Seguimiento google analytics-Letras Como Espada. cabecera-Letras Como Espada

titulo web titulo web

Panel left-Letras Como Espada

El Conde de Montecristo

Tercera Parte

Alejandro Dumas

Tercera parte: Extrañas coincidencias

Capítulo Primero

El almuerzo

-¿Qué clase de personas esperáis? -repuso Beauchamp.

-Un hidalgo y un diplomático -repuso Alberto.

-Pues entonces esperaremos dos horas cortas al hidalgo y dos horas largas al diplomático. Volveré a los postres. Guardadme fresas, café y cigarros, comeré una tortilla en la Cámara.

-No hagáis eso, Beauchamp, pues aunque el hidalgo fuese un Montmorency y el diplomático un Metternich, almorzaremos a las once en punto. Mientras tanto, haced lo que Debray: probad mi Jerez y mis bizcochos.

-Está bien, me quedo. En algo hemos de pasar la mañana.

-Bien, lo mismo que Debray. Sin embargo, yo creo que cuando el ministerio está triste, la oposición debe estar alegre.

-¡Ah! No sabéis lo que me espera. Esta mañana oiré un discurso del señor Danglars en la Cámara de los Diputados y esta noche, en casa de su mujer, una tragedia de un par de Francia. Llévese el diablo al gobierno constitucional y puesto que podíamos elegir, no sé cómo hemos elegido éste.

-Me hago cargo, tenéis necesidad de hacer acopio de alegría.

-No habléis mal de los discursos del señor Danglars -dijo Debray-, vota por vos y hace la oposición.

-Ahí está el mal. Así, pues, espero que le enviéis a discurrir al Luxemburgo para reírme de mejor gana.

-Amigo mío -dijo Alberto a Beauchamp-, bien se conoce que los asuntos de España se han arreglado. Estáis hoy con un humor insufrible. Acordaos de que la Crónica parisiense habla de un casamiento entre la señorita Eugenia Danglars y yo. No puedo, pues, en conciencia, dejaros hablar mal de la elocuencia de un hombre que deberá decirme un día: <Señor vizconde, ¿sabéis que doy dos millones a mi hija? »

-Creo -dijo Beauchamp- que ese casamiento no se efectuará. El rey ha podido hacerle barón, podrá hacerle par, pero no lo hará caballero, el conde de Morcef es un valiente demasiado aristocrático para consentir, mediante dos pobres millones, en una baja alianza. El vizconde de Morcef no debe casarse sino con una marquesa.

-Dos millones... no dejan de ser una bonita suma -repuso Morcef.

-Es el capital social de un teatro de boulevard o del ferrocarril del Jardín Botánico en la Rapée.

-Dejadle hablar, Morcef -repuso Debray- y casaos. Es lo mejor que podéis hacer.

-Sí, sí, creo que tenéis razón, Luciano -respondió tristemente Alberto.

-Y además, todo millonario es noble como un bastardo, es decir, puede llegar a serlo.

-¡Callad! No digáis eso, Debray -replicó Beauchamp riendo-, porque ahí tenéis a Chateau Renaud, que, para curaros de vuestra manía, os introducirá por el cuerpo la espada de Renaud de Montauban, su antepasado.

-Haría mal -respondió Luciano-, porque yo soy villano, y muy villano.

-¡Bueno! -exclamó Beauchamp-, aquí tenemos al ministerio cantando el Beranger; ¿dónde vamos a parar, Dios mío?

-¡El señor de Chateau Renaud! ¡El señor Maximiliano Morrel! -dijo el criado, anunciando a dos nuevos invitados.

-Ya estamos todos, mas si no me equivoco, ¿no esperaban más que dos personas?

-¡Morrel! -exclamó Alberto sorprendido-, ¡Morrel! ¿Quién será ese señor?

Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el señor de Chateau Renaud estrechaba la mano a Alberto.

-Permitidme, amigo mío -le dijo-, presentaros al señor capitán de spahis, Maximiliano Morrel, mi amigo, y además mi salvador. Por otra parte, él se presenta bien por sí mismo; saludad a mi héroe, vizconde.

Y se retiró a un lado para descubrir a aquel joven alto y de noble continente, de frente ancha, mirada penetrante, negros bigotes, a quien nuestros lectores recordarán haber visto en Marsella, en una circunstancia demasiado dramática para haberla olvidado. En su rico uniforme medio francés, medio oriental, hacía resaltar la cruz de la Legión de Honor.

El joven oficial se inclinó con elegancia; Morrel era elegante en todos sus movimientos, porque era fuerte.

-Caballero -dijo Alberto con una política afectuosa-, el señor barón de Chateau Renaud sabía de antemano el placer que me causaría al presentaros. Sois uno de sus amigos, caballero, sedlo, pues, también nuestro.

-Muy bien -dijo el barón de Chateau Renaud-, y desead, mi querido vizconde, que si llega el caso, haga por vos lo que ha hecho por mí.

-¿Y qué ha hecho? -inquirió Alberto.

-¡Oh! -dijo Morrel-, no vale la pena hablar de ello, y el señor exagera las cosas.

-¡Cómo! ¡Que no vale la pena! ¡Conque la vida no vale nada...! Bueno, que digáis eso por vos, que exponéis vuestra vida todos los días, pero por mí, que la expongo por casualidad...

-Lo más claro que veo en esto es que el señor capitán Morrel os ha salvado la vida...

-Sí, señor; eso es -dijo Chateau Renaud.

-¿Y en qué ocasión? -preguntó Beauchamp.

-¡Beauchamp, amigo mío, habéis de saber que me muero de hambre! --dijo Debray-, no empecéis con vuestras historias.

-¡Pues bien!, yo no impido que vayamos a almorzar, yo... Chateau Renaud nos lo contará en la mesa.

-Señores -dijo Morcef-, todavía no son más que las diez y cuarto, aún tenemos que esperar a otro convidado.

-¡Ah!, es verdad, un diplomático -replicó Debray.

-Un diplomático, o yo no sé lo que es. Lo que sé es que por mi cuenta le encargué de una embajada que ha terminado tan bien y tan a mi satisfacción, que si fuese rey, le hubiese hecho al instante caballero de todas mis órdenes, incluyendo las del Toisón de Oro y de la Jarretera.

-Entonces, puesto que no nos sentamos a la mesa -dijo Debray-, servios una botella de Jerez como hemos hecho nosotros, y contadnos eso, barón.

-Ya sabéis todos que tuve el capricho de ir a Africa.

-Ese es un camino que os han trazado vuestros antecesores, mi querido Chateau Renaud -respondió con galantería Morcef.

-Sí; pero dudo que fuese, como ellos, para libertar el sepulcro de Jesucristo.

-Tenéis razón, Beauchamp -repuso el joven aristócrata-; era sólo para dar un golpe, como aficionado. El duelo me repugna, como sabéis, desde que dos testigos, a quienes yo había elegido para arreglar cierto asunto, me obligaron a romper un brazo a uno de mis mejores amigos... ¡Diantre...!, a ese pobre Franz d'Epinay, a quien todos conocéis.

-¡Ah!, sí, es verdad -dijo Debray-, os habéis batido en tiempo de... ¿de qué?

-¡Que el diablo me lleve si me acuerdo! -dijo Chateau Renaud-. De lo que me acuerdo bien es de que no queriendo dejar dormir mi talento, quise probar en los árabes unas pistolas nuevas que me acababan de regalar. De consiguiente, me embarqué para Orán, desde Orán fui a Constantina y llegué justamente para ver levantar el sitio.

Me puse en retirada como los demás. Por espacio de cuarenta y ocho horas sufrí con bastante valor la lluvia del día y la nieve de la noche, en fin, a la tercera mañana mi caballo se murió de frío. ¡Pobre animal! ¡Acostumbrado a las mantas y a las estufas de la cuadra!, un caballo árabe que murió sólo al encontrar diez grados de frío en Arabia.

-Por eso me queríais comprar mi caballo inglés -dijo Debray-, suponéis que sufrirá mejor el frío que vuestro árabe.

-Estáis en un error, porque he hecho voto de no volver más al Africa.

-¿Conque tanto miedo pasasteis? -preguntó Beauchamp.

-¡Oh!, sí, lo confieso -respondió Chateau Renaud-, y había de qué tenerlo. Mi caballo había muerto, yo me retiraba a pie, seis árabes vinieron a galope a cortarme la cabeza, maté a dos con los tiros de mi escopeta, y otros dos con mis dos pitolas, pero aún quedaban dos y estaba desarmado. El uno me agarró por los cabellos; por eso ahora los llevo cortos; nadie sabe lo que puede suceder; el otro me rodeó el cuello con su yatagán. Y ya sentía el frío agudo del hierro, cuando el señor que veis aquí cargó sobre ellos, mató al que me cogía de los cabellos de un pistoletazo y partió la cabeza al que se disponía a cortar la mía, de un sablazo. Este caballero se había propuesto salvar a un hombre aquel día, y la casualidad quiso que fuese yo. Cuando sea rico, mandaré hacer a Klayman o a Morocheti una estatua a la Casualidad.

-Sí -dijo sonriendo Morrel-, era el 5 de septiembre, es decir, el aniversario de un día en que mi padre fue milagrosamente salvado; así, pues, siempre que esté en mi mano, celebro todos los años ese día con una acción...

-Heroica, ¿no es verdad? -interrumpió Chateau Renaud-. En fin, yo fui el elegido, pero aún no es eso todo. Después de salvarme del hierro me salvó del frío, dándome, no la mitad de su capa, como hizo San Martín, sino dándomela entera, y después aplacó mi hambre partiendo conmigo, ¿no adivináis el qué...?

-¿Un pastel de casa de Félix? -preguntó Beauchamp.

-No; su caballo, del que cada cual comimos un pedazo con gran apetito, aunque era un poco duro...

-¿El caballo? -inquirió Morcef.

-No; el sacrificio -respondió Chateau Renaud-. Preguntad a Debray si sacrificaría el suyo inglés por un extranjero.

-Por un extranjero, seguro que no -dijo Debray-; por un amigo, tal vez.

-Supuse que juzgaríais como yo -dijo Morrel-, por otra parte, ya he tenido el honor de decíroslo, heroísmo o no, sacrificio o no, yo debía una ofrenda a la mala fortuna, en premio a los favores que nos había dispensado otras veces la buena.

-Esa historia a que se refiere el señor Morrel -continuó Chateau Renaud- es una curiosa historia que algún día os relatará cuando hayáis trabado más íntimo conocimiento. Por hoy pensemos en alimentar el estómago y no la memoria. ¿A qué hora almorzáis, Alberto?

-Alas diez y media.

-¿En punto? -preguntó Debray sacando su reloj.

-¡Oh!, me concederéis los cinco minutos de gracia -dijo Morcef-, puesto que también yo estoy esperando a un salvador.

-¿De quién?

-De mí, ¡qué diantre! -respondió Morcef-. ¿Creéis que a mí no me puedan salvar como a cualquier otro y que sólo los árabes cortan la cabeza? Nuestro almuerzo es un almuerzo filantrópico, y tendremos en nuestra mesa a dos bienhechores de la humanidad.

-¿Cómo lo haremos? -dijo Debray-; solamente tenemos un premio Montyon.

-¡Pues bien!, se le dará al que nada haya hecho -dijo Beauchamp-. De este modo, en la Academia podrán salir del apuro.

-¿Y de dónde viene? -preguntó Debray-. Dispensad que insista, ya habéis respondido a esta pregunta, pero muy vagamente.

-En realidad -dijo Alberto-, no lo sé. Cuando le invité hace tres meses, estaba en Roma; pero después, ¿quién puede saber dónde ha ido a parar?

-¿Y le creéis capaz de ser puntual? -preguntó Debray.

-Le creo capaz de todo -respondió Morcef.

-Cuidado, que ya no faltan más que diez minutos, contando los cinco de gracia.

-Pues bien, los aprovecharé para deciros unas palabras acerca de mi invitado.

-Perdonad -dijo Beauchamp-, ¿hay materia para un folletín en lo que vais a contar?

-Sí, seguramente -dijo Morcef-, y de los más curiosos.

-Entonces, ya podéis hablar.

-Estaba yo en Roma en el último Carnaval...

-Esto ya lo sabemos -dijo Beauchamp.

-Sí, pero lo que no sabéis es que fui raptado por unos bandidos.

-¡Pero si no hay bandidos! -dijo Debray.

-Sí que los hay, y capaces de asustar a cualquiera.

-Veamos, mi querido Alberto -dijo Debray-, confesad que vuestro cocinero se tarda mucho, que las ostras aún no han llegado de Marennes o de Ostende, y que siguiendo el ejemplo de Maintenon, queréis sustituir el plato por un cuento. Decidlo, querido, franqueza tenemos para perdonaros y paciencia para escuchar vuestra historia, por fabulosa que parezca a primera vista.

-Y yo os digo que, por fabulosa que sea, os la cuento por verdadera desde el principio hasta el fin. Habiéndome raptado los bandidos, me condujeron a un lugar muy triste, que se llama las Catacumbas de San Sebastián.

-Ya conozco el sitio -dijo Chateau Renaud-; me faltó poco para coger allí la fiebre.

-Y yo -dijo Morcef- la tuve realmente. Me anunciaron que estaba prisionero y me pedían por mi rescate una miseria, cuatro mil escudos romanos, veintiséis mil libras francesas. desgraciadamente no tenía más que mil quinientas; me hallaba al fin de mi viaje y mi crédito se había concluido. Escribí a Franz. ¡Y por Dios!, aguardad, al mismo Franz podéis preguntarle si miento. Escribí a Franz que si no llegaba a las seis de la mañana con los cuatro mil escudos, a las seis y diez minutos me habría ido a reunir con los bienaventurados santos y los gloriosos mártires, en compañía de los cuales tendría el honor de encontrarme, y Luigi Vampa, éste era el nombre del jefe de los bandidos, hubiera cumplido escrupulosamente su palabra.

-¿Pero llegó Franz con los cuatro mil escudos? -dijo Chateau Renaud-. ¡Qué diantre!, ni Franz d'Espinay ni Alberto de Morcef pueden verse apurados por cuatro mil escudos.

-No; llegó simplemente acompañado del convidado que os anuncio y que espero presentaros.

-¡Ah!, ya. ¿Pero era ese hombre un Hércules matando a Caco, o un Perseo salvando a Andrómeda?

-No; es un poco más o menos de mi estatura.

-¿Armado hasta los dientes?

-No llevaba arma alguna.

-¿Pero trató de vuestro rescate?

-Dijo dos palabras al oído del jefe y fui puesto en libertad.

-Le daría excusas por haberos preso -dijo Beauchamp.

-Exacto -respondió Morcef.

-¡Pero era Ariosto ese hombre!

-No; era el conde de Montecristo.

-¿Se llama el conde de Montecristo? -inquirió Debray.

-No creo -añadió Chateau Renaud, con la sangre fría de un hombre que tiene en la punta de los dedos la nobleza europea-, que haya en parte alguna un conde de Montecristo.

-Puede ser que venga de la Tierra Santa -dijo Beauchamp-, alguno de sus ascendientes habrá poseído el Calvario, como los Montemar el Mar Muerto.

-Perdonad -dijo Maximiliano-, pero creo que voy a arrojar luz sobre el asunto. Señores, Montecristo es una pequeña isla, de que he oído hablar muchas veces a los marinos que empleaba mi padre, un grano de arena en medio del Mediterráneo, en fin, un átomo en el infinito.

-Exactamente -dijo Alberto-. ¡Pues bien! De ese grano de arena, de ese átomo, es señor y rey ése de quien os hablo; habrá comprado su título de conde en alguna parte de Toscana.

-¿Será muy rico vuestro conde?

-¡Muchísimo!

-Se notará en el aspecto, supongo.

-Os engañáis, Debray.

-No os comprendo.

-¿Habéis leído las Mil y una noches?

-¡Vaya pregunta!

-Pues bien, ¿sabéis si las personas que allí se ven son ricas o pobres? ¿Si sus granos de trigo no son de rubíes o de diamantes? Tienen el aire de miserables pescadores, ¿no es esto? Los tratáis como a tales, y de pronto, os abren alguna caverna misteriosa, en donde os encontráis un tesoro que basta para comprar la India.

-¿Y qué?

-¿Y habéis visto esa caverna, Morcef? -preguntó Beauchamp.

-Yo no, Franz... Pero silencio, es preciso no decir una palabra de esto delante de él. Franz ha bajado allí con los ojos vendados, y ha sido servido por mudos y por mujeres, al lado de las cuales, a lo que parece, no hubiese sido nada Cleopatra. Por lo que se refiere a las mujeres, no está muy seguro, puesto que no entraron hasta después que hubo tomado el hachís, de suerte que podrá suceder que lo que ha creído mujeres fuesen estatuas.

Los jóvenes miraron a Morcef, como queriendo decir:

-Querido, ¿os habéis vuelto loco, o queréis burlaros de nosotros?

-En efecto -dijo Morrel pensativo-, yo he oído contar a un viejo llamado Fenelón, alguna cosa parecida a lo que ha dicho el señor de Morcef.

-¡Ah! -dijo Alberto-, me alegro de que el señor de Morrel venga en mi ayuda. Esto os contraría, ¿verdad?, tanto mejor...

-Dispensadme, mi querido amigo -dijo Debray-, pero nos contáis unas cosas tan inverosímiles...

-¡Ah, es porque vuestros embajadores, vuestros cónsules no os hablan! No tienen tiempo, es preciso que incomoden a sus compatriotas que viajan.

-¡Ah! He aquí por lo que nos incomodáis culpando a nuestras pobres gentes. ¿Y con qué queréis que os protejan? La Cámara les rebaja todos los días sus sueldos hasta que los deje sin nada. ¿Queréis ser embajador, Alberto? Yo os haré nombrar en Constantinopla.

-No, porque el Sultán, a la primera demostración que hiciera en favor de Mohamed-Alí, me envía el cordón, y mis secretarios me ahorcarían.

-¿Lo veis? -dijo Debray.

-Sí; pero todo ello no es obstáculo para que exista mi conde de Montecristo.

-¡Por Dios! Todo el mundo existe: ¿Qué tiene eso de particular?

-Todo el mundo existe, sin duda, pero no en condiciones semejantes. ¡No todo el mundo tiene esclavos negros, armas a la Casauba, caballos de seis mil francos, damas griegas!

-¿Habéis tenido ocasión de ver a la dama griega?

-Sí, la he visto y oído. La he visto en el teatro del Valle y la he oído un día que almorzaba en casa del conde.

-¿Come acaso ese hombre extraordinario?

-Si come, es tan poco, que no vale la pena de hablar de ello.

-Ya veréis como es un vampiro.

-Podéis burlaros si queréis. Esta era la opinión de la condesa de G..., que como sabéis ha conocido a lord Ruthwen.

-¡Ah, muy bien! --dijo Beauchamp-. Aquí tenemos para un hombre que no es periodista, la cuestión de la famosa serpiente de mar del Constitutionnel; ¡un vampiro, eso es estupendo!

-Ojo de color leonado, cuya pupila disminuye y se dilata según su voluntad ---dijo Debray-, aire sombrío, frente magnífica, tez lívida, barba negra, dientes largos y agudos y modales desenvueltos.

-Y bien, eso es justamente -dijo Alberto-, y las señas están trazadas perfectamente. Sí, política aguda e incisiva. Este hombre me ha dado miedo muchas veces, y un día entre otros que presenciábamos juntos una ejecución, creí que iba a ponerme malo, más bien de verle y oírle hablar fríamente sobre todos los suplicios de la tierra, que de ver al verdugo cumplir su oficio y oír los gritos del condenado.

-¿No os condujo a las ruinas del Coliseo para ver correr la sangre, Morcef? -preguntó Beauchamp.

-Y después de haber deliberado, ¿no os ha hecho firmar algún pergamino de color de fuego, por el cual le cedáis vuestra alma como Esaú su derecho de primogenitura? -dijo Debray.

-¡Burlaos, burlaos lo que queráis, señores! -dijo Morcef un poco amoscado-. Cuando os miro a vosotros, bellos parisienses, habitantes del Boulevard de Gante, paseantes del bosque de Boulogne, y me acuerdo de ese hombre, me parece que no somos de la misma especie.

-¡Yo me lisonjeo de ello! -dijo Beauchamp.

-Siempre será -añadió Chateau Renaud- vuestro conde de Montecristo un hombre galante en sus ratos de ocio, prescindiendo de esos pequeños arreglos con los bandidos italianos.

-¡Ya no hay bandidos italianos! -dijo Debray.

-¡Ni vampiros! -añadió Beauchamp.

-Ni conde de Montecristo -respondió Debray-. Aguardad, querido Alberto, que son las diez y media.

-Confesad que habéis tenido una pesadilla, y vamos a almorzar -dijo Beauchamp.

Pero aún no se había extinguido la vibración del reloj, cuando se abrió la puerta y Germán anunció:

-¡Su excelencia, el conde de Montecristo!

Todos los presentes, a pesar suyo, hicieron un gesto que denotaba la preocupación que la relación de Morcef había dejado en sus almas. Alberto mismo no pudo contener una emoción súbita. No se había oído ni carruaje en la calle, ni pasos en la antesala. La puerta misma se había abierto sin hacer ruido.

El conde apareció en el dintel, vestido con la mayor sencillez, pero el elegante más exquisito no hubiese encontrado nada que reprender en su traje. Todo era de un gusto delicado, todo salía de las manos de los más elegantes proveedores; vestidos, sombrero y ropa blanca.

Apenas aparentaba treinta y cinco años de edad, y lo que admiró a todos fue su extrema semejanza con el retrato que de él había trazado Debray.

El conde se adelantó sonriendo y se dirigió en derechura a Alberto, quien saliéndole al encuentro, le ofreció la mano con prontitud.

-La puntualidad -dijo el conde de Montecristo- es la política de los reyes, según ha dicho, creo, uno de vuestros soberanos. Pero cualquiera que sea su buena voluntad, no es siempre la de los viajeros. Sin embargo, espero, mi querido vizconde, que me disculparéis en favor de mis buenos deseos, los dos o tres segundos que he tardado a la cita. Quinientas leguas no se recorren sin algún contratiempo, particularmente en Francia, donde está prohibido, según parece, dar prisa a los postillones.

-Señor conde -respondió Alberto-, estaba anunciando vuestra visita a algunos amigos míos, que he reunido hoy contando con la promesa que tuvisteis a bien hacerme, y que tengo el honor de presentaros. Son los señores, Conde de Chateau Renaud, cuya nobleza proviene de los Doce Pares, y cuyos antepasados ocuparon un puesto en la Mesa Redonda; el señor Luciano Debray, secretario particular del Ministro del Interior; Beauchamp, enérgico periodista, terror del gobierno francés. No habréis jamás oído hablar de él en Italia, donde no permiten la entrada de su periódico; en fin, el señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis.

Al oír este nombre, el conde, que hasta entonces había saludado cortésmente, pero con una frialdad y una impasibilidad inglesa, dio, a pesar suyo, un paso hacia adelante, y un leve tabor tiñó por breves instantes sus pálidas mejillas.

-¿El señor lleva el uniforme de los nuevos vencedores franceses? -dijo él-; es un bonito uniforme.

No habría podido decirse cuál era el sentimiento que daba a la voz del conde una vibración tan profunda, y que hacía brillar, a pesar suyo, su mirada tan expresiva cuando no había motivo para ello.

-¿No habéis visto jamás a nuestros africanos, caballero? -dijo Alberto.

-Nunca -replicó el conde, repuesto ya por completo de su sorpresa.

-Pues bien, bajo ese uniforme late un corazón de los más valientes y nobles del ejército.

-¡Oh!, señor conde -interrumpió Morrel.

-Dejadme hablar, capitán... Además -continuó Alberto-, acabamos de enterarnos de una acción tan heroica que, aunque lo haya visto hoy por la primera vez, reclamo de él el favor de presentárosle como amigo mío.

Aún se hubiera podido notar en estas palabras en el conde de Montecristo, esa mirada fija, ese tabor fugitivo, y el ligero temblor del párpado que denotaba la emoción que sentía.

-¡Ah!, el señor tiene un corazón noble -dijo el conde-, ¡tanto mejor!

Esta especie de exclamación, que respondía al pensamiento del conde, más bien que a lo que acababa de decir Alberto, sorprendió a todo el mundo, y sobre todo a Morrel, que miró a Montecristo con admiración. Pero al mismo tiempo, el acento era tan suave, que por extraña que fuese esta exclamación, no había medio de incomodarse por ella.

-¿Por qué había de dudar? -dijo Beauchamp a Chateau Renaud.

-En verdad -respondió éste, quien con su trato de mundo y su mirada aristocrática había penetrado en Montecristo todo lo que se podía penetrar en él-, en verdad, que Alberto no nos ha engañado, y que es un personaje singular el conde, ¿qué decís vos, Morrel?

-Por mi vida -dijo éste-, tiene la mirada franca y la voz simpática, de manera que me agrada a pesar de la extraña reflexión que acaba de hacerme.

-Señores -dijo Alberto-, Germán me anuncia que estamos servidos. Mi querido conde, permitidme indicaros el camino.

Pasaron silenciosamente al comedor. Cada uno ocupó su sitio.

-Señores -dijo el conde sentándose-, permitidme que os haga una confesión, que será mi disculpa por todas las faltas que pueda cometer: soy extranjero, pero hasta tal extremo, que es la vez primera que vengo a París. Las costumbres francesas me son particularmente desconocidas, y no he practicado bastante hasta ahora, sino las costumbres orientales, las más contrarias a las buenas tradiciones parisienses. Os suplico, pues, que me excuséis si encontráis en mí algo de turco, de napolitano o de árabe. Dicho esto, señores, almorcemos.

-Por lo que ha dicho -murmuró Beauchamp-; es, desde luego, un gran señor.

-Un gran señor extranjero -añadió Debray.

-Un gran señor de todos los países, señor Debray -dijo Chateau Renaud.

Como hemos dicho, el conde era un convidado bastante sobrio. Alberto se lo hizo observar, atestiguando el temor que desde el principio tuvo de que la vida parisiense no agradase al viajero en su parte más material, pero al mismo tiempo más necesaria.

-Querido conde -dijo-, temo que la cocina de la calle de Helder no os agrade tanto como la de la plaza de España. Hubiera debido preguntaros vuestro gusto, y haceros preparar algunos platos que os agradasen.

-Si me conocieseis mejor -respondió sonriéndose el conde-, no os preocuparíais por un cuidado casi humillante para un viajero como yo, que ha pasado sucesivamente con los macarrones en Nápoles, la polenta en Milán, la olla podrida en Valencia, el arroz cocido en Constantinopla, el karri en la India y los nidos de golondrinas en China. No hay cocina para un cosmopolita como yo. Como de todo y en todas partes, únicamente que como poco, y hoy que os quejáis de mi sobriedad, estoy en uno de mis días de apetito, porque desde ayer por la mañana no había comido.

-¡Cómo! ¿Desde ayer por la mañana? -exclamaron los convidados-, ¿no habéis comido desde hace veinticuatro horas?

-No -respondió Montecristo-, tuve que desviarme de mi ruta y tomar algunos informes en las cercanías de Nimes, de manera que me retrasé un poco y no he querido detenerme.

-¿Y habéis comido en vuestro carruaje? -preguntó Morcef.

-No, he dormido, como me ocurre cuando me aburro, sin valor para distraerme, o cuando siento hambre sin tener ganas de comer.

-¿Pero mandáis en vuestro sueño, señor? -preguntó Morrel.

-Casi.

-¿Tenéis receta para ello?

-Una receta infalible.

-He aquí lo que sería bueno para nosotros, los africanos, que no siempre tenemos qué comer y rara vez qué beber -dijo Morrel.

-Sí -dijo Montecristo-, desgraciadamente mi receta, excelente para un hombre como yo, que lleva una vida excepcional, sería muy peligrosa aplicada a un ejército que no se despertaría cuando se tuviese necesidad de él.

-¿Y se puede saber cuál es la receta? -preguntó Debray.

-¡Oh! Dios mío, sí -dijo Montecristo-, no hago secreto de ello, es una mezcla de un excelente opio que he ido a buscar yo mismo a Cantón, para estar seguro de obtenerlo puro, y del mejor hachís que se cosecha en Oriente, es decir, entre el Tigris y el Eufrates. Se reúnen estos dos ingredientes en proporciones iguales y se hace una especie de píldoras, que se tragan cuando hay necesidad. Diez minutos más tarde producen el efecto. Preguntad al barón Franz d'Epinay, pues creo que él lo ha probado un día.

-Sí -respondió Morcef-, me ha dicho algunas palabras sobre ello, y ha guardado al mismo tiempo un recuerdo muy agradable.

-Pero -dijo Beauchamp, quien en su calidad de periodista era muy incrédulo-, ¿lleváis esas drogas con vos?

-Constantemente -respondió Montecristo.

-¿Sería indiscreción el pediros ver esas preciosas píldoras? -exclamó Beauchamp, creyendo poner al conde en un aprieto.

-No, señor -respondió el conde, y sacó de su bolsillo una maravillosa cajita incrustada en una sola esmeralda, y cerrada por una rosca de oro, que desatornillándose, daba paso a una bolita de color verdoso y del tamaño de un guisante. Esta bola tenía un color ocre y olor penetrante. Había cuatro o cinco iguales en la esmeralda, y podía contener hasta una docena.

La cajita fue pasando de mano en mano por todos los invitados, más para examinar esta admirable esmeralda que para ver o analizar las píldoras.

-¿Es vuestro cocinero quien os prepara este manjar? -inquirió Beauchamp.

-No, no, señor -dijo Montecristo-, yo no entrego mis goces reales como éste a merced de manos indignas. Soy bastante buen químico, y preparo las píldoras yo mismo.

-Es una esmeralda admirable, y la más gruesa que he visto jamás, aunque mi madre tiene algunas joyas de familia bastante notables -dijo Chateau Renaud.

-Tenía tres iguales -respondió Montecristo-, he dado una al Gran Señor, que la ha hecho engarzar en su espada; otra a nuestro Santo Padre el Papa, que la hizo incrustar en su mitra, frente a otra esmeralda casi parecida, pero menos hermosa, sin embargo, que había sido regalada a su predecesor por el emperador Napoleón. He guardado la tercera para mí, y la he hecho ahuecar, lo que le ha quitado la mitad de su valor, pero es más cómoda para el uso a que he querido destinarla.

Todos contemplaban a Montecristo con admiración. Hablaba con tanta sencillez, que era evidente que decía la verdad o que estaba loco; sin embargo, la esmeralda que había quedado entre sus manos hacía que se inclinasen hacia la primera suposición.

-¿Y qué os dieron esos dos hombres a cambio de tan magnífico regalo? -preguntó Debray.

-El Gran Señor, la libertad de una mujer -respondió el conde-; nuestro Santo Padre el Papa, la vida de un hombre. De suerte que, una vez en mi vida, he sido tan poderoso como si Dios me hubiese hecho nacer en las gradas de un trono.

-Y es a Pepino a quien habéis libertado, ¿no es verdad? -exclamó Morcef-. ¿Es en él en quien habéis hecho aplicación de vuestro derecho de gracia?

-Tal vez -dijo Montecristo sonriendo.

-Señor conde, no podéis formaros una idea del placer que experimento al oíros hablar así -dijo Morcef-. Os había anunciado a mis amigos como un hombre fabuloso, como un mago de las Mil y una noches, como un nigromántico de la Edad Media; pero los parisienses son tan sutiles y materiales, que toman por capricho de la imaginación las verdades más indiscutibles, cuando estas verdades no entran en todas las condiciones de su existencia cotidiana. Por ejemplo, aquí tenéis a Debray y Beauchamp, que leen, todos los días, que han sorprendido y han robado en el boulevard a un miembro del Jockey Club que se retiraba tarde, que han asesinado a cuatro personas en la calle de Saint-Denis, o en el arrabal de Saint-Germain; que han apresado diez, quince o veinte ladrones, sea en un café del boulevard del Temple, o en San Julián; que disputan la existencia de los bandidos de Marennes del campo de Roma, o de las lagunas Pontinas. Decidles, pues, vos mismo, os lo suplico, señor conde, que he sido raptado por esos bandidos, y que sin vuestra generosa intercesión esperaría hoy probablemente la resurrección eterna en las catacumbas de San Sebastián, en lugar de darles una comida en mi casita de la calle de Helder.

-¡Bah! -dijo Montecristo-, me habíais prometido no hablarme nunca de ese asunto.

-No soy yo, señor conde -exclamó Morcef-, es algún otro a quien habéis hecho el mismo servicio que a mí y al que confundiréis conmigo.

-Os ruego que hablemos de otra cosa -dijo el conde de Montecristo-, porque si continuáis hablando de esta circunstancia, puede ser que me digáis, no solamente un poco de lo que sé, sino algo de lo que ignoro. Pero me parece -añadió sonriendo-, que habéis representado en todo este asunto un papel bastante importante para saber tan bien como yo lo que ha pasado.

-¿Queréis prometerme, si digo todo lo que sé -dijo Morcef-, decirme luego lo que vos sepáis?

El conde respondió:

-De acuerdo.

-Pues bien -replicó Morcef-, aunque padezca mi amor propio, he de decir que me creí durante tres días objeto de las atenciones de una máscara, a quien yo juzgué alguna descendiente de las Julias o de las Popeas, entretanto que era pura y sencillamente objeto de las coqueterías de una contadina, y observad que digo contadina por no decir aldeana. Lo que sé es que, como un inocente, más inocente aún que de quien yo hablaba ahora, tomé por esta aldeana a un joven bandido de quince a dieciséis años, imberbe, de talle delicado, quien en el momento en que quería propasarme hasta depositar un beso en sus castos hombros, me puso una pistola en el pecho, y con la ayuda de siete a ocho de sus compañeros, me condujeron, o mejor dicho, me arrastraron, al fondo de las catacumbas de San Sebastián, donde encontré al jefe de los bandidos, por cierto, tan instruido que leía los Comentarios del César, y que se dignó interrumpir su lectura para decirme, que si al día siguiente a las seis de la mañana no entregaba cuatro mil escudos, al día siguiente a las seis y cuarto habría dejado de existir. La carta obra en poder de Franz, firmada por mí, con una postdata de Luigi Vampa. Si dudáis de ello, escribo a Franz, el cual hará legalizar las firmas. Hasta aquí, todo lo que sé. Lo que yo no sé ahora es cómo fuisteis, señor conde, a infundir tanto respeto a los bandidos de Roma, que respetan tan pocas cosas. Os confieso que Franz y yo nos quedamos sorprendidos.

-Es muy sencillo -respondió el conde-, yo conocía al famoso Vampa hacía más de diez años. Muy joven, cuando era pastor, un día que le di una moneda de oro por haberme enseñado mi camino, me dio, para no deberme nada, un puñal tallado por él y que habréis visto en mi colección de armas. Más tarde, sea que hubiese olvidado este cambio de regalos o que no me hubiese reconocido, intentó robarme, pero fui yo, al contrario, quien le apresé a él y a una docena de los suyos. Podía entregarle a la justicia romana, que es ejecutiva, y que lo hubiera sido aún más con ellos, pero no hice nada. Lo solté con sus compañeros.

-Pero con la condición de que no robarían ya más -dijo el periodista riendo-. Veo con placer que han cumplido escrupulosamente su palabra.

-No, señor -respondió Montecristo-, con la simple condición de que me respetaría a mí y a los míos. Lo que voy a deciros se os antojará extraño a vosotros, señores socialistas, progresistas, humanitaristas, y es que yo no me ocupo nunca de mi prójimo, no procuro nunca proteger a la sociedad que no me protege, y diré aún más, que no se ocupa generalmente de mí, sino para perjudicarme, y retirándoles mi estimación y guardando la neutralidad frente a ellos, es aún la sociedad y mi prójimo quienes me deben agradecimiento.

-¡Sea en buena hora! -exclamó Chateau Renaud-. He aquí el primer hombre intrépido a quien he oído predicar leal y francamente el egoísmo, es hermoso esto: ¡Bravo, señor conde!

-Por lo menos es franco -dijo Morrel-, pero estoy seguro que el señor conde no se habrá arrepentido de haber faltado alguna vez a los principios que, sin embargo, acaba de exponernos de una manera tan absoluta.

-¿Cómo que he faltado a esos principios? -inquirió Montecristo, que de vez en cuando no podía dejar de mirar a Maximiliano con tanta atención que ya dos o tres veces el atrevido joven había bajado los ojos delante de la mirada fija y penetrante del conde.

-Me parece -respondió Morrel-, que libertando al señor de Morcef, a quien no conocíais, servíais a vuestro prójimo y a la sociedad.

-De la cual constituye su ornato más preciado -dijo gravemente Beauchamp, vaciando de un solo sorbo un vaso de champán.

-Señor conde -exclamó Morcef-, estáis cogido, a pesar de ser uno de los más sólidos argumentadores que conozco, y se os va a demostrar que, lejos de ser un egoísta, sois, al contrario, un filántropo.

-¡Ah, señor conde! Vos os llamáis oriental, levantino, malayo, indio, chino, salvaje, os llamáis Montecristo por vuestro nombre de familia, Simbad el Marino por vuestro nombre de pila y al poner el pie en París, poseéis por instinto el mayor mérito o el mayor defecto de nuestros excéntricos parisienses, es decir, que usurpáis los vicios que no tenéis, y que ocultáis las virtudes que os adornan.

-Mi querido vizconde -repuso Montecristo-, no veo en todo lo que he dicho o hecho, una sola palabra que me valga por vuestra parte y la de estos señores el pretendido elogio que acabo de recibir. Vos no sois un extraño para mí, porque os conocía, os había cedido dos habitaciones, dado de almorzar, prestado uno de mis carruajes, porque habíamos visto pasar las máscaras juntos en la calle del Corso, y porque habíamos presenciado desde una ventana de la plaza del Popolo aquella ejecución que os causó tan fuerte impresión. Ahora bien, pregunto a estos señores, ¿podía yo dejar a mi huésped en manos de esos infames bandidos, como vos los llamáis? Además, vos lo sabéis, el salvador tenía una segunda intención, que era servirme de vos para introducirme en los salones de París cuando viniese a visitar Francia. Algún tiempo habéis podido considerar esta resolución como un proyecto vago y fugitivo, pero hoy, bien lo veis, es una realidad, a la cual es menester someteros, so pena de faltar a vuestra palabra.

-Y he de cumplirla -dijo Morcef-, pero temo que quedéis descontento, mi querido conde. Vos que estáis acostumbrado a los grandes parajes, a los acontecimientos pintorescos, a los horizontes fantásticos. Nosotros no conocemos el menor episodio del género de aquellos a que os ha acostumbrado vuestra vida aventurera. Nuestro Chimborazo es Montmartre, nuestro Himalaya es el Mont-Valerien, nuestro gran desierto es la llanura de Grenelle, en que hay algún que otro pozo para que las caravanas encuentren agua. Entre nosotros hay ladrones, pero de esos ladrones que temen más a un muchacho del pueblo que a un gran señor; en fin, Francia es un país tan prosaico, y París una ciudad tan civilizada, que no encontraréis en nuestros ochenta y cinco departamentos, digo ochenta y cinco, porque exceptúo Córcega, no hallaréis en nuestros ochenta y cinco departamentos la menor montaña en que no haya un telégrafo y la menor gruta, por lóbrega que sea, en que un comisario de policía no haya hecho poner el gas. Sólo un servicio puedo prestaros, mi querido conde, y es presentaros por todas partes, o haceros presentar por mis amigos, pero vos no tenéis necesidad de nadie para eso, con vuestro nombre, vuestra fortuna y vuestro talento (Montecristo se inclinó con una sonrisa ligeramente irónica), os podéis presentar sin necesidad de nadie, y seréis bien recibido de todo el mundo. En realidad, únicamente puedo serviros en una cosa: si alguna de las costumbres de la vida Parisiense, alguna experiencia, algún conocimiento de nuestros bazares pueden recomendarme a vos, me pongo a vuestra disposición para buscaros una casa de las mejores. No me atrevo a proponeros que compartáis conmigo mi habitación, tal como hice yo en Roma con la vuestra, yo que no profeso el egoísmo, pero que soy egoísta por excelencia, no podría tolerar en mi cuarto ni una sombra, a no ser la de una mujer.

-¡Ah!, ésa es una reserva conyugal. En efecto, en Roma me dijisteis algo acerca de un casamiento..., debo felicitaros por vuestra próxima felicidad.

-La cosa sigue en proyecto, señor conde.

-Y quien dice proyecto -dijo Debray-, quiere decir inseguridad.

-¡No! ¡No! -dijo Morcef-, mi padre está empeñado, y yo espero antes de poco presentaros, si no a mi mujer, por lo menos a mi futura esposa, la señorita Eugenia Danglars.

-¡Eugenia Danglars! -respondió el conde de Montecristo--, aguardad, ¿no es su padre el barón Danglars?

-Sí -respondió Alberto-, pero barón de nuevo cuño.

-¡Oh, qué importa! -respondió Montecristo-, si ha prestado al Estado servicios que le hayan merecido esa distinción.

-¡Oh!, enormes -dijo Beauchamps-. Aunque liberal en el alma, completó en 1829 un empréstito de seis millones para el rey Carlos X, que le ha hecho barón y caballero de la Legión de Honor, de modo que lleva su cinta, no en el bolsillo del chaleco, como pudiera creerse, sino en el ojal del frac.

-¡Ah! -dijo Alberto riendo-, Beauchamp, Beauchamp, guardad eso para el Corsario y el Charivari, pero delante de mí, no habléis así de mi futuro suegro.

Luego dijo, volviéndose hacia Montecristo:

-¡Pero hace poco habéis pronunciado su nombre como si conocierais al barón!

-No le conocía -respondió el conde de Montecristo-, pero no tardaré en conocerle, puesto que tengo un crédito abierto sobre él por la casa de Richard y Blount de Londres, Arstein y Estelus, de Viena, y Thompson y French, de Roma.

Y al pronunciar estas palabras, Montecristo miró de reojo a Maximiliano.

Si el extranjero había esperado que sus palabras produjeran algún efecto en Maximiliano Morrel, no se había engañado. Maximiliano se estremeció como si hubiese recibido una conmoción eléctrica.

-Thompson y French -dijo-, ¿conocéis esa casa, caballero?

-Son mis banqueros en la capital del mundo cristiano -respondió el conde-, ¿puedo serviros de algo respecto a esos señores?

-¡Oh!, señor conde, podríais ayudarnos en unas pesquisas que hasta ahora han sido infructuosas. Esa casa prestó hace tiempo un gran servicio a la nuestra, y no sé por qué siempre negó que lo hubiera hecho.

-Estoy a vuestras órdenes, caballero -respondió Montecristo inclinándose.

-Pero -dijo Alberto-, nos hemos apartado de la conversación que teníamos respecto a Danglars. Se trataba de buscar una buena habitación al conde de Montecristo. Veamos, señores, pensemos, ¿dónde alojaremos a este nuevo habitante de París?

-En el barrio de Saint-Germain -dijo Chateau Renaud-, este caballero encontrará allí una casa encantadora entre patio y jardín.

-¡Bah! -dijo Debray-, no conocéis más que vuestro triste barrio de Saint-Germain; no le escuchéis, señor conde; buscad casa en la Chaussée d'Antin, éste es el verdadero centro de París.

-En el Boulevard de la Opera -dijo Beauchamp-, en el piso principal, una casa con dos balcones. El señor conde hará llevar a ella almohadones de terciopelo bordados de plata, y fumando en pipa o tragando sus píldoras, verá desfilar ante sus ojos a toda la capital.

-Y vos, Morrel, ¿no tenéis idea? ¿No proponéis nada? -dijo Chateau Renaud.

-Claro que sí -dijo sonriendo el joven-, al contrario, tengo una, pero esperaba que el señor conde siguiese algunas de las brillantes proposiciones que acaban de hacerle. Ahora, como no ha respondido, creo poder ofrecerle una habitación en una casa encantadora, a la Pompadour, que mi hermana alquiló hace un año en la calle de Meslay.

-¿Tenéis una hermana? -preguntó Montecristo.

-Sí, señor; una excelente hermana, por cierto.

-¿Casada?

-Pronto hará nueve años.

-¿Dichosa? -preguntó de nuevo el conde.

-Tan dichosa como puede serlo una criatura humana -respondió Maximiliano-. Se ha casado con el hombre que amaba, el cual nos ha sido fiel en nuestra mala fortuna: Manuel Merbant.

Montecristo se sonrió de un modo imperceptible.

-Vivo allí mientras estoy aquí -continuó Maximiliano-, y estoy con mi cuñado Manuel a la disposición del señor conde, para todo lo que precise.

-Un momento -exclamó Alberto antes que Montecristo hubiese podido responder-, cuidado con lo que hacéis, señor Morrel, vais a hacer entrar a un viajero, a Simbad el Marino, en la vida de familia. Vais a convertir en patriarca a un hombre que ha venido para ver París.

-¡Oh!, no -respondió Morrel sonriendo-, mi hermana tiene veinticinco años, mi cuñado treinta, son jóvenes, alegres y dichosos; por otra parte, el señor conde estará en su casa y no encontrará a sus huéspedes síno cuando quiera bajar a verlos.

-Gracias, señor, muchas gracias -dijo Montecristo-. Me encantaría que me presentaseis a vuestra hermana y cuñado, si gustáis hacerme este honor; pero no he aceptado la oferta de ninguno de estos señores porque tengo ya mi habitación preparada.

-¡Cómo! -exclamó Morcef-, vais a ir a una fonda, eso no sería propio de vuestra categoría.

-¿Tan mal estaba en Roma? -preguntó Montecristo.

-Qué diantre, en Roma -dijo Morcef- gastasteis cincuenta mil piastras para haceros amueblar una habitación, pero presumo que no estáis dispuesto a repetir todos los días un gasto semejante.

-No es eso lo que me ha detenido -respondió Montecristo-, pero estaba resuelto a tener una casa en París, una casa mía, se entiende. Envié de antemano a mi criado, y ya ha debido habérmela comprado y amueblado.

-Pero ese criado no conoce París -exclamó Beauchamp.

-Es la primera vez, como yo, que viene a Francia, caballero; es negro y no habla -dijo Montecristo.

-¿Entonces es Alí? -preguntó Alberto en medio de la sorpresa general.

-Sí, señor, es Alí, mi nubio, mi mudo, el que habéis visto en Roma, según creo.

-Sí, me acuerdo perfectamente -dijo Morcef.

-¿Pero cómo habéis encargado a un nubio que os comprara una casa en París, y a un mudo hacerla amueblar? Harán las cosas al revés.

-Desengañaos, estoy seguro de que todas las cosas las ha hecho a gusto mío, porque bien sabéis que mi gusto no es el de todos los demás. Ha llegado hace ocho días, habrá recorrido toda la ciudad con ese instinto que podría tener un buen perro cazador. Conoce mis caprichos, mis necesidades, todo lo habrá organizado a mi placer. Sabía que yo había de llegar hoy a las diez, me esperaba desde las nueve en la barrera de Fontainebleau, me entregó este papel. En él están escritas las señas de mi casa, mirad, leed -y Montecristo entregó un papel a Alberto.

-Campos Elíseos, número 30 -leyó Morcef.

-¡Ah! ¡Eso sí que es original! -no pudo menos de exclamar Beauchamp.

-¡Cómo! ¿Aún no sabéis dónde está vuestra casa? -preguntó Debray.

-No -dijo Montecristo-, ya os he dicho que quería llegar puntual a la cita. Me he vestido en mi carruaje y me he apeado a la puerta del vizconde.

Los jóvenes se miraron. No sabían si era una comedia representada por el conde de Montecristo, pero todo cuanto salía de su boca tenía un carácter tan original, tan sencillo, que no se podía suponer que estuviera mintiendo. ¿Y por qué había de mentir?

-Preciso será contentarnos -dijo Beauchamp- con prestar al señor conde todos los servicios que estén en nuestra mano; yo, como periodista, le ofrezco la entrada en todos los teatros de París.

-Muy agradecido, caballero -dijo sonriéndose Montecristo-, pero es el caso que mi mayordomo ha recibido ya la orden de abonarme a todos ellos.

-¿Y vuestro mayordomo es también algún mudo? -preguntó Debray.

-No, señor, es un compatriota vuestro, si es que un corso puede ser compatriota de alguien, pero vos le conocéis, señor de Morcef.

-¿Sería tal vez aquel valeroso Bertuccio, tan hábil para alquilar balcones?

-El mismo. Y le visteis el día en que tuve el honor de almorzar en vuestra compañía. Es todo un hombre, tiene un poco de soldado, de contrabandista, en fin, de todo cuanto se puede ser. Y no juraría que no haya tenido algún altercado con la policía..., una fruslería, por no sé qué cuchilladas de nada.

-¿Y habéis escogido a ese honrado ciudadano para ser vuestro mayordomo? ¿Cuánto os roba cada año?

-Menos que cualquier otro, estoy seguro -contestó el conde-; pero hace mi negocio, para él no hay nada imposible, y por eso le tengo a mi servicio.

-Entonces -dijo Chateau Renaud-, ya tenéis la casa puesta, poseéis un palacio en los Campos Elíseos, criados, mayordomo, no os falta sino una esposa.

Alberto se sonrió, pensaba en la hermosa griega que había visto en el palco del conde en el teatro Valle y en el teatro Argentino.

-Tengo algo mejor -dijo Montecristo-, tengo una esclava. Vosotros alabáis a vuestras señoras del teatro de la Opera, del Vaudeville, del de Varietés, mas yo he comprado la mía en Constantinopla, me ha costado bastante cara, pero ya no tengo necesidad de preocuparme de nada.

-Sin embargo, ¿olvidáis -dijo riendo Debray-, que somos, como dijo el rey Carlos, francos de nombre, francos de naturaleza, y que en poniendo el pie en tierra de Francia, el esclavo es ya libre?

-¿Y quién se lo ha de decir? -preguntó el conde.

-El primero que llegue.

-Sólo habla romaico.

-¡Ah!, eso es otra cosa.

-¿Pero la veremos al menos? -preguntó Beauchamp-; teniendo un mudo, tendréis también eunucos.

-¡No, a fe mía! -dijo Montecristo-, no llevo el orientalismo hasta tal punto. Todos los que me rodean pueden dejarme, y no tienen necesidad de mí ni de nadie. He ahí la razón, quizá, de por qué no me abandonan.

Al cabo de mucho rato, pasado en los postres y en fumar, Debray dijo levantándose:

-Son las dos y media, vuestro convite ha sido delicioso, mas no hay compañía, por buena que sea, que no sea preciso dejar, y aún algunas veces, por otra peor; es necesario que vuelva a mi ministerio. Hablaré del conde al ministro, será menester que sepamos quién es.

-Andad con cuidado -dijo Morcef-, los más atrevidos han renunciado a hacerlo.

-¡Bah!, tenemos tres millones para nuestra policía. Es verdad que casi siempre se gastan antes, pero no importa. Siempre quedan unos cincuenta mil francos.

-¿Y cuando sepáis quién es, me lo comunicaréis?

-Os lo prometo. Adiós, Alberto. Señores, servidor vuestro.

Y al salir Debray exclamó muy alto en la antesala:

-Daos prisa.

-¡Bien! -dijo Beauchamp a Alberto-, no iré a la Cámara, pero tengo que ofrecer a mis lectores algo mejor que un discurso de Danglars.

-Hacedme un favor, Beauchamp; ni una palabra, os lo suplico, no me quitéis el mérito de presentarle y de explicarle. ¿No es cierto que es curioso?

-Es mucho mejor que eso -respondió Chateau Renaud-, es realmente uno de los hombres más extraordinarios que he visto en mi vida. ¿Venís, Morrel?

-Aguardad, voy a dar una tarjeta al conde, que me ha prometido hacerme una visita, calle Meslay, número 14.

-Estad seguro de que no faltaré -dijo el conde inclinándose.

Y Maximiliano Morrel salió con el barón de Chateau Renaud, dejando solos a Montecristo y Morcef.

Capítulo Segundo

La presentación

Cuando Alberto se encontró a solas y frente a frente con Montecristo, le dijo:

-Señor conde, permitidme que empiece mi nuevo oficio de cicerone haciéndoos una descripción de una habitación del joven acostumbrado a los palacios de Italia; esto os servirá para saber en cuántos pies cuadrados puede vivir un joven que no pasa de ser de los más mal alojados. A medida que vayamos pasando de una pieza a otra, iremos abriendo las ventanas para que podáis respirar.

Montecristo conocía ya el comedor y el salón del piso bajo. Alberto le condujo a su estudio, éste era su cuarto predilecto.

Montecristo era digno apreciador de todas las cosas que Alberto había acumulado en esta estancia; antiguos cofres, porcelanas del Japón, alfombras de Oriente, juguetes de Venecia, armas de todos los países del mundo, todo le era familiar, y a la primera ojeada conocía el siglo, el país y el origen. Morcef había creído ser el que explicase, y él era el que estudiaba bajo la dirección del conde un curso completo de arqueología, de mineralogía y de historia natural. Alberto hizo entrar a su huésped en el salón. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de pintores modernos, paisajes de Drupé con sus bellos arroyos, sus árboles desgajados, sus vacas paciendo y sus encantadores cielos. Tenía también jinetes árabes de Delacroix con largos albornoces blancos, cinturones brillantes y con armas damasquinas, y cuyos caballos muerden el bocado con rabia, mientras que los hombres se desgarran con mazas de hierro; las aguadas de Boulanger representando toda Nuestra Señora de París, con aquel vigor que hace del pintor el émulo del poeta. Telas de Díaz que hace a las flores más hermosas de lo que son en la realidad, el sol más brillante de lo que es. Dibujos de Decamo con un colorido como el de Salvatore Rosa, pero más poético; pasteles de Giraud y de Muller representando niños con cabezas de ángeles, mujeres de facciones virginales, bocetos arrancados del álbum del viaje a Oriente de Dacorats, que fueron trazados en algunos segundos sobre la silla de algún camello o sobre la cúpula de una mezquita, en fin, todo lo que el arte moderno puede dar en cambio y en indemnización del arte perdido con los siglos precedentes.

Alberto esperó mostrar por lo menos esta vez alguna cosa nueva al extraño viajero, pero con gran admiración, éste, sin tener necesidad de buscar las firmas, en que algunas, por otra parte, no estaban representadas sino por iniciales, aplicó en seguida el nombre de cada autor a su obra, de manera que era fácil ver que no solamente cada uno de estos nombres le era conocido, sino que cada uno de estos talentos habían sido apreciados y estudiados por él.

Del salón pasaron al dormitorio, que era a la vez un modelo de elegancia y de gusto severo; un solo retrato, pero firmado por Leopoldo Rober, resplandecía en su marco de oro mate.

Este retrato atrajo al principio las miradas del conde de Montecristo, porque dio tres pasos rápidos en la habitación, y se paró de repente delante de él.

Era el de una joven de veinticinco o veintiséis años, de tez morena, de mirada de fuego, velada bajo unos hermosos párpados. Llevaba el traje pintoresco de las pescadoras catalanas con su corpiño encarnado y negro, y sus agujas de oro enlazadas en los cabellos. Miraba al mar, y su elegante contorno se destacaba sobre el doble azul de las olas y del cielo.

La habitación estaba sumida en la penumbra, sin lo cual Alberto hubiese podido ver la lívida palidez, que se extendía sobre las mejillas del conde y sorprender el temblor nervioso que sacudió sus hombros y su pecho. Hubo un instante de silencio, durante el cual Montecristo permaneció con la mirada obstinadamente clavada en esta pintura.

-Tenéis ahí una hermosa querida, vizconde -dijo Montecristo con una voz perfectamente segura-. Y ese traje de baile sin duda le sienta a las mil maravillas.

-¡Ah!, señor -dijo Alberto-, he aquí un error que no me perdonaría si al lado de este retrato hubieseis visto algún otro. Vos no conocéis a mi madre, caballero. Es a ella a quien veis en ese lienzo; se hizo retratar así hace seis u ocho años. Ese traje es de capricho, a lo que parece. La condesa mandó hacer este retrato durante una ausencia del conde. Sin duda quería prepararle para su vuelta una agradable sorpresa. Pero, cosa rara, ese retrato desagradó a mi padre, y el valor de la pintura, que es como ya veis una de las mejores de Leopoldo Rober, no pudo vencer su antipatía por el cuadro. La verdad, aquí para nosotros, mi querido conde, es que el señor Morcef es uno de los pares más asiduos del Luxemburgo, pero un amante del arte de los más medianos; en cambio, mi madre pinta de un modo bastante notable, y estimando demasiado una obra semejante para separarse de ella, me la ha dado, para que en mi cuarto esté menos expuesta a desagradar al señor de Morcef que en el suyo, donde veréis el retrato pintado por Gros. Perdonadme si os hablo de una manera tan familiar, pero como voy a tener el honor de conduciros a la habitación del conde, os digo esto para que no se os escape elogiar este retrato delante de él. Fuera de esto, posee una funesta influencia, porque es muy raro que mi madre venga a mi cuarto sin mirarle, y más raro aún que le mire sin llorar. La nube que levantó la aparición de esta pintura en el palacio, es la única que ha habido entre el conde y la condesa, quienes aunque casados hace más de veinte años, están aún unidos como el primer día.

El conde lanzó una rápida mirada sobre Alberto, como para buscar una intención oculta en estas palabras, pero era evidente que el joven lo había dicho con toda la sencillez de su alma.

-Ahora -dijo Alberto-, que habéis visto todas mis riquezas, señor conde, permitidme ofrecéroslas, por indignas que sean; consideraos aquí como en vuestra casa, y para mayor franqueza aún, dignaos acompañarme al cuarto del señor Morcef, a quien escribí desde Roma el servicio que me prestasteis y a quien anuncié la visita que me habíais prometido, y puedo decirlo, el conde y la condesa esperaban con impaciencia que les fuese permitido daros las gracias. Estáis un poco cansado de estas cosas, lo sé, señor conde, y las escenas de familia no tienen mucho atractivo para Simbad el Marino, ¡habréis visto muchas escenas! Sin embargo, aceptad la que os propongo, como iniciativa de la vida parisiense, vida de política, de visitas y de presentaciones.

Montecristo se inclinó sin responder, aceptaba la proposición sin entusiasmo y sin pesar, como una de esas conveniencias de sociedad de que todo hombre de educación se hace un deber. Alberto llamó a su criado y le mandó que avisara a los señores de Morcef de la próxima llegada del conde de Montecristo.

Alberto le siguió con el conde.

Al llegar a la antesala, veíase encima de la puerta que daba acceso al salón un escudo que por sus ricos adornos y su armonía indicaba la importancia que el propietario daba a aquel aposento.

Montecristo se detuvo delante del blasón, que examinó detenidamente.

-Campo azul y siete merletas de oro puestas en fila. ¿Sin duda será éste el escudo de vuestra familia, caballero? -inquirió-. Excepto el conocimiento de las piezas que me permite descifrarlo, soy un ignorante en cuanto a heráldica. Yo, conde de casualidad, fabricado por la Toscana, ayudado por una encomienda de San Esteban, y que hubiera pasado siendo gran señor, si no me hubiesen repetido que cuando se viaja mucho es totalmente imprescindible. Porque, al fin, siempre es preciso, aunque no sea más que para cuando los aduaneros os registran, tener algo en la portezuela de vuestro carruaje. Excusadme, pues, si os hago tal pregunta.

-De ningún modo es indiscreta -dijo Morcef con la sencillez de la convicción-, y lo habéis adivinado, son nuestras armas, es decir, las de la familia de mi padre, pero como veis, están unidas a otro escudo con una torre de oro, que es de la familia de mi madre. Por parte de las mujeres soy español, pero la casa de Morcef es francesa, y según he oído decir, una de las más antiguas del Mediodía de Francia.

-Sí -repuso el conde de Montecristo-, lo indican las aves. Casi todos los peregrinos armados que intentaron o que hicieron la conquista de Tierra Santa tomaron por armas cruces, señal de la misión que iban a cumplir; o aves de paso, símbolo del largo viaje que iban a emprender, y que esperaban acabar con las alas de la fe. Uno de vuestros abuelos paternos debió de tomar parte en una de las cruzadas, y suponiendo que no sea más que la de San Luis, ya esto os remonta al siglo XI, lo cual no deja de ser interesante.

-Es muy posible -dijo Morcef-, mi padre tiene en el gabinete un árbol genealógico que nos explicará todo esto. Pero ahora no pensemos en ello y sin embargo os diré, señor conde, y esto entra en mis obligaciones de cicerone, que empiezan a ocuparse mucho de estas cosas en estos tiempos de gobierno popular.

-¡Pues bien!, vuestro gobierno debió elegir algo mejor que esos dos carteles que he visto en vuestros monumentos, y que no tienen ningún sentido heráldico. En cuanto a vos, vizconde, sois más feliz que vuestro gobierno, porque vuestras armas son verdaderamente hermosas y hablan a la fantasía. Sí, eso es, sois a un tiempo de Provenza y de España, lo cual está explicado, si el retrato que me habéis mostrado es semejante por su hermoso color moreno que tanto admiraba yo en el rostro de la noble catalana.

Preciso hubiera sido ser otro Edipo o la misma Esfinge para adivinar la ironía que dio el conde a estas palabras, llenas en apariencia de la mayor cortesía. Morcef le dio las gracias con una sonrisa y pasando delante del conde para mostrarle el camino, abrió la puerta que estaba debajo de sus armas, y que, como hemos dicho, comunicaba con el salón. En el lugar principal de este salón veíase asimismo un retrato, era el de un hombre de treinta y ocho años, vestido con uniforme de oficial general, con sus dos charreteras, señal de los grados superiores, la cinta de la Legión de Honor alrededor del cuello, lo cual indicaba que era comendador, y en el pecho, al lado derecho, la placa de gran oficial de la Orden del Salvador, y a la izquierda la de la gran cruz de Carlos III, lo cual indicaba que la persona representada por este retrato hizo la guerra a Grecia y a España, o lo que viene a ser lo mismo, había cumplido alguna misión diplomática en ambos países.

Montecristo se hallaba ocupado en examinar este retrato con no menos atención que había examinado el otro, cuando se abrió una puerta lateral y vio al conde de Morcef en persona.

Era un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, pero que aparentaba cincuenta por lo menos, cuyo bigote y cejas negras contrastaban con unos cabellos casi blancos, enteramente cortados según la moda militar. Iba vestido de paisano, y llevaba en su ojal una cinta, cuyos diferentes colores recordaban las diversas órdenes de que estaba condecorado. Este hombre entró con paso digno y presuroso. Montecristo le vio venir sin dar un paso, hubiérase dicho que sus pies estaban clavados en el suelo, como sus ojos lo estaban en el rostro del conde de Morcef.

-Padre -dijo el joven-, tengo el honor de presentaros al señor conde de Montecristo, el generoso amigo que he tenido el honor de encontrar en las difíciles circunstancias que ya conocéis.

-Tengo un gran placer en ver a este caballero -dijo el conde de Morcef sonriéndose-. Salvando usted la vida al único heredero, ha prestado a nuestra casa un servicio que avivará eternamente nuestro reconocimiento.

Y al pronunciar estas palabras el conde de Morcef señalaba un sillón al de Montecristo, mientras él se sentaba frente a la ventana. En cuanto a Montecristo, mientras tomaba el sillón señalado por el conde de Morcef, se colocó de modo que permaneciese oculto en las sombras de las grandes colgaduras de terciopelo y pudiera leer en las facciones del conde una historia de secretos dolorosos, escritos en cada una de sus arrugas, esculpidas antes de tiempo.

-La señora condesa -dijo Morcef- se hallaba en el tocador cuando el vizconde la mandó avisar la visita que iba a tener el honor de recibir, va a bajar y dentro de diez minutos estará en el salón.

-Mucho honor es para mí -dijo Montecristo- el entrar, recién llegado a París, en relaciones con un hombre, cuyo nombre iguala a la reputación, y con quien la fortuna nunca se ha mostrado adversa, pero ¿no tienen todavía en las llanuras del Misisipí o en las montañas del Atlas, algún bastón de mariscal que ofreceros?

-¡Oh! -repuso sonrojándose Morcef-, abandoné el servicio, caballero. Nombrado par en tiempo de la Restauración, estaba en la primera campaña y servía a las órdenes del mariscal Bourmont; podía, pues, aspirar a un mando superior, y quién sabe lo que habría ocurrido si la rama mayor hubiese permanecido en el trono. Pero la revolución de julio era, al parecer, demasiado gloriosa para ser ingrata, y lo fue, sin embargo, para todo servicio que no databa del periodo imperial, porque cuando como yo, se han ganado las charreteras en los campos de batalla, no se sabe maniobrar sobre el resbaladizo terreno de los salones. He abandonado la espada para entrar en la política, me dedico a la industria, estudio las artes útiles. Durante los veinte años que yo había permanecido en el servicio, lo había deseado mucho, pero me faltó tiempo.

-Tales ideas son las que conservan la superioridad de vuestra nación sobre los otros países, caballero -respondió Montecristo-; un noble perteneciente a una gran casa, con una brillante fortuna, habéis consentido en ganar los primeros grados como oscuro soldado, esto es algo rarísimo. Después general, par de Francia, comendador de la Legión de Honor, consentís en volver a empezar una segunda carrera, sin otra esperanza que la de ser algún día útil a vuestros semejantes... ¡Ah caballero, es hermoso, diré más, sublime!

Alberto miraba y escuchaba a Montecristo con asombro. No estaba acostumbrado a verle elevarse a tales grados de entusiasmo.

-¡Ay! -continuó el extranjero, sin duda para desvanecer la imperceptible nube que estas palabras acababan de producir en la frente de Morcef-, nosotros no hacemos lo mismo en Italia, obramos según nuestra cuna y clase, y siempre que podamos obraremos así durante toda nuestra vida.

-Pero, caballero -repuso el conde Morcef-, para un hombre de vuestro mérito, Italia no es una patria, y Francia os abre sus brazos, venid a ella. Francia no será quizás ingrata para todo el mundo, trata mal a sus hijos, pero generalmente recibe bien a los extranjeros.

-¡Ah!, padre mío -dijo Alberto sonriéndose-, bien se ve que no conocéis al señor conde de Montecristo. No aspira a los hombres, y sólo se preocupa de lo que le puede facilitar un pasaporte.

-Esa es, en mi opinión, la expresión más exacta que jamás he oído -respondió el extranjero.

-Vos habéis sido dueño de vuestro porvenir -respondió el conde de Morcef con un suspiro-, y habéis elegido el camino de las flores.

-Así es, caballero -respondió Montecristo con una de esas sonrisas que jamás podrá copiar un pintor, y en vano tratará de analizar un fisiólogo.

-Si no hubiese temido fatigar al señor conde -repuso el general, encantado de los modales de Montecristo-, le habría conducido a la Cámara; hoy hay una sesión curiosa para el que no conozca a nuestros senadores modernos.

-Os quedaré muy agradecido, caballero, si queréis renovarme esa oferta en otra ocasión, pero hoy me han lisonjeado con la esperanza de ser presentado a la señora condesa, y esperaré.

-¡Ah!, ahí está mi madre --exclamó el vizconde.

En efecto, Montecristo, volviéndose vivamente vio a la señora de Morcef en la puerta del salón opuesta a la otra por donde había entrado su marido. Pálida e inmóvil, dejó caer, cuando Montecristo se volvió hacia ella, su brazo, que, no se sabe por qué, se había apoyado sobre el dorado quicio de la puerta; estaba allí hacía algunos segundos, y había oído las últimas palabras pronunciadas por el extranjero.

Este se levantó y saludó cortésmente a la condesa, que se inclinó a su vez, muda y ceremoniosa.

-¡Ah! ¡Dios mío!, señora -preguntó el conde-. ¿Qué os sucede? ¿Os hace mal el calor de este salón?

-¿Sufrís, madre mía? -exclamó el vizconde, lanzándose al encuentro de Mercedes.

Ambos fueron recompensados con una sonrisa.

-No -dijo-, pero he experimentado alguna emoción al ver por vez primera a la persona sin cuya intervención en este momento estaríamos sumergidos en lágrimas y desesperación. Caballero -prosiguió la condesa adelantándose con la majestad de una reina-, os debo la vida de mi hijo, y por este beneficio os bendigo. Ahora os agradezco el placer que me causáis procurándome una ocasión de daros las gracias como os he bendecido, es decir, con todo mi corazón.

El conde se inclinó de nuevo, pero más profundamente que la primera vez; estaba aún más pálido que Mercedes.

-Señora -dijo el conde-, y vos me recompensáis con demasiada generosidad por una acción muy sencilla, salvar a un hombre, ahorrar tormentos a un padre y a una madre, esto no es siquiera una buena obra, es sólo un acto de humanidad.

A tales palabras pronunciadas con una cortesía y una dulzura delicadas, la señora de Morcef respondió con un acento profundo:

-Mucha felicidad es para mi hijo, caballero, el teneros por amigo, y doy gracias a Dios que lo ha dispuesto todo así.

Y Mercedes levantó al cielo sus bellos ojos con una gratitud tan infinita que el conde creyó ver temblar en ellos algunas lágrimas.

El señor Morcef se acercó a su esposa.

-Señora -dijo-, ya he dado mis excusas al señor conde por verme obligado a dejarle, y os suplico que vos se las renovéis. La sesión se abre a las dos, son las tres, y debo hablar en ella.

-Descuidad, yo procuraré hacer olvidar vuestra ausencia a nuestro huésped -repuso la condesa-; señor conde -continuó ella, volviéndose hacia Montecristo-, ¿nos haréis el honor de pasar el día con nosotros?

-Gracias, señora, y agradezco infinito vuestro ofrecimiento, pero me he apeado esta mañana a vuestra puerta desde el camino. Ignoro cómo estoy instalado en París. Esta es una inquietud ligera, lo sé, pero sin embargo, natural.

-¿Al menos, tendremos otra vez este placer, nos lo prometéis? -preguntó la condesa.

Montecristo se inclinó sin responder, aunque esta inclinación podía pasar por un asentimiento.

-Entonces no os detengo, caballero -dijo la condesa-, porque no quiero que mi reconocimiento sea indiscreción.

-Querido conde -dijo Alberto-, si queréis, voy a pagaros en París vuestro amable favor de Roma, y poner mi coupé a vuestra disposición hasta que tengáis tiempo de arreglar vuestros carruajes.

-Un millón de gracias por vuestra bondad, vizconde -dijo Montecristo-, pero presumo que el señor Bertuccio habrá empleado las cuatro horas y media que acabo de dejarle y que hallaré en la puerta un carruaje preparado.

Alberto estaba acostumbrado a los modales del conde; sabía que iba como Nerón en busca de lo imposible y no se asombraba de nada, pero quería juzgar por sí mismo de qué modo habían sido ejecutadas las órdenes, y le acompañó hasta la puerta de su casa.

Montecristo no se había equivocado. Apenas se presentó en la antesala, un lacayo, el mismo que en Roma fue a llevar la carta de los dos jóvenes, y a anunciarles su visita, se había lanzado fuera del peristilo, de suerte que al llegar al pie de la escalera, el ilustre viajero halló efectivamente su carruaje esperándole.

Era un coupé, acabado de salir de los talleres de Keller, y un tiro por el que Drake había rehusado la víspera dieciocho mil reales.

-Caballero -dijo el conde a Alberto-, no os propongo que me acompañéis a mi casa, pues no podría mostraros más que una casa improvisada. Concededme un solo día, y entonces os invitaré a ella. Estaré más seguro de no faltar a las leyes de la hospitalidad.

-Si pedís un día, estoy tranquilo, no será entonces una casa la que me mostréis, será un palacio. Desde luego, tenéis algún genio a vuestra disposición.

-Creedlo así -dijo Montecristo poniendo el pie en el estribo, forrado de terciopelo, de su espléndido carruaje-, esto me pondrá bien con las damas.

Y entró en su carruaje, que partió rápidamente, pero no tanto que no viera el movimiento imperceptible que hizo temblar la colgadura del salón donde había dejado a Mercedes. Cuando Alberto entró en el aposento de su madre, vio a la condesa hundida en un gran sillón de terciopelo, sumido en la penumbra todo el cuarto, apenas pudo distinguir Alberto las facciones de su madre, pero parecióle que su voz estaba alterada. También distinguió entre los perfumes de las rosas y de los heliotropos del florero, el olor acre de las sales de vinagre sobre una de las copas cinceladas de la chimenea. Efectivamente, el pomo de la condesa atrajo la inquieta atención del joven.

-¿Sufrís, madre mía? –exclamó entrando-. ¿Os habéis puesto mala durante mi ausencia?

-¿Yo?, no, Alberto. Pero ya comprenderéis que estas rosas y estas flores exhalan durante estos primeros calores, a los cuales no estoy acostumbrada, tan intenso perfume...

-Entonces, madre mía -dijo Morcef, tirando del cordón de la campanilla-, es preciso llevarlas a vuestra antesala. Estáis indispuesta; cuando entrasteis estabais ya muy pálida.

-¿Que estaba pálida decís, Alberto?

-Con una palidez que os sienta a las mil maravillas, madre mía, pero que no por eso nos ha asustado menos a mi padre y a mí.

-¿Os ha hablado de ello vuestro padre? -preguntó vivamente Mercedes.

-No, señora; pero a vos, recordadlo, os hizo esta observación.

-No lo recuerdo -dijo la condesa.

Un criado entró; acudía al ruido de la campanilla.

-Llevad esas flores a la antesala o al gabinete de tocador -dijo el vizconde-, hacen mal a la señora condesa.

El criado obedeció.

Hubo un momento de silencio, que duró todo el tiempo necesario para dar cumplimiento a esta orden.

-¿Qué nombre es ese de Montecristo? -preguntó la condesa, así que el criado hubo llevado el último vaso de flores-. ¿Es algún nombre de familia, de tierra, un simple título?

-Me parece, madre mía, que es un título y nada más. El conde ha comprado una isla en el archipiélago toscano, y ha fundado un pequeño reino, según él decía esta mañana. Ya sabéis que eso se suele hacer por San Esteban de Florencia, por San Jorge Constantino de parma y aun por la Orden de Malta. Aparte de ello, no tiene ninguna pretensión de nobleza, y se llama conde de casualidad, aunque la opinión general en Roma es que el conde es un gran señor.

-Sus maneras son excelentes -repuso la condesa-, por lo menos según lo que he podido juzgar en los breves instantes que ha permanecido aquí.

-¡Oh!, perfectas, madre mía. Tan perfectas, que sobrepujan en mucho a todo lo más aristocrático que yo he conocido en las tres noblezas principales, es decir, en la nobleza inglesa, la española y la alemana.

La condesa reflexionó un momento, después replicó:

-¿Habéis visto, mi querido Alberto..., es una pregunta de madre lo que os dirijo..., habéis visto al señor de Montecristo en su interior? Tenéis perspicacia, tenéis mundo, más de lo que ordinariamente se tiene a vuestra edad, ¿creéis que el conde sea lo que aparenta en realidad?

-¿Y qué os parece?

-Vos lo habéis dicho hace un instante, un gran señor.

-Os he dicho, madre mía, que le tenía por tal.

-Pero vos, ¿qué opináis, Alberto?

-Yo no tengo opinión fija acerca de él, lo creo maltés.

-No os pregunto sobre su origen, os pregunto sobre su persona.

-¡Ah!, sobre su persona, eso es otra cosa. He visto tantas cosas extrañas en él, que si queréis que os diga lo que pienso, os responderé que le miraría como a uno de los personajes de Byron, a quienes la desgracia ha marcado con un sello fatal. Algún Manfredo, algún Lara, algún Werner, como uno de esos restos, en fin, de alguna familia antigua que, desheredados de su fortuna paterna, han encontrado una por la fuerza de su genio aventurero, que les ha hecho superiores a las leyes de la sociedad.

-¿Qué estáis diciendo...?

-Digo que Montecristo es una isla en medio del Mediterráneo, sin habitantes, sin guarnición, guarida de contrabandistas de todas las naciones, de piratas de todos los países. ¿Quién sabe si estos dignos industriales pagarán a su señor un derecho de asilo?

-Es posible -dijo la condesa pensativa.

-Pero no importa -replicó el joven-, contrabandista o no, convendréis, madre mía, puesto que le habéis visto, en que el señor conde de Montecristo es un hombre notable, en que causará sensación en los salones de París y, escuchad, esta mañana en mi cuarto inició su entrada en el mundo dejando estupefactos a todos los que allí estaban, incluso a Chateau Renaud.

-¿Y qué edad podrá tener el conde? -inquirió Mercedes, dando visiblemente gran importancia a esta pregunta.

-Tiene de treinta y cinco a treinta y seis años, madre mía.

-Tan joven es imposible -dijo Mercedes, respondiendo al mismo tiempo a lo que le decía Alberto, y a lo que le decía su pensamiento.

-No obstante, es verdad, tres o cuatro veces me ha dicho, y seguramente sin premeditación, en tal época yo tenía cinco años, en otra tenía diez, en aquella doce. Yo, que por mi curiosidad estaba alerta siempre que hablaba de estos detalles, reunía las fechas, y jamás le cogí en falta. La edad de este hombre singular, que no tiene edad, es treinta y cinco años todo lo más. Recordad, madre mía, cuán viva es su mirada, cuán negros sus cabellos, y su frente, aunque pálida, no tiene una arruga. Es una naturaleza no solamentevigorosa, sino joven.

La condesa bajó la cabeza, como agobiada por amargos pensamientos.

-¿Y ese hombre es un amigo verdadero?

-Yo así lo creo.

-¿Y vos... le apreciáis también?

-Me resulta simpático, diga lo que quiera Franz d'Epinay, que quería hacerle pasar a mis ojos por un hombre venido del otro mundo.

La condesa hizo un movimiento de terror.

-Alberto -dijo con voz alterada-, siempre os he encargado que tengáis mucho cuidado con las personas recién conocidas. Ahora sois hombre y me podríais dar consejos; sin embargo, sed prudente, Alberto.

-Pero sería necesario, querida madre, para poder aprovechar el consejo, saber de qué tengo que desconfiar. El conde no juega nunca, no bebe más que agua, dorada con una gota de vino de España; el conde se ha anunciado rico y en efecto lo es, ¿qué queréis, pues, que tema del conde?

-Tenéis razón -dijo la condesa-, y mis temores son infundados tratándose de un hombre que os ha salvado la vida. A propósito, ¿le ha recibido bien vuestro padre? Es importante que estemos más que amables con el conde. El señor de Morcef está ocupado a veces, sus negocios le disgustan y podría ser que sin querer...

-Mi padre ha estado perfecto, señora -interrumpió Alberto- diré más: ha parecido infinitamente lisonjeado por dos o tres cumplidos que le ha dirigido tan a propósito el conde, como si le hubiera conocido hace treinta años. Cada una de estas flechas lisonjeras han debido agradar a mi padre -añadió Morcef riendo-, de suerte que se han separado siendo los mejores amigos del mundo y el señor de Morcef quería llevarle a la Cámara para hacer que oyese su discurso.

La condesa no respondió. Se hallaba absorta en una meditación tan profunda que sus ojos se habían cerrado poco a poco. El joven, en pie delante de ella, la miraba con ese amor filial más tierno y afectuoso en los hijos cuyas madres son aún hermosas, y después de haber visto cerrarse sus ojos, la escuchó respirar un instante en su dulce inmovilidad, y creyéndola dormida se alejó de puntillas, abriendo sigilosamente la puerta del aposento.

-Este diablo de hombre -murmuró moviendo la cabeza-, yo ya había predicho que haría sensación en el mundo; mido su efecto por un termómetro infalible. Mi madre ha puesto mucho la atención en él, de consiguiente debe ser notable.

Y descendió a las caballerizas, no sin cierto despecho secreto, de que sin malicia alguna, el conde de Montecristo había logrado tener un tiro de caballos mejor que el suyo, el cual desmerecería mucho en la opinión de los entendidos.

-Decididamente -dijo-, los hombres no son iguales, es preciso suplicar a mi padre que aclare este teorema en la Cámara Alta.

Capítulo Tercero

El señor Bertuccio

Entretanto, el conde había llegado a su casa. Seis minutos había tardado en ello, suficientes para que fuese visto de más de veinte jóvenes que, conociendo el precio del tiro de caballos que ellos no habían podido comprar, habían puesto sus cabalgaduras al galope para poder ver al opulento señor que usaba caballos de diez mil francos cada uno.

La casa elegida por Alí, y que debía servir de residencia a Montecristo, estaba situada a la derecha subiendo por los Campos Elíseos, colocada entre un patio y jardín; una plazoleta de árboles muy espesos que se elevaban en medio del patio, cubrían una parte de la fachada, alrededor de esta plazoleta se extendían como dos brazos, dos alamedas que conducían desde la reja a los carruajes a una doble escalera, sosteniendo en cada escalón un jarrón de porcelana lleno de flores. Esta casa aislada en mitad de un ancho espacio tenía además de la entrada principal otra entrada que caía a las calles de Pont-Ruén.

Antes de que el cochero hubiese llamado al portero, la reja maciza giró sobre sus goznes. Habían visto venir al conde, y en París como en Roma, como en todas partes, se le servía con la rapidez del relámpago. El cochero entró, pues, describió el semicírculo, y la reja estaba ya cerrada cuando las ruedas rechinaban aún sobre la arena de la calle de árboles.

El carruaje se paró a la izquierda de la escalera. Dos hombres se presentaron en la portezuela, uno era Alí, que se sonrió con alegría al ver a su señor, y que fue pagado con una agradecida mirada de Montecristo.

El otro saludó humildemente y presentó su brazo al conde para ayudarle a bajar del carruaje.

-Gracias, señor Bertuccio -dijo el conde saltando ágilmente del carruaje-. ¿Y el notario?

-Está en el saloncito, excelencia -respondió Bertuccio.

-¿Y las tarjetas que os he mandado grabar en cuanto supieseis el número de la casa?

-Ya está hecho, señor conde; he estado en casa del mejor grabador del Palacio Real, que grabó la plancha delante de mí. La primera que tiraron fue llevada en seguida a casa del señor barón Danglars, diputado, calle de la Chaussée-d'Antin, número 7; las otras están sobre la chimenea de la alcoba de su excelencia.

-Bien, ¿qué hora es?

-Las cuatro.

Montecristo entregó sus guantes, su sombrero y su bastón al mismo lacayo francés que se había lanzado fuera de la antesala del conde de Morcef para llamar al carruaje. Luego pasó al saloncito conducido por Bertuccio, que le mostró el camino.

-Vaya una pobreza de mármoles en esta antesala; espero que los cambien inmediatamente.

Bertuccio se inclinó.

El notario esperaba en el salón, tal como había dicho el mayordomo.

Era un hombre de fisonomía honrada y pacífica.

-¿Sois el notario encargado de vender la casa de campo que yo quiero comprar? -preguntó Montecristo.

-Sí, señor conde -respondió el notario.

-¿Está preparada el acta de venta?

-Sí, señor conde.

-¿La habéis traído?

-Aquí la tenéis.

-Muy bien. ¿Dónde está la casa que compro? -dijo el conde dirigiéndose a Bertuccio y al notario.

El mayordomo hizo un gesto que significaba: No sé.

El notario miró a Montecristo sorprendido.

-¡Cómo! -dijo-. ¿No sabe el señor conde dónde está la casa que compra?

-No.

-¿No tiene el señor conde la menor idea de su situación?

-¿Y cómo había de saberlo? Acabo de llegar de Cádiz esta mañana, jamás he estado en París, ésta es la primera vez que pongo el pie en Francia.

-Entonces, la cosa cambia -respondió el notario-. La casa que el señor conde compra está situada en Auteuil.

A estas palabras, Bertuccio palideció visiblemente.

-¿Y dónde está Auteuil? -preguntó Montecristo.

-A dos pasos de aquí, señor conde -respondió el notario-, un poco después de Passy, en una situación magnífica en medio del bosque de Bolonia.

-¡Tan cerca! -dijo Montecristo-. Pero eso no es cameo. ¿Como diablos me habéis ido a escoger una casa a las puertas de París, señor Bertuccio?

-¡Yo! -exclamó el mayordomo turbado-, no, seguramente no es a mí a quien el señor conde encargó que le eligiese una casa. Procure recordar el señor conde, busque en su memoria, reúna sus ideas.

-¡Ah!, es verdad -dijo Montecristo-, ahora recuerdo que he leído este anuncio en un periódico, y me he dejado seducir por este título: Casa de campo.

-Aún es tiempo -dijo vivamente Bertuccio-, y si vuestra excelencia quiere que busque otra, la encontraré mucho mejor, en Enghien, en Fontenay-aux-Roces, o en Belle-Vue.

-No, no -dijo Montecristo con tono despectivo-, puesto que ya tengo ésta, la conservaré.

-Y hacéis bien -dijo vivamente el notario, temiendo perder sus ganancias-, es una propiedad muy hermosa: aguas cristalinas y abundantes, bosques espesos, habitaciones cómodas, aunque descuidadas hace tiempo, sin contar con los muebles que, aunque un poco antiguos, tienen valor, sobre todo hoy día en que sólo se buscan las cosas antiguas. Perdonad, pero creo que el señor conde tendrá el gusto de la época.

-Hablad, hablad -dijo Montecristo-, ¿es cosa conveniente?

-¡Ah!, señor, mucho mejor: es magnífica.

-Entonces no hay que desperdiciar esta ocasión -dijo Montecristo-; el contrato, señor notario.

Y firmó rápidamente, después de haber echado una ojeada hacia el sitio donde estaban indicados los nombres de los propietarios y la situación de la casa.

-Bertuccio -dijo-, entregad cincuenta y seis mil francos a este caballero.

El mayordomo salió con paso no muy seguro, y volvió con un fajo de billetes de banco que el notario contó como un hombre poco acostumbrado a recibir el dinero con tanta puntualidad.

-Y ahora -preguntó el conde-, ¿están cumplidas todas las formalidades?

-Todas, señor conde.

-¿Tenéis las llaves?

-Las tiene el portero que guarda la casa, pero aquí tenéis la orden que le he dado de instalaros en vuestra nueva propiedad.

-Muy bien.

Y Montecristo hizo al notario un movimiento que quería decir: «Ya no tengo necesidad de vos. Podéis retiraros.»

-Pero -exclamó el honrado notario-, el señor conde se ha engañado, me parece. Comprendido todo, no son más que cincuenta y cinco mil francos.

-¿Y vuestros honorarios?

-Están incluidos en esta suma, señor conde.

-¿Pero no habéis venido de Auteuil aquí?

-¡Oh!, ¡claro está!

-Pues bien, preciso es pagaros vuestra molestia -dijo el conde. Y le despidió con una mirada.

El notario salió lentamente, haciendo una reverencia hasta el suelo, a cada paso que daba. Era la primera vez, desde el día que empezó la carrera, que encontraba semejante cliente.

-Acompañad a este caballero -dijo el conde a Bertuccio.

Y el mayordomo salió detrás del notario.

Tan pronto como el conde estuvo solo, sacó de su bolsillo una cartera con cerradura, que abrió con una llavecita que llevaba al cuello, y de la que no se separaba nunca.

Tras de haber examinado un momento los papeles que contenía, su vista se detuvo en una hoja en la que había varias notas. Comparó éstas con el acta de venta que había puesto sobre la mesa y quedóse reflexionando un momento.

-Auteuil, calle de La Fontaine, número 30, esto es -dijo- Ahora, ¿deberé arrancar esa confesión por el terror religioso o por el terror físico? Dentro de una hora lo sabré todo.

-¡Bertuccio! -exclamó dando un golpe con una especie de martillo sobre un timbre, que produjo un sonido agudo y sonoro-. ¡Bertuccio!

El mayordomo acudió en seguida.

-Señor Bertuccio -dijo el conde-, ¿no me habíais dicho otras veces que habíais viajado por Francia?

-Por ciertas partes de Francia, sí, excelencia.

-¿Sin duda conoceréis los alrededores de París?

-No, excelencia, no -respondió el mayordomo con cierto temblor nervioso, que Montecristo, experto en cuanto a emociones, atribuyó con razón a viva inquietud.

-Siento que no hayáis visitado los alrededores de París -le dijo-, porque quiero visitar esta tarde mi nueva propiedad, y viniendo conmigo hubierais podido darme útiles informes.

-¡A Auteuil! -exclamó Bertuccio, cuya tez tostada se volvió casi lívida-. ¡Yo ir a Auteuil!

-¿Y qué tiene eso de particular? Cuando yo viva allí será preciso que vengáis conmigo, puesto que formáis parte de la casa.

Bertuccio bajó la cabeza ante la imperiosa mirada de su señor, y permaneció inmóvil sin responder.

-¡Ah! ¿Qué os sucede? ¿Vais a hacerme llamar por segunda vez para el carruaje? -dijo Montecristo con el tono en que Luis XIV pronunció aquella frase: « ¡He tenido que esperar! »

Bertuccio se lanzó a la antesala, y gritó con voz ronca:

-Los caballos de su excelencia.

Montecristo escribió dos o tres esquelas; cuando hubo cerrado la última, volvió a presentarse el mayordomo.

-El carruaje de su excelencia está a la puerta -dijo.

-Pues bien, tomad vuestros guantes y vuestro sombrero -dijo Montecristo.

-¿Pues qué? ¿Debo ir con el señor conde? -exclamó Bertuccio exasperado.

-Sin duda, es preciso que deis vuestras órdenes, puesto que quiero habitar aquella casa.

No era posible replicar; así, pues, el mayordomo, sin pronunciar una palabra, siguió a su señor, que subió al carruaje haciéndole seña de que le siguiese.

El mayordomo se sentó respetuosamente sobre la banqueta delantera.

Capítulo Cuarto

La casa de Auteuil

Al bajar la escalera, Montecristo había observado que Bertuccio se había persignado a la manera de los corsos, es decir, cortando el aire en forma de cruz con el pulgar, y que al tomar asiento en el carruaje había murmurado una breve oración. Cualquier otro que fuera un hombre curioso hubiese tenido compasión de la singular repugnancia manifestada por el digno intendente para el paseo premeditado extramuros por el conde, pero según parece, éste era demasiado curioso para poder dispensar a Bertuccio de tal viaje.

En veinte minutos estuvieron en Auteuil. La emoción del mayordomo iba en aumento. Al entrar en el pueblo, Bertuccio, arrimado a un rincón del coche, comenzó a examinar con una emoción febril todas las casas por delante de las cuales pasaban.

-Pararéis en la calle de La Fontaine, número 28 -dijo el conde, fijando despiadadamente su mirada sobre el mayordomo, al cual daba esta orden.

La frente de Bertuccio estaba bañada en sudor, y sin embargo obedeció e inclinándose fuera del carruaje, gritó al cochero:

-Calle de La Fontaine, número 28.

Este número 28 estaba situado en un extremo del pueblo. Durante el viaje había ido oscureciendo, como si se hiciera de noche, o más bien una nube negra, cargada de electricidad, daba a estas tinieblas la apariencia y solemnidad de un episodio dramático. El carruaje se detuvo, y el lacayo se precipitó a la portezuela para abrirla.

-Y bien -dijo el conde-, ¿no os apeáis, señor Bertuccio? ¿Os quedáis dentro? ¿En qué diablos pensáis hoy?

Bertuccio se precipitó por la portezuela, y presentó su hombro al conde, quien se apoyó esta vez y bajó uno a uno los tres escalones del estribo.

-Id a llamar -dijo el conde-, y anunciadme.

Bertuccio llamó, la puerta se abrió y apareció el portero.

-¿Quién es? -preguntó.

-Es vuestro nuevo amo -y presentó al portero el billete de reconocimiento, entregado por el notario.

-¿Luego se ha vendido la casa? -preguntó el portero-, ¿y es este caballero quien viene a habitarla?

-Sí, amigo mío -dijo el conde-, y procuraré hacer todo lo posible por que quedéis contento de vuestro nuevo amo.

-¡Oh!, caballero -dijo el portero-; al otro propietario le veíamos rara vez. Hace más de cinco años que no ha venido, y bien ha hecho en vender una casa que no le servía de nada.

-¿Y cómo se llamaba vuestro antiguo amo? -preguntó MonteCristo.

-¡El señor marqués de Saint-Meran! -respondió el portero.

-¡El marqués de Saint-Meran! -repitió Montecristo-. Me parece que este nombre no me es desconocido -dijo el conde-. El marqués de Saint-Meran...

Y pareció reunir sus ideas.

-Un miembro de la antigua nobleza -continuó el conserje-. Un fiel servidor de los Borbones; tenía una hija única que casó con el señor de Villefort, que ha sido procurador del rey en Nimes y después en Versalles.

Montecristo dirigió una mirada a Bertuccio, al que encontró más lívido que la pared contra la cual se apoyaba para no caer.

-¿Y ese señor no ha muerto? -preguntó Montecristo-, me parece haberlo oído decir.

-Sí, señor, hace veintiún años, y desde este tiempo no hemos vuelto a ver ni tres veces al pobre marqués.

-Gracias, muchas gracias --dijo Montecristo, juzgando por la postración del mayordomo que ya no podía tirar de aquella cuerda sin temor de romperla-. Dadme una luz.

-¿Os he de acompañar?

-No, es inútil. Bertuccio me alumbrará.

Y el conde acompañó estas palabras con el sonido de dos piezas de oro que hicieron deshacerse al conserje en bendiciones y suspiros.

-¡Ah, caballero! -dijo el conserje después de haber buscado inútilmente sobre la chimenea-, es que aquí no tengo bujías.

-Tomad una de las linternas del carruaje, Bertuccio, y mostradme las habitaciones -dijo el conde.

El mayordomo obedeció sin hacer ninguna observación, pero era fácil ver en el temblor de la mano que sostenía la linterna cuánto le costaba obedecer.

Recorrieron un piso bajo bastante grande, un piso principal compuesto de un salón, un cuarto de baño y dos alcobas. Por una de estas alcobas se iba a una escalera de caracol que conducía al jardín.

-¡Aquí hay una escalera! -dijo el conde-. Esto es bastante cómodo. Alumbradme, señor Bertuccio, pasad adelante y veamos adónde nos lleva esta escalera.

-Señor -dijo Bertuccio-, conduce al jardín.

-¿Y cómo lo sabéis?

-Es decir, esto es lo que yo creo...

-Bien, vamos a cerciorarnos de ello.

Bertuccio lanzó un suspiro y pasó delante.

La escalera desembocaba efectivamente en el jardín.

En la puerta exterior se paró el mayordomo.

-Vamos, señor Bertuccio -dijo el conde.

Pero éste estaba anonadado, casi sin conocimiento. Sus ojos buscaban a su alrededor como las huellas de algo terrible, y con las manos crispadas parecía apartar de su memoria recuerdos espantosos.

-¿Qué es eso? -insistió el conde.

-No, no -exclamó Bertuccio colocando la linterna en el ángulo de la pared interior-. No, señor, no iré más lejos, es imposible.

-¿Qué decís? -articuló la irresistible voz de Montecristo.

-¿Pero no véis, señor -exclamó el mayordomo-, que no es cosa normal que teniendo una casa que comprar en París, la compréis justamente en Auteuil, y haya de ser el número 28 de la calle de La Fontaine? ¡Ah! ¿Por qué no os lo he contado todo, señor? Tal vez no hubierais exigido que viniese. Yo esperaba que sería otra la casa del señor conde. ¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que la del asesinato!

-¡Oh! ¡Oh! -Exclamó Montecristo parándose de repente-. ¡Qué palabra acabáis de pronunciar! ¡Diablo de hombre! ¡Corso maldecido! ¡Siempre misterios o supersticiones! Vamos, tomad esa linterna y visitemos el jardín, conmigo espero que no tengáis miedo.

Bertuccio recogió la linterna y obedeció. La puerta, al abrirse, descubrió un cielo opaco, en el que la luna pugnaba en vano contra un mar de nubes que la cubrían con sus olas sombrías que iluminaban un instante, y que iban a perderse en seguida, más sombrías aún, en las profundidades del firmamento.

El mayordomo Bertuccio quiso tomar un sendero de la izquierda.

-No, no, por allí no -dijo Montecristo-, ¿a qué seguir por las calles de árboles? Aquí se distingue una plazoleta, sigamos de frente.

Bertuccio se enjugó el sudor que corría por su frente, pero obedeció. Sin embargo, continuaba inclinándose a la izquierda. Montecristo seguía la derecha, y así que hubo llegado junto a unos cuantos árboles corpulentos y añosos, se detuvo.

El mayordomo no pudo ya contenerse por más tiempo.

-Alejaos, señor -exclamó-, alejaos, os lo suplico. Estáis justamente en el lugar...

-¿En qué lugar?

-En el lugar donde cayó.

-Querido señor Bertuccio -dijo Montecristo riendo-, volved en vos, os lo ruego, aquí no estamos en Sarténe o en Corte. Esto no es un bosque, sino un jardín inglés, y no sé por qué tenéis tanta repugnancia en seguirlo.

-¡Señor! ¡No os quedéis ahí... !

-Creo que os volvéis loco, maese Bertuccio -dijo fríamente el conde-; si es así, avisadme, porque os haré encerrar en una jaula antes de que suceda una desgracia.

-¡Ay!, excelencia -dijo Bertuccio moviendo la cabeza y cruzando las manos con una actitud que hiciera reír al conde si reflexiones de mayor importancia no le ocupasen en este momento y no le hubiesen hecho prestar atención a las menores palabras de su mayordomo-. ¡Ay, excelencia, la desgracia ha ocurrido...!

-Señor Bertuccio -dijo el conde-, me agrada el ver retorceros los brazos y abrir unos ojos de condenado, y siempre he notado que sólo hacen tantas contorsiones los que tienen algún secreto. Yo sabía que erais corso, sabía que erais taciturno, y algunas veces hablabais entre dientes de alguna historia de venganza, y esto ocurre solamente en Italia, porque estas cosas están de moda en aquel país, pero en Francia el asesinato es de muy mal gusto, hay gendarmes que se ocupan de él, jueces que lo condenan y cadalsos que se ocupan de vengarlo.

Bertuccio cruzó las manos, y como al ejecutar estas diferentes evoluciones no había dejado su linterna, la luz iluminó su rostro desencajado.

Montecristo le examinó con la misma mirada con que había examinado en Roma el suplicio de Andrés; luego, con un tono que hizo estremecer al pobre mayordomo, dijo:

-Luego mintió el abate Busoni, cuando después de su viaje a Francia en 1829 os envió a mí con una carta en la que me recomendaba vuestras buenas prendas. ¡Y bien!, voy a escribir al abate, le haré responsable de su protegido y sin duda sabré toda la historia de su asesinato. Solamente os advierto, señor Bertuccio, que cuando habito en un país estoy acostumbrado a conformarme con sus leyes, y que no tengo ganas de andar con problemas y enredos con la justicia de Francia.

-¡Oh!, no hagáis eso, excelencia; os he servido fielmente, ¿no es verdad? -exclamó Bertuccio desesperado-, siempre he sido hombre honrado, y he hecho todo el bien que he podido.

-No digo lo contrario -replicó el conde-, pero ¿por qué diablos estáis tan agitado? Esa es mala señal; una conciencia pura no pone las mejillas tan pálidas...

-Pero, señor conde -dijo vacilando Bertuccio-, ¿no me habéis dicho vos mismo que el abate Busoni, que oyó mi confesión en las prisiones de Nimes, os había advertido al enviarme a vuestra casa, que tenía una acción sola que reprenderme?

-Sí, pero como os dirigía a mí diciéndome que seríais un mayordomo excelente, creí que vuestro único delito había sido el robo.

-¡Oh!, señor conde -exclamó Bertuccio, con desprecio.

-Porque como erais corso no pudisteis resistir a la tentación de hacer una piel, como suele decirse en nuestro país, cuando al contrario, se le deshace una.

-¡Pues bien!, sí, excelencia; sí, mi buen señor, es cierto -exclamó Bertuccio, arrojándose a los pies del conde-; sí, es una venganza, lo juro, sólo una venganza.

-Comprendo, pero lo que no comprendo es que esta casa sea justamente la que os galvanice hasta tal punto.

-Pero, señor, es muy natural -replicó Bertuccio-, puesto que la venganza fue ejecutada en esta misma casa.

-¡Cómo! ¿Esta casa?

-¡Oh!, excelencia, aún no era vuestra...

-¿Pero de quién era? El portero nos ha dicho que del marqués de Saint-Meran. ¿Pero por qué diablos teníais que vengaros del marqués de Saint-Meran?

-¡Oh!, no era de él, señor, era de otro.

-Vaya un encuentro extraño --dijo Montecristo, pareciendo ceder a sus reflexiones-, que os halléis por casualidad, sin preparación alguna, en una casa donde ha pasado lo que os causa tan espantosos remordimientos.

-Señor -dijo el mayordomo-, todo esto es debido a la fatalidad, estoy seguro. Primeró compráis una casa justamente en Auteuil, esta casa es la misma donde yo cometí el asesinato. Bajáis al jardín, justamente por una escalera por donde él bajó. Os detenéis justamente en el lugar donde él recibió el golpe. A dos pasos, debajo de ese plátano, estaba la fosa donde acababa de enterrar al niño. Todo eso no es casualidad, esto es la Providencia.

-Pues bien. Veamos, señor corso, supongamos que sea la Providencia, yo supongo siempre lo que quiero, además, a los espíritus débiles es preciso concederles todo lo que deseen. Vamos, reunid vuestras ideas y contadme eso.

-Solamente lo he contado una vez, señor, y fue al abate Busoni. Tales cosas -añadió Bertuccio moviendo la cabeza-, no se dicen más que bajo el sello de la confesión.

-Entonces, mi querido Bertuccio -dijo el conde-, os agradará que os envíe a vuestro confesor. Con él os haréis cartujo o bernardo, y hablaréis de vuestros secretos. Pero yo tengo miedo de un hombre que se asusta de semejantes fantasmas, no me gusta que mis servidores tengan miedo de pasearse por la noche en mi jardín; después, lo confieso, me haría muy poca gracia la visita de algún comisario de policía, porque, sabedlo, maese Bertuccio, en Italia no se paga la justicia si no se calla, pero en Francia no se la paga, al contrario, sino cuando habla. ¡Diantre!, os creía un poco más corso, un gran contrabandista, un hábil mayordomo, pero veo que tenéis otras cuerdas en vuestro arco. ¡Señor Bertuccio, quedáis despedido!

-¡Oh! ¡Señor, señor! -exclamó el mayordomo aterrado ante esta amenaza-. ¡Oh!, si no se necesita más que eso para quedar a vuestro servicio, hablaré, lo diré todo, y si me separo de vos, será para ir al cadalso!

-Eso es diferente -dijo Montecristo-, pero si queréis mentir, reflexionadlo, más vale que no me digáis nada.

-¡No, señor!, os lo juro por la salvación de mi alma, os lo diré todo, porque el abate Busoni no ha sabido más que una parte de mi secreto, pero primero, os lo suplico, apartaos de ese plátano; mirad, la luna va a salir, y ahí colocado como estáis, envuelto en esa capa que me oculta vuestro cuerpo que se asemeja al del señor Villefort...

-¡Cómo! -exclamó Montecristo-, es al señor de Villefort...

-¿Le conocía acaso vuestra excelencia?

-¿El antiguo procurador de Nimes?

-Sí.

-¿Que se casó con la hija del marqués de Saint-Meran?

-Eso es.

-¡Y que tenía la reputación del magistrado más honrado, más severo, más rígido...!

-Pues bien, señor -exclamó Bertuccio-, ese hombre de una reputación tan sólida e intachable...

-¡Continuad!

-¡Era un infame!

-¡Bah! -dijo Montecristo-, eso es imposible.

-Es la pura verdad.

-¿Sí...? -dijo Montecristo-, ¿y tenéis pruebas de ello?

-Tenía una, por lo menos.

-¿Y la habéis perdido? ¡Sois bien torpe!

-Sí, pero buscándola bien, podremos encontrarla.

-¡Bien! ¡Bien!, ahora contadme eso, señor Bertuccio, porque os digo que realmente me va interesando todo este asunto.

Y el conde, tarareando un aria de Lucia, se fue a sentar en un banco, mientras que Bertuccio le seguía, reuniendo sus ideas.

Bertuccio permaneció en pie delante del conde.

Capítulo Quinto

La vendetta

-¿Por dónde quiere el señor conde que empiece a contar los sucesos? -preguntó Bertuccio.

-Por donde queráis -dijo Montecristo-, pues no sé absolutamente nada de todo ello.

-Sin embargo, yo creía que el abate Busoni había contado a vuestra excelencia.

-Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete u ocho años y lo he olvidado todo.

-Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia.

-Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.

-Los sucesos se remontan a 1815.

-¡Ah! ¡Ah! -dijo Montecristo-, no es ayer mismo, que digamos.

-No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan presentes como si hubiesen sucedido ayer. Yo tenía una hermana y un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un regimiento compuesto enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado huérfanos, yo a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un hijo. En 1814, en tiempo de los borbones, se había casado. El emperador salió de la islade Elba, y mi hermano continuó a su servicio y, herido ligeramente en Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.

-Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuccio, la he oído ya, si no me equivoco.

-Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me habéis prometido tener paciencia.

-¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.

-Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña aldea de Rogliano, en la extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y que volvía por Chateau-Roux, Clermond-Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual tenía yo algunas relaciones.

-De contrabando -respondió Montecristo.

-¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!

-Ciertamente; continuad, pues.

-Yo amaba tiernamente a mi hermano, ya os lo he dicho, excelencia; así, decidí no enviarle el dinero, sino llevárselo yo mismo. Poseía mil francos, dejé quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los quinientos restantes y me puse en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que hacer en el mar, todo secundaba mi proyecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento contrario, de modo que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta Arlés, dejé el barco entre Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.

-Y llegasteis, ¿no es así?

-Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que las cosas absolutamente necesarias. Fuera de esto, era el momemo en que tenían lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Había allí dos o tres bandidos llamados Trestaillón, Truphemy y Graffan, que degollaban por las calles a todos los presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos asesinatos.

-Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.

-Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada Paso se encontraban cadáveres, los asesinos organizados por bandas. Ante esta carnicería me entró miedo, no por mí; yo, simple pescador corso, no tenía gran cosa que temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas, pero por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía del ejército del Loira con su uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro fondista; mis presentimientos no me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta misma del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo acerca de los asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos eran. Pensé entonces en la justicia francesa, de que me habían hablado tanto, que no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.

-Y ese procurador del rey ¿se llamaba Villefort? -preguntó el conde de Montecristo.

-Sí, excelencia. Venía de Marsella, en donde había sido sustituto. Su celo le había valido el ascenso. Decían que fue uno de los primeros que anunció al Gobierno el desembarco en la isla de Elba.

-Pero -interrogó Montecristo-, ¿vos os presentasteis en su casa?

-Señor -le dije yo-, mi hermano fue asesinado ayer en las calles de Nimes, yo no sé por quién, pero es vuestra obligación saberlo. Vos sois aquí el jefe de la justicia, y a la justicia toca vengar a los que no ha sabido defender.

»-¿Y qué era vuestro hermano? -preguntó el procurador del rey.

»-Teniente del batallón corso.

»-Entonces, un soldado del usurpador, ¿no es eso?

»-Un soldado de los ejércitos franceses.

»-¡Y bien! -replicó-, se ha servido de la espada y ha perecido por la espada.

»-Os equivocáis; ha perecido por el puñal.

»-¿Qué queréis que haga? -respondió el magistrado.

»-Ya os lo he dicho, quiero que le venguéis.

»-¿Y de quién?

»-De sus asesinos.

»-¿Acaso los conozco yo?

»-Mandad que los busquen.

»-¿Para qué? Vuestro hermano habrá tenido alguna querella, y se habrá batido en duelo. Todos esos antiguos soldados cometen excesos; nuestras gentes del Mediodía no quieren ni a los soldados ni a los excesos.

»-Señor -respondí yo-, no os suplico por mí. Yo lloraría o me vengaría, eso sería todo, pero mi pobre hermano tenía una mujer, si me sucediese la misma desgracia a mí también, esta pobre criatura moriría de hambre, porque se mantenía sólo con el trabajo de mi hermano. Obtened para ella una pequeña pensión del gobierno.

»-Todas las revoluciones tienen sus catástrofes -respondió el señor de Villefort-, vuestro hermano ha sido víctima de ésta. Es una desgracia, pero el gobierno no debe nada a vuestra familia por esto. Si tuviésemos que juzgar todas las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los partidarios del rey, cuando a su vez disponían del poder, puede ser que vuestro hermano hubiese sido hoy condenado a muerte. Lo que ha ocurrido es cosa muy natural, porque es la ley de las represalias.

»-¡Cómo, señor! -exclamé yo-, ¡es posible que me habléis así vos, un magistrado...!

»-Todos estos corsos son unos locos -respondió el señor de Villefort-, y creen aún que su compatriota es emperador. Os engañáis, amigo mío, debisteis decirme esto hace dos meses. Hoy es demasiado tarde. Idos, pues, y si no queréis, yo os haré marchar.

»Yo le miré un instante para ver si una nueva súplica podría alcanzar algo de aquel hombre, pero aquel hombre era de piedra. Me aproximé a él.

»-Y bien -le dije a media voz-, puesto que vos conocéis tan bien a los corsos, debéis saber cómo cumplen su palabra. Vos creéis que han hecho bien en matar a mi hermano, que era bonapartista, porque vos sois realista, ¡pues bien!, yo que también soy bonapartista, os declaro una cosa, y es que os he de matar. A contar desde este momento, os declaro la vendetta; así, pues, sabedlo, y guardaos mejor, porque la primera vez que nos encontremos cara a cara habrá llegado vuestra última hora.

»Y antes de que hubiese vuelto de su sorpresa, abrí la puerta y me marché.

-¡Ah, ah! -dijo Montecristo-,con vuestra humilde figura decir esas cosas, señor Bertuccio, ¡y a un procurador del rey! ¿Y sabía él al menos lo que quiere decir esa declaración?

-Tan bien lo sabía, que desde aquel momento no salió ya solo y se encerró en su casa, haciéndome buscar por todas partes. Por fortuna, estaba tan oculto que no pudo encontrarme. Entonces se apoderó de él el temor, y tuvo miedo de permanecer en Nimes. Solicitó un cambio de residencia y como era, en efecto, un hombre influyente, fue nombrado para Versalles, pero vos lo sabéis, no existen las distancias para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su carruaje, por bien conducido que fuese, no me ha llevado nunca más de media jornada de ventaja, a pesar de que le seguía a pie.

»Lo importante no era matarle, cien veces había encontrado ya ocasión, pero era menester matarle, sin ser descubierto, y sobre todo sin ser detenido. Por otra parte, yo no me pertenecía a mí mismo, tenía que proteger y mantener a mi cuñada. Durante tres meses espié al señor de Villefort, durante tres meses no dio un paso, un movimiento, un paseo, que mi mirada no le siguiese donde iba. Al fin, descubrí que venía misteriosamente a Auteuil; le seguí aún, y le vi penetrar en esta casa en que estamos ahora. Solamente que en lugar de entrar como todo el mundo, por la puerta de la calle, venía, unas veces a caballo, y otras en carruaje, dejaba el carruaje o el caballo en la posada, y entraba por esta puertecilla que veis allí.

Montecristo hizo con la cabeza un gesto que probaba que en medio de la oscuridad distinguía en efecto la entrada indicada por Bertuccio.

-Yo, que no tenía nada que hacer en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil e hice mis indagaciones. Si quería, aquí es donde infaliblemente debía encontrarle. La casa pertenecía, como ha dicho el portero a vuestra excelencia, al señor de Saint-Meran, suegro de Villefort. El señor de Meran vivía en Marsella, por consiguiente esta casa no le servía de nada; así, pues, decían que acababa de alquilarla a una joven viuda a quien conocían bajo el nombre de la baronesa.

»En efecto, una noche, mientras yo estaba mirando por encima de la tapia, vi una mujer joven y hermosa que se paseaba sola por el jardín y miraba con frecuencia a la puertecita, y comprendí que esa noche esperaba a Villefort. Cuando estuvo bastante cerca de mí para que, a pesar de la oscuridad, pudiese distinguir sus facciones, vi a una mujer de dieciocho a diecinueve años, alta y rubia. Como sólo llevaba un peinador y nada ceñía su cintura, noté que estaba encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.

Momentos después abrieron la puertecita. Un hombre entró, la joven corrió precipitadamente a su encuentro, ambos se arrojaron en brazos uno de otro, besáronse tiernamente y entraron juntos en la casa. Este hombre era el señor de Villefort. Yo juzgué que al salir, sobre todo si salía de noche, habría de atravesar el jardín.

-Y -preguntó el conde- ¿habéis sabido después el nombre de esa mujer?

-No, excelencia.

-Continuad.

-Aquella noche -replicó Bertuccio- podía muy bien matarle si hubiera conocido mejor el jardín. Temí no herirle bien, y no poder huir si alguien acudía a sus gritos. Lo dejé para la próxima cita, y para que no se me escapase alquilé un cuartito frente a la tapia del jardín.

»Tres días después, hacia las siete de la noche, vi salir de la casa un criado a caballo que tomó a galope el camino que conducía al de Sevres y presumí que iba a Versalles. No me engañaba. Tres horas después el hombre volvió cubierto de polvo, su misión estaba terminada. Diez minutos después, otro hombre a pie, envuelto en una capa, abría la puertecita del jardín, que se volvió a cerrar detrás de él.

»Bajé apresuradamente. Aunque no hubiese visto el rostro de Villefort, le reconocí por los latidos de mi corazón. Atravesé la calle, me arrimé a un poste colocado junto a la tapia, y con ayuda del cual había mirado otra vez al jardín.

»Ahora no me contenté con mirar. Saqué mi cuchillo del bolsillo, me aseguré que la punta estaba bien afilada, y salté por encima de la tapia.

»Mi primer cuidado fue correr a la puerta, había dejado la llave dentro, tomando la precaución de dar dos vueltas a la cerradura.

»Nada impediría la fuga por este lado. Me puse a estudiar el lugar. El jardín formaba un cuadrilátero, un prado de fino musgo se extendía en medio. En los ángulos de este prado había algunos árboles de follaje espeso y cubierto de flores de otoño.

Para dirigirse de la casa a la puertecita, el señor de Villefort tenía que pasar junto a uno de estos árboles.

»Era a fines de septiembre. El viento soplaba con fuerza, el resplandor de la pálida Tuna, velada a cada instante por densas nubes, iluminaba la arena de las calles de árboles que conducían a la casa, pero no podía atravesar la oscuridad de esos árboles espesos, en los que un hombre podia permanecer oculto sin terror de ser visto.

»Me oculté en uno de ellos, junto al cual debía pasar Villefort. Apenas estaba allí, cuando en medio de las ráfagas de viento que encorvaban los árboles sobre mi frente, creí percibir unos gemidos. Pero ya sabéis, o más bien no sabéis, señor conde, que el que espera el momento de cometer un asesinato cree siempre oír gritos en el aire. Dos horas pasaron, durante las cuales, repetidas veces creí oír los mismos gemidos.

»Al fin dieron las doce de la noche.

»Al dar la última campanada, lúgubre y retumbante, percibí un débil resplandor que iluminaba las ventanas de la escalera secreta, por la que hemos descendido hace poco.

»La puerta se abrió y el hombre de la capa volvió a aparecer.

»Era el momento terrible, pero hacía demasiado tiempo que estaba preparado, para que pudiese vacilar; así pues, saqué mi cuchillo y esperé.

»El hombre de la capa se dirigió hacia donde yo me hallaba, pero a medida que avanzaba, creí notar que llevaba un arena en la mano derecha. Tuve miedo, no de una lucha, sino de fracasar en mi intento. Así que estuvo a solo unos pasos de mí, conocí que lo que yo había tornado por arena no era otra cosa que un azadón.

No había tenido tiempo aún de adivinar qué objeto tenía en la mano el señor de Villefort un azadón, cuando se detuvo al lado del árbol arrojó en derredor una mirada y se puso a cavar un hoyo. Entonces noté que debajo de la capa llevaba algo que colocó sobre el césped para tener mayor libertad de movimientos.

»La curiosidad me detuvo y quise ver lo que iba a hacer Villefort, y permanecí inmóvil, sin aliento, esperando el resultado.

»Luego se me ocurrió una idea, que se confirmó al ver al procurador del rey sacar de debajo de su capa un cofrecito de dos pies de largo y seis a ocho pulgadas de ancho.

»Le dejé colocar el cofre en el hoyo, sobre el cual echó tierra, después apoyó sus pies sobre esta tierra fresca para hacer desaparecer las huellas de la obra nocturna. Me lancé sobre él y le hundí mi cuchillo en el pecho, diciéndole:

»-¡Soy Juan Bertuccio!. Ya ves que mi venganza es más completa de lo que yo esperaba.

»Ignoro si oyó estas palabras, no lo creo, pues cayó sin dar un grito. Yo sentí su sangre saltar humeante y ardiente sobre mis manos y sobre mi rostro, pero estaba ebrio, deliraba. En lugar de quemarme la sangre me refrescaba. En un segundo desenterré el cofre con ayuda del azadón, y para que no viesen que lo había desenterrado, volví a llenar el agujero, arrojé el azadón por encima de la tapia y me lancé por la puerta, que cerré por fuera, llevándome la llave.

-Bueno -repuso el conde-, fue un asesinato y un robo.

-No, excelencia -respondió Bertuccio-, fue una venganza seguida de una restitución.

-¿Y la suma estaría al menos en buena moneda?

-No era dinero.

-¡Ah, sí!, recuerdo que me hablasteis de un niño.

-Exacto, excelencia. Corrí hacia el río, me senté en la ribera, y ansiando saber lo que contenía el cofre, hice saltar la cerradura con un cuchillo.

»Entre unos paños de finísima batista estaba envuelto un niño recién nacido. Su rostro de color de púrpura y sus manos de color de violeta, anunciaban que debió sucumbir por una asfixia producida por ligamentos naturales arrollados alrededor del cuello. No obstante, como aún no estaba frío, procuré bañarle en el agua que corría a mis pies. En efecto, poco después creí sentir un ligero latido hacia la región del corazón. Desembaracé su cuello del cordón que le rodeaba y como había sido enfermero en el hospital de Bastia, hice lo que hubiera hecho un médico en mi lugar, es decir, le introduje aire en los pulmones, y después de un cuarto de hora de inauditos esfuerzos, le vi suspirar y oí escaparse un grito de su pecho.

»Yo también lancé un grito, pero fue un grito de alegría. Dios no me maldice -dije-, puesto que permite que devuelva la vida a una criatura humana en cambio de la vida que he quitado a otra.

-¿Y qué hicisteis del niño? -preguntó Montecristo-, era una carga demasiado embarazosa para un hombre que tenía que huir.

-No tuve la menor idea de conservarle conmigo. Pero yo sabía que había en París un hospicio donde se recibía a estas pobres criaturas. Al pasar por la barrera declaré haber hallado aquel niño en el camino, y me informé. El cofre estaba allí y podía dar testimonio; los pañales de batista indicaban que el niño pertenecía a padres ricos, la sangre de que yo estaba cubierto podía pertenecer lo mismo a la criatura que a cualquiera otra persona. No pusieron ninguna dificultad, entonces me dieron las señas del hospicio, que estaba situado en la calle del Infierno. Y después de haber tomado la precaución de cortar el pañal en dos pedazos, de manera que una de las dos letras que lo marcaban envolviese el cuerpo del niño, mientras yo conservaba la otra, deposité mi carga en el torno, llamé, y empecé a correr sin descansar. Quince días después estaba de vuelta en Rogliano y decía a Assunta:

-Consuélate, hermana mía, Israel ha muerto, pero le he vengado.

»Entonces me pidió la explicación de estas palabras, y le conté todo lo que había pasado.

»-Juan -me dijo Assunta-, debiste traerte ese niño, le hubiésemos hecho de padres, le hubiésemos llamado Benedetto, y en favor de esa buena acción Dios nos bendeciría seguramente.

»Por toda respuesta, le di la mitad del pañal que había conservado a fin de hacer reclamar el niño si algún día llegábamos a ser ricos.

-¿Y con qué letras estaba marcado ese pañal? -preguntó MonteCristo. -Con una H y una N debajo de una diadema de barón.

-Me parece, Dios me perdone, que os servís de términos de blasón. ¡Señor Bertuccio! ¿Dónde diablos habéis hecho vuestros estudios heráldicos?

-A vuestro servicio, señor conde, donde todo se aprende.

-Proseguid. Deseo saber dos cosas.

-¿Cuáles, señor?

-¿Qué fue del niño? ¿No me habéis dicho que era un niño, señor Bertuccio?

-No, excelencia, no recuerdo haberos dicho nada de eso.

-¡Ah!, creí haber oído...; bien, tal vez esté equivocado.

-No, no estáis equivocado, porque efectivamente era un niño, pero vuestra excelencia desearía, según me dijo, saber dos cosas, ¿cuál es la segunda?

-La segunda es el crimen de que fuisteis acusado cuando pedisteis el confesor, y el abate Busoni fue a veros a la prisión de Nimes.

-Quizá durará mucho esta relación, excelencia.

-¿Qué importa? Apenas son las diez, bien sabéis que yo no duermo, y supongo que tampoco vos tenéis muchas ganas de hacerlo.

Bertuccio se inclinó y prosiguió su narración.

-Tanto para desterrar de mi mente los recuerdos que me asaltaban cuanto para ayudar a las necesidades de la pobre viuda, me dediqué con ardor al oficio de contrabandista.

»Las costas del Mediodía estaban muy mal guardadas, debido a los continuos movimientos que tenían lugar allí, ora en Avignon, ora en Nimes o en Uzés. Nos aprovechamos de esta especie de tregua que nos era concedida por el gobierno. Después del asesinato de mi hermano en las calles de Nimes, yo no había querido entrar en esta ciudad. De aquí resultó que el posadero, con el cual efectuábamos nuestros negocios, viendo que no queríamos buscarle, nos buscó él a nosotros, y fundó una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire, con el nombre de la Posada del Puente Gard. Así teníamos, ya sea en Aigues Mortes, ya en Martignes, o en Bonc, una docena de casas donde depositábamos nuestras mercancías, y donde, en caso de necesidad, hallábamos un refugio contra los aduaneros y los gendarmes. Este oficio de contrabandista es muy lucrativo, cuando se aplica a él cierta inteligencia secundada de algún vigor; en cuanto a mí, yo vivía en las montañas, teniendo ahora que temer con doble razón de los gendarmes y aduaneros, teniendo en cuenta que toda presentación delante de jueces podía producir una pesquisa, y esta pesquisa es siempre volver a lo pasado, y en mi pasado podía mostrar algo más grave que algunos cigarros entrados de contrabando, o barriles de aguardiente circulando sin pagar derechos. Así, pues, prefiriendo mil veces la muerte a un arresto, realizaba hazañas asombrosas, y que más de una vez me demostraron que el tener tanto cuidado con el cuerpo es el único obstáculo que se opone al buen éxito de aquellos proyectos nuestros que necesitan decisión rápida y ejecución vigorosa y determinada. En efecto, una vez hecho el sacrificio de la vida, ya no es uno igual a los otros hombres, o mejor dicho, los otros hombres no son nuestros iguales, y una vez tomada esta resolución, siente uno aumentarse sus fuerzas y agrandarse su horizonte.

-¡Filosofía también, señor Bertuccio! -interrumpió el conde-, pero vos de todo sabéis un poco.

-¡Oh, excelencia... !

-No, no; únicamente que la filosofía a las diez y media de la noche, es un poco tarde. Pero no tengo otra observación que haceros, ya que la encuentro exacta, lo que no se puede decir de todas las filosofías.

-Cuanto más largas eran mis correrías, mayor era el rendimiento. Assunta era el ama de casa, y nuestra pequeña fortuna se iba aumentando. Un día que yo partía para una expedición, díjome ella: Anda, que a tu vuelta te preparo una sorpresa.

»La interrogué inútilmente. Nada quiso decirme y partí.

»La correría duró más de seis semanas. Habíamos estado en Luca cargando aceite, y en Liorna tomando algodones ingleses; nuestro desembarque se hizo sin ningún acontecimiento adverso; hicimos nuestro negocio y volvimos más contentos que nunca.

» Al entrar en la casa, la primera cosa que vi en el sitio más visible del cuarto de Assunta, en una cuna suntuosa, en comparación con el resto de la habitación, fue un niño de siete a ocho meses. Lancé un grito de alegría.

»Los únicos momentos de tristeza que había experimentado después del asesinato del procurador del rey, habían sido causados por el abandono de este niño, porque lo que es remordimiento por el asesinato no tuve ninguno.

»La pobre Assunta todo lo había adivinado, se había aprovechado de mi ausencia, y con la mitad del pañal, habiendo escrito, para no olvidarlo, el día y la hora en que fue depositado el niño en el hospicio, partió a París, y fue a reclamarle. No le pusieron ninguna dificultad, y el niño le fue entregado. ¡Ah!, confieso, señor conde, que al ver aquella criatura durmiendo en su cuna, se me partió el corazón, y algunas lágrimas brotaron de mis ojos.

»-En verdad, Assunta -exclamé-, eres una buena mujer y la Providencia lo bendecirá.

-¡Ay, excelencia! -dijo Bertuccio-, no sospechaba yo que este niño había de ser el encargado por Dios de mi castigo. Jamás se declaró tan pronto una naturaleza más perversa, y no obstante, no se podía decir que estuviese mal educado, porque mi hermana le trataba lo mismo que a un príncipe. Era un muchacho de rostro encantador, con unos ojos de azul claro, únicamente sus cabellos, de un rojo muy vivo, dando a este rostro un carácter extraño, aumentaban la vivacidad de su mirada y la malicia de su sonrisa. También es cierto que la dulzura de su madre animó sus primeras inclinaciones; el niño por quien mi pobre hermana iba al mercado a cuatro o cinco leguas de allí, para comprarle las primeras y mejores frutas y los bizcochos más delicados, y prefería las naranjas de Palma a las conservas de Génova, las castañas robadas a un extraño, mientras que a su disposición tenía las castañas y manzanas de nuestro jardín.

»Un día, cuando Benedetto apenas contaba cinco o seis años de edad, el vecino Basilio, que según las costumbres de nuestro país no encerraba ni su dinero ni sus joyas, porque el señor conde lo sabe tan bien como nadie, en Córcega no hay ladrones, el vecino Basilio vino a vernos y se quejó de que le había desaparecido un luis de su bolsillo. Todos creyeron que había contado mal, pero él dijo estar seguro de que le faltaba. Este día Benedetto había faltado de casa desde la mañana y estábamos muy inquietos, cuando a la noche le vimos venir con un mono que se había encontrado, según decía, encadenado al pie de un árbol.

»Hacía un mes que ya no sabía qué pensar, no cesaba de pensar en un mono. Un batelero que había pasado por Rogliano, y que tenía muchos de esos animales, le inspiró sin duda este desgraciado capricho.

»-En nuestro bosque no hay monos -le dije yo-, y sobre todo encadenados. Confiésame de dónde te ha venido eso.

Benedetto confesó su mentira y la acompañó de detalles que hacían más honor a su imaginación que a su veracidad. Me irrité, y se echó a reír. Le amenacé y se retiró dos pasos.

-Tú no puedes pegarme, no tienes derecho a ello, no eres mi padre.

Siempre ignoramos quién le reveló ese fatal secreto, que con tanto cuidado le habíamos ocultado. En fin, de todos modos, esta repuesta en la cual el muchacho se rebelaba abiertamente, me espantó. Mi brazo casi levantado, volvió a caer sin tocar al culpable. El muchacho salió victorioso y esta victoria le dio tal audacia, que desde aquel momento todo el dinero de Assunta, cuyo amor hacia él parecía aumentarse a medida que era menos digno de él, se gastó en caprichos. Cuando yo estaba en Rogliano, las cosas iban bastante bien, pero apenas hube partido, Benedetto quedó dueño de la casa, y todo empezó a ir de mal en peor. De edad de once años escasos, todos sus camaradas los había elegido entre jóvenes de dieciocho a veinte años, lo más calaveras de Bastia; por algunos incidentes, la justicia nos había avisado repetidas veces.

Yo estaba asustado. Cualquier informe podía tener fatales consecuencias. Precisamente pronto me iba a ver obligado a salir de Córcega para una expedición importante. Reflexioné largo tiempo, y con el pensamiento de evitar grandes desgracias, me decidí a llevar conmigo a Benedetto. Esperaba que la vida activa y laboriosa del contrabandista, la disciplina severa del Norte, cambiarían este carácter pronto a corromperse, si es que ya no lo estaba del todo.

»Llamé, pues, aparte a Benedetto y le hice la proposición de seguirme, rodeando esta proposición de todas las promesas que pueden seducir a un niño de doce años.

Me dejó hablar hasta el fin, y cuando hube acabado, soltó una carcajada diciendo:

»-¿Estáis loco, tío? -pues así me llamaba cuando estaba de buen humor-. ¿Yo cambiar la vida que llevo con la que vos lleváis, mi excelente holgazanería por el horrible trabajo que os tenéis impuesto? ¿Pasar la noche al frío, el día al calor, ocultarse sin cesar, recibir tiros sin cesar y todo esto por ganar un poco de dinero? Dinero tengo yo cuanto quiero; madre Assunta me da todo lo que le pido, bien veis que sería un imbécil si aceptase lo que me proponéis.

»Me quedé estupefacto ante esta audacia y este razonamiento; Benedetto siguió jugando con sus camaradas, y lo vi a lo lejos señalándome a ellos como si yo fuera un idiota.

-¡Oh! ¡Niño encantador! -murmuró Montecristo.

-¡Ah!, si hubiese sido mío -respondió Bertuccio-, si hubiese sido mi hijo, o por lo menos mi sobrino, yo le hubiese corregido sus vicios, pero la idea de que había matado al padre me hacía imposible toda corrección. Di buenos consejos a mi hermana, que siempre salía en defensa del desgraciado, y como me confesó que muchas veces le habían faltado sumas considerables, le indiqué un lugar donde podría ocultar nuestro pequeño tesoro.

»En cuanto a mí, mi resolución estaba tomada. Benedetto sabía leer, escribir y contar perfectamente, porque cuando por casualidad quería dedicarse al trabajo, aprendía en un día lo que otros en una semana. Mi resolución, como digo, estaba tomada. Yo pensaba emplearle de secretario en algún buque, y sin avisarle, hacerle venir conmigo una mañana y llevarlo a bordo; de este modo, recomendándole al capitán, todo su porvenir dependía de él.

»Una vez dispuesto este plan, partí para Francia.

»Aquella vez debían efectuarse todas estas operaciones en el golfo de Lyón, y eran cada vez más difíciles, porque estábamos en 1829. La tranquilidad reinaba por doquier, y por consiguiente el servicio de las costas era entonces más regular y más severo que nunca. Esta vigilancia estaba aún aumentada momentáneamente por la feria de Beaucaire que acababa de empezar.

»Nuestra primera expedición se efectuó sin ningún tropiezo. Amarramos nuestra barca, que tenía un doble fondo, en el que ocultábamos nuestras mercancías de contrabando, en medio de una cantidad de bateles que bordeaban ambas orillas del Ródano desde Beaucaire hasta Arlés. Llegados allí, empezamos a descargar nuestras mercancías prohibidas, y a hacerlas pasar por medio de las personas que estaban en relaciones con nosotros, o de posaderos, en casa de los cuales las íbamos depositando. Ya fuese que el buen éxito nos hubiese hecho imprudentes, ya que fuimos delatados, una tarde, a las cinco y media, cuando volvíamos a reanudar nuestro trabajo, uno de nuestros espías llegó azorado, diciendo que había visto un grupo de aduaneros dirigirse hacia este lado. No era precisamente el grupo lo que nos daba miedo. A cada instante, sobre todo a la sazón, compañías enteras rondaban por las orillas del Ródano, pero eran las precauciones que según decía el muchacho tomaban para no ser vistos. En seguida estuvimos alerta, pero era ya muy tarde. Nuestra barca era evidentemente el objeto de las pesquisas; estaba rodeada. Entre los aduaneros vi algunos gendarmes, y tan tímido a la vista de éstos, como valiente era de ordinario a la vista de cualquier otro cuerpo militar, deslizándome por una tonelera, me dejé caer en el río, después nadé entre dos aguas, no respirando sino a largos intervalos, de suerte que sin ser visto llegué al canal que va de Beaucaire a Aigues Mortes. Una vez aquí, me había salvado, porque podía seguir este canal sin ser visto. No era por casualidad y sin premeditación por lo que seguí este camino. Ya he hablado a vuestra excelencia de un posadero de Nimes que había establecido una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.

-Sí -dijo Montecristo-, lo recuerdo; ese hombre era también, si no me engaño, vuestro asociado.

-Eso es -respondió Bertuccio-, pero después de siete a ocho años había cedido su establecimiento a un antiguo sastre de Marsella, que, luego de arruinarse en su oficio, quiso probar fortuna en otro. Además, las relaciones que teníamos con el primero siguieron con el segundo. A este hombre fue a quien yo iba pedir asilo.

-¿Y cómo se llamaba? -inquirió el conde, que parecía volver a tomar algún interés en la relación de Bertuccio.

-Llamábase Gaspar Caderousse, casado con una de Carconte, y que nosotros no conocemos bajo otro nombre que el de su pueblo. Era una pobre mujer atacada de una penosa enfermedad que la iba llevando al sepulcro. En cuanto al hombre, era un sujeto robusto, de cuarenta a cuarenta y cinco años de edad, que más de una vez nos había dado pruebas, en circunstancias apuradas, de su presencia de espíritu y de su valor.

-¿Y decís -preguntó Montecristo-, que esas cosas sucedían en el año...?

-Mil ochocientos veintinueve, señor conde.

-¿En qué mes?

-En el mes de junio.

-¿Al principio o al fin?

-El día tres, por la noche.

-¡Ah! -dijo Montecristo-, el tres de junio de 1829... Bien, proseguid.

-A Caderousse, pues, era a quien tenía que pedir asilo, pero como por lo regular no entrábamos en su casa por la puerta que daba al camino, decidí no alterar las costumbres, salté el vallado del jardín, me escurrí por entre los olivos y las higueras, y entré temiendo que Caderousse tuviese algún viajero en su posada, en una especie de caramanchón, en el que más de una vez había pasado la noche tan bien como en la mejor cama. Este caramanchón no estaba separado de la sala común del piso bajo más que por un tabique de tablas un poco entreabiertas a propósito, a fin de poder avisar que estábamos allí.

Mi intención era, si Caderousse se hallaba solo, avisarle de mi llegada, cenar con él y aprovecharme de la tempestad que se avecinaba. Iba, para llegar a las orillas del Ródano y cerciorarme de lo que había sido de la barca y de los que iban en ella. Me deslicé, pues, en el caramanchón y me alegré de no haber dado la señal, pues en el mismo momento vi a Caderousse que entraba en su casa con un desconocido.

Me agazapé allí y esperé, no con la intención de sorprender los secretos de mi huésped, sino porque no podía hacer otra cosa; además, diez veces había ya sucedido un caso semejante.

El hombre que iba con Caderousse era evidentemente extranjero en el Mediodía de Francia; era uno de esos negociantes que vienen a vender joyas a la feria de Beaucaire, y que, en un mes que dura la feria, donde se reúnen mercaderes de todas partes de Europa, hacen algunas veces negocios de ciento cincuenta mil francos.

Caderousse entró el primero.

Al ver la sala vacía como de costumbre, guardada sólo por el perro, llamó a su mujer.

-¡Eh... ! Carconte -dijo-, el buen sacerdote no nos había engañado, el diamante era bueno.

Una exclamación de alegría se oyó, y casi al mismo tiempo la escalera crujió bajo un paso vacilante y pesado.

-¿Qué dices? -preguntó más pálida que una muerta.

-Digo que el diamañte era bueno. Aquí tienes al señor, uno de los primeros joyeros de París, que está pronto a darnos cincuenta mil francos por él. Solamente que para estar más seguro de que el diamante es nuestro, me ha pedido que le cuentes, como ya lo he hecho yo, de qué manera vino a nuestras manos.

Mientras tanto, caballero, sentaos, si gustáis, y como el tiempo está algo caluroso, os voy a traer algo con qué refrescar.

El joyero examinó detenidamente el interior de la posada y la visible pobreza de los que iban a venderle un diamante digno de un príncipe.

-Contad, señora -dijo, queriendo sin duda aprovecharse de la ausencia de su marido para que ninguna señal de parte de éste influyese en la mujer, y para ver si entre ambas relaciones encajaban la una con la otra.

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo la mujer-, es una bendición del cielo que estábamos muy lejos de esperar. Imaginaos, caballero, que mi marido tuvo relaciones en 1814 ó 1815 con un marino llamado Edmundo Dantés. Este pobre muchacho, a quien Caderousse había olvidado completamente, no lo ha olvidado a él, y al fallecer le ha dejado el diamante que acabáis de ver.

-¿Pero cómo llegó a ser poseedor de ese diamante? -preguntó el joyero-. ¿Le tenía cuando entró en la prisión?

-No, señor; pero en la prisión trabó conocimiento con un inglés muy rico -respondió la mujer-, y como cayó enfermo su compañero de prisión y Dantés le cuidó como si hubiese sido su hermano, el inglés, al salir de la cautividad, dejó al pobre Dantés (que menos feliz que él murió en la prisión), este diamante que nos legó a su vez al morir, y que se encargó de entregarnos el digno abate que vino esta mañana a cumplir con su encargo.

-Bien. Las dos historias concuerdan -murmuró el joyero-, y después de todo, bien puede ser verdad, aunque parezca inverosímil a primera vista. Sólo resta que nos pongamos de acuerdo sobre el precio.

-¡Cómo! -dijo Caderousse-, yo creía que habríais consentido en el precio que yo pedía.

-Es decir -replicó el joyero-, que yo he ofrecido cuarenta mil francos.

-¡Cuarenta mil! -exclamó Carconte-, por ese precio no se lo damos. El abate nos ha dicho que valía cincuenta mil francos el diamante solo.

-¿Y cómo se llamaba ese abate? -preguntó el infatigable joyero.

-El abate Busoni.

-¿Era un extranjero?

-Creo que era un italiano de los alrededores de Mantua.

-Mostradme ese diamante -repuso el joyero-, que a veces juzgo mal las piedras a primera vista.

Caderousse sacó de su bolsillo un estuchito negro, lo abrió y lo pasó al joyero. Al ver el diamante, casi tan grueso como una nuez pequeñita, recuerdo que los ojos de la Carconte brillaron de codicia.

-Y vos, señor Bertuccio, ¿qué pensabais de todo eso? -preguntó Montecristo-, ¿creíais esa fábula?

-Sí, excelencia; yo no creía que Caderousse fuese un mal hombre, y le juzgaba incapaz de haber cometido un crimen o un robo.

-Eso honra más a vuestro corazón que a vuestra experiencia, señor Bertuccio. ¿Habíais conocido a ese Edmundo Dantés de quien habláis?

-No, excelencia, nunca había oído hablar de él hasta entonces y luego otra vez, al abate Busoni, cuando le vi en la cárcel de Nimes.

-Bien, continuad.

-El joyero tomó la sortija de manos de Caderousse, y sacó de su bolsillo unas pinzas de acero y unas balanzas de cobre. Después, separando el cerco de oro que sujetaba la piedra en la sortija, hizo salir el diamante de su engaste y lo pesó minuciosamente en las balanzas.

-Daré hasta cuarenta y cinco mil francos -dijo-, pero nada más. Por otra parte, como esto es lo que valía el diamante, no he tomado más que esta suma.

-¡Oh!, no importa -dijo Caderousse-, volveré con vos a Beaucaire por los otros cinco mil.

-No -dijo el platero devolviendo el anillo y el diamante a Caderousse-. No, eso no vale más e incluso me arrepiento de haber ofrecido esa suma, pues la piedra tiene un defecto que yo no había visto, pero no importa, no tengo más que una palabra, he dicho cuarenta y cinco mil francos y no me desdigo.

-Al menos volved a colocar el diamante en la sortija -dijo la Carconte con acritud.

-Justo es -dijo el platero. Y volvió a engastar la piedra.

-Bueno, bueno, bueno -dijo Caderousse, metiendo el estuche en el bolsillo-, a otro se lo venderemos.

-Sí -repuso el platero-, pero no hará lo que yo. Otro no se contentará con los informes que me habéis dado. No es natural que un hombre como vos tenga diamantes de cuarenta y cinco mil francos. Avisará a los magistrados, tendrán que buscar al abate Busoni y los abates que dan diamantes de dos mil luises son raros. Lo primero que hará la justicia será mandaros a la cárcel, y si sois reconocido inocente, si os sacan de la cárcel al cabo de tres o cuatro meses, la sortija se habrá perdido, o bien os darán una piedra falsa que sólo valdrá tres francos en lugar de un diamante que valía cincuenta mil.

Caderousse y su mujer se interrogaron con una mirada.

-No -dijo Caderousse-, no somos tan ricos que podamos perder cinco mil francos.

-Como gustéis, amigo mío -dijo el platero-; sin embargo, como véis, había traído buena moneda.

Y sacó de uno de sus bolsillos un puñado de oro que hizo brillar a los deslumbrados ojos del posadero, y del otro un paquete de billetes de banco. En el alma de Caderousse se estaba librando un rudo combate. Era evidente que para él aquel estuchito que daba vueltas en su mano no correspondía a la enorme suma que fascinaba sus ojos. Volvióse hacia su mujer, y le dijo en voz baja:

-¿Tú qué dices?

-Dáselo, dáselo -dijo ella-, si vuelve a Beaucaire sin el diamante nos denunciará, y según él dice, quién sabe si podremos encontrar al abate Busoni.

-¡Pues bien!, sea -dijo Caderousse-. Tomad el diamante por cuarenta y cinco mil francos. Pero mi mujer quiere una cadena de oro y yo un par de hebillas de plata.

El platero sacó de su bolsillo una cajita de plata larga y chata que contenía muchos objetos de los que habían pedido.

-Tomad -dijo-, acabemos de una vez, elegid.

La mujer escogió una cadena de oro que podía valer cinco luises, y el marido un par de hebillas de plata que valdrían quince francos.

-Espero que no os quejaréis -dijo el platero.

-Pero es que el abate había dicho que valía cincuenta mil francos -murmuró sordamente Caderousse.

-¡Vamos, vamos! ¡Qué hombre éste! -replicó el joyero cogiéndole el diamante de las manos-, le doy cuarenta y cinco mil francos, dos mil quinientas libras de renta, es decir, una fortuna que yo quisiera tener para mí, ¡y aún no está contento!

-¿Y dónde están los cuarenta y cinco mil francos?

-Aquí -dijo el platero.

Y contó sobre la mesa quince mil francos en oro y treinta mil en billetes de banco.

-Aguardad a que encienda la lámpara -dijo la Carconte-, ya no se ve muy bien y nos podríamos equivocar.

En efecto, durante esta discusión había ido oscureciendo y con la noche se acercaba rápidamente la tempestad. Oíase rugir sordamente el trueno a lo lejos, pero ni el platero, ni Caderousse, ni la Carconte, parecían ocuparse de ello, poseídos como estaban los tres de una avaricia diabólica.

Yo mismo experimentaba una extraña fascinación a la vista de todo aquel oro y los billetes. Me parecía soñar, y como sucede en un sueño, me sentía clavado en el sitio donde estaba. Caderousse contó y volvió a contar el oro y los billetes, después los entregó a su mujer, la cual los contó y volvió a contar otra vez.

Durante este tiempo el platero hacía brillar la joya a la luz de la lámpara, y el diamante arrojaba resplandores que le hacían olvidar los que, precursores de la tempestad, comenzaban a inflamar las ventanas.

-¿Está bien la cuenta? -preguntó el joyero.

-Sí -dijo Caderousse-, dame la cartera y busca un talego, Carconte.

Esta se dirigió a un armario y volvió con una cartera vieja de cuero de la cual sacaron algunas cartas grasientas, en lugar de las cuales pusieron los billetes, y un talego que contenía dos o tres escudos de seis libras que, probablemente, componían toda la fortuna del miserable matrimonio.

-¡Ea! -dijo Caderousse-, aunque nos hayáis dejado sin una docena de miles de francos tal vez, ¿queréis cenar con nosotros? Lo digo con buena voluntad.

-Gracias -dijo el platero-, debe ser tarde y es preciso que vuelva a Beaucaire, pues mi mujer estaría inquieta -sacó su reloj y exclamó-: ¡Diantre!, las nueve y tardaré tres horas en ir a Beaucaire. Adiós, amigos míos, si vienen por ahí más abates Busoni, pensad en mí.

-Dentro de ocho días ya no estaréis en Beaucaire -dijo Caderousse-, puesto que la feria concluye la semana que viene.

-No, pero eso no importa. Escribidme a París al señor Joannés, Palms-Royal, galería de piedra, número 45. Haré expresamente un viaje si vale la pena.

De repente brilló un relámpago tan intenso, que casi eclipsó la claridad de la lámpara, seguido de un formidable trueno.

-¡Oh! -dijo Caderousse-. ¿Vais a partir con ese tiempo?

-Yo no temo a los truenos -dijo el platero.

-¿Y a los ladrones? -preguntó la Carconte-. Ahora durante la feria no está el camino muy seguro.

-En cuanto a los ladrones -dijo Joannés-, estoy preparado contra ellos.

Y sacó de su bolsillo un par de pistolas cargadas.

-Veo que tenéis -dijo- un par de cachorros que ladran y muerden al mismo tiempo. ¿Los destináis a los dos primeros que tengan ganas de poseer vuestro diamante?

Caderousse y su mujer cambiaron una mirada sombría. Parecía como si al mismo tiempo hubieran tenido algún terrible pensamiento.

-Entonces, ¡buen viaje! -dijo Caderousse.

-Gracias -dijo el platero.

Cogió su bastón y salió.

En el instante en que abrió la puerta, una bocanada de viento entró por ella violentamente, y poco faltó para que apagase la lámpara.

-Quedaos -dijo Caderousse-, aquí dormiréis.

-¡Oh! -dijo-, vaya un tiempo que va a hacer, y no será nada agradable caminar ahora dos leguas en despoblado.

-Sí, quedaos -dijo la Carconte con voz trémula-, os cuidaremos mucho.

-No, es preciso que vaya a dormir a Beaucaire. Adiós.

Caderousse acercóse lentamente a la puerta.

-No se ve el cielo ni la tierra -dijo el platero, ya fuera de la casa-, ¿sigo a la derecha o a la izquierda?

-A la derecha -dijo Caderousse-, no os podéis perder. El camino está bordeado de árboles por ambos lados.

-Bueno, ya lo he encontrado -dijo la voz cuyo eco se había perdido casi a lo lejos.

-¡Cierra la puerta! -dijo la Carconte-, no me gusta la puerta abierta cuando truena.

-Y cuando hay dinero en la casa, ¿no es verdad? -respondió Caderousse, dando dos vueltas a la llave.

Entró, se dirigió al armario, sacó el talego y la cartera, y ambos volvieron a contar por tercera vez sus monedas de oro y sus billetes. Nunca he visto expresión semejante a la de aquellos dos rostros iluminados por la codicia. La mujer, sobre todo, estaba odiosa. El temblor febril que generalmente la animaba, había aumentado, su rostro se había vuelto lívido, sus ojos hundidos brillaban en el fondo de sus órbitas.

-¿Por qué -preguntó ella con voz sorda- le ofreciste que se quedase a dormir?

-¡Eh! -respondió Caderousse estremeciéndose-, para... que no tuviese la molestia de volver a Beaucaire.

-¡Ah! -dijo la mujer con expresión imposible de describir-, yo creía que era para otra cosa.

-¡Mujer! ¡Mujer! -exclamó Caderousse-, ¿por qué has de tener tales ideas, y por qué al tenerlas no las callas?

-Es igual -dijo la Carconte después de un momento de silencio- tú no eres hombre.

-¡Cómo! -exclamó Caderousse.

-Si tú fueras hombre, ése no habría salido de aquí.

-¡Mujer!

-O bien, no hubiese llegado a Beaucaire.

-¿Qué estás diciendo?

-El camino hace un recodo, tiene que serguirlo, mientras que junto al canal hay otra senda mucho más corta.

-Mujer, tú ofendes a Dios. Mira, escucha...

En efecto, un relámpago azulado iluminó toda la sala, y un rayo descendió rápidamente y pareció alejarse con sentimiento de la casa maldita. En seguida se oyó un espantoso trueno.

-¡Jesús! -dijo la Carconte, santiguándose.

En el mismo instante, y en medio del silencio de terror que sigue a la tormenta, se oyó llamar precipitadamente a la puerta. Caderousse y su mujer se estremecieron y se miraron espantados.

-¡Quién es! -exclamó Caderousse levantándose y reuniendo en un montón el oro y los billetes esparcidos sobre la mesa, cubriéndolos con ambas manos.

-¡Yo! -dijo una voz.

-¿Quién sois vos?

-¡Eh! ¡Qué diantre! ¡Joannés, el platero!

-¿Qué te parece? ¿No decías -replicó la Carconte con diabólica sonrisa- que yo ofendía a Dios...? ¡Pues mira, Dios nos lo envía!

Caderousse cayó pálido y desfallecido sobre la silla. La Carconte, al contrario, se levantó, dirigióse a la puerta con paso firme y la abrió.

-Entrad, querido señor Joannés -dijo.

-¡A fe mía! -dijo el platero empapado de agua y sacudiéndose-, parece que el diablo no quiere que vuelva a Beaucaire esta noche. Nada, me habéis ofrecido hospitalidad, la acepto y he vuelto para pasar la noche en vuestra posada.

Caderousse murmuró algunas palabras enjugándose el sudor que inundaba su frente. La Carconte cerró cuidadosamente y con llave la puerta detrás del platero.

Capítulo Sexto

La lluvia de sangre

Cuando el platero entró en la casa, echó una mirada interrogadora a su alrededor, pero nada parecía inspirarle sospechas. Caderousse tenía el oro y los billetes entre sus manos. La Carconte se mostraba risueña con su huésped, lo más amable que podía.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo el platero-, parece que temíais no haber contado bien, ¿estabais repasando vuestro tesoro después de mi partida?

-No -dijo Caderousse-, pero el acontecimiento que nos ha hecho poseedores de él es tan inesperado, que cuando no tenemos a la vista la prueba material, creemos estar soñando.

El platero se sonrió.

-¿Tenéis viajeros en vuestra posada? -preguntó.

-No -respondió Caderousse-, no duerme aquí nadie; estamos muy cerca de la ciudad y nadie se detiene en la posada.

-Entonces, voy a causaros una gran molestia.

-¿Vos? ¡Oh!, no, de ningún modo.

-Veamos, ¿dónde me pondréis?

-En el cuarto de arriba.

-¿Pero no es el vuestro?

-¡Oh!, no importa. Tenemos otra cama en la pieza que está al lado de ésa - y apagó la lámpara.

Caderousse miró asombrado a su mujer. El platero se acercó a un poco de lumbre que había encendido la Carconte en la chimenea. Durante este tiempo, colocaba sobre una esquina de la mesa donde había extendido una servilleta, los restos de una cena, lo cual acompañó de dos o tres huevos frescos.

Caderousse guardó de nuevo los billetes en su cartera, el oro en un talego y todo ello en el armario. Paseábase por la sala sombrío y pensativo, y levantando de vez en cuando la mirada sobre el platero, que estaba fumando delante del hogar, y que a medida que se secaba de un lado se volvía del otro.

-¡Aquí! -dijo la Carconte, colocando una botella de vino sobre la mesa-, cuando queráis cenar, todo está a punto.

-¿Y vos? -preguntó Joannés.

-Yo no cenaré -respondió Caderousse.

-Es que hemos comido tarde -apresuróse a decir la Carconte.

-Luego, ¿voy a cenar solo? -dijo el platero.

-Nosotros os serviremos -dijo la Carconte con una amabilidad que no le era habitual ni aun con los huéspedes que pagaban. De vez en cuando, Caderousse lanzaba a su mujer una mirada rápida como un relámpago. La tempestad continuaba.

-¿Oís, oís? -dijo la Carconte-. Bien habéis hecho, a fe mía, en volver.

-Lo cual no impide -dijo el joyero- que si durante mi cena se aplaca este temporal, me vuelva a poner en camino.

-Este es el mistral -dijo Caderousse, dando un suspiro-, y me parece que lo tenemos hasta mañana.

-¡Oh!, tanto peor para los que estén fuera -dijo el platero sentándose a la mesa.

-Sí -replicó la Carconte-, mala noche les espera.

El platero empezó a cenar y la Carconte siguió prodigándole los cuidados más atentos. Si el platero la hubiese conocido de antemano, tal cambio le hubiera asombrado, inspirándole algunas sospechas.

En cuanto a Caderousse, no pronunciaba una palabra, seguía paseando y parecía no atreverse a mirar a su huésped. Cuando hobo terminado la cena, fue él mismo a abrir la puerta.

-Creo que se calma la tempestad -dijo.

Pero en este momento, como para desmentirle, un trueno terrible estremeció la casa y una bocanada de viento mezclada de lluvia entró y apagó la lámpara. Volvió a cerrar. La Carconte encendió un cabo de vela en la lumbre, que estaba extinguiéndose.

-Mirad -dijo al platero-, debéis estar fatigado. Ya he puesto sábanas limpias en la cama, subid a acostaros y dormid bien.

Joannés se quedó aún un instante para asegurarse de que el huracán no se calmaba, y cuando se cercioró de que los truenos y la lluvia iban en aumento, dio a sus huéspedes las buenas noches y subió la escalera. Pasaba por encima de mi cabeza, y yo sentía crujir cada escalón bajo sus pasos. La Carconte le siguió con una mirada ávida, mientras que, al contrario, Caderousse le volvió la espalda sin mirarle.

Todos estos detalles que recordé después de algún tiempo, no me sorprendieron en el momento en que los presenciaba, nada era para mí más natural que lo que estaba pasando y excepto la historia del diamante, que me parecía un poco inverosímil, todo lo encontraba fundado.

Así, pues, como me sentía extenuado de fatiga, resolví dormir algunas horas y alejarme a la mitad de la noche.

En la pieza de encima, yo veía al platero tomar todas las disposiciones para pasar la mejor noche posible. Pronto la cama crujió bajo su cuerpo. Acababa de acostarse.

Sentía que mis ojos se cerraban a pesar mío. Como no había concebido ninguna sospecha, no intenté luchar contra el sueño y eché una última ojeada a la cocina. Caderousse se hallaba sentado al lado de una larga mesa, sobre uno de esos bancos de madera que en las posadas de aldea reemplazan a la sillas. Me volvía la espalda, de suerte que no podia ver su fisonomía. Además, aun cuando hubiese estado en la posición contraria, me hubiera sido también imposible, porque tenía su cabeza sepultada entre sus manos.

Su mujer le miró algún tiempo, se encogió de hombros y fue a sentarse frente a él. En este momento la moribunda llama encendió un leño seco que antes olvidara. Un resplandor más vivo iluminó aquel sombrío interior. La Carconte tenía los ojos fijos en su marido, y como éste permanecía en la misma posición, le vi extender un brazo hacia él y tocarle la frente con su descarnada mano.

Caderousse se estremeció. Me pareció que la mujer movió los labios, pero sea que hablase bajo, o que mis sentidos estuviesen embotados por el sueño, sus palabras, si las pronunció, no llegaron a mis oídos.

Todo lo veía al través de una densa niebla, y con esa duda precursora del sueño, durante la cual se cree comenzar a soñar. En fin, mis ojos se cerraron, y quedé completamente dormido.

Hallábame en lo más profundo de mi sueño, cuando fui despertado por un pistoletazo seguido de un terrible grito. Algunos pasos vacilantes resonaron sobre el pavimento del cuarto, y una masa inerte fue a rodar a la escalera, justamente encima de mi cabeza. Aún no era yo dueño de mí mismo. Oía gemidos, muchos gritos ahogados como los que acompañan a una lucha. Un último grito, más prolongado que los demás, y que se trocó en gemido, me sacó completamente de mi letargo. Me incorporé, abrí los ojos, que no distinguieron nada en las tinieblas, y me llevé las manos a la frente, por la cual me parecía que caía de la escalera una lluvia tiba y abundante. A este espantoso ruido había sucedido un profundo silencio. Oí los pasos de un hombre que andaba sobre la pieza que estaba sobre mi cabeza. Sus pies hicieron crujir la escalera, el hombre descendió a la sala inferior, se acercó a la chimenea y encendió una luz.

Era Caderousse.

Tenía el rostro pálido y la camisa ensangrentada. Tan pronto como hubo encendido el cabo de vela, subió Caderousse rápidamente la escalera, y volví a oír sus pasos rápidos e inquietos. Al instante volvió a bajar. Llevaba en la mano el estuche, se aseguró de que el diamante estaba dentro, dudó en cuál de sus bolsillos lo guardaría, y luego, no considerando el bolsillo bastante seguro, lo lió en su pañuelo encarnado y se lo ató al cuello. Luego corrió al armario, sacó de él sus billetes y su oro, metió los unos en el bolsillo de su pantalón y el otro en los del chaquetón, tomó dos o tres camisas, y lanzándose hacia la puerta, desapareció en la oscuridad. Entonces me di cuenta de todo claramente. Me eché en cara lo que había pasado como si yo hubiese sido el verdadero culpable. Me parecía oír gemidos, el desgraciado joyero no podía haber muerto. Tal vez socorriéndole estaba en mi poder reparar una parte del mal, no que había hecho, sino que había dejado hacer. Apoyé mi espalda contra una de aquellas tablas tan mal unidas que me separaban de la sala superior. Cedieron las tablas y me encontré ya en la casa.

Corrí a tomar la lámpara y me lancé a la escalera. Un cuerpo la atravesaba e impedía el paso. Era el cadáver de la Carconte. El pistolezato que yo oyera había sido disparado sobre ella; tenía la garganta atravesada de parte a parte, y además de su doble herida que sangraba a borbotones, vomitaba sangre por la boca. Estaba muerta.

Salté por encima de su cuerpo y entré en el cuarto. Este ofrecía el más espantoso desorden. Dos o tres muebles tirados por el suelo. Las sábanas a que se había agarrado el infeliz platero estaban fuera de la cama, éste estaba tendido con la cabeza apoyada en la pared, nadando en un mar de sangre que salía de tres anchas heridas recibidas en el pecho. En la cuarta había quedado un largo cuchillo de cocina, del que no se veía más que el mango. Tomé la segunda pistola, que no se había disparado, sin duda porque la pólvora estaba mojada. Me acerqué al platero; efectivamente, no estaba muerto. Al ruido que hice abrió los ojos, los fijó un momento en mí, movió los labios como si quisiese hablar y expiró.

Este espantoso espectáculo me dejó aturdido. Al ver que no podía socorrer a nadie, no experimenté más necesidad que la de huir, y me precipité a la escalera, lanzando un grito de terror. En la sala interior había cinco o seis aduaneros y dos o tres gendarmes. Apoderáronse de mí; yo no opuse ninguna resistencia, no era dueño de mis sentidos. Procuré hablar y sólo pude lanzar algunos quejidos inarticulados.

Vi que los aduaneros y los gendarmes me señalaban con el dedo. Me miré también, y me vi cubierto de sangre. Aquella lluvia tibia y abundante que había sentido caer sobre mí al través de los escalones era la sangre de la Carconte. Yo entonces mostré con el dedo el lugar donde estaba oculto.

-¿Qué quiere decir? -preguntó un gendarme.

Un aduanero fue a ver lo que era.

-Quiere decir que ha pasado por aquí -respondió.

Y diciendo esto, señaló el agujero por donde efectivamente había yo pasado. Entonces comprendí que me tomaban por el asesino. Recobré mí voz, mis fuerzas. Me desembaracé de las manos de los dos hombres que me sujetaban, exclamando:

-¡No he sido yo! ¡No he sido yo!

Dos gendarmes me apuntaron con sus carabinas.

-¡Si haces un movimiento -dijeron-, eres muerto!

-¡Os repito que yo no he sido! -exclamé.

-Eso lo dirás a los jueces de Nimes -respondieron-. Entretanto síguenos, y si quieres hacer caso de nuestro consejo, no hagas resistencia alguna.

No era ésta mi intención, estaba anonadado por la sorpresa y por el terror. Me pusieron esposas, me ataron a la cola de un caballo y me condujeron a Nimes.

Me había seguido un aduanero que me perdió de vista en los alrededores de la casa. Sospechó que pasaría allí la noche, fue a avisar a sus compañeros, y llegaron justamente en el momento en que sonó el pistoletazo para pillarme en medio de tales pruebas de culpabilidad, de modo que al punto comprendí el trabajo que me costaría hacer brillar mi inocencia.

Por lo tanto, lo primero que pedí al juez de instrucción fue que buscase por todas partes a cierto abate Busoni, que la mañana de aquel triste día se habría detenido en la posada del puente de Gard. Si Caderousse había inventado una historia, si el abate no existía, yo estaría seguramente perdido, a menos que Caderousse no fuese preso a su vez y todo lo confesase. Transcurrieron dos meses, durante los cuales, debo decirlo en alabanza de mi juez, se hicieron todas las pesquisas para hallar al abate que yo deseaba ver. Ya había perdido toda esperanza. Caderousse no había sido preso. Iba a ser juzgado en la primera sesión, cuando el ocho de septiembre, es decir, tres meses y cinco días después del acontecimiento, el abate Busoni, a quien yo ya no esperaba, se presentó en la cárcel diciendo que había sabido que un preso deseaba hablarle. Se había enterado de ello en Marsella y se apresuraba a complacerme.

Ya comprenderéis con qué ansiedad le recibí. Le conté todo lo que había presenciado. Le conté también la historia del diamante. Contra lo que yo esperaba, era verdadera. Contra lo que yo esperaba también, creyó todo lo que le dije. Fue entonces cuando, seducido por su dulce caridad, habiendo yo conocido que estaba muy enterado de las costumbres de mi país, pensando que el perdón del único crimen que había cometido podía venir tal vez de sus labios tan caritativos, le referí, bajo el secreto de la confesión, la aventura de Auteuil con todos sus detalles. Lo que yo había hecho por un arrebato, obtuvo el mismo resultado que si hubiese sido hecho por cálculo. La confesión de este primer asesinato que yo no estaba obligado a confesarle, le demostró que no había cometido el segundo, y se separó de mí encargándome que esperase, y prometiéndome hacer todo lo que estuviera en su poder para convencer a los jueces de mi inocencia. Comprendí que efectivamente se había ocupado de mí cuando vi dulcificarse gradualmente mi prisión y supe que se iba a reunir el tribunal para juzgarme.

Durante este intervalo, la Providencia permitió que Caderousse fuese preso en el extranjero y conducido a Francia. Todo lo confesó, culpando a su mujer de haber concebido el crimen, y de haberle instigado a él.

Fue condenado a cadena perpetua, y yo puesto en libertad.

-Y entonces -dijo Montecristo-, os presentasteis en mi casa con una carta del abate Busoni.

-Sí, excelencia. Tomó por mí un visible interés. «Vuestro oficio de contrabandista os va a perder -me dijo-; si salís de aquí, dejadlo.»

-Pero, padre mío, ¿cómo queréis que viva y mantenga a mi pobre hermana?

-Uno de mis penitentes -me respondió- me estima sobremanera, y me ha encargado que le busque un hombre de confianza. ¿Queréis ser ese hombre? Os enviaré a él.

-¡Oh!, padre mío -exclamé-, ¡cuánta bondad!

-Pero, ¿me juráis que no tendré nunca que arrepentirme?

Entonces extendí la mano, dispuesto a jurar.

-Es inútil -dijo-, conozco y aprecio a los corsos, tomad mi recomendación.

Y escribió algunos renglones que yo entregué, y por los cuales vuestra excelencia tuvo la bondad de tomarme a su servicio. Ahora pregunto con orgullo a vuestra excelencia: ¿ha tenido jamás alguna queja de mí...?

-No -respondió el conde-, y lo confieso con placer, sois un buen servidor, Bertuccio, aunque sois poco amigo de confidencias.

-¿Yo, señor conde?

-Sí, vos. ¿Cómo es que tenéis una hermana y un hijo adoptivo, y nunca me habéis hablado del uno ni del otro?

-¡Ay!, excelencia, es que aún tengo que contaros la parte más triste de mi vida. Marché a Córcega. Tenía muchos deseos de ver y consolar a mi pobre hermana, pero cuando llegué a Rogliano hallé la casa vacía. Había ocurrido una escena horrible, de la cual conservan aún memoria los vecinos. Mi pobre hermana, según mis consejos, resistía las exigencias de Benedetto, que quería que le diese a cada instante el dinero que había en la casa. Una mañana la amenazó y desapareció todo el día. La pobre Assunta lloró, porque tenía para el miserable un corazón de madre. Llegó la noche, y le esperó sin acostarse. Cuando a las once entró el muchacho con dos de sus amigotes, compañeros de todas sus locuras, entonces Assunta le tendió los brazos, pero se apoderaron de ella, y uno de los tres, creo que fue ese infernal Benedetto, dijo:

-Señores, atormentémosla para ver si nos dice dónde tiene el dinero.

Precisamente el vecino Basilio estaba en Bastia, y su mujer sola en la casa. Ninguno, excepto ella, podía ver ni oír lo que le ocurría a mi hermana. Dos de los muchachos detuvieron a la pobre Assunta, que no pudiendo creer en la posibilidad de tal crimen, se sonreía. El tercero fue a atrancar puertas y ventanas, después volvió, y reunidos los tres, ahogando los gritos que el terror le arrancaba ante estos preparativos más graves, acercaron los pies de Assunta al brasero para ver si de este modo lograban saber dónde tenía oculto nuestro pequeño tesoro. Pero en medio de la lucha prendió el brasero fuego a sus vestidos.

Entonces soltaron a la infeliz para no quemarse ellos. Con sus vestidos inflamados corrió a la puerta, pero estaba cerrada. Lanzóse hacia la ventana, y también estaba cerrada. Entonces la vecina oyó gritos espantosos, era Assunta que pedía socorro. Pronto se ahogó su voz, los gritos se trocaron en gemidos y al día siguiente, después de una noche de terror y de angustias, cuando la mujer de Basilio se atrevió a salir de su casa, y el juez mandó abrir la puerta de la nuestra, encontraron a Assunta medio quemada, pero respirando aún. Los armarios abiertos y el dinero había desaparecido.

En cuanto a Benedetto, salió de Rogliano para no volver jamás. Desde este día no le he vuelto a ver y tampoco he oído hablar de él.

Tras haberme enterado de estas noticias -prosiguió Bertuccio- fue cuando me dirigí a vuestra excelencia. No tenía que hablaros de Benedetto puesto que había desaparecido, ni de mi hermana, puesto que había muerto.

-¿Y qué habéis pensado de ese suceso? -preguntó Montecristo.

-Que era castigo del crimen que había cometido -respondió Bertuccio-. ¡Ah, esos Villefort son una raza maldita!

-Eso mismo creo -murmuró el conde con acento lúgubre.

-Y ahora vuestra excelencia comprenderá que esta casa que no he visto hace tanto tiempo, que este jardín donde me he encontrado de repente, que este sitio donde maté a un hombre, han podido causarme estas sombrías emociones, cuyo origen habéis querido saber, porque al fin, yo no estoy seguro de que aquí, delante de mí, no esté enterrado el señor de Villefort en la fosa que él mismo cavó para su hijo.

-Desde luego, todo es posible -dijo Montecristo levantándose del banco donde estaba sentado-, aun cuando -añadió más bajo-, el procurador del rey no haya muerto. El abate Busoni ha hecho bien en enviaros a mí y vos en contarme vuestra historia, porque ya no tendré malos pensamientos respecto a este asunto. En cuanto a ese tan mal llamado Benedetto, ¿no habéis procurado saber su paradero, ni lo que ha sido de él?

-Jamás. Si yo hubiese sabido dónde estaba, en lugar de ir en su busca, hubiera huido de él como de un monstruo. No; felizmente, jamás he oído hablar de él, supongo que habrá muerto.

-No lo creáis, Bertuccio -dijo el conde-, los malos no mueren así, porque Dios parece protegerlos para hacerlos instrumentos de sus venganzas.

-Es posible -dijo Bertuccio--. Pero todo lo que pido al cielo, es no volverle a ver jamás. Ahora -continuó el mayordomo bajando la cabeza-, ya lo sabéis todo, señor conde. Sois mi juez en la tierra como Dios lo será en el cielo. ¿No me diréis alguna palabra de consuelo?

-Tenéis razón, en efecto, y puedo deciros lo que os diría el abate Busoni. Ese a quien habéis dado muerte, ese Villefort, merecía un castigo por lo que a vos os había hecho y tal vez por otra cosa. Benedetto, si vive, servirá, como os he dicho, para alguna venganza divina; después será castigado a su vez. En realidad, en cuanto a vos no tenéis que echaros en cara más que una cosa: Acusaos de que habiendo salvado la vida a ese niño, no le devolvisteis a su madre. Ahí está el crimen, Bertuccio.

-Sí, señor; ahí está el crimen y el verdadero crimen, porque he obrado muy mal en eso. Una vez devuelta la vida al niño, no tenía más que una cosa que hacer, y era mandarlo a su madre. Mas para eso tenía que hacer pesquisas, llamar la atención, entregarme tal vez, y yo no quería morir. Deseaba la vida por mí hermana, por mi amor propio de salir victorioso de una venganza. Y después, tal vez deseaba la vida por el mismo amor de la vida. ¡Oh! ¡Yo no soy tan valiente como mi hermano! Bertuccio ocultó el rostro entre sus manos, y Montecristo fijó sobre él una larga e indefinible mirada, después de un instante de silencio, que la hora y el lugar hacían todavía más solemnes.

-Para terminar debidamente esta conversación, que será la última sobre tales aventuras, señor Bertuccio -dijo el conde con un acento de melancolía que no le era habitual-, recordad bien mis palabras, varias veces las he oído pronunciar al abate Busoni. Todo mal tiene dos remedios, el tiempo y el silencio. Ahora, señor Bertuccio, dejadme pasear un instante por este jardín. Lo que tanto os afecta a vos, actor de esa terrible escena será para mí una sensación casi dulce, y que doblará el precio a esta propiedad. Los árboles, señor Bertuccio, no gustan sino porque hacen sombra, y la sombra no gusta sino porque está llena de fantasmas y visiones. Por lo tanto, he comprado un jardín creyendo comprar un simple huertecillo rodeado de cuatro tapias y nada más. De repente este huertecillo se trueca en un jardín lleno de fantasmas que no estaban en el contrato... Ahora bien, a mí me agradan los fantasmas, nunca he oído decir que los muertos hayan hecho en seis mil años tanto daño como los vivos en un solo día. Volved a la casa, señor Bertuccio, y dormid tranquilo. Si vuestro confesor en la última hora es menos indulgente que lo fue el abate Busoni, mandadme llamar, si aún existo en el mundo, y os diré palabras que mecerán dulcemente vuestra alma en el momento en que esté pronta a ponerse en camino para emprender ese penoso viaje que llaman de eternidad.

Bertuccio se inclinó respetuosamente ante el conde, y se alejó dando un suspiro.

Montecristo se quedó solo, y dando cuatro pasos hacia adelante, murmuró:

-Aquí, junto a ese plátano, la fosa donde fue depositado el niño; allí abajo, la puertecita por la cual se entraba al jardín; en aquel ángulo la escalera secreta que conduce a la alcoba. No creo tener necesidad de escribir esto en mi cartera, porque aquí tengo a mi vista, a mi alrededor, a mis pies, todo el plano en relieve.

Cuando el conde hubo dado la última vuelta por el jardín, fue a buscar su carruaje. Bertuccio, que le veía pensativo, subió al pescante, al lado del cochero, sin decir una sola palabra. Tomó el camino de París.

Aquella misma noche, cuando llegó a la casa de los Campos Elíseos, el conde de Montecristo examinó toda la morada como hubiera podido hacerlo un hombre familiarizado con ella ya muchos años. Ni una sola vez abrió una puerta por otra, y no siguió una escalera o un corredor que no le condujese donde quería ir.

Alí le acompañaba en esta revista nocturna. El conde dio a Bertuccio muchas órdenes concernientes al adorno o la nueva distribución de las habitaciones, y sacando su reloj dijo al negro:

-Son las once y media. Haydée no puede tardar en llegar. ¿Habéis mandado avisar a las doncellas francesas?

Alí extendió la mano hacia la habitación destinada a la bella griega, y que estaba de tal modo aislada, que ocultando la puerta detrás de una colgadura, se podía visitar la casa sin sospechar que hubiese allí un salón y dos cuartos habitados. Alí, repetimos, extendió la mano hacia la habitación, señalando el número tres con los dedos de su mano izquierda, y sobre la palma de esta misma mano, apoyando su cabeza, cerró los puños.

-¡Ah! -dijo Montecristo, habituado a este lenguaje-, son tres y esperan en la alcoba, ¿no es verdad?

-Sí -expresó Alí bajando la escalera.

-La señora estará fatigada esta noche -continuó Montecristo-, y sin duda querrá dormir. Que no la hagan hablar; las camareras francesas no harán más que saludar a su nueva señora y retirarse. Velaréis por que la doncella griega no se comunique con las camareras francesas.

Alí se inclinó.

Pocos minutos después oyéronse voces como de anuncio a la reja y ésta se abrió. Un carruaje rodó por la calle de árboles y se paró delante de la escalera. El conde bajó de su cuarto para recibir a la persona que salía del carruaje, y dio la mano a una joven envuelta en una especie de capuchón de seda verde, bordado de oro, que le cubría la cabeza. La joven tomó la mano que le presentaban, la besó con cierto amor, mezclado de respeto, y algunas palabras fueron cambiadas con ternura de parte de la joven y con dulce gravedad de parte del conde de Montecristo.

Entonces, precedida de Alí, que llevaba una antorcha de cera color de rosa, la joven, que no era otra que la bella griega, compañera habitual de Montecristo en Italia, fue conducida a su habitación, y poco después el conde se retiró al pabellón que le estaba reservado. A las doce y media de la noche todas las luces estaban apagadas en la casa, y hubiérase podido creer que todo el mundo dormía.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, una carretela tirada por dos magníficos caballos ingleses, se paró delante de la puerta de Montecristo. Un hombre vestido de frac azul, con botones de seda del mismo color, chaleco blanco adornado por una enorme cadena de oro y pantalón color de nuez, con cabellos tan negros y que descendían tanto sobre las cejas que se hubiera podido dudar fuesen naturales, por lo poco en consonancia que estaban con las arrugas inferiores que no podían ocultar, un hombre, en fin, de cincuenta a cincuenta y cinco años, y que quería aparentar cuarenta, asomó su cabeza por la ventanilla de su carretela, sobre la portezuela de la cual veíase pintada una corona de barón, y mandó a su groom que preguntase al portero si estaba en casa el señor conde de Montecristo.

Mientras tanto, este hombre examinaba con una atención tan minuciosa que casi era impertinente, el exterior de la casa, lo que se podía distinguir del jardín y la librea de algunos criados que iban y venían de un lado a otro. La mirada de este hombre era viva, pero astuta.

Sus labios, tan delgados que más bien parecían entrar en su boca que salir de ella, lo prominente de los pómulos, señal infalible de astucia, su frente achatada, todo contribuía a dar un aire casi repugnante a la fisonomía de este personaje, muy recomendable a los ojos del vulgo por sus magníficos caballos, el enorme diamante que llevaba en su camisa, y la cinta encarnada que se extendía de un ojal a otro de su frac.

El groom llamó a los cristales del cuarto del portero y preguntó:

-¿Es aquí donde vive el señor conde de Montecristo?

-Aquí vive su excelencia -respondió el portero-, pero... -y consultó a Alí con una mirada.

Ali hizo una seña negativa.

-¿Pero qué...? -preguntó el groom

-Su excelencia no está visible -respondió el portero.

-Entonces, tomad la tarjeta de mi amo, el señor barón Danglars. La entregaréis al conde de Montecristo, y le diréis que al ir a la Cámara, mi amo se ha vuelto para tener el honor de verle.

-Yo no hablo a su excelencia -dijo el portero-; su ayuda de cámara le pasará el recado.

El groom se volvió al carruaje.

-¿Qué hay? -preguntó Danglars.

El groom, bastante avergonzado de la lección que había recibido, llevó a su amo la respuesta que le había dado el portero.

-¡Oh!-dijo Danglars-. ¿Acaso ese caballero es algún príncipe para que le llamen excelencia y para que sólo su ayuda de cámara pueda hablarle? No importa, puesto que tiene un crédito contra mí, será menester que yo lo vea cuando quiera dinero.

Y el banquero se recostó en el fondo de su carruaje gritando al cochero de modo que pudieran oírle del otro lado del camino:

-A la Cámara de los Diputados.

A través de una celosía de su pabellón, el conde de Montecristo, avisado a tiempo, había visto al barón con la ayuda de unos excelentes anteojos, con una atención no menor que la que el señor Danglars había puesto en examinar la casa, el jardín y las libreas.

-Decididamente -dijo con un gesto de disgusto, haciendo entrar los tubos de sus anteojos en sus fundas de marfil-, decididamente es una criatura fea ese hombre, ¡cómo se reconoce en él a primera vista a la serpiente de frente achatada y al buitre de cráneo redondo y prominente!

-¡Alí! -gritó, y dio un golpe sobre el timbre.

Alí acudió inmediatamente.

-Llamad a Bertuccio.

En este momento entró Bertuccio.

-¿Preguntaba por mí vuestra excelencia? -dijo el mayordomo.

-Sí -dijo el conde-. ¿Habéis visto los caballos que acaban de pasar por delante de mi puerta?

-Sí, excelencia, son hermosos.

-Entonces -dijo Montecristo frunciendo las cejas-, ¿cómo se explica que habiéndoos pedido los dos caballos más hermosos de París, resulta que hay en el mismo París otros dos tan hermosos como los míos y no están en mi cuadra?

Al fruncimiento de cejas y a la severa entonación de esta voz, Alí bajó la cabeza y palideció.

-No es culpa tuya, buen Ali -dijo en árabe el conde con una dulzura que no se hubiera creído poder encontrar ni en su voz ni en su rostro--. Tú no entiendes mucho de caballos ingleses.

Las facciones de Alí recobraron la serenidad.

-Señor conde -dijo Bertuccio-, los caballos de que me habláis no estaban en venta.

Montecristo se encogió de hombros.

-Sabed, señor mayordomo -dijo-, que todo está siempre en venta para quien lo paga bien.

-El señor Danglars pagó dieciséis mil francos por ellos, señor conde.

-Pues bien, se le ofrecen treinta y dos mil, es banquero, y un banquero no desperdicia nunca una ocasión de duplicar su capital.

-¿Habla en serio el señor conde? -preguntó Bertuccio.

Montecristo miró a su mayordomo como asombrado de que se atreviese a hacerle esta pregunta.

-Esta tarde -dijo-, tengo que hacer una visita, quiero que esos dos caballos tiren de mi carruaje con arneses nuevos.

Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:

-¿A qué hora -dijo- piensa hacer esa visita su excelencia?

-A las cinco -dijo Montecristo.

-Deseo indicar a vuestra excelencia -dijo tímidamente el mayordomo- que son las dos.

-Lo sé -limitóse a responder Montecristo, y volviéndose luego hacia Alí, le dijo:

-Haced pasar todos los caballos por delante de la señora -añadió-, que ells escoja el tiro que más le convenga, y que mande decir si quiere comer conmigo. En tal caso se servirá la comida en su habitación; andad, cuando bajéis me enviaréis el ayuda de cámara.

Apenas había desaparecido Alí, entró el ayuda de cámara.

-Señor Bautista -dijo el conde-, hace un año que estáis a mi servicio, es el tiempo de prueba que yo pongo a mis criados: Me convenís.

Bautista se inclinó.

-Ahora hace falta saber si yo os convengo a vos.

-¡Oh, señor conde! -se apresuró a decir Bautista.

-Escuchadme bien -repuso el conde-. Vos ganáis quinientos francos al año. Es decir, el sueldo de un oficial que todos los días arriesga su vida. Tenéis una mesa como desearían muchos jefes de oficina, infinitamente mucho más atareados que vos. Criados que cuiden de vuestra ropa y de vuestros efectos. Además de vuestros quinientos francos de sueldo, me robáis con las compras de mi tocador y otras cosas..., casi otros quinientos francos al año.

-¡Oh, excelencia!

-No me quejo de ello, señor Bautista, es muy lógico; sin embargo, deseo que eso se quede así; en ninguna parte encontraríais una colocación semejante a la que os ha deparado la suerte. Nunca maltrato a mis criados, no juro, no me encolerizo jamás. Perdono siempre un error, pero nunca un descuido o un olvido. Mis órdenes son generalmente cortas, pero claras y terminantes. Mejor quiero repetirlas dos veces y aun tres, que verlas mal interpretadas. Soy lo suficientemente rico para saber todo lo que quiero saber, y soy muy curioso, os lo prevengo. Si supiese que habéis hablado bien o mal de mí, comentado mis acciones, procurado saber mi conducta, saldríais de mi casa al instante. Jamás advierto las cosas más que una vez; ya estáis advertido, adiós.

-A propósito -añadió el conde-, olvidaba deciros que cada año aparto cierta suma para mis criados. Los que despido pierden este dinero, que redunda en provecho de los que se quedan, que tendrán derecho a ella después de mi muerte. Ya hace un año que estáis en mi casa, vuestra fortuna ha empezado, continuadla.

Estas últimas palabras, pronunciadas delante de Alí, que permaneció impasible, puesto que no comprendía una palabra de francés, produjeron en Bautista un efecto fácil de comprender para todos los que han estudiado un poco la sicología del criado francés.

-Procuraré conformarme en todo con los deseos de vuestra excelencia -dijo-; por otra parte, tomaré por modelo al señor Alí.

-¡Oh, no, no -dijo el conde con frialdad marmórea-. Alí tiene muchos defectos mezclados con sus cualidades. No le toméis por modelo, porque Alí es una excepción; no tiene sueldo; no es un criado, es mi esclavo, es... mi perro. Si faltase a su deber, no le echaría de casa, le mataría.

Bautista abrió desmesuradamente los ojos.

-¿Lo dudáis? -dijo Montecristo.

Y repitió en árabe a Alí las mismas palabras que acababa de decir en francés a Bautista.

Alí las escuchó y se sonrió. Luego se acercó a su amo, hincó una rodilla en tierra y le besó respetuosamente la mano. Esta pantomima, que sirvió de lección a Bautista, le dejó sumamente estupefacto.

El conde hizo seña de que saliera y a Alí que le siguiese. Ambos pasaron a su gabinete y allí hablaron durante un buen rato. A las cinco el conde hizo sonar tres veces el timbre. Un golpe llamaba a Alí, dos a Bautista y tres a Bertuccio. El mayordomo entró.

-Mis caballos -dijo Montecristo.

-Ya están enganchados, excelencia -respondió Bertuccio-. ¿Acompaño al señor conde?

-No. El cochero, Bautista y Alí, nada más.

El conde descendió y vio enganchados a su carruaje los caballos que había admirado por la mañana en el de Danglars. Al pasar junto a ellos, les dirigió una ojeada.

-Son hermosos realmente -dijo-, y habéis hecho bien en comprarlos, pero ha sido un poco tarde.

-Excelencia -dijo Bertuccio-, mucho trabajo me ha costado poseerlos, y me han costado muy caros.

-¿Son por eso menos bellos? -preguntó el conde, encogiéndose de hombros.

-Si vuestra excelencia está satisfecho -dijo Bertuccio-, no hay más que decir. ¿Dónde va vuestra excelencia?

-A la calle de la Chaussée d'Antin, a casa del barón de Danglars.

Esta conversación tenía lugar en medio de la escalera. Bertuccio dio un paso para bajar el primero.

-Esperad -dijo Montecristo deteniéndole-. Necesito un terreno en la orilla del mar, en Normandía, por ejemplo, entre El Havre y Bolonia. Os doy tiempo, como veis. Es preciso que esta propiedad tenga un pequeño puerto, una bahía, donde pueda abrigarse mi corbeta. El buque estará siempre pronto a hacerse a la mar a cualquier hora del día o de la noche que a mí me plazca dar la señal. Os informaréis en casa de todos los notarios acerca de una propiedad con las condiciones que os he dicho. Cuando sepáis algo iréis a visitarla, y si os agrada la compraréis a vuestro nombre. La corbeta debe estar en dirección a Fecamp, ¿no es así?

-La misma noche que salimos de Marsella la vi darse a la vela.

-¿Y el yate?

-Tiene orden de permanecer en las Martigues.

-¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patrones que la mandan, a fin de que no se duerman.

-Y en cuanto al barco de vapor...

-¿Que está en Chalons?

-Sí.

-Las mismas órdenes que para los otros dos buques.

-¡Bien!

-Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré entonces postas de diez en diez leguas, en el camino del norte y en el camino del mediodía.

-Vuestra excelencia puede contar conmigo.

El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalones, subió a su carruaje, que arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.

Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuando le anunciaron la visita del conde de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando. Al oír el nombre del conde, se levantó.

-Señores -dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una u otra Cámara-, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más chistosa que han hecho conmigo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito ilimitado -añadió Danglars riendo con su astuta sonrisa- hace exigente al banquero en cuya casa está abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.

Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del barón, se separó de sus colegas y pasó a un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d'Antin.

Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.

El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del techo y de los ángulos del salón.

Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, e hizo señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro. El conde se acomodó en el sillón.

-¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?

-¿Y yo -replicó el conde-, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la Cámara de los Diputados?

Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón. Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.

-Disculpadme, caballero -dijo-, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pueblo.

-Es decir -respondió Montecristo-, que conservando la costumbre de haceros llamar barón, habéis perdido la de llamar conde a los otros.

-¡Ah!, tampoco lo hago conmigo -respondió cándidamente Danglars-, me han nombrado barón y hecho caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero...

-¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.

-No tanto -replicó Danglars desconcertado-, pero ya comprenderéis, por los criados...

-Sí, sí, os llamáis Monseñor para los criados, para los periodistas caballero, y para los del pueblo, ciudadano. Son matices muy aplicables al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.

Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer volver la cuestión al que le era más familiar.

-Señor conde -dijo el banquero inclinándose-, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y French.

-¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vuestros criados, es una mala costumbre que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos títulos. Me alegro mucho, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?

-Sí -respondió Danglars-, pero os confieso que no he comprendido bien el significado del mismo.

-¡Bah!

-Y aún había tenido el honor de algunas explicaciones.

-Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.

-Esta carta -repuso Danglars-, la tengo aquí según creo -y registró su bolsillo-; sí, aquí está. Esta carta abre al señor conde de Montecristo un crédito ilimitado contra mi casa.

-¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?

-Nada, caballero, pero la palabra ilimitado...

-¿Qué tiene? ¿No es francesa...?, ya comprendéis que son anglosajones los que la escriben.

-¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo en cuanto a contabilidad.

-¿Acaso la casa de Thomson y French -preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar- no es completamente sólida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera, porque tengo algunos fondos colocados en ella.

-¡Ah...! Completamente sólida -respondió Danglars con una sonrisa burlona-, pero el sentido de la palabra ilimitado, en negocios mercantiles, es tan vago...

-Como ilimitado, ¿no es verdad? -dijo Montecristo.

-Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente.

-Lo cual quiere decir -replicó Montecristo- que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.

-¿Cómo, señor conde?

-Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor Danglars tiene un límite para los suyos, es un hombre prudente, como decía hace poco.

-Nadie ha contado aún mi caja, caballero -dijo orgullosamente el banquero.

-Entonces -dijo Montecristo con frialdad-, parece que seré yo el primero.

-¿Quién os lo ha dicho?

-Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mucho a indecisiones.

Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.

Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silenciosamente el despecho del banquero.

-En fin -dijo Danglars después de una pausa-, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos mismo fijéis la suma que queréis que se os entregue.

-Pero, caballero -replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión-, si he pedido un crédito ilimitado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.

El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una sonrisa orgullosa dijo:

-¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os convenceréis de que el caudal de la casa de Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un millón...

-¿Cómo? -preguntó Montecristo.

-Digo un millón -repitió Danglars con el aplomo que da la insensatez.

-¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? -dijo el conde-. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese necesitado más, no me hubiera hecho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un millón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.

Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre el Tesoro.

Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se levantó estupefacto. Abrió suS ojos, cuyas pupilas se dilataron.

-Vamos, confesadme -dijo Montecristo- que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones. Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles, de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Londres, contra el señor Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos casas.

Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con una minuciosidad impertinente.

-¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes millones -dijo Danglars-. ¡Tres créditos ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo menos de quedarme atónito.

-¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente -dijo Montecristo con mucha diplomacia-; así pues pido permiso para enseñaros mi galería. Todos son antiguos, de los mejores maestros, no soy aficionado a la escuela moderna.

-Enviarme algún dinero, ¿no es verdad?

-Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran defecto: les falta tiempo para ser antiguos.

-Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes.

-¡Pues bien! -replicó Montecristo-, ahora que nos entendemos, porque nos entendemos, ¿no es así?

Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

-¿Y ya no desconfiáis en absoluto? -insistió Montecristo.

-¡Oh!, señor conde -exclamó el banquero-, jamás he desconfiado.

-Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! -repitió el conde-,ahora que nos entendemos, ahora que no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis millones.

-¡Seis millones! -exclamó Danglars sofocado.

-Si necesito más -repuso Montecristo despectivamente-, os pediré más, pero no pienso permanecer más de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho... ; en fin, allá veremos... Para empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.

-El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde -respondió Danglars-; ¿queréis oro, billetes de banco, o plata?

-Oro y billetes por mitad.

Dicho esto, el conde se levantó.

-Debo confesaros una cosa, señor conde -dijo Danglars-; creía tener noticias de todas las mejores fortunas de Europa, y, sin embargo, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era enteramente desconocida, ¿es reciente?

-Al contrario -respondió Montecristo-, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual estaba prohibido tocar, y cuyos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es muy natural vuestra ignorancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.

Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz d'Epinay.

-Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero -continuó Danglars-, vais a desplegar en la capital un lujo que nos va a eclipsar a nosotros, pobres millonarios. No obstante, como me parecéis bastante inteligente, porque cuando entré mirabais mis cuadros.

-Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros. Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.

-Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.

-Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal cliente debe considerarse como de la familia.

Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero. Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.

-¿Está en su cuarto la señora baronesa? -preguntó Danglars.

-Sí, señor barón -respondió el lacayo.

-¿Sola?

-No; está con una visita.

-¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor conde? ¿No guardáis incógnito?

-No, señor barón -dijo sonriendo Montecristo-, de ningún modo.

-¿Y quién está con la señora...? El señor Debray, ¿eh? -preguntó Danglars con un acento bondadoso que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del banquero.

-Sí, señor barón, el señor Debray -respondió el lacayo.

Danglars ordenó que saliera.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

-El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En cuanto a mi mujer, es una señorita de Servières, viuda del coronel marqués de Nargonne.

-No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el señor Luciano Debray.

-¡Bah! -dijo Danglars-. ¿Dónde...?

-En casa del señor de Morcef.

-¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? -dijo Danglars.

-Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.

-¡Ah, sí! -dijo Danglars-. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.

-La señora baronesa espera a estos señores -exclamó el lacayo asomándose a la puerta.

-Paso delante de vos para enseñároslo.

-Y yo os sigo -dijo Montecristo.

El barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su pesada suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; llegó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.

Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo algún amigo.

La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.

Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos durante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la imaginación de Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones.

La baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.

Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán de intimidad.

-Señora baronesa -dijo Danglars-, permitid que os presente al señor conde de Montecristo -dijo Danglars- dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.

Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto interés.

-¿Y habéis llegado, caballero ...? -preguntó la baronesa.

-Ayer por la mañana, señora.

-Y venís, según costumbre, del fin del mundo.

-Solamente de Cádiz, señora.

-¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?

-Yo, señora -dijo el conde-, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.

-¿Os gustan los caballos, señor conde?

-He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.

-¡Ah!, señor conde -dijo la baronesa sonriéndose-, hubierais debido anteponer las mujeres a los caballos.

-Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese instruir en las costumbres francesas.

En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.

La señora Danglars palideció.

-¡Imposible! -dijo.

-Es la pura verdad, señora -respondió la camarera-, podéis creerme con toda seguridad.

La señora Danglars se volvió hacia su marido.

-¿Es cierto, caballero? -le preguntó.

-¿Qué, señora? -preguntó Danglars, visiblemente agitado.

-Lo que me dice mi camarera...

-¿Y qué os dice?

-¿No lo sabéis?

-Lo ignoro completamente.

-¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?

-Señora -dijo Danglars-, escuchadme.

-¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo prometo para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.

-Los caballos eran demasiado vivos, señora -respondió Danglars-, apenas tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.

-¡Eh!, caballero -dijo la baronesa-, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.

-Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de temor.

La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo, dijo:

-En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis montando vuestra casa?

-Sí -dijo el conde.

-Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.

-Os lo agradezco mucho -dijo el conde-, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos.

Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.

Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.

-Figuraos, señora -le dijo en voz baja-, que vinieron a ofrecerme por los caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.

La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.

-¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Debray.

-¿Qué? -preguntó la baronesa.

-Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el carruaje del conde.

-¡Mis caballos tordos! -exclamó la señora Danglars.

Y se lanzó hacia la ventana.

-Es verdad -dijo.

Danglars estaba estupefacto.

-¿Es posible? -dijo Montecristo, fingiendo asombro.

-¡Es increíble! -murmuró el banquero.

La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.

-La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.

-No sé -dijo el conde-, es una sorpresa que me ha dado mi mayordomo y... y que me ha costado treinta mil francos, según creo.

Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.

Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad de él.

-Ya veis -le dijo- cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.

Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.

Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.

-Bueno -dijo Montecristo retirándose-, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero -añadió con aquella sonrisa que le era peculiar-, estoy en París y me queda mucho tiempo..., otro día será...

Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.

Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.

Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño capricho de millonario, rogándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.

Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.

Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.

-Alí -le dijo éste-, varias veces me has hablado de tu habilidad para lanzar el lazo.

Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.

-Bien... Así, pues, ¿podrías detener un toro?

Alí hizo otra señal afirmativa.

-¿Un tigre?

La misma respuesta por parte de Alí.

-¿Un león?

Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, e imitó un rugido.

-¡Bien!, comprendo -dijo Montecristo-, ¿has cazado leones?

Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.

-¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?

Alí se sonrió.

-¡Pues bien!, escucha -dijo el conde-, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.

Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya al conde, que le había seguido con la vista.

Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete. A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro presentaba señales casi imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta importante ocupación.

De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del rayo. Después apareció una carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas, más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.

En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para romper el carruaje que crujía.

Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse. De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a su compañero.

Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hombre seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.

-No temáis nada, señora-dijo-, estáis a salvo.

La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.

-Sí, señora, comprendo -dijo el conde examinando al niño-, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.

-¡Oh, caballero! -exclamó la madre-, ¿no decís eso para tranquilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No contestas a tu madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!

Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos.

Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.

-¿Dónde estoy -exclamó-, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?

-Estáis, señora -respondió Montecristo-, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un pesar.

-¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.

-¡Cómo! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-. ¿Son esos caballos los de la baronesa?

-Sí, señor. ¿La conocéis?

-Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer suplicándole que los aceptase de mi mano.

-¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?

-El mismo -dijo el conde.

-Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.

El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.

-¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! -repuso Eloísa-, porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.

-¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.

-¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.

-Señora -dijo Montecristo-, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su deber es servirme.

-¡Pero ha arriesgado su vida! -exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad impresionó profundamente.

-Yo he salvado la suya, señora -respondió Montecristo-; por consiguiente, me pertenece.

La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.

El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo menos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.

-No toques ahí, amiguito -dijo vivamente el conde de Montecristo-, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar su olor.

La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.

En este momento entró Alí.

La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:

-Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su vida por detener los caballos que nos arrastraban y el carruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos habríamos perdido la vida.

El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.

-Es muy feo -dijo.

El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.

-Mira -dijo en árabe el conde a Alí-, esta señora dice a su hijo que te dé las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.

Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demostró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.

-Caballero -preguntó la señora de Villefort levantándose-, ¿es ésta vuestra morada habitual?

-No, señora -respondió el conde-. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo -dijo al niño, sonriendo-, va a tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a casa de la señora Danglars.

-Pero -dijo la señora de Villefort-, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.

-¡Oh!, vais a ver, señora -dijo Montecristo-, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos corderos.

Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empapada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y estremecerse durante algunos segundos.

Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint-Honoré, donde tenía su domicilio.

Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora Danglars:

Querida Herminia:
Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramente íbamos a ser despedazados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa, e hizo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos después de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán del todo.
¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos caballos.
Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmayó, pero sin lanzar un grito, y tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma de hierro.
Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abrazo de todo corazón.
Eloísa de Villefort.

P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la devolverá.

Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las conversaciones. Alberto se lo contaba a su madre. Chateau-Renaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la aristocracia.

Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Villefort, a fin de tener derecho a renovar su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura.

En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela, que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.

Capítulo Séptimo

Ideología

Si el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense habría apreciado la visita que le hacía el señor de Villefort.

Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del señor de Villefort.

No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que no solamente le admiraban todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuyas ventajas explotaba maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y reemplazar así la neutralidad por la oposición.

En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era cosa admitida en esa sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas ocupaciones, lo que no eran en realidad más que un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: Estímate a ti mismo, y serás estimado de los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los griegos: Conócete a ti mismo, sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.

El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible, porte altanero, mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era el hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después afirmado sobre su pedestal.

Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los años y no se presentaba en él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos que el rey en los suyos. Jamás se le veía en los teatros, en los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador, algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.

Tal era el hombre cuyo carruaje acababa de parar delante de la puerta del conde de Montecristo.

El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a China.

El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en el tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre a quien hemos conocido de sustituto en Marsella. La naturaleza no había alterado en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto flaco; de pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y su lente de oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro. Excepto su corbata blanca, el resto del traje era completamente negro, y este fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada, que pasaba imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un pincel.

Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible curiosidad, devolviéndole su saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y poco crédulo, particularmente en cuanto a las maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban ya al conde de Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de sus acciones, que un príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las Mil y una noches.

-Caballero -dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados en sus períodos oratorios, y del cual no quieren deshacerse en la conversación-, el señalado servicio que hicisteis ayer a mi mujer y a mi hijo me creó el deber de daros las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi agradecimiento.

Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido nada de su arrogancia habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y hombros, lo cual le hacía parecerse, como ya hemos dicho, a la estatua de la Ley.

-Caballero -replicó el conde, a su vez con frialdad glacial-, soy muy feliz por haber podido conservar un hijo a su madre, porque suele decirse que el sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más santo de todos, y esta felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuya ejecución me honra, sin duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero por lisonjero que me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior de haber efectuado una buena obra.

Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció como un soldado que siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso indicó que desde el principio no tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.

Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.

Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:

-¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos sobre todo, que, según aseguran, habéis visto tantos países como hay en este mapa.

-Sí, señor -repuso el conde-; he querido hacer sobre la especie humana lo que vos hacéis sobre excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado que me sería más fácil descender de una vez del todo a la parte, que subir de la parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo desconocido... Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.

Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste tuvo que tomarse la molestia de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado cuando entró Villefort. De este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda vuelta a la ventana, y el codo apoyado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de la conversación, conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars, un giro análogo, si no a la situación, al menos a los personajes.

-¡Ah, caballero! -replicó Villefort después de una pausa, durante la cual, como un atleta que encuentra un rudo adversario, había hecho acopio de fuerzas-. De veras os digo que si como vos, yo no tuviese nada que hacer, buscaría una ocupación menos aburrida.

-Es verdad, caballero -replicó Montecristo-, hay en el hombre caprichos particulares, pero acabáis de decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?

El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan bruscamente asestado por su extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el magistrado no se veía así contradecido, o mejor dicho, ésta era la primera vez que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.

-Caballero -dijo-, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado gran parte de vuestra vida en países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia humana tan expedita en esos países bárbaros.

-¡Oh, ya lo creo! Es el pede claudo antiguo, lo sé, porque de la justicia de todos los países ha sido sobre todo de lo que me he ocupado. He comparado el procedimiento criminal de todas las naciones con la justicia natural, y debo deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he hallado más conforme a las miras de Dios.

-Si se adoptara esa ley -dijo el procurador del rey-, simplificaría mucho nuestros códigos, y entonces sí que, como decíais poco ha, no tendrían que cansarse mucho los magistrados.

-Probablemente con el tiempo se adoptará -dijo Montecristo-. Bien sabéis que las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la perfección.

-Entretanto, caballero -dijo el magistrado-, nuestros códigos existen en sus artículos contradictorios, sacados de costumbres galas, de leyes romanas, de usos francos; ahora, pues, convendréis en que el conocimiento de todas esas leyes no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria para no olvidarlo una vez adquirido.

-Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código francés, lo sé yo, no solamente de ése, sino del de todas las naciones. Las leyes inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares como las francesas, y hacía bien en decir que para lo que yo he hecho tenéis vos poco que hacer, y para lo que yo he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.

-¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? -replicó Villefort asombrado.

Montecristo se sonrió.

-Bien, caballero -dijo-. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de hombre superior, miráis todas las cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es decír, desde el punto de vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.

-Explicaos, caballero -dijo Villefort cada vez más asombrado-. No os comprendo bien.

-Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no veis más que los resortes de la máquina, y no el sublime obrero que la hace andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro alrededor más misiones que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros y de los monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías tomaba al ángel que debía devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que debía aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos revelasen sus misiones celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el uno dijese: «Soy el ángel del Señor», y el otro: «Soy el azote de Dios», para que fuese revelada la esencia divina de entrambos.

-Entonces -dijo Villefort cada vez más absorto y creyendo hablar a un loco-, ¿os consideráis como uno de esos seres extraordinarios que acabáis de citar?

-¿Por qué no? -dijo Montecristo.

-Perdonad, caballero -replicó Villefort estupefacto-, si al presentarme en vuestra casa ignoraba fueseis un hombre cuyos conocimientos y talento sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento habitual de los hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la civilización, que los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al menos según se asegura, no es costumbre, digo, que esos privilegiados de las riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos, buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de los bienes de la tierra.

-¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser admitido, y aun sin haber encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin embargo, de penetración y de seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de la ley, ni el intérprete más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los corazones, una piedra de toque para probar el oro de que está hecha cada alma con mayor o menor aleación?

-Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.

-Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las condiciones generales, sin remontaros a las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles y excepcionales.

-¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres excepcionales e invisibles?

-¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?

-¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?

-Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis, les habláis y os responden.

-¡Ah! -dijo Villefort sonriéndose-, confieso que querría que me avisasen cuando uno de ellos se encuentre en contacto conmigo.

-Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado hace poco, y ahora mismo os lo vuelvo a advertir.

-De modo que vos...

-Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora ningún hombre se ha encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos de los reyes están limitados, por montañas, por ríos, por cambios de costumbres, o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque no soy italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir. Asimilo todas las costumbres, hablo todas las lenguas. ¿Me creéis francés porque hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues bien! Alí, mi negro, me cree árabe; Bertuccio, mi mayordomo, me cree italiano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre por hermano mío, no me paralizan ni me detienen los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os necesitan y los hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: « ¡Tal vez un día tendré que acudir al procurador del rey! »

-¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en Francia, naturalmente tenéis que someteros a las leyes francesas.

-Ya lo sé, caballero -respondió Montecristo-, pero cuando quiero ir a un país, empiezo a estudiar, por medios que me son propios, a todos los hombres de quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y llego a conocerles tanto o mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más apurado que yo.

-Lo cual quiere decir -replicó vacilando Villefort- que siendo débil la naturaleza humana..., todo hombre, según vuestro parecer, ha cometido... faltas.

-Faltas..., o crímenes -respondió sencillamente el conde de Montecristo.

-¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos -repuso Villefort con voz alterada-, y que vos sólo sois perfecto?

-No, perfecto no -respondió el conde-. Pero no hablemos más de ello, caballero, si la conversación os desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra justicia, ni a vos mi doble vista.

-¡No!, ¡no!, caballero -dijo vivamente Villefort, que temía sin duda parecer vencido-. ¡No! Con vuestra brillante y casi sublime conversación, me habéis elevado sobre el nivel ordinario; ya no hablamos familiarmente, estamos disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología social y de filosofía teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás, pero Dios es superior a vos.

-Superior a todos, caballero -respondió Montecristo con un acento tan profundo, que Villefort se estremeció involuntariamente-. Yo tengo mi orgullo para los hombres, serpientes siempre prontas a erguirse contra el que las mira y no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de Dios, que me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.

-Entonces, señor conde, os admiro -repuso Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo, acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con el extranjero, a quien hasta entonces no había llamado más que caballero-. Sí, os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo e impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero; ésa es la ley de las dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?

-Tuve una.

-¿Cuál?

-También yo, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por Satanás una vez a la montaña más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me dijo a mí: Veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le respondí: «Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia, y, sin embargo, nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar.» Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro. «Te engañas -dijo-, la Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada que se le parezca, porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que yo puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia.» Se realizó el trato, tal vez en él perderé mi alma, pero no importa -repuso Montecristo-, ahora mismo lo ratificaría.

Villefort le miraba con asombro.

-Señor conde -dijo-, ¿tenéis parientes?

-No, caballero, estoy solo en el mundo.

-¡Tanto peor!

-¿Por qué? -preguntó Montecristo.

-Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruyese vuestro orgullo. Decís que no teméis más que la muerte.

-No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.

-¿Y la vejez?

-Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo.

-¿Y la locura?

-Poco me ha faltado para dar en ella, pero ya conocéis el axioma non bis in idem, es principio de jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra cuerda.

-Caballero -repuso Villefort-, otra cosa hay que temer más que la muerte, la vejez o la locura. La apoplejía, por ejemplo, ese rayo que os hiere sin destruiros, y después del cual, no obstante, todo se acabó. Vivís, pero no sois el mismo. Vos que como Ariel rayabais en ángel, ya no sois más que una masa inerte que como Calibán, raya en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si queréis, a proseguir esta conversación a mi casa, conde, un día que deseéis encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso de contestaros, y hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al servicio de la organización más poderosa, un hombre que no había visto como vos todos los reinos de la tierra, pero ayudó a derribar uno de los más poderosos. En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo esto fue destruido no en un día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonario, que se reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego de ajedrez del cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal que al rey se le diera mate; el señor Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día siguiente, ese pobre Noirtier, anciano paralítico, a merced del ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su entera descomposición.

-¡Ay!, caballero -dijo Montecristo-, tal espectáculo no es extraño a mis ojos ni a mi pensamiento. Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta, y, como la Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón. Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall, hicieron, en prosa o en verso, la misma descripción que vos, pero sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.

-Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a esta desgracia. Al lado del anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi primer casamiento, y Eduardo, ése a quien habéis salvado la vida.

-¿Y de esa compensación qué resulta? -preguntó Montecristo.

-Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas faltas que se libertan de la justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una persona, le ha castigado solamente a él.

Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un rugido que habría hecho huir a Villefort si hubiese podido oírlo.

-Adiós, caballero -repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba levantado y hablaba en pie-, os dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación que espero os será agradable cuando me conozcáis mejor. Por otra parte, habéis hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.

Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual subió a su carruaje precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.

Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo, dando un profundo suspiro:

-¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a buscar el remedio!

Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:

-Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media hora.

Capítulo Octavo

Haydée

El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.

La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.

Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas necesitan prepararse para las emociones violentas.

La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.

Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.

La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada.

En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses.

Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume.

Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.

Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla.

Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta.

El conde entró en la estancia.

Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:

-¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy tu esclava?

Montecristo se sonrió.

-Haydée-dijo-, bien sabéis...

-¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? -le interrumpió la joven griega-. ¿He cometido alguna falta? Si es así castígame, pero no me hables de esa manera.

-Haydée -replicó el conde-, bien sabes que estamos en Francia, y por consiguiente, que eres libre.

-Libre ¿de qué? -preguntó la joven.

-Libre de abandonarme.

-¿Abandonarte...?, ¿y por qué habría de hacerlo?

-¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.

-Yo no quiero ver a nadie.

-Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que te gustase, no sería yo tan injusto...

-Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más que a mi padre y a ti.

-Pobre Haydée -dijo Montecristo-, es que nunca has hablado más que con tu padre y conmigo.

-¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba su alegría, tú me llamas tu amor, y ambos me llamáis vuestra hija.

-¿Te acuerdas de tu padre, Haydée?

La joven se sonrió.

-Está aquí y aquí -dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.

-Y yo, ¿dónde estoy? -preguntó sonriéndose Montecristo.

-Tú -dijo ella-, tú estás en todas partes.

El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.

-Ahora, Haydée -le dijo-, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes conservar tu traje o dejarlo, según tu capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho te acompañarán a todas partes y estarán a tus órdenes, pero te suplico una cosa.

-Dime.

-Guarda secreto acerca de tu nacimiento, no digas una palabra de tu pasado. No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de tu ilustre padre ni el de tu pobre madre.

-Ya te lo he dicho, señor, no veré a nadie.

-Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto te servirá siempre, ya sigas vivendo aquí o ya te vuelvas a Oriente.

La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:

-O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?

-Sí, hija mía -dijo Montecristo-. Bien sabes que nunca seré yo quien te deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.

-Nunca lo abandonaré yo, señor -dijo Haydée-, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.

-¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.

-Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le amase. Mi padre tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.

-Pero dime: ¿crees tú que te podrás acostumbrar a esta vida?

-¿Te veré?

-Todos los días.

-Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?

-Temo que te aburras.

-No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.

-Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en tu país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que tu juventud no se pierda, porque si me amas como a un padre, yo te amo como a una hija.

-Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como te amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.

El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Haydée imprimió en ella sus labios como de costumbre.

Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió murmurando estos versos de Píndaro: «Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor...»

Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lentamente.

Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.

En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.

La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enormes macetas que contenían hermosísimas flores.

El conde reconoció a Cocles en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector, no tenía más que un ojo, y después de nueve años se había debilitado considerablemente, no reconoció al conde.

Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el pequeño Versalles.

En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diversos colores.

La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la habían comprado con sus dependencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabellones en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta disposición, una pequeña especulación. Se había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construido una tapia entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una casa sumamente agradable por un precio bastante módico.

El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para Julia, que no estudiaba este bello arte.

El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.

El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la puerta el carruaje del conde de Montecristo.

Cocles abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la señora Herbault y el señor Maximiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.

-¡Para el conde de Montecristo! -exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del conde-, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no haber olvidado vuestra promesa.

Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.

-Venid, venid, quiero serviros de introductor -dijo Maximiliano-; un hombre como vos no debe ser anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus dos periódicos, La Presse y Les Débats a seis pasos de ella, porque dondequiera que se ve a la señora Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recíprocamente, como decimos en la escuela politécnica.

El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una bata de seda, y que estaba cortando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.

Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.

Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.

Maximiliano soltó una carcajada.

-No lo incomodes, hermana -dijo-, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París. Pero sabe lo que es una apasionada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.

-¡Ah, caballero -dijo Julia-, traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta... ¡Penelón...! ¡Penelón...!

Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su gorra en la mano. Algunos mechones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tostado al sol del Ecuador y curtido con los vientos de las tempestades.

-Creo que me habéis llamado, señorita Julia -dijo-, aquí me tenéis.

Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.

-Penelón -dijo Julia-, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano conduce a este caballero al salón.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

-¡Me permitiréis que me retire un instante!

Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.

-¡Ah!, mi querido Morrel -dijo Montecristo-, observo con dolor que mi visita causa un trastorno en toda la casa.

-Mirad, mirad -dijo Maximiliano riendo-. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.

-Creo que es una familia dichosa, caballero -dijo el conde, respondiendo a su propio pensamiento.

-¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes, alegres, se aman, y con sus veinticinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas fortunas, se imaginan poseer las riquezas del Perú.

-Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco -dijo Montecristo con una dulzura que conmovió a Maximiliano, como hubiera podido hacerlo la voz de su padre-, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado..., o médico..., o...

-Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nuestro pobre padre. El señor Morrel ha muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble probidad, su inteligencia de primer orden y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer, trabajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en hacer lo que otros comerciantes hubieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de alabanzas tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de pagar las cuentas vencidas.

»-Julia -le dijo-, aquí está el último cartucho de cien francos que Cocles acaba de entregarme y que completa los doscientos cincuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias. ¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de beneficios. Traspasaremos la clientela, si te parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo. Conque, a ver, ¿qué te parece que hagamos?

»-Amigo mío -dijo mi hermana-, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil francos?

»-Esta misma era mi opinión -respondió Manuel-,sin embargo, quería saber la tuya.

»-Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas están hechas. Nuestras letras pagadas, podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el escritorio.

»Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer asegurar el pasaje de los dos buques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.

»-Caballero -dijo Manuel-, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En cuanto a nosotros, ya hemos dejado el negocio.

»-¿Y desde cuándo? -preguntó el cliente asombrado.

»-Desde hace un cuarto de hora.

-Y aquí veis, caballero -continuó diciendo, sonriendo, Maximiliano-, cómo mi hermana y mi cuñado no tienen más que veinticinco mil francos de renta.

Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el corazón del conde se había dilatado cada vez más, cuando apareció Manuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.

El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores contenidas con gran trabajo en un inmenso vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.

Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.

Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.

Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después de los primeros cumplidos.

Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su ensimismamiento, dijo:

-Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, habituados a la paz y a la felicidad que aquí encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de miraros a vos y a vuestro marido.

-Somos muy felices, en efecto, caballero -repuso Julia-, pero hemos sufrido mucho y pocas personas habrán comprado su felicidad tan cara como nosotros.

La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.

-¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día Chateau-Renaud -replicó Maximiliano-; para vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en este pequeño cuadro.

-¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? -inquirió Montecristo.

Julia respondió:

-Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos. Nos envió uno de sus ángeles.

Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.

-Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada -dijo Manuel-, no saben lo que es la felicidad de vivir. Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.

Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.

-Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde -dijo Maximiliano, que le observaba atentamente.

-No, no -respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en tanto con la otra mostraba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una almohadilla de terciopelo negro-. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante.

Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:

-Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.

-En efecto, este diamante es bastante hermoso -repuso el conde de Montecristo.

-¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de quien hablábamos hace poco.

-No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora -replicó el conde de Montecristo inclinándose-; perdonadme, no he querido ser indiscreto.

-¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo expondríamos de tal modo a la vista de todos.

-¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro bienhechor desconocido nos revelase su presencia.

-¡Ah! Ahora voy comprendiendo -dijo Montecristo con voz ahogada.

-Caballero -dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda-, esto ha tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro nombre de la ignominia, de un hombre, gracias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta -y sacando Maximiliano un billete del bolsillo lo presentó al conde-, esta carta fue escrita por él un día en que mi padre había tomado una resolución desesperada, y este diamante fue regalado para su dote a mi hermana por el generoso desconocido.

Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino».

-¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?

-Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este favor -añadió Maximiliano-, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.

-¡Oh! -dijo Julia-, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando, pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo, según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.

-¡Un inglés! -exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia-, ¿un inglés, decís?

-Sí -replicó Maximiliano-, un inglés que se presentó en nuestra casa como comisionado de la casa Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estremecí involuntariamente. Caballero, esto sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?

-Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese prestado ese servicio?

-Sí.

-Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción que él mismo habría olvidado, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?

-Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.

Montecristo preguntó:

-¿Cuál era su nombre?

-Nunca ha dejado otro -respondió Julia, mirando al conde con profunda atención- que el del billete: Simbad el Marino.

-Que no sería su nombre verdadero.

-Es probable -dijo Julia, sin dejar de mirarle.

El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alterado.

-Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?

-¡Oh!, ¿pero le conocéis? -exclamó Julia con los ojos brillantes de alegría.

-No -dijo Montecristo-, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal... lord Wilmore, de una generosidad admirable.

-¿Sin darse a conocer?

-Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.

-¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos-, pues ¿en qué creía ese desgraciado?

-Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí -dijo Montecristo, a quien esta voz que partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra-, pero después de este tiempo, tal vez habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.

-¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? -preguntó Manuel.

-¡Oh!, si le conocéis, caballero -exclamó Julia-, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo, enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el agradecimiento.

Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.

-¡En nombre del cielo, caballero -dijo Maximíliano-, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!

-¡Ay! -dijo el conde conteniendo la emoción de su voz-, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo que no le encontremos nunca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabulosos, conque mucho dudo que vuelva.

-¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! -exclamó Julia con espanto.

Y a la joven se le saltaron las lágrimas.

-Señora -dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por las mejillas de Julia-, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida, porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.

Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.

-Pero ese lord Wilmore -dijo- tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos...?

-¡Oh!, no insistáis -dijo el conde-, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No, lord Wilmore no es probablemente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secretos, y me hubiera contado ése.

-¿Y no os ha dicho nada? -preguntó Julia.

-Nada, en absoluto.

-¿Ni una palabra que os hiciera suponer...?

-Ni una sola palabra.

-Sin embargo, hace poco le nombrasteis.

-¡Ah!, no era más que una suposición.

-Hermana, hermana -dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde-, el señor tiene razón. Acuérdate de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.

-Vuestro padre os decía..., ¿qué os decía, señor Morrel? -repuso vivamente.

-Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido de su tumba para favorecernos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello, pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa parecida a la iluminación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó en convicción, y las últimas palabras que pronunció al morir fueron éstas:

«-¡Maximiliano, era Edmundo Dantés...! »

La palidez del conde, que hacía algunos segundos iba aumentando, fue espantosa cuando oyó estas palabras. Toda su sangre se agolpó a su corazón, no podía hablar, sacó su reloj como si hubiera olvidado la hora, tomó su sombrero, hizo a la señora Herbault una cortesía brusca y embarazada, y estrechando las manos de Manuel y Maximiliano, dijo:

-Señora, concededme el honor y el placer de que venga algunas veces a visitaros. Aprecio mucho vuestra casa, y os estoy sumamente reconocido por vuestro recibimiento, porque es la primera vez que en muchos años me he olvidado de mí mismo.

Y salió apresuradamente.

-Este conde de Montecristo es un hombre singular -dijo Manuel.

-Sí -respondió Maximiliano-, pero yo creo que tiene un corazón excelente, y estoy seguro de que nos ama.

-Y a mí -dijo Julia- me ha llegado su voz al corazón, y dos o tres veces se me ha figurado que no era la primera vez que le veía.

Capítulo Noveno

Píramo y Tisbe

Cerca del barrio de Saint-Honoré, detrás de una hermosa casa notable entre las de este suntuoso barrio, se extiende un vasto jardín, cuyos espesos castaños rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer cuando llega la primavera sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente sobre dos pilastras cuadrangulares, en que encaja una reja de hierro de la época de Luis XIII.

Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios que brotan en los dos jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus flores de púrpura, desde que los propietarios se contrajeron a la posesión del palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín que cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra, perteneciente a la propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la especulación, es decir, una calle en el extremo de esta huerta, con nombre antes de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta huerta para edificar casas en la calle, y facilitar el tránsito en ese magnífico barrio de Saint-Honoré.

Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dispone. La calle bautizada murió en la cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla pagado cabalmente, no pudo encontrar, al venderla, la suma que quería, y esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día u otro, se contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos anuales.

No obstante, ya hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta estaba condenada, y el orín roía sus goznes. Aún hay más: para que los hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del aristocrático jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es verdad que las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada furtiva por entre las junturas, pero esta casa no es tan severa que tema las indiscreciones.

En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y melones, crecen sólo grandes alfalfas, único cultivo que denota que aún hay alguien que se acuerda de este lugar abandonado. Una puertecita baja, abriéndose a la calle proyectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que sus habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de ocho días, en lugar de producir un cincuenta por ciento, como antes, no produce absolutamente nada.

Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo cual no impide que otros árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire. En un ángulo en que el follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete de la casa, situada a cien pasos, y que apenas se distingue a través del espeso ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este asilo misterioso, está justificada a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun durante los días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento de la casa y de la calle, es decir, de los negocios y del bullicio.

En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de piedra un libro, una sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista empezado a bordar, y no lejos de este banco, junto a la reja, en pie, delante de las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una joven, cuyas miradas penetraban en el terreno desierto que ya conocemos.

Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un joven alto, vigoroso, vestido con una blusa azul, una gorrilla de terciopelo, pero cuyos bigotes, barba y cabellos negros cuidadosamente peinados desentonaban de este traje popular, después de una rápida ojeada a su alrededor, para asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se dirigió con pasos precipitados hacia la reja.

Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo miedo y dio dos pasos hacia atrás. Y, sin embargo, ya al través de las hendiduras de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo pertenece a los amantes, había visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el tabique, y aplicando su boca a una abertura, dijo:

-No temáis, Valentina, soy yo.

La joven se acercó.

-¡Oh, caballero! -dijo-. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis que pronto vamos a comer y que me he tenido que valer de mil medios para desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi camarera que me persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este bordado que temo no se acabe en mucho tiempo...? Así que os excuséis de vuestra tardanza, me diréis qué significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y que casi ha sido la causa de que no os reconociera de momento.

-Querida Valentina -dijo el joven-, demasiado conocéis mi amor para que os hable de él, y sin embargo, siempre que os veo tengo necesidad de deciros que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras me acaricie dulcemente el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa de mi tardanza y el motivo de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero que me excusaréis. Me he establecido.

-¿Establecido...? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante dichosos para que habléis de lo que nos concierne con ese tono de broma?

-¡Oh! Dios me libre -dijo el joven- de bromear con lo que decidirá de mi suerte. Pero, fatigado de ser un corredor de campos, y un escalador de paredes, espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra tarde de que vuestro progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor del ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de ver eternamente rondar alrededor de este terreno, donde no hay la menor ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que defender, a un capitán de spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profesión.

-Bueno, ¡qué locura!

-Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al menos nos deja en toda seguridad.

-Veamos, explicaos.

-Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los antiguos inquilinos había concluido, y yo se la alquilé de nuevo. Toda esta alfalfa me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que yo haga construir una cabaña aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo contener mi alegría y mi felicidad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan pagar estas cosas? Es imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad, toda esta dicha, toda esta alegría, por las que yo hubiera dado diez años de mi vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto...? Así, pues, ya lo veis. De aquí en adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo poner una escala apoyada contra mi tapia, y mirar por encima, y sin temor de que venga una patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os amo, mientras no se resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero con una gorra y una blusa.

Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de repente, dijo con tristeza, y como si una nube hubiese velado el rayo de sol que iluminaba su corazón:

-¡Ay!, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos hará tentar a Dios. Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos perderá.

-¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy pruebas de que he subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado confianza en mí? Mi honor, ¿no es así? Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que corríais algún peligro, todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña, de arrepentiros por haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais prometida al señor Franz d'Epinay, que vuestro padre había decidido esta alianza, es decir, que era segura, porque todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien, he permanecido en la sombra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino de los sucesos de la providencia de Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis piedad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho. Gracias por esa dulce palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que me olvide de todo lo demás.

-Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona una vida dulce y desgraciada hasta tal punto que me pregunto a veces qué es lo que vale más para mí, sí el pesar que me causaba antes el rigor de mi madrastra y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que experimento al veros.

-¡De peligros! -exclamó Maximiliano-, ¿sois capaz de decir una palabra tan dura y tan injusta? ¿Habéis visto nunca un esclavo más sumiso que yo? Me habéis permitido algunas veces la palabra, Valentina, pero me habéis prohibido seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta huerta, para hablaros a través de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin veros, ¿os he pedido alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla? ¿He intentado siquiera saltar esta tapia, ridículo obstáculo para mi juventud y mi fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he manifestado en voz alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos pasados. Confesad eso al menos para que no os crea injusta.

-Tenéis razón -dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de los lindos dedos, sobre los cuales aplicó los labios Maximiliano-. Es verdad que sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis obrado sino por vuestro propio interés, mi querido Maximiliano. Bien sabíais que el día en que el esclavo fuese exigente lo perdería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a quien mi padre olvida, a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado, cuya mano no puede estrechar la mía, cuya mirada sola puede hablarme, y cuyo corazón late sin duda por mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace enemiga o víctima de todos los que son más fuertes que yo, y que me da un cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano, soy muy desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!

-Valentina -dijo el joven profundamente conmovido-, no diré que sois el único objeto de mi cariño en el mundo, porque también amo a mi hermana y a mi cuñado, pero es con un amor dulce y tranquilo, que nada se parece al sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho se levanta y no puedo reprimir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este ardor, este poder sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día en que me digáis que los emplee en servicio vuestro. Dicen que el señor Franz d'Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas vicisitudes podrán secundar nuestros proyectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más dulce que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en cara mi egoísmo, ¿qué habéis sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi moderación, ¿qué me habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d'Epinay, vuestro futuro esposo, y suspiráis con la idea de ser suya algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso todo lo que siente vuestra alma? ¿Es posible que cuando yo os dedico mi vida entera, mi alma, el latido más imperceptible de mi corazón, cuando soy todo vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila y no os asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si yo estuviera en vuestro lugar, si yo supiera que era amado con la seguridad que vos tenéis de que os amo, ya hubiera pasado cien veces mi mano por entre esas rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maximiliano, diciéndole: «Sí, vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro.»

Valentina no respondió, pero el joven la oyó suspirar y llorar.

La reacción de Maximiliano fue instantánea.

-¡Valentina! -exclamó-. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha habido algo que pueda ofenderos.

-No -contestó ella-, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una infeliz criatura, abandonada en una casa extraña, porque mi padre es casi un extraño para mí, criatura cuya voluntad ha ido quebrantando día por día, hora por hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que yo sufro, y a nadie, sino a vos lo he confiado. En apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis deseos, todos son afectuosos para mí. En realidad, todo me es hostil. El mundo dice: «El señor de Villefort es demasiado grave y severo para ser muy cariñoso con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en la señora Villefort una segunda madre.» ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi padre me abandona con indiferencia, y mi madrastra me odia con un encarnizamiento tanto más terrible cuanto más lo disimula con su eterna sonrisa.

-¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?

-Por desgracia, amigo mío -dijo Valentina-, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.

-¿Y qué?

-Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de Saint-Merán, que heredaré algún día, creo, ¡Dios me perdone por pensar así!, que está envidiosa. Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.

-¡Pobre Valentina!

-Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobedecer impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.

-Pero, Valentina -repuso Maximiliano-, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?

-Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.

-Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero independiente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país, Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.

-No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.

-No obstante, Valentina -repuso Maximiliano-, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.

-¡Ah!, amigo mío -exclamó Valentina-, ¡ahora sois vos el injusto! Pero decidme...

-¿Qué queréis que os diga? -repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.

-Decidme -continuó la joven-, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?

-Que yo sepa, ninguno -respondió Maximiliano-, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?

-Voy a decíroslo -repuso ésta-, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier, donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que trataba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana anterior me habíais anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz..., pero temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y leí el párrafo.

-¡Querida Valentina!

-Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una ilusión de mi parte. «Morrel -dijo mi padre-, ¡espera un poco!» Frunció las cejas y continuó: «¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?»

-Sí -respondió Danglars-, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.

-Así es, en efecto -dijo Maximiliano-. ¿Y qué respondió vuestro padre?, decid, Valentina.

-¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.

-No importa -dijo Maximiliano sonriendo-, decidlo todo.

-Su emperador -continuó, frunciendo las cejas-, sabía darles el lugar que merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.

-En efecto, es una política un tanto brutal -dijo Maximiliano-, pero no sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: «¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y abogados y los lleva a primera línea de fuego?» Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del procurador del rey?

-¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.

-En efecto -dijo Maximiliano-, es uno de los nombres conocidos del Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que se hicieron en tiempo de la Restauración.

-Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista..., en fin, ¿qué queréis...? Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico con la mirada.

-¿Qué os ocurre, querido papá? -le dije-, ¿estáis contento?

Hízome una señal afirmativa con la cabeza.

-¿De lo que acaba de decir mi papá? -le pregunté.

Díjome por señas que no.

-¿De lo que ha dicho el señor Danglars?

Otra seña negativa.

-¿Será tal vez porque al señor Morrel -no me atreví a decir Maximiliano- lo han nombrado oficial de la Legión de Honor?

Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.

-¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la Legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algunas veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.

-Es muy particular -dijo Maximiliano, reflexionando--, odiarme vuestro padre, al contrario que vuestro abuelo... ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!

-¡Silencio! -exclamó de repente Valentina-. ¡Escondeos, huid, viene gente!

Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.

-Señorita, señorita -gritó una voz detrás de los árboles-, la señora os busca por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!

-¡Una visita! -exclamó Valentina agitada-, ¿y quién ha venido a visitarnos?

-Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo.

-Ya voy -dijo en voz alta Valentina.

Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.

-¡Qué es esto! -dijo Maximiliano apoyándose en actitud de meditación sobre la azada-, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?

En efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.

La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reiterase sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acompañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: «¡Oh! ¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tanto talento... !»

Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de Villefort.

-Mi esposo come hoy en casa del señor canciller -respondió la joven-, acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.

Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.

-A propósito, ¿qué hace tu hermana Valentina? -dijo la señora de Villefort a Eduardo-; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.

-¿Tenéis una hija, señora? -inquirió el conde-, será todavía una niña.

-Es la hija del señor de Villefort -replicó la señora-, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa figura.

-Pero melancólica -interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso guacamayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.

La señora de Villefort se contentó con decir:

-Silencio, Eduardo.

Luego añadió:

-Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa de ello.

-Es que la buscan donde no está.

-¿Dónde la buscan?

-En el cuarto del abuelo Noirtier.

-¿Y tú opinas que no está allí?

-No, no, no, no, no está allí -respondió Eduardo tarareando.

-¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.

-Está debajo del castaño grande -continuó el travieso niño presentando, a pesar de los gritos de su madre, una porción de moscas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.

La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.

La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.

Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul inteso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.

Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del conde.

Este se levantó.

-La señorita de Villefort, mi hijastra -dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.

-Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina -dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.

Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia, lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.

-Pero, señora -dijo el conde reanudando la conversación y mirando alternativamente a la madre y a la hija-, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir confuso, dispensadme por la expresión.

-No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la sociedad, y nosotros salimos muy rara vez -dijo la joven esposa.

-Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde..., esperad... -Y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas.

-No, es en otra parte..., es en... yo no sé... pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de solemnidad religiosa... La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un emparrado... Ayudadme, señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?

-De veras que no -respondió la señora de Villefort-, y sin embargo, me parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente en mi memoria.

-El señor conde nos habrá visto quizás en Italia -dijo tímidamente Valentina.

-En efecto, en Italia..., es muy posible -dijo Montecristo-. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?

-La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.

-¡Ah!, es verdad, señorita -exclamó Montecristo, como si aquella simple indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuerdos-. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de veros.

-Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que habláis -dijo la señora de Villefort-, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido el honor de veros.

-Es muy extraño, ni yo tampoco -dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a Montecristo.

Eduardo dijo:

-Yo sí me acuerdo.

-Voy a ayudaros -dijo el conde-. El día había sido muy caluroso, os hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la solemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo detrás del pájaro.

-Y le cogí, mamá, ¿no te acuerdas? -dijo Eduardo-, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.

-Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con alguien?

-Desde luego -dijo la señora de Villefort poniéndose colorada-, con un hombre envuelto en una gran capa..., con un médico, según creo.

-Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda, curé a mi ayuda de cámara de calentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el concepto de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.

-¡Ah, es verdad! -dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud-, ahora recuerdo.

-Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora -replicó el conde con una tranquilidad perfecta-, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.

-Como vos erais médico -dijo la señora de Villefort- puesto que habíais curado varios enfermos...

-Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado..., ya comprenderéis.

En este momento dieron las seis.

-Son las seis -dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación-, ¿no vais a ver si come ya vuestro abuelo, Valentina?

La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.

-¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? -dijo el conde, así que Valentina hubo salido.

-No lo creáis -repuso vivamente la joven-, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi suegro.

-Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según creo.

-¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios domésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.

-No he dicho yo eso, señora -respondió Montecristo sonriéndose-. He estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.

-Mithridates, rex Ponticus -dijo el niño, cortando de un magnífico álbum unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.

-¡Eduardo, no seas malo! -exclamó la señora de Villefort arrebatando el mutilado libro de las manos de su hijo-. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.

-¡El álbum...! -dijo Eduardo.

-¿Qué quieres decir, el álbum?

-Sí, sí, quiero el álbum...

-¿Por qué has cortado los dibujos?

-Porque me da la gana.

-Vete, ¡vete!

-No, no, no me iré hasta que me des el álbum -dijo el niño acomodándose en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.

-Toma, y déjanos en paz -dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a Eduardo, que salió acompañado de su madre.

El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.

-Veamos si cierra la puerta -murmuró.

Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde no pareció darse cuenta de ello.

Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.

-Permitidme que os haga observar, señora -dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida-, que sois muy severa con ese niño encantador.

-Es necesario, caballero -replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.

-Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.

-¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?

-Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.

-¿Y os salió bien?

-Completamente.

-Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.

-¡De veras! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-, pues yo no lo recuerdo.

-Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.

-Es cierto -dijo Montecristo-, yo he visto a rusos devorar sustancias vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolitano o a un árabe.

-¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa absorción progresiva del veneno?

-Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.

-Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis acostumbrado?

-Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben usar contra vos..., suponed que este veneno sea..., la brucina, por ejemplo...

-Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo -dijo la señora de Villefort.

-Exacto, señora -respondió Montecristo-, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.

-¡Oh!, lo confieso -dijo la señora de Villefort-, soy muy aficionada a las ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.

-¡Pues bien! -repuso Montecristo-, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la persona que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.

-¿No conocéis otro contraveneno?

-No conozco ningún otro.

-Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates -dijo la señora de Villefort pensativa-, y la había tomado por una fábula.

-No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.

-Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.

-Tanto más, señora -respondió Montecristo- cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos. Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.

-¿De veras? -exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.

-¡Oh!, sí, señora -continuó Montecristo-. Los dramas secretos de Oriente se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.

-Pero, caballero -repuso la joven-, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Francia el gobierno, son otros Harum-al-Ratschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para divertirse en sus horas de tedio.

-No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman: «Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido, condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues sabía más que todo esto, debo confesarlo.

-¿Qué queréis, caballero? -dijo riendo la joven-, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.

-Ahora bien -dijo el conde encogiéndose de hombros-, ¿queréis que os diga la causa de todas esas torpezas...? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al punto muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto autoriza a muchas pobres personas a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantástico, podría deciros al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto completamente.»

-Entonces -dijo la señora de Villefort-, ¿habrán encontrado la famosa agua-tofana, que suponían perdida en Perusa?

-¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mudan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como decía un horrible químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, el cual había estudiado toda clase de fenómenos.

-Eso es espantoso, pero admirable -repuso la joven-. Yo creía, lo confieso, que todas estas historias eran invenciones medievales.

-Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para qué queréis que sirva el tiempo, las medallas, las cruces, los premios de Monthyon, si no es para hacer llegar a la sociedad a su más alto grado de perfección? Ahora, pues, el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.

-De suerte que -replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación recayera al objeto que ella deseaba-, los venenos de los Borgias, de los Médicis, de los René, de los Ruggieri, y probablemente más tarde del barón Trenck, de que tanto han abusado el drama moderno y las novelas...

-Eran objetos de arte, señora, nada más que eso -repuso el conde-. ¿Creéis que el verdadero sabio se dirige únicamente al mismo individuo? No. La ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así puede decirse. Ese excelente abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto asombrosos experimentos.

-¿De veras?

-Sí, os citaré uno solo... Poseía un hermoso huerto lleno de legumbres, de flores y de frutos; entre ellos elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga. Por espacio de tres días la regaba con una solución de arsénico, al tercero la lechuga se ponía ya amarillenta, es decir, había llegado el momento de cortarla. Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente para el abate Adelmonte estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa, cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía una colección de conejos, liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y frutas. Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo, por supuesto, se moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va ahora a averiguar la causa de la muerte de un conejo? Nadie. Conque ya tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su cocinera, y arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una gallina, come estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En el momento en que lucha con las convulsiones de la agonía pasa por allí un buitre, que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre el cadáver, lo conduce entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre, que después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de aturdimiento, justamente cuando se hallaba entre una nube, muere allí mismo y cae en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y las lampreas le comen ávidamente, ya sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las carnes.

Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa uña de esas anguilas, uno de esos sollos o de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta generación; entonces vuestro convidado será envenenado a la quinta, y morirá al cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de sus accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:

-El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una fiebre tifoidea.

-Pero -dijo la señora de Villefort- todas esas circunstancias, encadenadas unas a otras, pueden ser destruidas por el menor accidente. Puede muy bien ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien pasos del estanque.

-¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran químico en Oriente es preciso saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen los más difíciles resultados.

La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.

-Pero -dijo- el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le tome, siempre se encuentra en el cuerpo del hombre, si es que se toma una cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.

-¡Bien! -exclamó Montecristo-, eso fue lo que yo dije al abate Adelmonte. Reflexionó un instante y me respondió con un proverbio siciliano que, según creo, es también proverbio francés: «Hijo mío, el mundo no se hizo en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo.»

» Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con arsénico, la regó con una solución de sales, cuya base era de estricnina, Strichnina colubrina, como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga estaba perfectamente sana a la vista. Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba muerto. La gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros hicimos las veces de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían desaparecido todos los síntomas particulares y no quedaban más que los síntomas generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del sistema nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de apoplejía. Es un caso raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.

La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.

-Es una dicha -dijo-, que tales sustancias no puedan ser preparadas más que por químicos, si no la mitad del mundo envenenaría a la otra mitad.

-Por químicos o personas que se ocupan de la química -repuso cándidamente Montecristo.

-Y después de todo -dijo la señora de Villefort-, por bien preparado que esté, el crimen siempre es crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los orientales son más sabios que nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.

-¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma honrada como la vuestra, pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El lado peor del pensamiento humano estará siempre resumido en esta paradoja de Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas cosas, y su inteligencia se agota en pensarlas.

Pocas personas conoceréis que vayan a clavar brutalmente un cuchillo en el corazón de su semejante, o que le administren para hacerle desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de arsénico que decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la sangre se caliente a treinta y seis grados, que el pulso descienda a noventa pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si pasando de palabra al sinónimo, hacéis una sencilla eliminación, en lugar de cometer asesinato innoble, si apartáis pura y sencillamente de vuestro camino al que os incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin el aparato de esos padecimientos que hacen de la víctima un mártir y del que obra un carnicero, en toda la extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo esa horrible instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana que os dice: « ¡No turbes la sociedad... ! » Este es el modo como proceden los orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy poco de las cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.

-Pero queda la conciencia -dijo la señora de Villefort con voz conmovida y un suspiro ahogado.

-Sí -dijo Montecristo-, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual sería uno muy desgraciado. Después de toda acción un poco vigorosa, la conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil disculpas de que sólo nosotros somos jueces, disculpas que, por excelentes que sean para conservar el sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues, Ricardo III, por ejemplo, tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En efecto, podía decir para sí: Estos dos hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vicios de su padre, que yo sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños me molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuya desgracia habrían causado infaliblemente.

Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que quería dar un trono, no a su marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace perdonar muchas cosas. Así, pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su conciencia.

La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas palabras pronunciadas por el conde con aquella ironía sencilla que le era peculiar.

Después de una pausa, dijo:

-¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo bajo un aspecto algún tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan rápidamente le devolvió la vida...

-¡Oh!, no os fiéis de eso, señora -dijo Montecristo-; una gota de aquel elixir bastó para devolver la vida a aquel niño que se moría, pero tres gotas habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmones y le hubieran causado un desmayo muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le hubieran muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de aquellos frascos que tuvo la imprudencia de tocar.

-¿Acaso es algún terrible veneno?

-¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra veneno no existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan a ser remedios saludables por la manera con que son administrados.

-¿Y entonces de qué se trataba?

-Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual me enseñó a usar.

-¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, debe ser un excelente antiespasmódico.

-Magnífico, señora, ya lo visteis -respondió el conde-, y yo hago de él un use bastante frecuente, con toda la prudencia posible, se entiende -añadió riendo.

-Lo creo -replicó la señora de Villefort en el mismo tono- En cuanto a mí, tan nerviosa y tan propensa a desmayarme, necesitaría de un doctor Adelmonte para que me inventase los medios de respirar libremente y me tranquilizase sobre el temor que experimento de morir un día ahogada. Entretanto, como la cosa es difícil de encontrar en Francia, y vuestro abate no estará dispuesto a hacer por mí un viaje a París, me atengo a los antiespasmódicos del señor Blanche, y las gotas de Hoffman desempeñan un gran papel en mi organismo. Mirad, aquí tenéis unas pastillas que preparan para mí expresamente, tienen doble dosis.

Montecristo abrió la caja de concha que le presentaba la joven, y aspiró el olor de las pastillas como experto digno de apreciar aquella preparación.

-Son exquisitas -dijo-, pero es preciso tragarlas, cosa imposible en las personas desmayadas. Prefiero mi específico.

-¡Oh!, yo también lo preferiría, después de los efectos que he visto. Pero sin duda será un secreto, y yo no soy tan indiscreta que os lo vaya a pedir.

-Pero yo, señora -dijo Montecristo levantándose de su asiento-, soy lo suficientemente galante para ofrecéroslo.

-¡Oh!, caballero.

-Acordaos de una cosa, y es que, en pequeñas dosis, es un remedio; en grandes dosis, un veneno. Una gota devuelve la vida, como habéis visto; cinco o seis matarían infaliblemente de una manera tanto más terrible que derramadas en un vaso de vino no cambiarían nada el gusto. Pero me detengo, señora, diríase que os quiero aconsejar.

Acababan de dar las diez y media y anunciaron una amiga de la señora de Villefort que venía a comer con ella.

-Si yo tuviera el honor de veros por tercera o cuarta vez, señor conde, en vez de ser la segunda -dijo la señora de Villefort-, si tuviese el honor de ser vuestra amiga, en lugar de ser sólo vuestra deudora, insistiría en que os quedaseis a comer, y no me dejaría abatir por la primera negativa.

-Mil gracias, señora -respondió Montecristo-, tengo un compromiso al cual no puedo faltar. Prometí llevar al teatro a una princesa griega que aún no ha visto la ópera, y que cuenta conmigo para ir esta noche.

-Os dejo ir, caballero, pero no olvidéis mi receta.

-¿Cómo es posible, señora? Para ello tendría que olvidar la hora de conversación que acabo de tener a vuestro lado, lo cual es enteramente imposible.

Montecristo saludó y salió.

La señora de Villefort se quedó reflexionando.

-¡Qué hombre tan extraño! -dijo-, debiera llamarse también Adelmonte.

Para Montecristo, el resultado fue mejor de lo que él esperaba.

-Veamos -dijo, al tiempo de marcharse-, éste es buen terreno. Estoy convencidísimo de que cualquier clase de grano que en él se siembre, produce inmediatamente su fruto.

Y al otro día, fiel a su promesa, envió a la señora de Villefort la receta que le había prometido.

Capítulo Décimo

Roberto el diablo

El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de París. Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.

Chateau-Renaud ocupaba el palco próximo al suyo.

Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.

Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.

Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado de la oposición no le permitían ir al palco del ministro. La baronesa escribió a Luciano suplicándole que fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.

En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.

Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.

También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido de las puertas y el de las conversaciones.

-¡Cómo! -dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal-. ¡Cómo! ¡La condesa G...!

-¿Quién es esa condesa G...? -preguntó Chateau-Renaud.

-¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G...?

-¡Ah!, es verdad -dijo Chateau-Renaud-, ¿no es esa encantadora veneciana?

-Justamente.

En aquel momento la condesa G... reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.

-¿La conocéis? -dijo Chateau-Renaud.

-Sí -exclamó Alberto-, le fui presentado en Roma por Franz.

-¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?

-Con muchísimo gusto.

-¡Silencio! -gritó el público.

Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la música.

-Estaba en las carreras del Campo de Marte -dijo Chateau-Renaud.

-¿Hoy?

-Sí.

-En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?

-¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.

-¿Y quién ganó?

-Nautilus, yo apostaba por él.

-¿Pero había tres carreras?

-Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.

-¿Qué?

-¡Chist... ! -gritó el público, impacientándose.

-¿Qué... ? -replicó Alberto.

-Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.

-¿Cómo?

-¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño. Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.

-¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?

-No.

-Decís que el caballo llevaba el nombre de...

-Vampa.

-Entonces -dijo Alberto- yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.

-¡Silencio...! -gritó por tercera vez el público.

Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se dirigía a ellos. Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se volvieron hacia el escenario.

En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray tomaron sus asientos.

-¡Ahí!, ¡ahí! -dijo Chateau-Renaud-, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde. ¿Qué diablos miráis a la derecha? Os están buscando.

Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta sus grándes y hermosos ojos negros.

-En verdad, amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la señorita Danglars, es una joven lindísima.

-No lo niego -dijo Alberto-, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más suave, en fin, más femenina.

-¡Qué jóvenes estos! -dijo Chateau-Renaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef cierto aire paternal-, nunca están satisfechos. ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora y no estáis contento!

-Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.

En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que acababa de confesar el joven Morcef.

Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil. Sus cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.

Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza.que acabamos de describir. Como había dicho ChateauRenaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más muscular en su belleza.

Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente, hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada.

Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.

La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.

Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco, había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.

Morcef y Chateau-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto, apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G...

-¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero -dijo ésta presentándole la mano con toda la cordialidad de una antigua amiga-, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.

-Creed, señora -dijo Alberto-, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón Chateau-Renaud, amigo mío, uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las carreras del Campo de Marte.

Chateau-Renaud se inclinó.

-¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? -dijo vivamente la condesa.

-Sí, señora.

-¡Y bien! -repuso la señora G...-. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey Club?

-No, señora -dijo Chateau-Renaud-, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.

-¿Deseáis saberlo..., señora condesa? -preguntó Alberto.

-Con toda mi alma. Figuraos que... ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?

-Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos...

-¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca. ¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi escalera al jockey de casaca color de rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía: «A la condesa G..., lord Ruthwen.»

-Eso es, justamente -dijo Morcef.

-¡Cómo! ¿Qué queréis decir?

-Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.

-¿Quién es lord Ruthwen?

-El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.

-¿De veras? -exclamó la condesa-. ¿Está aquí?

-Sí, señora.

-¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?

-Es mi íntimo amigo, y el señor Chateau-Renaud también tiene el honor de conocerle.

-¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?

-Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.

-¿Y qué?

-¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?

-¡Ah, es cierto!

-¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?

-Sí, sí.

-Llamábase Vampa. Bien veis que era él.

-¿Pero por qué me ha enviado esa copa?

-Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.

-¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?

-¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord Ruthwen...

-¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!

-¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?

-No; lo confieso.

-Entonces...

-¿Conque está en París?

-Sí.

-¿Y qué sensación ha producido?

-¡Oh! -dijo Alberto-, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.

-Amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal. No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club, según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.

-Es posible -dijo Morcef-, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?

-¿Cuál? -preguntó la condesa.

-El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.

-En efecto -dijo Chateau-Renaud-, ¿había en él alguien durante el primer acto?

-¿Dónde?

-En ese palco.

-No -repuso la condesa-, no he visto a nadie. De modo que -continuó, volviendo a la primera conversación-, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?

-Estoy seguro.

-¿Y quien me ha enviado la copa?

-Sin duda alguna.

-Pero yo no le conozco -dijo la condesa-, y tengo ganas de devolvérsela.

-¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.

En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se levantó para volver a su asiento.

-¿Os volveré a ver? -preguntó la condesa.

-En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.

-Señores -dijo la condesa-, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para los amigos.

Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.

Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto hacia ella.

-¡Cómo! -dijo Alberto-. Montecristo y su griega.

En efecto, eran el conde y Haydée.

Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos de la lucerna, aquella cascada de diamantes.

El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante, era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.

Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con su frialdad habitual.

-A fe mía, querido -dijo Debray-, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.

-¿No es increíble -dijo la baronesa- que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no esté mucho mejor instruido?

-Señora -dijo Luciano-, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.

-Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos y cuatro diamantes de cinco mil francos cada uno.

-¡Oh!, los diamantes -dijo Morcef riendo-, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.

-Debe haber encontrado alguna mina -dijo la señora Danglars-. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado sobre la casa del barón?

-No, no lo sabía -respondió Alberto-, pero se comprende muy bien.

-¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis millones?

-Es el sha de Persia que viaja de incógnito.

-Y esa mujer, señor Luciano -dijo Eugenia-, ¿habéis reparado qué hermosa es?

-En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.

Luciano acercó su lente a su ojo derecho.

-Encantadora -dijo.

-¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?

-Señorita -dijo Alberto-, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.

-Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien como nosotros.

-Siento -dijo Morcef- ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos de una guzla que sin duda estaba tocando ella.

-¿Recibe vuestro conde? -preguntó la señora Danglars.

-Y de una manera espléndida, os lo aseguro.

-Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin de que nos lo devuelva.

-¡Cómo! ¿Iríais a su casa? -dijo Debray riendo.

-¿Por qué no? ¡Con mi marido!

-Pero si es soltero el misterioso conde.

-Ya veis que no lo es -dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.

-Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.

-Convenid, mi querido Luciano -dijo la baronesa-, que más bien tiene aire de una princesa.

-De las Mil y una noches.

-De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en ésa no se ve otra cosa.

-Lleva demasiados -dijo Eugenia-; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.

-¡Oh!, la artista -dijo la señora Danglars-, ¡cómo se entusiasma!

-¡Me apasiona todo lo hermoso! -dijo Eugenia.

-Pero ¿qué decís entonces del conde? -dijo Debray-. Me parece también muy buen mozo.

-¿El conde? -dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado-, el conde está demasiado pálido.

-Precisamente en esa palidez -dijo Morcef- está el secreto que buscamos. La condesa G... dice que es un vampiro.

-¿Está de vuelta la condesa G... ? -preguntó la baronesa.

-En ese palco de al lado -dijo Eugenia-, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos cabellos rubios admirables, ella es.

-¡Ah!, sí -repuso la señora Danglars-, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?

-Mandad, señora.

-Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.

-¿Para qué? -dijo Eugenia.

-¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?

-Absolutamente ninguna.

-¡Qué rara eres! -murmuró la baronesa.

-¡Oh! -dijo Morcef-, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.

La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.

-Vamos -dijo Morcef-, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.

-Id a su palco, es lo más sencillo.

-Pero aún no he sido presentado...

-¿A quién?

-A la bella griega.

-Es una esclava, según decís.

-Sí, pero vos decís que es una princesa... No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.

-Es posible, id.

-Ahora mismo.

Morcef saludó y se fue.

Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.

Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que rodeaba al nubio.

-En verdad -dijo Montecristo-, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre Alí, que no sabe qué significa eso. Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.

-Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero, creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de moda.

-¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?

-¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin, ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.

-¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?

-Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?

-¡Ah! ¡Es verdad! -dijo el conde-, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.

-Vendrá esta noche.

-¿Dónde?

-Creo que al palco de la baronesa.

-¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?

-Sí.

-Os doy mis parabienes.

Morcef se sonrió.

-Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente -dijo-. ¿Qué decís de la música?

-¿De qué música?

-¿De qué ha de ser...?, de la que acabamos de oír.

-Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por pájaros sin plumas, como decía Diógenes.

-¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!

-Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído, duermo.

-Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.

-No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo, necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación...

-¡Ah! ¿El famoso hachís?

-Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.

-Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa -dijo Morcef.

-¿En Roma?

-Sí.

-¡Ah!, era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su país.

Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.

En este momento oyóse la campanilla.

-Disculpadme -dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.

-¡Cómo!

-Mil recuerdos de parte mía a la condesa G..., de parte de su vampiro.

-¿Y a la baronesa?

-Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.

El tercer acto empezó.

Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había prometido.

El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.

Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.

En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.

El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después el telón y toda la concurrencia se dispersó.

El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.

Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.

-¡Ah!, venid, señor conde -exclamó-, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que ya os he dado por escrito.

-¡Oh!, señora-dijo el conde-, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.

-Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro que le hicieron correr los mismos caballos.

-Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort este eminente servicio.

-¿Y fue también Alí -dijo el conde de Morcef- quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos romanos?

-No, señor conde -dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general-. No; ahora a quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra encantadora hija.

-¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más que de vos. Eugenia -continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija-, el señor conde de Montecristo.

El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.

-Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde -dijo Eugenia-, ¿es vuestra hija?

-No, señorita -dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso aplomo-, es una pobre griega de la que soy tutor.

-¿Y se llama... ?

-Haydée -respondió Montecristo.

-¡Una griega! -murmuró el conde de Morcef.

-Sí, conde -dijo la señora Danglars-, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de Alí-Tebelin, donde habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.

-¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿habéis servido en Janina, señor conde?

-He sido general instructor de las tropas del bajá -respondió Morcef-, y mi poca fortuna proviene de las liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.

-¡Pues vedla ahí! -insistió la señora Danglars.

-¡Dónde! -balbució Morcef.

-Allí -dijo Montecristo.

Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.

En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la de Morcef, a quien tenía abrazado.

Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante, como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto abrió la puerta.

-¿Cómo? -dijo Eugenia-. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha sentido indispuesta.

-Así es -dijo el conde-, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero -añadió el conde, sacando un pomo del bolsillo-, tengo aquí el remedio.

Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.

Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano.

Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.

-¿Con quién hablabais, señor? -preguntó la griega.

-Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de tu ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna -respondió el conde.

-¡Ah, miserable! -exclamó Haydée-, él fue quien me vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su traición. ¿No sabíais eso?

-Había oído algo de esa historia en Epiro -dijo Montecristo-, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía, ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.

-¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.

Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.

-¡En nada se parece ese hombre a los demás! -dijo la condesa G... a Alberto, que había vuelto a su lado-. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.

Indice-Letras Como Espada

ÍNDICE

Tercera parte: Extrañas coincidencias

Capítulo 1.-
El almuerzo

Capítulo 2.-
La presentación

Capítulo 3.-
El señor Bertuccio

Capítulo 4.-
La casa de Auteuil

Capítulo 5.-
La vendetta

Capítulo 6.-
La lluvia de sangre

Capítulo 7.-
Ideología

Capítulo 8.-
Haydée

Capítulo 9.-
Píramo y Tisbe

Capítulo 10.-
Roberto el diablo

Pie-Letras Como Espada
  • siguenos en facebook
  • siguenos en Twitter
  • siguenos en Google+
  • sígueme en Instagram
  • Canal de youtube
  • Sígueme en Pinterest