, sin esperanza, escribiré una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de policía para darles parte de mi designio; y en lo más escondido de un bosque, a la orilla de algún foso me saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como que soy hijo del hombre más honrado que ha vivido en Francia.

Un temblor convulsivo agitó los miembros de Valentina; sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

El joven permaneció delante de ella, sombrío y resuelto.

-¡Oh!, por piedad, por piedad -dijo-, viviréis, ¿no es verdad?

-No, por mi honor -dijo Maximiliano-; ¿pero qué os importa? Vos haréis vuestro deber y no os remorderá la conciencia.

Valentina cayó de rodillas oprimiéndose el corazón, que parecía querer salírsele del pecho.

-Maximiliano -dijo-, Maximiliano, mi amigo, mi hermano sobre la tierra, mi verdadero esposo en el cielo, lo suplico, imítame, vive con el sufrimiento, tal vez llegará un día en que nos veamos reunidos.

-Adiós, Valentina -repitió Morrel.

-Dios mío -dijo Valentina levantando sus dos manos al cielo con expresión sublime-; ya veis que he hecho cuanto he podido por permanecer siempre hija sumisa; no ha escuchado mis súplicas, mis ruegos, mis lágrimas. ¡Pues bien! -continuó enjugándose las lágrimas y recobrando su firmeza-, ¡pues bien!, no quiero morir de remordimiento, quiero morir de vergüenza! Viviréis, Maximiliano, y no seré de nadie sino de vos. ¿A qué hora? ¿Cuándo? ¿En este momento? Hablad, mandad, estoy pronta.

Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, volvió, y pálido de alegría, el corazón palpitante de gozo, extendiendo al través de la valla sus dos manos hacia la joven:

-Valentina -dijo-, querida amiga, no me habéis de hablar así, o si no dejadme morir. ¿Por qué os he de deber a la violencia, si me amáis como yo os amo? Me obligáis a vivir por humanidad, eso es todo lo que hacéis; en tal caso prefiero morir.

-Después de todo -murmuró Valentina-, ¿quién me ama en el mundo? ¿Quién me ha consolado de todos mis dolores? ¿En quién reposan mis esperanzas? ¿En quién se fija mi extraviada vista? ¿Con quién se desahoga mi afligido corazón? En él, él, él, siempre él. Tienes razón, Maximiliano, lo seguiré; huiré de la casa paterna. ¡Oh, qué ingrata soy! -exclamó Valentina sollozando-. ¡Me olvidaba de mi abuelo Noirtier!

-No -dijo Maximiliano-, no le abandonarás; el señor de Noirtier ha parecido experimentar alguna simpatía hacia mí; y antes de huir se lo dirás todo; su consentimiento te servirá de escudo, y una vez casados vendrá a vivir con nosotros: en lugar de un hijo tendrá dos. Tú me has dicho el modo con que os habláis, pues yo aprenderé pronto el tierno lenguaje de los signos, sí, Valentina. ¡Oh!, lo lo juro, en lugar de la desesperación que nos aguarda, te prometo la felicidad.

-¡Oh!, mira, Maximiliano, mira si es grande el poder que ejerces sobre mí, que me haces casi creer en lo que dices, a pesar de que es insensato, porque mi padre me maldecirá; le conozco bien, y sé que es inflexible, nunca perdonará. Así, pues, escúchame, Maximiliano: si por artificio, por súplicas, por un accidente, ¿qué sé yo?, en fin, si por un medio cualquiera puedo retrasar el casamiento, esperarás, ¿no es verdad?

-Sí, lo juro, como jures tú también que ese espantoso casamiento no se efectuará, y aunque te arrastren delante del magistrado, delante del sacerdote, dirás que no.

-Te lo juro, Maximiliano; por lo más sagrado que hay para mí, por mi madre.

-Esperemos, pues -dijo Morrel.

-Sí, esperemos -dijo Valentina, que al oír esta palabra dio un suspiro de alivio-; ¡hay tantas cosas que pueden salvar a unos desgraciados como nosotros!

-En ti confío, Valentina -dijo Morrel-; todo lo que hagas estará bien; pero si son desgraciadas tus súplicas, si tu padre, si la señora de Saint-Merán exigen que el señor d'Epinay sea llamado mañana para firmar el contrato...

-Tienes mi palabra, Morrel.

-En lugar de firmar...

-Vendré a buscarte y huiremos; pero desde ahora hasta entonces no tentemos a Dios, Morrel; no nos veamos, ha sido un milagro que hasta ahora no nos hayan visto; si nos sorprendiesen, si supieran cómo nos vemos, no tendríamos ningún recurso.

-Es verdad, Valentina, ¿pero cómo sabré...?

-Por el notario señor Deschamps.

-Le conozco.

-Y por mí misma. Yo lo escribiré, créeme. ¡Dios mío! Bien sabes cuán odiosa me es a mí también esa boda.

-¡Bien!, ¡bien!, ¡gracias, mi adorada Valentina! -replicó Morrel-. Entonces ya está todo dicho; vengo aquí, subes a la valla y yo te ayudo a saltar, un carruaje nos esperará a la puerta del cercado, subimos a él, lo conduzco a la casa de mi hermana; allí, desconocidos de todos o como quieras, tendremos valor, resistiremos, y no nos dejaremos degollar como el cordero que no se defiende sino con sus gemidos.

-Bien -dijo Valentina-; yo también te diré, Maximiliano, que cuanto hagas está bien hecho.

-¡Oh!

-Pues bien, ¿estás contento de tu mujer? -dijo tristemente la joven.

-¡Mi querida Valentina, es tan poco decir que sí!

-Pues dilo siempre.

Valentina se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la valla, y sus palabras y su perfumado aliento llegaban hasta los labios de Morrel, que iba acercando su boca al frío e inflexible cercado.

-Hasta la vista -dijo Valentina-, hasta la vista.

-Me escribirás, ¿no es verdad?

-Sí.

-¡Gracias, gracias, hasta la vista!

Oyóse el ruido de un inocente beso y Valentina desapareció bajo los tilos.

Morrel escuchó un instante el crujido de su vestido y el rumor de sus pies en la arena; levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de felicidad, como para dar gracias al divino Creador, que permitía fuese amado de aquella manera, y desapareció a su vez.

Entró en su casa y esperó toda la tarde y todo el día siguiente sin recibir nada. A las dos, y cuando se dirigía a casa del señor Deschamps, notario, recibió por fin por la estafeta un billete que sin duda era de Valentina, aunque nunca había visto su letra.

Estaba concebido en estos términos:

Lágrimas, súplicas, ruegos, todo inútil. Ayer, por espacio de dos horas estuve en la iglesia de San Felipe de Roule, y por espacio de dos horas recé con toda mi alma; Dios es insensible como los hombres, y el contrato se firma esta noche a las nueve.
No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel; os he dado esa palabra y

el corazón es vuestro. Esta noche, a las nueve menos cuarto, en la valla.
Vuestra mujer,
Valentina de Villefort.
P. D.: Mi pobre abuela se encuentra cada vez peor; ayer tuvo un fuerte delirio; hoy no ha sido delirio, sino locura. Me amaréis mucho, ¿no es verdad, Morrel? Mucho..., pare hacerme olvidar que la he abandonado en

este estado.
Creo que ocultan a papá Noirtier que el contrato se firma esta noche a las nueve.

Morrel no se limitó a los informes que le diera Valentina, fue a case del notario, que le aseguró la noticia de que el contrato se firmaba aquella noche a las nueve.

Luego pasó a ver a Montecristo; allí supo más detalles: Franz había ido a anunciarle aquella solemnidad; la señora de Víllefort había escrito al conde pare suplicarle que la disculpase si no le invitaba; pero la muerte del señor de Saint-Merán, y el estado en que se hallaba su viuda esparcía sobre aquella reunión un velo de tristeza con el que no quería oscurecer la frente del conde, al cual deseaba toda especie de felicidad.

Franz habfa sido presentado el día anterior a la señora de Saint Merán, que se levantó pare esta presentación, volviendo a acostarse en seguida.

Morrel se hallaba presa de una agitación que no podía escapar a una mirada tan penetrante como la del conde; así, pues, Montecristo se mostró con él más afectuoso que nunca; tanto que dos o tres veces estuvo Maximiliano a punto de decírselo todo. Pero se acordó de la promesa formal dada a Valentina, y su secreto no salió de su corazón.

El joven volvió a leer veinte veces la misiva. Era la primera vez que le escribía, ¡y en qué ocasión! Cada vez que la leía, juraba veinte veces hacer feliz a Valentina. En efecto, ¡qué autoridad tiene la joven que toma una resolución tan peligrosa! ¡Qué abnegación no merece de parte de aquel a quien todo se ha sacrificado! ¡Cuán digna es del culto de su amante! ¡Es la reina y la mujer, y no se tiene bastante con un alma pare darle gracias y adorarla... !

Morrel pensaba con una inexplicable agitación en aquel momento en que Valentina llegara diciendo:

-Aquí estoy, Maximiliano, ayudadme a subir a la tapia.

Todo estaba preparado pare la fuga; dos escalas habían sido guardadas en la choza de la huerta; un cabriolé, que debía conducir a Maximiliano, esperaba; ni criados, ni luz; al doblar la primera esquina, se encenderían las linternas, porque podían muy bien caer en manos de la policía.

De vez en cuando se estremecía; pensaba en el momento en que, al lado de aquella cerca, protegería la bajada de Valentina, y sentiría, temblorosa y abandonada en sus brazos, a aquella de quien aún no había estrechado más que una mano.

Pero al llegar la tarde, cuando vio acercarse la hora, sintió una gran necesidad de estar solo; su sangre le hervía en las venas, las simples preguntas, la sola voz de un amigo le habrían irritado; se encerró en su cuarto procurando leer, pero su mirada se deslizaba sobre las páginas sin comprender nada, y acabó por tirar el libro contra el suelo, pare dibujar por segunda vez su piano, sus escalas y su huerta. Al fin se acercó la hora. Morrel pensó entonces que ya era tiempo de partir, pues eran las siete y media, y aunque el contrato se firmaba a las nueve, era probable que Valentina no esperaría; de consiguiente, después de haber salido a las siete y media en su reloj, de la calle de Meslay, entraba en la huerta cuando daban las ocho en San Felipe de Roule.

El caballo y el cabriolé fueron ocultados detrás de una cabaña arruinada en la que Morrel solía esconderse. Poco a poco el día fue declinando, y los árboles desapareciendo entre las sombras.

Entonces salió de su escondite, y con el corazón palpitante fue a mirar por la tapia: aún no había nadie.

Las ocho y media dieron.

Estuvo esperando una media hora; se paseaba de un lado a otro, y de vez en cuando iba a mirar por la rendija de las tablas.

El jardín se iba oscureciendo más y más, y en vano buscaba en la oscuridad el vestido blanco, en vano procuraba oír en medio del silencio el ruido de los pasos.

La casa que se vislumbraba a través de los árboles permanecía oscura, y no presentaba ninguno de los aspectos que acompañan a un acontecimiento tan importante como el de firmar un contrato de matrimonio.

Consultó su reloj, que señalaba las diez menos cuarto; pero pronto conoció su error, cuando el reloj de la iglesia dio las nueve y media.

Ya era media hora más del término fijado: Valentina le había dicho que a las nueve menos cuarto.

Este fue el momento más terrible para el corazón del joven, para el cual cada segundo que transcurría era un nuevo tormento.

El más débil ruido de las hojas, el menor silbido del viento, le hacían sudar y estremecerse; entonces, con mano convulsiva agarraba la escala, y para no perder tiempo, ponía el pie en el primer escalón.

En medio de estos temblores, en medio de estas crueles alternativas de temor y de esperanza..., dieron las diez en el reloj de San Felipe de Roule.

-¡Oh! -murmuró Maximíliano con terror-; es imposible que dure tanto firmar el contrato, a menos que haya habido algún suceso imprevisto; ya he calculado el tiempo que duran todas las formalidades, algo ha ocurrido.

Y unas veces se paseaba con agitación por delante de la cerca, otras iba a apoyar su ardorosa frente sobre el hierro helado. ¿Se habría desmayado Valentina durante o después del contrato? ¿O habría sido detenida en su fuga? Estas eran las dos hipótesis que bullían sin cesar en el cerebro del joven.

La idea que al fin llegó a obsesionarle fue la de que a la joven, en medio de su fuga, le habían faltado las fuerzas y había caído desmayada en una de las alamedas del jardín.

-¡Oh!, si así fuera -exclamó lanzándose sobre la escala-, ¡la perdería y sería por mi culpa!

El demonio que le había soplado al oído este pensamiento no le abandonó, y siguió atormentándole con esa tenacidad que hace que ciertas dudas, al cabo de un instante y a fuerza de pensar en ellas, se conviertan en certeza. Sus ojos, que procuraban penetrar la oscuridad creciente, creían ver bajo los sombríos árboles una forma humana.

Morrel se atrevió a llamar, e imaginóse oír un quejido inarticulado.

Dieron las diez y media. Era imposible esperar más tiempo; las sienes de Maximiliano latían violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin trepó por la escalera, subió a la cerca y de un salto estuvo en el jardín.

Estaba en casa de Villefort, acababa de entrar en ella por escalamiento; pensó un instante en las consecuencias que podría tener una acción semejante, pero no había tiempo para retroceder.

Anduvo unos diez pasos hasta internarse en una alameda.

En un minuto se plantó al extremo de ella. Desde allí se descubría la casa.

Aseguróse entonces de una cosa que había ya sospechado, y es que en lugar de las luces que creía ver brillar en cada ventana, como es natural en los días de ceremonía, no vio más que la masa grís y velada aún por una gran cortina sombría que proyectaba una nube inmensa que se había interpuesto delante de la luna.

Una luz pasaba de vez en cuando como perdida, y lo hacía por delante de tres ventanas del piso principal, que eran de las habitaciones de la señora de Saint-Merán.

Otra luz permanecía inmovíl detrás de unas cortinas encarnadas que eran de la alcoba de la señora de Villefort.

Morrel adivinó todo esto. Mil veces, para seguir a Valentina en su pensamiento a cualquier hora del día, mil veces, repetimos, había hecho que esta última le describiera minuciosamente la casa; de modo que sin haberla visto casi podría asegurarse que la conocía como su dueño.

El joven se asustó todavía más de aquella oscuridad y del silencio, que de la ausencia de Valentina.

Despavorido, loco de dolor, decidido a arrostrarlo todo por volver a ver a Valentina y asegurarse de la desgracia que presagiaba, cualquiera que fuese, llegó a una plazoleta, la que conducía a la alameda, y se disponía a atravesar con toda rapidez posible el parterre, completamente descubierto, cuando un rumor de voces bastante lejano aún, pero aproximado por el viento, llegó a sus oídos.

Al oírlo dio un paso atrás; había salido fuera de las ramas y de los árboles; pero volvióse a internar en ellos, y permaneció oculto en la oscuridad, inmóvil y mudo.

Había abrazado una resolución: si era Valentína sola, la avisaría con una palabra; si venía acompañada, la vería al menos y se aseguraría de que no le haba sucedido desgracia alguna; escucharía algunas palabras de su conversación, y al fin podría comprender aquel misterio incomprensible hasta entonces.

Al fin la luna se desembarazó de la nube que la cubría, y vio aparecer en la puerta de la escalinata a Villefort seguido de un hombre vestido de negro. Bajaron los escalones y se adelantaron hacia la plazoleta. Aún no había andado cuatro pasos y ya Morrel había reconocido al doctor de Avrigny en el hombre vestido de negro.

Al verlos dirigirse hacia donde él estaba, el joven retrocedió maquinalmente hasta que encontró el tronco de un sicómoro, detrás del cual se ocultó.

A los pocos momentos cesó el rumor que en la arena producían los pasos del procurador del rey y del doctor de Avrigny.

-¡Ah!, querido doctor -dijo Villefort-, el cielo se declara contra nuestra casa. ¡Qué muerte tan horrible! No tratéis de consolarme; ¡ay!, no hay consuelo para semejante desgracia; la llaga es demasiado viva y demasiado profunda, ¡muerta!, ¡muerta está!

Un sudor frío heló la frente del joven, cuyos dientes chocaron unos con otros. ¿Quién había muerto en aquella casa que el mismo Villefort maldecía?

-Querido señor de Villefort -respondió el facultativo con un acento que aumentó el terror del joven-, yo no os he conducido aquí para consolaros, al contrario.

-¿Qué queréis decir? -preguntó el procurador del rey asombrado.

-Quiero decir que además de la desgracia que os acaba de suceder, hay otra aún más terrible quizá.

-¡Oh! ¡Dios mío! -murmuró Villefort cruzando las manos-; ¿qué es lo que vais a decirme?

-¿Estamos solos, amigo mío?

-¡Oh!, sí, solos. Pero ¿qué significan todas esas precauciones?

-Significan que tengo que haceros una confidencia -dijo el doctor-; sentémonos.

Villefort cayó sobre el banco. El doctor permaneció en pie frente a él con una mano apoyada sobre un hombro.

Horrorizado, Morrel sostenía su frente con una mano, y con la otra contenía su corazón cuyos latidos temía que fuesen oídos.

«¡Muerta! ¡Muerta!», repetía su pensamiento.

Y él mismo se sentía morir.

-Decid, doctor; ya escucho -dijo Villefort-, herid; a todo estoy preparado.

-La señora de Saint-Merán era sin duda de bastante edad, pero gozaba de una salud excelente.

Morrel respiró por primera vez después de diez minutos de agonía.

-La pena la ha matado -dijo Villefort-; ¡sí, el pesar, doctor! Aquella costumbre que tenía de vivir al lado del marqués hacía más de cuarenta años...

-No, no es la pena, mi querido Villefort -dijo el doctor-. El pesar puede matar, aunque son muy raros estos casos; pero no mata en un día, no mata en una hora, no mata en diez minutos.

Villefort no respondió nada, pero levantó la cabeza que hasta entonces había tenido inclinada y miró al doctor con asombro.

-¿Estuvisteis junto a ella durante su agonía? -preguntó el señor de Avrigny.

-Sin duda -respondió el procurador del rey-; vos me dijisteis que no me alejase.

-¿Habéis notado los síntomas del mal a que ha sucumbido la señora de Saint-Merán?

-Desde luego, ha tenido tres accesos consecutivos, y cada vez más graves... Cuando vos llegasteis, hacía algunos minutos que apenas podía respirar; entonces tuvo una crisis que yo tomé por un simple ataque de nervios; pero no empecé a espantarme sino cuando la vi incorporarse sobre el lecho, con los miembros y el cuello crispados. Entonces os miré, y en vuestro rostro conocí que la cosa era más grave de lo que yo pensaba. Pasada la crisis busqué vuestros ojos, ¡pero no los encontré!, le tomabais el pulso, contabais sus latidos, y empezó la segunda crisis, que fue más nerviosa, y sus labios se amorataron y se contrajo su boca. A la tercera expiró. Desde que vi el fin de la primera reconocí que era el tétanos: vos me confirmasteis en esta opinión.

-Sí, delante de todo el mundo -repuso el doctor-; pero ahora estamos solos.

-¿Qué vais a decirme, Dios mío?

-Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustancias vegetales son absolutamente los mismos.

El señor de Villefort se levantó, y después de un instante de inmovilidad y de silencio, volvió a caer sobre el banco.

-¡Oh, Dios mío!, señor doctor -dijo-, ¿os dais cuenta de lo que me estáis diciendo?

Morrel no sabía si soñaba o estaba despierto.

-Escuchad -dijo el doctor-, conozco la importancia de mi dedaración y el carácter del hombre a quien se la hago.

-¿Estáis hablando al amigo... o al magistrado? -preguntó Villefort.

-Al amigo, al amigo en este momento; la relación que existe entre los síntomas del tétanos y los síntomas del envenenamiento por las sustancias vegetales es tan parecida, que si fuera preciso firmarlo no vacilaría. Os repito, pues, no es al magistrado, sino al amigo, a quien advierto que tres cuartos de hora he estudiado la agonía, las convulsiones, la muerte de la señora de Saint-Merán, y no solamente me atrevo a decir que ha muerto envenenada, sino que aseguraría qué veneno la ha matado.

-¡Doctor, doctor!

-Como habéis visto, todo ha sido una serie de soñolencias interrumpidas por crisis nerviosas, excitaciones cerebrales... La señora de Saint-Merán ha sucumbido a causa de una dosis violenta de brucina o de estricnina que le han administrado por casualidad o por error sin duda.

Villefort cogió una mano del doctor.

-¡Oh, es imposible! -dijo-, ¡yo sueño, Dios mío! ¿Estoy soñando! ¡Es muy cruel oír decir semejantes cosas a un hombre como vos! En nombre del cielo, os lo suplico, querido doctor, decidme que podéis equivocaros.

-Sin duda, puede ser así..., pero...

-¿Pero?

-Yo no lo creo.

-Doctor, apiadaos de mí; desde hace algunos días me están sucediendo cosas tan inauditas, que creo que voy a volverme loco.

-¿Ha visto alguien más que nosotros a la señora de Saint-Merán?

-No, nadie más.

-¿Han ido a buscar a la botica alguna medicina que no fuese recetada por mí?

-Ninguna.

-¿Tenía enemigos la señora de Saint-Merán?

-Que yo sepa, no.

-¿Tenía alguien interés en su muerte?

-¡No, Dios mío, no! Mi hija es su única heredera... Valentina... ¡Oh!, si llegase a concebir tal pensamiento me daría de puñaladas para castigar a mi corazón por haber podido abrigarlo.

-¡Oh! -exclamó a su vez el señor de Avrigny-, querido amigo, no quiera Dios que yo pueda acusar a nadie: no hablo más que de un accidente, ¿comprendéis? ¡De un error! Pero accidente o error, el caso es que mi conciencia me remordía y necesitaba comunicaros lo que pasaba. Ahora es a vos a quien corresponde informaros.

-¿A quién? ¿Cómo? ¿De qué?

-Veamos. ¿No ha podido engañarse Barrois y haberle dado alguna poción preparada para su amo?

-¿Para mi padre?

-Sí.

-Pero ¿cómo podía envenenar a la señora de Saint-Merán una poción preparada para mi padre? Le habría envenenado a él también.

-No, señor, nada más sencillo; bien sabéis que en ciertas enfermedades los venenos son un remedio; la parálisis es una de éstas. Hará unos tres meses que, después de haber hecho todo cuanto podía para devolver el movimiento y la palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar el último medio; hará unos tres meses, repito, le trato por la brucina; así, pues, en la última bebida que le mandé entraban seis centigramos, que no tienen acción sobre los órganos paralizados del señor Noirtier, y a los cuales se ha acostumbrado además por medio de dosis consecutivas; pero que son suficientes para matar a cualquier otro que no sea él.

-Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre el cuarto del señor Noirtier y el de la señora de Saint-Merán, y Barrois nunca entraba en el de mi suegra. En fin, doctor, os diré que aunque sepa que sois el hombre más concienzudo, el más hábil, aunque siempre vuestras palabras sean para mí una antorcha que me guíe por la oscuridad, a pesar de todo, tengo necesidad de apoyarme en este axioma: errare humanum est.

-Escuchad, Villefort -dijo el galeno-; ¿hay alguno de mis colegas en quien tengáis tanta confianza como en mí?

-¿Por qué me decís eso? ¿Adónde vais a parar?

-Llamadle, le diré todo lo que he visto, lo que he notado, y haremos la autopsia.

-¿Y encontraréis señales del veneno?

-¡Veneno!, yo no he dicho eso; pero estudiaremos la exasperación del sistema, reconoceremos la asfixia patente, incontestable, y os diremos: querido Villefort, si ha sido por descuido, vigilad a vuestros criados; si ha sido por odio, vigilad a vuestros enemigos.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me proponéis, señor de Avrigny? -respondió Villefort abatido-; desde el momento en que otro que vos posea el secreto, será necesario un proceso, ¡y un proceso en el que yo esté interesado es imposible! Sin embargo, si queréis, si lo exigís, haré lo que decís. En efecto, tal vez deba yo seguir este asunto; mi carácter me lo ordena. Pero, doctor, desde ahora me veis aterrado; ¡introducir en mi casa tal escándalo después de tantas desgracias! ¡Oh!, ¡mi mujer y mi hija morirían! Y yo, yo, doctor, bien lo sabéis, no llega un hombre a ser lo que yo soy, no llega un hombre a ser procurador del rey veinticinco años sin haberse acarreado enemigos; los míos son numerosos... Esté acontecimiento los hará saltar de alegría, y a mí me cubrirá de oprobio; doctor, perdonadme estas ideas mundanas. Si fueseis sacerdote, no me atrevería a decíroslo; pero sois hombre, conocéis a los demás; doctor, doctor, no me habéis dicho nada, ¿no es verdad?

-Querido señor de Villefort -respondió el doctor conmovido-, mi primer deber es la humanidad. Yo habría salvado la vida a la señora de Saint-Merán si la ciencia hubiera podido hacerlo; pero una vez muerta, me consagro a los vivos. Sepultemos en lo más profundo de nuestros corazones este terrible secreto. Si los ojos de algunos llegan a sospechar, permitiré que la muerte se achaque a mi ignorancia; pero guardaré fielmente el secreto. Sin embargo, caballero, no dejéis de indagar, porque probablemente esto no quedará así... Y cuando hayáis descubierto al culpable, si llegáis a descubrirlo, yo seré el primero que os diga: «Sois magistrado, obrad como mejor os parezca.»

-¡Oh!, gracias, ¡gracias, doctor! -dijo Villefort con indescriptible alegría-, jamás había tenido mejor amigo que vos.

Y como si hubiese temido que el doctor Avrigny se retractase de su determinación, se levantó y le condujo hacia su casa.

Los dos hombres se alejaron, y Morrel, que necesitaba respirar, sacó la cabeza del enramado, y la luna iluminó aquel rostro tan pálido, que más bien parecía el de un fantasma.

«Dios me proteja -dijo- ¡Pero Valentina! ¡Valentina!, ¡pobre amiga! ¿Resistirá tantos dolores?

Al decir estas palabras, miraba alternativamente a la ventana de cortinas encarnadas y a las tres de cortinas blancas.

La luz había desaparecido completamente de la ventana de cortinas encarnadas. La señora de Villefort acababa sin duda de apagar la lámpara, y sólo la lamparilla era la que esparcía un reflejo débil, casi imperceptible.

Al extremo del edificio vio abrirse una de las ventanas de cortinas blancas. Una bujía, colocada sobre la chimenea, arrojó fuera del balcón algunos rayos de su pálida luz, y una sombra se apoyó en la balaustrada.

Morrel se estremeció; parecíale haber oído un gemido.

No era extraño que aquella alma tan intrépida y fuerte, turbada ahora y exaltada por las dos pasiones humanas más fuertes, el amor y el miedo, se hubiese debilitado hasta el punto de sufrir exaltaciones supersticiosas.

Por más que resultaba imposible que la mirada de Valentina le distinguiese, oculto como estaba, creyó oírse llamar por la sombra de la ventana, su espíritu turbado se lo decía, repitiéndoselo su corazón abrasado. Este doble error era para él una certidumbre, y por uno de esos incomprensibles impulsos juveniles salió de su escondite, y en dos saltos, a riesgo de ser visto, de asustar a Valentina, de alarmar a todos los de la casa con algún grito involuntario que pudiera proferir la joven, atravesó aquel parterre que la luna iluminaba en aquel instante de lleno, y habiendo llegado a la calle de naranjos que se extendía delante de la casa, divisó la escalinata, que subió rápidamente, y empujó la puerta, que se abrió sin resistencia.

Valentina no le había visto; sus ojos, levantados hasta el cielo, seguían una nube de plata que se deslizaba sobre el azul, y cuya forma se asemejaba a la de una sombra que sube al cielo; su imaginación poética y exaltada le decía que era el alma de su madre.

Morrel había atravesado la antesala y llegó al pie de la escalera. Alfombras extendidas sobre los escalones apagaron sus pasos. Por otra parte, Morrel había llegado a un punto tal de exaltación, que la presencia de Villefort no le habría extrañado si éste hubiese aparecido ante sus ojos. Su resolución estaba tomada. Se acercaba a él y se lo confesaba todo, rogándole que le escuchase, y aprobase aquel amor que le unía a su hija... Morrel estaba loco.

Afortunadamente no vio a nadie.

Entonces fue cuando le sirvieron de mucho las descripciones que del interior de la casa le había hecho Valentina. Llegó sin accidente alguno al final de la escalera y cuando iba a buscar la habitación, un gemido, cuya expresión reconoció, le indicó el camino que debía seguir. Se volvió. Una puerta entreabierta dejaba salir el reflejo de una luz y el sonido de la voz que antes había exhalado aquel gemido.

Abrió esta puerta y entró en la estancia.

Al fondo de una alcoba, bajo el sudario blanco que cubría su cabeza y dibujaba su forma, yacía la muerta, más espantosa a los ojos de Morrel desde la revelación de aquel secreto del que la casualidad le había hecho poseedor.

Al lado de la cama, de rodillas, con la cabeza sepultada entre unos almohadones, Valentina, estremeciéndose a cada instante, a cada gemido, extendía sobre su cabeza, cuyo rostro no se distinguía, sus dos manos cruzadas y crispadas. Se había separado del balcón, que había quedado abierto, y rezaba en voz alta con un acento que hubiera conmovido al corazón más insensible.

Las palabras se escapaban de sus labios rápidas, incoherentes, ininteligibles.

La claridad de la luna, que penetraba por el balcón, hacía palidecer el resplandor de la bujía, y azulaba con sus fúnebres tintas este cuadro desolador.

Morrel no pudo resistir esta escena. No era hombre, en verdad, de una piedad ejemplar, no era fácil de conmover, pero ver llorar a Valentina y retorcerse los brazos, era más de lo que podía sufrir en silencio. Arrojó un suspiro, murmuró un nombre, y una cabeza anegada en lágrimas, una cabeza de Magdalena de Correggio se levantó volviéndose hacia él.

Valentina lo vio y no manifestó el menor asombro. No existen emociones intermedias en un corazón ulcerado por una desesperación suprema.

Morrel extendió la mano a su amiga. Valentina, por toda excusa de no haber acudido a la cita, le mostró el cadáver cubierto por el fúnebre sudario, y volvió a sollozar.

Ni uno ni otro se atrevían a hablar en aquel cuarto. Los dos vacilaban en romper aquel silencio que parecía ordenado por la muerte, que se hallaba en algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los labios.

Al fin Valentina se atrevió a hablar.

-Si esta emoción hubiera debido recibir al momento su castigo, es que esa pobre abuela, al morir, dejó dispuesto que terminasen mi boda lo más pronto posible; ¡también ella, Dios mío! ¡Creyendo protegerme, obraba contra mí!

-¡Escuchad! -dijo Morrel.

Los dos jóvenes guardaron silencio.

Oyóse abrir una puerta y unos pesos resonaron en el corredor dirigiéndose a la escalera.

-Es mi padre, que sale de su despacho -díjo Valentina.

-Y que acompaña al doctor -añadió Morrel.

-¿Cómo sabéis que es el doctor? -preguntó Valentina asombrada.

-Lo supongo -dijo Morrel.

Valentina miró al joven.

Oyóse cerrar la puerta de la calle.

El señor de Villefort cerró con llave la del jardín y en seguida volvió a subir la escalera.

Cuando hubo llegado a la antesala, se detuvo un instante como si vacilase en entrar en el cuarto de la señora de Saint-Merán. Morrel se escondió detrás de un biombo. Valentina no hizo el menor movimiento. Hubiérase dicho que un dolor supremo la hacía superior.

-Amigo -dijo-, ¿cómo es que estáis aquí? ¡Ay!, yo os diría de buena gana bien venido seáis, si no fuera la muerte la que os ha abierto la puerta de esta casa.

-Valentina -dijo Morrel con voz trémula y las manos cruzadas-, yo esperaba desde las ocho y media. No os veía venir, me ínquieté, salté la cerca, penetré en el jardín, entonces unas votes que hablaban del fatal accidente...

-¿Qué voces? -preguntó Valentina.

-Las voces de vuestros criados me lo han revelado todo.

-Pero venir hasta aquí era perdernos, amigo mío -dijo Valentina, sin espanto ni enojo.

-Perdonadme -respondió Morrel con el mismo tono-, voy a retirarme.

-No -dijo Valentina-, seríais visto, quedaos.

-Pero si viniesen...

La joven movió la cabeza con melancolía.

-Nadie vendrá -dijo-. Tranquilizaos, ésta es nuestra salvación.

Y le señaló el cadáver cubierto con el paño.

-¿Pero qué ha sido del señor d'Epinay? Decidme, os lo suplico -replicó Morrel.

-El señor Franz vino pare firmar el contrato en el momento en que mi abuela exhalaba el último suspiro.

-¡Ah! -dijo Morrel con alegría egoísta, porque pensaba que aquella muerte retardaba indudablemente el matrimonio de Valentina.

-Ahora -dijo Valentina-, no hay más que una salida permitida y segura, y es la habitación de mi abuelo.

Y se levantó.

-Venid -dijo.

-¿Dónde? -preguntó Maximiliano.

-A la habitación de mi abuelo.

-¡Yo al cuarto del señor Noirtíer!

-Sí.

-¡Qué decís, Valentina!

-Bien sé lo que digo, y hace tiempo que lo he pensado. No tengo más amigo que éste en el mundo y los dos necesitamos de él... Venid.

-Cuidado, Valentina -dijo Morrel vacilando-, cuidado, la venda ha caído de mis ojos. Al venir estaba demente. ¿Conserváis íntegra vuestra razón, querida amiga?

-Sí -dijo Valentina-, y no siento más que un escrúpulo, y es el dejar solos los restos de mi pobre abuela, que yo me encargué de velar.

-Valentina -dijo Morrel-, la muerte es sagrada.

-Sí -respondió la joven-. Pronto acabaremos, venid.

Valentina atravesó la estancia y bajó por una escalerilla que conducía a la habitación de Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. Cuando llegaron a la meseta en que estaba la puerta, encontraron al antiguo criado.

-Barrois -dijo Valentina-, cerrad la puerta y no dejéis entrar a nadie.

Valentina pasó primero.

Noirtier, sentado aún en su sillón, atento al menor ruido, informado por su criado de todo lo que sucedía, clavaba ansiosas miradas en la puerta del cuarto. Vio a Valentina y sus ojos brillaron.

Había en el andar y en la actitud de la joven cierta gravedad solemne que admiró al anciano. Así, pues, sus brillantes ojos interrogaron vivamente a la joven.

-Escúchame bien, abuelito -le dijo-, ya sabes que mi buena mamá Saint-Merán ha muerto hace una hora, y que ya, excepto a ti, no tengo a nadie que me ame en el mundo.

Una expresión de infinita ternura brilló en los ojos del señor Noirtier.

-¡A ti sólo, pues, debo confesar mis pesares o mis esperanzas!

El paralítico respondió que sí.

Valentina fue a buscar a Maximiliano y le tomó una mano.

-Entonces -dijo Valentina-, mirad a este caballero.

El anciano fijó en Morrel sus ojos escudriñadores y ligeramente asombrados.

-Es el señor Maximiliano Morrel -dijo ella-, hijo de ese honrado comerciante de Marsella, de quien sin duda habréis oído hablar.

-Sí -respondió el anciano.

-Es un nombre que Maximiliano hará sin duda glorioso, pues a los veintiocho años es capitán de spahis y oficial de la Legión de Honor.

El anciano hizo señas de que se acordaba.

-¡Y bien!, abuelito -dijo Valentina hincándose de rodillas delante del anciano, y mostrándole a Maximiliano con una mano-, le amo, y no seré de nadie sino de él. Si me obligan a casarme con otro, me moriré o me mataré.

Sus ojos de paralítico expresaban un sinfín de pensamientos tumultuosos.

-Tú aprecias al señor Maximiliano Morrel, ¿no es verdad, abuelo? -preguntó la joven.

-Sí -respondió el anciano.

-¿Y quieres protegernos a nosotros, que también somos tus hijos, contra la voluntad de mi padre?

Noirtier fijó su inteligente mirada en Morrel, como diciéndole:

-Depende.

Maximiliano comprendió.

-Señorita -dijo-, vos tenéis que cumplir con un deber sagrado en el cuarto de vuestra abuela; ¿queréis permitirme que tenga el honor de hablar un momento con el señor Noirtier?

-Sí, sí, eso es -expresó el anciano, y después miró a Valentina con inquietud.

-¿Cómo hará para comprenderte, quieres decir, abuelo?

-Sí.

-¡Oh!, tranquilízate. Hemos hablado tan a menudo de ti, que conoce bien la forma en que nos entendemos.

Y volviéndose a Maximiliano con una adorable sonrisa, aunque velada por una tristeza profunda, dijo:

-Sabe todo lo que yo sé.

Valentina se levantó, acercó una silla para Morrel, recomendó a Barrois que no dejase entrar a nadie, y después de haber abrazado tiernamente a su abuelo, y haberse despedido con tristeza de Morrel, salió.

Entonces éste, para probar a Noirtier que poseía la confianza de Valentina, y sabía todos sus secretos, tomó el diccionario, la pluma y el papel, y todo lo colocó sobre una mesa donde había una lámpara.

-En primer lugar -dijo Morrel-, permitidme que os cuente quién soy yo, cómo amo a Valentina, y cuáles son mis intenciones respecto a esto último.

-Escucho -dijo Noirtier.

Era un espectáculo imponente el ver a este anciano, inútil en apariencia, y que era el único protector, el único apoyo, el único juez de los dos amantes jóvenes, hermosos, fuertes y que empezaban a conocer el mundo.

Su fisonomía, que expresaba una nobleza y una austeridad notables, impresionaba en extremo a Morrel, que empezó a contar su historia temblando.

Entonces refirió cómo había conocido y amado a Valentina, y cómo ésta, en su aislamiento y en su desgracia, había acogido su cariño.

Le habló de su nacimiento, de su posición, de su fortuna y más de una vez, al interrogar la mirada del paralítico, vio que ésta le respondía:

-Está bien, continuad.

-Ahora -dijo Morrel así que hubo acabado la primera parte de su historia-, ahora que os he contado también mi amor y mis esperanzas, ¿debo contaros mis proyectos?

-Sí.

-¡Pues bien! Escuchad lo que habíamos decidido.

Y entonces manifestó a Noirtier que un cabriolé esperaba en la huerta, que pensaba raptar a Valentina, llevarla a la casa de su hermana, casarse, y esperar respetuosamente el perdón del señor de Villefort.

-No -dijo Noirtier.

-¿No? -repuso Morrel-, ¿no debemos obrar así?

-No.

-¿De modo que este proyecto no tiene vuestro consentimiento?

-No.

-¡Pues bien!, hay otro medio -dijo Morrel.

La mirada interrogadora del anciano preguntó: “¿Cuál?”

-Buscaré -continuó Maximiliano- al señor Franz d'Epinay, me alegro de poderos decir esto en ausencia de la señorita de Villefort, y me conduciré de modo que no tenga más remedio que acceder a mis proposiciones.

La mirada de Noirtier siguió interrogándole.

-¿Queréis que os diga lo que pienso hacer?

-Sí.

-Escuchad. Le buscaré, como os decía, le diré los lazos que me unen a la señorita de Villefort. Si es un hombre delicado, probará su delicadeza renunciando a la mano de su prometida, y desde entonces puede contar hasta la muerte con mi amistad y mi cariño. Si rehúsa, ya porque le obligue su interés personal, o porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que Valentina me ama y no puede amar a ningún otro más que a mí, me batiré con él, dándole las ventajas que quiera, y le mataré o él me matará. Si yo le mato, no se casará con Valentina. Si él me mata, estoy seguro de que Valentina no se casará con él.

Noirtier contemplaba con un placer inefable aquella noble y sincera fisonomía en que estaban retratados todos los sentimientos que expresaban sus labios.

Cuando Morrel terminó de hablar, Noirtier cerró los ojos repetidas veces, lo cual quería decir que no.

-¿No? -dijo Morrel-. ¿Conque desaprobáis este segundo proyecto lo mismo que el primero?

-Sí -indicó el anciano.

-¿Qué hemos de hacer, caballero? -preguntó Morrel-. Las últimas palabras de la señora de Saint-Merán han sido que el casamiento de su nieta se hiciese al punto. ¿Debo dejar marchar las cosas?

Noirtier permaneció inmóvil.

-Sí, comprendo -dijo Morrel-, debo esperar.

-Sí.

-Pero, señor, una dilación nos perdería -repuso el joven-. Hallándose sola Valentina y sin fuerzas, la obligarán como a un chiquillo. He entrado aquí milagrosamente para saber lo que pasaba. Os he sido presentado milagrosamente y no debo esperar que se renueven tales milagros. Creedme, no hay más que uno de los dos partidos que os he propuesto. Disculpadle a mi juventud esta vanidad, decidme cuál es el mejor, ¿autorizáis a la señorita Valentina a confiarse a mi honor?

-No.

-¿Preferís que yo vaya a buscar al señor Franz d'Epinay?

-No.

-¡Dios mío! ¿De quién nos vendrá el socorro que esperamos del cielo?

El anciano se sonrió con los ojos, como solía cuando le hablaban del cielo. Siempre habían quedado algunos residuos de ateísmo en las ideas del antiguo jacobino.

-¿De la casualidad? -repuso Morrel.

-No.

-¿De vos?

-Sí.

-¿De vos?

-Sí -repitió el anciano.

-Comprendéis lo que os pregunto, caballero, disculpad mi terquedad, porque mi vida depende de vuestra respuesta: ¿Nos vendrá de vos nuestra salvación?

-Sí.

-¿Estáis seguro de ello?

-Sí.

-¿Nos dais vuestra palabra?

-Sí.

Y había en la mirada que daba esta respuesta una firmeza tal, que no había medio de dudar de la voluntad, sino del poder.

-¡Oh!, gracias, caballero, ¡un millón de gracias! Pero, a menos que un milagro del Señor os devuelva la palabra y el movimiento, encadenado en este sillón, mudo e inmóvil, ¿cómo podréis oponeros a ese casamiento?

Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña, como es la de los ojos de un rostro inmóvil.

-¿De modo que debo esperar? -preguntó el joven.

-Sí.

-¿Pero el contrato?

La misma sonrisa de antes brilló en el rostro de Noirtier.

-¿Queréis decirme que no será firmado?

-Sí -dijo Noirtier.

-¿De modo que el contrato no será firmado? -exclamó Morrel-. ¡Oh!, ¡perdonad, caballero! Cuando se recibe una gran noticia, es lícito dudar un poco. ¿El contrato no será firmado?

-No- dijo el paralítico.

A pesar de esta seguridad, Morrel vacilaba en creerlo.

Era tan extraña esta promesa de un anciano impotente, que en lugar de provenir de una fuerza de voluntad, podía provenir de una debilidad de los órganos. Nada más natural que el insensato que ignora su locura pretenda realizar cosas superiores a su poder. El débil habla de los grandes pesos que levanta; el tímido, de los gigantes que ha vencido; el pobre, de los tesoros que maneja; el más humilde campesino se llama Júpiter.

Sea que Noirtier hubiese comprendido la indecisión del joven, sea que no diese fe a la docilidad que había mostrado, le miró fijamente.

-¿Qué queréis, caballero? -preguntó Morrel-. ¿Que os reitere mi promesa de no hacer nada?

La mirada de Noirtier permaneció fija y firme como para indicar que no bastaba una promesa. Después pasó del rostro a la mano.

-¿Queréis que lo jure? -preguntó Maximiliano.

-Sí -dio a entender el paralítico con la misma solemnidad-, lo quiero así.

Morrel comprendió que el anciano daba una gran importancia a este juramento.

Y extendió la mano.

-Os juro por mi honor -dijo- esperar que hayáis decidido lo que tengo que hacer.

-Bien -expresaron los ojos del anciano.

-Ahora, caballero -preguntó Morrel-, ¿queréis que me retire?

-Sí.

-¿Sin volver a ver a Valentina?

-Sí.

Morrel dijo que estaba dispuesto a salir.

-¿Y permitís -continuó- que vuestro hijo os abrace como lo acaba de hacer vuestra hija?

No había la menor duda en cuanto a lo que querían expresar los ojos de Noirtier.

El joven aplicó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo sitio en que la joven había puesto los suyos, y saludando al señor Noirtier por segunda vez, salió.

En la pieza contigua encontró al antiguo criado prevenido por Valentina. Este esperaba a Morrel, y lo guió por las revueltas de un corredor sombrío que conducía a una puerta que daba al jardín.

Una vez allí, se dirigió al cercado en un instante, subió al tejadillo de la tapia y por medio de su escala bajó a la huerta, encaminándose a la choza, al lado de la cual le esperaba su cabriolé.

Subió en él, y agobiado por tantas emociones, pero con el corazón más libre, entró a medianoche en la calle de Meslay, se arrojó sobre su cama y durmió como si hubiera estado sumergido en una profunda embriaguez.

A los dos días de ocurridas estas escenas, una multitud considerable se hallaba reunida, a las diez de la mañana, a la puerta de la casa del señor de Villefort, y ya se había visto pasar una larga hilera de carruajes de luto y particulares por todo el barrio de Saint-Honoré y de la calle de la Pepinière.

Entre ellos había uno de forma singular, y que parecía haber sido hecho para un largo viaje. Era una especie de carro pintado de negro, y que había acudido uno de los primeros a la cita.

Entonces se informaron y supieron que, por una extraña coincidencia, este carruaje encerraba el cuerpo del marqués de Saint-Merán, y que los que habían venido para un solo entierro acompañarían dos cadáveres.

El número de las personas era grande. El marqués de Saint-Merán, uno de los dignatarios más celosos y fieles del rey Luis XVII y del rey Carlos X, había conservado gran número de amigos que, unidos a las personas relacionadas con el señor de Villefort, formaban un considerable cortejo.

Mandaron avisar a las autoridades, y obtuvieron el permiso para que aquellos dos entierros se hicieran al mismo tiempo. Un segundo carruaje, adornado con la misma pompa mortuoria, fue conducido delante de la puerta del señor de Villefort, y el ataúd fue también transportado del carro a la carroza fúnebre.

Los dos cadáveres debían ser sepultados en el cementerio del Padre Lachaise, donde hacía ya mucho tiempo el señor de Villefort había hecho edificar el panteón destinado para toda su familia. En él había sido enterrada ya la pobre Renata, con quien su padre y su madre iban a reunirse después de diez años de separación.

París, siempre curioso, siempre conmovido ante las pompas fúnebres, vio pasar con un silencio religioso el espléndido cortejo que acompañaba a su última mansión a dos de los nombres de aquella aristocracia, los más célebres por el espíritu tradicional y por la fidelidad a sus principios.

En el mismo carruaje de luto, Beauchamp y Chateau-Renaud hablaban de aquellas muertes casi repentinas.

-Vi a la señora de Saint-Merán el año pasado en Marsella -decía Chateau-Renaud-, yo volvía de Argel. Parecía destinada a vivir cien años, gracias a su perfecta salud, a su mente tan clara y despierta y a su prodigiosa actividad. ¿Qué edad tenía?

-Setenta años -respondió Alberto-. Al menos así me han asegurado. Pero no es la edad la que le ha causado su muerte. Al parecer, la pena causada por la del marqués la había trastornado completamente, no estaba en sus cabales.

-Pero, en fin, ¿de qué ha muerto? -preguntó Debray.

-De una congestión cerebral, según se dice, o de una apoplejía fulminante. ¿No viene a ser lo mismo?

-¡Psch...!, poco más o menos...

-De apoplejía -dijo Beauchamp- es difícil de creer. La señora de Saint-Merán, a quien he visto una o dos veces en mi vida, era alta, delgada y de una constitución más bien nerviosa que sanguínea. Son muy raras las apoplejías producidas por la pena en una constitución física como la de la señora de Saint-Merán.

-En todo caso -dijo Alberto-, sea cual fuere la enfermedad que la ha llevado al sepulcro, he aquí que el señor de Villefort, o más bien Valentina, o nuestro amigo Franz, entran en posesión de una pingüe herencia, ochenta mil libras de renta, según creo.

-Herencia que será duplicada a la muerte de ese viejo jacobino de Noirtier.

-Vaya un abuelo tenaz -dijo Beauchamp-: Tenacem praepositi virum. Ha apostado con la Muerte, según creo, a que enterraría a todos sus herederos. A fe mía, que se saldrá con la suya. Lo mismo que aquel viejo soldado del 93, que decía a Napoleón en 1814: “Decaéis porque vuestro Imperio es lo mismo que una espiga joven fatigada de crecer tanto. Tomad por tutora a la República, volvamos con una buena Constitución a los campos de batalla y yo os prometo quinientos mil soldados, otro Marengo y un segundo Austerlítz. Las ideas no mueren, señor, se adormecen de vez en cuando, pero despiertan más fuertes que antes”.

-Parece -dijo Alberto- que para él los hombres son como las ideas, pero una sola cosa me inquieta, y es saber cómo se las arreglará Franz d'Epinay con un abuelo que no puede pasar sin su nieta; ¿pero dónde está Franz?

-Va en el primer carruaje con el señor de Villefort, que le considera ya como de la familia.

La conversación de todos los que seguían a las carrozas fúnebres era poco más o menos la misma. Admirábanse de aquellas dos muertes seguidas la una a la otra con tanta rapidez, pero nadie sospechaba el terrible secreto que la noche anterior había revelado el señor de Avrigny al señor de Villefort en el jardín.

Después de una hora de marcha, llegaron a la puerta del cementerio. El tiempo estaba tranquilo, pero sombrío, y por consiguiente bastante en armonía con la fúnebre ceremonia que tenía lugar. Entre los grupos que se dirigieron al panteón de la familia, Chateau-Renaud reconoció a Morrel, que solo y en cabriolé, iba también muy pálido por la calle de los cipreses.

-¿Vos aquí? -dijo Chateau-Renaud cogiendo del brazo al joven capitán-. ¿Conocéis al señor de Villefort? ¿Cómo es que nunca os he visto en su casa?

-No es al señor de Villefort a quien conozco -respondió Morrel-, a quien conocía es a la señora de Saint-Merán.

En este momento Alberto se acercó a ellos acompañado de Franz.

-El momento no es muy adecuado para una presentación -dijo Alberto-, pero no importa, no somos supersticiosos. Señor Morrel, permitid que os presente al señor Franz d'Epinay, mi querido compañero de viaje por Italia. Mi querido Franz, el señor Maximiliano Morrel, un excelente amigo que he adquirido en tu ausencia, y cuyo nombre oirás en mis labios, siempre que tenga que hablar acerca de los buenos sentimientos, del talento y de la amabilidad.

Morrel quedóse un instante indeciso. Dijo para sí que era una infame hipocresía aquel saludo casi amistoso dirigido al hombre que detestaba interiormente, pero recordó su juramento y la gravedad de las circunstancias, se esforzó por que su rostro no expresase ningún sentimiento de odio, y saludó a Franz disimulando lo que sentía.

-La señorita de Villefort estará muy triste, ¿no es verdad? -dijo Debray a Franz.

-¡Oh!, caballero -respondió Franz-, sumamente triste. Esta mañana estaba tan pálida y tan demudada que apenas la conocí.

Estas palabras, en apariencia tan sencillas, desgarraron el corazón de Morrel. Aquel hombre había visto ya a Valentina, había hablado con ella.

Entonces fue cuando el joven oficial necesitó de toda su fuerza para resistir al vehemente deseo de violar su juramento.

Cogió el brazo de Chateau-Renaud y le arrastró consigo rápidamente hacia el panteón, delante del cual los empleados de las pompas fúnebres acababan de depositar dos ataúdes.

-Magnífica habitación -dijo Beauchamp dirigiendo una mirada al mausoleo-, palacio de verano y de invierno. Vos lo habitaréis también algún día, mi querido Epinay, porque pronto seréis de la familia. Yo, en mi calidad de filósofo, quiero una casita de campo, una fosa debajo de árboles sombríos, y nada de piedras sobre mi cuerpo. Al morir, diré a los que me rodean lo que Voltaire escribía a Pirón: Eo rus y punto concluido... ¡Vamos, qué diantre! ¡Valor, vuestra mujer hereda, después de todo!

-En verdad, Beauchamp -dijo Franz-, sois insufrible. Los asuntos políticos os han acostumbrado a reíros de todo y a no creer en nada. Pero, en fin, Beauchamp, cuando tengáis el honor de presentaros delante de hombres ordinarios, y la felicidad de dejar por un momento la política, tratad de no dejaros olvidado el corazón en la Cámara de los diputados o en la de los pares.

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Beauchamp-, ¿qué es la vida? Una espera en la antesala de la muerte.

-Dejad a Beauchamp con sus ideas -dijo Alberto.

Y se retiró con Franz, abandonando a Beauchamp a sus discusiones filosóficas con Debray.

El panteón de la familia de Villefort formaba un cuadro de piedras blancas de una altura de veinte pies. Una separación interior dividía en dos departamentos a la familia de Saint-Merán y a la de Villefort, y cada una tenía su puerta. No se veía, como en las otras tumbas, esos innobles cajones superpuestos en los que una económica distribución encierra a los muertos con una inscripción que parece un rótulo. Todo lo que se veía por la puerta de bronce era una antesala sombría y severa, separada de la verdadera tumba por una pared.

En medio de esta pared estaban las dos puertas de que hablábamos hace poco, y que comunicaban con las sepulturas de Villefort y Saint-Merán.

Allí podían exhalarse en libertad los gemidos y los ayes doloridos, sin que los transeúntes, que hacen de una visita al Padre Lachaise, una partida de campo o una cita de amor, pudiesen turbar con su canto, con sus gritos o con sus carreras la muda contemplación o las oraciones bañadas de lágrimas del que visitaba la tumba.

Ambos ataúdes fueron colocados en el panteón de la derecha. Este era el de la familia de Saint-Merán, sobre unos pequeños sepulcros preparados ya, y que esperaban su depósito mortal. Solamente Villefort, Franz y algunos parientes cercanos penetraron en el santuario.

Como las ceremonias religiosas habían sido efectuadas a la puerta, y no había ya que pronunciar ningún discurso, los amigos se separaron al punto. Chateau-Renaud, Alberto y Morrel se retiraron, y Debray y Beauchamp hicieron lo mismo.

Franz permaneció con el señor de Villefort a la puerta del cementerio. Morrel se detuvo bajo un pretexto cualquiera. Vio salir a Franz y al señor de Villefort en un carruaje de luto, y concibió un mal presagio de esta unión. Volvió a París, y aunque iba en el mismo carruaje que Chateau-Renaud y Alberto, no oyó una palabra de lo que dijeron los dos jóvenes.

En efecto. Cuando Franz iba a separarse del señor de Villefort, dijo:

-Señor barón, ¿cuándo volveré a veros?

-Cuando gustéis, caballero -respondió Franz.

-Lo más pronto posible.

-Estoy a vuestras órdenes, caballero. ¿Queréis que volvamos juntos?

-¡Si esto no os causa molestia...!

-En absoluto.

Dicho esto, el futuro suegro y el futuro yerno subieron al mismo carruaje, y Morrel al verlos pasar concibió con razón graves inquietudes.

Villefort y Franz volvieron al arrabal Saint-Honoré.

El procurador del rey, sin entrar en el cuarto de nadie, sin hablar a su mujer ni a su hija, hizo pasar al joven a su despacho, e indicándole una silla, le dijo:

-Señor d'Epinay, como la obediencia a los muertos es la primera ofrenda que se debe depositar sobre su ataúd, debo recordaros el deseo que expresó anteayer la señora de Saint-Merán en su lecho de agonía, a saber: que el casamiento de Valentina se efectuara sin tardanza. Vos sabéis que los asuntos de la difunta estaban muy en regla, que su testamento asegura a Valentina toda la fortuna de los Saint-Merán. El notario me mostró ayer las actas que permiten que se firme definitivamente el contrato de matrimonio. Podéis verle de mi parte y hacer que os las comuniquen. El notario es el señor Deschamps, plaza de Beauveau, barrio de Saint-Honoré.

-Caballero -respondió Franz-, no es éste el momento más oportuno para la señorita Valentina, abismada como está en su dolor, para pensar en la boda. En verdad, yo temería...

-Valentina -interrumpió el señor de Villefort- no tendrá otro deseo más vivo que el de cumplir la última voluntad de su abuela; así, pues, los obstáculos no están de su parte, os respondo de ello.

-En ese caso, caballero -dijo Franz-, como tampoco lo están de la mía, podéis obrar como y cuando mejor os parezca. Está empeñada mi palabra, y la cumpliré, no sólo con placer, sino con felicidad.

-Entonces -dijo Villefort-, nada nos detiene. El contrato debía ser firmado dentro de tres días; todo lo encontraremos preparado, podemos firmarlo hoy mismo.

-Pero ¿y el luto? -dijo Franz vacilando.

-Tranquilizaos, caballero, no es en mi casa donde se hará caso de tales cosas. La señorita de Villefort podrá retirarse durante los tres meses primeros a su posesión de Saint-Merán. Digo su posesión, porque desde hoy suya es esa propiedad. Allí, dentro de ocho días, si queréis, sin ruido, sin esplendor, sin fausto, se celebrará el casamiento civil. Era un deseo de la señora de Saint-Merán que su nieta se casase en esa finca. Después, vos podréis volver a París, mientras que vuestra mujer pasará el tiempo del luto con su madrastra.

-Como gustéis, caballero -dijo Franz.

-Entonces -repuso el señor de Villefort-, tomaos el trabajo de aguardar media hora. Valentina va a bajar al salón.

-Yo mandaré llamar al señor Deschamps, leeremos y firmaremos el contrato inmediatamente y esta misma noche la señora de Villefort conducirá a Valentina a su propiedad, donde iremos nosotros dentro de ocho días.

-Caballero -dijo Franz-, tengo que pediros un favor.

-¿Cuál?

-Deseo que Alberto de Morcef y Raúl de Chateau-Renaud estén presentes al acto de firmar el contrato. Bien sabéis que son mis testigos.

-Media hora es suficiente para avisarles. ¿Queréis irlos a buscar vos mismo? ¿Queréis que se les mande llamar?

-Prefiero ir yo mismo, caballero.

-Os esperaré dentro de media hora, barón, y dentro de media hora Valentina estará dispuesta.

Franz saludó al señor de Villefort y salió.

Apenas se hubo cerrado la puerta de la calle detrás del joven, Villefort ordenó que avisasen a Valentina que bajase al salón dentro de media hora, porque se esperaba al notario y a los testigos del señor d'Epinay.

Esta noticia inesperada produjo una gran impresión en la casa. La señora de Villefort no quería creerlo y Valentina se quedó más aterrada que si hubiese sido fulminada por un rayo.

Miró a su alrededor como para buscar a quien pedir socorro.

Quiso subir a ver a su abuelo, pero en la escalera encontró al señor de Villefort, que la cogió del brazo y la condujo al salón.

Valentina encontró en la antesala a Barrois y dirigió al antiguo criado una mirada desesperada.

Un instante después de Valentina, la señora de Villefort entró en el salón con Eduardo. Era evidente que la mujer había tenido su parte en los pesares de la familia.

Estaba pálida y parecía horriblemente cansada.

Sentóse, colocó a Eduardo sobre sus rodillas y de vez en cuando estrechaba con movimientos casi convulsivos contra su pecho a aquel niño en el cual parecía concentrarse toda su vida.

Al poco rato se oyó el ruido de dos carruajes que entraban en el patio. Uno era el del notario; el otro, de Franz y sus amigos. Todos estuvieron reunidos en seguida en el salón.

Valentina estaba tan pálida que veían dibujarse las azuladas venas de sus sienes alrededor de sus ojos y de sus mejillas. Franz experimentaba también una viva emoción.

Chateau-Renaud y Alberto se miraron con asombro. La ceremonia que se había concluido poco antes les parecía menos triste que la que iba a empezar.

La señora de Villefort se había colocado en la sombra, detrás de una cortina de terciopelo, y como estaba siempre inclinada hacia su hijo, era difícil leer en su rostro lo que sentía en su corazón.

El señor de Villefort estaba, como siempre, impasible.

El notario, después de colocar los papeles sobre la mesa, tomó asiento en el sillón, púsose los anteojos y volvióse hacia Franz.

-¿Vos sois -dijo- el señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay? -preguntó, aunque lo sabía perfectamente.

-Sí, señor -respondió Franz.

El notario se inclinó.

-Debo preveniros, caballero -dijo-, y esto de parte del señor de Villefort, que vuestro casamiento proyectado con la señorita de Villefort ha cambiado las disposiciones del señor Noirtier respecto a su nieta y que la desposee de la fortuna que antes pensaba dejarle, pero es de advertir -continuó el notario- que no teniendo el testador derecho a separar más que una parte de su fortuna, y habiéndolo separado todo, el testamento no resistirá el ataque, pues será declarado nulo, y como si no hubiese sido hecho.

-Sí -dijo Villefort-, pero prevengo de antemano al señor d'Epinay que mientras yo viva no será impugnado el testamento de mi padre; pues mi posición no me permite que se arme semejante escándalo.

-Caballero -dijo Franz-, me disgusta en extremo que se haya promovido semejante cuestión delante de la señorita Valentina. Yo nunca me he informado de su caudal, que, por reducido que sea, será más considerable que el mío. Lo que mi familia ha buscado en la alianza de la señorita de Villefort conmigo es la consideración social; lo que yo busco es la felicidad.

Valentina hizo un gesto imperceptible de agradecimiento, mientras que dos lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas.

-Por otra parte, caballero -dijo Villefort dirigiéndose a su futuro yerno-, además de la frustración de una gran parte de vuestras esperanzas, este testamento inesperado no tiene nada que deba heriros personalmente. Todo se explica con la debilidad de espíritu del señor Noirtier. Lo que desagrada a mi padre no es que la señorita de Villefort se case con vos, sino que la señorita de Villefort se case. Una unión con otro cualquiera le hubiera causado la misma impresión. La vejez es muy egoísta, y la señorita de Villefort le servía de compañera fiel, lo cual no podrá hacer siendo ya baronesa d'Epinay. El lamentable estado en que se encuentra mi padre hace que se le hable muy pocas veces de asuntos graves que la debilidad de su cerebro no podría seguir, y yo estoy perfectamente convencido de que ahora, conservando el recuerdo de que su hija se casa, el señor Noirtier ha olvidado hasta el nombre del que va a casarse con su nieta.

No bien acababa Villefort de pronunciar estas palabras, a las que Franz respondía por medio de una cortesía, cuando se abrió la puerta del salón y Barrois entró en él.

-Señores -dijo con una voz muy firme para un criado que habla a sus amos en una circunstancia tan solemne-, señores, el señor Noirtier de Villefort desea hablar inmediatamente al señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.

También el criado, al igual que el notario, daba todos sus títulos al prometido, a fin de que no pudiese haber un error de personas.

Villefort se estremeció y la señora de Villefort soltó a su hijo, a quien tenía sobre sus rodillas, y Valentina se levantó pálida y muda como una estatua.

Alberto y Chateau-Renaud cambiaron una segunda mirada más sorprendidos que antes.

El notario miró a Villefort.

-Es imposible -dijo el procurador del rey-. Por otra parte, el señor d'Epinay no puede salir del salón en este momento.

-Precisamente ahora es cuando el señor Noirtier, mi amo, desea hablar al señor Franz d'Epinay de asuntos muy importantes -repuso el criado con la misma firmeza.

-¡Pues qué! ¿Habla ya papá Noírtier? -preguntó Eduardo con su impertinencia habitual.

Pero esta salida no hizo sonreír ni siquiera a la señora de Villefort, tan preocupados estaban los ánimos y tan grave era la situación.

-Decid al señor Noirtier -repuso Villefort- que no se puede acceder a lo que pide.

-En ese caso, el señor Noirtier me encarga que prevenga a estos señores que va a hacerse conducir aquí.

El asombro llegó a su colmo.

En el rostro de la señorita de Villefort dibujóse una especie de sonrisa. Valentina, como a pesar suyo, levantó los ojos hacia el cielo como para darle gracias.

-Valentina -dijo el señor de Villefort-, os suplico que vayáis a saber qué significa ese nuevo capricho de vuestro abuelo.

Valentina dio algunos pasos para salir, pero luego el mismo señor de Villefort la detuvo.

-Esperad -dijo-, ¡yo os acompañaré!

-Perdonad, caballero -dijo Franz a su vez-, me parece que, puesto que por mí es por quien pregunta el señor Noirtier, yo soy quien debo acudir a su habitación; por otra parte, me aprovecharé de esta ocasión para presentarle mis respetos, no habiendo tenido ocasión de solicitar este honor.

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Villefort con visible inquietud-. No os incomodéis.

-Dispensadme, caballero -dijo Franz con el tono de un hombre que ha tomado una resolución-. Deseo no desperdiciar esta ocasión de probar al señor Noirtier que no ha tenido razón en concebir contra mí una aversión que estoy decidido a vencer con mi cariño.

Y sin dejarse detener más por Villefort, Franz se levantó a su vez y siguió a Valentina, que bajaba ya la escalera con la alegría de un náufrago que logra al fin asirse a una roca.

El señor de Villefort los siguió.

Chateau-Renaud y Alberto de Morcef cambiaron una tercera mirada, más llena de asombro aún que las dos primeras.

Capítulo Octavo

Las actas del club

El señor Noirtier esperaba vestido de negro, instalado en un sillón.

Cuando hubieron entrado las tres personas a las que deseaba ver, miró a la puerta, que al punto cerró su criado.

-Cuidado -dijo Villefort en voz baja a Valentina, que no podía disimular su alegría-, cuidado, pues si el señor Noirtier quiere comunicaros algo que impida vuestro casamiento, debéis hacer como si no le comprendierais.

Valentina se sonrojó, pero no respondió.

Villefort se acercó a Noirtier.

-Aquí tenéis al señor Franz d'Epinay -le dijo-. Le habéis llamado, y al punto acude a vuestra llamada. Sin duda todos nosotros deseábamos esta entrevista hace mucho tiempo, y me alegraré de que os demuestre cuán poco fundada era vuestra oposición al casamiento de Valentina.

Noirtier no respondió sino por una mirada que hizo estremecer a Villefort.

Y con sus ojos hizo seña a Valentina de que se acercase.

En un momento, gracias a los medios de que se solía servir en las conversaciones con su abuelo, encontró la palabra llave.

Consultó entonces la mirada del paralítico, que estaba fija en el cajón de una cómoda colocada entre los dos balcones. Abrió el cajón y efectivamente encontró una llave.

Así que el anciano le hizo seña de que era lo que él pedía, los ojos del paralítico se dirigieron hacia un viejo buró, olvidado hacía muchos años, y que según todos creían no encerraba más que papeles inútiles.

-¿Queréis que abra el buró? -preguntó Valentina.

-Sí -dijo el anciano.

-Bien. Ahora, ¿abro los cajones?

-Sí.

-¿Los de ambos lados?

-No.

-¿El de en medio?

-Sí.

Valentina lo abrió y sacó un legajo de papeles.

-¿Es esto, abuelo, lo que queréis? -dijo.

-No.

Sacó nuevamente todos los demás papeles, hasta que no quedó uno solo en el cajón.

-¡Pero el cajón está vacío ya! -dijo la joven.

Los ojos de Noirtier se fijaron en el diccionario.

-Sí, abuelo, os comprendo -dijo la joven.

Y fue repitiendo una tras otra todas las letras del alfabeto hasta llegar a la S. En esta letra la detuvo Noirtier.

Abrió el diccionario y buscó hasta la palabra secreto.

-¡Ah! ¿Conque tiene un secreto? -dijo Valentina.

-Sí.

-¿Y quién lo conoce?

Noirtier miró a la puerta por donde había salido el criado.

-¿Barrois? -dijo Valentina.

-Sí -respondió Noirtier.

-¿Queréis que le llame?

-Sí.

La joven se dirigió a la puerta y llamó a Barrois.

Durante todo este tiempo, el sudor de la impaciencia bañaba la frente de Villefort, y Franz estaba estupefacto.

El antiguo criado entró en el aposento.

-Barrois -dijo Valentina-, mi abuelo me ha mandado que tome la llave que estaba en esta cómoda, que abriese con ella este secreter, y luego sacase este cajón. Ahora, pues, este cajón tiene un secreto, dice que vos lo conocéis; abridlo.

Barrois miró al anciano.

-Obedeced -dijo la inteligente mirada del anciano.

Barrois obedeció. Abrió un doble cajón que dejó al descubierto un paquete de papeles atado con una cinta negra.

-¿Es esto lo que deseáis, señor? -preguntó Barrois.

-Sí -respondió Noirtier.

-¿A quién he de entregar estos papeles? ¿Al señor de Villefort?

-No.

-¿A la señorita Valentina?

-No.

-¿Al señor Franz d'Epinay?

-Sí.

Franz, asombrado, se adelantó un paso.

-¿A mí, caballero? -dijo.

-Sí.

Franz recibió los papeles de manos de Barrois, y echando una mirada sobre la cubierta, leyó:

Para que se deposite después de mi muerte en casa de mi amigo el general Durand; quiero al morir legar estos papeles a su hijo, recomendándole que los conserve, pues son de la mayor importancia.

-¡Y bien! -dijo Franz-. ¿Qué queréis que haga yo con estos papeles, caballero?

-¡Que los conservéis cerrados como están! -respondió el procurador del rey.

-No, no -respondió vivamente Noirtier.

-¿Tal vez deseáis que el señor los lea? -preguntó Valentina.

-Sí -respondió el anciano.

-Ya lo oís, señor barón; mi abuelo os ruega que los leáis -repuso Valentina.

-Entonces, sentémonos -dijo Villefort con impaciencia-, por que esto durará cierto tiempo.

-Sentaos -dijo el anciano.

Hízolo así Villefort, pero Valentina permaneció en pie al lado de su abuelo, apoyada en su sillón, y Franz en pie delante de él.

Tenía en la mano el misterioso papel.

-Leed -dijeron los ojos del anciano.

Franz quitó la cinta y rompió el sobre. Un profundo silencio reinaba en la estancia. En medio de este silencio, leyó:

Extracto de las actas de una reunión del club bonapartista de la calle de Saint-Jacques, efectuada el 5 de febrero de 1815.

Franz se detuvo.

-¡El 5 de febrero de 1815 -dijo- fue el día que asesinaron a mi padre!

Valentina y Villefort permanecieron silenciosos, mas los ojos del anciano dijeron claramente:

-Continuad.

-¡Al salir de ese club fue asesinado mi padre...!

La mirada de Noirtier continuaba diciendo: Leed.

Y Franz prosiguió en estos términos:

«Los abajo firmantes, Luis Santiago Beaurepaire, teniente coronel de artillería; Esteban Duchampy, general de brigada, y Claudio Lecharpal, director de las aguas y de los bosques:

» Declaran que el 4 de febrero de 1815 llegó una carta de la isla de Elba recomendando a la bondad y a la confianza de los miembros del club bonapartista, al general Flavio de Quesnel, el cual, habiendo servido al emperador desde 1804 hasta 1814, debía ser adicto a la dinastía Bonapartista, a pesar del título de barón que Luis XVIII acababa de agregar a sus tierras de Epinay.

»De consiguiente, se dirigió un billete al general de Quesnel, en que se rogaba que asistiese a la reunión del 5.

»El billete no indicaba la calle ni el número de la casa donde se debía celebrar la reunión. No llevaba firma alguna, pero anunciaba al general que si quería, le irían a buscar a las nueve de la noche.

»Las reuniones tenían lugar de nueve a doce de la noche.

»A las nueve, el presidente del club se presentó en casa del general, que estaba pronto. El presidente le dijo que una de las condiciones de su entrada era que ignoraría el lugar de la reunión, y que se dejaría vendar los ojos, jurando que no procuraría quitarse la venda.

»El general Quesnel aceptó la condición, y prometió por su parte que no trataría de ver adónde le conducían.

»El general había hecho preparar su carruaje, pero el presidente le dijo que era imposible ir en él, ya que no servía de nada que le vendasen los ojos al amo, si el cochero permanecía con los ojos abiertos y reconocía las calles por donde iban a pasar...

»-¿Cómo haremos entonces? -inquirió el general.

»-Yo tengo mi carruaje -contestó el presidente.

»-¿Estáis seguro de vuestro cochero... para confiarle un secreto que juzgáis imprudente decir al amigo?

»-Nuestro cochero es un miembro del club -dijo el presidente-, seremos conducidos por un consejero de Estado.

»-Entonces, ¿corremos peligro de volcar? -dijo el general riendo.

»Consignamos esta broma para probar que el general no fue obligado a asistir a la reunión, sino que fue por su voluntad.

»Así que hubieron subido al carruaje, el presidente recordó al general la promesa que había hecho de dejarse vendar los ojos. El general no opuso ninguna resistencia. Un pañuelo negro y espeso, preparado ya en el carruaje, sirvió para ello.

»En el camino, el presidente creyó notar que el general procuraba mirar por debajo de su venda. Recordóle su juramento y el general respondió:

»-¡Ah, es cierto!

»El carruaje se detuvo delante de la calle de Saint-Jacques. El general bajó, apoyándose en el brazo del presidente, cuya dignidad ignoraba y a quien tomaba por un miembro del club. Atravesaron la calle, subieron un escalón y entraron en la sala de las deliberaciones.

»La sesión había empezado. Los miembros del club, prevenidos de la especie de presentación que debía tener lugar aquella noche se habían reunido todos. Así que llegó en medio de la sala, dijeron al general que podía quitarse la venda. Accedió a esta invitación, y pareció muy asombrado de encontrar un número tan crecido de fisonomías conocidas en una sociedad cuya existencia ignoraba hasta entonces.

»Le preguntaron acerca de sus sentimientos, pero limitóse a responder que las cartas de la isla de Elba los habrían enterado ya de...

Franz se interrumpió en la lectura.

-Mi padre era realista -dijo-. No tenían necesidad de preguntarle sobre sus sentimientos, harto conocidos eran.

-Y de allí -dijo Villefort- provenía mi estrecha alianza con vuestro padre, mi querido Franz. Fácilmente se forman íntimas amistades, cuando se profesan las mismas ideas.

-Leed -dijo el anciano con la mirada.

Franz continuó:

»El presidente tomó entonces la palabra para decirle al general que se explicase con más claridad, pero el señor de Quesnel respondió que, ante todo, deseaba saber qué era lo que querían de él.

»Entonces le hablaron de aquella misma carta de la isla de Elba que le recomendaba al club como hombre con quien podían contar. Un párrafo entero explicaba la vuelta probable de la isla de Elba, y prometía una nueva carta y detalles más amplios a la llegada del Faraón, buque perteneciente al naviero Morrel de Marsella, y cuyo capitán pertenecía en cuerpo y alma al emperador.

»Mientras duró esta lectura, el general, con quien habían creído contar como un hermano, dio señales visibles de disgusto y repugnancia.

»Terminada la lectura, se quedó silencioso y frunció las cejas.

»-!Y bien! -preguntó el presidente-, ¿qué decís de esta carta, señor general?

»-Digo que hace muy poco tiempo que se ha prestado juramento al rey Luis XVIII para violarlo ya en beneficio del ex emperador.

»Esta vez era demasiado clara la respuesta para poder dudar de sus sentimientos.

»-General -dijo el presidente-, para nosotros no hay rey Luis XVIII ni ex emperador. No hay más que la Majestad.

»El emperador y rey, alejado después de seis meses de Francia por la violencia y la traición.

»-Perdonad, señores -dijo el general-, puede ser muy bien que para vosotros no haya rey Luis XVIII, mas para mí lo hay, puesto que me ha hecho barón y mariscal de campo, y que nunca olvidaré que esos títulos los debo a su regreso a Francia.

»-¡Caballero! -dijo el presidente con tono grave y poniéndose en pie-, mirad lo que decís; vuestras palabras nos demuestran que se equivocan respecto a vos en la isla de Elba, y que nos han engañado. La comunicación que él os ha hecho se basa en la confianza que se tenía de vos, y por consiguiente sobre un sentimiento que os honra. Ahora veo que padecemos un error: un título y un grado os hacen que seáis adicto al nuevo gobierno que todos queremos derribar. No os obligaremos a que nos prestéis vuestra ayuda. No obligamos a nadie contra su voluntad, pero os obligaremos a obrar como caballero, aunque a ello no estéis dispuesto.

»-¡Vos llamáis ser caballero a conocer vuestra conspiración y no revelarla!, pues yo llamo a eso ser vuestro cómplice. Ya veis que soy mucho más franco que vosotros...

-¡Ah!, ¡padre mío! -dijo Franz interrumpiéndose-, ahora comprendo por qué lo asesinaron.

Valentina no pudo menos de arrojar una mirada a Franz. El joven estaba realmente hermoso y arrogante en su entusiasmo filial.

Villefort se paseaba de un lado a otro detrás de él.

Noirtier seguía con los ojos la expresión de cada uno de los hombres y conservaba su actitud digna y severa.

Franz volvió al manuscrito y continuó:

»-Caballero -dijo el presidente-, se os dijo que fuerais al seno de la asamblea, no se os obligó por la fuerza, se os propuso que os vendaríais los ojos, vos aceptasteis. Cuando accedisteis a esta doble demanda, sabíais perfectamente que no nos ocupábamos de asegurar el trono de Luis XVIII, pues a ser así no habríamos tomado tantas precauciones para ocultarnos a los ojos de la policía. Ahora ya comprendéís que nada es más fácil que cubrirse de una máscara, con ayuda de la cual se sorprenden los secretos de las personas, y quitársela después para perder a los que se han fiado de vos. No, no; vais a contestar francamente si estáis por el rey que actualmente reina o por Su Majestad el emperador.

»-Yo soy realísta -respondió el general-, he prestado juramento a Luis XVIII y lo cumpliré.

»A estas palabras siguió un murmullo general, y en las miradas de la mayor parte de los miembros del club era fácil conocer que todos tenían vivos deseos de hacer que el señor d'Epinay se arrepintiera de sus imprudentes palabras.

»El presidente se levantó de nuevo e impuso silencio.

»-Caballero -le dijo-, sois hombre demasiado grave y sensato para no comprender las consecuencias de la situación en que nos hallamos los unos respecto a los otros y vuestra misma franqueza nos dicta las condiciones que hemos de imponer. Vais a jurar por vuestro honor no revelar nada de lo que habéis oído.

»El general llevó la mano a la espalda y exclamó:

»-Si habláis de honor, empezad por conocer sus leyes y no impongáis nada por la violencia.

»-Y vos, caballero -continuó el presidente con una calma más terrible que la cólera del general-, no llevéis la mano a vuestra espada. Es un consejo que quiero daros.

»El general dirigió a su alrededor unas miradas que demostraban cierta inquietud.

»Sin embargo, no dio su brazo a torcer, al contrario, reuniendo toda su fuerza, dijo:

»-No juraré.

»-Entonces moriréis, caballero -respondió tranquilamente el presidente.

»El señor d'Epinay palideció. Miró por segunda vez a su alrededor. La mayor parte de los miembros cuchicheaban y buscaban armas bajo sus capas.

»-General -dijo el presidente-, sosegaos, estáis entre personas de honor, que procurarán por todos los medios convenceros antes de recurrir al último extremo, pero también vos lo habéis dicho, estáis entre conspiradores, sabéis nuestro secreto y es preciso que nos lo devolváis.

»Un silencio significativo siguió a estas palabras, y en vista de que el general no respondía, dijo el presidente a los porteros:

»-Cerrad esas puertas.

»El mismo silencio de muerte sucedió a estas palabras.

»Entonces el general se adelantó y haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, dijo:

»-Tengo un hijo, y no puedo menos de pensar en él al hallarme entre asesinos.

»-General -dijo con nobleza el jefe de la asamblea-, un hombre solo tiene siempre derecho a insultar a cincuenta, tal es el privilegio de la debilidad. Pero hacéis mal en usar de ese derecho. Creedme, general, jurad y no nos insultéis.

»El general, dominado por aquella superioridad del jefe de la asamblea, vaciló un instante, pero al fin, adelantándose hacia la mesa del presidente, preguntó:

»-¿Cuál es la fórmula?

»-Esta es:

»Juro por mi honor no revelar jamás a nadie en el mundo, lo que he visto y oído el cinco de febrero de mil ochocientos quince, entre nueve y diez de la noche, y declaro merecer la muerte si violo mi juramento.

» El general pareció sufrir una convulsión nerviosa que le impidió responder durante algunos segundos. Al fin, con repugnancia manifiesta, pronunció el juramento exigido, pero con una voz tan baja que apenas se oyó, así que muchos miembros exigieron que lo repitiese en voz más alta y más clara. El lo hizo así.

»-Ahora deseo retirarme -dijo el general-. ¿Estoy ya libre?

»El presidente se levantó y designó a tres miembros de la asamblea para que le acompañasen, y subió al carruaje con el general, después de haberle vendado los ojos.

»En el número de estos tres miembros figuraba el cochero que los había conducido.

»Los otros miembros del club se separaron en silencio.

»_¿Dónde queréis que os conduzcamos? -preguntó el presidente.

»-A cualquier parte, con tal que me vea libre de vuestra presencia -fue la respuesta de d'Epinay.

»-Caballero -repuso entonces el presidente-, os advierto que ahora no estamos en la asamblea, y que estáis frente a hombres solos. No los insultéis si no queréis tenerles que dar una satisfacción del insulto.

»Pero en lugar de comprender este lenguaje, el señor d'Epinay respondió:

»-Sois tan valientes en vuestro carruaje como en el club, por la sencilla razón de que cuatro hombres son más fuertes que uno solo.

»El presidente mandó que se detuviese el carruaje.

»En aquel momento, estaban junto al muelle de Ormes, frente a la escalera que conduce al río.

»-¿Por qué mandáis detener aquí? -preguntó el general d'Epinay.

»-Porque habéis insultado a un hombre -dijo el presidente-, y este hombre no quiere dar un paso sin pediros lealmente una reparación.

»-¡Otro modo de asesinar! -dijo el general encogiéndose de hombros.

»-Nada de miedo, caballero -contestó el presidente-, si no queréis que os mire como a uno de esos hombres que designabais hace poco, es decir, como a un cobarde que toma por escudo su debilidad. Estáis solo, un hombre solo os responderá. Tenéis una espada al lado, y yo tengo una en este bastón. No tenéis testigo, uno de estos señores lo será de vos. Ahora, si queréis, podéis quitaros la venda.

El general arrancó en seguida el pañuelo que le cubría los ojos.

»-Al fin-dijo-, voy a conocer a mi antagonista.

»Abrieron la portezuela. Los cuatro hombres bajaron...

Franz se interrumpió de nuevo. Enjugóse un sudor frío que corría por su frente. Era, en efecto, espantoso ver a aquel hijo tembloroso y pálido, leer en alta voz los detalles ignorados hasta entonces de la muerte de su padre. Valentina cruzó las manos como si orase interiormente. Noirtier miraba a Villefort con una expresión casi sublime de desprecio y de orgullo.

Franz prosiguió:

»Era, como hemos dicho, el cinco de febrero. Hacía tres días que había helado a cinco o seis grados. La escalera estaba enteramente cubierta de hielo. El general era grueso y alto, el presidente le ofreció el lado del pasamanos para bajar.

»Los dos testigos los seguían.

»Hacía una noche muy oscura, el terreno de la escalera estaba húmedo y resbaladizo por el hielo. Detuviéronse en la mitad de la escalera, en una grande superficie cubierta enteramente de nieve no derretida.

»Uno de los testigos fue a buscar una linterna a una barca de carbón, y al resplandor de esta linterna examinaron las armas.

»La espada del presidente era cinco pulgadas más corta que la de su adversario y no tenía guarnición.

»El general d'Epinay propuso que echaran suertes sobre las dos espadas, pero el presidente respondió que él era quien había provocado, y que al provocarles dijo que cada cual se sirviera de sus armas.

»Los testigos insistieron. El presidente les impuso silencio.

»Pusieron en el suelo la linterna. Los dos adversarios se colocaron uno a cada lado... y el combate empezó.

»La luz hacía brillar siniestramente las dos espadas; en cuanto a los hombres, apenas se les veía, tan densa era la oscuridad.

»El general d'Epinay pasaba por uno de los mejores espadachines del Ejército. Pero se vio tan vivamente atacado a los primeros golpes, que retrocedió y al hacerlo cayó.

»Los testigos le creyeron muerto, pero su adversario, que sabía que no le había tocado, le ofreció la mano para ayudarle a levantarse. Esta circunstancia, en lugar de calmarle, irritó al general, que atacó a su adversario con una furia terrible.

»Pero su adversario no retrocedió siquiera un paso. Recibióle con un quite que hizo retroceder al general, pues se vio comprometido. Dos veces volvió a la carga y a la tercera cayó de nuevo.

»Los testigos creyeron que había resbalado como la primera vez; sin embargo, como no se levantaba, se acercaron a él y procuraron ponerle en pie, pero el que le había cogido por la cintura para levantarle sintió bajo su mano un calor húmedo. Era sangre.

»El general, que estaba medio desvanecido, recobró sus sentidos.

»-¡Ah! -dijo-, me han enviado algún espadachín, algún profesor de regimiento.

»El presidente, sin responder, se acercó al testigo que sostenía la linterna, y levantando su manga mostró su brazo atravesado por dos heridas, y desabrochando su levita y su chaleco, mostró el pecho cubierto de sangre por una tercera herida.

»Y sin embargo, no había arrojado ni tan siquiera un ligero suspiro.

»El general d'Epinay, tras una agonía que duró un cuarto de hora, expiró...»

Franz leyó estas últimas palabras con una voz tan ahogada, que, apenas pudieron oírlas, y después de haberlas leído, se detuvo, pasando una mano por sus ojos, como para disimular una nube.

Pero, después de una pausa, prosiguió:

»-El presidente subió la escalera, después de haber introducido su espada en su bastón. Un reguero de sangre iba señalando su camino sobre la nieve. Aún no había subido toda la escalera, cuando oyó un ruido sordo en el agua. Era el cuerpo del general que los testigos acababan de precipitar al río, tras haberse cerciorado de que estaba muerto.

»El general ha sucumbido, pues, en un duelo leal, y no en una emboscada, como después habría de sospecharse.

»En fe de lo cual hemos firmado el presente documento para establecer la verdad de los hechos, temiendo que llegue un momento en que alguno de los actores de esta escena terrible sea acusado de asesinato con premeditación, o de haberse salido de las leyes del honor.

»Firmado, BEAUREPAIRE, DUCH AMPY, LECHARPAL. »

Cuando Franz hubo terminado esta lectura tan terrible para un hijo, y Valentina, pálida de emoción, se enjugó una lágrima; cuando Villefort, temblando en un rincón, hubo tratado de conjurar la tempestad por medio de miradas suplicantes dirigidas al implacable anciano, dijo Franz a Noirtier:

-Caballero, puesto que vos sabéis esa terrible historia con todos sus detalles, puesto que la habéis hecho atestiguar por firmas honrosas, puesto que, en fin, parecéis interesaros por mí, no me rehuséis una gracia: decidme el nombre del presidente del club, conozca yo al que mató a mi pobre padre.

Villefort buscó maquinalmente el pestillo de la puerta. Valentina, que había comprendido antes que nadie la respuesta del anciano, y que varias veces había visto en su brazo dos cicatrices, retrocedió horrorizada.

-¡En nombre del cielo, señorita -dijo Franz dirigiéndose a su prometida-, unid vuestros ruegos a los míos, para que yo sepa el nombre del que me dejó huérfano a los dos años de edad!

Valentina permaneció inmóvil y silenciosa.

-Mirad, caballero -dijo Villefort-, creedme, no prolonguéis esta terrible escena. Los nombres han sido ocultados a propósito. Mi padre no conoce tampoco a ese presidente, y si lo conoce, no lo podría decir, pues los nombres propios no están en ese diccionario.

-¡Oh, desgraciado! -exclamó Franz-, la única esperanza que me ha sostenido durante toda esta lectura, y que me ha dado fuerzas para llegar hasta el fin, era saber el nombre del que mató a mi padre. ¡Señor, señor! -exclamó volviéndose hacia Noirtier-, ¡en nombre del cielo!, haced lo que podáis..., intentad indicarme el nombre de...

-Sí -dijo Noirtier.

-¡Oh, señorita, señorita! -exclamó Franz-, vuestro abuelo ha hecho señas de que podía indicarme... ese nombre... Ayudadme... Vos lo comprendéis..., prestadme vuestro auxilio...

Noirtier miró al diccionario.

Franz pronunció temblando las letras del alfabeto.

Noirtier le detuvo con una mirada significativa en la Y griega.

-¿La Y griega? -preguntó Franz.

Aproximó el diccionario, y el dedo del joven iba apuntando todas las palabras que empezaban con Y griega.

Valentina ocultaba la cabeza entre sus manos.

Aquí Franz llegó a la palabra... Yo...

-¡Sí, eso es! -afirmó el anciano con una mirada llena de nobleza.

-¿Vos, vos...? -exclamó Franz, cuyos cabellos se erizaron de horror-. ¿Vos, señor Noirtier, vos sois quien mató a mi padre..., vos...?

-Sí -repuso Noírtier, fijando en el joven una segunda y majestuosa mirada.

Franz cayó anonadado sobre un sillón.

Villefort abrió la puerta y salió por ella rápidamente, porque no deseaba arrancar aquel resto de existencia que quedaba aún en el corazón del terrible anciano.

Capítulo Noveno

Los progresos del señor Cavalcanti hijo

Entretanto, el señor Cavalcanti padre, había partido para volver a su servicio, mas no al ejército de su majestad el emperador de Austria, sino a su pueblo de Luca, de donde era uno de los más asiduos cortesanos.

No olvidemos decir que había llevado consigo hasta el último franco de la suma que le fue entregada para su viaje, y en recompensa al modo majestuoso y solemne con que supo representar su papel de padre.

Andrés había heredado en esta partida todos los papeles que atestiguaban que tenía el honor de ser hijo del señor Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari.

Ya había sido introducido en una sociedad parisiense, tan fácil en recibir a los extranjeros, y en tratarlos, no como lo que son, sino como lo que quieren ser.

Por otra parte, ¿qué es lo que exigen en París a un joven? Que hable su lengua, que vaya vestido con elegancia, que sea buen jugador y que pague en oro.

Añadamos que tratan con más indulgencia a un extranjero que a un parisiense nativo.

Andrés había, pues, adquirido en quince días una buena posición. Llamábanle señor conde, decíase que tenía cincuenta mil libras de renta, y ya se hablaba de tesoros inmensos de su señor padre, enterrados en Saravezza.

Un sabio, delante del cual hablaron de estos tesoros, dijo que cuando hizo su viaje a Italia pasó por Saravezza, lo cual bastó para que todo el mundo creyese en la existencia de los tesoros.

Un día fue Montecristo a hacer una visita al señor Danglars. Este había salido, pero propusieron al conde si quería entrar a ver a la baronesa, que estaba visible. Montecristo aceptó.

Después de la comida de Auteuil, la señora Danglars se estremecía cada vez que oía pronunciar el nombre de Montecristo. Si la presencia del conde no seguía a su nombre, la sensación dolorosa era más intensa. Si, por el contrario, se presentaba, su fisonomía franca, sus ojos brillantes, su galantería para con ella, disipaba al momento de su mente el menor recelo. Parecía imposible a la baronesa que un hombre tan encantador pudiese abrigar malos designios contra ellos.

Por otra parte, los corazones más corrompidos no pueden creer en el daño sino apoyándolo en un interés cualquiera. El mal inútil y sin causa repugna como una anomalía. Cuando Montecristo entró en el gabinete donde ya hemos introducido a nuestros lectores, y donde la baronesa seguía con miradas inquietas unos dibujos que le presentaba su hija, después de haberlos mirado el señor Cavalcanti hijo, su presencia produjo un efecto ordinario, y después de haberse trastornado un poco al oír su nombre, trató de sonreír y saludó al conde. Este, por su parte, abarcó toda la escena de una ojeada.

Al lado de la baronesa estaba Eugenia sentada sobre una butaca, y Cavalcanti, en pie, a su lado. Andrés, vestido de negro como un héroe de Goethe, con zapatos bajos de charol y medias de seda blanca, pasaba una mano bastante blanca y cuidada por sus rubios cabellos, en medio de los cuales brillaba un diamante, que a pesar de los consejos del conde de MonteCristo, el vanidoso joven no había podido resistir al deseo de poner en su dedo meñique. Este movimiento iba acompañado de miradas asesinas lanzadas a la señorita Danglars, y suspiros enviados en la misma dirección que las miradas.

La señorita Danglars continuaba siendo la misma, es decir, hermosa, fría e irónica. Ni siquiera una de las miradas, uno de los suspiros del joven Andrés pasaron inadvertidos para ella, pero hubiérase dicho que resbalaban sobre la coraza de Minerva, coraza con que algunos filósofos cubren el pecho de Safo.

Eugenia saludó al conde con frialdad, y se aprovechó de las primeras preocupaciones de la conversación para retirarse a su gabinete de estudio, donde pronto se oyeron dos voces alegres y ruidosas, mezcladas a los primeros acordes de un piano. Montecristo comprendió que la señorita Danglars prefería a la suya y a la del señor Cavalcanti, la compañía de la señorita Luisa de Armilly, su maestra de canto.

Entonces fue cuando, mientras hablaba con la señora Danglars, notó el conde la solicitud del señor Andrés Cavalcanti, cómo iba a escuchar la música a la puerta, que no se atrevía a abrir, y su manera de expresar su éxtasis y admiración.

Al cabo de un rato entró el banquero; su primera mirada fue para Montecristo, más la segunda para Andrés. En cuanto a su mujer, saludó ésta a su marido, como solía hacerlo, con una frialdad y una ceremonia poco adecuada a un matrimonio de veinte años.

-¡Cómo! ¿No os han invitado esas señoritas a cantar con ellas? -preguntó Danglars a Andrés.

-¡Ah!, no señor -respondió éste, lanzando otro suspiro.

Danglars se adelantó hacía la puerta y la abrió.

Entonces se pudo ver a las dos jóvenes sentadas en el mismo sillón delante del mismo piano. Cada una acompañaba con una mano, ejercicio al cual se habían acostumbrado por capricho, y en el que habían adquirido una facilidad admirable.

La señorita de Armilly, que entonces pudo verse, gracias a la puerta, formando con Eugenia un cuadro encantador, era también de una belleza notable o más bien de una dulzura y una gracia delicadas. Era delgada y rubia como un hada, con unos rizos largos que caían sobre su esbelto cuello, como suele pintar Perugino para sus vírgenes, y unos ojos grandes, rasgados y velados por la fatiga. Decían que tenía la voz un poco débil, y que, como Antonia, del Violín de Cremona, moriría un día cantando.

El conde de Montecristo dirigió a aquel grupo una mirada rápida y curiosa; era la primera vez que veía a la señorita de Armilly, de quien tanto había oído hablar en la cara.

-¡Y bien! -preguntó el banquero a su hija-, nos habéis excluido, ¿verdad?

Condujo entonces al joven al saloncito, y fuese por casualidad o por astucia, detrás de Andrés se entornó la puerta, de modo que desde el sitio en que estaban Montecristo y la baronesa, no pudiesen ver nada. Pero como el banquero siguió a Andrés, la señora Danglars no pareció notar esta circunstancia.

Unos momentos más tarde, el conde oyó la voz de Andrés unida a los acordes del piano, acompañando una canción corsa.

Mientras el conde escuchaba sonriendo esta canción que le hacía olvidar a Andrés, para atraerle a la memoria Benedetto, la señora Danglars alababa a Montecristo la serenidad de su marido, que había perdido aquella misma mañana tres o cuatrocientos mil francos.

Y en verdad, el elogio era merecido, porque si el conde no lo hubiera sabido por la baronesa, o tal vez por uno de los medios que tenía de saberlo todo, la fisonomía del banquero no le habría revelado nada.

-¡Bueno! -dijo para sí Montecristo-, ya oculta lo que pierde; hace un mes se vanagloriaba de ello.

Luego dijo en voz alta:

-¡Oh!, señora, el señor Danglars conoce tan bien la Bolsa que siempre recobrará el doble de lo que ha perdido.

-Veo que participáis del error común -dijo la baronesa Danglars.

-¿Y qué error es ése? -dijo Montecristo.

-Que el señor Danglars no juega nunca.

-¡Ah!, sí, es verdad, señora; me acuerdo de que el señor Debray me dijo... a propósito, ¿qué ha sido de él...?, hace tres o cuatro días que no le veo.

-Yo tampoco -dijo la señora Danglars con un aplomo milagroso-. Pero comenzasteis una frase que no habéis acabado.

-¿Cuál?

-Que el señor Debray os había dicho...

-¡Ah!, es verdad. Me ha dicho que sacrificabais al demonio del juego.

-He tenido afición durante algún tiempo, lo confieso -dijo la señora de Danglars-, pero ya no juego nunca.

-Y hacéis mal, señora. ¡Oh!, las casualidades, hijas de la fortuna, son precarias, y si yo fuese mujer, y mujer de un banquero, por mucha confianza que tuviese en la buena suerte de mi marido, porque en cuanto a especulación todo es gracia y desgracia, pues bien, por mucha confianza que tuviese en la buena suerte de mi marido, comenzaría por asegurarme una fortuna independiente, aunque tuviese que adquirirla poniendo mis intereses en manos que le fuesen desconocidas.

La señora Danglars se sonrojó.

-Mirad -dijo Montecristo, como si nada hubiese visto-, se habla mucho de una jugada muy buena sobre los intereses de Nápoles.

-Bien, bien, no quiero pensar en ello -dijo vivamente la baronesa-. Pero verdaderamente, señor conde, ya hablamos demasiado de Bolsa. Parecemos dos agentes de cambio. Hablemos un poco de esos pobres Villefort, tan atormentados en este momento por la fatalidad.

-¡Oh!, ya lo sabéis. Después de haber perdido al señor de Saint-Merán tres o cuatro días después de su partida, acaban de perder a la marquesa, tres o cuatro días después de su llegada.

-¡Ah!, es verdad -dijo Montecristo-, ya me he enterado, pero como dice Claudio en Hamlet, es una ley de la naturaleza. Sus padres habían muerto antes que ellos, y los habrán llorado. Ellos morirán antes que sus hijos y sus hijos los llorarán.

-Pero aún no es eso todo.

-¿Qué queréis decir?

-Vos sabéis que iban a casar a su hija...

-Con el señor Franz d'Epinay... ¿Se ha desbaratado tal vez el casamiento?

-Ayer por la mañana, según parece, Franz les ha devuelto su palabra.

-¡Ah, de veras...! ¿Y se conocen las causas de esa ruptura?

-No.

-¿Qué me decís, señora...? Y el señor de Villefort, ¿cómo acepta esa desgracia?

-Como siempre, con filosofía.

En este momento entró Danglars solo.

-¡Y bien! -dijo la baronesa-. ¿Dejáis al señor Cavalcanti solo con vuestra hija?

-Y la señorita de Armilly -dijo el banquero-, ¿es que no es nadie?

Volvióse en seguida a Montecristo, diciendo:

-Qué joven tan encantador, el príncipe Cavalcanti, ¿no es verdad...?; pero, decidme, ¿sabéis que es príncipe?

-No respondo de ello -dijo Montecristo-. Me presentaron a su padre como marqués. Sería conde, pero yo creo que él no hace mucho caso de ese título.

-¿Por qué? -dijo el banquero-, si es príncipe, hace mal en no vanagloriarse de ello. Cada cual en su derecho. No me gusta que reniegue de su origen.

-¡Oh!, sois un auténtico demócrata -dijo Montecristo sonriendo.

-Pero mirad a lo que os exponéis -dijo la baronesa-. Si el señor de Morcef viniese por casualidad, encontraría al señor Cavalcanti en un cuarto, donde el prometido de Eugenia no ha podido nunca entrar.

-Hacéis bien en decir por casualidad -repuso el banquero-, porque diríase que era la casualidad la que le traía, puesto que se le ve en tan contadas ocasiones.

-En fin, si viniese y encontrase aquí a este joven al lado de vuestra hija, podría disgustarse.

-¡El! ¡Oh, Dios mío! Os equivocáis. El señor Alberto no nos hace el honor de estar celoso de su prometida, no la ama tanto para eso. Por otra parte, ¿qué me importa que se disguste o no?

-No obstante, en el estado en que nos hallamos...

-Sí, el estado en que nos hallamos, ¿queréis saberlo? Que en el baile de su madre no ha bailado más que una vez con mi hija, que el señor Cavalcanti ha bailado tres veces con ella, y ni siquiera se ha enterado.

Un criado anunció:

-¡El señor vizconde de Morcef!

La baronesa se levantó vivamente. Iba a pasar al salón de estudio para prevenir a su hija, cuando Danglars la detuvo.

-Dejadle -dijo.

Ella le miró asombrada.

Montecristo fingió no haber observado esta escena.

Alberto entró. Estaba alegre y satisfecho. Saludó a la baronesa con gracia, a Danglars con familiaridad, a Montecristo con afecto, y volviéndose hacia la baronesa, dijo:

-Señora, ¿me permitís que os pregunte por la señorita Danglars?

-Muy bien, caballero -respondió vivamente el banquero-. En este momento está cantando en su salón de estudio con el señor Cavalcanti.

Alberto conservó su aire tranquilo e indiferente. Tal vez sufría algún despecho interior, pero observó la mirada de Montecristo clavada en la suya.

-El señor Cavalcanti tiene una hermosa voz de tenor -dijo-, y la señorita Eugenia es una magnífica soprano, sin contar con que toca el piano cual otro Thalberg. Debe ser un concierto encantador.

-El caso es -dijo Danglars- que concuerdan perfectamente.

Alberto pareció no haber notado este equívoco tan grosero, que hizo sonrojar a la señora Danglars.

-Yo también canto -continuó el joven-. Canto, según dicen mis maestros al menos; pues bien, ¡cosa extraña!, nunca he podido arreglar mi voz a ninguna otra, ni a las de soprano. ¡Es particular!

Danglars se sonrió de un modo significativo y exclamó:

-Enfadaos, enhorabuena. En cambio, mi hija y el príncipe -prosiguió, esperando sin duda conseguir el objeto deseado- han excitado la admiración general. ¿No os encontrabais allí, señor de Morcef?

-¿Qué príncipe? -preguntó Alberto.

-El príncipe Cavalcanti -repuso Danglars, que siempre se obstinaba en dar este título al joven.

-¡Ah! , ¡perdonad! -dijo Alberto-. Yo ignoraba que lo fuese. ¡Ah!, ¡el príncipe Cavalcanti cantó ayer con la señorita Eugenia! Estaría encantador, y siento vivamente no haberme hallado presente. Pero no pude asistir, porque tuve que acompañar a la señora de Morcef a casa de la baronesa de Chateau-Renaud, donde cantaban los alemanes.

Tras un momento de silencio, y como si nada hubiera ocurrido, repitió Morcef:

-¿Me será permitido saludar a la señorita Danglars?

-¡Oh!, aguardad, aguardad -dijo el banquero deteniendo al joven-. ¿Oís esa deliciosa cavatina...? Ta, ta, ra, ra, ti, ta, ti, ta... eso es magnífico, ahora va a concluir..., dentro de un segundo. ¡Perfectamente! ¡Bravo, bravísimo, bravo!

Y el banquero empezó a aplaudir frenéticamente.

-En efecto -dijo Alberto-, eso es magnífico, y es imposible comprender mejor la música de su país que como lo hace Cavalcanti. Habéis dicho que es príncipe, ¿no es verdad?, ¡pues bien!, si no lo es, lo harán, en Italia eso es muy fácil. Mas volviendo a nuestros adorables cantantes, deberíais hacernos un favor, señor Danglars; sin decir que hay un extraño, deberíais suplicar a la señorita Danglars y al señor Cavalcanti que cantasen un poco. ¡Es tan hermoso gozar de la música a cierta distancia y sin ver a los músicos, a fin de que ellos puedan entregarse a todo el entusiasmo de su corazón!

Esta vez Danglars se desconcertó al ver la irónica calma del joven. Llamando a Montecristo aparte le dijo:

-¡Y bien! ¿Qué os parece nuestro amante?

-¡Diantre! ¡Me parece frío, indudablemente, pero qué queréis, estáis comprometido!

-Sin duda, estoy comprometido. Pero a dar a mi hija a un hombre que la ame, y no a uno que no la ame. Ahí tenéis a ese amante frío como un mármol, orgulloso, como su padre. Si fuese rico, si poseyese la fortuna de los Cavalcanti, podría perdonársele. Todavía no he consultado a mi hija, pero si tuviese buen gusto...

-¡Oh! -dijo Montecristo-, no sé si me cegará mi amistad hacia él, pero os aseguro que el señor de Morcef es un joven muy simpático que hará feliz a vuestra hija, y que tarde o temprano llegará a ser algo, porque, en fin, la posición de su padre es excelente.

-¡Hum!, ¡hum! -exclamó Danglars.

-¿Por qué dudáis?

-Siempre queda el pasado..., ese pasado oscuro...

-Pero el pasado del padre nada tiene que ver con el hijo.

-¡No digáis eso!

-Veamos, no os acaloréis. Hace un mes encontrabais ese casamiento bajo todos conceptos execelente..., ya comprenderéis, yo estoy desesperado, en mi casa es donde habéis visto a ese joven Cavalcanti, a quien yo no conozco, os lo repito.

-Pues yo sí le conozco -dijo Danglars-, y esto me basta.

-¿Vos le conocéis? ¿Habéis pedido informes? -preguntó Montecristo.

-¿Hay acaso necesidad de ello? ¿No se conocen a primera vista todas las ventajas de una persona? En primer lugar, es rico.

-Yo no lo aseguro.

-Sin embargo, ¿respondéis de él?

-De cincuenta mil libras, una miseria.

-Tiene una educación esmerada.

-¡Hum! -exclamó Montecristo a su vez.

-Es músico.

-Como todos los italianos.

-Vamos, conde. Sois injusto con ese joven.

-¡Pues bien!, sí, lo confieso, veo con disgusto que, conociendo vuestros compromisos con los Morcef, venga a interponerse y a dar al traste con el casamiento.

Danglars soltó una carcajada.

-¡Oh, sois un puritano! -dijo-, pero eso sucede todos los días en el mundo.

-Sin embargo, no podéis romper así como así, querido señor Danglars. Los Morcef cuentan con la boda.

-¿De veras?

-Desde luego.

-Entonces que se expliquen ellos. Vos deberíais decir dos palabritas al padre respecto a este asunto, conde, vos que lo tratáis tan íntimamente.

-¡Yo! ¿De dónde habéis sacado eso?

-En un bade. ¡Cómo!, la condesa, la orgullosa Mercedes, la desdeñosa catalana, que apenas se digna abrir la boca para saludar a sus antiguos conocidos, os cogió del brazo, salió con vos al jardín, se fue por una de las alamedas y no volvió sino media hora después.

-¡Ah!, barón, barón -dijo Alberto-, nos impedís que oigamos, ¡eso es una tiranía!

-Está bien, está bien, señor burlón -dijo Danglars. Y volviéndose hacia Montecristo añadió: -¿Os encargáis de decir esto al conde?

-Con mucho gusto, si así lo deseáis.

-Mas, por esta vez, que lo haga de manera más explícita y definitiva. Sobre todo, que me pida a mi hija, que fije una época, que declare sus condiciones pecuniarias, a fin de que todos nos entendamos; pero no más dilaciones.

-¡Pues bien!, daremos ese paso.

-No os diré que le espero con placer, pero en fin, le espero. Un banquero debe ser esclavo de su palabra.

Y Danglars arrojó uno de esos suspiros que momentos antes arrojaba Cavalcanti.

-¡Bravo, bravo! -exclamó Morcef, aplaudiendo el final de un duo.

Danglars empezaba a mirar a Alberto de reojo, cuando vinieron a decirle unas palabras al oído.

-Vuelvo al momento -dijo el banquero a Montecristo-, esperadme, tal vez tenga algo que deciros.

Y salió. La baronesa se aprovechó de la ausencia de su marido para abrir la puerta del salón de estudio de su hija, y Andrés se puso en pie rápidamente, pues estaba sentado delante del piano, al lado de Eugenia.

Alberto saludó sonriendo a la señorita Danglars, que sin manifestar la menor turbación, le devolvió un saludo con su frialdad habitual.

Cavalcanti pareció evidentemente turbado. Saludó a Morcef, que le devolvió el saludo con la mayor impertinencia del mundo.

Entonces Alberto empezó a hacer mil elogios sobre la voz de la señorita Danglars, y sobre el sentimiento que experimentaba, por no haber asistido el día anterior a la soirée.

Cavalcanti empezó a hablar con Montecristo.

-Basta de música y de cumplidos -dijo la señora Danglars-, venid a tomar el té.

-Ven, Luisa -dijo la señorita Danglars a su amiga.

Pasaron al salón próximo, donde en efecto, estaba preparado el té. En el momento en que empezaba a dejar, a la inglesa, las cucharillas en las tazas, abrióse la puerta y Danglars se presentó, visiblemente agitado.

Montecristo observó al punto esta agitación e interrogó al banquero con una mirada.

-¡y bien! -dijo Danglars-, acabo de recibir un correo de Grecia.

-¡Ah, ah! -exclamó el conde-, ¿para eso os llamaron?

-Sí.

-¿Cómo está el rey Otón? -preguntó Alberto con tono jovial.

Danglars le miró de reojo sin responderle, y Montecristo se volvió para ocultar la expresión de lástima que apareció en su rostro, pero que se borró instantáneamente.

-Nos marcharemos juntos, ¿verdad?

-Como queráis -dijo Alberto al conde.

Alberto no podía comprender aquella mirada del banquero. Así, pues, volviéndose hacia Montecristo, que le había comprendido muy bien, dijo:

-¿Habéis visto cómo me ha mirado?

-Sí -respondió el conde-, pero ¿halláis algo de particular en su mirada?

-Sí, pero ¿qué quiere decir con sus noticias de Grecia?

-¿Cómo queréis que yo lo sepa...?

-Porque supongo que vos tenéis relaciones en ese país.

Montecristo se sonrió como persona que trata de eludir una respuesta.

-Mirad -dijo Alberto-, ahora se acerca a vos, y yo voy a hablar un poco a la señorita Danglars. Mientras tanto el padre tendrá tiempo de deciros algo.

-Si le habláis, habladle de su voz, por lo menos -dijo Montecristo.

-No; eso lo haría todo el mundo.

-Mi querido vizconde -dijo Montecristo- a veces sois un hombre muy raro.

Alberto se dirigió a Eugenia con la sonrisa en los labios.

Durante este tiempo Danglars se inclinó al oído del conde.

-Me habéis dado un excelente consejo -dijo-, estas dos palabras encierran toda una historia: Fernando y Janina.

-¡Ah, ah! -exclamó Montecristo.

-Sí. Ya os lo contaré. Pero llevaos al joven. Sólo de verle me turbo, a pesar mío.

-Eso es lo que hago. Va a acompañarme. Ahora, decidme, ¿persistís en que os envíe el padre?

-Más que nunca.

-Bien.

El conde hizo una seña a Alberto.

Los dos saludaron a las señoras y salieron. Alberto, con un aire indiferente a los desdenes de la señorita Danglars. Montecristo, repitiendo a la señora Danglars los consejos acerca de la prudencia que debe tener la mujer de un banquero en asegurarse su porvenir.

El señor Cavalcanti quedó dueño del campo de batalla.

Apenas los caballos del conde doblaron la esquina del bulevar, cuando Alberto se volvió hacia el conde, soltando una carcajada demasiado fuerte para no ser un poco forzada.

-¡Y bien -le dijo- Yo os preguntaré lo que el rey Carlos IX preguntaba a Catalina de Médicis después de la noche de San Bartolomé: ¿Qué tal he desempeñado mi papel?

-¿Cuándo y sobre qué? -preguntó Montecristo.

-Sobre la instalación de mi rival en casa del señor Danglars...

-¿Qué rival?

-¿Quién ha de ser? Vuestro protegido, el señor Andrés Cavalcanti.

-¡Oh!, dejémonos de bromas, vizconde. Yo no protejo al señor Cavalcanti, al menos en casa del señor Danglars...

-Y yo no me quejaría si lo hicieseis. Pero, felizmente, puede pasar sin vuestra protección.

-¡Cómo! ¿Creéis que hace la corte...?

-Os lo aseguro. ¿No os habéis dado cuenta de sus miradas, sus suspiros, las modulaciones de sus sonidos armoniosos...? ¡Nada!, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia. Palabra de honor, lo repito, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia.

-¿Y eso qué importa, si no piensa más que en vos?

-No digáis eso, mi querido conde, ¿no veis la amabilidad con que me han tratado?

-¡Cómo! ¿Quién...?

-Sin duda, la señorita Eugenia apenas me ha respondido, y la señorita de Armilly, su confidente, no me ha contestado en absoluto.

-Sí, pero el padre os adora -dijo Montecristo.

-¿El padre? Al contrario, me ha hundido mil puñales en el corazón. Puñales que sólo se introducen en la ropa, es verdad; puñales de tragedia, pero no era esa su intención.

-Los celos indican que hay cariño.

-Sí, pero yo no estoy celoso.

-¡El sí lo está!

-¿De quién? ¿De Debray?

-No, de vos.

-¿De mí? Apuesto a que antes de ocho días me da con la puerta en las narices.

-Os equivocáis, mi querido vizconde.

-¿Una prueba?

-¿La queréis?

-Sí.

-Estoy encargado de indicar al señor conde de Morcef que dé un paso definitivo sobre el casamiento.

-¿Quién os lo ha encargado?

-El propio barón.

-¡Oh! -dijo Alberto con tono suplicante-. No haréis eso, ¿verdad, señor conde?

-Os equivocáis, Alberto, lo haré, pues lo tengo prometido.

-Vamos -dijo Alberto-, ¡qué empeño tenéis también vos en casarme!

-Quiero estar bien con todo el mundo. Pero, a propósito de Debray, ya no le veo en casa de la baronesa.

-Está reñido.

-¿Con ella?

-No, con él.

-¿Se ha dado cuenta de algo?

-Vaya con lo que ahora salís.

-Pues qué, ¿sospechaba antes...? -dijo Montecristo con una sencillez encantadora.

-¡Ah! ¡Diantre! ¿De dónde venís, mi querido conde?

-Del Congo, si queréis.

-Pues no está muy lejos.

-¿Conozco por ventura a vuestros maridos parisienses...?

-¡Ah!, mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes. Desde el momento en que estudiéis al individuo en un país cualquiera, conocéis la raza.

-Entonces, ¿qué causa ha podido indisponer a Danglars con Debray? Parecían tan amigos... -añadió Montecristo con mayor sencillez aún.

-¡Ah!, atañe ya a los misterios de familia. Cuando el señor Cavalcanti se case, se lo podéis preguntar.

El carruaje se detuvo.

-Ya hemos llegado -dijo Montecristo-. No son más que las diez y media, subid.

-Con mucho gusto.

-Mi carruaje os llevará.

-No, gracias; mi cabriolé ha debido seguirnos.

-Ahí viene, en efecto -dijo Montecristo, bajando de su carruaje.

Entraron en la casa y luego en el salón, que estaba iluminado.

-Decid que nos hagan té, Bautista -dijo Montecristo.

Bautista salió sin hablar una palabra. Dos segundos después volvió con una bandeja con el servicio del té, como si hubiera surgido de debajo de la tierra.

-En verdad -dijo Morcef-, lo que admiro en vos, mi querido conde, no es vuestra riqueza, otros habrá más ricos que vos. No es vuestro talento, Beaumarchais no tendría más, pero sí tanto como vos. Es vuestro modo de ser servido, sin que nadie os responda una palabra, al minuto, al segundo, como si adivinasen en la manera con que llamáis lo que deseáis, y como si todo lo que deseáis estuviese preparado.

-Lo que decís no deja de tener fundamento. Ya conocen mis costumbres. Por ejemplo, ahora veréis. ¿No deseáis hacer algo después de beber el té?

-¡Diantre!, deseo fumar.

Montecristo se acercó al timbre y llamó una vez.

Al instante se abrió una puerta particular y Alí se presentó con dos pipas llenas de excelente latakié.

-Eso es maravilloso-dijo Morcef.

-No -repuso Montecristo-, es muy sencillo. Alí sabe que cuando se toma café o té, se fuma generalmente. Sabe que he pedido té, sabe que he entrado con vos, oye que le llamo, sospecha la causa y como es de un país donde se ejerce la hospitalidad, con la pipa sobre todo, en lugar de una, trae dos.

-Seguramente esa es una explicación como otra cualquiera, pero no es menos cierto que sólo vos..., ¿pero qué es lo que oigo...?

Y Morcef se inclinó hacia la puerta, por la que, en efecto, entraban sonidos parecidos a los de un arpa.

-A fe mía, mi querido vizconde, esta noche la música os persigue. Acabáis de oír el piano de la señorita Danglars, para oír luego la guzla de Haydée.

-Haydée, ¡oh, qué nombre tan adorable! ¿Puede haber mujeres que se llamen Haydée, además de las que así se llaman en los poemas de Byron?

-Desde luego. Haydée es un nombre muy raro en Francia, pero muy común en Albania y en Epiro. Es lo mismo que si dijeseis castidad, pudor, inocencia.

-¡Oh! ¡Eso es encantador! -dijo Alberto-. ¡Cómo me gustaría el que se llamasen nuestras francesas señorita Bondad, señorita Silencio, señorita Caridad cristiana! Decidme, si la señorita Danglars, en lugar de llamarse Clara-María-Eugenia, como la llaman, se llamase señorita Castidad-Pudor-Inocencia Danglars, ¡diablo! ¿No sería mucho más hermoso?

-¡Loco! -dijo el conde-. No habléis tan alto, podría oíros Haydée.

-¿Y se enojaría, tal vez?

-No -dijo el conde con aire altanero.

-¿Es amable? -preguntó Alberto.

-No es bondad, es deber; una esclava no se enfada nunca contra su amo.

-¡Vamos!, no os burléis. ¿Hay todavía esclavos?

-Sin duda, puesto que Haydée lo es mía.

-En efecto, vos no hacéis ni tenéis nada semejante a los demás. Esclava del señor conde de Montecristo es una posición en Francia. A juzgar por el modo con que empleáis vuestro dinero, ¿es un destino que le valdrá cien mil escudos al año?

-¡Cien mil escudos! La pobre ha poseído mucho más. Ha venido al mundo sobre tesoros, al lado de los cuales no son nada los de las Mil y una noches.

-¿Es una princesa?

-Vos lo habéis dicho, y una de las principales de su país.

-Ya lo sospechaba. ¿Pero cómo siendo princesa ha podido llegar a ser esclava?

-¿Y cómo llegó a ser Dionisio el Tirano, maestro de escuela? El azar de la guerra, mi querido vizconde, el capricho de la fortuna.

-¿Y su nombre es un secreto?

-Para todo el mundo, sí. No para vos, mi querido vizconde, que sois uno de mis amigos, y que lo guardaréis, ¿no es verdad que guardaréis el secreto?

-¡Oh, palabra de honor!

-¿Sabéis la historia del bajá de Janina?

-¿De Alí-Tebelín?; sin duda, puesto que a su servicio fue donde adquirió mi padre su fortuna.

-Es verdad, lo había olvidado.

-¡Y bien! ¿Qué tiene que ver Alí-Tebelín con Haydée?

-Es su hija.

-¡Cómo! ¿Hija de Alí-pachá?

-Y de la hermosa Basiliki.

-¿Y es esclava vuestra?

-¡Oh, Dios mío, sí!

-¿Pues cómo?

-¡Diantre!, un día que pasaba yo por el mercado de Constantinopla, la compré.

-¡Eso es magnífico!, con vos, señor conde, no se vive, se sueña. Ahora, escuchad, voy a pediros una cosa, seré discreto.

-Hablad.

-Pero puesto que salís con ella, puesto que la lleváis a la ópera...

-¿Y qué más?

-Bien puedo pediros esto.

-Podéis pedir lo que queráis.

-Entonces, mi querido conde, os pido que me presentéis a vuestra princesa.

-Con mucho gusto, pero bajo dos condiciones.

-Las acepto antes de conocerlas.

-La primera, que no confiaréis a nadie esta presentación.

-¡Muy bien, lo juro! -dijo Morcef extendiendo la mano.

-La segunda, que no le diréis que vuestro padre ha servido al suyo.

-Lo juro también.

-Muy bien, vizconde, tendréis presentes estos dos juramentos, ¿no es verdad?

-¡Oh! -exclamó Morcef.

-Perfectamente. Sé que cumpliréis vuestra palabra.

El conde volvió a llamar con el timbre.

Alí se presentó.

-Es preciso que avises a Haydée -le dijo-, de que voy a tomar café con ella, y hazle comprender que le pido permiso para presentarle uno de mis amigos.

Alí se inclinó y salió.

-De modo que es cosa convenida. Cuidado con las preguntas directas, querido vizconde. Si deseáis saber algo, preguntádmelo a mí y yo se lo preguntaré a ella.

-Convenido.

Alí compareció por tercera vez, y tuvo levantado el tapiz para indicar a su amo y a Alberto que podían pasar.

Montecristo dijo:

-Entremos.

Alberto pasó una mano por sus cabellos y se retorció el bigote. El conde tomó su sombrero, se puso los guantes y precedió a Alberto a la estancia guardada por Alí en la antesala, y defendida por las tres camareras mandadas por Myrtho.

Haydée esperaba en la primera pieza, que era el salón, con sus ojos un tanto dilatados por la sorpresa, porque era la primera vez que otro, además de Montecristo, penetraba hasta sus aposentos. Estaba sentada sobre un sofá, en un ángulo, con las piernas cruzadas a lo oriental, y había hecho, por decirlo así, un nido en las ricas telas de seda rayadas y bordadas, las más hermosas de Oriente. Junto a ella estaba el instrumento cuyos sonidos la habían descubierto. Estaba encantadora.

Al ver a Montecristo se levantó con aquella su peculiar sonrisa, que expresaba a la par los sentimientos de hija y de enamorada. Montecristo se dirigió hacia donde ella estaba, y le presentó su mano, sobre la cual, como siempre, imprimió sus labios.

Alberto se había quedado junto a la puerta, subyugado por aquella belleza extraña que veía por primera vez, y de la que nadie podía formarse una idea en Francia.

-¿A quién me traes? -preguntó en griego la joven a Montecristo-. ¿A un hermano, a un amigo, a un simple conocido o a un enemigo?

-A un amigo -dijo Montecristo en la misma lengua.

-¿Su nombre?

-El conde Alberto, es el mismo a quien yo libré de las manos de los bandidos en Roma.

-¿En qué lengua quieres que le hable?

Montecristo se volvió a Alberto y le preguntó:

-¿Sabéis el griego moderno?

-¡Ah! -dijo Alberto-, ni el moderno, ni el antiguo, mi querido conde. Ni Homero ni Platón han tenido nunca un discípulo más pobre y, casi me atrevo a decir, más desdeñoso.

-Entonces -dijo Haydée, probando por la pregunta que hacía, que había entendido la de Montecristo, y la respuesta de Alberto-, hablaré en francés o italiano, si mi señor lo permite.

Montecristo reflexionó un instante.

-Hablarás en italiano -dijo.

Y volviéndose a Alberto:

-Lástima que no sepáis el griego moderno o el griego antiguo, pues Haydée los habla admirablemente. La pobre tendrá que hablaros en italiano, lo cual os dará una idea falsa de ella.

E hizo una seña a Haydée.

-Bien venido seas, amigo, que vienes con mi señor y amo -dijo la joven en excelente toscano y con su dulce acento romano que hace la lengua de Dante tan sonora como la de Homero-. Alí, café y pipas.

Y Haydée manifestó a Alberto que se aproximase mientras que Alí se retiraba para ejecutar las órdenes de su señora. Montecristo mostró a Alberto dos almohadones, y cada cual fue a buscar el suyo para acercarse a un magnífico velador cargado de flores naturales, dibujos y libros de música.

Entró Alí, trayendo el café y las pipas. En cuanto a Bautista, la entrada a aquella parte de la casa le estaba prohibida. Alberto rehusó la pipa que le presentaba el nubio.

-¡Oh!, tomad, tomad -dijo Montecristo-. Haydée está casi tan civilizada como una parisiense. Le desagrada el habano porque no le gustan los malos olores, pero el tabaco de Oriente es un perfume, bien lo sabéis.

Alí salió.

Las tazas estaban preparadas, pero habían añadido un azucarero para Alberto. Montecristo y Haydée tomaban el licor árabe a la usanza de los árabes, es decir, sin azúcar.

La joven extendió la mano y tomó con el extremo de sus afilados dedos la taza de porcelana del Japón, que llevó a sus labios con el sencillo placer de un niño que bebe o come una cosa que ama con pasión.

Al mismo tiempo entraron dos mujeres con dos bandejas cargadas de helados y sorbetes que colocaron sobre dos mesitas destinadas a tal efecto.

-Mi querido huésped, y vos, signora -dijo Alberto, en italiano-, disculpad mi estupor. Estoy aturdido, y es natural. Me encuentro en Oriente, en el verdadero Oriente, no como yo lo he visto, sino como lo he soñado. En el seno de París, hace poco oía rodar los ómnibus y sonar las campanillas de los vendedores de limonada. ¡Oh!, signora, ¡que no sepa yo hablar griego!, entonces vuestra conversación, unida a este conjunto mágico, me haría recordar esta noche, como la noche más deliciosa de toda mi vida.

-Hablo bastante bien el italiano para dialogar con vos, caballero -dijo tranquilamente Haydée-, y haré todo lo posible, si os gusta el Oriente, para que lo encontréis aquí.

-¿De qué le he de hablar? -preguntó en voz baja Alberto a Montecristo.

-De lo que queráis. De su juventud, de sus recuerdos, y si queréis, de Roma, de Nápoles o de Florencia.

-¡Oh! -dijo Alberto-, no vale la pena teniendo una griega delante, hablarle de todo lo que debía de hablarse a una francesa. Dejadme que le hable de Oriente.

-Como gustéis, querido Alberto. Por otra parte, es la conversación que más le agrada.

Alberto se volvió hacia Haydée.

-¿A qué edad salisteis de Grecia? -preguntó.

-A los cinco años -respondió Haydée.

-¿Y os acordáis de vuestra patria? -preguntó Alberto.

-Cuando cierro los ojos, veo todo lo que he visto. Hay dos miradas: La mirada del cuerpo puede olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre.

-¿Y cuál es la época más remota de que tenéis memoria?

-Apenas andaba. Mi madre, a quien llaman Basiliki, Basiliki quiere decir real -añadió la joven levantando la cabeza- mi madre me cogía de la mano y cubiertas las dos con un velo, después de haber puesto en el fondo de la bolsa todo el oro que poseíamos, íbamos a pedir limosna para los prisioneros, diciendo:

-El que da a los pobres presta al Eterno. Luego, cuando estaba llena la bolsa, volvíamos al palacio, y sin decir nada a mi padre, enviábamos este dinero que nos habían dado, tomándonos por unas mendigas, a un convento que lo repartía entre los prisioneros.

-Y en esa época, ¿qué edad teníais?

-Tres años -dijo Haydée.

-Entonces os acordáis de todo lo que os ha ocurrido desde aquel tiempo.

-De todo.

-Conde -dijo en voz baja Morcef a Montecristo-, debierais permitir a la signora que nos contase algo de su historia. Me habéis prohibido que le hable de mi padre, pero tal vez ella me hablará de él, y no sabéis cuánto gusto tendré en oír pronunciar mi nombre por una boca tan hermosa.

Montecristo se volvió hacia Haydée, y con una seña que indicaba prestase la mayor atención a la recomendación que iba a hacerle, le dijo en griego:

-Patros men aten, ma de onoma prodotu kai prodosiam, eipe emin.

Haydée lanzó un suspiro y una nube sombría pasó por su frente tan pura.

-¿Qué le decís? -preguntó en voz baja Morcef.

-Le repito que sois mi amigo y que no tiene por qué ocultarse delante de vos.

-Así, pues -dijo Alberto-, aquella piadosa cuestación para los prisioneros es vuestro primer recuerdo, ¿cuál es el otro?

-¿El otro...? Me veo bajo la sombra de los sicómoros, junto a un lago cuyas aguas temblorosas percibo a través de las hojas de los árboles. Contra el más viejo y el más frondoso estaba mi padre sentado sobre almohadones, y yo, débil niña, mientras mi madre estaba recostada a sus pies, jugaba con su larga barba blanca, que le llegaba hasta el pecho, y con el alfanje de puño de diamantes que de su cintura pendía. Luego, veo cuando se le acerca un albanés que le decía algunas palabras a las cuales daba muy poca importancia y respondía con el mismo tono de voz: Matadle o ¡perdonadle!

-Es extraño -dijo Alberto- oír tales cosas de boca de una joven, fuera del teatro y pudiendo decir: Esto no es ficción, no es mentira. ¡Ah! -añadió-. ¿Cómo halláis Francia después de haber visto aquel Oriente tan poético, aquellos paisajes tan maravillosos?

-Creo que es un hermoso país -dijo Haydée-, pero yo miro a Francia tal cual es, porque la miro con ojos de mujer. Mientras que, al contrario, mi país que sólo he visto con mis ojos infantiles, está siempre envuelto en la niebla luminosa o sombría, según mis recuerdos hacen de ella una hermosa patria o un lugar de amargos sufrimientos.

-Tan joven, signora -dijo Alberto, cediendo a pesar suyo a un sentimiento de compasión-, ¿cómo habéis podido sufrir?

Haydée se volvió hacia Montecristo, que murmuró haciéndola una seña imperceptible.

-¡Eipe!

-Nada hay que forme el fondo del alma como los primeros recuerdos, y excepto los dos que acabo de citaros, todos los demás de mi juventud son tristes.

-Hablad, hablad, signora -dijo Alberto-, sabed que os escucho con un gozo inexplicable.

Haydée se sonrió con tristeza.

-¿Queréis que pase a mis otros recuerdos?

-Os lo suplico -exclamó Alberto.

-¡Pues bien!, tenía yo cuatro años, cuando un día fui despertada por mi madre. Estábamos en el palacio de Janina, me tomó en sus brazos, y al abrir los ojos vi los suyos llenos de lágrimas.

Sin pronunciar una palabra me llevó consigo violentamente. Al ver que lloraba, yo también iba a llorar.

-¡Silencio, niña! -me dijo.

Generalmente, a pesar de los consuelos o de las amenazas maternas, caprichosa como todos los niños, seguía yo llorando, pero esta vez había en la voz de mi madre una entonación tai de terror, que al punto me callé.

Seguía caminando rápidamente.

Entonces vi que descendíamos por una escalera muy ancha. Delante de nosotros todas las servidoras de mi madre llevando cofres, cajas, objetos preciosos, adornos, joyas, bolsas llenas de oro, descendían la misma escalera, o más bien se precipitaban por ella.

Detrás de las mujeres venía una guardia de veinte hombres armados con largos fusiles y pistolas, y vestidos con ese traje que conocéis en Francia desde que Grecia llegó a ser nación.

Algo de siniestro había, creedme -añadió Hydée moviendo la cabeza y palideciendo sólo al recordar este incidente-, en aquella larga fila de esclavos y de mujeres, adormecidas aún, o al menos así lo creía, porque lo estaba yo.

En la escalera veía sombras gigantescas que las antorchas hacían temblar en las bóvedas.

-¡Pronto, pronto! ¡No hay que perder un instante! -dijo una voz en el fondo de la galería.

Esta voz hizo inclinarse a todo el mundo, a la manera que el viento inclina con una de sus bocanadas un campo sembrado de espigas.

A mí también me hizo estremecer. Era la de mi padre. Iba el último, cubierto con un magnífico traje, y llevaba en la mano su carabina, que le había regalado vuestro emperador, y apoyado sobre su favorito Selim, nos conducía delante de sí, como conduce un pastor su rebaño de ovejas.

-Mi padre -dijo Haydée- era un hombre ilustre, conocido en toda Europa bajo el nombre de Alí-Tebelín, rajá de Janina y delante del cual ha temblado Turquía.

Alberto, sin saber por qué, se estremeció al oír estas palabras, pronunciadas con un acento indefectible de altanería y dignidad. Parecióle ver brillar algo de sombrío y espantoso en los ojos de la joven, cuando, semejante a una pitonisa que evoca un espectro, despertó el recuerdo de aquella sangrienta figura, a quien su muerte hizo aparecer gigantesca a los ojos de Europa.

-Pronto -prosiguió Haydée- se detuvo la comitiva al pie de la escalera y a orillas de un lago. Mi madre me estrechaba contra su palpitante pecho y a dos pasos de donde yo estaba vi a mi padre que dirigía miradas inquietas a todos lados. Delante de nosotros se extendían cuatro escalones de mármol, y junto al último se mecía blandamente una barca.

Todos bajamos a ella. Todavía recuerdo que los remos no hacían ningún ruido al tocar el agua. Me incliné para mirarlos y vi que estaban envueltos en ceñidores de nuestros soldados griegos, o palicarios.

Después de los barqueros, no había en la barca más que mujeres, mi padre, mi madre, Selim y yo.

Los palicarios se habían quedado a orillas del lago, prontos a sostener la retirada, arrodillados en el último escalón, y dispuestos a hacer con sus cuerpos un muro en el caso de que hubiesen sido perseguidos.

Nuestra barca se deslizaba sobre las aguas, veloz como el viento.

-¿Por qué va tan de prisa la barca? -pregunté a mi madre.

-¡Calla, hija mía! -dijo-, es porque huimos.

No comprendí por qué huía mi padre, mi padre, tan poderoso, delante del cual huían siempre los demás, y que había tomado por divisa:

¡Me odian, luego me temen!

En efecto, aquello era una fuga. Después me dijeron que la guarnición del castillo de Janina, fatigada de un largo servicio...

Aquí Haydée fijó su mirada en Montecristo, cuyos ojos no se apartaban de los suyos.

La joven continuó, pues, lentamente, como si suprimiera o inventara.

-Signora, decíais -dijo Alberto, que prestaba la mayor atención a este relato- que la guarnición de Janina, fatigada por un largo servicio...

-Había tratado con el seraskier Kourdhid, enviado por el sultán para apoderarse de mi padre, que tomó entonces la resolución de retirarse, después de haber enviado al sultán un oficial francés, en el cual tenía mucha confianza, al asilo que él mismo se había preparado mucho tiempo antes, y que llamaba Kasaphygion, es decir, refugio.

-¿Y os acordáis del nombre de ese oficial, señora? -preguntó Alberto.

Montecristo cambió con la joven una mirada rápida como un relámpago, que pasó inadvertida de Morcef.

-No -dijo ella-; no me acuerdo, pero tal vez más tarde lo recuerde, y lo diré.

Alberto iba a pronunciar el nombre de su padre, cuando Montecristo levantó suavemente el dedo en señal de silencio. El joven recordó su juramento y se calló.

-Bogábamos hacia un quiosco.

Un piso bajo, adornado de arabescos que bajaban hasta el agua, y un piso principal, cuyos balcones caían al lago, he aquí lo único visible que este palacio ofrecía a la vista. Sin embargo, debajo del quiosco, internándose en la isla, había un subterráneo, vasta caverna donde nos condujeron a mi madre, a mí y a nuestras mujeres, y donde habían depositado, formando dos montones, sesenta mil bolsas y doscientos toneles. En estas bolsas había veinticinco millones de oro, y en los barriles mil libras de pólvora. Junto a estos barriles estaba Selim, el favorito de mi padre, del cual os he hablado ya. Velaba día y noche con una lama, en el extremo de la cual ardía una mecha encendida constantemente. Tenía orden de hacerlo volar todo, quiosco, guardias, bajá, mujeres y oro, a la primera señal de mi padre.

Recuerdo que nuestras esclavas, sabiendo los proyectiles que las rodeaban, pasaban día y noche orando, llorando y gimiendo.

En cuanto a mí, siempre veo al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda hasta mí, estoy segura de que reconoceré a Selim.

No sabría decir cuántos días estuvimos así. Aún ignoraba yo lo que era el tiempo en aquella época. Algunas veces mi padre nos mandaba llamar a mi madre y a mí a la azotea del palacio. Estas eran mis horas de fiesta, pues en el subterráneo no veía nunca más que sombras gimientes y doloridas, y la encendida mecha de Selim. Mi padre, sentado delante de una gran abertura, fijaba una mirada sombría en las profundidades dcl horizonte, interrogando cada punto negro que aparecía en el lago. Mientras mi madre, medio recostada a su lado, apoyaba su cabeza sobre su hombro, jugaba yo a sus pies, admirando con ese asombro de la infancia que hace que los objetos sean mayores de lo que son, las escarpadas montañas que se elevan en el horizonte, los castillos de Janina, que surgían blancos y angulosos del fondo de las aguas del lago, los inmensos árboles que nacen en la montaña y que de lejos parecen otras tantas manchas negras.

Una mañana nos mandó llamar mi padre. Mi madre había llorado toda la noche. Le encontramos bastante tranquilo, pero más pálido que de costumbre.

-Ten paciencia, Basiliki -dijo-. Hoy se acabará todo. Hoy llega el permiso del señor y mi suerte quedará decidida. Si la gracia es entera, volveremos triunfantes a Janina. Si la nueva es mala, huiremos esta noche.

-Pero ¿y si no nos dejan huir? -dijo mi madre.

-¡Oh!, tranquilízate -respondió Alí sonriendo-. Selim y su mecha me responden de ellos. Quisieran verme muerto, mas no bajo la condición de morir junto conmigo.

Mi madre no respondía sino con suspiros a estos consuelos que no salían en verdad del corazón de mi padre.

Preparóle agua helada, que bebía a cada instante, porque después de su retirada al quiosco se hallaba consumido por una fiebre ardiente. Perfumó su blanca barba y encendió su pipa, en la que a veces durante horas enteras seguía distraído con los ojos el humo que se dispersaba en el aire.

De repente hizo un movimiento tan brusco que yo me sobrecogí de miedo. Y sin apartar la vista del punto que reclamaba su atención, pidió su anteojo.

Mi madre se lo entregó, más blanca que el estuco contra el que se apoyaba. Yo vi temblar a mi madre.

-¡Una barca...!, ¡dos...!, tres... -murmuró mi padre-, ¡cuatro!

Y se levantó cogiendo sus armas, llenando de pólvora, me acuerdo, la cazoleta de sus pistolas.

-Basiliki -dijo a mi madre con un visible estremecimiento-, éste es el instante que va a decidir de nosotros. Dentro de media hora sabremos la respuesta del sublime emperador. Retírate al subterráneo con Haydée.

-No quiero separarme de vos -dijo Basiliki-, si morís, señor, con vos quiero morir también.

-¡Idos al lado de Selim! -gritó mi padre.

-¡Adiós, señor! -murmuró mi madre, obediente a las órdenes de mi padre.

-¡Acompañad a Basiliki! -gritó mi padre a sus palicarios.

Pero a mí me habían olvidado. Me precipité hacia él y extendí mis manos. Me vio, e inclinándose hacia mí, puso sus abrasados labios sobre mi frente. ¡Oh!, ¡este beso! Este beso fue el último y aún lo siento sobre mi frente.

Al bajar distinguíamos a través de las ventanas las barcas, cuyo tamaño aumentaba sobre la superficie de las ondas, y que, semejantes a puntos negros, parecían ahora aves marinas deslizándose sobre el agua.

Durante este tiempo, veinte palicarios sentados a los pies de mi padre, y ocultos por los pedestales, esperaban con ojos inyectados en sangre la llegada de las barcas, y tenían preparados sus largos fusiles incrustados de nácar y de plata. Cartuchos en gran número estaban esparcidos sobre el pavimento. Mi padre miraba su reloj y se paseaba con angustia.

Fue lo que más me sorprendió cuando me separé de mi padre después de recibir de él su último beso.

Mi madre y yo atravesamos el subterráneo. Selim continuaba en su puesto. Al vernos se sonrió tristemente. Fuimos a buscar unos almohadones a la parte opuesta de la caverna, y nos sentamos al lado de Selim; en los grandes peligros se siente una impresión inexplicable y aunque yo era muy niña, conocía que pesaba sobre nuestras cabezas un grave desastre.

Alberto había oído contar, no a su padre, que jamás hablaba de ello, sino a sus conocidos, los últimos momentos del visir de Janina; había leído varios párrafos que los periódicos dedicaron a describir su muerte. Pero aquella historia, contada por la hija del bajá, y aquel tierno acento, le infundían a la vez un encanto y un horror inexplicables.

En cuanto a Haydée, entregada a aquellos terribles recuerdos, había hecho una pausa. Su frente, como una flor que se dobla en un día de tempestad, descansaba sobre su mano, y sus ojos, perdidos vagamente, parecían ver en el horizonte las montañas y las aguas azules del lago de Janina, espejo mágico que reflejaba el sombrío cuadro que describía.

Montecristo la miraba con una inefable expresión de interés y de piedad.

-Continúa, hija mía -le dijo en griego.

Haydée levantó su frente, como si las sonoras palabras que acababa de pronunciar Montecristo la hubiesen sacado de un sueño, y replicó:

-Eran las cuatro de la tarde. Pero, aunque el día estaba diáfano y brillante, nos hallábamos sumergidos en la sombra del subterráneo.

Un solo resplandor brillaba en la caverna, semejante a una estrella en el fondo de un cielo negro. Era la mecha de Selim.

Mi madre era cristiana, y rezaba.

Selim repetía de cuando en cuando estas alb

-¡Dios es grande!

Sin embargo, mi madre tenía alguna desconfianza.

Al bajar había creído reconocer al francés que había sido enviado a Constantinopla, y en el cual mi padre tenía toda su confianza, porque sabía que los soldados del suelo francés son por lo general nobles y generosos.

Avanzó hacia la escalera y se puso a escuchar.

-Se acercan -dijo-, ¡con tal que traigan la paz y la vida!

-¿Qué temes, Basiliki? -respondió Selim con su voz suave y fiera a la vez-. Si no traen la vida, les daremos la muerte.

Y atizaba la llama de su lanza con un ademán que le hacía asemejarse al Dionysos de la antigua Creta.

Pero yo, que no era más que una pobre niña, tenía miedo de aquel valor, que me parecía feroz e insensato, y me asustaba aquella muerte espantosa en el aire y en las llamas.

Mi madre sufría las mismas impresiones, porque la veía estremecerse.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!, mamá -exclamé-. ¿Vamos a morir?

Y al oír esto, el llanto y los lamentos de las esclavas subieron de punto.

-Hija mía -dijo Basiliki-. ¡Dios te preserve de llegar a desear esta muerte que tanto temes hoy!

Y después dijo en voz baja:

-Selim, ¿cuál es la orden de tu señor?

-Si me manda su puñal, es que el Sultán se niega a perdonarle, y prendo fuego. Si me manda su anillo, es que el Sultán le perdona, y apago la mecha.

-Amigo -díjole mi madre-, cuando llegue la orden de tu amo, si te envía el puñal, en lugar de matarnos a las dos con esa muerte que nos espanta, te presentaremos el cuello y nos matarás antes con el mismo puñal.

-Está bien, Basiliki -respondió tranquilamente Selim.

De repente oímos unos fuertes gritos. Escuchamos. Eran gritos de alegría. El nombre del francés que había sido enviado a Constantinopla resonaba repetido por nuestros palicarios: Era evidente que traía la respuesta del sublime emperador y que esta respuesta era favorable.

-¿Y no os acordáis de ese nombre? -dijo Morcef pronto a ayudar a la narradora.

Montecristo le hizo una seña.

-No, no me acuerdo -respondió Haydée-. El ruido aumentaba y oyéronse pasos más cerca de nosotros. Bajaban la escalera del subterráneo. Selim preparó su lama. Pronto apareció una sombra en el crepúsculo azulado que formaban los rayos de luz al penetrar hasta la puerta de la cueva.

-¿Quién eres? -gritó Selim-. Pero quienquiera que seas, no des un paso más.

-¡Gloria al Sultán! -dijo la sombra-. Se le ha concedido el perdón al visir Alí, y no sólo puede vivir, sino que hay que devolverle su fortuna y sus bienes.

Mi madre profirió un grito de alegría y me estrechó contra su corazón.

-¡Detente! -le dijo Selim al ver que se lanzaba ya para salir-. ¡Sabes que necesito el anillo!

-Es verdad -dijo mi madre, y cayó de rodillas, levantándome hacia el cielo, como si al mismo tiempo que rogaba a Dios por mí, quisiera levantarme hacia El.

Haydée se detuvo por segunda vez, vencida por una emoción tal, que su frente pálida estaba bañada por el sudor, y su fatigada voz parecía incapaz de salir de su garganta.

El conde de Montecristo llenó un vaso de agua helada y se lo presentó, diciendo con una dulzura que dejaba traslucir una gran ternura:

-Valor, hija mía.

Haydée enjugó sus ojos y su frente, y prosiguió:

-Durante este tiempo nuestros ojos, acostumbrados a la oscuridad, habían reconocido al enviado del bajá. Era un amigo.

Selim le había reconocido, pero el valeroso joven no sabía más que una cosa: ¡Obedecer!

-¿En nombre de quién vienes? -dijo.

-Vengo en nombre de vuestro señor Alí-Tebelín.

-¿Sabes lo que debes entregarme, si vienes en nombre de Alí?

-Sí -dijo el enviado-, te traigo su anillo.

Al mismo tiempo levantó su mano sobre su cabeza, pero estábamos demasiado lejos para conocer qué era lo que en ella tenía.

-No veo lo que tienes ahí -dijo Selim.

-Acércate -dijo el mensajero-, o me acercaré yo.

-Ni uno ni otro -respondió el joven soldado-, deja en el sitio donde estás el objeto que me muestras y retírate hasta que lo haya visto.

-De acuerdo -dijo el mensajero.

Y después de haber colocado la señal de reconocimiento en el sitio indicado, se retiró.

Nuestro corazón palpitaba fuertemente, porque, en efecto, el objeto parecía ser un anillo. Pero... ¿sería el de mi padre?

Selim, siempre con su lanza en la mano y la mecha encendida, se dirigió a la abertura, se inclinó radiante hacia el rayo de luz y recogió la señal.

-¡El anillo del visir! -dijo besándolo-. ¡Dios es grande!

Y agarró la mecha, la tiró contra el suelo y allí la apagó con el pie.

El mensajero lanzó un grito de alegría y dio tres palmadas. Al oír esta señal, cuatro soldados del seraskier Kourchid aparecieron en la puerta y Selim cayó atravesado de cinco puñaladas. Cada cual había dado la suya.

Y, en seguida, ebrios de codicia, aunque pálidos de miedo, se precipitaron en el subterráneo, buscando por todos los rincones y recogiendo sacos de oro.

Entretanto, mi madre me cogió en sus brazos, y con toda la agilidad de que era capaz, se precipitó hacia unas sinuosidades, llegó a una escalerilla falsa, en la cual reinaba un tumulto espantoso.

Las salas bajas estaban pobladas enteramente por los tehodoars de Kourchid, es decir, por nuestros enemigos.

Cuando mi madre iba a empujar la puertecita, oímos la terrible y amenazadora voz de mi padre.

Mi madre se asomó a las hendiduras de las planchas. Una abertura había también delante de mis ojos y miré.

-¿Qué queréis? -decía mi padre a unos hombres que tenían en la mano un papel con caracteres dorados.

-Queremos -respondió uno de ellos- comunicarte las órdenes de Su Alteza ¿Ves esta firma?

-La veo -dijo mi padre.

-Pues bien, lee. Pide tu cabeza.

Mi padre arrojó una carcajada más espantosa que una amenaza, y aún no había cesado, cuando disparó dos pistoletazos matando a dos hombres.

Los palicaros que se hallaban escondidos alrededor de mi padre se levantaron e hicieron fuego. La sala se llenó de ruido, llamas y humo.

Al momento empezó el fuego en la parte opuesta y las balas agujerearon los tabiques alrededor de nosotras.

¡Oh! ¡Cuán bello y majestuoso estaba el visir Alí-Tebelín, mi padre, en medio de las balas, con la cimitarra empuñada, y el rostro ennegrecido por la pólvora! ¡Cómo huían sus enemigos!

-¡Selim! ¡Selim!, guardián del fuego, ¡cumple con tu deber!

-¡Selim ha muerto! -respondió una voz sorda que parecía salir delas profundidades del quiosco-, y tú, Alí, estás perdido.

Al mismo tiempo se oyó una detonación sorda, y un tabique voló en mil pedazos alrededor de mi padre.

Sin embargo, no estaba herido.

Los tehodoars tiraban por las aberturas de los tabiques. Tres o cuatro palicarios cayeron mortalmente heridos.

Mi padre rugía como un león. Introdujo sus dedos por los agujeros de las balas y arrancó una tabla entera, dejando un hueco bastante grande para podet huir, como pensaba.

Sin embargo, al mismo tiempo, estallaron veinte tiros por esta abertura, y las llamas, que salían como de un volcán, llegaron hasta los arabescos del techo.

En medio de todo este espantoso tumulto, en medio de estos gritos terribles, dos de ellos más fuertes que los demás, dos de ellos más desgarradores que todos, me helaron de espanto.

Aquella última explosión hirió mortalmente a mi padre y él fue quien lanzó los dos gritos.

No obstante, había permanecido en pie y habíase agarrado a una ventana. Mi madre sacudía la puerta para ir a morir con él, pero la puerta estaba cerrada por dentro. A su alrededor los palicarios luchaban con las convulsiones de la agonía. Dos o tres que no estaban heridos se lanzaron por las ventanas.

Al mismo tiempo, el pavimento se estremeció, mi padre cayó sobre una rodilla. Al punto se extendieron hacia él veinte brazos, armados de sables, pistolas y puñales, e hirieron a la vez a un solo hombre, y mi padre desapareció en un torbellino de fuego, atizado por aquellos demonios rugientes, como si el infierno se hubiera abierto a sus pies.

Yo caí al suelo. Mi madre también se había desmayado.

Haydée dejó caer sus brazos, lanzando un gemido y mirando al conde como para preguntarle si estaba satisfecho de su obediencia.

El conde se levantó, se dirigió a ella, le cogió una mano y le dijo en griego:

-Descansa, hija mía, y recobra un poco de valor pensando que hay un Dios que castiga a los traidores.

-Es una historia espantosa, conde -repuso Alberto asustado de la palidez de Haydée-, y ahora me echo en cara el haber sido tan cruelmente indiscreto.

-Eso no es nada -respondió Montecristo, y poniendo su mano sobre la cabeza de la joven, continuó-, Haydée es una valerosa mujer; algunas veces ha encontrado alivio a sus males hablando de sus dolores.

-Porque mis dolores me recuerdan tus beneficios, señor -dijo vivamente la joven.

Alberto le dirigió una mirada de curiosidad, porque aún no le había contado lo que deseaba saber, es decir, cómo había llegado a ser esclava del conde.

Haydée vio expresado el mismo deseo en las miradas del conde y en las de Alberto y continuó:

-Al recobrar mi madre los sentidos, nos hallábamos delante del seraskier.

-Matadme -dijo-, pero respetad el honor de la viuda de Alí-Tebelín.

-No es a mí a quien tienes que dirigirte -dijo Kourchid.

-¿A quién, pues?

-A tu nuevo amo.

-¿Quién es?

-Mírale ahí.

Y Kourchid nos mostró uno de los que habían contribuido más a la muerte de mi padre -continuó la joven con cólera sombría.

-Luego -preguntó Alberto-, ¿fuisteis esclavas de aquel hombre?

-No -respondió Haydée-, no se atrevió a quedarse con nosotras, nos vendió a unos mercaderes de esclavos que iban a Constantinopla. Atravesamos Grecia y llegamos moribundas a la Puerta Imperial, atestada de curiosos que se hacían a un lado para dejarnos pasar, cuando de repente mi madre siguió con la vista la dirección de sus miradas, lanzó un grito y cayó, mostrándome una cabeza que había encima de la Puerta. Debajo de esta cabeza estaban escritas estas palabras:

«Esta es la cabeza de Alí-Tebelín, bajá de Janina.»

Yo me eché a llorar, procuré levantar a mi madre, pero estaba muerta.

Me condujeron al bazar. Un armenio rico me compró, me instruyó, me dio maestros, y cuando tuve trece años me vendió al sultán Mahmud.

-Al cual -dijo Montecristo- yo la compré, como os he dicho, Alberto, por la esmeralda compañera de la que me sirve para guardar mis pastillas de hachís.

-¡Oh! ¡Tú eres bueno! ¡Tú eres grande!, señor -dijo Haydée besando la mano de Montecristo-, y yo soy feliz al pertenecerte.

Alberto estaba absorto. Apenas podía dar crédito a lo que acababa de oír.

-Acabad vuestra taza de té -le dijo el conde-, pues la historia ha concluido.

Retrocedamos un poco.

Franz había salido del cuarto de Noirtier tan aterrado, que la misma Valentina tuvo piedad de él.

Villefort, que sólo había articulado algunas palabras incoherentes y que había salido de su despacho, recibió dos horas después la siguiente carta.

«Después de las revelaciones de esta mañana, no podrá suponer el señor Noirtier de Villefort que sea posible una alianza entre su familia y la del señor Franz d'Epinay, que se horroriza al pensar que el señor de Villefort, que parecía conocer los acontecimientos contados esta mañana, no le haya avisado antes.»

El que hubiese visto en este momento al procurador, abatido por el golpe, no hubiese pensado lo que preveía. En efecto, nunca hubiera creído que su padre llevaría la franqueza, más bien la rudeza, hasta contar semejante historia. Es cierto que el señor Noirtier nunca se había ocupado de aclarar este hecho a los ojos de su hijo, y éste había creído siempre que el general Quesnel, o el barón d'Epinay, había muerto asesinado y no en un duelo leal como se le había demostrado.

Esta carta tan dura de un joven hasta entonces tan respetuoso era mortal para el orgullo de un hombre como Villefort.

Apenas acababa de entrar en su despacho cuando entró en él también su mujer.

La salida de Franz, llamado por el señor Noirtier, había asombrado de tal modo a todo el mundo, que la posición de la señora de Villefort, que se quedó sola con el notario y los testigos, era cada vez más embarazosa. Entonces la señora de Villefort tomó un partido y salió anunciando que iba a ver lo que ocurría.

El señor de Villefort se contentó con decirle que, a consecuencia de una discusión entre él, el señor Noirtier y el señor d'Epinay, el casamiento de Valentina con Franz se había desbaratado.

Difícil era comunicar esto a los que esperaban. Así, pues, la señora de Villefort, al entrar, se contentó con decir que el señor Noirtier tuvo al comienzo de la conversación un ataque apopléjico, y que por esta razón el contrato se dilataba, naturalmente, para después de algunos días.

Esta noticia, aunque era falsa, causó tal extrañeza después de las dos desgracias del mismo género, que los testigos se miraron asombrados y se retiraron sin decir una palabra.

Entretanto, Valentina, feliz y espantada a la vez, después de haber abrazado y dado gracias al débil anciano que acababa de romper de un solo golpe una cadena que ella miraba como indisoluble, pidió que la dejasen retirarse a su cuarto, y Noirtier le concedió permiso para ello.

Pero, en lugar de subir a su cuarto, Valentina entró en el corredor, y saliendo por la puertecita, se lanzó hacia el jardín. En medio de todos los acontecimientos que acababan de sucederse unos a otros, un terror sordo había oprimido constantemente su corazón. Esperaba de un momento a otro ver aparecer a Morrel pálido y amenazador como el aire de Ravenswod en el contrato de Lucía de Lammermoor.

En efecto, era tiempo de que llegase a la reja Maximiliano, que había sospechado lo que iba a ocurrir al ver a Franz salir del cementerio con el señor de Villefort. Le había seguido, después de haberle visto salir y entrar de nuevo con Alberto y Chateau-Renaud. Para él ya no había duda. Se dirigió a su huerta preparado a cualquier evento, y seguro de que en su primer momento de libertad, Valentina correría en su busca.

No se había engañado Morrel. Con los ojos arrimados a las tablas de la valla, vio aparecer, en efecto, a la joven que, sin tomar ninguna de las acostumbradas precauciones, corría hacia donde él se encontraba.

A la primera ojeada que le dirigió Maximiliano se tranquilizó. A la primera palabra que pronunció ella, saltó de alegría.

-¡Salvados! -dijo Valentina.

-¡Salvados! -repitió Morrel, no pudiendo creer en semejante felicidad-. ¿Salvados, por quién?

-Por mi abuelo. ¡Oh! ¡Amadle mucho, Morrel!

Morrel juró amar al anciano con toda su alma, y este juramento lo pronunciaba con un placer tanto mayor, cuanto que desde aquel instante no sólo le amaba como a su amigo, sino que le adoraba como a un dios.

-Pero ¿cómo es posible? -preguntó Morrel-. ¿De qué medios se ha valido?

Valentina iba a abrir la boca para contárselo todo, pero se acordó de que había en el fondo de todo aquello un terrible secreto que no pertenecía sólo a su abuelo.

-Más tarde -dijo- os lo contaré todo.

-¿Pero cuándo?

-Cuando sea vuestra mujer.

Esto era poner la conversación en un estado en que Morrel accedía gustoso a todo cuanto le pedía Valentina. Dijo para sí que bastante era para un día lo que acababa de saber, pero no consintió en retirarse sino después de haber exigido la promesa de que vería a Valentina al día siguiente por la noche.

Esta prometió hacer lo que él quisiera.

Todo había cambiado a sus ojos, y seguramente le era menos difícil creer ahora que se casaría con Maximiliano, que convencerse una hora antes que no se casaría con Franz...

Durante este tiempo, la señora de Villefort había subido al cuarto del señor Noirtier, que la miró con aquellos ojos sombríos y severos con que acostumbraba hacerlo.

-Caballero -le dijo ella-, no necesito comunicaros que el casamiento de Valentina se ha desbaratado, puesto que aquí es donde ha tenido lugar este acto.

Noirtier permaneció inmóvil.

-Pero -continuó la señora de Villefort- lo que vos no sabéis es que yo siempre me había opuesto a tal enlace y que éste se iba a celebrar a pesar mío.

Noirtier miró a su nuera como pidiéndole una explicación.

-Ahora que se ha deshecho ese matrimonio, por el cual yo sabía la repugnancia que sentíais, voy a dar un paso que no podrían dar el señor de Villefort ni su hija.

Los ojos de Noirtier preguntaron qué pasó era éste.

-Vengo a suplicaros -continuó la señora de Villefort-, como la única que tiene derecho a hacerlo, porque no reportaré utilidad alguna de ello. Vengo a suplicaros que devolváis la herencia a vuestra nieta.

Los ojos de Noirtier permanecieron un instante inciertos. Evidentemente buscaba los motivos de este paso y no podía hallarlos.

-¿Puedo esperar, caballero, que vuestras intenciones estén en armonía con la súplica que vengo a haceros?

-Sí -indicó Noirtier.

-Entonces me retiro feliz y llena de reconocimiento hacia vos.

Y saludando al señor Noirtier se retiró.

En efecto, al día siguiente mandó Noirtier llamar a un notario. Se rompió el primer testamento y redactóse otro nuevo, en el que dejó todos sus bienes a Valentina, bajo las condiciones de que no la separarían de él.

Algunas personas calcularon entonces que la señorita de Villefort, heredera del marqués y de la marquesa de Saint-Merán, y amada de su abuelo, tendría algún día trescientas mil libras de renta.

Mientras en casa de los Villefort se rompía este casamiento, el conde de Morcef recibió la visita del de Montecristo, y para mostrar sus deseos de complacer a Danglars, se vistió su uniforme de gala de teniente coronel con todas sus cruces, y pidió sus mejores caballos.

Luego se dirigió a la calle de Chaussée d'Antin y se hizo anunciar a Danglars, que en aquel momento estaba efectuando sus pagos de fin de mes. No era éste el momento más a propósito para encontrar a Danglars en su mejor humor.

Así, pues, al ver a su antiguo amigo, Danglars tomó su aire majestuoso y se repantigó en su sillón.

Morcef, tan grave por lo general, había afectado al contrario un aire risueño y afable. De consiguiente, seguro como estaba de que su primera frase produciría una buena acogida, no hizo más cumplidos, y fue derecho al asunto.

-Barón -dijo-, aquí me tenéis. Mucho tiempo ha que no hemos hablado acerca de la palabra que mutuamente nos dimos...

Morcef esperaba que se alegrase la fisonomía del banquero al oír estas palabras, pero, al contrario, volvióse casi más impasible y frío que antes.

Por esto Morcef se detuvo en medio de su frase.

-¿Qué palabra, señor conde? -preguntó el banquero, como si buscase en su imaginación la explicación de lo que el general quería decir.

-¡Oh! -dijo el conde-, vos sois formalista, señor mío, y me recordáis que el ceremonial debe hacerse en toda regla. Disculpadme, ¡qué diantre! Perdonadme, como no tengo más que un hijo, y es la primera vez que pienso casarle, estoy aún en el aprendizaje. Vaya..., veamos ahora.

Y Morcef, con una sonrisa forzada, se levantó, hizo una profunda reverencia a Danglars, y le dijo:

-Tengo el honor, señor barón, de pediros la mano de la señorita Danglars, vuestra hija, para mi hijo, el vizconde Alberto de Morcef.

Pero Danglars, en vez de acoger estas palabras como un favor que Morcef podía esperar de él, frunció las cejas y sin invitar al conde a volverse a sentar, repuso:

-Señor conde, antes de responderos, tengo necesidad de reflexionar.

-¡De reflexionar! -repuso Morcef cada vez más asombrado-. ¿No habéis tenido tiempo todavía de reflexionar después de ocho años que hablamos de ese casamiento por vez primera?

-Señor conde, todos los días están sucediendo cosas que hacen que se renueven las reflexiones.

-¿Pues cómo? -preguntó Morcef-, no os comprendo, barón.

-Me refiero, caballero, a que hace quince días, nuevas circunstancias...

-Permitid -dijo Morcef-, ¿es eso una comedia o no lo es?, quisiera saberlo.

-¿Cómo, una comedia?

-Sí, pongamos las cartas boca arriba.

-No os pido otra cosa.

-¿Habéis visto a Montecristo?

-Le veo muy a menudo -dijo Danglars con petulancia-. Es uno de mis amigos.

-¡Pues bien! Una de las últimas veces que le habéis visto, le dijisteis que yo era un olvidadizo, y que no acababa de tomar una resolución respecto a la boda.

-Es cierto.

-¡Pues bien! Yo no soy olvidadizo ni me falta resolución, bien lo veis, puesto que vengo a recordaros vuestra promesa.

Danglars no respondió.

-¿Habéis mudado tan pronto de parecer? -añadió Morcef-. ¿O no habéis provocado esta demanda sino por el placer de humillarme?

Danglars comprendió que si continuaba la conversación en el tono en que la había emprendido, la cosa no sería muy provechosa para él.

-Señor conde -dijo-, debéis estar sorprendido de mi reserva. Lo comprendo, yo soy el primero en lamentarlo, pero creed que no puedo menos de obrar así, porque circunstancias imperiosas me lo ordenan.

-Esas son disculpas, mi querido amigo -dijo el conde-, con las que se podría contentar un cualquiera, pero el conde de Morcef no es un cualquiera. Y cuando un hombre como él viene a buscar a otro hombre, le recuerda la palabra dada, y cuando este hombre falta a su palabra, tiene derecho a exigir que le den otra razón más convincente.

Danglars era cobarde, pero no quería aparentarlo. Afectó picarse del tono que tomaba Morcef y dijo:

-No me faltan razones de peso.

-¿Qué vais a decirme?

-Que tengo una razón que os convencería, pero es difícil decirla.

-Sin embargo, vos conocéis -dijo Morcef- que yo no puedo contentarme con vuestras razones y lo único que veo más claro en todo esto es que rechazáis mi alianza.

-No, señor -dijo Danglars-; suspendo mi resolución, que es diferente.

-¡Pero no creo que supondréis que yo me he de someter a vuestros caprichos, hasta el punto de esperar tranquila y humildemente que os dé la gana resolveros!

-Entonces, señor conde, si no podéis esperar, consideremos nuestros proyectos como nulos.

El conde se mordió los labios hasta saltársele la sangre, y sufría en no poder dar rienda suelta a su furor. No obstante, comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado a acercarse a la puerta del salón, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.

Por su frente acababa de cruzar una nube, dejando en lugar del orgullo ofendido, las huellas de una vaga inquietud.

-Veamos -dijo-, mi querido Danglars, nosotros nos conocemos desde hace muchos años y por consiguiente debemos tener algunas consideraciones uno con otro. Vos me debéis una explicación, y quiero saber al menos la causa de esta ruptura entre nosotros. ¿Sería mi hijo el que...?

-No se trata de una cuestión personal del vizconde, esto es cuanto puedo deciros, caballero -respondió Danglars con más ironía cada vez.

-¿Y de quién es personal entonces? -preguntó con voz alterada Morcef, cuya frente se cubría de palidez.

Danglars, que espiaba todos sus movimientos, no dejó de notar estos síntomas y clavó en él una mirada más tranquila y penetrante que las demás.

-Dadme gracia porque no soy más explícito -dijo.

Un temblor nervioso, que sin duda provenía de una cólera contenida, agitaba a Morcef.

-Tengo derecho -respondió, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo- a exigir que os expliquéis. ¿Tenéis algo contra la señora de Morcef? ¿Es acaso porque mi fortuna no es tan considerable como la vuestra? ¿Es porque mis opiniones son contrarias a las vuestras...?

-Nada de eso, caballero -dijo Danglars-, ello sería imperdonable, porque yo me comprometí sabiendo todo eso. No; no tratéis de indagar, me avergüenzo yo mismo de lo que está ocurriendo. Nada, tomemos el término medio de la dilación, que no es ni un rompimiento ni un compromiso. No hay tanta prisa, ¡qué demonio! Mi hija tiene diecisiete años, y vuestro hijo veintiuno. Durante el plazo, el tiempo mismo os dirá las razones que me impulsan a obrar así. Las cosas que un día le parecen a uno oscuras, al siguiente están claras como el agua. Hay veces en que las calumnias...

-¿Calumnias habéis dicho, caballero? -exclamó Morcef poniéndose lívido-. ¿Me han calumniado a mí?

-Señor conde, no entremos en explicaciones, os lo suplico.

-De modo, caballero, que debo aguantar tranquilamente esa negativa...

-Penosa para mí sobre todo, caballero, sí, más penosa que para vos, porque yo contaba con el honor de vuestra alianza, y un casamiento desbaratado causa siempre más perjuicio a ella que a él.

-Está bien, caballero, no hablemos más -dijo Morcef.

Y arrojando sus guantes con rabia salió de la habitación.

Danglars recordó que aquélla era la primera vez que retiraba su palabra, sobre todo, habiéndosela dado a Morcef.

Aquella noche hubo una larga conferencia con muchos amigos, y el señor Cavalcanti, que había estado constantemente en el saloncito de las señoras, salió el último de casa del banquero.

Al despertarse al día siguiente, Danglars pidió los periódicos. Al punto se los trajeron. Separó tres o cuatro y tomó El Imparcial.

Este era el periódico del que Beauchamp era el redactor principal.

Rompió rápidamente la cubierta, lo abrió con una precipitación nerviosa, pasó desdeñosamente la vista por el artículo de fondo, y habiendo llegado a las noticias varias, se detuvo con una sonrisa diabólica en un párrafo que comenzaba de esta suerte:

«Nos escriben de Janina...»

-Bien, bien -dijo después de haberlo leído-, aquí tengo un parrafito acerca del coronel Fernando, que según toda probabilidad me ahorrará el tener que dar explicaciones al señor conde de Morcef.

Casi al mismo tiempo que ocurría esta escena, es decir, hacia las diez de la mañana, Alberto de Morcef, vestido de negro, con su frac abrochado hasta el cuello, el paso agitado y grave el semblante, se presentaba en la casa de los Campos Elíseos.

-El señor conde acaba de salir hace media hora -dijo el portero.

-¿Le ha acompañado Bautista? -preguntó Morcef.

-No, señor vizconde.

-Llamadle, pues quiero hablarle.

El portero fue a buscar al ayuda de cámara y al instante volvió con él.

-Amigo mío, os pido perdón por mi indiscreción -dijo Alberto-, pero he querido preguntaros a vos mismo si era cierto que vuestro amo había salido.

-Sí, señor -respondió Bautista.

-¿Para mí también?

-Yo sé cuánto gusta mi amo de recibiros, y me guardaría muy bien de incluiros en una medida general, pero ha salido.

-Tienes razón, porque tenía que hablarle de un asunto grave. ¿Crees tú que tardará mucho en volver?

-No, porque ha dicho que tenga preparado su almuerzo para las diez.

-Bien, voy a dar una vuelta por los Campos Elíseos y a las diez estaré aquí. Si el señor conde vuelve antes, suplícale que me espere.

-Podéis estar seguro, descuidad.

Alberto dejó a la puerta del conde el cabriolé de alquiler en que había venido.

Al pasar por delante del Paseo de las Viudas creyó reconocer los caballos del conde esperando a la puerta de tiro de Gosset. Acercóse y después de haber reconocido los caballos, reconoció al cochero.

-¡Hola! ¿Está en el tiro el señor conde? -preguntó Morcef a aquél.

-Sí, señor -respondió el cochero.

En efecto, ya había oído Alberto muchos tiros regulares desde que se iba aproximando a aquel sitio.

Entró. En el jardín se encontraba el mozo.

-Perdonad -dijo-, pero el señor vizconde tendrá la bondad de esperar un instante.

-¿Por qué, Felipe? -preguntó Alberto, que, a fuerza de parroquiano de aquel tiro, se admiraba de que no le dejasen entrar.

-Porque la persona que se ejercita en este momento toma el tiro para él solo y nunca tira delante de nadie.

-¿Ni siquiera delante de vos, Felipe?

-Bien veis, caballero, que estoy a la puerta de mi morada.

-¿Y quién le carga las pistolas?

-Su criado.

-¿Un nubio?

-Un negro.

-Eso es.

-¿Conocéis a ese señor?

-Vengo a buscarle; es amigo mío.

-¡Oh!, entonces eso es otra cosa, voy a pasarle recado.

Y Felipe, llevado también de su curiosidad, entró en el tiro.

Un segundo después apareció Montecristo junto a la puerta por donde salió Felipe.

-Perdonad que os haya perseguido hasta aquí, mi querido conde -dijo Alberto-, pero empiezo por deciros que nadie más que yo tiene la culpa. Me presenté en vuestra casa, me dijeron que habíais salido, pero que volveríais a las diez para almorzar. Yo me paseé a mi vez esperando que fuesen las diez, y mientras estaba paseando vi vuestros caballos y vuestro carruaje.

-Eso me hace creer que almorzaremos juntos.

-Muchas gracias, no se trata de almorzar ahora. Tal vez almorzaremos más tarde, pero en mala compañía, ¡voto a...!

-¿Qué diablos me estáis contando?

-Querido, me bato hoy mismo.

-¡Vos! ¿Qué me decís?

-¡Que voy a batirme en duelo!

-Sí, lo entiendo. ¿Pero por qué? Uno se bate por mil cosas, ya comprenderéis.

-Por el honor.

-¡Ah!, eso es más grave de lo que imaginaba.

-Tan grave que vengo a pediros un favor.

-¿Cuál?

-El de que seáis mi padrino.

-Entonces, eso es todavía más grave. No hablemos más de esto y volvamos a casa. Dame agua, Alí.

El conde se subió las mangas de su camisa, y pasó al vestíbulo que precede a los tiros y donde los tiradores solían lavarse las manos.

-Entrad, señor vizconde -dijo Felipe en voz baja-. Veréis algo bueno.

Morcef entró. En lugar de hitos, la tabla estaba llena de cartas.

De lejos, Morcef creyó que era un juego completo. Había desde el as hasta el diez.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo Alberto-. ¿A qué jugáis?

-¡Psch! -dijo el conde-, estaba terminando una jugada.

-¿Cómo?

-Sí, como veis no había más que ases y doses, pero mis balas han hechos treses, cincos, sietes, ochos, nueves y dieces.

Alberto se acercó.

En efecto, las balas, con líneas perfectamente exactas y distancias iguales, habían reemplazado los signos ausentes, agujereando el cartón en el sitio en que debiera estar pintado.

Al dirigirse a la plancha, Morcef recogió también dos o tres golondrinas que habían tenido la imprudencia de pasar por delante del conde y que éste mató implacablemente.

-¡Diablo! -exclamó Morcef.

-¿Qué queréis?, mi querido vizconde -dijo Montecristo enjugándose las manos en una finísima toalla que le trajo Alí-, en algo he de consumir mis ratos de ocio. Pero vámonos, os espero.

Ambos subieron al carruaje de Montecristo, que los condujo en pocos instantes a la casa número 30.

Montecristo condujo a Morcef a su gabinete, y le mostró un sillón. Ambos se sentaron.

-Ahora hablemos con toda calma y sosiego -dijo el conde.

-Bien veis que estoy perfectamente tranquilo.

-¿Con quién vais a batiros?

-Con Beauchamp.

-¿Uno de vuestros amigos?

-Con los amigos es con los que se bate uno siempre.

-Dadme al menos una razón.

-Tengo una.

-¿Qué os ha hecho?

-En su periódico de ayer hay... pero no, leed vos.

Alberto mostró a Montecristo un periódico en que se leían estas palabras:

Nos escriben de Janina:

Hemos llegado a conocer un hecho importante ignorado hasta ahora, o al menos inédito. Los castillos que defendían la ciudad fueron entregados a los turcos por un oficial francés, en quien el visir Alí-Tebelín había depositado toda su confianza. Este oficial se llamaba Fernando.

-Y bien -preguntó Montecristo-, ¿qué es lo que os sorprende en ese párrafo?

-¿Qué es lo que me sorprende?

-Sí. ¿Qué os importa que los castillos de Janina hayan sido entregados por un oficial llamado Fernando?

-Me importa, puesto que mi padre, el conde de Morcef, se llama Fernando.

-¿Y vuestro padre servía a Alí-Bajá?

-Es decir, combatía por la independencia de los griegos. Esa es precisamente la calumnia.

-¡Ah, vizconde, hablemos razonablemente!

-No es otro mi deseo.

-Decidme: ¿Quién diablos sabe en Francia que el oficial Fernando es el mismo conde de Morcef, y quién se ocupa ahora de Janina, que fue tomada en 1822 o en 1823, según creo?

-Ahí está precisamente la perfidia. Han dejado pasar tiempo para salir ahora con un escándalo que pudiera empañar una elevada posición. Pues bien, yo, heredero del nombre de mi padre, no quiero que sobre él haya ni aun la sombra de una duda. Voy a mandar a Beauchamp, cuyo periódico ha publicado esta nota, dos testigos, y la retractará.

-Beauchamp no la retractará.

-Entonces nos batiremos.

-No, no os batiréis, porque os responderá que tal vez había en el ejército griego cincuenta oficiales que se llamasen Fernando.

-A pesar de esa respuesta, nos batiremos. ¡Oh, quiero que esto desaparezca! Mi padre, un soldado tan noble..., una carrera tan ilustre...

-O bien pondrá: «estamos seguros de que este Fernando nada tiene que ver con el conde de Morcef, cuyo nombre de pila es también Fernando».

-Quiero que se retracte de una manera más completa. No me contentaré con eso.

-¿Y vais a enviarle vuestros padrinos?

-Sí.

-Haréis mal.

-Lo cual quiere decir que me negáis el favor que venía a pediros.

-¡Ah!, ya sabéis mi teoría respecto al duelo; creo habéroslo dicho en Roma, ¿no os acordáis?

-Esta mañana, hace un momento, os encontré en una ocupación que está poco en consonancia con esa teoría.

-Porque, amigo mío, vos comprenderéis que algunas veces es menester salir de sus casillas. Cuando se vive con locos, es preciso también aprender a ser insensato. De un momento a otro, algún calavera, aunque no tenga más motivo para buscar camorra que el que tenéis vos para buscársela a Beauchamp, puede venirme con cualquier necedad, enviarme sus testigos o insultarme en público. Pues bien, tengo que matar a ese calavera.

-¡Ah! Luego, ¿también vos os batiríais?

-Naturalmente.

-¡Pues bien! Entonces, ¿por qué queréis que yo no me bata?

-No digo que no os batáis, sino que un duelo es cosa muy grave y de reflexionar.

-¿Y él ha reflexionado para insultar a mi padre?

-Si no ha reflexionado, y os lo confiesa, no debéis atentar contra él.

-¡Oh!, mi querido conde, sois demasiado indulgente.

-Y vos, demasiado riguroso. Veamos, yo supongo..., escuchad con atención. Yo supongo..., ¡no os vayáis a enojar por lo que voy a deciros!

-Escucho.

-Supongo que el hecho sea cierto...

-Un hijo no debe nunca admitir semejantes suposiciones sobre el honor de su padre.

-¡Oh, Dios mío! ¡Estamos en una época en que se admiten tantas cosas!

-Ese es precisamente el defecto de la época.

-¿Y pretendéis reformarla?

-Sí; por lo que a mí respecta.

-¡Oh! ¡Dios mío!, buen reformista haríais, amigo mío.

-No lo puedo remediar.

-Sois inaccesible a los consejos que os dan de buena fe.

-No cuando proceden de un amigo.

-¿Creéis que yo lo sea vuestro?

-Sí.

-¡Pues bien!, antes de enviar a Beauchamp vuestros padrinos, informaos.

-¿De quién?

-¡Oh...! De Haydée, por ejemplo.

-Mezclar en todo esto a una mujer, ¿y qué podrá hacer?

-Decir que vuestro padre no tiene nada que ver con la derrota o con la muerte del suyo, o deciros la verdad, si por casualidad vuestro padre hubiese tenido la desgracia...

-Ya os he dicho, mi querido conde, que no podía admitir esa suposición.

-Entonces, ¿rehusáis ese medio?

-Lo rehúso.

-¿Absolutamente?

-Absolutamente.

-Oíd, entonces, mi último consejo.

-Bien, pero que sea el último.

-¿No queréis oírlo?

-Al contrario, os lo pido.

-No enviéis a Beauchamp vuestros padrinos.

-¿Cómo?

-Id vos mismo a buscarle.

-Eso va contra la costumbre.

-Ese duelo nada tiene que ver con los comunes, veamos.

-¿Y por qué debo ir yo mismo?

-Porque de ese modo el asunto quedará entre vosotros dos.

-Explicaos.

-Si Beauchamp está dispuesto a retractarse, preciso es dejarle el mérito de la buena voluntad; no por eso dejará de hacer lo que le parezca. Si por el contrario, entonces será tiempo de revelar el secreto a los dos extraños.

-No serán dos extraños, serán dos amigos.

-Los amigos de hoy son enemigos mañana.

-¡Oh! ¡Cómo... !

-Dígalo Beauchamp.

-Así, pues...

-Así, pues, os recomiendo prudencia.

-¿Y me aconsejáis que vaya yo mismo a buscar a Beauchamp?

-Sí.

-¿Solo?

-Solo. Cuando se quiere obtener algo del amor propio de un hombre, es preciso salvar a ese amor propio hasta la apariencia del sufrimiento.

-Me parece que tenéis razón.

-¡Gracias a Dios!

-Iré solo.

-Escuchad. Creo que mejor haríais en no ir ni solo ni acompañado.

-Pero eso es imposible.

-Haced lo que os digo, os tendrá más cuenta.

-Pero en este caso, veamos: si a pesar de todas mis preocupaciones, llega a efectuarse el desafío, ¿me serviréis de testigo?

-Mi querido vizconde -dijo Montecristo con una gravedad extremada-, ya conoceréis que en todo estoy pronto a serviros. Pero lo que me pedís sale ya del círculo de lo que puedo hacer por vos.

-¿Por qué?

-Quizás un día lo sabréis.

-Pero mientras tanto...

-Dispensadme, es un secreto.

-Está bien. Elegiré a Franz y Chateau-Renaud.

-Perfectamente. ¡Franz y Chateau-Renaud son muy a propósito para el caso!

-Pero, en fin, si me bato, ¿me daréis una leccioncita de espada o de pistola?

-No; eso también es imposible.

-¡Oh! ¡Qué singular sois! ¿Conque en nada queréis mezclaros?

-En nada absolutamente.

-No hablemos entonces más de ello. Adiós, conde.

-Adiós, vizconde.

Morcef tomó su sombrero y salió.

A la puerta encontró su cabriolé, y conteniendo cuanto pudo su cólera, se hizo conducir a casa de Beauchamp, que estaba en la redacción.

Entonces Alberto se hizo conducir allí.

Beauchamp estaba en un salón sombrío y oscuro como suelen ser las redacciones de periódicos.

Anunciáronle a Alberto de Morcef. Dos veces se hizo repetir el anuncio, y mal convencido aún, gritó:

-Entrad.

Alberto entró. Beauchamp lanzó una exclamación de sorpresa al ver a su amigo atravesar por entre los papeles y pisotear con la torpeza hija de la poca costumbre que tenía, los periódicos de todos tamaños que cubrían, no el pavimento, sino la mesa en que estaba escribiendo.

-¡Por aquí, por aquí, mi querido Alberto! -dijo, presentando al joven-. ¿Qué es lo que os trae por acá? ¿Venís a almorzar conmigo? Veamos, buscad una silla. Mirad, allí hay una junto a aquel geranio, que es lo único que recuerda que haya hojas en el mundo además de las de papel.

-Beauchamp -dijo Alberto-, vengo a hablaros de vuestro periódico.

-¡Vos, Morcef! ¿Qué deseáis?

-Deseo una rectificación.

-¡Una rectificación! ¿Respecto a qué, Alberto? Pero sentaos.

-Gracias -respondió Alberto por segunda vez y con un ligero movimiento de cabeza.

-Vamos, explicaos.

-Una rectificación sobre un hecho que ataca el honor de mi familia.

-¡Vamos! -dijo Beauchamp sorprendido-. ¿Qué hecho? Me parece que no se podrá...

-Lo que os han escrito de Janina.

-¿De Janina?

-Sí, de Janina. No os hagáis el ignorante.

-¡Palabra de honor que nada sé...! ¡Bautista, un número de ayer! -gritó Beauchamp.

-Es inútil. Traigo el mío en el bolsillo.

Beauchamp leyó:

«Nos escriben de Janina..., etc.»

-Ya podéis ver que el hecho es grave -dijo Morcef, así que Beauchamp hubo leído.

-¿Ese oficial es pariente vuestro? -preguntó el periodista.

-Sí -dijo Alberto sonrojándose.

-Pues bien, ¿qué queréis que haga por serviros? -dijo Beauchamp con dulzura.

-Quisiera que retractaseis este hecho, mi querido Beauchamp.

Beauchamp miró a Alberto con una atención que anunciaba seguramente mucha bondad.

-Veamos -dijo-, es cosa de tomarlo despacio, porque una retractación es siempre asunto de gravedad. Sentaos. Voy a leer otra vez estas tres o cuatro líneas.

Alberto se sentó y Beauchamp volvió a leer las líneas acriminadas por su amigo, con más cuidado que antes.

-Ya lo veis -dijo Alberto con firmeza y hasta con sequedad-, en vuestro periódico se ha insultado a un miembro de mi familia, y exijo una retractación.

-Exigís...

-Sí, exijo una retractación.

-Permitidme que os diga, mi querido vizconde, que vuestro lenguaje no es parlamentario.

-No trato de que lo sea -replicó el joven levantándose-, quiero la retractación de un hecho que habéis anunciado ayer, y la obtendré. Sois bastante amigo -prosiguió Alberto, apretando los dientes, viendo que Beauchamp empezaba a levantar la cabeza con aire desdeñoso-, sois bastante amigo, y por lo mismo supongo que me conocéis suficientemente para comprender mi tenacidad en semejante caso.

-Con palabras como las que acabáis de decir, Morcef, conseguiréis hacerme olvidar que soy amigo vuestro, como decís. Pero, veamos, no nos enfademos o dejémoslo para más adelante... ¡Sepamos quién es ese pariente que se llama Fernando!

-Es mi padre, nada menos -dijo Alberto-, el señor Fernando Mondego, conde de Morcef, un veterano que ha visto veinte campos de batalla y cuyas cicatrices se trata de cubrir con fango impuro.

-¡De vuestro padre! -replicó Beauchamp-, la cosa ya cambia. Ahora comprendo vuestra incomodidad, querido Alberto. Volvamos a leer.

Y leyó otra vez la nota, deteniéndose a cada palabra.

-Pero ¿en dónde veis -preguntó Beauchamp- que el Fernando del periódico sea vuestro padre?

-En ninguna parte. Pero lo verán otros, y por eso quiero que se desmienta el hecho.

Al oír la palabra quiero, Beauchamp levantó la vista para mirar a Morcef, pero bajándola al instante se quedó un momento pensativo.

-Desmentiréis este hecho, ¿no es verdad? -repitió Morcef con una cólera que iba en aumento y que procuraba reprimir.

-Sí -respondió Beauchamp.

-¡Está bien! -dijo Alberto.

-Pero después que me haya cerciorado de que es falso.

-¡Cómo!

-Sí; la cosa merece la pena de que se aclare, y yo la aclararé.

-Y qué tenéis que aclarar -dijo Alberto fuera de sí-. Si creéis que no es mi padre, decidlo sin rodeos, y si, por el contrario, creéis que es de él de quien se trata, explicadme los motivos que para ello tenéis.

Beauchamp miró a Alberto con esa sonrisa que le era peculiar y que sabía adaptarse a todas las pasiones.

-Caballero -repuso-, puesto que ya debemos tratarnos así, si habéis venido a exigirme una satisfacción, debíais haberlo hecho desde el principio, y no haberme hablado de amistad y de otras cosas ociosas como las que tengo la paciencia de oír hace media hora. Sepamos, ¿es por este terreno por el que debemos marchar en lo sucesivo?

-Sí; en el caso de que no retractéis la infame calumnia.

-Entendámonos y dejemos a un lado las amenazas, señor Alberto Mondego, vizconde de Morcef. No acostumbro sufrirlas de mis enemigos, y con mucho más motivo de mis amigos. Es decir, que tenéis formal empeño en que desmienta el hecho acerca del general Fernando, hecho en que, bajo mi palabra de honor, aseguro no haber tenido parte.

-¡Sí, lo quiero! -dijo Alberto, cuya mente empezaba a extraviarse.

-¿Sin lo cual nos batiremos? -continuó Beauchamp con la misma calma.

-Sí -replicó Alberto levantando la voz.

-Pues bien -dijo Beauchamp-. Ahí va mi contestación. Yo no he insertado ese hecho ni lo conozco, pero con vuestra conducta me habéis llamado la atención acerca de él. Subsistirá, pues, hasta que sea desmentido o confirmado por quien corresponda.

-¡Caballero! -dijo Alberto levantándose-. Tendré el honor de enviar mis padrinos. Discutiréis con ellos el sitio y las armas.

-Está bien.

-Y esta tarde, si os parece, o mañana, a más tardar, nos veremos.

-¡No, no! Estaré en el campo cuando deba estar, y me parece estoy en mi derecho, toda vez que soy el provocado, y me parece, digo, que todavía no ha llegado la hora. Sé que sois buen espadachín, mientras que yo manejo medianamente la espada; de seis blancos, soléis quitar tres, poco más o menos me sucede a mí. Sé que un desafío entre nosotros sería un desafío formal, porque vos sois valiente, y yo... lo soy también. No quiero, pues, exponerme a mataros o a que me matéis sin fundado motivo. Ahora voy a preguntaros a vos categóricamente: ¿Insistís en conseguir esa retractación hasta el extremo de matarme si no la hago, a pesar de haberos dicho, a pesar de repetiros y aseguraros bajo mi palabra de honor que no conocía el hecho, y a pesar, en fin, de declararos que nadie que no sea un visionario como vos, puede reconocer al señor conde de Morcef bajo ese nombre de Fernando?

-Este es mi empeño.

-Pues bien, señor mío, consiento en darme de estocadas con vos. Pero quiero tres semanas. Dentro de tres semanas me encontraréis para deciros: «Sí, el hecho es falso, y lo retracto, o bien: «Sí, el hecho es cierto», y desenvaino la espada, o saco las pistolas de la caja. Lo que vos elijáis.

-Tres semanas -exclamó Alberto-, pero tres semanas son tres siglos, durante los cuales estaré deshonrado.

-Si hubieseis seguido siendo mi amigo, os habría dicho: Paciencia, amigo mío; pero os habéis hecho mi enemigo, y os digo: ¿Qué me importa?

-¡Está bien! ¡Dentro de tres semanas! -dijo Morcef-. Pero, expirado ese plazo, no habrá dilación ni subterfugio que pueda dispensaros...

-Caballero Alberto de Morcef -repuso Beauchamp levantando-, no puedo arrojaros por la ventana hasta tres semanas, es decir, en veinticuatro días, y hasta esta época no tenéis derecho para insultarme. Estamos a 29 de agosto, hasta el 21 de septiembre. Hasta entonces, creedme, y es un consejo de caballero el que voy a daros, excusemos los ladridos de dos perros encadenados a larga distancia uno de otro.

Y saludando con gravedad al joven, Beauchamp le volvió la espalda y entró en la imprenta.

Alberto se vengó en un montón de periódicos que dispersó a latigazos, después de lo cual se marchó, no sin haberse encaminado antes dos o tres veces hacia la puerta de la imprenta.

Mientras Alberto fustigaba el caballo de su cabriolé, vio al atravesar el bulevar a Morrel, que con la cabeza erguida pasaba por delante de los baños chinescos, viniendo por la puerta de San Martín y encaminándose hacia la Magdalena.

-¡Ah! -dijo suspirando-. ¡He ahí un hombre feliz!

Casualmente Alberto no se equivocaba.

Efectivamente Morrel era feliz.

El señor Noirtier le había mandado llamar y tenía tanta ansiedad por saber la razón de ello, que no tomó un carruaje, fiándose más de sus dos piernas que de las cuatro de un caballo de alquiler. Partió, pues, ligero como un rayo, y se dirigió por la calle Meslay al arrabal de Saint-Honoré.

Caminaba con paso gimnástico, y el pobre Barrois apenas podía seguirle. En algo había de verse que Morrel tenía treinta y un años y Barrois sesenta. El primero estaba ebrio de amor, y el segundo sofocado por el gran calor. Estos dos hombres de intereses y de edad tan diversos, semejaban las dos líneas que forman el triángulo, que separadas de su base se reúnen en el vértice.

El vértice era el señor Noirtier, que envió a buscar a Morrel, recomendándole la prontitud, recomendación que, con gran disgusto de Barrois, seguía al pie de la letra.

Al llegar, Morrel no estaba cansado. El amor confiere alas; pero Barrois, que hacía mucho tiempo que no amaba, apenas podía moverse.

El viejo servidor hizo entrar a Morrel por la puerta secreta, cerró la del despacho y no tardó mucho en oírse el rumor de un vestido cuyos bordes rozaban el suelo y anunciaba la visita de Valentina. Estaba encantadora con el traje de luto.

Noirtier acogió benévolamente al joven, y recibió con agrado las muestras de gratitud que éste le daba, por la maravillosa intervención que había salvado a Valentina y a él de la desesperación. Su mirada se dirigió en seguida a la joven, que sentada a cierta distancia, esperaba que se la invitase a hablar, y aquella mirada era toda una pregunta.

Noirtier la miró también a su vez.

-¿Digo lo que me habéis encargado? -preguntó ella.

-Sí -respondió Noirtier.

-Señor Morrel -añadió entonces Valentina al joven que la miraba absorto-, mi abuelo tenía mil cosas que deciros; hace tres días que me las ha confiado, y os ha enviado a buscar hoy para que yo os las repita. Lo haré, ya que me ha escogido como su intérprete, sin cambiar una sílaba ni separarme en lo más mínimo de sus intenciones.

-¡Ah!, os escucho, espero con impaciencia. Hablad, hablad.

Valentina bajó los ojos, lo que pareció de buen agüero a Morrel, porque ella era débil en los momentos en que se sentía dichosa.

-Mi padre quiere dejar esta casa -dijo-. Barrois se ha encargado de buscar una que nos convenga.

-Pero, señorita, vos a quien el señor Noirtier quiere y necesita... -dijo Morrel.

-Yo -dijo la joven- no dejaré a mi abuelo. Estamos ya de acuerdo en esto. Mi habitación será contigua a la suya. O el señor de Villefort me dará su consentimiento para vivir junto a mi abuelo, o me lo rehusará. En el primer caso, parto ahora mismo; en el segundo, esperaré a ser mayor, lo que sólo tardará diez meses, y entonces, libre, independiente, con una buena fortuna, y...

-¿Y...? -preguntó Morrel.

-Y con la autorización de mi abuelo, os cumpliré la promesa que os he hecho.

Pronunció Valentina estas palabras con una voz tan débil que Morrel no las hubiera comprendido sin el grande interés que en ello tenía.

-¿He expresado bien vuestras intenciones, mi querido abuelo? -añadió Valentina dirigiéndose al señor Noirtier.

-Sí -respondió el anciano.

-Establecida en casa de mi abuelo, el señor Morrel podrá venir a verme en casa de este bueno y digno protector, y si el lazo que nuestros corazones ignorantes o caprichosos han empezado a formar, parece suave, y presenta garantías de una dicha futura, ¡ay!, según dicen, los corazones inflamados por los obstáculos se enfrían fácilmente al cesar éstos, entonces el señor Morrel me pedirá a mí misma y yo le atenderé.

-¡Oh! -dijo Morrel, queriendo arrodillarse ante el anciano, como ante un dios, y ante Valentina como ante un ángel-. ¡Oh! ¡Qué he hecho yo en toda mi vida para merecer tanta ventura!

-Hasta entonces -continuó la joven con su voz pura y severa-, es necesario respetar las conveniencias, la voluntad de nuestros padres, con tal que no signifique separarnos para siempre. En una palabra, y la repito porque ella lo dice todo: Esperaremos.

-Y los sacrificios que esta palabra impone -dijo Morrel-, os juro que sabré cumplirlos con resignación y con honor.

-Así, pues -continuó Valentina dirigiendo una dulce mirada, que penetró hasta el corazón de Maximiliano-, no más imprudencias, amigo mío, no comprometáis a la que de hoy en adelante se considera destinada a llevar pura y dignamente vuestro nombre.

Morrel puso la mano sobre su corazón.

Noirtier los contemplaba con la mayor ternura. Barrois, que había permanecido en el fondo del gabinete, como persona para quien nada hay oculto, sonreía, enjugando las gotas de sudor que se desprendían de su calva frente.

-¡Ay, Dios mío!, qué calor tiene este buen Barrois -dijo Valentina.

-¡Ah!, es que he corrido mucho, señorita, pero debo hacer justicia al señor Morrel, corría más que yo.

Noirtier indicó con los ojos una salvilla en que había una botella de limonada y un vaso. La limonada que faltaba la había tomado poco antes el señor Noirtier.

-Toma, buen Barrois, toma, porque veo que diriges una mirada codiciosa a la limonada.

-Es cierto -dijo Barrois- que me muero de sed, y que bebería de buena gana un vaso de limonada a vuestra salud.

-Bebe, pues -le dijo Valentina-, y vuelve en seguida.

Barrois se llevó la salvilla, y apenas había llegado al corredor, cuando por entre la puerta que dejó medio abierta le vieron echar atrás la cabeza para apurar el vaso que había llenado Valentina.

Despidióse ésta de Morrel en presencia de su abuelo, cuando se oyó resonar en la escalera la campanilla del señor de Villefort. Ello era señal de que llegaba alguna visita, y Valentina miró al reloj.

-Son las doce -dijo-, hoy es sábado, querido abuelo, es sin duda el médico.

Noirtier hizo una señal afirmativa.

-Va a venir aquí, es necesario que el señor Morrel se retire. ¿No es verdad, abuelo?

-Sí -respondió éste.

-Barrois -gritó Valentina-. Barrois, ven.

Oyóse la voz del criado que respondía.

-Voy, señorita.

-Barrois va a acompañaros hasta la puerta, y ahora acordaos de una cosa, y es que mi abuelo os encarga no deis ningún paso que pudiera comprometer nuestra dicha.

En este momento entró Barrois.

-¿Quién ha llamado? -preguntó Valentina.

-El doctor d'Avrigny -dijo Barrois, que no podía tenerse en pie.

-¿Qué os ocurre, Barrois? -le preguntó Valentina.

El anciano no respondió, miraba a su amo con ojos desencajados, y con las manos agarrotadas buscaba apoyo para poder sostenerse.

-Pero va a caer -gritó Morrel.

En efecto, el temblor que se había apoderado de Barrois aumentaba gradualmente, y sus facciones, alteradas por los movimientos convulsivos de los músculos de la cara, anunciaban un ataque nervioso de los más intensos.

Las miradas de Noirtier, al ver así a Barrois, dejaban traslucir todas las emociones capaces de agitar el corazón de un hombre.

Barrois dio algunos pasos para acercarse a su amo.

-¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor! -dijo-, pero qué tengo yo para... padezco mucho..., no veo... Mil puntas aceradas me atraviesan el cráneo. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!

Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo frío y rígido. Valentina, espantada, lanzó un grito. Morrel la tomó en sus brazos, como queriéndola defender de un peligro desconocido.

-¡Señor d'Avrigny, señor d'Avrigny! -gritó Valentina con voz apagada-. ¡Venid, socorrednos!

Barrois dio una vuelta sobre sí mismo, retrocedió cuatro o cinco pasos atrás, tropezó y fue a caer a los pies del señor Noirtier, sobre cuya rodilla apoyó una mano gritando:

-¡Amo mío, mi buen amo!

En aquel instante el señor Villefort, atraído por los gritos, se presentó a la puerta del cuarto. Morrel abandonó a Valentina, medio desmayada, y se retiró, escondiéndose en un ángulo de la sala, detrás de una cortina.

Pálido, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.

Noirtier estaba impaciente y aterrorizado. Su alma volaba al socorro del pobre anciano, su amigo, más que su criado. Se veía en su frente el terrible combate entre la vida y la muerte, sus venas estaban hinchadas y sus músculos contraídos.

Barrois, con la faz fatigada, los ojos sanguinolentos y el cuello caído, yacía en tierra, dando golpes en el suelo con las manos, mientras que sus piernas, tiesas y endurecidas, no podían doblarse. Una ligera espuma cubría sus labios y apenas respiraba.

Villefort permaneció un instante espantado, fijos los ojos en este cuadro que se le ofreció a sus ojos al entrar en el cuarto, y sin haber visto a Morrel.

-¡Doctor, doctor! -gritó, dirigiéndose a la puerta-, ¡venid, venid pronto!

-¡Señora, señora! -gritaba Valentina llamando a su madrastra, y sosteniéndose en la pared de la escalera-, venid, venid pronto, y traed vuestro frasco de sales.

-¿Qué ocurre? -preguntó con voz metálica la señora de Villefort.

-¡Oh, venid, venid!

-¿Pero dónde está el médico? -gritaba Villefort.

La señora de Villefort bajó lentamente, se oían resonar sus pisadas. En una mano traía un pañuelo con el que enjugaba su frente. En la otra, un frasco de sales inglesas. Su primera mirada al llegar a la puerta fue para el señor Noirtier, cuya cara, aparte de la emoción, anunciaba una salud perfecta. La segunda fue al moribundo; palideció y sus ojos se apartaron del criado para fijarse en el amo.

-Pero, en nombre del cielo, señora, ¿dónde está el médico? Entró en vuestro cuarto. Esto es una apoplegía fulminante, y con una sangría se le salvará.

-¿Hace mucho rato que ha comido? -preguntó la señora de Villefort, eludiendo la cuestión.

-Señora -dijo Valentina-, aún no se ha desayunado, pero esta mañana ha andado mucho para cumplir ciertas diligencias que le encargó mi abuelo, y a su vuelta ha tornado solamente un vaso de limonada.

-¡Ah! -dijo la señora de Villefort-, ¿por qué no lo tomó de vino? La limonada es muy mala.

-La limonada estaba ahí, en la botella de mi abuelo, el pobre Barrois tenía sed, y ha bebido lo que encontró.

La señora de Villefort se estremeció. Noirtier le dirigió una profunda mirada.

-Señora -dijo Villefort-, os he preguntado dónde está el señor d'Avrigny, responded, en nombre del cielo.

-Está en el cuarto de Eduardo, que se halla algo indispuesto -contestó, no pudiendo eludir por más tiempo su respuesta.

Villefort se encaminó hacia la escalera para ir a buscarle en persona.

-Esperad -dijo su mujer, dando su frasco a Valentina-, van a sangrarlo sin duda. Me vuelvo a mi cuarto, porque no puedo soportar la vista de la sangre -y siguió a su marido.

Morrel salió del ángulo sombrío en que se había ocultado; nadie había reparado en él, tanta era la confusión que reinaba en la casa.

-Marchaos en seguida, Maximiliano -le dijo Valentina-, y esperad a que os avise antes de volver. Partid.

Morrel consultó con un gesto al señor Noirtier, que había conservado su sangre fría y que le respondió afirmativamente con otro. Apretó contra su corazón la mano de Valentina y salió por el pasadizo secreto, al mismo tiempo que el señor de Villefort y el doctor entraban por la puerta del lado opuesto.

Barrois empezaba a volver en sí, la crisis había pasado, y el infeliz quería hincarse de rodillas. El señor d'Avrigny y Villefort le llevaron a un sillón.

-¿Qué ordenáis, doctor? -preguntó Villefort.

-Que me traigan agua y éter. ¿Tenéis en casa?

-Sí.

-Que vayan inmediatamente a buscar aceite de terebinto y un emético.

-Id -dijo el señor de Villefort.

-Y ahora, que todos se retiren.

-¿Yo también? -preguntó tímidamente Valentina.

-Sí, señorita -dijo el doctor-, vos antes que todos.

Valentina miró con asombro al señor d'Avrigny, abrazó al señor Noirtier y salió. En seguida, el doctor cerró la puerta con un aire sombrío.

-Mirad, mirad, doctor, vuelve en sí, era un ligero ataque.

El señor d'Avrígny sonrió con tristeza.

-¿Cómo os sentís, Barrois? -preguntó al enfermo.

-Algo mejor, señor.

-¿Podréis beber este vaso de agua con éter?

-Lo intentaré, pero no me toquéis.

-¿Por qué?

-Porque me parece que si me tocáis, aun cuando sea con la punta de un dedo, me volverá a dar el accidente.

-Bebed.

Barrois tomó el vaso, lo llevó a sus labios amoratados y bebió casi la mitad.

-¿Qué es lo que os duele? -preguntó el facultativo.

-Todo el cuerpo, siento calambres espantosos.

-¿Tenéis mareos?

-Sí.

-¿Os zumban los oídos?

-Muchísimo.

-¿Cuándo os ha atacado el mal?

-Hace un momento.

-¿Así, de repente?

-Como el rayo.

-¿No habéis sentido nada ayer ni anteayer?

-Nada.

-¿Ni sueño, ni pesadez?

-No.

-¿Qué habéis comido hoy?

-Nada, únicamente he bebido un vaso de la limonada del amo.

Y Barrois hizo un movimiento con la cabeza para indicar al señor Noirtier, que inmóvil en su sillón no perdía un solo movimiento, una sola palabra, contemplando horrorizado esta terrible escena.

-¿Dónde está esta limonada? -preguntó repentinamente el doctor.

-Abajo, en una botella.

-¿Pero dónde abajo?

-En la cocina.

-¿Queréis que vaya por ella, doctor? -preguntó Villefort.

-No; permaneced aquí, y procurad que el enfermo beba el resto de este vaso de agua.

-Pero esa limonada...

-Yo mismo iré a buscarla.

El señor d'Avrigny se levantó, abrió la puerta, bajó precipitadamente la escalerá interior, y por poco echa a rodar a la señora de Villefort, que bajaba también a la cocina. Esta dio un grito, d'Avrigny no hizo caso, y dominado fuertemente por una idea, saltaba los escalones de cuatro en cuatro. Entró precipitadamente en la cocina y vio la botella vacía al menos en tres cuartas partes. Se lanzó sobre ella como un águila sobre su presa, volvió a subir y entró en la sala.

La señora de Villefort tomó lentamente el camino de su cuarto.

-¿Es ésta la botella que estaba aquí? -preguntó d'Avrigny.

-Sí, señor doctor.

-¿Esta limonada es la que habéis bebido?

-Así lo creo.

-¿Qué sabor le habéis encontrado?

-Un sabor amargo.

El doctor vertió unas cuantas gotas de limonada en la palma de la mano, las aspiró con los labios, y después de enjuagarse con ellas la boca, como se hace cuando se quiere tomar el gusto al vino, arrojó el líquido a la chimenea.

-Es la misma -dijo- ¿Y vos también habéis bebido de ella, señor Noirtier?

-Sí -dijo el anciano.

-¿Y le habéis encontrado el sabor amargo?

-Sí.

-¡Ah, doctor! -gritó Barrois-, ¡otra vez el ataque! ¡Dios mío! ¡Señor, tened piedad de mí!

El facultativo se acercó al enfermo.

-El emético, señor; ved si lo han traído.

Nadie respondía. En la casa reinaba el terror más profundo.

-Si hubiese un medio para introducirle el aire en los pulmones -dijo d'Avrigny, mirando por todas partes-, quizá podría contener la asfixia. ¡Pero no! ¡Nada, nada!

-¡Ay, señor!, ¡me dejáis morir sin prestarme auxilio! -gritaba Barrois-. ¡Ay, Dios mío! ¡Me muero! ¡Me muero!

-Una pluma, una pluma -decía el facultativo, y vio una sobre una mesa. Procuró introducirla en la boca del enfermo, que atacado de violentas convulsiones, hacía esfuerzos inútiles para vomitar, pero tenía tan apretados los dientes, que fue imposible hacer pasar la pluma. Había caído del sillón al suelo, y se revolcaba en él. El facultauvo le dejó, no pudiendo aliviarle, y se dirigió al señor Noirtier.

-¿Cómo os sentís? -le dijo rápidamente y en voz baja-, ¿bien?

-Sí.

-¿Con el estómago ligero o pesado?

-Ligero.

-¿Como cuando tomáis la píldora que os doy los domingos?

-Sí.

-¿Ha sido Barrois quien ha probado vuestra limonada?

-Sí.

-¿Sois vos el que le ha hecho beber?

-No.

-¿Fue el señor de Villefort?

-No.

-¿Su esposa?

-Tampoco.

-¿Valentina?

-Sí.

Un suspiro de Barrois llamó la atención de d'Avrigny, el cual dejó a Noirtier y se acercó al enfermo.

-Barrois, ¿podéis hablar?

Este balbució algunas palabras ininteligibles.

-Haced un esfuerzo, amigo mío.

Barrois abrió sus ojos, inyectados en sangre.

-¿Quién preparó la limonada?

-Yo.

-¿La habéis traído en seguida a vuestro amo?

-No.

-¿Dónde la dejasteis?

-En la repostería, porque me llamaban.

-¿Quién la trajo?

-La señorita Valentina.

D'Avrigny se dio una palmada en la frente.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo a media voz.

-Doctor, doctor -gritó Barrois, que presentía el tercer acceso.

-Pero ¿no llega el vomitivo? -gritó el facultativo.

-Aquí está -dijo Villefort, presentando un vaso.

-¿Quién lo ha traído?

-El dependiente del boticario que ha venido conmigo.

-Bebed.

-No puedo, doctor, ya es tarde, la garganta se me aprieta, me ahogo. ¡Oh! ¡Mi corazón...!, mi corazón... ¡Qué infierno...! ¿Sufriré de este modo mucho tiempo?

-No, no, amigo mío. Dentro de poco ya no sufriréis.

-¡Ah!, os comprendo -gritó el desgraciado-. ¡Dios mío!, ¡tened piedad de mí! -y profiriendo un agudo grito, cayó de espaldas, como herido por un rayo. D'Avrigny le puso una mano sobre el corazón y acercó un espejo a sus labios.

-¿Y bien? -preguntó Villefort.

-Bajad a la cocina y decid que me traigan al instante el jarabe de violetas.

Villefort fue en seguida.

-No os asustéis, señor Noirtier -dijo d'Avrigny-, me llevo al enfermo a otro cuarto para sangrarlo. Ciertamente estos ataques son espantosos -y tomando a Barrois por debajo de los brazos, le llevó casi arrastrando a la habitación próxima, volviendo inmediatamente por la botella de limonada.

Noirtier cerraba el ojo derecho.

-¿Queréis que venga Valentina, es verdad? Voy a decírselo al momento.

Villefort subía, y d'Avrigny le encontró en el corredor.

-¿Y bien? -le dijo.

-Venid -respondió el facultativo, y le condujo al cuarto.

-¿No ha vuelto en sí? -preguntó el procurador del rey.

-Está muerto.

Villefort dio tres pasos atrás, púsose las manos en la cabeza, y exclamó con un acento de conmiseración inequívoca, mirando el cadáver:

-¡Muerto! ¡Y tan pronto...!

-¡Oh!, sí, muy pronto -dijo d'Avrigny-, pero eso no debe admiraros. El señor y la señora de Saint-Merán murieron también de repente. ¡Ah! ¡Y se tarda poco en morir en vuestra casa, señor de Villefort!

-¿Qué? -gritó el procurador del rey con un acento de horror y desesperación-. ¿Volvéis a esa terrible idea?

-Sí, siempre, siempre la he tenido, y para que os convenzáis de que esta vez no me engaño, escuchad, señor de Villefort.

Este temblaba convulsivamente.

-Hay un veneno que mata sin dejar rastro ni señal. Lo conozco, y he estudiado sus accidentes, todos los fenómenos que produce, lo he reconocido en el pobre Barrois, como lo reconocí en el señor y la señora de Saint-Merán. Es fácil de observar. Este veneno da un color azul al papel tornasolado, enrojecido por un ácido, y tiñe de verde el jarabe de violetas. No tenemos papel tornasolado, pero he aquí que me traen el jarabe de violetas que había pedido.

Efectivamente se oían pasos en el corredor. El doctor entreabrió la puerta, tomó de manos de la criada un vaso en el que había dos o tres cucharadas de jarabe, y volvió a cerrar.

-Mirad -dijo al procurador del rey-, ved aquí el jarabe y en esa botella el resto de la limonada que han bebido el señor Noirtier y Barrois. Si la limonada está pura, el jarabe no cambiará su color. Si, por el contrario, está envenenada, el jarabe se pondrá verde. Mirad.

El doctor vertió algunas gotas de limonada en el vaso, y al instante una especie de nube se formó en el fondo, tomó al principio un color azulado, después el de zafiro opaco, y últimamente, verde esmeralda. Al llegar a este color se fijó, por decirlo así, en él para no variar. El experimento no dejaba duda alguna.

-El desdichado Barrois ha sido envenenado con la nuez de San Ignacio -dijo d'Avrigny-, y lo afirmaré así ante Dios y ante los hombres.

Villefort no respondió, levantó los brazos al cielo, abrió sus espantados ojos y cayó sobre un sillón, como si le hubiese herido un rayo.

Indice-Letras Como Espada

ÍNDICE

Cuarta parte: El mayor Cavalcanti

Capítulo 1.-
El alza y la baja

Capítulo 2.-
La pradera cercada

Capítulo 3.-
El telégrafo y el jardín

Capítulo 4.-
Los fantasmas

Capítulo 5.-
El gabinete del procurador del Rey

Capítulo 6.-
El baile

Capítulo 7.-
La promesa

Capítulo 8.-
Las actas del club

Capítulo 9.-
Los progresos del señor Cavalcanti hijo

Pie-Letras Como Espada
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