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El Conde de Montecristo

Quinta Parte

Alejandro Dumas

Quinta parte: La mano de Dios

Capítulo Primero

La acusación

El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.

-¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! -dijo el señor de Villefort.

-Decid más bien el crimen -respondió el doctor.

-¡Señor d'Avrigny! -gritó Villefort-, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.

-Sí, lo creo -respondió d'Avrigny con calma-, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que pongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.

Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y murmuró:

-En mi casa -murmuró-, en mi casa.

-Vamos, magistrado -dijo d'Avrigny-, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio de una inmolación completa.

-¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?

-Ya lo he dicho.

-¿Sospecháis, pues, que alguien...?

-No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis ojos...

-¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor...

-Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano, manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civilización complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o florecía aún aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.

Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:

-Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.

-¡Doctor! ¡Desdichado doctor! -exclamó Villefort-. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funestas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen...

-¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?

-Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.

-¡Oh, hombre! -murmuró d'Avrigny-, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siempre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de Saint-Merán, el señor Noirtier...

-¿Cómo el señor Noirtier?

-Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier era el que debía morir.

-Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?

-Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de Saint-Merán: porque su cuerpo está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis insignificante para él, es mortal para cualquier otro. En fin, porque nadie sabe, ni aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un veneno sumamente activo.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Villefort.

-Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de Saint-Merán.

-¡Oh! ¡Doctor!

-Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con lo que yo he visto.

Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.

-Mata al señor de Saínt-Merán -repitió el doctor-, asesina también a la señora de Saint-Merán. El fruto debe ser una herencia doble.

Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.

-Escuchad atentamente.

-¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.

-El señor Noirtier -siguió con su tono despiadado- había intentado, antes de ahora, perjudicaros tanto a vos como a vuestra familia, dejando sus bienes a los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no bien ha destruido su principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un tercero, se le Mere. Su testamento es de anteayer, creo; veis que no han perdido el tiempo.

-¡Oh, piedad, señor d'Avrigny!

-Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la vida y baje hasta las tenebrosas regiones de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el médico debe decir: ¡Vedle ahí!

-¡Gracia para mi hija! -dijo el señor de Villefort.

-¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!

-¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a mí mismo. Valentina, un corazón tan puro, una azucena en la inocencia...

-No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto, la señorita de Villefort ha empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de Saint-Merán, y él ha muerto. La señorita de Villefort preparó las tisanas que se administraron a la señora de Saint-Merán, y ella murió. Recibió de las manos de Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este anciano ha escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor procurador del rey, cumplid con vuestro deber, yo os denuncio a la señorita de Villefort.

-Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, compadeceos de mi vida, de mi honor.

-Hay circunstancias, señor de Villefort -respondió el médico-, en que yo traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese prepararse para cometer el segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento, entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort, he aquí un veneno que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla ya acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si solamente hubiese asesinado a dos personas.

Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me habláis de vuestro honor, y yo os digo que la inmortalidad os espera.

Villefort cayó de rodillas.

-Escuchad -dijo-, no tengo esa fuerza de ánimo que manifestáis y que quizá no tendríais si se tratara de vuestra hija Magdalena.

El médico palideció.

-Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y morir. Sufriré y esperaré la muerte.

-Cuidado -dijo d'Avrigny-, quizá sería lenta esa muerte..., la veríais acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro padre, a vuestra mujer, a vuestro hijo.

Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.

-Escuchadme -le dijo-, compadecedme y socorredme... Presentaos ante un tribunal... No, mi hija no es culpable, os diría siempre... No es culpable, no hay crimen en mi familia... No quiero..., ¿lo oís...?, no quiero que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor...? ¡No; vos sois médico...! Pues bien, os aseguro que no seré yo el que entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho...! ¡Y si os engañaseis, doctor, si otro que mi hija...! Si un día me presentase pálido como un espectro a deciros... ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija...! Si esto sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os mataría.

-Bien -dijo el doctor, tras un silencio-, esperaré.

Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.

-Sólo que -continuó d'Avrigny, con voz lenta y solemne-, si cualquiera de vuestra familia cae malo, si os sentís vos mismo atacado, no me llaméis, porque no vendré. Quiero compartir con vos este secreto terrible, pero no quiero la vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.

-¡Es decir, que me abandonáis, doctor!

-Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso. Llegará el momento en que alguna otra revelación terrible ponga fin a ese espantoso secreto. Adiós.

-Doctor, os ruego...

-Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.

-Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una situación espantosa que habéis aumentado con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la muerte de este antiguo criado?

-Es verdad -dijo el doctor-, acompañadme.

Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados, impacientes, se hallaban en los corredores y escalera por donde debía pasar el doctor.

-Señor -dijo d'Avrigny a Villefort, hablando recio, para que todos lo oyesen-, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria hace algunos años, después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con su amo por las cuatro partes de Europa, y el servicio monótono, junto a un sillón, ha concluido con su existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía fulminante y me avisaron muy tarde. ¡Ah! -añadió-, tened cuidado de echar al sumidero el vaso de violetas.

Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las lágrimas y lamentos de todas las personas de la casa.

Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina, hablaron detenidamente, resolvieron presentarse a la señora de Villefort y pedirle permiso para abandonar su servicio. Nada les detuvo, ni aumento de salario, ni nada, nada; a todo respondían:

-Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.

Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a conocer con todo el sentimiento el dolor que les causaba dejar a tan buenos amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan bienhechora y tan dulce.

A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa extraña!, en medio de la emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una sonrisa fría y siniestra, que pasó por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren entre dos nubes en una atmósfera tempestuosa.

La misma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars con la vergüenza y la cólera que dejan adivinar la negativa del banquero, el signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y lustroso, bigotes retorcidos y guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero, calle de Chaussée d'Antin.

A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirarse con Danglars al hueco de una ventana, y allí, después de un preámbulo sumamente diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el viaje que emprendió su noble padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del banquero, que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes que la efímera satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido la felicidad de leerla en los ojos de la señorita de Danglars. Escuchábale éste con la mayor atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta declaración, y al oírla se dilataron sus órbitas, que habían estado cubiertas y sombrías mientras escuchaba a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas observaciones al joven antes de acoger su proposición.

-Señor Cavalcanti -le dijo-, sois muy joven para pensar en casaros.

-¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes señores se casan generalmente muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.

-Y bien, señor -replicó Danglars-, admitiendo que vuestras proposiciones, que me honran ciertamente, gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija, ¿con quién trataríamos la cuestión de intereses? Me parece es una cuestión importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la dicha de sus hijos.

-Señor -respondió-, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia y moderación. Ha previsto el caso probable de que desease establecerme en Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que aseguran mi identidad, una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de mi matrimonio. Lo que vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suyas.

-Yo -dijo Danglars- he tenido siempre intención de dar a mi hija quinientos mil francos de dote. Además, es mi única heredera.

-Ya veis, pues -dijo Cavalcanti-, que todo está arreglado. Suponiendo que mi petición no sea desechada por la señora baronesa de Danglars, ni por la señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil libras de renta. Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la renta me dé el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos haréis producir estos dos o tres millones, y dos o tres millones en manos hábiles pueden dar el diez por ciento.

-Nunca tomo capitales más que al cuatro -dijo el banquero-, y algunas veces al tres y medio, pero a mi yerno lo haré al cinco y partiremos los beneficios.

-Perfectamente, querido suegro -dijo Cavalcanti, sin poder ocultar las maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban, a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de pronto sobre sí, dijo-: Perdonad, señor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?

-Pero -dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación, tan distinta en su principio, había tomado ya el cariz de un asunto de intereses-, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.

-¿Cuál? -preguntó el joven.

-La que procede de vuestra madre.

-Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.

-¿Y a cuánto podrá ascender?

-Por vida mía -dijo Andrés-, os aseguro que nunca me he ocupado en averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.

Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.

-Y bien, señor -dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero-, puedo esperar...

-Señor Andrés -respondió éste-, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.

-¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! -dijo Andrés.

-¡Pero...! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?

Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.

-Vengo de su casa -respondió-, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuando creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo demás, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.

-¡Ah!, ¡ah!, está bien.

-Ahora -repuso Andrés con una sonrisa encantadora- he concluido de hablar al suegro y me dirijo al banquero.

-¿Qué queréis de él? Veamos -dijo a su vez sonriendo Danglars.

-Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el mes que va a empezar me traerá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis, firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?

-Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré -dijo Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré-; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil francos.

-A las diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.

-Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?

-Sí.

Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.

-Señor -le dijo-, aquel hombre ha venido.

-¿Qué hombre? -preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.

-Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.

-¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los doscientos francos que dejé para él?

-Sí, excelencia -respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento-. Pero -continuó el portero- no ha querido tomarlos.

Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.

-¿Cómo? -dijo-, ¿no ha querido recibirlos?

Su voz estaba alterada.

-No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.

-Veamos -dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:

Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.

Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste estaba intacto.

-Muy bien -dijo-, pobrecito. Es un buen hombre.

Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al viejo criado.

-Desengancha y sube -dijo Andrés a su jockey.

El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.

-Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?

-Tengo esa honra.

Debes tener una librea nueva que te trajeron ayer.

-Sí, señor.

-Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase. Tráeme tu librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.

Pedro obedeció.

Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.

-¿A quién buscáis, lindo joven? -le preguntó la frutera de enfrente.

-Al señor Pailletin, señora -respondió Andrés.

-¿Un antiguo panadero? -preguntó la frutera.

-Eso es.

-Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.

Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.

-¡Ah!, eres puntual -dijo, y descorrió el cerrojo.

-¡Vive Dios! -dijo Andrés al entrar.

Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.

-Vaya, vaya -dijo Caderousse-, no te enfades, chico. He pensado en ti, te he preparado un buen desayuno, todo aquello que más te gusta.

Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Componíase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada y el clavo. Veíase en la habitaci6n inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacradas y porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de frutas colocada con maestría en un plato de porcelana.

-¿Qué te parece, chico? -dijo Caderousse-. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis salsas, no las despreciarás.

Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.

-Bien, bien -dijo Andrés con muy malhumor-. Si me has incomodado solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.

-Pero, muchacho -dijo con gravedad Caderousse-, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no te gusta pasar un rato con tu amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.

Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado hasta sus ojos.

-¡Calla, hipócrita! -le dijo Andrés-. ¿Tú me amas?

-Sí, te amo. Lléveme el diablo, es una debilidad -dijo Caderousse-, lo sé, pero no puedo remediarlo.

-Pero ese cariño no te ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.

-Vamos, vamos -dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su delantal-, si no te amase, ¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes puesto el vestido de tu criado, cosa que yo no tengo, y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que podría hacerlo, ¿verdad? -y una significativa mirada terminó la frase.

-Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?

-Para verte, muchacho.

-Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro trato?

-¡Eh!, querido amigo -dijo Caderousse-, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empecemos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda del Príncipe.

-Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que te contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.

Caderousse dio un suspiro.

-Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado tu sueño.

-Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.

-Rentas tienes tú, voto a tal.

-¿Yo?

-Sí. ¿Acaso no te traigo tus doscientos francos?

Caderousse se encogió de hombros.

-Es humillante -dijo-, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que tu prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del... regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de Danglars.

-¿Qué es eso de Danglars?

-Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería convidarme a la boda, porque asistió a la mía... ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde de Morcef... Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.

-Vaya, vaya, los celos te hacen ver visiones, Caderousse.

-Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me ponga también los trapitos de cristianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.

Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.

-Compadre -dijo Caderousse-, creo que haces buenas migas con tu antiguo cocinero.

-Ya lo creo -dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que nada el apetito.

-¿Y te gusta eso, buena pieza?

-Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede quejarse de la vida.

-Ello es debido -dijo Caderousse- a que una sola idea amarga todos mis goces.

-¿Y qué idea es ésa?

-La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he ganado la vida por mí mismo.

-¡Bah, no te preocupes! -dijo Andrés-, tengo bastante para dos, no te apures.

-No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo remordimientos.

-¡Buen Caderousse!

-Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscientos francos.

-Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente los remordimientos?

-No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.

Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.

-Mira, es tan mezquino -continuó- tener que estar siempre esperando los fines de mes.

-¡Bah! -dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero-. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.

-Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no te faltaba tu hucha, que tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse, ya sabes.

-Ya vuelves a divagar -dijo Andrés-, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?

-¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.

-Sí.

-Quería decir que si yo estuviera en tu lugar...

-¿Qué harías?

-Realizaría...

-¡Cómo!, realizarías...

-Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándome el dinero del semestre.

-¡Vaya! ¡Vaya! -dijo Andrés-. ¡Tal vez no está tan mal pensado!

-Querido amigo -dijo Caderousse-, come de mi cocina y sigue mis consejos, y no te irá mal física ni moralmente.

-¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre, o un año, y te retiras a Bruselas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comerciante arruinado en el ejercicio de sus funciones.

-¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?

-¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no te acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de hambre.

-El apetito viene comiendo -dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan, añadió-: Tengo un plan.

Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.

-Veamos ese plan -dijo-. ¡Debe ser magnífico!

-¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del señor Chose, ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí...! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.

-No lo niego -contestó Andrés-. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos tu plan.

-Veamos -prosiguió Caderousse-, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince mil francos...? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.

-No -respondió secamente Andrés-, no puedo.

-Creo que no me has comprendido -respondió Caderousse fríamente-. Te he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.

-¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo...?

-¡Oh!, a mí me importa poco -dijo Caderousse-; tengo una condición sumamente original. Jamás me fastidian mis antiguos camaradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.

Esta vez Andrés palideció.

-Vaya, Caderousse, no digas tonterías.

-¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!

-Pues bien, lo intentaré -dijo Andrés.

-Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.

-Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú abusas...

-¡Bah! -dijo éste-, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.

Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:

-Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.

-¡Querido protector! -repuso Caderousse-. Ello es que te da todos los meses...

-Cinco mil francos -respondió Andrés.

-Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con tanto dinero?

-En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú, tener un capital.

-Un capital..., sí..., comprendo..., todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.

-Pues yo tendré uno.

-Y quién te lo dará, ¿tu príncipe?

-Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.

-¿Esperar qué? -preguntó Caderousse.

-Su muerte.

-¿La muerte de tu príncipe?

-Sí.

-¿Cómo es eso?

-Porque soy heredero testamentario.

-¿De veras?

-Palabra de honor.

-¿Y cuánto te deja?

-Quinientos mil francos.

-Solamente eso. Gracias por la friolera.

-Es como te digo.

-Eso es imposible.

-Caderousse, ¿eres mi amigo?

-Ya lo sabes, hasta la muerte.

-Pues bien. Voy a confiarte un secreto.

-Di.

-Pero escucha.

-Mudo como una estatua.

-Pues bien, creo... -y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.

-¿Crees...? No tengas miedo. Estamos solos.

-Creo que he encontrado a mi padre.

-¿A tu verdadero padre?

-¿No a Cavalcanti?

-No, puesto que éste se ha marchado.

-¿Y tu padre es...?

-Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.

-¡Bah!

-Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.

-¿Cincuenta mil francos por confesar que era tu padre? Yo lo hubiera hecho por la mitad del precio, por veinte mil, por quince mil. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?

-¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.

-¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento...

-Me deja quinientos mil francos.

-¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?

-Quizá.

-Y en ese codicilo...

-Me reconoce.

-¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! -dijo Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.

-He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.

-No, y tu confianza te honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, tu padre, es rico, riquísimo?

-Creo que él mismo no sabe lo que tiene.

-¿Es posible?

-Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como la servilleta. Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.

Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.

-¿Y tú vas a esa casa? -dijo con sencillez.

-Cuando quiero.

Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento profundo.

-Desearía ver todo eso -dijo-. ¡Cuán hermoso debe ser!

-Desde luego -respondió Cavalcanti-. Es magnífico.

-¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?

-Número 30.

-¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿número 30?

-Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.

-Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en ella! ¿Eh?

-¿Has visto las Tullerías?

-No.

-Pues aún son más hermosos.

-Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la deje caer.

-¡Qué! No es necesario esperar ese momento -dijo Andrés-. El dinero rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.

-Escucha. Deberías llevarme un día contigo.

-¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?

-Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.

-No hagas una barbaridad, Caderousse.

-Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.

-Están todas alfombradas.

-¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.

-Es lo mejor que puedes hacer, créeme.

-Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.

-¿Y cómo?

-Es facilísimo. ¿Es grande?

-Ni grande ni pequeño.

-Pero ¿cómo está distribuido?

-Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.

-Ahí lo tienes -dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y pluma-. Toma, trázame el plano.

Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:

-La casa, como te he dicho, tiene la entrada por el jardín -y la dibujó.

-¿Paredes altas?

-No, ocho o diez pies a lo más.

-No es prudente -dijo Caderousse.

-A la entrada, varios naranjos y flores.

-¿Y no hay trampas para los lobos?

-No.

-¿Las cuadras?

-A los dos lados de la verja que ahí ves -y Andrés continuó dibujando su plano.

-Veamos el piso bajo -dijo Caderousse.

-Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.

-¿Y ventanas?

-Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a través del espacio correspondiente a un vidrio.

-¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?

-Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de noche.

-¿Y los criados duermen cerca?

-Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados con campanillas que corresponden al principal.

-¡Ah! ¿Con campanillas?

-¿Qué decías?

-Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.

-Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero le han llevado a Auteuil, a la casa que tú conoces.

-¿Sí?

-Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda abandonada.

-Y bien, me preguntó, ¿y qué?

-Pues que el mejor día os roban.

-¿Y qué te contestó?

-¿Qué me contestó?

-Sí.

-Bien, ¿qué me importa que me robes?

-Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?

-¿Cómo?

-Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una últimamente en la exposición.

-Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.

-¿Y no le roban?

-No, todos sus criados son fieles.

-Mucho dinero debe tener en ese secreter.

-Tendrá quizá... Es imposible saber lo que tiene.

-¿Y dónde está?

-En el primer piso.

-Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.

-Es fácil -y Andrés tomó de nuevo la pluma.

-Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.

-¿Y tiene ventana ese gabinete?

-Dos, aquí y aquí -y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el plano formando ángulo y como una prolongación del dormitorio.

Caderousse estaba pensativo.

-¿Va con frecuencia a Auteuil? -preguntó.

-Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.

-¿Estás seguro?

-Me ha invitado a comer.

-¡Qué vida! -dijo Caderousse-. Cama en París y casa en el campo.

-Son las ventajas de ser rico.

-¿Irás a comer?

-Probablemente.

-¿Cuando vas, pasas allá la noche?

-Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.

Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.

-¿Cuándo quieres tus quinientos francos? -preguntó a Caderousse.

-Si los tienes, ahora mismo.

Andrés sacó veinticinco luises.

-Amarillo -dijo Caderousse-, no, no, gracias.

-¡Y bien! ¿Los desprecias?

-Te lo agradezco, pero no lo quiero.

-Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.

-Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y me echarán el guante, y luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos puede tenerla cualquiera.

-Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.

-Pues bien. Déjaselos a tu portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.

-¿Hoy mismo?

-No, mañana; hoy no tendré tiempo.

-Está bien, mañana te los dejaré, antes de salir para Auteuil.

-¿Puedo contar con ellos?

-Con toda seguridad.

-Es que voy a tomar en seguida una criada.

-Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?

-No temas.

Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.

-¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la herencia.

-Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape...

-¡Qué!

-¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.

-Ya se ve, como tienes tan buena memoria...

-¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.

-¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.

-¿Cuál?

-Que te dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?

-¿Por qué dices eso?

-¿Por qué? ¿Pues no te pones una librea, te disfrazas de lacayo y te dejas en el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?

-Caramba..., acertaste el precio..., ¿por qué no te dedicas a joyero?

-Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.

-Y puedes vanagloriarte de ello -dijo Andrés, que sin incomodarse, como temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.

Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la piedra brillaban bastante.

-Este diamante es falso -dijo Caderousse.

-¿Te burlas? -respondió Andrés.

-No te incomodes, ahora lo veremos.

Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los vidrios, éstos crujieron al momento.

Laus Deo, es verdad -dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique-, me equivoqué, pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.

-Conque -dijo Andrés-. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en pedir.

-No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi ambición.

-Pero ten cuidado que al vender el diamante no te suceda lo que temías que te sucediera por las monedas de oro.

-No lo venderé. No temas.

-Hoy o mañana, a más tardar -dijo el joven para sí.

-Tunantuelo afortunado -añadió Caderousse-, ¿ahora vas a buscar tus lacayos, tus caballos, tu carruaje y tu novia?

-Sí -dijo Andrés.

-Mira, espero que el día que te cases con la hija de mi amigo Danglars me harás un buen regalo.

-Ya te he dicho que se te ha puesto esa tontería en la cabeza...

-¿Qué dote tiene?

-Ya te digo...

-¿Un millón?

Andrés se encogió de hombros.

-Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como yo te deseo.

-Gracias.

-Lo digo de corazón -añadió Caderousse riendo fuertemente-. Espera, te acompañaré.

-No te molestes.

-Es preciso.

-¿Por qué?

-¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de precaución, que me ha parecido conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse. Cuando seas capitalista, te haré otra igual.

-Gracias -dijo Andrés-. Te lo avisaré con ocho días de anticipación.

Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a Andrés bajar todos los pisos y atravesar el patio. Entonces entró precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un concienzudo arquitecto el plano que había trazado Andrés.

-Me parece -dijo- que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes su herencia y que no será mal amigo suyo el que le anticipe el día de entrar en posesión de sus quinientos mil francos...

Capítulo Segundo

La fractura

Al día siguiente, el conde de Montecristo marchó efectivamente a Auteuil con Alí, con muchos criados y con los caballos que quería probar. La llegada de Bertuccio, que volvía de Normandía, con noticias de la casa y de la corbeta, determinó este viaje, en el que el conde no pensaba la víspera.

La casa estaba dispuesta y la corbeta hacía ocho días que se hallaba al ancla en una rada pequeña después de haber cumplido con las formalidades exigidas, y pronta a darse de nuevo a la vela. El conde alabó el celo de Bertuccio. Le dijo que se preparase a partir pronto, pues su permanencia en Francia podría durar un mes.

-Ahora -le dijo- puede que me sea necesario ir en una noche desde París a Treport; quiero ocho relevos de caballos en el camino, para poder recorrer las cincuenta millas en diez horas.

-Vuestra excelencia me había manifestado ya este deseo -respondió Bertuccio-, y los caballos están prontos, los he comprado yo mismo, y los he colocado en los sitios más cómodos, es decir, en pueblecitos retirados, donde generalmente no pasa nadie.

-Está bien -dijo Montecristo-, quédate aquí un día o dos.

Cuando Bertuccio iba a salir para dar las órdenes correspondientes a consecuencia de la conversación que había tenido con su amo, Bautista abrió la puerta y se presentó con una carta en la mano.

-¿Qué traéis? -le preguntó el conde, al verle llegar cubierto de polvo-. No os he llamado, según creo.

Bautista, sin responder, se acercó al conde y le entregó la carta.

-Importante y urgente -dijo.

El conde la abrió y leyó lo siguiente:

«Señor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se introducirá furtivamente un hombre en su casa de los Campos Elíseos para sustraer varios documentos que cree están encerrados en el secreter que se halla en el gabinete de vestir. Se sabe que el señor de Montecristo tiene bastante corazón para no recurrir a la intervención de la policía, lo que podría comprometer grandemente a la persona que le da este aviso. El señor conde puede tomar sus precauciones, esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su propia mano. Precauciones ostensibles o un aumento de criados, alejarían ciertamente al malhechor, y harían perder al señor de Montecristo la ocasión de conocer un enemigo que la casualidad ha hecho descubrir a la persona que le da este aviso, el cual ya no tendría ocasión de renovar, en el caso de que, saliendo con éxito el malhechor de esta primera tentativa, intentase otra.»

El primer impulso del conde fue creer que se trataba de un burdo lazo tendido por los ladrones, que señalaban un mediano peligro para exponerle a otro mucho mayor. Lo primero que pensó fue enviar la carta a un comisario de policía, a pesar de la recomendación, y quizás a causa de ella misma, cuando de repente se le presentó la idea de que podría ser un enemigo particular a quien sólo él conociese, y en este caso nadie más que él podía sacar partido de esto, como había hecho Fieschi con el moro que quiso asesinarle.

Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades no lo abatían y la vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo.

-No quieren robarme mis papeles -pensó Montecristo-, quieren matarme. No son ladrones, son asesinos. No quiero que el prefecto de policía se mezcle en mis asuntos particulares. Soy bastante rico para poder excusarme de ser gravoso en esto a su presupuesto.

El conde llamó a Bautista, que había salido después de entregarle la carta.

-Ahora mismo vais a París, y haréis venir a todos mis criados, les necesito en Auteuil.

-¿Y no queda ninguno en la casa, señor conde? -preguntó Bautista.

-Sí, el portero.

-Reflexionad, señor conde, que hay mucha distancia desde la portería a la casa.

-¡Y bien!

-Que podrían robarlo todo sin que el portero oyese el menor ruido.

-¿Y quién?

-¿Quién? Los ladrones.

-Sois un tonto, señor Bautista. Si me robasen cuanto hay en casa me importaría menos que si me faltase lo más mínimo en mi servicio tal cual lo quiero.

Bautista hizo un profundo saludo.

-¿Me habéis comprendido? Que todos vuestros compañeros vengan con vos. Lo dejaréis todo como de costumbre y únicamente tendréis cuidado de cerrar las ventanas del piso bajo.

-¿Y las del primero?

-Sabéis que nunca se cierran; ahora podéis marchar.

El conde advirtió que comería solo, y que no quería le sirviera la comida otro criado más que Alí.

Comió con la tranquilidad acostumbrada y cuando terminó, hizo seña a Alí de que le siguiese. Salió por una puerta pequeña que daba al bosque de Bolonia y como si fuese a dar un paseo, tomó sencillamente el camino de París. Al anochecer se hallaba frente a su casa de los Campos Elíseos.

Todo se hallaba sumido en la oscuridad, salvo el cuarto del portero, donde se veía el débil reflejo de una vela.

Montecristo se arrimó a un árbol, y con aquella mirada penetrante que todo lo descubría, examinó los árboles, las entradas y aun las calles próximas, hasta que se convenció de que no había nadie emboscado.

Se dirigió en seguida a la puerta secreta, entró apresuradamente con Alí, subió por la escalera excusada, cuya llave tenía, entró en su dormitorio sin descorrer ni una cortina, y sin que el portero pudiera pensar que había alguien en la casa que él creía vacía en aquel momento.

Llegados al dormitorio, el conde hizo señas a Alí de que se detuviese. Pasó en seguida al gabinete, que examinó con cuidado, todo estaba como de costumbre. El secreter en su sitio y la llave puesta. Dio dos vueltas a ésta. Volvió al dormitorio, quitó las anillas dobles del cerrojo, y entró de nuevo.

Entretanto, Alí ponía sobre la mesa las armas que el conde le había pedido, una carabina corta y un par de pistolas de dos cañones, seguras como pistolas de tiro. Armado de este modo, el conde tenía en sus manos la vida de cinco hombres.

Serían las nueve poco más o menos, cuando el conde y Alí tomaron un poco de pan y un vaso de vino generoso. Aquél levantó una puerta secreta, que le permitía ver lo que pasaba en ambas habitaciones; había traido sus armas, y Alí, en pie junto a él, tenía en la mano un hacha de abordaje, arábiga, como las que usaban los turcos en tiempos de las Cruzadas. Por la ventana de enfrente, que estaba en el dormitorio, el conde podía ver lo que sucedía en la calle.

Así transcurrieron dos horas. La oscuridad era completa, y con todo, Alí, gracias a su naturaleza casi salvaje, y el conde a una cualidad adquirida, distinguían en medio de aquella oscuridad tan profunda las menores oscilaciones de los árboles del jardín. Hacía ya mucho tiempo que no se percibía luz en el cuarto del portero.

Era de presumir que si se efectuaba el ataque proyectado sería por la escalera, y no por una de las ventanas. Según las ideas de Montecristo, los malhechores querían su vida y no su dinero. Pensaba, pues, que se dirigirían al dormitorio, por la escalera o por la ventana del despacho.

Las once y tres cuartos sonaron en un reloj de los Inválidos. Un viento húmedo del Oeste trajo el sonido de los tres golpes. Al concluir el tercero, el conde creyó oír un ruido casi imperceptible hacia el despacho. A este ligero rumor siguieron otros dos. Otro después, y ya el conde estaba seguro de lo que era, cuando una mano firme y ejercitada se había ocupado en cortar los cuatro lados de uno de los cristales con un diamante.

Montecristo sintió latir con más violencia su corazón. Por acostumbrados que estén los hombres al peligro, y por prevenidos que se hallen, conocen, sin embargo, en el momento supremo la diferencia que existe entre el sueño y la realidad, entre el proyecto y la ejecución.

El conde hizo una seña a Alí. Este comprendió que el peligro estaba por la parte del despacho, y dio un paso para acercarse a su amo. Este deseaba con impaciencia saber cuántos eran sus enemigos.

La ventana en que éstos trabajaban se hallaba situada frente al sitio desde donde el conde observaba el despacho. Sus ojos se fijaron, pues en ella. Vio dibujarse una sombra en la oscuridad. En seguida, uno de los cristales se oscureció, como si sobre él hubiesen puesto un papel. Crujió, pero sin caer al suelo. Un brazo pasó por la abertura buscando el pestillo y un minuto después se abrió la ventana, entrando por ella un hombre. Estaba solo.

-He aquí un pillo muy atrevido -pensó Montecristo.

Entonces sintió que Alí le tocaba suavemente en el hombro. Se volvió, y éste le indicó la ventana de enfrente, que daba a la calle.

Montecristo dio tres pasos hacia la ventana, conocía la fina sensibilidad de su servidor, y efectivamente, vio otro hombre que se separaba de una puerta, subía sobre un poste y procuraba ver lo que sucedía en el interior de la casa.

-Bien -dijo-, son dos. El uno trabaja y el otro le guarda las espaldas.

Hizo una señal a Alí para que no perdiese de vista al hombre de la calle, mientras él volvía al del despacho. El ladrón había entrado y procuraba reconocer el terreno, extendiendo hacia adelante sus brazos. Finalmente, después de orientarse, corrió los cerrojos de las dos puertas que había en el despacho. Al acercarse a la del dormitorio, Montecristo creyó que iba a entrar, y preparó una de sus pistolas, pero pronto se convenció de lo contrario por el ruido de los cerrojos. Era una medida de precaución únicamente. El visitante nocturno, que ignoraba que el conde había quitado los aros, podía creerse en toda seguridad y obrar tranquilamente.

El hombre sacó de su bolsillo un objeto que el conde no pudo distinguir. Lo puso sobre la mesa y se dirigió en seguida al secreter. Palpó el lugar de la cerradura y se convenció de que estaba cerrada. Pero venía prevenido. Pronto oyó el conde el ruido que produce un hierro contra otro, y que provenía de un manojo de ganzúas con las que los cerrajeros suelen abrir las puertas, y a las que los ladrones han dado el nombre de ruiseñores, sin duda por el placer que les causa el chirrido producido por ellas.

-¡Ah, ah! -díjose a sí mismo Montecristo-, no es más que un ladrón.

Pero el hombre, que en la oscuridad no podía encontrar el instrumento que necesitaba, recurrió al objeto que había puesto sobre la mesa. Tocó un resorte y en seguida una luz pálida, pero bastante viva, iluminó la habitación.

-¡Cómo...! -dijo Montecristo retrocediendo con un movimiento de sorpresa-. Es...

Alí levantó el hacha.

-No te muevas -le dijo Montecristo muy bajo-, deja el hacha, no tenemos necesidad de armas.

Añadió algunas otras palabras, bajando más la voz, porque, aun cuando imperceptible, bastó la exclamación que le arrancara su sorpresa para hacer que el hombre se quedara inmóvil como una estatua.

El conde debió dar alguna orden a Alí, porque éste se retiró de puntillas, descolgó de la pared de la alcoba un vestido negro y un sombrero triangular. Entretanto, Montecristo se quitó la levita, la corbata y dobló el cuello de su camisa. En seguida se le vio con una sotana, y sus cabellos ocultos por una peluca tonsurada, el sombrero triangular le acabó de disfrazar completamente, cambiándole en un abate.

El hombre, que no había vuelto a oír nada, se había levantado, y mientras el conde concluía su metamorfosis, se había acercado al secreter, haciendo esfuerzos por abrirlo con la ganzúa.

-Trabaja, que para rato tienes -dijo el conde para sí, pues la cerradura no era de las comunes, y el ladrón no conocía el secreto. Dirigióse a la ventana.

El hombre que había visto subido en el poste había vuelto a bajar y se paseaba inquieto por la calle. Cosa extraña, en lugar de observar si venía alguien bien por la entrada de los Campos Elíseos, bien por el arrabal de Saint-Honoré, parecía que solamente se ocupaba de lo que pasaba en casa del conde. Montecristo llevó la mano a la frente y una sonrisa se escapó de sus labios entreabiertos, y acercándose a Alí le dijo:

-Quédate aquí, oculto en la oscuridad, y oigas lo que oigas no salgas, si no te llamo por tu nombre.

Alí hizo con la cabeza señal de que había comprendido y que obedecería.

Montecristo sacó entonces de un armario una vela encendida, y en el momento en que el ladrón estaba más atareado con la cerradura, abrió la puerta sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tenía en la mano diese toda de lleno en la cara del ladrón. La puerta se había abierto tan sigilosamente, que éste no se dio cuenta, y con admiración suya vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvióse de repente.

-Buenas noches, querido señor Caderousse -dijo Montecristo-, ¿qué venís a buscar aquí a esta hora?

-¡El abate Busoni... ! -gritó Caderousse.

Y no sabiendo cómo aquella extraña aparición se había efectuado, pues él había cerrado las puertas, dejó caer de la mano las ganzúas y permaneció inmóvil, como herido por un rayo.

El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al ladrón aterrado su única retirada.

-¡El abate Busoni! -exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde sus espantados ojos.

-¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni -respondió Montecristo-, el mismo en persona, y tengo un placer en que me hayáis reconocido, mi querido señor Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco, hace diez años que no nos vemos.

Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse de un terror espantoso.

-¡El abate! ¡El abate! -murmuró, con los dedos crispados y dando diente con diente.

-¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? -continuó el fingido abate.

-Señor abate -decía Caderousse, procurando acercarse a la ventana que le interceptaba el conde-, os ruego que creáis..., os juro...

-Un cristal cortado -dijo el conde-, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está...

Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agujero por donde escapar.

-Vaya, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.

-Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui yo, sino Carconte, así se reconoció por los jueces, y por eso me condenaron solamente a galeras.

-Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.

-No, señor abate, hubo uno que me libertó.

-Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.

-¡Ah!, yo había prometido...

-¿Sois un evadido de presidio? -interrumpió Montecristo.

-¡Desdichado de mí! Sí, señor -dijo Caderousse inquieto.

-Mala broma... Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève. Tanto peor, tanto peor, diabolo, como dicen en mi país.

-Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.

-Todos los criminales dicen lo mismo.

-La necesidad...

-Dejadme -dijo desdeñosamente Busoni-. La necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el joyero Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que os di y le asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la necesidad?

-Perdón, señor abate -dijo Caderousse-, ya me habéis salvado la vida una vez; salvádmela otra.

-Esto me anima.

-¿Estáis solo, señor abate -preguntó Caderousse-, o tenéis cerca a los gendarmes para prenderme?

-Estoy solo -dijo el abate-, y todavía me compadecería de vos y os dejaría ir, a pesar de las nuevas desgracias que puede producir mi debilidad, si me dijeseis la verdad.

-¡Ah, señor abate! -exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un paso hacia el conde-, puedo llamaros mi salvador.

-¿Decís que os libertaron de presidio?

-Sí, a fe de Caderousse, señor abate.

-¿Y quién fue?

-Un inglés.

-¿Cuál era su nombre?

-Lord Wilmore.

-Lo conozco y sabré si decís la verdad.

-Señor abate, la he dicho.

-¿Este inglés es, pues, vuestro protector?

-No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.

-¿Cómo se llama ese corso?

-Benedetto.

-¿Ese será su nombre de pila?

-No tenía otro, era un expósito.

-¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?

-Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?

-Sí.

-Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una...

-¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! -dijo el abate.

-¡Cómo! -dijo Caderousse-, no se puede trabajar, no somos perros.

-Más valen los perros -dijo Montecristo.

-Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, limamos nuestras cadenas con una lima que nos dio el inglés, y escapamos nadando.

-¿Y qué ha sido de Benedetto?

-No lo sé.

-Debes saberlo.

-No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hyéres.

Y como para dar mayor peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia el abate, que permaneció inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.

-Mientes -dijo Busoni con terrible acento.

-Señor abate...

-¡Mientes! Ese hombre es aún tu amigo, y quizá te sirvas de el como de un cómplice.

-¡Oh, señor abate...!

_¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.

-Como he podido.

-¡Mientes! -dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.

Caderousse miró al conde aterrado.

-Has vivido -prosiguió éste- con el dinero que aquel hombre te ha dado.

-Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran señor.

-¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?

-Hijo natural.

-¿Y quién es ese gran señor?

-El conde de Montecristo, en cuya casa estamos.

-¿Benedetto, hijo del conde? -respondió Montecristo sorprendido a su vez.

-Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le da cuatro mil francos todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo el falso abate, que empezaba a comprender-. ¿Y cómo se llama ahora ese joven?

-Se llama Cavalcanti.

-¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo en su casa y va a unirse en matrimonio con la señorita Danglars?

-Exacto.

-¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?

-¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer fortuna? -dijo Caderousse.

-Es justo; a mí me toca advertírselo.

-No hagáis eso, señor abate.

-¿Por qué?

-Porque nos haríais perder nuestra suerte.

-¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vosotros me haría cómplice de sus engaños y sus crímenes?

-Señor abate... -dijo Caderousse, aproximándose todavía más.

-Lo diré todo.

-¿A quién?

-Al señor Danglars.

-¡Trueno de Dios! -exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un cuchillo y dando en medio del pecho del conde-. ¡Nada dirás, abate!

Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en lugar de penetrar en el pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una cota de malla.

Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino por la muñeca y le torció el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y el puñal cayó al suelo. Caderousse profirió un agudo grito arrancado por el dolor, pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido, hasta que se lo dislocó. Cayó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El conde puso el pie sobre la cabeza y dijo:

-No sé lo que me detiene, y por qué no te salto los sesos.

-¡Ay!, perdón, perdón -gritó Caderousse.

El conde retiró el pie y dijo:

-¡Levántate!

Caderousse se levantó.

-¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! -dijo Caderousse tocando su lastimado brazo-, ¡qué puños!

-¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He obrado en nombre de Dios. ¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este momento es servir aún los designios de Dios!

-¡Uf! -hizo Caderousse, con el brazo dolorido.

-Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.

-No sé escribir, señor abate.

-Mientes. Toma esa pluma y escribe.

Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y escribió:

«Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido de vuestra hija, es un antiguo forzado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el número 59 y yo el 58. Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque nunca ha conocido a sus padres.»

-Ahora firma -continuó el conde.

-¿Pero es que queréis perderme?

-¡Majadero! Si quisiera perderte te llevaría al primer cuerpo de guardia y además es probable que cuando se entregue el billete ya nada tengas que temer. Firma, pues.

Caderousse firmó.

-El sobre. Al señor barón Danglars, banquero, calle de la Chaussée d'Antin.

Caderousse escribió el sobre, y el abate tomó la carta.

-Está bien -dijo-. Ahora vete.

-Por dónde.

-Por donde has venido.

-¿Queréis que salte por la ventana?

-Por ella entraste.

-¿Meditáis alguna cosa contra mí, señor abate?

-Imbécil, ¿qué quieres que medite?

-¿Por qué no me abrís la puerta?

-¿Y para qué despertar al portero?

-Decidme que no queréis matarme.

-Quiero lo que Dios quiere.

-Pero juradme que no me heriréis mientras bajo.

-Eres infame y cobarde.

-¿Qué queréis hacer de mí?

-Eso mismo es lo que yo te pregunto: Quise hacer de ti un hombre honrado y dichoso, y sólo he hecho un asesino.

-Señor abate -dijo Caderousse-, haced la última prueba.

-Sea -dijo el conde-, sabes que soy hombre de palabra.

-Sí -dijo Caderousse.

-Si vuelves a tu casa sano y salvo...

-¿A quién tengo yo que temer, si no es a vos?

-Si vuelves a tu casa sano y salvo, márchate de París, márchate de Francia, y en cualquier parte adonde fueses, si te conduces con honradez, te haré pasar una pensión para que puedas vivir, porque si llegas a tu casa sano y salvo...

-¡Y bien! -preguntó Caderousse estremeciéndose.

-Creeré que Dios te ha perdonado y te perdonaré también.

-Como soy cristiano -balbuceó Caderousse retrocediendo-, que me hacéis morir de miedo.

-Anda, vete -dijo el conde señalándole la ventana.

Caderousse, no muy tranquilo, a pesar de las promesas del conde, subió a la ventana, y puso el pie en la escala. Detúvose temblando.

-Ahora baja -dijo el abate cruzándose de brazos.

Caderousse comprendió que nada había que temer, y bajó. El conde acercó la luz de modo que podía distinguirse desde los Campos Elíseos al hombre que bajaba por la ventana y al que le alumbraba.

-¡Qué hacéis, señor abate! ¿Y si pasase una patrulla?

-Apago la vela.

Caderousse continuó bajando, pero hasta que sintió la tierra bajo sus pies no se creyó completamente seguro.

Montecristo volvió a su dormitorio, y echando una rápida mirada al jardín y a la calle, vio primero a Caderousse, que después de haber bajado daba la vuelta por el jardín y plantaba su escala a la extremidad del muro para salir por distinta parte de la que entró. Entonces observó la presencia de un hombre que parecía esperar a alguien y corrió paralelamente la calle, viniendo a colocarse en el ángulo mismo por el que Caderousse iba a bajar.

Este subió lentamente la escala, y llegado a los últimos tramos asomó la cabeza por encima del muro para cerciorarse de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie, ni se percibía el menor ruido.

La una en el reloj de los Inválidos. Caderousse colocóse a horcajadas sobre el muro, pasó la escala al otro lado y se preparó para bajar, o mejor diremos, para dejarse resbalar por las cuerdas laterales de la escala, maniobra que ejecutó con una destreza que demostraba su costumbre en tales ejercicios. Pero una vez lanzado, le era imposible detenerse. En vano vio acercarse a un hombre, cuando estaba a la mitad de la bajada; en vano vio levantar su brazo en el momento en que sus pies tocaban el suelo. Antes de que hubiese podido defenderse, aquel brazo le descargó tan fuerte puñalada en la espalda, que abandonó la escala gritando:

-¡Socorro!

Diole una segunda puñalada en el costado y cayó al suelo gritando:

-¡Al asesino!

Revolcábase en tierra, y cogiéndole su asesino por los cabellos le asestó un tercer golpe en el pecho. Quiso gritar y su esfuerzo produjo solamente un gemido sordo, saliendo por sus tres heridas un torrente de sangre.

Viendo el asesino que no gritaba, cogióle de nuevo por los cabellos, levantóle la cabeza, tenía los ojos cerrados y la boca torcida. Creyóle muerto, dejó caer la cabeza y desapareció.

Caderousse le sintió alejarse, levantóse inmediatamente, se apoyó sobre el codo y con voz moribunda y haciendo el último esfuerzo, gritó:

-¡Al asesino! ¡Me muero! ¡Socorredme! ¡Señor abate, socorredme!

La lúgubre voz atravesó las sombras de la noche, llegando hasta el conde. Abrióse la puerta de la escalera secreta, en seguida la pequeña del jardín, y Alí y su amo corrieron trayendo luces al sitio donde se hallaba el herido.

Caderousse continuaba gritando con triste voz:

-Señor abate, ¡socorredme!, ¡socorredme!

-¿Qué ocurre? -preguntó Montecristo.

-Socorredme -repetía Caderousse-, me han asesinado.

-Aquí estamos, ¡valor!

-¡Ah! ¡No hay remedio! Habéis llegado muy tarde, solamente para verme morir. ¡Qué heridas! ¡Qué de sangre!

Y se desmayó.

Alí y su amo cogieron en brazos al herido, y lo trasladaron a una habitación. Montecristo hizo seña a Ali de que le desnudase y reconoció las tres terribles heridas que le habían infligido.

-¡Dios mío! -dijo- Vuestra venganza se retrasa algunas veces, pero entonces parece que baja del cielo más completa.

Alí miró a su amo como preguntándole lo que debía hacer.

-Ve a buscar al procurador del rey, señor de Villefort, que vive en el arrabal de Saint-Honoré, y ruégale de mi parte venga al instante. De paso despertarás al portero y le dirás que vaya inmediatamente a buscar un facultativo.

Alí obedeció y dejó al abate a solas con Caderousse, que continuaba desmayado. Cuando abrió los ojos, el conde, sentado a corta distancia, le miraba con una tierna expresión de piedad, y según el movimiento de sus labios, parecía rezar algunas oraciones.

-Un cirujano, señor abate, un cirujano -dijo Caderousse.

-Ya han ido a buscar uno.

-Bien sé que es inútil, las heridas son mortales, pero podrá prolongar mi existencia y darme tiempo para declarar.

-¿Sobre qué?

-Sobre mi asesino.

-Entonces, ¿lo conocéis?

-¡Sí que le conozco!, sí. Es Benedetto.

-¿El joven corso?

-El mismo.

-¿Vuestro compañero?

-Sí; después de haberme dado el plano de la casa del conde, creyendo sin duda que yo le mataría, y así sería más pronto su heredero, o que el conde me mataría, y así se libraría más pronto de mí, me ha esperado en la calle y me ha asesinado.

-He enviado también a buscar al procurador del rey.

-Llegarán demasiado tarde. Siento que toda mi sangre se pierde.

-Esperad -dijo Montecristo.

Salió y entró a los cinco minutos con un frasco.

Los ojos del moribundo permanecían fijos en aquella puerta por la que adivinaba que debía llegarle algún socorro.

-Pronto, señor abate, ¡pronto!, voy a desmayarme de nuevo.

Montecristo se acercó. Vertió tres o cuatro gotas del licor entre los labios amoratados del herido. Este dio un suspiro.

-¡Ah! -dijo- Me habéis dado la vida, aún... aún...

-Dos gotas más de este licor os matarían -respondió el abate.

-¡Oh!, que venga, pues, cualquiera a quien yo pueda denunciar a ese miserable.

-¿Queréis que escriba vuestra declaración y vos la firmaréis?

-Sí, sí -dijo Caderousse, cuyos ojos brillaron con la esperanza de una venganza póstuma. Y Montecristo escribió:

«Muero asesinado por el corso Benedetto, mi compañero de cadena en Tolón con el número 59.»

-Daos prisa -dijo Caderousse-; si no, no podré firmar.

Montecristo presentó una pluma a Caderousse, el cual firmó, y se dejó caer de nuevo sobre la cama, diciendo:

-Contaréis lo demás, señor abate; diréis que se hace llamar Cavalcanti, que vive en la fonda del Príncipe, y que... ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Me muero...!

Caderousse volvió a desmayarse. El abate le hizo aspirar el espíritu del licor contenido en el frasco, y el herido abrió los ojos.

Sus deseos de venganza no le habían abandonado durante su desmayo.

-¡Ah! Lo diréis todo. ¿Verdad, señor abate?

-Todo, sí, y otras muchas cosas.

-¿Qué diréis?

-Diré que seguramente os dio el plano de esta casa con la esperanza de que el conde os mataría. Que previno al conde por medio de una carta, que hallándose ausente la recibí yo, y que he velado esperándoos.

-Y le guillotinarán, ¿no es verdad? -dijo Caderousse-, le guillotinarán, ¿me lo prometéis? Muero con esa esperanza, y ella me ayuda a morir.

-Diré -continuó el conde- que llegó detrás de vos, que os esperó, y que cuando os vio salir corrió a la esquina del muro, desde el sitio en que se había ocultado.

-¿Habéis visto todo eso?

-Recordad mis palabras: «Si entras en tu casa sano y salvo, creeré que Dios te ha perdonado, y te perdonaré.»

-¡Y no me habéis advertido! -exclamó Caderousse procurando incorporarse sobre el codo-. ¿Sabíais que iban a asesinarme al salir de aquí y no me habéis advertido?

-No; porque en la mano de Benedetto veía el brazo de Dios, y hubiera creído cometer un sacrilegio oponiéndome a las intenciones de la Providencia.

-La justicia de Dios..., no me habléis de ella, señor abate. Si existiese la justicia de Dios, muchos hay que merecen ser castigados, y no lo son.

-¡Paciencia! -dijo el abate con un tono que hizo estremecer al herido-, ¡paciencia!

Caderousse le miró espantado.

-Además, Dios es misericordioso para con todos -dijo el abate-, como lo ha sido contigo. Es padre antes de ser juez.

-¡Ah! -dijo Caderousse-. ¿Creéis en Dios?

-Si hubiese tenido la desgracia de no creer en El hasta el presente -dijo Montecristo-, creería ahora, al verte a ti.

Caderousse levantó los puños cerrados, amenazando al Cielo.

-Escucha -dijo el abate, extendiendo la mano sobre el herido como para comunicarle su fe-. He aquí lo que ha hecho por ti ese Dios que rehúsas reconocer en tus últimos momentos. Te había dado salud, fuerzas y ocupación, amigos, y en fin, la vida se lo presentaba tal cual puede desearla el hombre cuya conciencia está tranquila. En lugar de aprovechar estos dones que el Señor rara vez concede con toda su plenitud, he aquí lo que has hecho. Te has entregado a la pereza, a la borrachera y has vendido a uno de tus mejores amigos.

-¡Auxilio! -gritó Caderousse-. No necesito un sacerdote, sino un cirujano. Puede que no esté herido de muerte, que no vaya a morir aún, y pueda salvarme.

-Tus heridas son mortales y de tal naturaleza, que sin las tres gotas de licor que te he dado hace un momento ya habrías expirado. Escucha, pues.

-¡Ah! -murmuró Caderousse-, pues sois buen sacerdote; desesperáis a los moribundos en vez de consolarlos.

-Óyeme bien -continuó el abate-. Cuando vendiste a tu amigo, empezó Dios, no por castigarte, sino por advertirte. Caíste en la miseria y tuviste hambre, pasaste la mitad de tu vida codiciando lo que hubieras podido adquirir, y ya pensabas en el crimen, dándote a ti mismo la disculpa de la necesidad, cuando Dios obró un milagro, cuando Dios te envió por mi mano, cuando más miserable estabas, una fortuna inmensa para ti, que nada habías poseído. Pero esta fortuna inesperada e inaudita te parece insuficiente desde el momento en que empiezas a poseerla. Quieres doblarla. ¿Y por qué medio? Por el del asesinato. La doblas, pero Dios te la arranca, conduciéndote ante la justicia humana.

-No soy yo -dijo Caderousse- quien quiso asesinar al judío, fue la Carconte.

-Sí -dijo Montecristo-; Dios, siempre misericordioso, permitió que los jueces se apiadasen de ti y no te quitasen la vida.

-Para enviarme a presidio por toda la vida. ¡Vaya una gracia...!

-¡Por tal la tuviste, miserable! Tu corazón cobarde, que temblaba ante la muerte, saltó de alegría cuando supiste que estabas condenado a perpetua afrenta, porque dijiste, como todos los presidiarios: El presidio tiene puertas, pero la tumba no. Y tenías razón, porque las puertas del presidio se abrieron para ti de un modo inesperado. Un inglés llega a Tolón, había hecho voto de librar a dos hombres de la ignominia. Tú y tu compañero fuisteis los elegidos. Otra fortuna cae como llovida del cielo para ti. Encuentras dinero y tranquilidad al mismo tiempo. Puedes empezar a vivir otra vez como los demás hombres, cuando estabas condenado a arrastrar la penosa existencia de los presidiarios. Pero por tercera vez, miserable, te pones a tentar a Dios. No tengo bastante -dijiste-, cuando nunca habías poseído tanto, y cometes otro crimen sin motivo, y que no tiene disculpa. Dios se ha cansado. Dios te ha castigado.

Caderousse se iba debilitando por momentos.

-¡Quiero beber! -dijo-, tengo sed..., me abraso.

Montecristo le dio un vaso de agua.

-¡Infame Benedetto! -dijo Caderousse devolviendo el vaso-. ¿Y él escapará?

-Nadie escapará, Caderousse. Yo te lo prometo. También Benedetto será castigado.

-Entonces -dijo Caderousse- también vos seréis castigado. Porque no habéis cumplido con los deberes que vuestro ministerio os impone..., debíais haber impedido que Benedetto me asesinase.

-¡Yo! -dijo el conde con una sonrisa que heló de espanto al moribundo-. ¿Cómo querías que impidiese que Benedetto te matara, cuando acababas de romper tu puñal contra la cota de malla que resguardaba mi pecho? Quizá lo hubiera evitado si te hubiese encontrado humilde y arrepentido. Pero te encontré orgulloso y sanguinario, y dejé que se cumpliese la voluntad de Dios.

-¡No creo en Dios! -aulló Caderousse-, y tú tampoco crees en El... ¡Mientes, mientes!

-Calla -dijo el abate-, porque obligas a salir de tu cuerpo las últimas gotas de sangre que te quedan. ¡Ah!, no crees en Dios, y mueres herido por Dios. ¡Ah!, no crees en Dios, y Dios, que sólo exige una súplica, una palabra, una lágrima para perdonar... Dios, que podía dirigir el puñal del asesino de modo que expirases en el acto..., te concedió un cuarto de hora para arrepentirte... ¡Vuelve en ti, desventurado, y arrepiéntete!

-No -dijo Caderousse-, no me arrepiento; no hay Dios, no hay Providencia, no hay más que casualidad.

-Hay una Providencia, hay un Dios -dijo Montecristo-, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado, desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de tu corazón.

-Pues entonces, ¿quién sois vos? -preguntó Caderousse clavando sus moribundos ojos en el conde.

-¡Mírame bien! -dijo Montecristo cogiendo la bujía y acercándosela a la cara.

-El abate..., el abate Busoni...

Montecristo se quitó la peluca que le desfiguraba y dejó caer los hermosos cabellos que enmarcaban su pálido rostro.

-¡Oh! -exclamó Caderousse aterrado-, si no fuese por esos cabellos negros, diría que sois el inglés, diría que sois lord Wilmore.

-No soy ni el abate Busoni, ni lord Wilmore -dijo Montecristo-. Mírame con mayor atención, mira más lejos, mira en tus primeros recuerdos.

Tenían estas palabras del conde tal majestuosa entonación, que por última vez reanimaron los apagados sentidos de Caderousse.

-¡Oh!, en efecto -dijo-, me parece que os he visto, que os he conocido en otro tiempo.

-Sí, Caderousse, sí; me has visto. Sí; me has conocido.

-Entonces, ¿quién sois?, y si me habéis visto, si me habéis conocido, ¿por qué me dejáis morir?

-Porque nada puede salvarte, Caderousse. Porque tus heridas son mortales. Si hubiera sido posible salvarte, yo habría visto en ello otra misericordia del Señor, y por la tumba de mi padre te juro que hubiera tratado de volverte a la vida y al arrepentimiento.

-¡Por la tumba de tu padre! -dijo Caderousse reanimado sobrenaturalmente e incorporándose para ver más de cerca al que acababa de proferir ese juramento sagrado para todos los hombres-. ¡Ah! ¿Y quién eres? ¿Quién eres?

-Soy... -le dijo al oído-, soy...

Y sus labios, apenas entreabiertos, emitieron una palabra pronunciada tan quedo, que parecía que el mismo conde temía oírla.

Caderousse, que se había incorporado, extendió los brazos, hizo un esfuerzo para retroceder, y luego juntando las manos y levantándose, haciendo un esfuerzo supremo, dijo:

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, perdonadme si existís, y sois el padre de los hombres en el cielo y su juez en la tierra. ¡Dios mío, Señor, por largo tiempo os he conocido! ¡Perdonadme, Señor! ¡Recibid mi alma!

Y cerrando los ojos, Caderousse cayó de espaldas, exhalando el último suspiro.

La sangre se heló en la abertura de sus heridas. Había muerto.

Uno! -dijo misteriosamente el conde, con los ojos clavados en el cadáver, ya desfigurado por una muerte tan horrible.

Diez minutos después llegaron el médico y el procurador del rey, conducidos, uno por el conserje y el otro por Alí. Fueron recibidos por el abate Busoni, que estaba orando al lado del muerto.

Durante quince días, el tema predilecto de las conversaciones de París, fue la tentativa de robo tan audaz hecha en casa del conde; el moribundo había firmado una declaración en la que señalaba a Benedetto como su asesino. La policía se encargó de la persecución del matador y lanzó contra él todos sus agentes.

El cuchillo de Caderousse, la linterna sorda, el manojo de ganzúas y los vestidos, menos el chaleco, que no pudo hallarse, fueron depositados en la comisaría. El cadáver se transportó a la Morgue.

El conde decía a todos que esta aventura había sucedido mientras él estaba en su casa de campo de Auteuil, y que solamente sabía lo que le había contado el abate Busoni, que aquella noche, por una feliz coyuntura, le había pedido permiso para pasarla en su biblioteca, buscando varios libros raros que tenía en ella. Bertuccio palidecía cada vez que se nombraba en su presencia a Benedetto, pero nadie tenía motivo para sospechar de su palidez.

Villefort, llamado para verificar la existencia del crimen, habíase encargado del asunto y proseguía la instrucción con la celeridad y el empeño que tenía en todas las causas criminales. Más de tres semanas habían transcurrido sin que las diligencias más activas produjesen resultados y empezaba ya a olvidarse la tentativa de robo y el asesinato del ladrón por su cómplice, para ocuparse del próximo enlace de la señorita Danglars con el conde Cavalcanti. El joven era ya recibido en casa del banquero como su futuro yerno.

Se había escrito al señor Cavalcanti padre, que contestó aprobando este matrimonio, y diciendo sentía infinito que su servicio le impidiese ausentarse de Parma, por lo que se vería precisado a privarse del placer de asistir al acto de su celebración. Al mismo tiempo declaraba estar pronto a entregar el capital de los ciento cincuenta mil francos de renta.

Se había convenido ya en que los tres millones se colocasen en casa del señor Danglars, el cual los haría producir. Varias personas procuraron infundir sospechas en el joven, sobre la sólida posición de su futuro suegro que había sufrido en la bolsa pérdidas de consideración, pero con un desinterés y confianza sublimes, desdeñó los avisos, teniendo la delicadeza de no decir una palabra sobre ellos al señor Danglars. Así es que el barón adoraba al conde Cavalcanti.

No le sucedía lo mismo a la señorita Eugenia Danglars. Su aborrecimiento instintivo al matrimonio le hizo acoger a Andrés como un medio para alejar a Morcef, y ahora que Andrés se formalizaba, sentía hacia él una visible repugnancia. Quizás el barón se dio cuenta de ello, pero no pudiendo atribuirlo más que a un capricho, hizo como si no lo conociese.

Con todo, el retraso pedido por Beauchamp, había tocado casi a su término. Morcef, por su parte, podía apreciar lo que valían los consejos de Montecristo. Cuando éste le dijo que dejase que las cosas marcharan por sí mismas, nadie había sospechado todavía del general, nadie había reconocido en el oficial que entregó el castillo de Janina, al noble conde que se sentaba en la Cámara de los Pares.

Alberto no por esto se creía menos insultado, porque la intención de la ofensa existía ciertamente en las pocas líneas que le habían herido. Además, el modo con que Beauchamp había puesto fin a su entrevista, había dejado un recuerdo muy amargo en su corazón. Acariciaba, pues, con toda su voluntad, la idea de un duelo, del que pensaba, si Beauchamp consentía, ocultar la causa aun a sus testigos.

No se había vuelto a ver a Beauchamp desde el día de la visita que le hizo Alberto, y a cuantos preguntaban por él se les respondía que estaba ausente por unos días. ¿Dónde había ido? Nadie lo sabía.

Una mañana, Alberto vio entrar a su ayuda de cámara, que le anunció a Beauchamp. Estaba aún medio dormido, se frotó los ojos, dio orden para que introdujesen a Beauchamp en el salón del piso bajo, rogándole esperase un momento. Vistióse de prisa y bajó.

Le halló paseando de un lado a otro del salón, pero al ver a Alberto se detuvo.

-El paso que dais presentándoos en mi casa, sin esperar a que hubiese ido a la vuestra, como me proponía hacerlo hoy, me parece de buen agüero -dijo Alberto-. Veamos, decidme pronto, ¿debo alargaros la mano diciéndoos: Beauchamp, confesad vuestra falta y seamos amigos? ¿O debo preguntaros cuáles son las armas que habéis escogido?

-Alberto -respondió éste con una tristeza que llenó de asombro al joven-, sentémonos y hablemos.

-Creo, caballero, que antes de sentaros debéis responderme.

-Alberto -dijo el periodista-, hay circunstancias en que la dificultad consiste cabalmente en la respuesta.

-Yo os haré que sea fácil, repitiéndoos la pregunta: ¿Queréis retractaros? Sí o no.

-Morcef, no puede uno contentarse con responder sí o no a las preguntas que interesan al honor, la posición social y la vida de un hombre como el señor teniente general conde de Morcef, par de Francia.

-¿Qué es entonces lo que se dice?

-Lo que yo voy a decir, Alberto, se dice: el dinero, el tiempo y la fatiga son nada, cuando se trata de la reputación a intereses de una familia. Se dice: es necesario más que probabilidades, es menester certezas, para aceptar un duelo a muerte con un amigo. Se dice: si cruzo la espada, o disparo una pistola sobre un hombre a quien durante tres años he apretado la mano como a un amigo, es necesario al menos que sepa por qué lo hago, para poder llegar sobre el terreno con el corazón en reposo, y la tranquilidad de conciencia de que el hombre necesita cuando su brazo debe salvar su vida.

-¡Y bien! ¡Y bien! ¿A qué viene todo eso?

-Eso quiere decir que acabo de llegar de Janina.

-¿De Janina, vos?

-Sí, yo.

-Imposible.

-Mi querido Alberto, aquí tenéis mi pasaporte, ved los refrendos, Génova, Milán, Venecia, Trieste, Delvino, Janina: ¿Creeréis a la policía de una república, un reino y un imperio?

Alberto bajó los ojos sobre el pasaporte y los levantó sorprendido sobre Beauchamp.

-¿Habéis estado en Janina? -dijo.

-Alberto, si hubieseis sido un extranjero, un desconocido, un simple lord como aquel inglés que vino a exigirme una satisfacción hace tres o cuatro meses, y a quien maté para desembarazarme de él, no me hubiese tomado, como conocéis, tanto trabajo, pero he creído que os debía esta consideración. He empleado ocho días en ir, ocho en volver, cuatro de cuarentena y cuarenta y ocho horas que he permanecido en Janina. Llegué anoche y aquí me tenéis ahora.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!, cuántos circunloquios, Beauchamp, y cuánto tardáis en decirme lo que espero de vos.

-Es que, en verdad, Alberto...

-Diría que titubeáis.

-Sí, tengo miedo.

-¿Teméis confesar que vuestro corresponsal os engañó? ¡Oh!, dejad el amor propio, Beauchamp, confesadlo, nadie puede dudar de vuestro valor.

-¡Oh!, no es eso -dijo el periodista-, al contrario...

Alberto palideció horriblemente, procuró hablar, pero la palabra expiró en sus labios.

-Amigo mío -dijo Beauchamp con el tono más afectuoso-, creed que me consideraría dichoso al presentaros mis excusas, y que lo haría de todo corazón, pero desgraciadamente...

-¿Pero qué?

-La nota tenía razón, amigo mío.

-¡Cómo! ¿Ese oficial francés...?

-Sí.

-Ese Fernando...

-Sí.

-El traidor que entregó las fortalezas del hombre a quien servía...

-Perdonadme sí os digo lo mismo que vos decís: ¡Ese hombre... es vuestro padre!

Furioso, hizo Alberto un movimiento para lanzarse contra Beauchamp, pero éste le contuvo, más con su dulce sonrisa, que con el brazo que extendió hacia él.

-Tomad, amigo mío -dijo-, ved ahí la prueba.

Y le entregó un papel que había sacado de su bolsillo.

Alberto lo abrió. Era una declaración de cuatro habitantes de los más notables de Janina, asegurando que el coronel Fernando Mondego, coronel instructor al servicio del visir Alí-Tebelín, había entregado el castillo de Janina por la cantidad de dos mil bolsas. Las firmas estaban legalizadas por el cónsul.

Alberto cayó aterrado sobre un sillón. Esta vez no le cabía la menor duda, su apellido se hallaba escrito con todas sus letras. Así es que después de un momento de doloroso silencio, su corazón se oprimió, las venas de su cuello se hincharon extraordinariamente, y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos.

Beauchamp, que había mirado con profunda compasión al joven, se acercó a él y cediendo al dolor, le dijo:

-Alberto, me comprendéis ahora, ¿no es verdad? He querido verlo todo y juzgar por mí mismo, esperando que la explicación sería favorable a vuestro padre, y que yo podría hacerle justicia. Pero, por el contrario, todos los que me han informado aseguran que ese oficial instructor, ese Fernando Mondego, elevado por Alí-Bajá al título de general gobernador, es el mismo que hoy se llama el conde Fernando de Morcef. Entonces he corrido a vos, recordando que hace tres años me dispensasteis el honor de llamarme vuestro amigo.

Alberto, hundido en un sillón, ocultaba sus ojos con las manos, como si quisiese impedir que penetrase hasta ellos la claridad del día.

-He corrido a vos -continuó Beauchamp- para deciros: Alberto, las faltas de nuestros padres en estos tiempos de acción y de reacción, no pueden llegar hasta sus hijos; pocos han atravesado la revolución, en medio de la cual hemos nacido, sin que su uniforme de soldado o su toga de juez hayan sido manchados de lodo o sangre. Alberto, ahora que tengo todas las pruebas, ahora que soy dueño de vuestro secreto, nadie en el mundo puede obligarme a un combate que estoy seguro que vuestra conciencia os echaría en cara como un crimen, pero lo que podéis exigir de mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que desaparezcan estas pruebas, estas revelaciones, estas declaraciones que yo sólo poseo? ¿Este espantoso secreto, queréis que permanezca oculto entre los dos? Confiad en mi palabra de honor. Nunca saldrá de mis labios. Decid, Alberto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo queréis, amigo mío?

-¡Ah! ¡Noble corazón! -exclamó Alberto, dando un abrazo a Beauchamp.

-Tomad -dijo Beauchamp presentando los papeles a Alberto.

-Vamos -dijo Beauchamp, cogiéndole ambas manos-. Anima, amigo mío.

-¿Pero de dónde salió esa primera nota inserta en vuestro periódico? -dijo Alberto-. Hay en todo esto un odio secreto, un enemigo invisible.

-Y bien -dijo Beauchamp-, razón de más. Alberto, que desaparezcan de vuestro rostro todas las señales de conmoción. Llevad este dolor dentro de vos, como la nube lleva en su seno la desolación y la muerte. Secreto fatal que sólo se conoce cuando se desencadena la tempestad. Reservad vuestras fuerzas, amigo mío, para aquel momento, si llegase.

-¿Pero creéis que no hemos concluido aún? -dijo Alberto.

-Yo nada creo, amigo mío, pero al fin todo es posible.

Este los recibió con mano convulsiva, los apretó, los iba a romper, pero temiendo que el viento se llevase la más pequeña partícula, y ésta viniese un día a darle en la frente, se fue a la bujía que ardía y quemó hasta el último fragmento.

-¿Qué? -preguntó Alberto, viendo que Beauchamp titubeaba.

-¡Querido amigo! ¡Excelente amigo! -exclamaba Alberto, -¿Pensáis todavía casaros con la señorita de Danglars?

-¿Por qué me hacéis esta pregunta en este momento, Beauchamp?

-Porque creo que la consumación de este matrimonio tiene relación con el objeto que nos ocupa en este instante.

-No -dijo Alberto-, mi matrimonio se ha deshecho.

-Y bien -dijo Beauchamp-, ¿qué más hay aún?

-Hay -respondió Alberto- una cosa que ha destrozado mí corazón. Escuchadme, Beauchamp, no se separa uno así, en un momento, de aquella confianza, de aquel orgullo que inspira a un hijo el nombre sin mancha de su padre. ¡Ay, Beauchamp, Beauchamp! ¿Cómo me acercaré yo ahora al mío? ¿Retiraré mi frente cuando acerque a ella sus labios, mi mano cuando la suya vaya a tocarla? Creedme, soy el más desgraciado de los hombres. ¡Ah, mi madre, mi pobre madre! -dijo Alberto fijando sus ojos llenos de lágrimas en el retrato de su madre.

-Alberto -le dijo-, si queréis seguir mi consejo, vamos a salir. Un paseo al bosque de Bolonia en faetón o a caballo os distraerá, almorzaremos juntos en cualquier parte, y os marcharéis después a vuestros asuntos y yo a los míos.

-Con mucho gusto -dijo Alberto-, pero salgamos a pie, me parece que el cansancio me hará bien.

-Sea -dijo Beauchamp. Y los dos amigos salieron a pie siguiendo el boulevard hasta llegar a la Magdalena.

-Ya que estamos en camino -dijo Beauchamp-, vamos a visitar a Montecristo. El os distraerá, es un hombre admirable para serenar los espíritus. Jamás pregunta, y según mi modo de pensar, las personas que jamás preguntan son las que con más habilidad consuelan.

-De acuerdo -respondió Alberto-, vamos a su casa. Ya sabéis que le aprecio.

Capítulo Tercero

El viaje

El conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.

-Sí -dijo Beauchamp-, noticias absurdas que han caído en descrédito por sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.

-Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos, acabando de pasar la mañana peor de mi vida.

-¿Qué hacéis? -dijo Alberto-, me parece que arregláis vuestros papeles.

-Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.

-¿Del señor Cavalcanti? -preguntó Beauchamp.

-¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? -dijo Morcef.

-No, no -respondió Montecristo-; entendámonos, yo no lanzo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.

-Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars -continuó Alberto procurando sonreírse-, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.

-¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? -preguntó Beauchamp.

-¿Pero es que llegáis del fin del mundo? -dijo Montecristo-; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.

-¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?

-¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.

-¡Ah! lo comprendo -dijo Beauchamp-; ¿por causa de nuestro amigo Alberto?

-¿Por mi causa? -dijo el joven-, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.

-Escuchad -dijo Montecristo-, no soy yo, puesto que mi amistad con el futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera su libertad.

-¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?

-¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a enviárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.

-Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su educanda?

-¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomendación para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis enamorado de la señorita de Danglars?

-No -dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los cuadros.

-Pero, en fin -continuó Montecristo-, no estáis en vuestro estado normal. ¿Qué os ocurre? Decídmelo.

-Tengo jaqueca -dijo Alberto.

-Pues bien, mi querido vizconde -dijo Montecristo-, tengo entonces un remedio infalible que proponeros, y que me ha salido bien siempre que he sufrido algún contratiempo.

-¿Cuál? -preguntó el joven.

-Un viaje.

-¿De veras? -dijo Alberto.

-Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho. ¿Queréis venir conmigo?

-¿Vos contrariado, conde? -dijo Beauchamp-, ¿y por qué?

-Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso criminal en casa.

-¡Una instrucción...! ¿Qué instrucción?

-¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie de bandolero escapado del presidio de Tolón, según parece.

-¡Ah!, es verdad -dijo Beauchamp-, he leído el hecho en los periódicos. ¿Y quién era ese Caderousse?

-Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el resultado es que el señor procurador del rey se ha encargado con mucho interés del asunto, según parece, y ha interesado hasta el más alto grado al prefecto de policía; gracias a este interés, al que les estoy sumamente reconocido, hace quince días que me envían a cuantos ladrones pueden coger en París y sus cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse, y el resultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello reino de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa; tomo, pues, el partido de abandonársela toda, y me voy tan lejos como me alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de buena gana.

-Con mucho gusto.

-¿Entonces es cosa hecha?

-Sí; pero ¿adónde vamos?

-Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde por orgulloso que el hombre sea, se siente humillado y pequeño; amo estas impresiones, yo, a quien llaman el dueño del mundo como a Augusto.

-Pero ¿adónde vais?

-Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he mecido en los brazos del viejo Océano, y me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he jugado con la verde capa del uno y con el azulado vestido de la otra. Amo al mar como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.

-Vamos, conde, vamos.

-¿Al mar?

-Sí.

-¿Aceptáis?

-Desde luego, acepto.

-Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje, en el que puede uno recostarse como en su cama. Este briska será conducido por cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, caben cuatro cómodamente. ¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.

-Gracias, vengo del mar.

-¡Cómo! ¿Que venís del mar?

-Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.

-¡Qué importa!, venid -dijo Alberto.

-No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me es imposible. Además -añadió bajando la voz-, conviene que permanezca en París, aunque no sea más que para cuidar de las comunicaciones que puedan hacerse al periódico.

-¡Ah!, sois un excelente amigo -dijo Alberto-; vigilad, mi querido Beauchamp, y procurad descubrir al enemigo a quien debemos esta fatal revelación.

Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dijeron cuanto delante de un extraño no podían pronunciar sus labios.

-Excelente joven es este Beauchamp -dijo Montecristo después que se marchó el periodista-. ¿Verdad, Alberto?

-¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alma; pero ya que estamos solos, aunque me es indiferente, os preguntaré ¿adónde vamos?

-A Normandía, si os parece.

-¿Estaremos completamente en el cameo, sin sociedad, sin vecinos?

-Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una barca para pescar; he aquí todo.

-Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vuestras órdenes.

-Pero -dijo Montecristo-, ¿os permitirán venir?

-¿Cómo?

-Venir a Normandía.

-¡A mí! Soy completamente libre.

-Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.

-¡Y bien!

-¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de Montecristo...!

-Poca memoria tenéis, conde.

-¿Por qué?

-Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi madre os profesa.

-Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la onda, dijo Shakespeare; el uno era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos debían conocer bien a la mujer.

-Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer...

-Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro idioma.

-Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez que los concede, son para siempre.

-¡Ah! -dijo suspirando Montecristo-, ¿y creéis que me haga el honor de dispensarme algún afecto particular y no la más pura indiferencia?

-Oídme bien -respondió Morcef-, os lo he dicho y os lo repito: es preciso que seáis un hombre muy superior.

-¡Oh!

-Sí; porque mi madre ha sido subyugada por vos, le inspiráis un gran interés, y cuando estamos solos no hace sino hablarme de vos.

-¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?

-Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura que te quiera.

Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.

-¡Ah!, verdaderamente -dijo.

-De suerte que -continuó Alberto-, conoceréis que lejos de oponerse a mi viaje, lo aprobará, puesto que entra en las recomendaciones que me hace diariamente.

-Id, pues -dijo Montecristo-, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco, llegaremos allá a las doce o a la una, a más tardar.

-¡Cómo! ¿A Treport?

-A Treport o a sus cercanías.

-¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?

-Y aún es mucho -dijo Montecristo.

-Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más veloz que los vagones de los trenes, lo que en Francía no es muy difícil, sino que sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.

-Con todo, vizconde, como necesitamos siete u ocho horas para llegar allá, sed puntual.

-Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que preparar mi viaje.

-Hasta las cinco, pues.

-Hasta las cinco.

Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, permaneció un instante pensativo y como absorto en una profunda meditación; finalmente, pasando la mano por su frente, como para apartar una molesta idea, se levantó, se acercó a un timbre y llamó dos veces.

Entró Bertuccio.

-Señor Bertuccio -le dijo-, no es ya mañana o pasado mañana, como había pensado antes, sino esta tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía; desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado; haced que estén prevenidos los palafreneros del primer relevo; el señor de Morcef me acompaña, id pues.

Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para decir que a las seis en punto pasaría la silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo siguiente, y así continuó de relevo en relevo, de suerte que seis horas después todos estaban advertidos y prontos.

Antes de salir, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje y puso toda la casa a su disposición. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cómodo; manifestólo así al conde, y éste le dijo:

-Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vuestras postas, que corren solamente dos leguas por hora, y mucho menos con la estúpida ley que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro, de modo que un enfermo o majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos, sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo siempre con postillones y caballos míos. ¿No es así, Alí?

Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los caballos; parecía como si les hubieran nacido alas.

El coche corría veloz como el rayo, y todos volvían la cabeza al verlo pasar. Alí se sonreía mostrando sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cuyas bellas crines flotaban con el viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de polvo que levantaban los caballos, el genio del simún o el dios del huracán.

-He aquí un placer que no conocía -dijo Morcef, y desaparecieron de su frente las últimas señales de tristeza-. ¿Pero dónde habéis encontrado semejantes caballos? -preguntó al conde-, ¿los habéis criado ex profeso?

-Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo semental, famoso por la ligereza: lo compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó. En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pasar revista a toda esa prole. Son todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la frente, porque tuve cuidado de que se le escogiesen yeguas excelentes, como el sultán escoge favoritas.

-¡Es admirable...! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con todos esos caballos?

-Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá. Dice que ganará treinta o cuarenta mil francos en ellos.

-Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.

-Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su tesoro para pagarlos y que lo volverá a llenar administrando a sus súbditos la bastonada en la planta de los pies.

-¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrírseme?

-Decid.

-Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de Europa.

-Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.

-¿Es posible? -preguntó el joven-. Ese Bertuccio es un fenómeno; mi querido conde, me contáis cosas maravillosas, casi increíbles.

-Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán; escuchad pues: cuando un mayordomo roba, ¿por qué lo hace?

-Porque tal es la condición de todos ellos, según creo -dijo Alberto.

-Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambiciosos para él y su familia; roba principalmente porque no tiene la certeza de permanecer siempre con su amo, y quiere asegurar su porvenir. Ahora bien, Bertuccio es solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener que darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.

-¿Por qué?

-Porque no encontraré otro tan bueno.

-No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.

-¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel sobre quien tengo derecho de vida y muerte.

-¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?

-Sí -respondió con frialdad el conde.

Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde era una de ellas. El viaje continuó con la misma velocidad; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cuarenta y ocho leguas en ocho horas. Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía la reja abierta, y de pie junto a ella parecía esperar a su amo; le había advertido de su llegada el postillón del último relevo.

A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño y la cena preparada; el criado que venía durante el camino sentado detrás estaba a sus órdenes. Bautista, que había venido en la delantera, servía al conde.

Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las alas, melancólico y triste; al levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una azotea, desde la que veía perfectamente el mar, es decir, la inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.

En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena, elegante en su armadura, y que llevaba en el árbol mayor un pabellón con las armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una cruz sobre un mar azul, lo que podía muy bien ser una alusión a su título, recordando el Calvario, que la pasión de Nuestro Señor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la cruz, infame antes, que su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión personal al sufrimiento y regeneración que se ocultaba en los antecedentes, ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.

En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos inmediatos, que parecían súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en cualquier otra parte en que Montecristo se detenía, se encontraban todas las comodidades de la vida tan perfectamente metodizadas, que con facilidad se acostumbraba cualquiera a ellas.

Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensilios necesarios a un cazador; una pieza situada en el piso bajo estaba destinada a guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses, grandes pescadores, porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los rutinarios franceses.

Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobresaliente; mataron una docena de faisanes en el parque, pescaron infinidad de truchas, y tomaron el té en la biblioteca.

Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que parecía un juego para Montecristo, dormía en un sillón inmediato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quería construir en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.

-¡Florentín, aquí! -gritó levantándose apresurado-. ¿Está mala mi madre?

Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al criado, y éste, sin poder respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un periódico.

-¿De quién es esa carta? -inquirió Alberto.

-Del señor Beauchamp -respondió Florentín.

-¿Es Beauchamp el que os ha enviado?

-Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo que me entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.

Alberto abrió la carta conmovido; apenas leyó los primeros renglones, lanzó un grito y cogió el periódico con manos trémulas. De repente oscurecióse su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoyó en el brazo que Florentín le presentaba.

-Pobre joven -dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas palabras de compasión-. Está escrito que las faltas de los padres recaerán sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación.

Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó leyendo, separando con la mano los cabellos que cayeron sobre su frente bañada de sudor, y arrugó entre sus manos la carta y el periódico.

-Florentín -dijo-, ¿vuestro caballo está en disposición de tomar el camino de París?

-Es un mal jaco de posta y está desherrado.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?

-Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beauchamp encontré a la señora llorando, me llamó para que la informase de cuándo volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor Beauchamp, hizo un movimiento como para detenerme, mas luego reflexionó un instante y me dijo:

-Id, Florentín, y que vuelva pronto.

-Sí, madre mía, sí -dijo Alberto-, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del infame... ! Pero lo primero es pensar en volver -y dirigióse al cuarto en que había dejado a Montecristo.

No era ya el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para producir una triste metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado normal; volvió a entrar con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.

-Conde -dijo-, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad, hubiera deseado disfrutar de ella más tiempo, pero me es preciso volver a París.

-¿Pues qué ha ocurrido?

-Una gran desgracia; mas permitidme que me vaya: se trata de una cosa que es mil veces más preciosa que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico; mandad, eso sí, que me den un caballo.

-Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros corriendo la posta a caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.

-No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no temáis.

Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a caer en un sillón junto a la puerta. Montecristo no vio este segundo momento de debilidad porque estaba asomado a la ventana, gritando:


-Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.

Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde le siguió.

-Gracias -dijo el joven montando a caballo-, venid tras de mí, lo más pronto que podáis, Florentín. ¿Qué debo decir para que continúen dándome caballos?

-Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inmediatamente otro.

Alberto iba a partir, pero se detuvo.

-Pensaréis que mi viaje es extraño -dijo el joven-, no comprenderéis cómo algunas líneas escritas en un periódico han odido reducir a un hombre a la desesperación. Pues bien -añadió dándole el periódico-, leed eso, pero solamente cuando yo me haya marchado, a fin de que no veáis mi confusión.

Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al caballo, que admirado de que hubiese jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a escape, veloz como una flecha.

Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimiento de compasión indefinible, y cuando desapareció leyó lo siguiente en el periódico:

El oficial francés al servicio de Alí-Bajá, de Janina, de que hablaba hace tres semanas El Imparcial, y que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba, efectivamente, Fernando en aquella época, como dijo nuestro honorable colega, pero después agregó a su nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.
Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cámara de los Pares.

Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocultado tan generosamente aparecía como un fantasma armado; y otro periódico cruelmente informado había publicado al día siguiente de la salida de Alberto para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.

Capítulo Cuarto

El juicio

Serían las ocho de la mañana cuando cayó Alberto como un rayo en casa de Beauchamp. El ayuda de cámara estaba avisado, e introdujo a Morcef en el cuarto de su amo, que acababa de entrar en el baño.

-¡Y bien! -le dijo Alberto.

-Os estaba esperando, amigo mío -contestó Beauchamp.

-Aquí me tenéis. No os diré, Beauchamp, que os creo demasiado honrado y demasiado noble para sospechar que habéis hablado a nadie de nuestro asunto; no, amigo mío. Además, el mensaje que me habéis enviado es una garantía del aprecio que os merezco. Por consiguiente, no perdamos tiempo en preámbulos, ¿tenéis alguna idea de quién puede venir el golpe?

-Os diré lo que sé.

-Sí; pero antes, amigo mío, debéis referirme la historia de esta abominable traición con todos sus pormenores.

Y Beauchamp refirió al joven, abrumado de vergüenza y dolor, los hechos que vamos a referir con toda su sencillez.

La mañana de la antevíspera, el artículo había aparecido en El Imparcial y en otro periódico, y lo que es más todavía, en un periódico muy conocido por pertenecer al gobierno. Beauchamp se hallaba almorzando cuando leyó el artículo: envió inmediatamente a buscar un cabriolé, y sin acabar de almorzar marchó a la redacción del diario ministerial.

Aunque de ideas políticas enteramente opuestas a las del director del periódico acusador, Beauchamp, como sucede algunas veces, y aun diremos siempre, era íntimo amigo suyo.

Halló al director, que tenía en la mano su propio periódico, y parecía que estaba leyendo con la mayor complacencia su articulito sobre el azúcar de remolacha, que probablemente sería de su cosecha.

-¡Ah! -dijo Beauchamp-, puesto que tenéis en la mano vuestro periódico, querido ***, excuso deciros a qué vengo.

-¿Sois acaso partidario de la caña de azúcar? -preguntó el director del periódico ministerial.

-No -contestó Beauchamp-, y hasta hoy soy extraño a la cuestión; vengo por otro asunto.

-¿Cuál?

-Por el artículo acerca de Morcef.

-¡Ah!, ya: ¿no es verdad que es bastante curioso?

-Tan curioso que creo que os exponéis a veros complicado en una causa de dudoso resultado.

-No, por cierto: hemos recibido con la nota todos los documentos justificativos, y estamos perfectamente convencidos de que el señor de Morcef no dará ningún paso; por otra parte, es hacer un bien al país al denunciarle a los miserables, indignos del honor que se les hace.

Beauchamp quedó desconcertado.

-¿Pero quién os ha dado tan completos pormenores? -preguntó-, porque mi periódico, que fue el primero que habló del particular, tuvo que abstenerse por falta de pruebas, y sin embargo, estamos más interesados que vos en arrancar la máscara al señor Morcef, puesto que es par de Francia, y nosotros representamos la oposición.

-¡Oh!, nada más sencillo; no hemos corrido detrás del escándalo, ha venido él a buscarnos. Un hombre que acaba de llegar de Janina nos trajo ayer todos esos documentos, y como manifestásemos algún reparo en insertar la acusación, nos dijo que si nos negábamos se publicaría el artículo en otro periódico. Nadie sabe mejor que vos cuánto vale una noticia interesante; no quisimos desperdiciarla. El golpe está bien dado; es terrible y resonará en toda Europa.

Beauchamp conoció que no había más remedio que bajar la cabeza, y salió a la desesperada para enviar un correo a Morcef.

Pero lo que no había podido escribir a Alberto, porque lo que vamos a referir fue posterior a la salida del correo, es que el mismo día, en la Cámara de los Pares, se había notado una extraordinaria agitación. Los pares iban llegando antes de la hora y hablaban del siniestro acontecimiento que iba a ocupar la atención pública y a fijarla en uno de los miembros más conocidos del ilustre Cuerpo.

Leíase el artículo en voz baja, hacíanse comentarios, y los recuerdos que se suscitaban iban precisando cada vez más los hechos. El conde de Morcef no era querido de sus colegas. Como todos los que han salido de la nada, para conservarse a la altura de la clase, tenia que observar un exceso de altivez. Los grandes aristócratas se reían de él; los talentos le repudiaban y las glorias puras le despreciaban instintivamente. A este fatal extremo de la víctima expiatoria había llegado el conde. Una vez designada por el dedo del Señor para el fatal sacrificio, todos se preparaban para gritar: ¡Justicia!

El conde de Morcef era el único que lo ignoraba todo. No recibía el periódico que publicaba la noticia, y había pasado la mañana en escribir camas y probar su caballo.

Llegó, pues a la hora de costumbre, con la cabeza erguida, mirada orgullosa y andar insolente; se apeó del coche, atravesó los pasillos y entró en la sala, sin notar las vacilaciones de los ujieres, ni la frialdad de sus colegas al saludarle.

Cuando Morcef entró hacía ya media hora que había empezado la sesión.

A pesar de que el conde, ignorante, como hemos dicho, de cuanto había ocurrido, no había alterado en lo más mínimo su aire, ni sus ademanes, su presencia en esta ocasión pareció de tal suerte agresiva a esta asamblea celosa de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y algunos un insulto. Era evidente que la Cámara entera deseaba entablar el debate.

Se veía el periódico acusador en manos de todos los pares; pero, como siempre, nadie quería cargar con la responsabilidad del ataque. Finalmente, uno de los honorables pares, enemigo declarado del conde de Morcef, subió a la tribuna con una solemnidad que anunció que había llegado el momento esperado.

Guardóse un silencio sepulcral. Sólo Morcef ignoraba la causa de la atención profunda que se prestaba a un orador a quien no se acostumbra a oír con tanta complacencia.

El conde dejó pasar tranquilamente el preámbulo, en que el orador establecía que iba a hablar de una cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cámara, que reclamaba toda la atención de sus colegas.

A las primeras palabras de Janina y del coronel Fernando, el conde de Morcef se puso intensamente pálido, lo que causó un estremecimiento general en la asamblea, y todas las miradas se fijaron en él.

Las heridas mortales tienen de particular que se ocultan, pero no se cierran: siempre dolorosas, permanecen vivas y abiertas en el corazón.

Terminó la lectura del artículo en medio del mismo silencio, turbado entonces por un rumor que cesó tan pronto como el orador volvió a tomar la palabra. El orador expuso sus escrúpulos, y manifestó cuán difícil era su posición: era el honor del señor de Morcef, el honor de toda la Cámara lo que pretendía defender, provocando un debate en que se iba a entrar en esas cuestiones personales que siempre resultan odiosas. Concluyó pidiendo que se procediese a una investigación bastante rápida para confundir, antes de que tomase cuerpo, la calumnia, y para restablecer al señor de Morcef en la posición en que la opinión pública le había colocado.

Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras ante sus colegas para justificarse: aquella conmoción, que podía atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la vergüenza del culpable, le atrajo algunas simpatías. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la desgracia de su adversario es mayor que su odio.

El presidente puso a votación la sumaria, y ésta dio por resultado que había méritos para formarla.

Preguntaron al conde cuánto tiempo necesitaba para preparar su justificación. Morcef se había reanimado, sintiendo aún algún vigor después de aquel terrible suceso, y respondió:

-Señores, no es con tomarse tiempo con lo que se rechaza un ataque, como el que contra mí dirigen enemigos solapados, y que sin duda permanecerán escondidos en las sombras del incógnito; en el momento, y como un rayo, es preciso que yo responda a las inculpaciones que contra mí se han hecho. ¡Ah!, ¡ojalá, en lugar de semejante justificación, me fuese permitido derramar toda mi sangre, para probar a mis nobles compañeros que soy digno de sentarme a su lado!

Tales palabras produjeron en el auditorio una impresión favorable para el acusado.

-Pido -dijo- que la sumaria información se forme lo más pronto posible, y yo exhibiré ante la Cámara los documentos necesarios.

-¿Qué día señaláis para eso? -preguntó el presidente.

-Desde este momento estoy a la disposición de la Cámara.

El presidente tocó la campanilla.

-¿La Cámara -prosiguió- quiere que esta sumaria información se efectúe hoy mismo?

-Sí -fue la unánime respuesta de la asamblea.

Nombróse una comisión integrada por doce miembros para examinar los documentos que debía presentar Morcef; se señaló la hora en que debía celebrarse la primera sesión, y se fijó la de las ocho de la noche, en la sala de comisiones de la Cámara, y se determinó que si fuesen necesarias más sesiones, se celebrasen a la misma hora.

Tomada esta resolución, Morcef pidió permiso para retirarse; debía coordinar los documentos que, para hacer frente a esta tempestad, había guardado durante tanto tiempo; pues su genio cauteloso y previsor la esperaba siempre.

Beauchamp contó al joven cuanto acabamos de referir; sólo que su relato tuvo de ventaja sobre el nuestro la animación producida en él por la amistad.

Alberto le escuchó temblando, tan pronto de esperanza como de cólera, y algunas veces de vergüenza; pero Beauchamp sabía que su padre era culpable, y se preguntaba cómo siéndolo podría llegar a probar su inocencia.

-¿Y después? -preguntó Alberto.

-¿Después? -dijo Beauchamp.

-Sí.

-Amigo mío, eso sí me pone en un terrible compromiso. ¿Queréis saber lo que sucedió?

-Es preciso; prefiero que seáis vos el que me lo cuente, a saberlo por cualquier otro conducto.

-Bien -dijo Beauchamp-, preparaos, Alberto; jamás habéis tenido tanta necesidad como ahora de demostrar vuestro valor.

Alberto pasó la mano por su frente, para asegurarse de su propia fuerza, como el hombre que se prepara a defender su vida, prueba su corazón y la hoja de su espada. Sintióse fuerte, porque tomaba por energía lo que no era más que un estado febril.

-Continuad -dijo.

-Llegó la noche -siguió diciendo Beauchamp-, todo París esperaba el resultado.

» Muchos había que decían que vuestro padre no necesitaba más que presentarse para echar por tierra la acusación; otros decían que el conde no se presentaría, y otros aseguraban por último haberle visto partir para Bruselas; algunos hubo que fueron a la policía a preguntar si era verdad que el conde había sacado su pasaporte.

» Debo confesaros que hice cuanto pude para obtener de uno de los miembros de la Cámara, joven par, amigo mío, que me permitiesen entrar en una tribuna reservada; a las siete vino a buscarme, y antes que nadie llegase, me recomendó a un ujier, el cual me encerró en una especie de palco: ocultábame una columna, y estaba como perdido en la oscuridad; esperaba así ver y oír hasta el fin la terrible escena que iba a presentarse a mis ojos.

» A las ocho en punto todo el mundo había llegado.

» El señor de Morcef entró al sonar la última campanada, traía en la mano algunos papeles y su aspecto era tranquilo; contra su costumbre, su aire era sencillo y su traje austero: llevaba un frac abotonado como suelen usar los militares antiguos. Su presencia produjo el mejor efecto, la comisión le era favorable en general, y muchos de sus miembros se acercaron al conde y le dieron la mano.

El corazón de Alberto se desgarraba al oír estos detalles; pero en medio de su dolor, dejó entrever un sentimiento de gratitud; hubiera querido poder abrazar a los que dieron a su padre aquella señal de amistad en medio del horrible compromiso en que se hallaba su honor.

» En aquel instante se presentó un ujier y entregó una carta al presidente.

» -Señor de Morcef, tenéis la palabra -dijo éste, abriendo la carta.

» El conde empezó su apología, y os aseguro, Alberto, que estuvo hábil y elocuente: presentó los documentos que probaban que el visir de Janina le había honrado hasta el último momento con toda su confianza, puesto que le había encargado una negociación de vida o muerte para con el emperador mismo. Mostró el anillo, signo de amistad, y con el cual Alí-Bajá sellaba ordinariamente sus cartas, y que le había entregado, para que pudiese, a su vuelta, penetrar hasta su habitación, a cualquier hora del día o de la noche, y aunque estuviese en su harén. Desgraciadamente -dijo-, la negociación salió mal, y cuando volvió para defender a su bienhechor, éste había fallecido ya; pero -añadió el conde- al morir Alí-Bajá, era tal su confianza, que me mandó entregar su favorita y su hija.

Alberto tembló, porque a medida que Beauchamp hablaba, acudían a su imaginación las palabras de Haydée, y recordaba que la hermosa griega le había contado algo de aquella negociación, de aquel anillo, y del modo en que fue vendida como esclava.

-¿Y qué efecto produjo el discurso del conde? -preguntó con ansiedad Alberto.

-Confieso que me conmovió, y lo mismo a toda la comisión -dijo Beauchamp.

» Mientras tanto, el presidente pasó ligeramente los ojos por una carta que acababan de traerle; mas a las primeras líneas despertóse su atención, y después de leerla y releerla, fijó los ojos en Morcef, y dijo:

» -Señor conde, ¿habéis dicho que el visir de Janina os había confiado su mujer y su hija?

» -Sí, señor -respondió Morcef-, pero la desgracia me ha perseguido en esto como en todo. A mi vuelta, Basiliki y su hija Haydée habían desaparecido.

» -¿Las conocíais vos?

» -Pude verlas más de veinte veces, debido a mi intimidad con el bajá, y la gran confianza que en mi lealtad tenía.

» -¿Y tenéis alguna idea de la suerte que les ha cabido después?

» -Sí. He oído decir que habían sucumbido a su dolor, y tal vez a su miseria. Yo no era rico; mi vida corría grandes peligros y, con gran pesar mío, no pude consagrarme a buscarlas.

» El presidente frunció imperceptiblemente el ceño.

» -Señores -dijo entonces-. Habéis oído las explicaciones del conde de Morcef. Señor conde, para apoyar vuestra declaración, ¿podéis presentar algún testigo?

» -¡Ay!, no -respondió el conde-, todos cuantos rodeaban al visir, y que me conocieron en su corte, han muerto, o desaparecido; únicamente yo, según creo, únicamente yo, al menos entre mis compatriotas, he sobrevivido a guerra tan cruel; no conservo más que las cartas de Alí-Tebelín, y las he presentado; no me queda más que el anillo que me dio en prenda de su voluntad; helo aquí; pero tengo la prueba más convincente que se puede suministrar contra un ataque anónimo, es decir, la ausencia de toda clase de testimonio contra mi palabra de hombre honrado, y la pureza de toda mi vida militar.

» Un murmullo de aprobación circuló por la asamblea; en este momento, Alberto, si no hubiera sobrevenido ningún accidente, la causa de vuestro padre habría vencido.

» Ya no faltaba más que proceder a la votación, cuando el presidente tomó la palabra.

» -Señores -dijo-, y vos, señor conde, presumo no llevaréis a mal oír un testigo muy importante, según asegura, y que viene a ofrecerse de motu proprio; este testigo, según lo que acaba de decirnos el señor conde, no dudo que es llamado a probar la total inocencia de nuestro colega. Esta es la carta que acabo de recibir acerca del particular: ¿deseáis que se lea, o decidís que se haga caso omiso de este incidente?

» El señor de Morcef se puso pálido, y estrujó los papeles que tenía en las manos.

» La comisión acordó que se leyera: en cuanto al conde, estaba pensativo, y nada dijo.

» El presidente leyó la siguiente misiva:

« Señor presidente: » Puedo dar datos positivos a la comisión encargada de examinar la conducta que el teniente general, conde de Morcef, observó en Epiro y Macedonia.»

» El presidente hizo una breve pausa.

» El conde de Morcef palideció; el presidente interrogó con la vista al auditorio.

-Continuad -dijeron todos a una voz.

«Asistí a los últimos momentos de Alí-Bajá; sé cuál fue la suerte de Basiliki y Haydée; estoy a las órdenes de la comisión, y reclamo el honor de que se me oiga. Estaré en el vestíbulo de la Cámara en el momento en que os entreguen esta carta.»

» -¿Y quién es ese testigo, o por mejor decir, ese enemigo? -inquirió el conde con voz profundamente alterada.

» -Vamos a saberlo -contestó el presidente-. ¿Quiere oír la comisión a ese testigo?

» -¡Sí, sí! -contestaron todos a una.

» El presidente llamó al ujier y le preguntó si había alguna persona esperando en el vestíbulo.

» -Sí, señor presidente.

» -¿Quién es esa persona?

» -Una señora con un criado.

» Y todos le miraron.

» Cinco minutos después volvió a entrar el ujier; todas las miradas se dirigían a la puerta, y yo mismo -dijo Beauchamp- participaba de la ansiedad general.

» Detrás del ujier entró una mujer cubierta con un gran velo negro. Fácilmente se adivinaba, por las formas y por los perfumes que exhalaba, que era una mujer joven y elegante.

-¡Ah! -dijo Morcef-, era ella.

-¿Cómo, ella?

-Sí: Haydée.

-¿Quién os lo ha dicho?

-¡Ah!, lo adivino. Pero continuad, Beauchamp, continuad. Ya veis que estoy tranquilo y resignado, y sin embargo, nos vamos acercando al desenlace.

» -El señor de Mórcef -continuó Beauchamp- contemplaba a aquella mujer con sorpresa y espanto. Para él era la vida o la muerte lo que de aquella encantadora boca iba a salir; para los demás era una aventura tan extraña y tan llena de curiosidad, que la salvación o la pérdida del señor de Morcef no entraba ya en tan extraordinario suceso más que como un elemento secundario.

» El presidente indicó a la joven con la mano que tomase asiento, y ella contestó con la cabeza que permanecería de pie.

» El conde estaba sentado en el sillón, y es bien seguro que no hubieran podido sostenerle las piernas.

» -Señora -dijo el presidente-, habéis escrito a la comisión para darle datos acerca del asunto de Janina, diciendo que habíais sido testigo ocular de los acontecimientos.

» -Y lo fui efectivamente -contestó la desconocida con una voz llena de encantadora tristeza, y con aquel eco sonoro, peculiar de las voces orientales.

» -Con todo -replicó el presidente-, permitidme os diga que entonces erais muy joven.

» -Tenía cuatro años; pero como aquellos hechos eran para mí de la mayor importancia, están grabados en mi corazón todos sus pormenores.

» -¿Pero qué importancia tenían para vos esos acontecimientos, y quién sois vos para que esa gran desgracia os haya causado tan profunda impresión?

» -Se trataba de la vida o de la muerte de mi padre -contestó la joven-, y me llamo Haydée, hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su muy amada esposa.

» El carmín de modestia, y al mismo tiempo de orgullo, que coloreó las mejillas de la joven, el fuego de su mirada y la majestad de su presencia, produjeron en la asamblea un efecto imposible de describir.

» En cuanto al conde, no hubiera quedado más aterrado si un rayo hubiera abierto un abismo a sus pies.

» -Señora -dijo el presidente, después de saludarla respetuosamente-, permitidme una simple pregunta, que no es una duda, y esta pregunta será la última: ¿podéis justificar la autenticidad de lo que decís?

» -Puedo justificarla -contestó Haydée, sacando de debajo del velo una bolsa de raso-, porque aquí está la partida de mi nacimiento, redactada por mi padre y firmada por sus oficiales superiores; aquí está la de mi bautismo, pues mi padre consintió que fuese educada en la religión de mi madre, acta que el primado de Macedonia y Epiro autorizó con su sello; y finalmente aquí está, y éste es sin duda el documento más importante, el acta de venta que se verificó de mi persona y de la de mi madre al mercader armenio El Kobbir por el oficial franco que en el infame convenio con la Puerta, se había reservado por su parte de botín a la hija y a la mujer de su bienhechor, a quienes vendió por la cantidad de mil bolsas, es decir, por unos cuatrocientos mil francos.

» Una intensa palidez cubrió las mejillas del conde, y sus ojos se inyectaron de sangre al oír esas terribles imputaciones que fueron acogidas por la asamblea con lúgubre silencio.

» Haydée, sin perder su aparente calma, alargó el acta de venta, redactada en lengua árabe.

» Como se había creído que algunos de los documentos aducidos estarían redactados en árabe o turco, se había avisado al intérprete, de la Cámara; se le llamó.

» Uno de los nobles pares, a quien era familiar la lengua árabe, que había tenido oportunidad de aprender durante la campaña de Egipto, iba siguiendo con la vista en el acta la lectura que el traductor dio en alta voz.

« Yo, El-Kobbir, mercader de esclavas y abastecedor del harén de su alteza, reconozco haber recibido para entregarla al sublime emperador, del señor Conde de Montecristo, una esmeralda, valuada en dos mil bolsas, a cambio de una esclava cristiana, de once años de edad, llamada Haydée, e hija del difunto señor Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su favorita; la cual me había sido vendida hace siete años junto con su madre, que murió al llegar a Constantinopla, por un coronel, al servicio del visir Alí-Tebelín, llamado Fernando Mondego.

» La susodicha venta se me hizo por cuenta de su alteza, mediante la cantidad de dos mil bolsas.

» Firmado en Constantinopla, con autorización de su alteza, el año de mil doscientos cuarenta y siete de la Hégira. Firmado: El Kobbir.»

«Para que esta acta tenga la necesaria fe, crédito y autenticidad será revestida con el sello imperial, de lo cual se encarga el vendedor.»

» Al lado de la firma del vendedor se veía efectivamente el sello de la Sublime Puerta.

» Un profundo silencio siguió a esta lectura. El conde no hacía más que mirar a Haydée, y sus miradas parecían de fuego.

» -Señora -dijo el presidente-, ¿no se puede interrogar al conde de Montecristo, que, según tengo entendido, se halla en París a vuestro lado?

» -El conde de Montecristo, mi segundo padre -contestó Haydée-, hace tres días se marchó a Normandía.

» -Pues entonces -dijo el presidente-, ¿quién os ha aconsejado el paso que acabáis de dar, paso que la comisión agradece, y que además es muy natural si se tiene en cuenta vuestro nacimiento y vuestras desgracias?

» -Este paso -contestó Haydée- me lo han aconsejado mi respeto y mi dolor. A pesar de ser cristiana, ¡Dios me perdone!, siempre he pensado en vengar a mi ilustre padre. Cuando puse el pie en Francia, y supe que el traidor vivía en París, mis ojos y mis oídos estuvieron constantemente abiertos. Vivo retirada en la casa de mi noble protector; pero vivo así porque me gusta la soledad y el silencio que me permiten entregarme enteramente a mis pensamientos. Pero el señor conde de Montecristo me rodea de atenciones paternales, y no desconozco nada de cuanto constituye la vida de la sociedad. Leo, pues, todos los periódicos, de la misma manera que me envían todos los álbumes, del mismo modo que recibo todas las melodías; y siguiendo la vida de los demás, sin acostumbrarme a ella, es como he sabido lo que había sucedido esta mañana en la Cámara de los pares, y lo que debía ocurrir esta noche... Entonces he escrito la carta que os han entregado.

» Según eso -dijo el presidente-, ¿el conde de Montecristo no tiene la menor parte en el paso que acabáis de dar?

» -Lo ignora totalmente, y temo que lo desapruebe cuando lo sepa; sin embargo, es para mí un hermoso día éste en que encuentro ocasión de vengar a mi padre -dijo la joven levantando al cielo una ardiente mirada.

» Durante este tiempo el conde no había pronunciado una sola palabra; sus colegas le miraban, y sin duda se compadecían de esa fortuna destruida bajo el perfumado aliento de una mujer; su desgracia se escribía con caracteres siniestros en su rostro.

» -Conde de Morcef --dijo el presidente-, ¿reconocéis a la señora por la hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina?

» -No -dijo Morcef, haciendo un esfuerzo para levantarse-, es una trama urdida por mis enemigos.

» Haydée, que estaba mirando a la puerta, como si esperase a alguna persona, se volvió bruscamente, y viendo al conde en pie profirió un terrible grito.

» -No me reconoces -dijo-; ¡pues yo sí te reconozco afortunadamente! Tú eres Fernando Mondego, el oficial que instruía las tropas de mi noble padre. ¡Tú eres quien entregó los castillos de Janina! Tú eres quien, enviado por él a Constantinopla para tratar directamente con el emperador de la vida o muerte de tu bienhechor, trajiste un firmán falso que concedía perdón! ¡Tú eres quien con este truhán llegaste a obtener el anillo del bajá que debía hacerte obedecer por Selim, el guarda del fuego! ¡Tú asesinaste a Selim! ¡Tú, quien nos vendiste a mi madre y a mí al mercader El Kobbir! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!, todavía tienes en la frente sangre de tu amo, miradlo.

» Tal fuerza había en aquellas palabras, y fueron pronunciadas con un acento de verdad tal, que los ojos de todos se fijaron en la frente del conde, y él mismo llevó la mano a ella, como si hubiese sentido caliente aún la sangre de Alí.

» -¿Identificáis, pues, positivamente al señor de Morcef como el mismo oficial Fernando Mondego?

» -¡Sí; es el mismo! -dijo Haydée-. ¡Oh, madre mía! Tú me dijiste: eras libre, tenías un padre a quien amabas, estabas destinada a ser casi una reina; mira bien ese hombre: él es quien te ha hecho esclava, quien clavó en una pica la cabeza de tu padre; quien nos vendió y nos entregó traidoramente; mira bien su mano derecha, en ella tiene una gran cicatriz; si olvidas sus facciones, le reconocerás por esa señal; por esa mano, en la que cayeron una a una las monedas de oro del mercader El-Kobbir! ¡Sí, le conozco! ¡Oh! ¡Que diga él mismo si me conoce!

» Cada palabra hacía perder al señor Morcef parte de su energía; a las últimas palabras ocultó vivamente y sin reflexionar la mano mutilada por una herida, metiéndola en el pecho por entre los botones del frac que tenía abiertos; cayó en su sillón, abrumado bajo el peso de la desesperación.

» Esta escena había conmovido a la asamblea, oíase un murmullo igual al de las hojas de los árboles, movidas por el viento.

» -Señor conde de Morcef -dijo el presidente-, no os dejéis abatir; responded: la justicia de la corte es suprema e igual para todos, como la de Dios; ella no permitirá que os confundan vuestros enemigos, sin daros todos los medios para combatirlos. ¿Queréis una nueva información? ¿Queréis que mande que vayan a Janina dos miembros de la Cámara? Hablad.

» Morcef no respondió.

» Los miembros de la comisión se miraron unos a otros, aterrados. Conocían el carácter enérgico y violento del conde, y era necesario fuese mucha su postración para aniquilar las fuerzas de aquel hombre; era necesario que aquel silencio, que parecía un sueño, fuese al despertar una cosa que semejase al rayo.

» -Y bien, ¿qué decís? -preguntóle el presidente.

» -Nada -dijo el conde con voz ronca.

» -¿La hija de Alí-Tebelín -dijo el presidente- ha declarado realmente la verdad? ¿Es el testigo terrible al cual jamás se atreve a responder el culpable? ¿No? ¿Habéis hecho las cosas de que os acusa?

» El conde echó en torno una mirada cuya expresión desesperada hubiera conmovido a los tigres; pero no podía desarmar a los jueces, levantó en seguida los ojos a la bóveda, pero los bajó temiendo que aquélla se abriese y dejase ver aquel otro tribunal que se llama el cielo, y a aquel otro juez que se llama Dios.

» Desabrochóse bruscamente el frac que le ahogaba y salió de la sala como un demente; durante un momento se oyeron sus pasos bajo la bóveda sonora, y en seguida el ruido del coche que se alejaba a galope del palacio Florentino.

» -Señores -dijo el presidente cuando se restableció el silencio-, ¿el conde de Morcef está acusado de felonía, traición e indignidad?

» -Sí -respondieron a una todos los miembros de la comisión.

» Haydée había asistido hasta el fin de la sesión; oyó pronunciar la sentencia del conde sin que sus facciones expresasen alegría ni piedad; echándose entonces su velo, saludó majestuosamente a la asamblea, y salió con aquel paso con que Virgilio veía marchar a las diosas.

-Entonces -continuó diciendo Beauchamp-, me aproveché del silencio y de la oscuridad de la sala para salir sin ser visto; el ujier que me había introducido me esperaba a la puerta; me llevó a través de los corredores hasta una salida secreta que da a la calle de Vaugirard; salí con el alma entristecida y gozosa a la vez; entristecida por vos, mi querido Alberto, gozosa al ver la nobleza de aquella joven persiguiendo, hasta lograr vengarse, al enemigo de su padre. Os juro, Alberto, que venga de donde se quiera esta revelación, no puede ser sino de un enemigo; pero éste no es más que un agente de la Providencia.

Alberto tenía la cara oculta entre sus manos; levantó la cabeza mostrando su rostro sonrojado y bañado de lágrimas, y cogiendo del brazo a Beauchamp le dijo:

-Amigo, mi vida ha concluido, únicamente me falta no decir como vos que la Providencia me ha herido, sino buscar al hombre que me persigue con su enemistad; cuando le encuentre le mataré o me matará; confío en vuestra amistad, Beauchamp, si ya no es que el desprecio la haya sustituido en vuestro corazón.

-El desprecio no, amigo mío, ¿qué parte tenéis vos en esta desgracia? Afortunadamente vivimos en un tiempo en que se tienen conocimientos superiores a los antiguos, y en que no se hace a los hijos responsables de las faltas de los padres. Examinad toda vuestra vida, Alberto; data de ayer, es cierto, pero jamás aurora de más hermoso día fue más pura. No, Alberto: creedme, sois joven y rico, salid de Francia; todo se olvida pronto en esta gran Babilonia, donde la vida es tan agitada y los gustos cambian con tanta facilidad; dentro de tres o cuatro años regresaréis casado con alguna princesa rusa, y nadie pensará en lo que pasó ayer, y con mucha menos razón en lo que sucedió hace dieciséis años.

-Gracias, mi querido Beauchamp, gracias por la excelente intención que dictan vuestras palabras; pero eso no puede ser; os he hecho conocer mi deseo, mi voluntad. Bien conocéis que siendo interesado en este asunto no puedo verlo como vos; lo que os parece que trae su origen del cielo, lo creo yo de un origen menos puro; no pienso que la Providencia tenga nada que ver en todo esto, afortunadamente para mí, porque en lugar del mensajero invisible e incorpóreo, encontré un ente palpable y visible, del que me vengaré; ¡oh!, sí; me vengaré de cuanto sufro de un mes a esta parte, ahora os lo repito: si sois mi amigo, como vos decís, ayudadme a buscar la mano de donde ha partido este golpe.

-Sea -dijo Beauchamp-, si queréis que baje a la tierra de nuevo, bajaré; si queréis buscar a un enemigo, lo buscaré con vos, y lo hallaré, porque tengo tanto interés en ello como vos, porque mi honor exige también que lo hallemos.

-Pues bien, Beauchamp, ya veis que no debemos perder tiempo: empecemos nuestras indagaciones; el delator no ha sido aún castigado, y esperará probablemente quedar impune, y por mi honor, si así lo cree, se engaña.

-Entonces, escuchadme, Morcef.

-¡Ah!, Beauchamp, veo que sabéis algo, y ello me da la vida.

-No os diré que sea la realidad, pero al menos es una luz en medio de tantas tinieblas, y siguiéndola llegaremos hasta el fin.

-Hablad, ya veis mi impaciencia.

-Voy a contaros lo que os oculté a mi vuelta de Janina.

-Hablad, entonces.

-He aquí lo que pasó, Alberto; fui naturalmente a casa del primer banquero de la ciudad para tomar informes; apenas pronuncié las primeras palabras, y aun antes de nombrar a vuestro padre:

-¡Ah!, me dijo, adivino lo que os ha traído aquí.

-¿Cómo y por qué?

-Porque hace apenas quince días que he sido interrogado sobre el mismo punto.

-¿Por quién?

-Por un banquero de París, mi corresponsal.

-¿Y se llama?

-Señor Danglars.

-¡Él! -exclamó Alberto-, en efecto, él es quien hace mucho tiempo persigue con su odio a mi pobre padre; él, el hombre que pretende ser popular y que no perdona al conde de Morcef el haber llegado a ser par de Francia; y... sí, el haber dado al traste con la boda sin decir por qué, sí, sí, él es.

-Informaos, Alberto, pero no os dejéis arrebatar por la cólera antes de tiempo; informaos, digo, y si es cierto...

-¡Oh!, sí, es cierto; me pagará cuanto he sufrido.

-Tened presente, Morcef, que es un anciano.

-Respetaré su edad como él ha respetado el honor de mi familia; si a quien quería perder era a mi padre, ¿por qué no le buscó? ¡Oh!, no, él ha tenido miedo de verse cara a cara con un hombre.

-No os diré que no, Alberto; lo que exijo es que os contengáis y obréis con prudencia.

-Descuidad, además me acompañaréis, Beauchamp; las cosas interesantes y solemnes deben tratarse ante testigos; antes que pase el día si el señor Danglars es culpable, habrá dejado de existir o yo habré muerto. Por vida de Dios, Beauchamp, quiero hacer magníficos funerales a mi honor.

-Alberto, cuando se toman semejantes resoluciones es preciso ponerlas en práctica en seguida; ¿queréis ir a casa del señor Danglars...? Pues salgamos.

Enviaron a buscar un coche de alquiler, y al entrar en casa del banquero vieron allí el faetón y el criado del señor Cavalcanti a la puerta.

-¡Ah, ah! -dijo con voz sombría Alberto-, esto va bien; si el señor Danglars no quiere batirse, mataré a su yerno: ¡éste sí se batirá...! un Cavalcanti.

Anunciaron el joven al banquero, que al nombre de Alberto, y sabiendo lo que había ocurrido el día antes, prohibió que le dejasen entrar; pero era ya tarde. Alberto había seguido al lacayo, oyó la orden, forzó la puerta, y penetró, seguido de Beauchamp, en el despacho del banquero.

-Pero, caballero -le dijo éste-, ¿no es uno dueño ya de recibir o no en su casa a las personas que quiere? Me parece que os conducís de un modo muy extraño.

-No, señor -dijo fríamente Alberto-, hay circunstancias, y os halláis en una de ellas, en que, salvo ser un cobarde, os ofrezco ese refugio, es preciso estar visible, al menos para ciertas personas.

-¿Qué queréis de mí?

-Quiero -dijo Morcef, acercándose sin hacer caso, al parecer, de Cavalcanti, que estaba junto a la chimenea- proponeros una cita en un lugar retirado y donde nadie nos interrumpa durante diez minutos; de los dos solamente volverá uno.

Danglars palideció; Cavalcanti hizo un movimiento y Alberto se volvió súbitamente.

-¡Oh, Dios mío! -dijo-, acercaos; venid si gustáis, señor conde; tenéis derecho para ser de la partida, yo doy esta clase de citas a cuantos quieren aceptarlas.

Cavalcanti miró estupefacto a Danglars, el cual, haciendo un esfuerzo se levantó y vino a colocarse entre los dos jóvenes; el ataque de Alberto a Andrés le hizo creer que su visita tenía otra causa distinta de la que creyó en un principio.

-¡Ah!, si venís a buscar querellas con el señor, porque le he preferido a vos, os prevengo que haré un asunto grave de este insulto, y daré parte al procurador del rey.

-Os engañáis -dijo Morcef con sombría sonrisa-, no hablo con relación al matrimonio, y si me he dirigido al señor Cavalcanti, ha sido porque he creído ver en él la intención de intervenir en nuestra discusión, y tenéis razón, hoy estoy con ganas de buscar disputa, pero tranquilizaos, señor Danglars, la preferencia es vuestra.

-Caballero -respondió Danglars, pálido de cólera y de miedo-, os advierto que cuando tengo la desgracia de encontrarme con un dogo rabioso, le mato, y lejos de creerme culpable, pienso que he hecho un servicio a la sociedad; así, os prevengo que si estáis rabioso, os mataré sin piedad. ¿Tengo yo la culpa de que vuestro padre esté deshonrado?

-Sí, miserable, la culpa es tuya -gritó Morcef.

Danglars dio un paso atrás.

-¡La culpa mía! -dijo-, ¿estáis loco? ¿Sé yo la historia griega? ¿He viajado por aquel país? ¿He aconsejado a vuestro padre que vendiese el castillo de Janina y que hiciese traición...?

-¡Silencio! -dijo Alberto-, no sois vos el que directamente ha causado este escándalo; pero lo habéis provocado hipócritamente.

-Sí. ¿Y de dónde procede la revelación?

-Me parece que el periódico ha dicho de Janina.

-¿Quién ha escrito a Janina?

-¿A Janina?

-Sí, ¿quién ha escrito pidiendo informes sobre mi padre?

-Me parece que todo el mundo puede escribir a Janina.

-Una sola persona ha sido quien lo ha hecho.

-¿Una sola?

-Sí, y ésa sois vos.

-He escrito sin duda; me parece que cuando un padre va a casar a una hija, tiené derecho a tomar informes sobre la familia del joven a quien va a unirla, y esto no sólo es un derecho, sino un deber.

-Habéis escrito -dijo Alberto- sabiendo muy bien la respuesta que os darían.

-¡Yo!, ¡ah!, os juro -dijo Danglars con una confianza y una seguridad hijas, menos quizá de su miedo, que de la compasión que sentía por el desgraciado joven-, os juro que jamás habría pensado en escribir a Janina. ¿Conocía por ventura la catástrofe de Alí-Bajá?

-Entonces alguien os incitó para ello.

-Desde luego.

-¿Os han incitado?

-Sí.

-¿Y quién...? acabad...

-Es muy sencillo: hablaba de los antecedentes de vuestro padre; decía que el origen de su fortuna había permanecido siempre ignorado, la persona me preguntó dónde había adquirido vuestro padre su fortuna y respondí que en Grecia; ¡pues bien! -me dijo-, escribid a Janina.

-¿Y quién os dio ese consejo?

-El conde de Montecristo, vuestro amigo.

-¿El conde de Montecristo os dijo que escribieseis a Janina?

-Sí, y así lo hice. Si queréis ver mi correspondencia, os la enseñaré.

Alberto y Beauchamp cambiaron una mirada.

-Caballero -dijo Beauchamp, que hasta entonces no había tomado la palabra-, parece que acusáis al conde, que se halla ausente de París, y que en este momento no puede justificarse.

-No acuso a nadie; digo la verdad, y repetiré delante del conde de Montecristo cuanto acabo de deciros ahora.

-¿Y el conde conoce la respuesta que recibisteis?

-Se la enseñé.

-¿Sabía que el nombre de pila de mi padre era Fernando y su apellido Mondego?

-Sí, se lo había dicho yo hace tiempo; por lo demás, no he hecho más que lo que haría cualquier otro en mi lugar, y aun quizá menos. Cuando al día siguiente de recibida esta respuesta, vuestro padre, incitado por Montecristo, vino a pedirme mi hija como se acostumbra, se la negué, es verdad, y se la negué sin darle motivos, sin explicaciones, sin ruido; ¿y qué necesidad tenía yo de un escándalo? ¿Qué me importaba a mí el honor o el deshonor del señor de Morcef? Esto no haría alzar ni bajar la renta.

Alberto sintió que el rubor encendía sus mejillas; no había duda, Danglars se defendía con bajeza, pero con la seguridad de un hombre que dice si no toda la verdad, gran parte de ella, no por conciencia, sino por miedo; y además, ¿qué era lo que buscaba Morcef? No la mayor o menor culpabilidad de Danglars o Montecristo, sino un hombre que le respondiese de la ofensa, que se batiese, y claro era ya que Danglars no se batiría.

Ahora se acordaba de cosas que había olvidado o que habían pasado inadvertidas. Montecristo lo sabía todo, puesto que había comprado la hija de Alí-Bajá, y había, no obstante, aconsejado a Danglars que escribiese a Janina; conociendo la respuesta, había accedido al deseo manifestado por Alberto de ser presentado a Haydée; una vez ante ella, hizo recaer la conversación sobre la muerte de Alí; pero habiendo dicho algunas palabras en griego a la joven, que no permitieron que éste conociese por la relación de la muerte de Alí, a su padre. ¿No había rogado a Morcef que no pronunciase el nombre de su padre delante de Haydée? En fin, se llevó a Alberto a Normandía en el momento en que el gran escándalo iba a producirse. Ya no podía dudar, todo había sido calculado, y sin duda Montecristo estaba de acuerdo con los enemigos de su padre.

Alberto llamó aparte a Beauchamp y le comunicó todas estas reflexiones.

-Es verdad -le dijo-, el señor Danglars no tiene en esto más que una parte material, a Montecristo es a quien debéis pedir una explicación.

Alberto se volvió.

-Caballero -dijo a Danglars-, comprendéis que no me despido aún definitivamente de vos; me queda todavía por averiguar si vuestras inculpaciones son justas: voy a asegurarme de ello en casa del conde de Montecristo.

Y saludando al banquero salió sin hacer caso de Cavalcanti. Danglars le acompañó hasta la puerta y allí aseguró de nuevo a Alberto que ningún motivo de enemistad personal tenía con el conde de Morcef.

Capítulo Quinto

El insulto

Beauchamp detuvo a Morcef a la puerta de la casa del banquero.

-Escuchad -le dijo-, hace poco que habéis oído en casa de Danglars que al conde de Montecristo debéis pedirle una explicación.

-Sí; ahora mismo vamos a su casa.

-Un momento, Morcef; antes de presentarnos en ella, reflexionad.

-¿Qué queréis que reflexione?

-La gravedad del paso que vas a dar.

-¿Es más que haber venido a ver a Danglars?

-Sí. Danglars es un hombre de dinero, y éstos saben demasiado bien el capital que arriesgan batiéndose; el otro, por el contrario, es un noble, al menos en la apariencia, ¿y no teméis encontrar bajo el noble al hombre intrépido y valeroso?

-Lo único que temo encontrar es un hombre que no quiera batirse.

-¡Oh!, podéis estar tranquilo, éste se batirá; lo único que temo es que lo haga demasiado bien, tened cuidado.

-Amigo -dijo Morcef sonriéndose-, es cuanto puedo apetecer, nada puede sucederme que sea para mí más dichoso que morir por mi padre: esto nos salvará a todos.

-Vuestra madre se moriría.

-¡Pobre madre! -dijo Alberto, pasando la mano por sus ojos-, bien lo sé; pero es preferible que muera de esto que de vergüenza.

-¿Estáis bien decidido, Alberto?

-Vamos.

-Creo, sin embargo, que no le encontraremos.

-Debía salir para París pocas horas ya habrá llegado.

Subieron al carruaje, que les condujo a la entrada de los Campos Elíseos, número 30. Beauchamp quería bajar solo; pero Alberto le hizo observar que, saliendo este asunto de las reglas ordinarias, le era permitido separarse de las reglas de etiqueta del duelo.

Era tan sagrada la causa que hacía obrar al joven, que Beauchamp no sabía oponerse a sus deseos; cedió, y se contentó con seguirle.

De un salto plantóse Alberto del cuarto del portero a la escalera; abrióle Bautista. El conde acababa de llegar, estaba en el baño, y había dicho que no recibiese a nadie.

-¿Y después del baño? -preguntó Morcef.

-El señor conde comerá.

-¿Y después de comer?

-Dormirá por espacio de una hora.

-¿Y a continuación?

-Irá a la ópera.

-¿Estáis seguro?

-Sí, señor; ha mandado que el carruaje esté listo a las ocho en punto.

-Muy bien -dijo Alberto-, es cuanto deseaba saber.

Y volviéndose en seguida a Beauchamp:

-Si tenéis algo que hacer, querido mío, despachad vuestras diligencias en seguida; si tenéis alguna cita para esta noche, aplazadla hasta mañana. Cuento con que me acompañaréis esta noche a la ópera, y que si podéis haréis que venga con vos Chateau-Renaud.

Beauchamp aprovechó el permiso, y se despidió de Alberto, ofreciéndole que iría a buscarle a las ocho menos cuarto.

Alberto volvió a su casa, y avisó a Franz y a Debray que deseaba verles por la noche en la ópera.

Fue en seguida a ver a su madre, que desde el acontecimiento del día anterior no salía de su cuarto ni permitía entrar a nadie; hallóla en cama, abismada por el dolor de aquella pública humillación.

La vista de Alberto produjo en Mercedes el efecto que debía esperarse; apretó la mano de su hijo, y prorrumpió en copioso llanto. Las lágrimas la aliviaron.

Alberto permaneció un momento en pie y sin proferir una palabra junto a la cama de su madre. Veíase en su pálida cara y sus fruncidas cejas que el deseo de venganza se arraigaba cada vez más en su corazón.

-Madre mía -dijo Alberto-, ¿conocéis algún enemigo del señor Morcef?

Mercedes se estremeció al notar que el joven no había dicho «mi padre».

-Hijo mío -le dijo-, las personas de la posición del conde tienen muchos enemigos a quienes no conocen, y éstos, como sabéis, son los más temibles.

-Lo sé, y por eso recurro a vuestra perspicacia; sois, madre mía, una mujer tan superior, que nada se os oculta.

-¿Por qué me decís eso?

-Supongo que observasteis que la noche del baile, el señor de Montecristo no se permitió tomar nada en casa.

Mercedes, incorporándose sobre el brazo, y con ardiente fiebre, le dijo:

-¡El señor de Montecristo! ¿Y qué tiene que ver eso con la pregunta que me hacéis?

-Sabéis, madre mía, que Montecristo es casi un oriental, y los orientales, para conservar toda su libertad en su venganza, no comen ni beben jamás en casa de sus enemigos.

-¿El señor de Montecristo nuestro enemigo, decís, Alberto? -respondió Mercedes poniéndose pálida como una muerta-. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Y por qué? ¿Estáis loco, Alberto? Montecristo nos ha manifestado siempre la mayor amistad, os ha salvado la vida, y vos mismo nos lo presentasteis; ¡oh, hijo mío!, si tenéis semejante idea, desechadla; y si puedo recomendaros, o mejor diré rogaros, una cosa, es que estéis bien con él.

-Madre mía, ¿tenéis sin duda algún motivo personal para recomendarme tanto a ese hombre?

-¡Yo! -replicó Mercedes poniéndose colorada con la misma rapidez con que antes había palidecido, y volviendo de nuevo a su palidez.

-Sí, sin duda, y esa razón no es -dijo Alberto- la de que ese hombre no puede hacernos mal.

-Me habláis de un modo extraño, Alberto, y me hacéis singulares prevenciones. ¿Qué os ha hecho el conde? Hace tres días que estabais con él en Normandía, y le mirabais como a vuestro mejor amigo.

Una sonrisa irónica se asomó a los labios de Alberto; Mercedes la vio, y con el instinto de mujer y de madre lo adivinó todo; pero prudente y valerosa, ocultó su turbación y su miedo.

Alberto permaneció silencioso, y la condesa al poco rato reanudó la conversación.

-¿Veníais a preguntarme cómo estaba? Os responderé francamente, hijo mío, que no me siento bien; debéis quedaros aquí, Alberto; me acompañaréis, necesito no estar sola.

-Con mucho gusto, madre mía. Sabéis que es mi mayor dicha, pero un asunto urgente e importante me impide haceros compañía esta noche.

-¡Ah!, muy bien, Alberto; no quiero que seáis esclavo de vuestra piedad filial.

Alberto hizo como que no oía, saludó a su madre y salió.

Apenas hubo cerrado la puerta, cuando Mercedes mandó llamar a un criado de confianza, le ordenó que siguiese a Alberto a todas partes y viniese a darle cuenta de todo.

En seguida, entró su doncella, y aunque muy débil, se vistió para estar pronta a lo que pudiera presentarse.

La comisión dada al lacayo no era difícil de ejecutar. Alberto entró en su cuarto y se vistió con suma elegancia; a las ocho menos diez minutos llegó Beauchamp; había visto a Chateau-Renaud, el que le había ofrecido encontrarse en la orquesta al levantarse el telón.

Ambos subieron en el coche de Alberto, que no teniendo motivo para ocultar adónde iba, dijo:

-A la Opera.

Tal era su impaciencia que llegó mucho antes de que se alzara el telón.

Chateau-Renaud se hallaba sentado en su butaca, prevenido de todo por Beauchamp, y así Alberto no tuvo necesidad de decirle nada; la conducta de este hijo, que procuraba vengar a su padre, era tan natural, que Chateau-Renaud no pensó en disuadirle, y se contentó con renovarle la promesa de que estaba a su disposición.

Debray no había llegado aún; pero Alberto sabía que rara vez faltaba a la Opera; se paseó de un lado a otro hasta que se levantó el telón. Esperaba encontrar a Montecristo en los corredores o en la escalera.

Empezó la ópera, y fue a ocupar su asiento entre Chateau-Renaud y Beauchamp.

Pero su vista no se apartaba de aquel palco entre columnas, que durante todo el primer acto permaneció cerrado.

Finalmente, al mirar Alberto su reloj por centésima vez, al principio del segundo acto, la puerta se abrió, y Montecristo, vestido de negro, entró y se apoyó sobre la baranda para mirar a la sala; Morrel le seguía, buscando con la vista a su hermana y a su cuñado; divisóles en un palco segundo, y les saludó.

Al mirar el conde a la sala, vio sin duda un rostro pálido y dos ojos centelleantes que ávidamente le buscaban: reconoció a Alberto; pero la expresión que notó en aquella fisonomía tan trastornada, le aconsejó sin duda que fingiese no fijarse, cual si no le hubiese distinguido; sin dar, pues, lugar a que pudiese conocerse su pensamiento, se acomodó en su asiento, sacó su lente, y se puso a mirar con la mayor indiferencia a uno y otro lado.

Pero aunque aparentaba no hacer caso de Alberto, no le perdía de vista, y al caer el telón, concluido el segundo acto, su mirada infalible siguió al joven, que salía acompañado de sus dos amigos; al poco tiempo vio aparecer aquella misma cabeza por entre los cristales de un palco frente al suyo; comprendió que la tempestad se avecinaba, y aun cuando hablaba a Morrel con un semblante el más risueño, se había preparado a todo antes que oyese a la llave dar vuelta en la cerradura de su palco; abrióse éste, y Montecristo se volvió y se encontró con Alberto, lívido y temblando; tras él entraron Beauchamp y Chateau-Renaud.

-¡Hola! -exclamó con aquella exquisita finura que le distinguía-, he aquí un caballero que ha llegado al fin. Buenas noches, señor de Morcef.

Y el rostro de aquel hombre tan admirablemente dueño de sí mismo manifestaba la más perfecta cordialidad.

Morrel se acordó entonces de la carta que había recibido del vizconde, y en la que sin más explicación le rogaba asistiese a la ópera, y conoció que iba a suceder una terrible escena.

-No venimos aquí para cambiar frases hipócritas o falsas muestras de amistad -dijo el joven-, venimos a pediros una explicación, señor conde.

Su voz era lúgubre, y apenas se dejaba oír por entre sus dientes, fuertemente apretados.

-¿Una explicación en la Opera? -dijo el conde, con aquel tono tranquilo y aquella mirada penetrante en que se distinguía al hombre enteramente dueño de sí mismo-. Por poco versado que esté en las costumbres de París, no me parece, caballero, que sea éste el lugar adecuado para pedir explicaciones.

-Cuando las personas se ocultan, cuando es imposible llegar hasta ellas, porque se excusan con que están en el baño, en la mesa o en la cama, es preciso dirigirse a ellas donde se las encuentra.

-No es difícil hallarme -dijo Montecristo-, porque, si mal no recuerdo, ayer mismo estabais en mi casa.

-Ayer -dijo el joven, que se iba acalorando- estaba en vuestra casa porque ignoraba quién erais.

Y al decir estas palabras, Alberto levantó la voz de modo que pudiesen oírlas las personas de los palcos inmediatos y las que pasaban por los corredores. Las unas volvieron la vista hacia el conde y las otras se detuvieron a la puerta detrás de Beauchamp y Chateau-Renaud, al ruido de aquel altercado.

-¿De dónde venís? -preguntó Montecristo-, me parece que habéis perdido la cabeza. -Y su semblante no dejó traslucir la menor emoción.

-Con tal que comprenda vuestras perfidias y llegue a vengarme de ellas, tendré toda mi razón -dijo Alberto, furioso.

-No os comprendo -replicó Montecristo-, y aun cuando os comprendiera, no hablaríais más alto: estoy aquí en mi casa, y solamente yo tengo el derecho de levantar la voz sobre los demás. Salid, caballero.

Y mostró la puerta a Alberto con un admirable ademán imperativo.

-¡Ah!, yo soy el que haré que salgáis vos de aquí -respondió Alberto, apretando entre sus manos convulsivas su guante, que el conde no perdía de vista.

-¡Bien! ¡Bien! -dijo flemáticamente Montecristo-, buscáis una querella, caballero, lo veo; pero un consejo, vizconde, y conservadlo bien en la memoria: es muy mala costumbre meter ruido al provocar. No a todos conviene el ruido, señor de Morcef.

Al oír aquel nombre, un murmullo sordo se dejó oír entre los asistentes extraños a esta escena. Todos hablaban de Morcef desde la víspera.

Alberto, mejor que todos, y el primero, comprendió la alusión e hizo la demostración como de ir a tirar el guante al rostro del conde, pero Morrel le sujetó por la muñeca, mientras Beauchamp y Chateau-Renaud le detenían por detrás, temiendo que la escena rebasara los límites de una provocación.

Montecristo, sin levantarse, inclinando su silla solamente, alargó la mano, y cogiendo el guante húmedo y arrugado que el joven tenía en las suyas, le dijo con terrible acento:

-Caballero, tengo por arrojado vuestro guante, y os lo enviaré envuelto con una bala; ahora ya, salid de aquí o llamo a mis criados y os hago poner en la puerta.

Ebrio, trastornado e inyectándosele los ojos en sangre, Alberto dio dos pasos atrás. Morrel aprovechó el momento para cerrar la puerta.

Montecristo volvió a tomar su lente, y se puso a mirar de un lado a otro, como si nada de particular hubiese sucedido.

-¿Qué le habéis hecho? -dijo Morrel.

-Yo, nada, personalmente al menos.

-Sin embargo, esta extraña escena debe tener una causa.

-La aventura del conde de Morcef exaspera al desgraciado joven.

-¿Tenéis alguna parte en ella?

-Haydée es la que ha instruido a la Cámara de los Pares de la traición de su padre.

-Me habían dicho, efectivamente, aunque no quise creerlo, que la esclava griega que he visto con vos en este mismo palco es la hija de Alí-Bajá; pero repito que no quise creerlo.

-Pues es verdad.

-¡Ay, Dios mío!, ahora lo comprendo todo, y esta escena ha sido premeditada.

-¿Cómo es eso?

-Alberto me escribió que no dejase de venir esta noche a la Opera, y fue sin duda para que presenciase el insulto de que quería haceros objeto.

-Probablemente -dijo Montecristo con su imperturbable tranquilidad.

-¿Y qué haréis con él?

-¿Con quién?

-Con Alberto.

-¿Con Alberto? ¿Qué es lo que yo haré, Maximiliano? -respondió el conde en el mismo tono-, tan cierto como estáis aquí y aprieto vuestra mano, le mataré mañana antes de las diez; he aquí lo que haré.

Morrel estrechó la mano de Montecristo entre las suyas, y tembló al sentir aquella mano frfa y aquella pulsación tranquila: admirado, soltó la mano de Montecristo.

-¡Conde! ¡Conde! -dijo.

-Querido Maximiliano -interrumpióle Montecristo-, escuchad qué bien canta Duprez esta frase: «¡Oh! Matilde, ídolo de mi alma.» Podéis creerme. Yo he sido el primero que adivinó el gran mérito de Duprez, en Nápoles, y el primero que le aplaudió.

Morrel conoció que era inútil hablar más y aguardó.

Concluyó el acto, cayó el telón, y al poco rato llamaron a la puerta.

-Entrad -respondió Montecristo, sin que su voz mostrase alteración.

Presentóse Beauchamp.

-Buenas noches, señor Beauchamp -dijo Montecristo como si viese al periodista por primera vez en aquella noche-, sentaos.

Beauchamp saludó y se sentó.

-Caballero -dijo a Montecristo-, acompañaba un momento ha, como pudisteis ver, al señor de Morcef.

-Lo cual significa que vendríais de comer juntos -respondió Montecristo riéndose-, me alegro de ver que habéis sido más sobrio que él.

-Convengo en que Alberto no ha tenido razón para arrebatarse de aquel modo, y yo por mi parte vengo a presentaros mis excusas: ahora que están hechas las mías, oíd, señor conde, os diré que os supongo demasiado galante para rehusar el dar alguna explicación de vuestras relaciones con la gente de Janina; y después añadiré dos palabras sobre esa joven griega.

Montecristo le hizo seña de que bastaba.

-Vamos -dijo riéndose-, he aquí todas mis esperanzas destruidas.

-¿Por qué? -preguntó Beauchamp.

-Claro, me habéis creado una reputación de excentricidad; soy, según vos, un Lara, un Manfredo, un lord Ruthwen; y después de pasar por excéntrico, echáis a perder vuestro tipo, y queréis hacerme un hombre cualquiera, común, vulgar: me pedís explicaciones, en fin. Vamos, señor Beauchamp, queréis reíros.

-Sin embargo, hay ocasiones -respondió Beauchamp con altanería-, en que el honor manda...

-Señor de Beauchamp -le interrumpió aquel hombre extraño-, quien manda al conde de Montecristo es el conde de Montecristo; así, pues, no hablemos más de eso, si gustáis; hago lo que quiero, y creedme, siempre está bien hecho.

-Caballero, no se paga a hombres de honor con esa moneda, y éste exige garantías.

-Yo soy una garantía viva -respondió Montecristo, impasible; pero sus ojos centelleaban amenazadores-. Los dos tenemos en nuestras venas sangre que deseamos derramar; he aquí nuestra mutua garantía; llevad esta respuesta al vizconde, y decidle que mañana antes de las diez habré visto correr la suya.

-Sólo me resta, pues -dijo Beauchamp-, fijar las condiciones del combate.

-Me son del todo indiferentes -dijo el conde-, y era inútil venir a distraerme durante el espectáculo por tan poca cosa. En Francia se baten con espada o pistola, en las colonias con carabina y en Arabia con puñal. Decid a vuestro ahijado que aunque insultado, para ser excéntrico hasta el fin, le dejo el derecho de escoger las armas, y que aceptaré cualquiera sin distinción, cualquiera, entendéis bien, todo, todo; hasta el combate por suerte, que es lo más estúpido; pero yo estoy seguro de una cosa, y es que ganaré.

-Está seguro de ganar -dijo Beauchamp, mirando espantado al conde.

-¡Eh!, ciertamente -dijo Montecristo, alzando ligeramente los hombros-, sin eso no me batiría con el señor de Morcef. Le mataré, es preciso, y sucederá. Os suplico tan sólo que me enviéis esta noche dos líneas, indicándome las armas y la hora, pues no me gusta que me esperen.

-La pistola; a las ocho de la mañana en el bosque de Bolonia -dijo Beauchamp sin saber si tenía que habérselas con un fanfarrón charlatán o con un ser sobrenatural.

-Bien -dijo Montecristo-, ahora que todo está arreglado, dejadme oír la ópera, y decid a vuestro amigo Alberto que no vuelva por aquí esta noche con sus brutalidades de mal género, que se retire a su casa y se acueste.

Beauchamp se retiró admirado.

-Ahora cuento con vos, ¿no es cierto? -dijo Montecristo volviéndose hacia Morrel.

-Ciertamente, y podéis disponer de mí, conde; sin embargo...

-¿Qué?

-Sería importante conocer la verdadera causa...

-¿Luego, rehusáis?

-No.

-¿La verdadera causa, Morrel? -dijo el conde-, ese joven marcha a ciegas y no la conoce él mismo: la verdadera causa la sabemos Dios y yo; pero os doy mi palabra de honor que Dios que la conoce estará por nosotros.

-Eso me basta, conde -respondió Morrel-. ¿Quién es vuestro segundo testigo?

-No conozco a nadie en París, a quien yo quiera hacer este honor más que a vos y a vuestro cuñado Manuel. ¿Creéis que rehusará este servicio?

-Os respondo de él como de mí.

-Bien; es cuanto necesito; por la mañana, a las siete y media, en mi casa. ¿No es eso?

-Estaremos allí.

-¡Chist!, he aquí que se levanta el telón: escuchemos; tengo por costumbre no perder una nota en esta ópera; ¡es tan hermosa la música del Guillermo Tell!

Montecristo esperó, según su costumbre, a que Duprez hubiese cantado su famosa Sígueme, y entonces se levantó y salió.

A la puerta se separó de él Morrel, renovándole la promesa de ir a su casa con Manuel al día siguiente a las siete de la mañana en punto. Subió en seguida a su coche tranquilo y risueño; a los cinco minutos estaba en su casa; solamente el que no conociese al conde podría dejarse engañar al ver el modo con que al entrar dijo a Alí:

-Alí, mis pistolas con culata de marfil.

Trájole la caja, la abrió, y el conde se puso a examinarlas con aquella atención propia del hombre que va a confiar su vida a un poco de hierro y plomo.

Eran pistolas no comunes, que Montecristo había mandado hacer para tirar al blanco dentro de su habitación; una cápsula sola bastaba para hacer salir la bala; el ruido era casi imperceptible, tanto que en la habitación inmediata ninguno hubiera podido dudar de que el conde, como se dice en términos de tiro, se ocupaba en ejercitar su pulso.

Apenas había cogido la pistola, y se preparaba a buscar el blanco en una plancha de plomo que le servía para tal efecto, cuando se abrió la puerta del despacho y entró Bautista.

Pero antes de que éste hablase, el conde vio en la pieza inmediata a una mujer rubierta con un velo, que había seguido al criado; ella, que vio también al conde con la pistola en la mano y dos floretes de combate sobre la mesa, entró inmediatamente en la habitación.

-¿Quién sois, señora? -preguntó el conde a la mujer cubierta aún con el velo.

La desconocida miró en derredor para asegurarse de que estaban solos, e inclinándose después como si hubiese querido arrodillarse, juntando las manos y con el acento de la desesperación:

-¡Edmundo -dijo-, no matéis a mi hijo!

El conde retrocedió; un grito se escapó de sus labios, y dejó caer el arma que tenía en la mano.

-¿Qué nombre acabáis de pronunciar, señora de Morcef? -dijo.

-El vuestro -respondió levantando su velo-, el vuestro, que solamente yo no he olvidado. Edmundo, no es la señora de Morcef la que viene a veros; es Mercedes.

-Mercedes murió, señora, y no conozco ya a ninguna de ese nombre.

-Mercedes vive, y Mercedes se acuerda de vos; no sólo os conoció al veros, sino aun antes, al sonido de vuestra voz; desde entonces os sigue paso a paso, vela sobre vos y os teme; ella no ha tenido necesidad de adivinar de dónde salió el golpe que ha herido al señor de Morcef.

-Fernando, queréis decir, señora -prosiguió Montecristo con amarga ironía-, puesto que recordamos nuestros nombres propios, recordémoslos todos.

Y Montecristo pronunció aquel Fernando con tal expresión de odio, que Mercedes sintió un frío temblor que se apoderaba de todo su cuerpo.

-Bien veis, Edmundo, que no me había engañado y que con razón os decía: ¡no matéis a mi hijo!

-¿Y quién os ha dicho, señora, que yo quiero hacer algún daño a vuestro hijo?

-¡Nadie, Dios mío!, pero una madre está dotada de doble vista: todo lo he adivinado, le he seguido esta noche a la Opera, y oculta en un palmera, lo he visto todo.

-Así, pues, ya que lo habéis visto todo, ¿habréis visto también que el hijo de Fernando me ha insultado públicamente? -dijo Montecristo con una calma terrible.

-¡Oh! ¡Por piedad!

-Ya habéis visto que me habría arrojado el guante a la cara si uno de mis amigos, el señor Morrel, no le hubiese detenido el brazo.

-Escuchadme: mi hijo todo lo ha adivinado, y os atribuye las desgracias de su padre.

-Señora -dijo Montecristo-, os engañáis, no son desgracias, es un castigo; no he sido yo, ha sido la Providencia la que ha castigado al señor de Morcef.

-¿Y por qué sustituís vos a la Providencia? -exclamó Mercedes-. ¿Por qué os acordáis, cuando ella olvida? ¿Qué os importan a vos, Edmundo, Janina y su visir? ¿Qué mal os hizo Fernando Mondego al hacer traición a Alí-Tebelín?

-Pero eso, señora, es un asunto que concierne al capitán franco y a la hija de Basiliki. Nada tengo que ver con eso; decís muy bien, y por eso si he jurado vengarme, no es ni del capitán franco, ni del conde de Morcef, sino del pescador Fernando, marido de la catalana Mercedes.

-¡Ah! -dijo la condesa-, ¡qué terrible venganza, por una falta que la fatalidad me hizo cometer!, porque la culpable soy yo, Edmundo, y si queríais vengaros debió ser de mí, que no tuve fuerza para resistir vuestra ausencia y mi soledad.

-Pero ¿por qué estaba yo ausente y vos sola?

-Porque estabais detenido, Edmundo, porque estabais preso.

-¿Y por qué estaba yo preso?

-No lo sé -dijo Mercedes.

-No lo sabéis, señora, así lo creo; pero voy a decíroslo; me prendieron, porque la víspera misma del día en que iba a casarme con vos, en una glorieta de la Reserva, un hombre llamado Danglars escribió esta carta que el pescador Fernando se encargó de poner en el correo.

Y dirigiéndose hacia un escritorio, abrió Montecristo un cajón y sacó un papel, cuya tinta se había ya enrojecido, poniendo a la vista de Mercedes la carta de Danglars al procurador del rey, que el día en que había pagado los doscientos mil francos al señor Boville, el conde, nombrándose agente de la casa de Thompson y French, había sustraído del proceso de Edmundo Dantés.

Mercedes leyó temblando lo siguiente:

«Se advierte al señor procurador del rey, por un amigo del trono y de la religión, que el llamado Edmundo Dantés, segundo del navío El Faraón, llegado esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y Porto-Ferrajo, ha sido encargado por Murat de una carta para el usurpador, y por éste de otra para el comité bonapartista de París.
La prueba de este crimen se adquirirá prendiéndole, pues se le encontrará la carta encima, o en casa de su padre, o en su camarote a bordo.»

-Ay, ¡Dios mío! -dijo Mercedes pasando la mano por su frente, inundada en sudor-, y esta carta...

-Doscientos mil francos me ha costado el poseerla, señora, pero es barata aún, puesto que me permite hoy disculparme a vuestros ojos.

-¿Y el resultado de esta carta?

-Ya lo sabéis, señora, fue mi prisión; pero ignoráis el tiempo que duró, ignoráis que permanecí catorce años a un cuarto de legua de vos en un calabozo en el castillo de If: lo que no sabéis es que cada día durante estos catorce años he renovado el juramento de venganza que había hecho el primero de ellos, y sin embargo ignoraba que os hubieseis casado con Fernando, mi delator, y que mi padre había muerto... ¡de hambre!

-¡Santo cielo! -exclamó Mercedes.

-Pero lo supe al salir de mi prisión; y por Mercedes viva y por mi padre muerto, juré vengarme de Fernando, y me vengo.

-¿Y estáis seguro de que el desgraciado Fernando hizo eso?

-Por mi alma, señora, lo ha hecho como os lo digo; y además ¿no es mucho más odioso el haberse pasado a los ingleses siendo francés por adopción; siendo español de nacimiento haber hecho la guerra a los españoles; estipendiario de Alí, venderle traidoramente y asesinarle? Ante tales hechos, ¿qué es la carta? Una mixtificación galante que debe perdonar, lo reconozco y lo confieso, la mujer que se ha casado con ese hombre, pero que no perdona el amante que debió casarse con ella. Ahora bien, los franceses no se han vengado nunca del traidor: los españoles no le han fusilado. Alí desde su tumba ve sin castigo al asesino; pero yo, engañado, asesinado, enterrado vivo en una tumba, he salido de ella, gracias a Dios, y a Dios debo la venganza; me envía para eso y aquí estoy.

La pobre mujer inclinó la cabeza, dobláronse sus piernas y cayó de rodillas.

-Perdonad, Edmundo, perdonad por Mercedes que os ama aún.

La dignidad de la esposa detuvo el ímpetu de la amante y de la madre.

Su frente se inclinó casi hasta tocar la alfombra.

El conde se acercó a ella y la levantó.

Sentada en un sillón, pudo en medio de sus lágrimas ver el rostro varonil de Montecristo en el que el dolor y el odio se pintaban de un modo amenazador.

-¡Que no haya yo de extirpar esa raza maldita...! ¡Que desobedezca a Dios que me ha sostenido para su castigo...! Imposible, señora, imposible...

-Edmundo -dijo la pobre madre tocando todos los resortes-, Edmundo cuando os llamo por vuestro nombre, ¿por qué no me respondéis Mercedes?

-¡Mercedes! -repitió el conde-, ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de la melancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue.

Y temiendo ceder a los ruegos de la que tanto había amado, Edmundo llamaba en su socorro a todos los recuerdos de su odio.

-Vengaos, Edmundo -gritó la pobre madre-, vengaos sobre los culpables, sobre él, sobre mí, pero no sobre mi hijo.

-Está escrito en libro santo -respondió Montecristo-. «Las faltas de los padres caerán sobre sus hijos, hasta la tercera y cuarta generación.» Puesto que Dios ha dictado estas palabras a su profeta, ¿por qué seré yo mejor que Dios?

-Porque Dios es dueño del tiempo y de la eternidad, y estas dos cosas escapan a los hombres.

Montecristo dio un suspiro que parecía un rugido, y se mesó los cabellos con desesperación.

-Edmundo -continuó Mercedes-. Edmundo, desde que os conozco he adorado vuestro nombre, he respetado vuestra memoria. Amigo mío, no endurezcáis la imagen noble y pura que guardo en mi corazón. ¡Si supieseis los fervientes ruegos que he dirigido a Dios mientras os creí vivo y después muerto! Sí, muerto; me parecía ver vuestro cadáver sepultado en lo más hondo de una sombría torre, creía ver vuestro cuerpo precipitado en uno de aquellos abismos en que los carceleros arrojan a los prisioneros muertos, ¡y lloraba...! ¿Qué otra cosa podía yo hacer, Edmundo, sino llorar y orar? Escuchadme: durante diez años he tenido todas las noches el mismo sueño: dijeron que habíais querido evadiros, que tomasteis el puesto de uno de los presos que murió, y que arrojaron al vivo desde lo alto de la fortaleza de If; y que el grito que disteis al haceros pedazos contra las rocas lo descubrió todo. Pues bien, os juro, Edmundo, por la vida del hijo por quien os imploro, que durante diez años esa escena se ha presentado a mi imaginación todas las noches, y he oído ese grito terrible que me hacía despertar temblando, despavorida; ¡y yo también, Edmundo, creedme, yo también, por criminal que sea, yo también he sufrido mucho...!

-¿Habéis perdido vuestro padre estando ausente? -preguntó Montecristo-, ¿habéis visto a la mujer que amabais dar su mano a vuestro rival mientras os hallabais en un lóbrego calabozo?

-No -interrumpió Mercedes-, no; pero he visto al hombre que amaba, dispuesto a ser el matador de mi hijo.

Mercedes pronunció estas palabras con un dolor tan intenso y un acento tan desesperado, que un suspiro desgarrador brotó de la garganta del conde.

El león estaba amansado; el vengador, vencido.

-¿Qué me pedís, que vuestro hijo viva? Pues bien, vivirá.

Mercedes profirió un grito que hizo saltar dos lágrimas de los párpados del conde, pero aquellas dos lágrimas desaparecieron muy pronto, porque sin duda Dios había enviado un ángel para recogerlas, siendo mucho más preciosas a los ojos del Señor que las más hermosas perlas de Guzarate y de Ofir.

-¡Ah! -dijo Mercedes tomando la mano de Montecristo y llevándola a sus labios-, ¡ah!, gracias, gracias, Edmundo, te veo cual siempre te he visto, cual siempre te he amado: sí, ahora puedo decírtelo.

-Sobre todo, porque el pobre Edmundo no tendrá ya mucho tiempo que hacerse amar de vos.

-¿Qué decís, Edmundo?

-Digo que, puesto que lo ordenáis, es preciso morir.

-¡Morir! ¿Y quién dice eso? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde vienen esas ideas de muerte?

-No supondréis que ultrajado públicamente, en presencia de una sala entera, en presencia de vuestros amigos y de los de vuestro hijo, provocado por un niño, que se enorgullecerá de un perdón como de una victoria; no supondréis, digo, que me queda un solo instante el deseo de vivir. Después de vos, Mercedes, lo que más he amado es a mí mismo, quiero decir, mi dignidad; esta fuerza que me hace superior a los demás hombres, esta fuerza es mi vida. En una palabra, vos la destruís; yo muero.

-Pero este duelo no se efectuará, Edmundo, puesto que me perdonáis.

-Se efectuará, señora -dijo solemnemente Montecristo-; sólo que en lugar de la sangre de vuestro hijo que debía beber la tierra, será la mía la que correrá.

Mercedes dio un gran grito, acercóse a Montecristo, pero de repente se detuvo.

-Edmundo -dijo-, hay un Dios sobre nosotros; puesto que vivís y que os he vuelto a ver, a él me confío de todo corazón; esperando su apoyo, descanso en vuestra palabra; habéis dicho que mi hijo vivirá. Y vivirá, ¿es verdad?

-Vivirá, sí, señora -dijo Montecristo, sorprendido de que sin otra exclamación, sin otra sorpresa, Mercedes hubiese aceptado el sacrificio que le hacía.

Mercedes dio su mano al conde.

-Edmundo -le dijo con los ojos arrasados de lágrimas-, ¡cuán hermosa, cuán grande es la acción que acabáis de hacer! Es sublime haber tenido piedad de una pobre mujer que se presentaba a vos con todas las probabilidades contrarias a sus esperanzas. ¡Desdichada!, he envejecido más a causa de los disgustos que por la edad, y ni siquiera puedo recordar a mi Edmundo con una sonrisa, con una mirada; aquella Mercedes que otras veces ha pasado tantas horas contemplándole. Creedme, os he declarado que yo también había sufrido mucho, y os lo repito, es muy triste pasar la vida sin un solo goce, sin conservar una sola esperanza; pero eso prueba que todo no ha concluido aún sobre la tierra. No, todo no ha terminado, y me lo demuestra lo que me queda aún en el corazón; os lo repito, Edmundo, es hermoso, grande, sublime, perdonar como lo habéis hecho ahora.

-Decís eso, Mercedes, ¿y qué diríais si conocieseis la extensión del sacrificio que os hago? Imaginad que el Hacedor Supremo, después de haber creado el mundo y fertilizado el caos, se hubiese detenido en la tercera parte de la creación, para ahorrar a un ángel las lágrimas que nuestros crímenes debían hacer correr un día de sus ojos inmortales; suponed que después de prepararlo y fecundizarlo todo, en el instante de admirar su obra, Dios hubiese apagado el sol, y rechazado con el pie el mundo en la noche eterna; entonces podréis tener una idea o mejor, no, no, ni aun así podéis tenerla, de lo que yo pierdo, perdiendo la vida en este momento.

Mercedes miró al conde con un aire que revelaba su admiración y su gratitud. El conde apoyó su frente sobre sus manos, como si no pudiese soportar el peso de sus ideas.

-Edmundo -dijo Mercedes-, sólo me resta una palabra que deciros.

Montecristo se sonrió con tristeza.

-Edmundo -continuó ella-, veréis que si mi frente ha palidecido, si el brillo de mis ojos se ha apagado, si mi hermosura se ha marchitado, que si Mercedes, en fin, no se parece a ella, más que en los rasgos de su fisonomía, veréis que su corazón es siempre el mismo... Adiós, pues, Edmundo; nada tengo ya que pedir al cielo... Os he vuelto a ver, y os hallo tan noble y grande como otras veces. ¡Adiós, Edmundo, adiós y gracias!

Montecristo no respondió.

Mercedes abrió la puerta del despacho y había desaparecido antes que él volviese del profundo letargo en que su malograda venganza le había sumido.

Daba la una en el reloj de los Inválidos, cuando el ruido del coche que se llevaba a la señora de Morcef hizo levantar la cabeza al conde de Montecristo.

-Fui un insensato -dijo- en no haberme arrancado el corazón el día que juré vengarme.

Capítulo Sexto

El desafío

Cuando Mercedes hubo salido, todo quedó en silencio en casa de Montecristo; su espíritu enérgico se adormeció, como el cuerpo después de una gran fatiga.

-¡Qué! -dijo entre sí, mientras la lámpara y las bujías se consumían, y sus criados esperaban impacientes en la antecámara-, ¡qué!, ¡el edificio preparado con tanto trabajo, edificado con tanto cuidado, ha venido a tierra de un solo golpe, con una sola mirada, con una palabra! ¡Y qué! Era yo quien me creía algo, quien estaba tan confiado en mí mismo, quien viéndome tan poca cosa en la prisión de If, y quien habiendo sabido llegar a ser tan grande, ¡habré trabajado para ser mañana un poco de polvo! No siendo la muerte del cuerpo, esta destrucción del principio vital ¿no es el reposo al cual todos los desgraciados aspiran? Esa tranquilidad de la materia tras la que he suspirado tanto tiempo y a la que me encaminaba por medio del hambre, cuando Faria se presentó en mi calabozo. ¿Qué es la muerte para mí? Uno o dos grados más en el silencio. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos combinados con tanto trabajo, llevados a cabo con tanta constancia. La Providencia que yo creía que les favorecía, les es contraria; Dios no quiere que se cumplan.

»El peso inmenso que sobre mí echara, inmenso como el mundo y que creí poder llevar hasta el fin era según mi voluntad y no según mis fuerzas, y me será preciso abandonarlo a la mitad de mi carrera. ¡Ah!, ¡me convertiré en fatalista cuando catorce años de desesperación y diez de confianza me habían hecho providencial!

»Y todo esto, Dios mío, porque mi corazón, que yo creía muerto, estaba solamente amortiguado, porque se ha despertado y ha latido, porque ha cedido al dolor y la impresión que ha causado en mi pecho la voz de una mujer.

»No obstante -continuó el conde, abismándose cada vez más en la idea del terrible día siguiente que había aceptado Mercedes-, es imposible que esa mujer cuyo corazón es tan noble, haya obrado así por egoísmo, y consentido en que me deje matar yo, lleno de vida y fuerza; es imposible que lleve hasta este punto el amor o delirio maternal; hay virtudes cuya exageración sería un crimen. No, habrá ideado alguna escena patética, vendrá a ponerse entre las dos espadas, y eso será ridículo sobre el terreno, como ha sido sublime aquí.»

El tinte de orgullo se dejó ver en la frente del conde.

-¡Ridículo!, y recaería sobre mí... ¡Yo...!, ridículo. Vamos, prefiero morir.

Y a fuerza de exagerarse así la acción del día siguiente, llegó a decidir:

-¡Qué tontería! ¡Dárselas de generoso colocándose como un poste a la boca de la pistola que tendrá en la mano aquel joven! Jamás creerá que mi muerte ha sido un suicidio, y con todo, importa por el honor de mi memoria... no es vanidad, Dios mío, sino un justo orgullo; importa que el mundo sepa que he consentido yo, por mi voluntad, por mi libre albedrío en detener mi brazo. Es preciso, y lo haré.

Y tomando una pluma, sacó un papel de uno de los cajones del secreter, y trazó al final de este papel, que era su testamento, hecho desde su llegada a París una especie de codicilo, en el que hacía comprender su muerte aun a los menos avisados.

-Hago esto, Dios mío -dijo con los ojos levantados al cielo-, tanto por honor vuestro como por el mío: me he considerado durante diez años como el enviado por vuestra venganza, y es preciso que ese miserable Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la casualidad les ha libertado de su enemigo. Sepan que la Providencia, que había ya decretado su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y solamente han cambiado el tiempo por la eternidad.

Mientras se hallaba vacilante entre estas terribles incertidumbres, verdaderos sueños del hombre despierto por el dolor, el día que entraba por los cristales vino a iluminar sus manos pálidas, ahogadas aún en el azulado papel en que acababa de trazar aquella sublime justificación de la Providencia.

Eran las cinco de la mañana.

De pronto llegó a su oído un pequeño ruido, creyó haber oído un suspiro; volvió la cabeza, miró alrededor y no vio a nadie; el ruido sí, se repitió bastante claro para que la certidumbre sucediese a la duda.

Levantóse de su asiento, abrió con cuidado la puerta del salón, y vio sentada en un sillón, con los brazos caídos y su hermosa cabeza indinada atrás, a la bella Haydée, que se había sentado frente a la puerta, a fin de que no pudiese salir sin verla; pero que el desvelo y el cansancio la habían rendido; el ruido que hizo el conde al abrir la puerta no la despertó.

El conde fijó en ella una mirada llena de dulzura.

-Ella se ha acordado -dijo- de que tenía un hijo, y yo he olvidado que tenía una hija -y moviendo la cabeza añadió:- Ha querido verme, ¡pobre Haydée!, ha querido hablarme; teme o adivina lo que ha sucedido... No, yo no puedo irme sin decir adiós, no puedo morir sin confiarla a alguien.

Volvió a entrar en la estancia, y sentándose de nuevo agregó estas líneas:

Lego a Maximiliano Morrel, capitán de spahis, e hijo de mi antiguo patrón Pedro Morrel, armador de Marsella, veinte millones, de los gue dará una parte a su hermana y a su cuñado Manuel, en el caso que no crea que un aumento de fortuna puede perturbar su felicidad; estos veinte millones están enterrados en mi gruta de Montecristo. Bertuccio conoce el secreto.
Si su corazón está libre, y quiere casarse con Haydée, hija de Alí, bajá de Janina, a la que he educado

con el amor de un padre, y que me ha profesado la ternura de una hija, llenará, no diré mi última voluntad, pero sí mi última esperanza.
El presente testamento ha hecho ya a Haydée heredera del resto de mí fortuna, consistente en tierras, rentas en Inglaterra, Austria y Holanda, muebles de mis diferentes palacios y casas, y que fuera de los

legados hechos, asciende aún a más de sesenta millones.

Apenas había terminado de escribir esta última línea, cuando un grito que resonó a su espalda hizo que se le cayese la pluma de la mano.

-Haydée -dijo-, ¿habéis leído?

En efecto, la joven, a quien hizo despertar la luz del día que hería sus párpados, se había levantado, y acercándose al conde sin que se percibiesen sus ligeros pasos sobre la alfombra:

-¡Oh, mi señor! -dijo juntando las manos-, ¿por qué escribís a estas horas? ¿Por qué me legáis toda vuestra fortuna? ¿Os vais a separar de mí?

-Tengo que hacer un viaje -dijo Montecristo con una expresión de inefable ternura-, y si me sucediese una desgracia...

El conde se detuvo.

-¿Y bien? -preguntó la joven con un tono de autoridad que el conde no le conocía aún.

-¡Y bien!, si me sucede una desgracia, quiero que mi hija sea dichosa.

Haydée sonrió con tristeza.

-Pues bien, si morís -dijo-, legad vuestra fortuna a otros, porque si morís no tengo necesidad de nada.

Y tomando el papel lo hizo pedazos y lo arrojó en medio del salón; pero aquel esfuerzo la debilitó totalmente y cayó desmayada.

Montecristo la levantó en los brazos, y viendo sus bellos ojos cerrados y su hermoso semblante inanimado, le ocurrió por primera vez la idea de que quizá le amaba de otro modo distinto del de una hija.

-¡Ay! -murmuró-, aún hubiera podido ser dichoso.

Llevó a Haydée hasta su cuarto, y desmayada aún la entregó a sus criadas; volvió a su gabinete, y cerrando la puerta volvió a escribir el testamento.

Al terminar, oyó el ruido de un coche que entraba; acercóse a la ventana y vio bajar a Maximiliano y Manuel.

-¡Bueno! -dijo-, ya era tiempo -y cerró su testamento, poniéndole tres sellos. Un momento después se oyó ruido en el salón, y fue él mismo a abrir la puerta; presentóse Morrel, que se había adelantado veinte minutos a la hora de la cita.

-Quizá vengo muy temprano, señor conde -dijo-, pero os confesaré francamente que no he podido dormir un minuto, y lo mismo ha sucedido a todos los de casa. Tenía necesidad de veros tranquilo y animado tan valiente como siempre, para volver conmigo.

Montecristo no pudo resistir a esta prueba de afecto, y no fue la mano la que alargó al joven, sino los brazos los que abrió.

-Morrel -le dijo emocionado-, es un hermoso día para mí, pues que me veo amado de este modo por un hombre como vos. Buenos días, Manuel. ¿Conque venís conmigo, Maximiliano?

-¡Vive Dios! -dijo el capitán-. ¿Lo habíais dudado?

-Pero si yo no tuviese razón...

-Escuchad: ayer os estuve observando durante toda la escena de la provocación; he pensado toda la noche en vuestra serenidad, y he concluido o que la justicia está de vuestra parte, o que mentirá siempre el exterior de los hombres.

-Sin embargo, Morrel, Alberto es vuestro amigo.

-Un simple conocido, conde.

-Le visteis por primera vez el mismo día que a mí.

-Sí, es verdad, pero ¿qué queréis? Es preciso que me lo recordéis para que lo tenga presente.

-Gracias, Morrel.

Dio en seguida un golpe en el timbre.

-Toma -dijo a Alí, que se presentó inmediatamente-, lleva eso a casa de mi notario. Es mi testamento. Morrel, si muero, iréis a enteraros de él.

-¡Cómo! -exclamó Morrel-, ¿morir vos?

-¿Y qué, no es necesario preverlo todo? ¿Pero qué hicisteis ayer después que nos separamos, amigo querido?

-Fui a casa de Tortoni, adonde encontré a Beauchamp y Chateau-Renaud, y os confieso que les buscaba.

-¿Para qué, puesto que estábamos de acuerdo en todo?

-Escuchad, conde; el asunto es grave, inevitable.

-¿Lo dudabais?

-No. La ofensa fue pública, y todo el mundo habla de ella.

-Y bien, ¿qué?

-Esperaba hacer cambiar las armas, empleando la espada en vez de la pistola; la pistola es ciega.

-¿Lo habéis conseguido? -preguntó vivamente Montecristo, que entreveía alguna esperanza.

-No, porque saben lo bien que tiráis el florete.

-¡Bah! ¿Y quién lo ha descubierto?

-Los maestros de armas con quienes os habéis batido.

-¿Y no habéis logrado al fin nada?

-Han rehusado decididamente.

-Morrel -dijo el conde-, ¿me habéis visto tirar a la pistola?

-No.

-Pues bien, tenemos tiempo; mirad.

El conde tomó las pistolas que tenía cuando Mercedes entró, y pegando una estrella de papel, más pequeña que un franco contra la placa, de cuatro tiros le quitó seguidos cuatro picos.

A cada tiro, Morrel palidecía. Examinó las balas con que Montecristo ejecutaba aquel admirable juego, y vio que eran balines.

-Es espantoso; ved, Manuel -y volviéndose en seguida a Montecristo:

-No matéis a Alberto, conde -le dijo-, tiene una madre.

-Es justo -dijo Montecristo-, y yo no tengo...

Pronunció estas palabras con un tono que hizo estremecer a Morrel.

-Vos sois el ofendido, conde.

-Sin duda, ¿y qué queréis decir con eso?

-Quiero decir que vos tiráis el primero.

-¿Yo tiro el primero?

-¡Oh!, eso es lo que yo le he exigido, pues demasiadas concesiones les hemos hecho ya para poder exigir esto.

-¿Y a cuántos pasos?

-A veinte.

Una espantosa sonrisa se asomó a los labios del conde.

-Morrel -le dijo-, no olvidéis lo que acabáis de ver.

-Por eso sólo cuento con vuestros sentimientos para salvar a Alberto.

-¿Mis sentimientos? -dijo Montecristo.

-O vuestra generosidad, amigo mío; seguro, como estáis, de vuestro golpe, os diría una cosa que sería ridícula si la dijese a otro.

-¿Cuál?

-Rompedle un brazo, heridle, pero no le matéis.

-Morrel, escuchad aún -dijo el conde-: no tengo necesidad de que intercedan por el señor de Morcef; el señor de Morcef, os lo prevengo, volverá tranquilo con sus dos amigos, mientras que yo...

-¿Y bien, vos?

-A mí me traerán.

-¡Vamos, pues! -gritó Maximiliano exasperado.

-Como os lo digo, mi querido Morrel, el señor de Morcef me matará.

Morrel miró al conde como un hombre a quien no se comprende.

-¿Qué os ha sucedido de ayer tarde acá, conde?

-Lo que a Bruto la víspera de la batalla de Filipos: he visto un fantasma.

-¿Y ese fantasma?

-Ese fantasma, Morrel, me ha dicho que ya he vivido bastante. Maximiliano y Manuel se miraron; Montecristo sacó el reloj.

-Vámonos -dijo-, son las siete y cinco minutos, y la cita es a las ocho en punto.

Le esperaba un coche. Montecristo subió a él con sus dos testigos. Al atravesar el corredor, el conde se detuvo a escuchar junto a una puerta, y Maximiliano y Manuel, que, por discreción, siguieron andando, creyeron oírle suspirar.

A las ocho en punto llegaron al lugar de la cita.

-Henos aquí -dijo Morrel, asomándose por la ventanilla del coche-, y somos los primeros.

-El señor me perdonará -dijo Bautista, que había seguido a su amo con un terror indecible-, pero me parece que hay allí un coche entre los árboles.

Montecristo saltó al suelo con ligereza y dio la mano a Manuel y Maximiliano para ayudarlos a bajar.

Maximiliano retuvo entre las suyas la mano del conde.

-He aquí -dijo-, una mano como me gusta ver en un hombre que confía en la bondad de su causa.

-En efecto -dijo Manuel-, creo que allí hay dos jóvenes que esperan.

Montecristo, sin llamar aparte a Morrel, se separó dos o tres pasos de su cuñado.

-Maximiliano -le preguntó-, ¿tenéis el corazón libre?

Morrel miró a Montecristo con admiración.

-No exijo de vos una confesión, mi querido amigo, os hago solamente una sencilla pregunta.

-Amo a una joven, conde.

-¿Mucho?

-Más que a mi propia vida.

-Vamos -dijo Montecristo-, he aquí una esperanza perdida -y añadió suspirando:- ¡Pobre Haydée...!

-En verdad, conde, que si no supiese lo valiente que sois, dudaría.

-¡Porque pienso en alguien que voy a dejar y porque suspiro! Morrel, un soldado debe tener más conocimientos en cuanto a valor. ¿Creéis que siento perder la vida? ¿Qué me importa morir o vivir cuando he pasado veinte años entre la vida y la muerte? Además, estad tranquilo, Morrel; esta debilidad, si lo es, es sólo para vos. Sé que el mundo es un gran salón del que es necesario salir con cortesía, saludando y pagando sus deudas de juego.

-Sea enhorabuena, eso se llama hablar razonablemente -le dijo Morrel-; a propósito, ¿habéis traído vuestras armas?

-¡Yo! ¿Para qué? Espero que esos señores traerán las suyas.

-Voy a informarme -dijo Morrel.

-Sí; pero nada de negociaciones, ¿entendéis?

-Sí; descuidad.

Morrel se dirigió hacia Beauchamp y Chateau-Renaud; éstos, al ver el movimiento de Maximiliano, se adelantaron a su encuentro; saludáronse los tres jóvenes, si no con afabilidad, al menos con cortesía.

-Perdón, señores -dijo Morrel-, pero no veo al señor Morcef.

-Esta mañana nos ha avisado que vendría a reunirse con nosotros sobre el terreno.

-¡Ah! -dijo Morrel.

-Son las ocho y cinco minutos; todavía no hay tiempo perdido, señor de Morrel -dijo Beauchamp.

-¡Oh! -dijo Maximiliano-, no lo he dicho con esa intención.

-Además -añadió Chateau-Renaud-, he allí un carruaje.

Efectivamente, venía un carruaje al gran trote hacia el sitio en que ellos estaban.

-Señores -dijo Morrel-,sin duda habréis traído vuestras pistolas. El señor de Montecristo dice que renuncia al derecho que tiene de servirse de las suyas.

-Habíamos previsto que el conde tendría esta delicadeza, señor de Morrel -dijo Beauchamp-; he traído armas que compré hace ocho días, creyendo las necesitaría para un asunto como éste. Son nuevas, y no han servido aún. ¿Queréis examinarlas?

-¡Oh!, señor Beauchamp -dijo Morrel-, me aseguráis que el señor de Morcef no conoce esas armas y podéis creer que vuestra palabra me basta.

-Señores -dijo Chateau-Renaud-, no era Morcef el que llegaba en aquel coche: son Franz y Debray.

En efecto, se acercaban los dos hombres acabados de nombrar.

-Vosotros aquí, caballeros -les dijo Chateau-Renaud-, ¿y por qué casualidad?

-Porque Alberto nos ha rogado que esta mañana nos encontrásemos aquí.

Beauchamp y Chateau-Renaud se miraron asombrados.

-Señores -dijo Morrel-, me parece que lo comprendo.

-Veamos.

-Ayer a mediodía recibí una carta del señor de Morcef, en la que me rogaba no faltase al teatro.

-Y yo también -dijo Debray.

-Y yo -exclamó Franz.

-Y también nosotros -dijeron Beauchamp y Chateau-Reanud.

-Sí, eso es -dijeron los jóvenes-; Maximiliano, según todas las probabilidades, habéis acertado.

-Sin embargo, Alberto no llega, y ya se retrasa de diez minutos -dijo Chateau-Renaud.

-Allí viene -dijo Beauchamp-, y a caballo; miradlo, corre a escape, y le sigue su criado.

-¡Qué imprudencia, venir a caballo para batirse a pistola, y yo que le he enseñado lo que debía hacer!

-Y además -añadió Beauchamp-,con el cuello por encima de la corbata, frac abierto y chaleco blanco; ¿por qué no se ha hecho pintar un blanco en el estómago, y hubiera sido mucho más rápido concluir con él?

Mientras hacían estos comentarios, Alberto había llegado a diez pasos del grupo que formaban los cinco jóvenes, paró el caballo, se apeó, y alargó la brida a su criado.

Acercóse, estaba pálido, sus ojos enrojecidos e hinchados; se conocía que no había dormido un minuto en toda la noche.

-Gracias, señores -les dijo-, porque habéis tenido la bondad de hallaros aquí como os había rogado: os estoy infinitamente reconocido por esta prueba de amistad.

Al acercarse Morcef, Morrel se había retirado diez o doce pasos, y permanecía aparte.

-Y a vos también os debo gracias, Morrel -dijo Alberto-, acercaos, pues no estáis de más.

-¿Ignoráis quizá -dijo Maximiliano-, que soy testigo de Montecristo?

-No estaba seguro, pero lo sospechaba; tanto mejor: mientras más hombres de honor haya aquí, más satisfecho estaré.

-Señor Morrel -dijo Chateau-Renaud-, podéis anunciar al conde de Montecristo que el señor de Morcef ha llegado, y estamos a su disposición.

Morrel hizo un movimiento como para ir a cumplir su encargo. Al mismo tiempo Beauchamp fue a sacar del coche la caja de las pistolas.

-Esperad, señores -dijo Alberto-, tengo que decir dos palabras al conde de Montecristo.

-¿En particular? -preguntó Morrel.

-No; delante de todos.

Los testigos de Alberto se miraron sorprendidos, Franz y Debray se dijeron algunas palabras en voz baja; Morrel, contento con este incidente inesperado, fue a buscar al conde, que se paseaba por una cercana alameda, hablando con Manuel.

-¿Qué quiere de mí? -preguntó Montecristo.

-Lo ignoro, pero quiere hablaros.

-¡Oh! -dijo Montecristo-, que no tiente a Dios con un nuevo ultraje.

-No creo que sea esa su intención -dijo Morrel.

El conde avanzó acompañado de Maximiliano y de Manuel: su rostro tranquilo y sereno formaba un extraño contraste con la cara descompuesta de Alberto, quien por su parte se acercaba también, seguido de sus cuatro jóvenes amigos; a tres pasos el uno del otro, ambos se detuvieron.

-Señores -dijo Alberto-, aproximaos: deseo no perdáis una palabra de las que tendré el honor de decir al señor conde de Montecristo, porque deberéis repetirlas a todo el mundo, por extrañas que os parezcan.

-Espero, caballero... -dijo el conde.

-Caballero -dijo Alberto, cuya voz conmovida al principio se serenó poco a poco-. Os provoqué porque divulgasteis la conducta del señor de Morcef en Epiro; porque por culpable que fuese el conde de Morcef, no creía que fueseis vos quien tuviese el derecho de castigarle; pero hoy sé que ese derecho os pertenece. No es la traición de Fernando Mondego con Alí-Bajá lo que me hace excusaros; es, sí, la traición del pescador Fernando con vos y las desgracias nunca oídas que produjo; por esto lo digo y lo proclamo. Tenéis razón para vengaros de mi padre, y yo su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más.

El rayo que hubiese caído en medio de los que presenciaban aquella inesperada escena los hubiera admirado menos que la declaración de Alberto.

El conde de Montecristo había levantado lentamente los ojos al cielo con una expresión indecible de reconocimiento; no sabía admirar bastante esta acción conociendo el carácter fogoso y el valor de Alberto a quien había visto inerme en medio de los bandidos italianos. No se cansaba de pensar cómo se había humillado hasta aquel extremo. Reconoció la influencia de Mercedes y comprendió por qué aquel noble corazón no se había opuesto a un sacrificio que sabía era inútil.

-Si creéis ahora, caballero -dijo Alberto-, que las excusas que acabo de haceros son suficientes, dadme vuestra mano, os lo ruego. Después del mérito de la infalibilidad, que parece ser el vuestro, el mayor es saber reconocer una sinrazón, pero esta confesión me corresponde a mí únicamente. Yo obraba bien según los hombres, pero vos obrabais bien según Dios. Un ángel sólo podía salvar a uno de los dos de la muerte, y el ángel ha bajado del cielo, si no para hacer de nosotros dos amigos, porque la fatalidad lo hace imposible, al menos dos hombres que se estiman.

El conde de Montecristo, con los ojos humedecidos, el pecho palpitante y la boca entreabierta, alargó a Alberto una mano, que éste tomó y apretó con un sentimiento de religioso respeto.

-Caballeros -dijo-, el conde de Montecristo acepta mis excusas; obré con precipitación con respecto a él; ya está reparada mi falta, espero que el mundo no me tendrá por un cobarde por haber hecho lo que me mandaba la conciencia, pero en todo caso, si se engañasen -añadió el joven levantando su cabeza con fiereza, y como si dirigiese un mentís a amigos y enemigos-, procuraré rectificar su opinión.

-¿Qué sucedió anoche? -preguntó Beauchamp a Chateau-Renaud-, me parece, en todo caso, que hacemos aquí un papel bien triste.

-En efecto, lo que Alberto acaba de hacer es muy bajo o muy sublime -dijo el barón.

-¡Ah!, veamos -preguntó Debray a Franz-. ¿Qué significa eso? ¡CÓmo! ¡El conde de Montecristo deshonra al señor de Morcef, y tiene razón a los ojos de su hijo! Aunque tuviese yo diez Janinas en mi familia, no me creería obligado más que a una cosa, a batirme diez veces.

Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, aterrado con el peso de veinticuatro años de recuerdos, Montecristo no pensaba ni en Alberto, ni en Beauchamp, ni en Chateau-Renaud, ni en ninguna de las personas que le rodeaban: pensaba sólo en aquella mujer que había ido a pedirle la vida de su hijo, a la que había ofrecido la suya, y que acababa de libertarla por la confesión de un secreto de familia, capaz de extinguir para siempre en el corazón de aquel joven el sentimiento de piedad filial.

-Siempre la Providencia -murmuró-, ¡ah!, ¡desde hoy sí que estoy persuadido de que soy el enviado de Dios!

Capítulo Séptimo

La madre y el hijo

Montecristo saludó a los cinco jóvenes con una sonrisa llena de melancolía y dignidad, y montó en su coche con Maximiliano y Manuel.

Alberto, Beauchamp y Chateau-Renaud quedaron solos en el cameo.

El joven dirigió a sus dos testigos una tímida mirada, que parecía pedirles su parecer sobre lo que acababa de ocurrir.

-Por vida mía, mi querido amigo -dijo Beauchamp el primero, sea que tuviese más sensibilidad o menos disimulo-, permitidme que os felicite; he aquí un magnífico fin para una desagradable aventura.

Alberto permaneció silencioso, y como concentrado en su pensamiento. Chateau-Renaud se contentó con dar en su bota con su flexible bastón.

-¿No nos vamos? -dijo después de un instante de silencio.

-Cuando gustéis -dijo Beauchamp-, dejadme solamente el tiempo necesario para cumplimentar al señor de Morcef, que ha dado pruebas hoy de una generosidad tan rara.

-¡Oh!, sí -dijo Chateau-Renaud.

-Es magnífico -continuó Beauchamp- poder conservar sobre sí mismo tanto dominio.

-Seguramente; en cuanto a mí, habría sido incapaz de ello –dijo Chateau-Renaud con una frialdad de las más significativas.

-Señores -interrumpió Alberto-, creo que no habéis comprendido que entre el conde de Montecristo y yo ha ocurrido algo muy grave.

-Sí, sí -dijo al instante Beauchamp-; pero hay muchos majaderos que no están en el caso de comprender vuestro heroísmo, y tarde o temprano os veréis forzado a explicárselo de un modo no muy conveniente a la salud de vuestro cuerpo y a la duración de vuestra vida. ¿Queréis que os dé un consejo de amigo? Partid para Nápoles, La Haya o San Petersburgo, países tranquilos, y donde son más inteligentes en cuanto al honor que nuestros anticuados parisienses. Una vez allí, entreteneos en tirar mucho a la pistola y al florete, y haceos olvidar para volver a Francia dentro de algunos años, tranquilo o bastante ejercitado en las armas para haceros respetar y conquistar vuestra tranquilidad. ¿Es verdad que tengo razón, Chateau-Renaud?

-Soy de vuestro mismo parecer; nada llama tanto los duelos serios como uno sin resultado.

-Gracias, señores; seguiré vuestro consejo -dijo Alberto con una fría sonrisa-, no porque me lo dais, sino porque mi intención era salir de Francia; os las doy asimismo por el servicio que me habéis prestado sirviéndome de testigos; está profundamente grabado en mi corazón.

-¿Por qué? puesto que después de las palabras que acabo de oír sólo me acuerdo de él.

Chateau-Renaud y Beauchamp se miraron: la impresión era igual en ambos; el acento con que Morcef había pronunciado aquellas palabras era de una resolución tal, que la posición de todos habría sido muy embarazosa si la conversación se hubiera prolongado.

-Adiós, Alberto -dijo de repente Beauchamp, alargando negligentemente la mano al joven, sin que éste saliese por ello de su letargo, y en efecto, no respondió al ofrecimiento de la mano.

-Adiós -dijo Chateau-Renaud, saludándole con la mano derecha.

Los labios de Alberto apenas murmuraron adiós; su mirada era más explícita, encerrábase en ella todo un poema de ira concentrada, fiero desdén y generosa indignación.

Cuando sus dos testigos hubieron montado en el carruaje, permaneció inmóvil por algún tiempo; pidió en seguida su caballo; saltó ligero sobre la silla y tomó a galope el camino de París, y al cuarto de hora entraba en el palacio de la calle de Helder.

Al apearse, le pareció ver tras las cortinas del dormitorio del conde el pálido rostro de su padre. Alberto volvió la cabeza a otra parte; al llegar dio una última mirada á todas aquellas riquezas que le habían hecho tan agradable la vida; fijó los ojos por última vez en aquellas cuyas imágenes parecían sonreírse y cuyos paisajes parecían animarse.

En seguida abrió el medallón que contenía el retrato de su madre, sacó éste dejando vacío el cerco de oro y la cadena de oro también con que lo suspendía; puso en orden sus armas turcas, sus escopetas inglesas, sus porcelanas del Japón y sus juguetes de bronce hechos por los mejores artistas; examinó los armarios y colocó las llaves en los cajones, echó en uno, que dejó abierto, todo el dinero que tenía, y además todas sus joyas, hizo un inventario exacto de todo, y lo puso en el sitio más visible, sobre su mesa, de la que quitó los muchos libros y papeles que la ocupaban. Al empezar a ejecutar estas operaciones entró su criado, a pesar de la orden formal que para lo contrario le había dado.

-¿Qué queréis? ¿No recordáis mis órdenes? -le preguntó Alberto, más triste que enojado.

-Dispensadme, señor; es cierto que me ordenasteis que no entrara, pero el señor conde de Morcef me ha llamado.

-¿Y bien? -preguntó Alberto.

-Y si me pregunta qué ha ocurrido allá abajo, ¿qué debo responder?

-La verdad.

-Entonces diré que el duelo no se ha efectuado.

-Diréis que he dado una satisfacción al conde de Montecristo.

Al concluir de arreglar sus cosas, llamó la atención de Alberto el ruido de los caballos en el peristilo; asomóse y vio a su padre que subía en el carruaje, y salió.

Tan pronto como se cerró la puerta del palacio, Alberto se dirigió a la habitación de su madre, y como no había criado alguno que le anunciase, llegó hasta su dormitorio y con el corazón oprimido por lo que veía y por lo que adivinaba, se detuvo a la puerta.

Todo estaba en orden; los encajes, los adornos, las joyas, el dinero se encontraban colocados en sus respectivos cajones, cuyas llaves juntó con cuidado la condesa.

Alberto vio todos estos preparativos, comprendió lo que significaban y entró exclamando:

-¡Madre mía! -arrojándose en los brazos de Mercedes.

El pintor capaz de plasmar la expresión de aquellas dos caras, hubiese pintado un magnífico cuadro.

En efecto, aquella resolución enérgica que no había atemorizado a Alberto por sí, le espantaba por su madre.

-¿Qué hacéis, pues? -inquirió.

-¿Qué hacíais vos? -respondió ella.

-¡Oh, madre mía! -dijo Alberto, tan conmovido que apenas podía hablar-; hay gran diferencia de vos a mí; no podéis haber resuelto lo que yo he determinado, porque vengo a deciros que voy a dar el último adiós a esta casa..., y a vos.

-Yo también, Alberto -respondió Mercedes-, yo también parto; había contado con que mi hijo me acompañaría. ¿Me he equivocado?

-Madre mía- respondió Alberto con firmeza- no puedo haceros participar del destino a que yo mismo me he condenado; es preciso que viva desde ahora sin nombre y sin fortuna; es necesario que para empezar esta penosa existencia pida a un amigo el pan que comeré de aquí a que lo gane. Así, pues, mi buena madre, voy ahora mismo a casa de Franz a rogarle me preste la cantidad que he calculado.

-¡Tú, sufrir hambre! ¡Tú, padecer miseria! ¡Oh, no digas eso, mi pobre hijo! Cambiarías todas mis resoluciones.

-Pero no las mías -respondió Alberto-. Soy joven, soy robusto, creo que soy valiente, y desde ayer creo que he aprendido lo que vale una firme voluntad. ¡Madre mía! ¡Son tantos los que han sufrido, y no solamente no han muerto, sino que han amasado una nueva fortuna sobre las ruinas de sus anteriores esperanzas! Yo lo sé, madre mía; he visto esos hombres que desde el fondo del abismo donde les había sepultado su enemigo, se han levantado con tanto vigor y gloria, que han dominado a su antiguo vencedor, precipitándole a su vez. No, madre mía, no; he renunciado a contar desde hoy con lo pasado, y no acepto nada, ni siquiera mi nombre, porque vos comprendéis, madre mía, que vuestro hijo no puede llevar un nombre del que deba abochornarse ante otro hombre.

-Hijo mío, Alberto -dijo Mercedes-, si hubiese tenido un corazón más fuerte, ése sería el consejo que te hubiera dado; tu conciencia ha hablado al callar mi voz; escúchala, hijo mío; tenías amigos, Alberto; rompe de momento con ellos, pero no desesperes, no; tu madre lo ruega. La vida es aún hermosa a ltu edad, mi querido Alberto, porque apenas tienes veintidós años, y como a un corazón tan puro como el tuyo le es preciso un nombre sin tacha, toma el de mi padre; se llamaba Herrera. Te conozco, Alberto mío; sea cualquiera la carrera que sigas, pronto, pronto darás lustre a este nombre. Preséntate entonces en el mundo, más brillante aún con el lustre de tus desgracias pasadas, y si así no debiese ser a pesar de mis previsiones, déjame al menos esta esperanza, déjamela a mí, que no tendré más que esta sola idea, este solo porvenir, y para quien el sepulcro empieza a la puerta de esta casa.

-Haré como deseáis, madre -respondió el joven-; sí, mis esperanzas son iguales a las vuestras; la cólera del cielo no perseguirá a vos tan pura, a mí tan inocente; mas ya que estamos resueltos, obremos rápidamente. El señor de Morcef ha salido hace media hora, poco más o menos; la ocasión, como veis, es favorable para evitar el ruido y una explicación.

-Os espero, hijo mío -dijo Mercedes.

Alberto corrió en seguida al paraje más inmediato y tomó un carruaje de alquiler que debía conducirlos fuera del palacio: acordábanse de una casa amueblada en la calle de Santos Padres, donde su madre hallaría un alojamiento modesto, pero decente, y volvió a buscar a la condesa.

Al parar el carruaje ante la casa, en el momento en que Alberto se apeaba, un hombre se acercó y le entregó una carta.

Alberto reconoció al intendente.

-Del conde -dijo Bertuccio.

Alberto tomó la carta, la abrió y leyó; concluida, buscó con los ojos a Bertuccio, pero mientras leía, el hombre había desaparecido.

Con los ojos llenos de lágrimas entró en la habitación de Mercedes, y sin pronunciar una palabra le presentó la carta.

Mercedes leyó:

Alberto:

Al haceros ver que he penetrado vuestro proyecto, creo revelaros que comprendo vuestra delicadeza. Sois libre, vais a abandonar la casa del conde y retiraros con vuestra madre libre como vos; pero reflexionad, Alberto, que le debéis más de lo que podéis pagarle con vuestro noble y pobre corazón. Guardad para vos la lucha, reclamad para vos los padecimientos, pero evitadle la primera miseria que acompañará sin duda a vuestros primeros esfuerzos; porque no merece ni aun la sombra de la desgracia que hoy la persigue, y la Providencia no quiere que pague el inocente por el culpable.
Sé que vais a dejar los dos la casa de la calle de Helder sin llevaros nada: el cómo, no tratéis de

averiguarlo; lo sé y basta.
Escuchad, Alberto. Veinticuatro años atrás volvía yo contento y alegre a mi patria; tenia una prometida, Alberto, una joven santa a la que adoraba, y le traía ciento cincuenta luises que había juntado penosamente con un trabajo sin descanso: este dinero era para ella, se lo había destinado y conociendo cuán pérfido es el mar, enterré nuestro tesoro en el jardín de la casa que mi padre habitaba en Marsella, en la alameda de Meillán.
Vuestra madre, Alberto, conoce bien aquella humilde y querida casa. Ultimamente, al venir de París, he pasado por Marsella, he ido a ver aquella casa de tan dolorosos recuerdos, y por la noche, con un azadón en la mano, he cavado en el rincón en que había escondido mi tesoro. La caja de hierro se encontraba todavía en el mismo sitio; nadie había tocado en el ángulo que cubre con su sombra una hermosa higuera plantada por mi padre el día de mi nacimiento.
Pues bien, Alberto, ese dinero que en otra ocasión debió servir para ayudar a la vida y tranquilidad de

aquella mujer a quien yo adoraba, hoy por un azar desgraciado encuentra igual empleo. ¡Oh!, comprended bien mi idea: y que podía ofrecer millones a esa mujer, y sólo le devuelvo el pedazo de pan negro, olvidado bajo mi pobre techo, desde el día en que me separé de ella para siempre.
Sois un hombre generoso, Alberto; pero es posible que os ciegue el orgullo o el resentimiento; si rehusáis, si pedís a otro lo que yo tengo derecho a ofreceros diré que es poco generoso rehusar la vida de vuestra madre, ofrecida por un hombre a quien vuestro padre hizo morir al suyo entre los horrores del hambre y de la desesperación.

Terminada esta lectura, Alberto permaneció pálido e inmóvil, esperando la decisión de su madre.

Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión inefable.

-Acepto -dijo-, tiene el derecho de pagar el dote que llevaré a un convento.

Y poniendo la carta sobre el corazón, tomó el brazo de su hijo, y con un paso más firme de lo que creía se dirigió a la escalera.

Montecristo también había vuelto a la ciudad con Manuel y Maximiliano.

El regreso fue alegre. Manuel no disimulaba su contento al ver suceder la paz a la guerra, y confesaba altamente sus gustos filantrópicos. Morrel en un rincón del carruaje dejaba que la alegría de su cuñado se manifestase en sus brillantes palabras, y conservaba para sí una alegría más pura, pero que sólo se traslucía en sus miradas.

En la barrera del Troue se encontró a Bertuccio, que le estaba aguardando allí, inmóvil como un centinela en su puesto.

Montecristo sacó la cabeza por la portezuela, le dijo algunas palabras en voz baja, y el intendente desapareció.

-Señor conde -dijo Manuel al llegar a la plaza Real-, os agradezco que me dejéis a la puerta de casa, para que mi mujer no tenga un momento de inquietud, ni por vos ni por mí.

-Si no fuese ridículo vanagloriarse de su triunfo, rogaría al conde que entrase en casa; pero él también tendrá corazones a quienes tranquilizar. Hemos llegado, Manuel. Saludemos a nuestro amigo, y bajemos.

-Un momento -dijo Montecristo-, me priváis de una vez de mis dos compañeros; entrad a ver a vuestra encantadora mujer, a la que os ruego presentéis mis respetos, y luego acompañadme vos hasta los Campos Elíseos.

-Con mucho gusto -dijo Maximiliano-, tanto más cuanto que tengo que hacer en vuestro barrio, conde.

-¿Esperamos para almorzar? -preguntó Manuel.

-No -dijo el joven.

La puerta del coche se cerró, y éste continuó su camino.

-Veis como os he traído la dicha -dijo Morrel cuando se quedó solo con el conde-, ¿no habéis pensado en ello?

-Sí -respondió el conde-, y por eso quisiera teneros siempre cerca de mí.

-¡Es milagroso! -continuó Maximiliano Morrel, respondiéndose a sí mismo.

-¿El qué? -dijo Montecristo.

-Lo que acaba de suceder.

-Sí -respondió el conde sonriéndose-, decís bien, Morrel, es milagroso.

-Porque, después de todo -respondió éste-, Alberto es valiente.

-Muy valiente -respondió el conde-, le he visto dormir tranquilo con el puñal suspendido sobre su cabeza.

-Y yo sé que se ha batido dos veces muy bien; comparad eso con lo de esta mañana.

-Siempre vuestra influencia -repitió sonriéndose Montecristo-. Es una dicha para Alberto no ser militar.

-¿Por qué?

-¡Excusas sobre el terreno! ¡Bah! -dijo el joven capitán moviendo la cabeza.

-Vamos, no incurráis en los prejuicios de los hombres vulgares, Morrel; convendréis en que, puesto que Alberto es valiente, no puede ser cobarde, que debe haber habido alguna razón que le haya movido a obrar como lo ha hecho esta mañana, y por lo tanto su conducta es más heroica que otra cosa.

-Sin duda, sin duda -repuso Morrel-, pero diría como el español: Ha sido hoy menos valiente que ayer.

-¿Almorzáis conmigo? -dijo el conde para cortar la conversación.

-No; os dejo a las diez.

-¿Vuestra cita era, pues, para almorzar?

Morrel se sonrió y movió la cabeza.

-Pero, después de todo, preciso es que almorcéis en alguna parte.

-¿Y si no tengo hambre? -dijo el joven.

-Sólo conozco dos sentimientos que quiten el apetito: el dolor, y dichosamente os veo muy alegre, y el amor; ahora bien: según lo que me dijisteis de vuestro corazón, me es permitido creer...

-No digo que no, conde.

-¿Y no me contáis eso, Maximiliano? -replicó el conde con un tono tan vivo que revelaba todo el interés que tenía en conocer aquel secreto.

-Ya os he hecho ver esta mañana que tengo un corazón. ¿No es verdad, conde?

Por respuesta, Montecristo alargó la mano al joven.

-Entonces, ya que este corazón no está con vos en el bosque de Vicennes, está en otra parte, y voy a buscarlo.

-Id -dijo el conde-, id, amigo querido; pero si encontráis algún obstáculo, acordaos que puedo algo en este mundo, y que sería dichoso si pudiese ser útil a las personas que amo como a vos, Morrel.

-De acuerdo, me acordaré como los niños egoístas se acuerdan de sus padres cuando los necesitan; cuando os necesite, me acordaré de vos, conde.

-Bien, acepto vuestra palabra.

-Hasta la vista, conde.

Habían llegado a la puerta de la casa de los Campos Elíseos; Montecristo y Morrel se apearon.

Bertuccio los esperaba a la puerta.

Morrel desapareció por el lado de Marigny, y Montecristo dirigióse hacia Bertuccio.

-¿Y bien? -le preguntó.

-Ella va a abandonar la casa.

-¿Y su hijo?

-Florentín, su criado, piensa que va a hacer otro tanto.

-Venid.

Montecristo llevó a Bertuccio a su despacho, escribió la carta que ya conocemos, y la entregó a su intendente.

-Id, y despachad pronto; a propósito; haced que avisen a Haydée de mi regreso.

-Heme aquí -dijo la joven, que había bajado al oír el ruido del coche, y cuya cara rebosaba alegría al ver al conde sano y salvo.

Bertuccio salió.

Todos los transportes de una hija que vuelve a ver a su padre querido, los delirios de una amante que vuelve a ver a su amado, Haydée los sintió en los primeros momentos de aquella vuelta que esperaba con tanta ansiedad.

La alegría de Montecristo no era tan expansiva, pero no por eso no era ciertamente menos grande; el gozo para los corazones que han sufrido mucho tiempo es lo que el rocío para las tierras abrasadas por los ardores del sol; corazones y tierra absorben aquella lluvia bienhechora que cae sobre ellos y no se pierde una gota.

Hacía algunos días que Montecristo conocía lo que no se atrevía a creer hacía mucho tiempo, es decir, que había aún dos Mercedes en el mundo, y que podía aún ser dichoso.

Sus ojos, en los que se traslucía la dicha, buscaban ávidamente las miradas humedecidas de Haydée, cuando de pronto se abrió la puerta.

El conde se incomodó.

-El señor de Morcef -dijo Bautista, como si aquella sola palabra envolviese su disculpa.

En efecto, la cara del conde se serenó.

-¿Cuál? -preguntó-, ¿el conde o el vizconde?

-El conde.

-¡Dios mío! -dijo Haydée-, ¿no ha terminado aún?

-No sé si ha terminado, querida hija -dijo Montecristo tomando las manos de la joven-, pero sé que nada tienes que temer.

-¡Sin embargo, es el miserable...!

-Ese hombre no tiene poder sobre mí, Haydée; cuando tenía que habérmelas con su hijo, era otra cosa.

-Y tampoco sabrás tú jamás lo que he sufrido, mi señor.

Montecristo se sonrió.

-¡Por la tumba de mi padre! -dijo Montecristo poniendo las manos sobre la cabeza de la joven-, lo juro, Haydée, que si sucediese una desgracia no será a mí.

-Te creo como si fuera Dios quien me estuviese hablando -dijo la joven presentando su frente al conde.

Montecristo imprimió en aquella frente pura y hermosa un beso que hizo latir dos corazones a la vez; el uno con violencia, y el otro sordamente.

-¡Oh, Dios mío! -murmuró el conde-, ¡permitiríais aún que yo pudiese amar! Haced entrar al señor conde de Morcef en el salón -dijo a Bautista, acompañando a la hermosa griega hacia una escalera secreta.

Permítasenos unas palabras para explicar esta visita que Montecristo esperaba quizá, pero inesperada para nuestros lectores.

Mientras Mercedes, como hemos dicho, hacía la misma especie de inventario que había hecho Alberto, colocaba sus alhajas, cerraba sus cajones, y reunía las llaves para dejarlo todo en un orden perfecto, no reparó en que un rostro pálido y siniestro había aparecido a la vidriera de su cuarto, desde la que se podía ver y oír. El que así miraba, sin ser visto, vio y oyó cuanto ocurría y se hablaba en el cuarto de Mercedes.

Desde aquella puerta, el hombre pálido se dirigió al dormitorio del conde de Morcef, levantó las cortinas y vio lo que sucedía en el patio de entrada, permaneció allí diez minutos inmóvil, mudo, y escuchando los latidos de su corazón: entonces fue cuando Alberto, que volvía de su cita, vio a su padre tras los cortinajes y volvió la cabeza a otro lado.

Las pupilas del conde se dilataron: sabía que el insulto de Alberto a Montecristo había sido terrible, y que en todos los países del mundo era consiguiente un duelo a muerte. Alberto volvió sano y salvo; el conde, pues, estaba vengado.

Un rayo de indecible alegría iluminó aquella lúgubre cara, como el último rayo del sol al acostarse en las nubes que más parecen su tumba que su lecho.

Pero ya hemos dicho que en vano estuvo esperando que su hijo se presentase a darle cuenta de su triunfo: que éste antes del combate no hubiese querido ver al padre cuyo honor iba a vengar, se comprende; pero vengado el honor del padre, ¿por qué el hijo no iba a arrojarse en sus brazos?

Entonces el conde, no pudiendo ver a Alberto, mandó llamar a su criado, y ya saben nuestros lectores que éste le autorizó para contar la verdad.

Diez minutos después, el conde de Morcef estaba en el peristilo, vestido con una levita negra, corbatín militar, pantalón y guantes negros.

Según parece, había dado sus órdenes con anterioridad, porque apenas bajaba el último escalón cuando llegó el coche para recibirle; su criado puso en el coche un gabán militar, en el que iban envueltas dos espadas, cerró la puerta y fue a sentarse al lado del cochero.

Este se inclinó para recibir la orden.

-A los Campos Elíseos -dijo el general-, a casa del conde de Montecristo. ¡Pronto!

Los caballos salieron a escape, y cinco minutos después se detuvieron a la puerta del palacio del conde.

El señor de Morcef abrió él mismo la portezuela, saltó al suelo con la agilidad de un joven, llamó y entró seguido de un criado.

Un segundo después Bautista anunciaba al señor de Montecristo al conde de Morcef, y éste, acompañando a Haydée a la escalera, daba orden para que se le hiciera pasar al salón.

El general daba la tercera vuelta por la sala, cuando vio a Montecristo en pie a la puerta.

-¡Ah, es el señor de Morcef...! Creí haber entendido mal.

-Sí, yo soy -dijo el conde con una espantosa contracción en los labios que le impedía articular claramente.

-Lo único que me falta saber es lo que me proporciona ver al señor de Morcef tan temprano.

-¿Habéis tenido esta mañana un lance con mi hijo, caballero? -dijo el general.

-¿Os habéis enterado? -respondió el conde.

-Y sé que mi hijo tenía excelentes razones para desear batirse con vos, y hacer cuanto pudiera para mataros.

-En efecto, las tenía -dijo el conde-, pero veis que a pesar de ellas no sólo no me ha matado, sino que ni aun se ha batido.

-Y, con todo, os creía la causa de la deshonra de su padre, y de las desgracias que en este momento abruman su casa.

-Es verdad -dijo Montecristo con su inalterable tranquilidad-, causa secundaria y no principal.

-Seguramente le habéis dado alguna excusa o explicación.

-No le he dado ninguna explicación, y él es el que me ha presentado sus excusas.

-¿Pero a qué atribuir esta conducta?

-A la convicción de que había en esto un hombre más culpable que yo.

-¿Y quién es ese hombre?

-Su propio padre.

-Sea -dijo el conde palideciendo-, pero sabéis que aun el más culpable no gusta de verse convencido de culpabilidad.

-Lo sé, y por eso esperaba lo que sucede en este momento.

-¡Esperabais que mi hijo fuera un cobarde...! -gritó el conde.

-Alberto de Morcef no es ningún cobarde -dijo Montecristo.

-Un hombre que tiene una espada en la mano y a su punta ve a un enemigo y no se bate, es un cobarde. ¡Ah! ¿Por qué no está aquí para poder decírselo?

-Caballero -dijo Montecristo-, no pienso que hayáis venido a contarme vuestros asuntos de familia; id a decir esto a Alberto, él sabrá responderos.

-¡Oh!, no, no -replicó el general con una sonrisa que en seguida se desvaneció-, tenéis razón, no he venido para eso, y sí para deciros que yo también os miro como a mi enemigo, que os odio por instinto, que me parece que os he conocido siempre y siempre os he aborrecido, y que en fin, puesto que los jóvenes de este siglo no se baten, debemos batirnos nosotros... ¿Sois de mi opinión?

-Completamente; por eso cuando os dije que había previsto lo que sucedería, quería hablar del honor de vuestra visita.

-Mejor. ¿Entonces tendréis hechos vuestros preparativos?

-Lo están siempre.

-¿Sabéis que nos batiremos a muerte? -preguntó el general apretando los dientes de rabia.

-Hasta que muera uno de los dos -dijo Montecristo mirando de pies a cabeza al señor de Morcef.

-Partamos, no necesitamos testigos.

-En efecto es inútil; nos conocemos muy bien.

-Al contrario -dijo Morcef- no os conozco.

-¡Bah! -dijo Montecristo con aquella flema desesperadora-. ¿No sois vos el soldado Fernando que desertó la víspera de la batalla de Waterloo? ¿El teniente Fernando que sirvió de guía y espía al ejército francés en España? ¿No sois el capitán Fernando que traicionó y asesinó a su bienhechor Alí? ¿Y todos esos Fernandos reunidos no son el teniente general conde de Morcef, par de Francia?

-¡Oh! -dijo el general herido por estas palabras como por un hierro candente-, ¡oh!, miserable, que me echas en cara mis faltas en el instante en que quizá vas a matarme; no, no he dicho que te era desconocido; has penetrado en la noche de lo pasado, y tú has leído a la luz de una lámpara que ignoro, cada página de mi vida; pero tal vez hay más honor en mí, en medio de mi oprobio, que en ti bajo ese aspecto pomposo; tú me conoces, lo sé, pero yo no te conozco, aventurero lleno de oro y pedrerías. Tú que te haces llamar en París el conde de Montecristo, en Italia Simbad el Marino, y en Malta qué sé yo, ya lo he olvidado. Tu nombre es lo que te pido, tu verdadero nombre, quiero saber, en medio de tus cien nombres, con objeto de pronunciarlo sobre el terreno del combate en el momento en que mi espada parta en dos tu corazón.

Montecristo palideció terriblemente; sus ojos parecían de fuego; de un salto entró en el despacho inmediato al salón, y en menos de un segundo, quitándose la corbata, levita y chaleco, se vistió una chaqueta y se puso un sombrero de marino, bajo el cual se dejaban ver sus negros cabellos.

Salió así, implacable y avanzando con los brazos cruzados ante el general, que le esperaba y que retrocedió espantado hasta encontrar una mesa, en la que se apoyó.

-Fernando -le dijo-, de mis cien nombres basta uno solo para herirte como un rayo, pero éste lo adivinas o por lo menos te acuerdas de él, porque a pesar de mis penas, de mis martirios, puedo hoy mostrarte un rostro que la dicha de la venganza rejuvenece, que muchas veces debes haber visto en sueños después de tu matrimonio... con Mercedes, que era mi novia.

El general, con la cabeza caída hacia atrás, las manos extendidas y la vista fija, devoraba en silencio este terrible espectáculo; buscando en seguida la pared para apoyarse en ella, se dejó ir hasta la puerta, por la que salió andando de espaldas, pronunciando con acento lúgubre:

-¡Edmundo Dantés!

Luego, con unos suspiros que nada tenían de humanos, bajó hasta el peristilo de la casa, llegó a la entrada y cayó en brazos de su criado, pronunciando con voz muy débil:

-A casa, a casa.

Por el camino, el aire fresco y la vergüenza de que sus criados vieran el estado en que se hallaba, le permitieron coordinar sus ideas; pero el camino era corto, y al llegar a su casa, todos sus dolores se renovaron.

Antes de llegar hizo parar el carruaje y bajó.

La puerta estaba abierta; un coche de alquiler, que el conde miró con espanto, estaba esperando. No quiso preguntar a nadie y se dirigió a su habitación.

En aquel instante, Mercedes, apoyada en el brazo de su hijo, salía de su casa.

Pasaron a un palmo del desgraciado, que detrás de una mampara de damasco sintió el roce del vestido de seda de Mercedes, y oyó estas palabras pronunciadas por su hijo:

-¡Valor, madre mía! Venid, venid, no estamos ya en nuestra casa.

El general, sosteniéndose en la puerta, ahogó el más triste suspiro que jamás haya salido del pecho de un padre abandonado a la vez por su mujer a hijo.

Al poco rato, oyó la voz del cochero y el ruido del pesado carruaje; entró en su cuarto para mirar por última vez cuanto más había amado en el mundo, pero el coche salió sin que la cabeza de Mercedes o la de Alberto se asomasen a la portezuela para dar la última mirada al padre, al esposo abandonado, para otorgarle el perdón.

En el momento en que pasaron las ruedas por la puerta, y el ruido del coche resonó en la calle, se oyó un tiro: una espesa humareda salió por uno de los cristales del dormitorio del conde, que se rompió por efecto de la explosión.

Capítulo Octavo

Valentina

El lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel quehacer y en dónde le esperaban; así es que al dejar a Montecristo se encaminó lentamente a casa de Villefort.

Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.

Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier, mientras éste estaba desayunando. El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la semana.

Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su abuelo.

Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; conociendo además el valor del joven y su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso que inesperado.

-Ahora -dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose ella en el taburete en que éste apoyaba sus pies- hablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?

-Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré grandemente.

-Pues bien -dijo Valentina-, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.

-¡Bravo! -exclamó Maximiliano.

-¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?

Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo advirtió, porque sus ojos, sus miradas, sonrisas, todo, todo era para Morrel.

-¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier -dijo Morrel-, creo que ha de ser muy buena.

-Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.

-Y tiene razón, Valentina -dijo Morrel-, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.

-Sí, un poco, es verdad -respondió Valentina-; por eso mi abuelo se ha constituido en mi médico, y como sabe de todo, tengo gran confianza en él.

-Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? -preguntó vivamente Morrel.

-¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un malestar general, eso es todo; he perdido el apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.

Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.

-¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?

-Es muy sencillo -dijo Valentina-, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo hasta cuatro.

Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.

Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermosa, pero su palidez había aumentado, sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar, parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.

El joven apartó sus ojos de Valentina y los fijó en el señor Noirtier. Este, con su extraña y profunda inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, seguía la huella de un sufrimiento secreto y tan poco visible que sólo se revelaba a los ojos del padre y del amante.

-Pero -dijo Morrel-, esa poción de la que habéis llegado a tomar cuatro cucharadas, la creo preparada para el señor Noirtier.

-Sé que es muy amarga; tanto, que cuanto bebo después me parece que tiene el mismo gusto.

Noirtier miró a su nieta con ojos interrogadores.

-Sí, abuelo -dijo Valentina-, así es; hace un instante, antes de bajar a vuestro cuarto, bebí un vaso de agua con azúcar; pues bien tuve que dejar la mitad, tan amarga me pareció.

Noirtier palideció, e hizo señas de que quería hablar.

Valentina se levantó para ir a buscar el diccionario: Noirtier la seguía con la vista con una angustia indecible.

En efecto, la sangre subía a la cabeza de la joven. Sus mejillas se enrojecieron.

-Es singular -dijo-, me mareo, parece que el sol ha herido mis ojos.

Y se apoyó en la ventana.

-No hay sol -dijo Morrel, más inquieto aún por la expresiva cara de Noirtier que por la indisposición de Valentina, y corrió hacia ella.

Valentina se sonrió.

-¡Tranquilízate, abuelo mío! -dijo a Noirtier-. No os inquietéis, Maximiliano, no es nada, ya pasó; pero escuchad..., ¿no oís el ruido de un carruaje en el patio de entrada?

Abrió la puerta del cuarto de Noirtier, se asomó a la ventana del corredor y regresó precipitadamente.

-Sí -dijo-, la señora Danglars y su hija que vienen a visitarnos; adiós, me marcho, porque vendrían a buscarme aquí, o mejor dicho, hasta la vuelta; permaneced aquí, Maximiliano, os prometo no tardar.

Maximiliano la siguió con la vista, la observó mientras cerraba la puerta, y la oyó subir por la escalera que conducía al mismo tiempo al cuarto de la señora de Villefort y al suyo.

Cuando la joven hubo salido, Noirtier hizo señas a Morrel de que tomase el diccionario.

Morrel obedeció; guiado por Valentina se había acostumbrado a comprender las señas del anciano, mas como era preciso recorrer las letras del alfabeto y buscar palabra por palabra en el diccionario, sólo al cabo de diez minutos pudo traducir el pensamiento de Noirtier.

-Buscad el vaso de agua y la botella que están en el cuarto de Valentina.

Morrel tiró de la campanilla y se presentó el criado que había sustituido a Barrois, al que dio esta orden en nombre de Noirtier.

El criado volvió al instante; la botella y el vaso estaban vacíos. Noirtier hizo señal de que quería hablar.

-¿Por qué el vaso y la botella están vacíos? -preguntó-. Valentina dijo que no había bebido más que la mitad del vaso.

-No sé -respondió el criado-, pero la camarera está en el cuarto de la señorita Valentina, y ella quizá los habrá vaciado.

-Preguntadle -dijo Morrel, adivinando esta vez el pensamiento del señor Noirtier por su mirada.

El criado salió y volvió en seguida.

-La señorita Valentina ha pasado por su cuarto para ir al de la señora de Villefort -dijo-, y teniendo sed bebió lo que quedaba del vaso; la botella la vació el señorito Eduardo para hacer un estanque para sus pájaros.

Noirtier levantó los ojos al cielo, como hace el jugador que aventura a un solo golpe toda su fortuna.

A partir de aquel momento, los ojos del anciano se fijaron en la puerta y no se apartaron de aquella dirección.

Eran la señora Danglars y su hija las que vio Valentina; las hicieron pasar a la habitación de la señora de Villefort, que dijo recibiría en ella y he aquí por qué Valentina había pasado por su cuarto que comunicaba con el de Eduardo y el de la señora de Villefort.

Las dos mujeres penetraron en el salón con aquella seria frialdad que anunciaba una comunicación oficial.

Entre las personas del gran mundo, pronto se conoce y se adopta un sistema: la señora de Villefort tomó una actitud igual a la de sus visitas; Valentina se presentó en aquel momento y empezaron de nuevos los cumplidos.

-Querida amiga -dijo la baronesa, mientras las jóvenes se daban las manos-, vengo con Eugenia a anunciaros su próximo enlace con el príncipe Cavalcanti.

Danglars daba siempre a éste el título de príncipe; al banquero le parecía que sonaba mejor que el de conde.

-Permitidme, pues, que os dé mis sinceros parabienes -respondió la señora de Villefort-. El príncipe Cavalcanti parece un joven dotado de excelentes cualidades.

-Si hablamos como dos amigas -dijo sonriéndose la baronesa-, debo deciros que el príncipe no es aún lo que será: hay todavía en él algunas de aquellas rarezas que hacen que los franceses reconozcamos a primera vista al gentilhombre italiano o alemán. Parece, con todo, que tiene muy buen corazón, bastante talento, y en cuanto a lo demás, dice Danglars, que su fortuna es majestuosa: estas son sus palabras.

-Y además -añadió Eugenia, pasando las hojas del álbum de la señora de Villefort-, añadid, señora, que tenéis una inclinación particular a ese joven.

-Y -dijo la señora de Villefort- considero inútil preguntaros si participáis de esa inclinación.

-¡Yo! -respondió Eugenia con serenidad imperturbable-, ¡oh!, nada de eso, señora, mi vocación no es la de encadenarme, sujetándome a los cuidados de una casa y a los caprichos de un hombre, sea el que quiera: mi vocación es la de artista, y tengo siempre libre el corazón, mi persona y mi pensamiento.

Eugenia dijo estas palabras con un tono tan enérgico y resuelto que Valentina se sonrojó; la tímida joven no podía comprender aquella naturaleza vigorosa que parecía no participar en nada de la timidez de la mujer.

-Por lo demás -continuó-, puesto que estoy destinada al matrimonio, debo dar gracias a la Providencia, que me ha procurado los desdenes del señor Alberto de Morcef, porque sin eso me vería hoy convertida en la esposa de un hombre perdido.

-Es cierto -dijo la baronesa, con aquella extraña sencillez que se encuentra a veces en las señoras, y que el trato con personas de otra esfera no les hace perder-. A no ser por las dudas de Morcef, mi hija se casaba con Alberto; el general tenía mucho empeño en ello, y había venido expresamente a ver a Danglars para que consintiese: de buena nos hemos librado.

-Pero -observó Valentina-, ¿la deshonra del padre recae sobre el hijo? Alberto me parece muy inocente de la traición del general.

-Escuchadme, mi buena amiga -dijo la implacable Eugenia-. Alberto recibirá y merece su parte; después de haber provocado ayer en la Opera al conde de Montecristo, hoy le ha presentado sus excusas sobre el terreno.

-¡Eso es imposible! -dijo la señora de Villefort.

-¡Ay!, amiga mía -dijo la señora Danglars, con aquella sencillez que ya hemos visto en ella-, es cierto, lo sé por Debray que se halló presente.

Valentina también sabía la verdad, pero guardó silencio. Aquella conversación llevó su pensamiento a la habitación de Noirtier, adonde la esperaba Morrel.

Absorta en estas ideas hacía ya un momento que no tomaba parte en la conversación, y aun le hubiera sido imposible el decir de lo que hablaban hacía rato, cuando de pronto la mano de la señora de Danglars, que se apoyaba en su brazo, la sacó de su ensimismamiento.

-¿Qué hay, señora? -dijo Valentina, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

-Hay, mi querida Valentina -dijo la baronesa-, que sufrís sin duda alguna.

-¿Yo? -dijo la joven pasando la mano sobre su frente, que ardía.

-Sí; miraos en ese espejo. Os habéis puesto encarnada y pálida dos veces en menos de un minuto.

-Realmente, estáis muy pálida -dijo Eugenia.

Por poco que lo estuviese, aprovechó la ocasión para retirarse; además, la señora de Villefort vino en su ayuda.

-Retiraos, Valentina -dijo-, sufrís realmente, y estas señoras tendrán la bondad de excusaros; tomad un vaso de agua pura, que os hará bien.

Valentina abrazó a Eugenia, saludó a la señora de Danglars, que estaba ya en pie para retirarse, y salió.

-Esta pobre niña me tiene con cuidado y no me admiraría que le sucediese algún accidente -dijo la señora de Villefort.

Entretanto Valentina, con una especie de exaltación desconocida para ella, sin responder a unas palabras que le dijo el niño, salió a la escalera. Bajó todos los escalones, menos los tres últimos; oyó la voz de Morrel, cuando de repente perdió la vista, su pie perdió el escalón, sus manos no tuvieron fuerza para sujetarse al pasamano y rodó por la escalera.

Morrel abrió la puerta, dio un salto y halló a Valentina en el suelo; ésta abrió los ojos.

-¡Oh! ¡Qué torpe soy! -dijo-, ya no sé andar, ¡había olvidado que aún me faltaban tres escalones!

-¿Os habéis lastimado, Valentina? -exclamó Maximiliano--, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

-No, no; os digo que todo ha pasado, no ha sido nada; ahora dejadme que os diga una cosa: dentro de tres días hay un banquete, una comida de boda; todos estamos invitados, mi padre, la señora de Villefort y yo, según he oído.

-¿Cuándo nos ocuparemos nosotros de esos preparativos? ¡Oh! ¡Valentina! Vos que tanto ascendiente tenéis sobre vuestro abuelo, procurad que diga: muy pronto.

-Entonces, ¿contáis conmigo para estimular la lentitud y avivar la memoria de mi abuelo?

-Sí, pero haced que sea pronto; hasta que no seáis mía, Valentina, tengo miedo de perderos.

-¡Oh! -respondió Valentina con un movimiento convulsivo-. ¡Oh!, de veras, Maximiliano, resultáis muy miedoso para ser oficial; vos de quien se dice que jamás conocisteis el miedo. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

Y prorrumpió en una risa dolorosa, sus brazos se enderezaron retorciéndose, su cabeza cayó sobre el sillón y quedó sin movió. El grito de terror que Dios había quitado de los labios del anciano salió de su mirada.

Morrel comprendió que se trataba de llamar para que la socorriesen.

El joven tiró fuertemente del cordón de la campanilla. La camarera que estaba en el cuarto de Valentina y el criado que reemplazó a Barrois acudieron al mismo tiempo.

Valentina estaba tan pálida, fría e inmóvil, que sin escuchar lo que les decían, salieron por el corredor, pidiendo socorro; tal era el miedo que reinaba en aquella casa maldita.

La señora de Danglars y Eugenia, que salían, pudieron enterarse de la causa de aquel rumor.

-Ya os lo había dicho -dijo la señora de Villefort-, ¡pobre criatura!

En el mismo instante, oyóse la voz del señor de Villefort, que gritaba desde su despacho:

-¿Qué ocurre?

Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad, y con la vista le indicó el despacho en el que otra vez, en circunstancia semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para coger el sombrero y entrar en el despacho, ya se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.

Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valentina y la tomó en sus brazos.

-¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d'Avrigny... Pero será mejor que vaya yo mismo -y salió del cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.

Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella conversación que oyó entre el doctor y Villefort, la noche en que falleció la señora de Saint-Merán, acudió a su imaginación. Aquellos síntomas, aunque en un grado más espantoso, eran también los que precedieron a la muerte de Barrois.

Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo que le había dicho no hacía aún dos horas:

-Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que yo puedo mucho.

Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle de Matignón, y desde allí a la entrada de los Campos Elíseos.

Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la puerta de la casa del doctor d'Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero salió asustado; subió la escalera sin fuerzas para hablar; el portero, que le conocía, le dejó pasar gritándole solamente:

-En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.

Villefort empujaba ya, o más bien forzaba la puerta.

-¡Ah! -dijo el doctor-. ¿Sois vos?

-Sí -dijo Villefort, cerrando la puerta-; sí, doctor, soy yo, que vengo a preguntaros a mi vez si estamos solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.

-¿Qué ocurre? -dijo éste fríamente en apariencia, pero con grande conmoción interior-. ¿Tenéis algún enfermo?

-Sí, doctor -gritó Villefort mesándose los cabellos con mano convulsiva-; sí, doctor.

La mirada de d'Avrigny significaba:

-Os lo había predicho.

En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:

-¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra debilidad?

Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al médico y le agarró por un brazo.

-¡Valentina! -dijo-. ¡Ha tocado el turno a Valentina!

-¡Vuestra hija! -exclamó d'Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.

-¿Veis como estabais equivocado? -dijo el magistrado-, venid a verla, y junto a su lecho de dolor pedidle perdón por haber sospechado de ella.

-Cada vez que me habéis avisado ha sido ya tarde -dijo el doctor-; no importa, voy, pero démonos prisa, no puede perderse tiempo con los enemigos que atacan vuestra casa.

-¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez conoceré al asesino y le castigaré.

-Tratemos de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su muerte. Vamos.

Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápidamente acompañado de d'Avrigny, al mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba a la puerta de Montecristo.

El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que Bertuccio acababa de escribirle.

Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el conde levantó la cabeza.

Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas dos horas, porque el joven que le dejó con la risa en los labios, se presentaba con la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al encuentro de Morrel.

-¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.

Morrel cayó en un sillón.

-Sí -dijo-; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.

-¿Todos están bien en vuestra casa? -preguntó el conde con un tono tan afectuoso que nadie podía dudar de su sinceridad.

-Gracias, conde, gracias -dijo el joven visiblemente perplejo sobre el modo de iniciar la conversación-. Sí, mi familia está bien.

-Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? -le dijo el conde cada vez más inquieto.

-Sí -dijo Morrel-, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado, para correr a vos.

-¿Venis de casa de Morcef? -dijo Montecristo.

-No -dijo Morrel-; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?

-El general se ha saltado la tapa de los sesos -respondió fríamente Montecristo.

-¡Pobre condesa! -dijo Maximiliano-, es a ellos a quien compadezco.

-Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo digno de la condesa. Sin embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo? ¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?

-Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que podríais socorrerme en unas circunstancias en que sólo Dios puede hacerlo.

-Hablad -respondió Montecristo.

-¡Oh! -dijo Morrel-, no sé si me será permitido revelar semejante secreto a oídos humanos, pero la fatalidad me conduce y la necesidad me obliga a ello, conde...

Morrel se detuvo vacilante.

-¿Creéis que os quiero? -le preguntó Montecristo, cogiéndole cariñosamente la mano.

-Vos me animáis, y además hay algo aquí -y puso la mano sobre el corazón- que me dice que no debo tener secretos para vos...

-Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.

-Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por una persona a quien conocéis?

-Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha mayor razón mis criados.

-¡Ah!, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor.

-¿Queréis que llame a Bautista?

-No; voy a hablarle yo mismo.

Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado salió corriendo.

-Y bien, ¿le habéis enviado ya? -preguntó Montecristo, viendo entrar a Morrel.

-Sí; y voy a estar algo más tranquilo.

-Sabéis que estoy esperando -dijo Montecristo sonriéndose.

-Sí, y yo hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín oculto entre las flores, y que nadie podia pensar que yo me hallaba allí, pasaron dos personas tan cerca, permitid que calle por ahora sus nombres, que pude oír toda su conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.

-Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro temblor.

-¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del amo del jardín en que yo me hallaba: una de las dos personas cuya conversación oía era el amo del jardín, la otra el médico: el primero confiaba al segundo sus temores y sus penas, porque era la segunda vez en un mes que la muerte, rápida e inesperada, se presentaba en aquella casa que se creería designada por algún ángel exterminador, a la cólera del Señor.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo Montecristo mirando fijamente al joven y volviéndose en su sillón, de modo que su cara quedó en la sombra, mientras la de Morrel quedaba de lleno inundada por la luz.

-Sí -continuó éste-, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un mes.

-¿Y qué respondía el doctor? -inquirió Montecristo.

-Respondía... que aquella muerte no era natural, y debía atribuirse...

-¿A qué?

-Al veneno.

-¿De veras? -dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos de gran emoción le servía para disimular, ya sea lo sonrosado o pálido de su rostro, ya la atención misma con que escuchaba-, ¿de veras, Maximiliano, habéis oído todas esas cosas?

-Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como éste se repetía, se creería obligado a dar parte a la justicia.

Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la mayor calma y serenidad.

-Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez -dijo Maximiliano-, y ni el amo de la casa, ni el doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el conocimiento de este secreto?

-Querido amigo -le respondió Montecristo-, me parece que contáis una aventura que todos conocemos. La casa en que habéis oído eso yo la conozco, o al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia, doctor y tres muertes extrañas e inesperadas; pues bien, yo que no he interceptado secretos, pero lo sabía como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo ello. Decís que un ángel exterminador parece que ha señalado esa casa a la cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra suposición no es una realidad? No veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la justicia y no la cólera de Dios, la que está en esa casa, Maximiliano, volved la cabeza y dejad paso a la justicia de Dios.

Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las palabras de conde.

-Además -continuó con un cambio de voz tan marcado que habríase dicho que aquellas palabras no salían de la boca del mismo hombre-, ¿quién os ha dicho que volverá a empezar?

-Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a buscaros.

-Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casualidad que avisara al procurador del rey?

Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una acentuación tan marcada, que Morrel se levantó gritando:

-¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?

-Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas; os paseasteis una tarde, en el jardín del señor de Villefort, y según lo que me habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de la señora de Saint-Merán; habéis oído a Villefort hablar con d'Avrigny, de la muerte del señor de Saint-Merán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver en aquello un envenenamiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia, hace dos meses ocupado en sondear vuestro corazón para saber si debéis revelar este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad Media, amigo querido, y no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente? Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles dormir, si duermen; dejadles palidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis remordimientos que os impidan el hacerlo.

Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de Montecristo.

-¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!

-¡Y bien! -dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no comprendía, y mirando con atención a Maximiliano-, dejad que empiece: es una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufrirán su sentencia. Todos desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con un soplo aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de Saint-Merán; poco después, su mujer. Hace pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la joven Valentina.

-¡Vos lo sabíais! -exclamó Morrel con un terror tal, que el propio Montecristo, que si hubiese visto hundirse el cielo hubiera permanecido impávido, tuvo que estremecerse y temblar-. ¿Lo sabíais, y nada me habéis dicho?

-¿Y qué importa? -respondió Montecristo-, ¿conozco yo acaso a esa gente? ¿Y es preciso que pierda a uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el culpable y la víctima no sé a quién dar la preferencia.

-¡Pero yo! ¡Yo! -gritó Morrel fuera de sí-. ¡Yo la amo!

-¿Vos amáis? ¿A quién? -dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que Morrel elevaba hacia el cielo.

-Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su sangre por evitar que derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo, y pido a Dios y a vos que me ayuden a salvarla.

Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclamó:

-¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza maldita!

Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se había presentado ante sus ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera en los campos de batalla y en las noches homicidas de Argelia, se le había presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.

Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los ojos, como alucinado por una revelación interior; durante un instante permaneció recogido en sí, con tal poder que poco a poco viose sosegarse su alterado pecho; aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.

En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:

-Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más fanfarrones, a los más indiferentes con los terribles espectáculos que presenta a su vida; yo, que miraba, espectador impasible y curioso, el desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón.

Morrel dio un suspiro.

-Vamos, vamos -continuó el conde-, basta de quejas. Sed hombre, sed fuerte y esperad, porque estoy yo aquí y velo por vos.

Morrel meneó tristemente la cabeza.

-Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás miento y nunca me engaño. Son las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de mañana por la mañana. Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la hora presente, no morirá.

-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Morrel-, ¡yo que la dejé expirando!

El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella cabeza llena de tan espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y humano a la vez el ángel de la luz o el de las tinieblas? Dios sólo lo sabe. Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño que se despierta.

-Maximiliano -dijo-. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os recomiendo que no deis un paso, que nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro semblante la más pequeña sombra de precaución; yo os daré noticias, id.

-¡Dios mío! -dijo Morrel-, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría. ¿Podéis algo contra la muerte? ¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel o un dios?

Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió ante el conde, lleno de terror indecible.

-Puedo bastante, amigo mío -respondió el conde-; id, tengo necesidad de estar solo.

El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre cuantos le rodeaban, no procuró sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.

Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir corriendo por la calle de Matignón.

Entretanto Villefort y d'Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina desmayada aún; el médico examinó a la enferma con el cuidado que reclamaban las circunstancias y con la profundidad que le daba el conocimiento del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el resultado de aquel examen; Noirtier, más pálido que la joven y más ansioso de una solución que el mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él impaciencia y ansiedad.

Al fin, d'Avrigny dijo lentamente estas palabras.

-Aún vive.

-¡Aún! -dijo Villefort-, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de pronunciar!

-Sí -dijo el médico-; repito mi frase; aún vive, y me sorprende mucho.

-¿Pero se salvará? -preguntó el padre.

-Sí, puesto que vive aún.

En aquel momento, la mirada de d'Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus ojos brillaban con una alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento tan profundo que llamó la atención del facultativo.

Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuyos blanquecinos labios apenas se distinguían de su rostro, y permaneció inmóvil, mirando a Noirtier, por el que todos los movimientos del médico eran comentados y comprendidos.

-Caballero -dijo d'Avrigny a Villefort-, llamad a la doncella de Valentina, os lo ruego.

Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo a llamar a la doncella. En el momento se cerró la puerta; d'Avrigny se acercó a Noirtier.

-¿Queréis decirme algo? -le preguntó.

El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa que podía hacer.

-¿A mí solo?

-Sí -dijo Noirtier.

-Bien, entonces me quedaré con vos.

Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.

-¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? -dijo-, salió de mi cuarto, se quejaba, decía que estaba indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.

Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una verdadera madre, se acercó a la joven, cuyas manos cogió.

El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse, abrirse redondos, sus mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su frente.

-¡Ah! -exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de Noirtier, es decir, fijando sus ojos en la señora de Villefort, que repetía:

-¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acostaremos.

D'Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con Noirtier, hizo señal con la cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía hacerse, pero prohibió expresamente que tomase nada sin que él lo mandase.

Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni casi hablar, tal era el estado en que la había dejado aquel ataque.

Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al verla salir.

D'Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Villefort que tomase un coche, y fuese en persona a la botica e hiciese preparar a su vista los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le esperase en el cuarto de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier, cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de fuera, le dijo:

-Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?

-Sí -hizo el anciano.

-Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me responderéis.

Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.

-¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?

-Sí.

El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.

-Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstancias en que estamos, no debe descuidarse el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois?

Noirtier levantó los ojos al cielo.

-¿Sabéis de qué murió? -preguntó d'Avrigny, apoyando una mano sobre el hombro de Noirtier.

-Sí -respondió el anciano.

-¿Pensáis que su muerte fue natural?

Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.

-¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?

-Sí.

-¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?

-No.

-¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, queriendo hacerlo con otro, la que ha envenenado a Valentina?

-Sí.

-¿Entonces va a sucumbir? -preguntó d'Avrigny, fijando en Noirtier una profunda mirada y esperando el efecto que producirían en él estas palabras.

-¡No! -respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar las conjeturas del más hábil adivino.

-¿Esperáis? -dijo sorprendido d'Avrigny.

-Sí.

-¿Qué es lo que esperáis?

El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.

-¡Ah!, sí; es verdad -dijo d'Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo-; ¿Esperáis que el asesino se cansará?

-No.

-¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?

-Sí.

-No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de envenenarla, ¿verdad? -añadió d'Avrigny.

El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.

-¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?

Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D'Avrigny siguió la dirección de los ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que contenía la poción que tomaba todas las mañanas.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo d'Avrigny iluminado por aquella señal-, ¿habéis tenido la idea...?

Noirtier no le permitió acabar la frase.

-Sí -expresó con la mirada.

-De precaverla contra el veneno.

-Sí.

-¿Acostumbrándola paulatinamente?

-Sí, sí, sí -hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le comprendiesen.

-En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las pociones que os daba?

-Sí.

-Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de otro semejante?

La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noirtier.

-Y lo habéis conseguido -dijo el doctor-; sin esa precaución, Valentina moriría hoy, sin remedio. El ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe Valentina no morirá.

Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, levantados al cielo con una indecible expresión de reconocimiento.

En aquel momento entró Villefort.

D'Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y las bebió.

-Bien, subamos al cuarto de Valentina -dijo-; daré mis instrucciones a todo el mundo, y cuidad vos mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de ellas.

En el instante en que d'Avrigny entraba en el cuarto de Valentina acompañado de Villefort, un sacerdote italiano, con su aire severo, palabras dulces y tranquilas, alquilaba para habitar la la casa inmedita a la de Villefort.

Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres inquilinos que la ocupaban, pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que el nuevo arrendatario se estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.

El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre establecida por los propietarios, pagó seis meses adelantados el nuevo arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.

En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se acostaron tarde vieron a los carpinteros empezando las reparaciones necesarias.

Capítulo Noveno

El padre y la hija

Ya vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort el próximo enlace matrimonial de Eugenia con Cavalcanti.

Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.

Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de grandes desastres, al hermoso salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.

En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero, pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.

-Esteban -le dijo-, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.

Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.

Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La singularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.

Esteban volvió de cumplir su encargo.

-La doncella de la señorita -dijo- me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no tardará en venir.

Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho. Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que representaba en la comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia.

Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.

-¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice -murmuraba Danglars-, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?

Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.

-Y bien, Eugenia, ¿qué hay? -dijo el padre-, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?

-Tenéis razón, señor -respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse-, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aquellos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, España, las Indias, la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones externas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.

-Muy bien -respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensamientos serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su interlocutor.

-Ahí tenéis explicado el segundo punto -dijo Eugenia sin turbarse y con aquella serenidad masculina que la caracterizaba-, me parece que estáis satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer punto: me preguntáis por qué os he pedido esta audiencia: os lo diré en dos palabras. No quiero casarme con el conde Cavalcanti.

Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.

-¡Oh! ¡Dios mío!

-Sí, señor -continuó Eugenia con la misma calma-, os admiráis, bien lo veo, porque desde que se planeó este asunto no he manifestado la más pequeña oposición, porque estaba determinada, al llegar la hora, a oponer francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me desagradan una voluntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad, como dicen los filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente... -y una ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios de la joven-, quería acostumbrarme a la obediencia.

-¿Y bien? -preguntó Danglars.

-Lo he intentado con todas mis fuerzas -respondió Eugenia-, y ahora que ha llegado el momento, a pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma, me siento incapaz de obedecer.

-Pero, en fin -dijo Danglars, que con un talento mediocre parecía abrumado bajo el peso de aquella implacable lógica, cuya calma reflejaba tanta premeditación y firmeza de voluntad-, ¿la razón de vuestra negativa, Eugenia?

-La razón -replicó la joven- no es que ese hombre sea más feo, tonto o desagradable que otro cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar entre los que miran a los hombres por la cara y el talle por un buen modelo. No es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a nadie, lo sabéis, ¿no es cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta iré a obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y en otra parte: Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos en latín y en griego, el uno creo es de Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre.

-¡Desgraciada! -dijo Danglars palideciendo, porque conocía por experiencia la fuerza del obstáculo que encontraba.

-¿Desgraciada decís, señor? -repitió Eugenia-, al contrario, y la exclamación me parece teatral y afectada. Más bien dichosa, porque os pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta para que me acoja favorablemente; me gusta que me reciban bien, eso hace tomar cierta expansión a las fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos feos. Tengo algo de talento y cierta sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para hacerlo entrar en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy rica, porque poseéis una de las mayores fortunas de Francia, y soy vuestra única hija, y no sois tenaz hasta el punto en que lo son los padres de la Puerta de San Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque no quieren darles nietos. Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos del todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o con el otro. Así, pues, bella, espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por que me llamáis desgraciada, señor?

Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo contener un movimiento de brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el único. Bajo el poder de la inquisitiva mirada de su hija, y ante sus hermosas cejas negras un poco fruncidas, se volvió con prudencia y se calmó, domado por la mano de hierro de la circunspección.

-En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no quiero deciros bruscamente cuál, prefiero que la adivinéis.

Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las de la corona de orgullo que acababa de poner sobre su cabeza.

-Hija mía -continuó el banquero-, me habéis explicado muy bien cuáles son los sentimientos que presiden a las descripciones de una joven como vos, cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a deciros los motivos que tiene un padre como yo para decidir que su hija se case.

Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dispuesto a discutir y que se mantiene a la expectativa.

-Hija mía -continuó Danglars-, cuando un padre pide a su hija que se case, siempre tiene alguna razón para desear su matrimonio. Los unos tienen la manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus nietos. Empezaré por deciros que no tengo esa debilidad, los goces de familia me son casi indiferentes. Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta indiferencia, sin reprocharme por ello como si se tratara de un crimen.

-Sea en buena hora -dijo Eugenia-, hablemos francamente, así me gusta.

-¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la franqueza, me someto a ella como creo que las circunstancias lo requieren. Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por vos, porque en verdad era lo que menos pensaba en aquel momento. Amáis la franqueza, pues ya veis. Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto posible, para ciertas combinaciones comerciales que pienso efectuar en estos momentos.

Eugenia hizo un movimiento.

-Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma me obligáis a ello. Es bien a pesar mío que entro en estas explicaciones aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el despacho de un banquero, por no recibir impresiones desagradables o antipoéticas; pero en aquel despacho de banquero donde entrasteis anteayer para pedirme los mil francos que os entrego mensualmente para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se aprenden muchas cosas útiles, hasta las jóvenes que no quieren casarse. Se aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros nervios, se aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito sostiene al hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me hizo ayer un discurso que no olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le sucederá dentro de poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.

Eugenia alzó la cabeza con orgullo.

-¡Arruinado! -dijo.

-Vos decís la expresión exacta -dijo Danglars metiendo la mano por entre el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fisonomía la sonrisa de un hombre sin corazón, pero que no carecía de talento-. Arruinado; sí, eso es.

-¡Ah! -dijo Eugenia.

-Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de horror, como dice el poeta trágico. Ahora escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan grande, no diré para mí, sino para vos.

-¡Oh! -repuso Eugenia-, sois muy mal fisonomista, si os figuráis que siento por mí el desastre que acabáis de contarme. Arruinada yo, ¿y qué me importa? ¿No me queda mí talento? ¿No puedo, como la Pasta, la Malibrán y la Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna? Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis propios esfuerzos, y que en lugar de llegar a mis manos como esos miserables mil francos que me dais, reprochándome mi prodigalidad, llegarán acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso amor de independencia, que vale para mí más que todas las riquezas, y que domina en mí hasta el instinto de conservación? No, no lo siento por mí; sabré siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo por la señora Danglars: desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha tornado sus precauciones contra el desastre que os amenaza y que pasará sin alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el pretexto de mi amor a la libertad; muchas cosas he visto desde que era niña, y todas las he comprendido; la desgracia no hará en mí más impresión que la que merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie amo; he aquí mi profesión de fe.

-Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? -dijo Danglars, pálido de una cólera, que no provenía de la autoridad paterna ofendida.

-¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo...? -dijo Eugenia-, no lo entiendo.

-Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.

-Os escucho -dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue necesario que éste hiciese un esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa mirada de la joven.

-El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones que coloca en mi banco.

-¡Ah!, muy bien -dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus dedos, y alisando uno contra otro sus guantes.

-¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están destinados a producir más de diez; he obtenido con otro banquero, un compañero y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria cuyos resultados son fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo repito, me producirán diez o doce.

-Pero durante la visita que os hice anteayer, y de la que tenéis la bondad de acordaros -dijo Eugenia-, os vi poner en caja cinco millones y medio en dos bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no me llamase la atención un papel que tanto valía.

-Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una prueba de confianza que se tiene en mí; mi título de banquero popular me ha valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco millones y medio; en otro tiempo no hubiera titubeado en emplearlos, pero hoy se saben las grandes pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí. De un momento a otro puede la administración reclamar este depósito, y si lo he empleado, me veo en el caso de hacer una bancarrota vergonzosa. Yo desprecio las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que arruinan. Si os casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que voy a tomarlos, mi crédito se restablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o dos meses se hunde en un abismo abierto bajo mis pies, por una fatalidad inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?

-Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?

-Cuanto mayor sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da una idea de vuestro valor.

-Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe llevar Cavalcanti, pero sin tocar a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por delicadeza. Os ayudaré a reedificar vuestra fortuna, pero no quiero ser cómplice en la ruina de otros.

-Pero si os digo que esos tres millones...

-Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?

-Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de consolidar mi crédito.

-¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi dote?

-Al volver de la municipalidad los tomará.

-Bien.

-¿Qué queréis decir con ese «bien»?

-Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi persona. ¿No es eso?

-Exacto.

-Entonces, bien, como os decía, estoy pronta a casarme con Cavalcanti.

-¿Pero cuáles son vuestros proyectos?

-¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos si conociendo el vuestro os revelase el mío?

Danglars se mordió los labios.

-Así, pues -dijo-, haced las visitas oficiales que son absolutamente indispensables: ¿Estáis dispuesta?

-Sí.

-Ahora me toca deciros: ¡Bien!

Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suyas; pero ni el padre osó decir «gracias, hija mía», ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.

-¿La entrevista ha terminado? -preguntó Eugenia levantándose.

Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.

Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la señorita de Armilly, y Eugenia entonaba «La maldición de Brabancio a Desdémona».

Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban enganchados y la baronesa esperaba.

Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus visitas.

Tres días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las cinco de la tarde del día fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se empeñaba en llamar príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que daba acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir, y sus caballos le esperaban piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía ya un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que ya conocen nuestros lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.

Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y subiendo en seguida al primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.

Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y ya nada le detenía.

-¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo -dijo al conde.

-¡Ah! -exclamó éste con su voz medio burlona-, señor mío, ¿cómo estáis?

-Perfectamente, ya lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo, ¿salíais o entrabais?

-Salía.

-Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá conduciendo el mío.

-No -dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba sin duda que el joven le acompañara-, no; prefiero daros audiencia aquí: se habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que sorprenda vuestras palabras.

El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus piernas, hizo señas a Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un aire risueño.

-¿Sabéis, querido conde -dijo-, que la ceremonia se celebra esta noche? A las nueve se firma el contrato en casa del futuro suegro.

-¡Ah! ¿De veras? -dijo Montecristo.

-¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?

-Sí; recibí ayer una carta, pero me parece que no indica la hora.

-Es posible que se le haya olvidado.

-Y bien -dijo el conde-, ya sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las mejores alianzas, y además, la señorita de Danglars es bonita.

-Sí -respondió Cavalcanti con modestia.

-Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.

-¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? -repitió el joven.

-Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.

-Y confiesa que posee de quince a veinte millones -dijo Cavalcanti, en cuyos ojos brillaba la alegría.

-Sin contar -añadió Montecristo- que está en vísperas de entrar en una negociación, ya muy usada en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en Francia es completamente nueva.

-Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuya adjudicación acaba de obtener, ¿no es eso?

-Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.

-¡Diez millones!, es magnífico -decía Cavalcanti, a quien embriagaban las doradas palabras del conde.

-Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es justo, pues la señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo ha dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las cuestiones de dinero; ¿sabéis, señor Cavalcanti, que habéis conducido admirablemente este asunto?

-Sí, no muy mal -respondió el joven-; yo había nacido para ser diplomático.

-Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se aprenda, es instintiva... ¿Tenéis interesado el corazón?

-En verdad, lo temo -respondió el joven con tono teatral.

-¿Y os ama?

-Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no olvidemos una cosa esencial.

-¿Cuál?

-Que me han ayudado eficazmente en ese asunto.

-¡Bah!

-De veras lo digo.

-¿Las circunstancias?

-No; vos mismo.

-¡Yo! Dejadme en paz, príncipe -dijo Montecristo recalcando singularmente el título-. ¿Qué he hecho yo por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra posición social no bastan?

-No -dijo el joven-; no, y por más que digáis, señor conde, yo sostendré que la posición de un hombre como vos ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mi mérito.

-Os equivocáis -dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del joven, y adónde iban a parar sus palabras- mi protección la habéis adquirido merced al nombre de la influencia y fortuna de vuestro padre; jamás os había visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni, fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a serviros de garantía, pero sí a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan conocido y respetado en Italia; por lo demás, yo personalmente no os conozco.

Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a Cavalcanti que estaba cogido por una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.

-¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?

-Así parece -respondió Montecristo.

-¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?

-He recibido carta de aviso.

-¿Pero los tres millones?

-Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.

-¿Pero los recibiré efectivamente?

-Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.

Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pensativo; luego dijo:

-Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando deba no seros agradable.

-Hablad -dijo Montecristo.

-Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas personas de distinción, y en la actualidad tengo una porción de amigos; pero al casarme, como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser sostenido por un hombre ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi padre no vendrá a París, ¿verdad?

-Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.

-Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.

-¿A mí?

-Sí, a vos.

-¿Y cuál? ¡Dios mío!

-Que le sustituyáis.

-¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversaciones que he tenido la dicha de tener con vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque sea un préstamo raro, os lo daré. Sabed, y me parece que ya os lo he dicho, que el conde de Montecristo no ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de Oriente en todas las cosas de este mundo; ahora bien, yo que tengo un serrallo en El Cairo, otro en Constantinopla y otro en Esmirna, ¿que presida un matrimonio?; eso no, jamás.

-¿De modo que rehusáis?

-Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo mismo.

-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Cavalcanti desorientado-, ¿cómo haré entonces?

-Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.

-Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.

Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en que él comió también en Auteuil, y después os presentasteis solo; es muy diferente.

-Sí; pero habéis contribuido a mi bolo.

-¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando vinisteis a rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuyo a ningún matrimonio; es un principio del que nunca me aparto.

Cavalcanti se mordió los labios.

-Pero, al fin -dijo-, ¿estaréis presente al menos?

-¿Todo París estará?

-Desde luego.

-Pues estaré como todo París -dijo el conde.

-¿Firmaréis el contrato?

-No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.

-En fin, puesto que no queréis condecerme más, preciso me será contentarme; pero una palabra aún, conde.

-¿Qué más?

-Un consejo.

-Cuidado, un consejo es más que un favor.

-¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.

-Decid.

-¿La dote de mi mujer es de quinientos mil francos?

-Eso es lo que me dijo el propio Danglars.

-¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?

-Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con delicadeza. Los dos notarios quedan citados el día del contrato para el siguiente; en él cambian los dotes y se entregan mutuamente recibo; después de celebrado el matrimonio los ponen a vuestra disposición, como jefe de la comunidad.

-Es que yo -dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada- he oído decir a mi suegro que tenía intención de colocar nuestros fondos en ese famoso negocio del camino de hierro de que me hablabais hace poco.

-Y bien -repuso el conde-, según asegura todo el mundo, es un medio de que vuestros capitales se tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y sabe contar.

-Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el corazón.

-Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas circunstancias.

-Vaya -dijo Cavalcanti-, de todos modos, sea como queréis: hasta esta noche a las nueve.

-Hasta luego.

Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero que conservó su sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó en su faetón y desapareció.

Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a visitar a sus numerosos amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la promesa de acciones, que volvieron locos después a tantos, y cuya iniciativa pertenecía a Danglars.

En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Danglars, las galerías y tres salones más estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no atraía la simpatía, sino la irresistible necesidad de la novedad.

No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil bujías y dejaban ver aquel lujo de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.

Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanco, una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el ébano, componían todo su adorno, sin que la más pequeña joya hubiese tenido entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de virginal y sencillo aquel cándido vestido.

La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray, Beauchamp y Chateau-Renaud. Debray había vuelto a entrar en la casa para aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún privilegio especial.

Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandys de la Opera, le explicaba impertinentemente, en atención a que era necesario ser bien atrevido para hacerlo, sus futuros proyectos y el progreso de lujo que pensaba hacer con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.

La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de turquesas, rubíes y esmeraldas; como sucede siempre, las más viejas eran las más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más obstinación. Si había algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un rincón apartado, custodiadas por una vigilante madre o tía.

A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor, que anunciaba un nombre conocido en la Hacienda, respetado en el Ejército o ilustre en las Letras: veíase entonces un ligero movimiento en los grupos; pero para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.

En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimión dormido, señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo resonó también, y como impelida por un rayo eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.

El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco destacaba perfectamente las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba sobre el chaleco una cadena de oro sumamente fina.

Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada divisó el conde a la señora de Danglars en un lado del salón, a Danglars en el opuesto, y delante de él a Eugenia.

Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había venido sola, porque Valentina aún no se hallaba restablecida; y sin variar de camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la baronesa a Eugenia, a quien cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención de la orgullosa artista. Encontrábase a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al conde por las cartas de recomendación que había tenido la bondad de darle para Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer uso. Al separarse de aquellas señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la mano.

Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo, paseando a su alrededor aquella mirada propia de la gente del gran mundo y que parece decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora, que los demás hagan lo que deben.

Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oyó el murmullo que la presencia de Montecristo había suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.

En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada mesa cubierta de terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de ellos y permaneció el otro a su lado en pie.

Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad debía firmar: colocáronse todos; las señoras formaron círculo alrededor de la mesa, mientras los hombres, más indiferentes al estilo enérgico, como dice Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la atención de Danglars, la impasibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre con que la baronesa trataba aquel importante asunto.

Leyóse el contrato en medio del silencio más profundo, pero concluida la lectura empezó de nuevo el murmullo, doble de lo que antes era: aquellas inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar los regalos de la esposa y las joyas exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado la hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces ante ella.

Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no tenían necesidad de ellos para ser bellas.

Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en la realidad del sueño que se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.

El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:

-Señores, va a firmarse el contrato.

El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor Cavalcanti padre, la baronesa, los futuros esposos, como se dice en ese lenguaje que es corriente en el papel sellado.

El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de Cavalcanti padre.

La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.

-Amigo mío -dijo tomando la pluma-, ¿no es algo muy triste que un incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que faltó poco fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de ver al señor de Villefort?

-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: «me es absolutamente indiferente».

-Tengo motivos -dijo Montecristo acercándose -para temer que soy la causa involuntaria de esta ausencia.

-¡Cómo! ¿Vos, conde? -dijo la señora Danglars firmando-, cuidado, que si es así no os perdonaré.

Cavalcanti tenía el oído listo y atento.

-No será mía la culpa -dijo el conde-, y por esto quiero manifestarla.

Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuyos labios raras veces se desplegaban.

-¿Recordáis -dijo el conde en medio del más profundo silencio- que el desgraciado que había venido a robarme y murió en mi casa fue asesinado al salir de ella por su cómplice, según creo?

-Sí -dijo Danglars.

-Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé dónde; la justicia los recogió; pero al tomar la chaqueta y el pantalón, olvidó el chaleco.

Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le parecía que la tempestad que en ella se escondía iba a descargar sobre él.

-Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del corazón.

Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desmayarse.

-Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo; solamente yo pensé que sería probablemente el chaleco de la víctima. Dé repente, registrando mi camarero con repugnancia y precaución aquella fúnebre reliquia, encontró un papel en el bolsillo y lo sacó; era una carta dirigida a vos, barón.

-¿A mí? -dijo Danglars.

-¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las manchas de sangre que tenía el papel -respondió Montecristo, en medio de la general sorpresa.

-Pero -preguntó la señora Danglars mirando a su marido-, cómo impide eso al señor de Villefort...

-Es muy sencillo, señora -respondió Montecristo-; el chaleco y la carta constituyen lo que se llama piezas de convicción, y los he enviado al procurador del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en materias criminales, las vías legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.

Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.

-Es posible -dijo Danglars-; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo presidiario?

-Sí -respondió el conde-, un antiguo presidiario llamado Caderousse.

Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la antecámara.

-Pero firmad, firmad -dijo Montecristo-. Veo que mis palabras han conmovido a todo el mundo; os pido perdón, señora baronesa, y a vos, señorita Danglars.

La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.

-El señor príncipe de Cavalcanti -dijo el Tabelión-. Señor príncipe de Cavalcanti, ¿dónde estáis?

-¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! -repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal intimidad con el italiano, que le llamaban por el apellido sin nombrarle por su título.

-Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar -dijo Danglars a un criado.

Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el salón principal, como si un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación. Había motivo para huir, espantarse y gritar.

Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a Danglars precedido de un comisario de policía con su faja puesta.

La señora Danglars lanzó un grito y se desmayó.

Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están tranquilas, ofreció a la vista de sus convidados un rostro descompuesto por el terror.

-¿Qué ocurre, caballero? -preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.

-¿Cuál de ustedes, señores -preguntó el magistrado sin responder al conde-, se llama Andrés Cavalcanti?

Un grito de estupor se dejó oír por doquier.

Buscaron, preguntaron.

-¿Pero quién es ese Cavalcanti? -inquirió Danglars casi fuera de sí.

-Un presidiario escapado de Tolón.

-¿Y qué crimen ha cometido?

-Se le acusa -dijo el comisario con su voz impasible- de haber asesinado al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el instante en que salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.

El conde dio una rápida ojeada alrededor.

Cavalcanti había desaparecido.

Unos instantes después de la escena de confusión producida en los salones del señor Danglars por la inesperada aparición del oficial de gendarmería y por la revelación que había seguido, el inmenso palacio se había ido quedando vacío con la misma rapidez que habría ocasionado el anuncio de un caso de peste o de cólera morbo que se hubiera producido entre los invitados. En algunos minutos, por todas las puertas, por todas las escaleras, por todas las salidas, se apresuraron todos a retirarse o, mejor dicho, a huir; porque ésa era una de aquellas circunstancias en que incluso están de más aquellas palabras de consuelo que tan importunos hacen hasta a los mejores amigos en las grandes desgracias.

En la casa del banquero no había quedado más que el propio Danglars, encerrado en su despacho y prestando su declaración entre las manos del oficial de gendarmería. La señora de Danglars, aterrada en el tocador que ya conocemos, y Eugenia, que con la mirada altanera se había retirado a su cuarto, con su inseparable compañera, la señorita Luisa de Armilly.

En cuanto a los numerosos criados, todavía más numerosos en esta noche que de costumbre, porque se les había agregado con motivo de la fiesta los encargados de los helados, los cocineros y los reposteros del café de París, formaban corros en las cocinas y en sus cuartos, acusando a sus amos de lo que ellos llamaban su afrenta, cuidándose muy poco del servicio, que por otra parte se encontraba naturalmente interrumpido.

En medio de todas las personas a quienes hacían estremecer distintos intereses, únicamente dos merecen que nos ocupemos de ellas: Eugenia Danglars y Luisa de Armilly.

Como hemos dicho, Eugenia retiróse con aire altanero, y con el paso de una reina ultrajada, seguida de su compañera, más pálida y más conmovida que ella. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta por dentro, mientras Luisa cayó en su silla.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué horror! -dijo la joven filarmónica-. ¿Quién lo habría imaginado? El señor Cavalcanti..., un asesino.... un desertor de presidio..., un presidiario...

Una sonrisa irónica contrajo los labios de Eugenia.

-Estaba predestinada -dijo- ¡Me escapo de un Morcef para caer en manos de un Cavalcantí!

-¡Oh!, no confundas a uno con el otro, Eugenia.

-Calla, todos los hombres son unos niños, y me alegro de tener motivo para hacer algo más que aborrecerlos, ahora los desprecio.

-¿Qué vamos a hacer? -preguntó Luisa.

-¿Qué vamos a hacer?

-Sí.

-Lo que habíamos de hacer dentro de tres días..., marchar.

-¡Cómo!, a pesar de que no te cases, ¿quieres...?

-Escucha, Luisa: detesto esta vida ordenada, acompasada y sujeta a reglas como nuestro papel de música. Lo que siempre he deseado, querido y ambicionado, es la vida de artista, la vida libre, independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus actos. ¿Para qué me he de quedar? ¿Para qué tratar de nuevo de aquí a un mes de casarme? ¿Y con quién? ¿Con el señor Debray, quizá, como ya se pensó en ello? No, Luisa, no; la aventura de esta noche me servirá de pretexto.

-Qué fuerte y animosa eres -dijo la rubia y delicada joven a su morena compañera.

-¿No me conocías aún? Vamos. Veamos, Luisa, hablemos de todos nuestros asuntos. La silla de posta.

-Por suerte, hace tres días que se ha comprado.

-¿La has hecho llevar al sitio donde debemos tomarla?

-Sí.

-¿Nuestro pasaporte?

-Helo aquí.

Y Eugenia, con su natural aplomo, desdobló un papel impreso y leyó:

El señor León de Armilly, edad veinte años; profesión artista, pelo negro, ojos negros, viaja con su hermana.

-¡Magnífico! ¿Quién te ha facilitado ese pasaporte?

-Cuando fui a pedir al conde de Montecristo cartas para los directores de los teatros de Roma y Nápoles, le manifesté mis temores de viajar en calidad de mujer. El conde los comprendió perfectamente, y se puso a mi disposición, para facilitarme un pasaporte de hombre, y dos días más tarde recibí éste, en el que he añadido de mi letra: viaja con su hermana.

-¡Bravo! -dijo Eugenia alegremente-, ya sólo se trata de hacer nuestras maletas.

-Piénsalo bien, Eugenia.

-¡Oh!, todo está reflexionado. Estoy cansada de oír hablar de fines de mes, de alza, de baja, de fondos españoles, de cuentas, etcétera. En lugar de todo eso, Luisa, el aire, la libertad, el canto de los pájaros, las llanuras de Lombardía, los canales de Venecia, los palacios de Roma y la playa de Nápoles. ¿Cuánto tenemos?

Luisa sacó de su bolsillo una cartera, que abrió, y que contenía veintitrés billetes de banco.

-¿Veintitrés mil francos? -dijo.

-Y por lo menos otro tanto en perlas, diamantes y alhajas -añadió Eugenia-. Somos ricas. Con cuarenta y cinco mil francos tenemos para vivir por espacio de dos años como princesas, o discretamente por espacio de cuatro. Pero antes de medio año habremos doblado nuestro capital, tú con tu música y yo con mi voz. Vamos, encárgate del dinero, yo me encargo de las alhajas. De modo que si una de las dos tuviese la desgracia de perder su tesoro, la otra conservaría el suyo. Ahora las maletas, sin pérdida de tiempo.

-Aguarda -dijo Luisa, yendo a escuchar a la puerta de la señora de Danglars.

-¿Qué es lo que temes?

-Que nos sorprendan.

-La puerta está cerrada.

-Que nos manden abrirla.

-Que lo manden. No obedeceremos.

-Eres una verdadera amazona, Eugenia.

Y las dos jóvenes se pusieron con una prodigiosa actividad a colocar en una maleta todos los objetos que creían necesitar.

-Cierra tú la maleta mientras yo me cambio de vestido -dijo Eugenia.

Luisa apoyó sus pequeñas y hermosas manos sobre la tapa de la maleta.

-No puedo -dijo-, no tengo bastante fuerza; ciérrala tú.

-¡Ah!, verdad -dijo riendo Eugenia-, olvidaba que yo soy Hércules y que tú eres la pálida Onfala.

Y la joven Eugenia, apoyando la rodilla sobre la maleta, engarrotó sus blancos y musculosos brazos hasta que juntó las dos divisiones de la maleta y la señorita de Armilly echó el candado a la cadena.

Concluida esta operación, Eugenia abrió una cómoda, cuya llave llevaba siempre consigo, sacó una mantilla de viaje de seda color violeta y dijo:

-Toma, con esto no tendrás frío. Ya ves que he pensado en todo.

-Pero ¿y tú?

-¡Yo! jamás tengo frío, bien lo sabes, y luego con mis vestidos de hombre...

-¿Vas a vestirte aquí?

-Desde luego.

-¿Tendrás tiempo?

-No temas, cobarde. Todos están ocupados del ruidoso suceso. Además, ¿es extraño que permanezca encerrada, cuando deben suponerme en un estado fatal?

-Tienes razón, con ello me tranquilizas.

-Ven, ayúdame.

Y del mismo cajón de donde sacó la mantilla que acababa de dar a la señorita de Armilly, y que ésta tenía ya puesta, sacó un vestido completo de hombre, desde las botas hasta la levita, con provisión de ropa blanca, y si bien no se veía nada superfluo, tampoco se echaba de menos lo necesario.

Con una rapidez que indicaba que no era la primera vez que por broma se había puesto los vestidos del sexo contrario, Eugenia se calzó las botas, se puso un pantalón, anudó la corbata, abrochó hasta arriba su chaleco y se puso una levita que dejaba ver su fino talle.

-Estás muy bien, de veras, muy bien -dijo Luisa contemplándola con admiración-, pero y esos hermosos cabellos negros, y esas trenzas magníficas que hacen respirar de envidia a todas las mujeres, ¿se disimularán en un sombrero de hombre como el que veo allí?

-Voy a comprobarlo -respondió Eugenia.

Y cogiendo con la mano izquierda la espesa trenza que no cabía entre sus dedos, tomó con la derecha unas largas tijeras. Pronto rechinó el acero entre aquella hermosa cabellera, que cayó a los pies de la joven.

Cortada la trenza superior, pasó a las de las sienes, que cortó sucesivamente sin la menor señal de pesar. Sus ojos, por el contrario, brillaron con más alegría que de costumbre, bajo sus negras pestañas.

-¡Oh! ¡Qué lástima de cabellos tan hermosos! -dijo Luisa.

-¿Y qué, no estoy cien veces mejor así? -dijo Eugenia alisando sus bucles-, ¿no me encuentras más bonita?

-Siempre lo eres -respondió Luisa-. ¿Ahora, adónde vamos?

-A Bruselas, si te parece. Es la frontera más próxima. De allí iremos a Lieja, a Aquisgrán, subiremos al Rin hasta Estrasburgo, y atravesando Suiza bajaremos a Italia por San Gotardo. ¿Te parece bien así?

-Sí.

-¿Qué miras?

-Te miro; estás adorable así. Diríase que me estás raptando.

-Y, por Dios, tienes razón.

-¡Oh! Creo que has jurado, Eugenia.

Y las dos jóvenes, a las que creían anegadas en llanto, la una por sí misma y la otra por amor a su amiga, prorrumpieron en una risa estrepitosa, al mismo tiempo que hacían desaparecer las señales más visibles del desorden que naturalmente había acompañado a sus preparativos de fuga.

Después apagaron las luces, y con el ojo alerta y el oído atento, las dos fugitivas abrieron la puerta del tocador, que daba a una escalera interior y conducía hasta el patio de entrada. Eugenia iba delante, sosteniendo con una mano la maleta que por el asa opuesta Luisa apenas podía sostener con las dos.

Estaban dando las doce, y el gran patio estaba solitario. El portero velaba aún, o por lo menos estaba levantado.

Eugenia se acercó poco a poco y vio al suizo que dormía en su cuarto, tendido en un sillón. Volvióse a Luisa, tomó el pequeño baúl que habían dejado un instante en el suelo, y las dos siguieron la sombra del muro y se dirigieron al arco de entrada.

Eugenia hizo ocultar a Luisa en el ángulo de la puerta, de modo que el conserje, si se despertaba no viese más que una persona. Luego, colocándose ella en el sitio que daba de lleno el farol que alumbraba la entrada:

-La puerta -dijo con su bella voz de contralto, tocando al vidrio.

El conserje se levantó y dio algunos pasos para reconocer al que salía, como Eugenia había previsto, y viendo un joven que golpeaba impaciente su pantalón con el bastón, abrió al momento.

Luisa se escabulló como una culebra por la puerta entreabierta y saltó fuera. Luego salió Eugenia, tranquila en apariencia, aunque es probable que su corazón latiese con más violencia que de costumbre.

Pasaba un mandadero y le cargaron con el baúl, le indicaron el sitio adonde debía dirigirse, calle de la Victoria, número 3, y marcharon tras aquel hombre cuya compañía daba ánimo a Luisa. Eugenia era tan fuerte como Judit o Dalila.

Llegaron al número indicado y Eugenia dio orden al mandadero de que dejase el baúl en el suelo. Pagóle, retiróse aquél, y entonces llamó a una ventanilla. Vivía en el cuarto una costurera que estaba avisada de antemano y no se había acostado todavía.

-Señorita -dijo Eugenia-, haced sacar por el portero mi silla de posta y enviadle a buscar caballos. Dadle esos cinco francos por su trabajo.

-De veras te admiro -Dijo Luisa-, y casi diría que me inspiras respeto.

La costurera miraba asombrada, pero como le dieron veinte luises no hizo observación alguna.

Al cuarto de hora volvió el conserje con el postillón y los caballos, que éste enganchó, mientras aquél colocaba el baúl en la parte trasera.

-He aquí el pasaporte -dijo el postillón-, ¿qué camino tomamos, mi joven señor?

-El de Fontaineblau -respondió Eugenia con una voz casi masculina.

-¿Qué dices? -preguntó Luisa.

-Le doy unas señas falsas -respondió Eugenia-. Esa mujer a quien damos veinte luises puede vendernos por cuarenta. Al llegar al Boulevard, tomaremos otra dirección.

Y la joven subió al carruaje casi sin tocar el estribo.

-Siempre tienes razón -dijo la maestra de canto, colocándose junto a su amiga.

Al cuarto de hora el postillón, puesto ya en el camino que debían seguir, pasaba la barrera de San Martín, haciendo resbalar su látigo.

-¡Ah! -dijo Luisa respirando-, ya estamos fuera de París.

-Sí, querida mía, el rapto es bello y bien consumado -respondió Eugenia.

-Sí, pero sin violencia.

-Lo haré valer como circunstancia atenuante.

Estás palabras se perdieron en medio del estrépito de las ruedas sobre el camino de La Villete.

El barón Danglars ya no tenía hija.

Capítulo Décimo

La fonda de La Campana Y La Botella

Dejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.

A pesar de sus pocos años, era un joven listo e inteligente, y así es que a los primeros rumores que penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta. Olvidamos una circunstancia que no debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Cavalcanti estaban los regalos de la novia: diamantes, chales de Cachemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven.

Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Cavalcanti era no solamente un joven diestro e inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo. Reconfortado con aquel viático, se sintió la mitad más ligero para saltar por una ventana y escaparse de entre las manos, de los gendarmes.

Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que le prendiesen. Salió de la calle de Mont-Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de Lafayette.

Allí se detuvo jadeante. Estaba completamente solo, tenía a su izquierda el campanario de San Lázaro y a su derecha París en toda su profundidad.

-¿Estoy perdido? -se preguntó a sí mismo-. No, si mi actividad es superior a la de mis enemigos.

Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa, parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.

-¡Eh! ¡Amigo! -le gritó Benedetto.

-¿Qué hay, señor? -preguntó el cochero.

-¿Vuestro caballo está muy cansado?

-¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.

-¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?

-Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.

-Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.

-Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.

-Por el camino de Louvres.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Pau de ratafía!

-Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la Chapelle-en-Serva; debía esperarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá marchado solo, cansado de esperar.

-Es probable.

-Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?

-¿Cómo no?

-Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.

-¿Y si lo alcanzamos?

-Cuarenta -dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no arriesgaba nada.

-Está bien -dijo el cochero-, subid y adelante. Porrrrruuuu...

Cavalcanti montó en el cabriolé, atravesaron a la carrera el arrabal San Dionisio, costearon el de San Martín, pasaron la barrera y tomaron el camino de la interminable Villete.

No se preocupaba de alcanzar al quimérico amigo, pero, con todo, Cavalcanti se informaba al paso ya de los viajeros, ya de las ventas que estaban aún abiertas; preguntaba por un cabriolé verde tirado por un caballo castaño oscuro, y como en el camino de los Países Bajos circulaban siempre millares de cabriolés y las nueve décimas partes son verdes, llovían señales a cada paso. Acababan de verlo pasar, sólo llevaría de ventaja quinientos pasos, doscientos, ciento solamente. Finalmente, lo alcanzaban, pasaban delante, y veían que no era él.

Una vez le tocó también que pasaran delante de él, pero fue una magnífica silla de posta tirada por cuatro caballos a galope.

-¡Ah! -dijo entre sí Cavalcanti-, ¡si yo tuviera esa silla, sus buenos caballos, y sobre todo, el pasaporte que ha sido preciso sacar para viajar de ese modo! -y lanzó un profundo suspiro.

En ella iban las señoritas Danglars y Armilly.

-Vamos, vamos -dijo Cavalcanti-, no podemos tardar en alcanzarle.

Y el pobre caballo volvió a emprender el trote veloz que había traído desde la barrera y llegó a Louvres lleno de espuma.

-Está visto -dijo Cavalcanti- que no alcanzaré a mi amigo y mataré vuestro caballo. Así, es mejor que me detenga aquí. Ahí tenéis vuestros treinta francos, yo me voy a acostar a la fonda del Caballo Rojo, y en la primera diligencia en que halle un asiento lo tomaré. Buenas noches, amigo mío.

Y poniendo seis piezas de cinco francos en la mano del cochero saltó con presteza del carruaje.

El auriga metió su dinero en el bolsillo y tomó alegremente, al paso, el camino de París.

Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Paróse un instante a la puerta, y cuando ya el ruido del carruaje no se oía emprendió el camino, y con paso bastante acelerado anduvo aún dos leguas. Paróse al fin y calculó que debía estar ya muy cerca de la Chapelle-en-Serval, adonde había dicho que iba...

No se detuvo por cansancio, sino porque convenía tomar una resolución, adoptar un plan. Subir en diligencia era imposible; tomar la posta, todavía más. Para viajar, de uno a otro modo, es preciso un pasaporte. Tampoco era posible quedarse en el departamento del Oise, es decir, en uno de los más descubiertos y vigilados de Francia, sobre todo a un hombre como Cavalcanti, tan experimentado en materia criminal.

Sentóse al borde de una cuneta, dejó caer la cabeza entre sus manos y reflexionó; a los diez minutos se levantó: había tomado ya su resolución.

Llenó de polvo un lado de su paletó, que tuvo tiempo de descolgar de la antecámara, y abotonárselo por encima de su traje de baile, y entrando en la Chapelle-en-Serval, fue a llamar resueltamente a la puerta de la única posada que hay en la región. Abrióle el posadero.

-Amigo -dijo Cavalcanti-, iba de Morfontaine a Sculis, y mi caballo, que es asombradizo, emprendió la fuga, arrojándome a diez pasos; me precisa llegar esta noche a Compiègne, so pena de causar sumo cuidado a mi familia; ¿tenéis un caballo que alquilarme?

Bueno o malo, un posadero dispone siempre de un caballo. El de la Chapelle-en-Serval llamó al mozo de cuadra, y le dijo que ensillara el Blanco; despertó a su hijo, chico de siete años, que debía montar en grupa y volver a traer el cuadrúpedo. Cavalcanti dio veinte francos al posadero, y al sacarlos del bolsillo dejó caer una tarjeta; era la de uno de sus amigos del café de París, de suerte que el posadero, cuando Cavalcanti se marchó y recogió la tarjeta que vio en el suelo, se convenció de que había alquilado su caballo al señor conde de Mauleón, calle de Santo Domingo, 25. Era el nombre que había visto en la tarjeta.

El Blanco no iba ligero, pero llevaba un paso igual y constante. En tres horas y media anduvo Cavalcanti las nueve leguas que le separaban de Compiègne. Daban las cuatro en el reloj del Ayuntamiento cuando llegó a la plaza adonde paran las diligencias.

Hay en Compiègne una fonda excelente que no olvidan los que en ella se han alojado una vez.

Cavalcanti, que había hecho alto allí en una de sus correrías por los alrededores de París, se acordó de la fonda de la Campana y la Botella. Orientóse y vio a la luz de un reverbero la muestra indicadora, y habiendo despedido al chico, al que dio cuanta moneda menuda tenía, llamó a la puerta, pensando con razón que aún disponía de tres o cuatro horas, y que lo mejor que podía hacer era prepararse con un buen sueño y una buena cena para las fatigas del viaje.

Abrióle un camarero.

-Amigo -le dijo Cavalcanti-, vengo de Saint-Jean-du-Bois, donde he comido. Creía tomar la diligencia que pasa a medianoche, me he desorientado como un imbécil, y hace cuatro horas que me paseo a la ventura. Dadme uno de esos lindos cuartos que dan al patio y subidme un pollo frito y una botella de Burdeos.

El camarero no sospechó nada. Cavalcanti hablaba con la mayor tranquilidad. Tenía el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos del paletó. Su vestido era elegante y calzaba botas de charol. Parecía un vecino que llegaba un poco tarde.

Mientras el mozo preparaba el cuarto, se levantó el ama. El joven la recibió con su más lisonjera sonrisa, y le preguntó si no podría darle el número tres, que había ocupado ya otra vez en su último viaje a Compiègne. Desgraciadamente el número tres lo ocupaba un joven que viajaba con su hermana.

Cavalcanti pareció desesperado, pero se consoló cuando el ama le dijo que el número siete, que le preparaban, tenía absolutamente las mismas condiciones que el número tres, y calentándose los pies y hablando de las últimas carreras de caballos de Chantilly, esperó a que le avisasen que el cuarto estaba preparado.

No sin razón había hablado Cavalcanti de los lindos cuartos que daban al patio de entrada. Este, con su triple orden de galerías, que le hacen parecer un teatro, con sus jazmines y sus clemátides, que suben enredadas en las delgadas columnas como una decoración natural, es una de las entradas de fonda más encantadoras que existen en el mundo.

El pollo estaba tierno, el vino era añejo, y en la chimenea ardía un buen fuego. Cavalcanti se quedó sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostóse inmediatamente, y se durmió con aquel sueño que el hombre tiene siempre a los veinte años, aun cuando tenga remordimientos.

Nos vemos precisados a confesar que Cavalcanti podía haber tenido remordimientos, pero no los tenía. He aquí el plan que le había dado la mayor parte de su seguridad.

Levantarse tan pronto como amaneciese. Salir de la fonda después de haber pagado rigurosamente su cuenta, internarse en el bosque; comprar, bajo el pretexto de hacer estudios de pintura, la hospitalidad de un campesino, procurarse un traje de leñador y un hacha, despojarse del traje del elegante para vestir el del obrero; luego, con las manos llenas de tierra, oscurecidos los cabellos con un peine de plomo, y ennegrecido el rostro con una receta que le habían dado sus compañeros, ir de bosque en bosque hasta la frontera más cercana, caminando de noche y durmiendo de día, sin acercarse a lugares habitados más que de vez en cuando para comprar un pan.

Cuando hubiere pasado la frontera, reduciría a dinero sus diamantes, y juntando su importe a unos diez billetes de banco que llevaba siempre consigo para caso de apuro, se hallaba aún con cincuenta mil libras, lo que según su filosofía, no era malo del todo.

Contaba además con el interés que Danglars tenía en echar tierra a aquel asunto. Por estas razones y por el cansancio, Cavalcanti se durmió en un momento.

Para despertarse temprano, dejó abierta la ventana, pasó el cerrojo de la puerta y dejó abierto sobre la mesa de noche un cuchillo de aguda punta y excelente temple que llevaba siempre consigo.

Serían las siete cuando un brillante rayo de sol hirió su rostro, despertándose al mismo tiempo.

En todo cerebro bien organizado, la idea dominante, y siempre hay una, es la primera que se presenta al despertarse, como es también la última que se tiene al dormirse. Cavalcanti no había aún abierto bien los ojos cuando ya conoció que había dormido más tiempo del que debía. Saltó de la cama y se dirigió a la ventana.

Un gendarme cruzaba por el patio.

El gendarme es el objeto que más llama la atención hasta del hombre que no tiene que temer, pero para una conciencia intranquila, y con motivo para estarlo, el pajizo, azul y blanco de que se compone su uniforme, toman unas tintas espantosas.

-¿Por qué un gendarme? -se preguntó Cavalcanti.

En seguida se respondió a sí mismo con aquella lógica que el lector ha debido ya observar en él: Un gendarme nada tiene que deba espantar en una fonda. No nos espantemos, pues, pero vistámonos.

Y el joven se vistió con una rapidez que no había perdido con la costumbre de servirse del ayuda de cámara, durante el tiempo que como un gran señor vivía en París.

-Bueno -dijo Cavalcanti vistiéndose-, esperaré, y cuando se marche me iré.

Diciendo estas palabras, acababa de vestirse, se acercó a la ventana y levantó la cortina de muselina.

No sólo no se había marchado el primer gendarme, sino que el joven vio un segundo uniforme azul, pajizo y blanco, al pie de la escalera, única por donde él podía bajar, mientras que otro tercero, a caballo y con la carabina en la mano, estaba de centinela en la puerta de entrada, única por la que podía salir.

Este tercer gendarme era muy significativo, pues delante de él había formado un semicírculo por una turba de curiosos que sitiaban la puerta de la fonda.

«Me buscan a mí -pensó Cavalcanti-, ¡diablo!»

La palidez se apoderó de su frente, miró en derredor con ansiedad. Su cuarto, como todos los de aquel piso, no tenía más salida que la galería exterior, que estaba precisamente a la vista de todos.

«Estoy perdido», fue su segundo pensamiento.

Efectivamente, para un hombre en la situación de Cavalcanti, la prisión significa el jurado, el juicio, la muerte; pero la muerte sin misericordia y sin dilación.

Durante un momento oprimió su cabeza entre sus manos, y poco le faltó para enloquecer de miedo; pero en seguida, en medio de aquella multitud de ideas contrarias, se dejó ver una, llena de esperanza.

Dejóse ver una triste sonrisa sobre sus cárdenos labios. Miró nuevamente a su alrededor, y vio sobre una mesa los objetos que necesitaba, pluma, tinta y papel.

Con mano bastante segura trazó las siguientes líneas:

No tengo dinero para pagar, peso soy hombre de bien, y dejo empeñado mi alfiler, que vale diez veces más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día, porque me daba vergüenza hacer esta declaración personalmente al ama.

Quitóse el alfiler de la corbata y lo puso sobre el papel. Luego, en lugar de dejar corridos los cerrojos, los abrió, y aun dejó la puerta entornada como si hubiese salido del cuarto olvidándose de cerrar. Encaramóse a la chimenea como hombre acostumbrado a esta suerte de acrobacias, borró las pisadas con anticipación y se preparó a escalar el cañón que le ofrecía el único medio de salvación en que esperaba.

Tuvo el tiempo preciso para esconderse, pues el primer gendarme subía la escalera, acompañado del comisario de policía, sostenido por el segundo, que estaba al pie de ella, al que a su vez sostenía el colocado en tercera línea a la puerta de la fonda.

Veamos ahora a qué circunstancia debía Cavalcanti aquella visita que con tanto trabajo trataba de evitar.

Al despuntar el día el telégrafo había empezado a funcionar en todas direcciones, y cada localidad, prevenida instantáneamente, había despertado a las autoridades y lanzado la fuerza pública en busca del asesino de Caderousse.

Compiègne, residencia real, pueblo de caza, ciudad de guarnición, está ampliamente provista de autoridades y gendarmes. Las visitas habían empezado tan pronto como llegó la orden telegráfica, y siendo la fonda de la Campana y la Botella la primera de la ciudad, naturalmente fue la primera que visitaron.

Además, según el parte dado por el centinela que había estado de guardia en la casa del Ayuntamiento, que está junto a la fonda, constaba que muchos viajeros habían llegado durante la noche.

El centinela que había sido relevado a las seis de la mañana recordaba que en el momento en que acababan de dejarle en su puesto, es decir a las cuatro y algunos minutos, había visto un hombre montado en un caballo blanco, con un chico a la grupa, que se apeó en la plaza, despachó al chico y llamó a la fonda de la Campana, en la que se quedó. Sospechaban, pues, de aquel joven que llegó tan tarde, y éste era precisamente Cavalcanti.

Con tales antecedentes, el comisario de policía y el gendarme, que era un sargento, se dirigieron al cuarto de Cavalcanti. La puerta estaba entreabierta.

-¡Vaya! -dijo el sargento, perro viejo y acostumbrado a todos los ardides del oficio-, mal indicio da una puerta abierta. Hubiera preferido verla con tres cerrojos.

En efecto, el alfiler y la carta, dejados por Cavalcanti encima de la mesa, confirmaron, o mejor dicho, apoyaron esta triste verdad. El sujeto había huido.

Merced a las precauciones que tomó, no se conocían sus pisadas en las cenizas, pero como era una salida, en aquellas circunstancias debía ser objeto de una seria investigación.

El sargento hizo traer un manojo de sarmientos y paja, llenó la chimenea y la encendió. El fuego hizo crujir los ladrillos, una espesa columna de humo se levantó hacia el cielo, igual a la que sale de un volcán, pero no vio caer al que buscaba, contrariamente a lo que había pensado.

Es que Cavalcanti, que desde su infancia había estado en lucha con la sociedad, valía tanto como un gendarme, aunque éste hubiese llegado al respetable grado de sargento. Y previendo lo que había de suceder, había salido al tejado y se escondió junto al cañón.

Durante un instante conservó la esperanza de escapar, porque oyó al sargento llamar a los gendarmes y gritarles: «No está.» Pero estirando un poco el cuello vio que los gendarmes en lugar de retirarse como era natural a semejante anuncio, vio, decimos, que por el contrario redoblaban su atención.

Miró a su alrededor, vio a su derecha la casa del Ayuntamiento, edificio colosal, desde cuyas claraboyas se distinguía perfectamente el tejado, como desde una elevada montaña se divisa el valle.

Comprendió que muy pronto iba a ver asomarse por alguna de las claraboyas la cabeza del sargento. Si le descubrían, estaba perdido; una caza sobre el tejado no le ofrecía favorables perspectivas. Resolvió, pues, bajar, no por el mismo camino por el que había venido, sino por otro parecido.

Buscó una chimenea que no humease, dirigióse a ella andando a gatas, y se deslizó por ella sin haber sido visto por nadie.

En el mismo instante, una ventanilla de la casa del Ayuntamiento se abría, y por ella asomaba la cabeza del sargento de gendarmería. Permaneció inmóvil un momento como uno de los relieves de piedra que adornan el edificio, y dando en seguida un gran suspiro, desapareció.

-¿Y bien? -le preguntaron los dos gendarmes.

-Hijos míos -respondió el sargento-, preciso es que el tunante se haya marchado esta mañana muy temprano. Vamos a enviar al camino de Villers-Coterete y de Nogon para registrar el bosque, y le hallaremos indudablemente.

Apenas había pronunciado aquellas palabras el honrado funcionario, cuando un grito, acompañado del agudo sonido de una campanilla tirada con fuerza, dejóse oír en el patio de la fonda.

-¡Oh!, ¡oh! ¿Qué es eso? -preguntó el sargento.

-He ahí un viajero que lleva mucha prisa -añadió el amo- ¿En qué número llaman?

-En el tres.

-Corre, muchacho, pronto.

En aquel momento, los gritos y los campanillazos redoblaron, y el mozo echó a correr.

-No -dijo el sargento deteniendo al criado-, el que llama necesita sin duda algo más que un criado. Vamos a mandarle un gendarme. ¿Quién se aloja en el número tres?

-Un joven que llegó anoche con su hermana en una silla de posta y pidió un cuarto con dos camas.

La campanilla resonó por tercera vez, como si la agitase una persona llena de angustia.

-Venid conmigo, señor comisario -gritó el sargento-, seguidme, y acelerad el paso.

-Un momento -dijo el amo-, en el cuarto número tres hay dos escaleras, una interior y otra exterior.

-Bueno -dijo el sargento-, yo tomaré la interior, es mi departamento. ¿Están cargadas las carabinas?

-Sí, sargento.

-Pues bien, vigilad vosotros la exterior, y si quiere huir, haced fuego. Es un gran criminal, según dice el telégrafo.

El sargento, seguido del comisario, desapareció por la escalera interior, acompañado del rumor que sus revelaciones sobre Cavalcanti habían hecho nacer en la multitud de ociosos que presenciaban aquella escena.

He aquí lo que había sucedido:

Cavalcanti había bajado diestramente hasta dos tercios de la chimenea; pero al llegar allí le falló un pie, y a pesar del apoyo de sus manos, bajó más rápido, y sobre todo con más ruido del que hubiera querido; nada hubiese importado esto si el cuarto no estuviera ocupado como estaba.

Dos mujeres dormían en una cama, y el ruido las despertó. Sus miradas se fijaron en el sitio en que habían oído el ruido, y por el hueco de la chimenea vieron aparecer un hombre.

Una de las dos, la rubia fue la que dio aquel terrible grito que se oyó en toda la casa; mientras que la otra, que era pelinegra, corrió al cordón de la campanilla, y dio la alarma tirando de ella con toda su fuerza.

Cavalcanti jugaba la partida con desgracia.

-¡Por piedad! -decía pálido, fuera de sí, sin ver a las personas a las que estaba hablando-, ¡por piedad! ¡No llaméis! ¡Salvadme!, no quiero haceros daño.

-¡Cavalcanti, el asesino! -gritó una de las dos mujeres.

-¡Eugenia, señorita Danglars! -dijo Cavalcanti, pasando del miedo al estupor.

-¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba la señorita de Armilly, cogiendo el cordón de la campanilla de manos de Eugenia, y tirando con más fuerza que antes.

-¡Salvadme, me persiguen! ¡Por piedad! ¡No me entreguéis!

-Es tarde, ya suben -respondió Eugenia.

-Pues bien, ocultadme en cualquier parte. Diréis que tuvisteis miedo sin motivo. Haréis desaparecer las sospechas, y me salvaréis la vida.

Las dos jóvenes, arrimadas la una a la otra y tapándose completamente con las colchas, permanecieron mudas ante aquella voz que les suplicaba. Mil ideas contrarias y la mayor repugnancia se leía en sus ojos.

-Pues bien, sea -dijo Eugenia-, tomad el camino por el cual habéis venido, y nada diremos. ¡Marchaos, desgraciado!

-¡Aquí está! ¡Aquí está! -gritó una voz casi ya junto a la puerta-, ¡aquí está!, ya le veo.

En efecto, mirando el sargento por el ojo de la cerradura, había visto a Cavalcanti en pie y suplicando.

Un fuerte culatazo hizo saltar la cerradura; otros dos los cerrojos, y cayó la puerta al suelo.

Cavalcanti corrió a la otra puerta que daba a la galería, y la abrió para precipitarse por ella. Los dos gendarmes que estaban allí se prepararon para hacer fuego.

Cavalcanti se detuvo, en pie, pálido, con el cuerpo un poco echado hacia atrás, y con su inútil cuchillo en la mano.

-Huid -le dijo la señorita de Armilly, en cuyo corazón empezaba a entrar la piedad a medida que se retiraba el miedo-. Huid, pues, si podéis.

-¡Oh!, mataos -dijo Eugenia con un tono semejante al que usaban las vestales al mandar en el circo al gladiador que concluyese con su enemigo vencido.

Cavalcanti tembló, miró a la joven con una sonrisa de desprecio, que demostraba que su corrupción le impedía conocer la sublime ferocidad del honor.

-¿Matarme? -dijo, arrojando su cuchillo-, ¿y por qué?

-¿Pues no habéis dicho -replicóle Eugenia- que os condenarán a muerte y que os ejecutarán inmediatamente como al último de los criminales?

-¡Bah! -respondió Cavalcanti cruzando los brazos-, de algo servirán los amigos.

El sargento se dirigió a él sable en mano.

-Vamos, vamos -dijo Cavalcanti-, guardad ese sable, buen hombre, no hay necesidad de tanto ruido; me rindo.

Y alargó las manos a las esposas.

Las jóvenes miraban con terror aquella espantosa metamorfosis que se efectuaba ante su vista. El hombre de mundo, despojándose de su traje y volviendo a ser el hombre de presidio.

Cavalcanti se volvió hacia ellas y con la sonrisa de la imprudencia les dijo:

-¿Queréis algo para vuestro padre, señorita Eugenia? Porque según todas las probabilidades vuelvo a París.

Eugenia ocultó su rostro entre sus manos.

-¡Oh! ¡Oh!, no hay por qué avergonzarse. No tiene nada de particular que hayáis tomado la posta para correr tras de mí. ¿No era yo casi vuestro marido?

Después de su burla, Cavalcanti salió, dejando a las dos fugitivas entregadas a la vergüenza y a los chismes de la gente.

Una hora después, vestidas ambas con su traje de señora, subían a la silla de posta.

Habían cerrado la puerta de la fonda para librarlas de las primeras miradas, pero con todo fue necesario pasar por medio de dos hileras de curiosos que murmuraban.

-¡Oh! ¿Por qué el mundo no es un desierto? -dijo Eugenia bajando las persianas de la silla para que no la viesen.

Al día siguiente se apeaban en la fonda de Flandes, en Bruselas.

Desde el día anterior, Cavalcanti se hallaba en la cárcel de la Conserjería.

Hemos visto la tranquilidad con que las señoritas de Danglars y de Armilly habían hecho su transformación y emprendido su fuga. Debieron esta tranquilidad a que cada cual estaba bastante ocupado en sus asuntos para no mezclarse en los de los demás.

Dejaremos al banquero, con la frente bañada de sudor, alinear, a la vista de la bancarrota, las inmensas columnas de su pasivo, y seguiremos a la baronesa, que después de haber permanecido un instante aterrada con la violencia del golpe que la hiriera, había ido en busca de su consejero ordinario, Luciano Debray.

Contaba la baronesa con que aquel matrimonio la libraría de una tutela que con una muchacha del carácter de Eugenia no dejaba de ser incómoda, porque en la especie de contrato tácito que sostiene los lazos de la jerarquía social, la madre no es verdaderamente dueña de su hija, sino con la condición de ser continuamente para ella un ejemplo de moralidad y un tipo de perfección.

Ahora bien, la señora Danglars temía la perspicacia de Eugenia y los consejos de Luisa de Armilly. Había observado ciertas miradas desdeñosas lanzadas por su hija a Debray, las que parecían significar que su hija conocía todo el misterio de sus relaciones amorosas y Pecuniarias con el secretario íntimo, mientras que una interpretación más sagaz y más profunda hubiese, por el contrario, demostrado a la baronesa que Eugenia la detestaba, no porque era la piedra de escándalo de la casa paterna, sino porque la colocaba en la categoría de los bípedos que Platón no llama hombres, y Diógenes designa con la denominación de animales de dos pies y sin plumas.

La señora Danglars, a su modo de ver, y desgraciadamente todos en el mundo tenemos nuestro modo de ver que nos impide conocer el de los demás, la señora Danglars, decimos, lamentaba infinitamente que el matrimonio de Eugenia se hubiese desbaratado; no porque fuese o dejase de ser conveniente, sino porque la privaba de su entera libertad.

Corrió, pues, como hemos dicho, a casa de Debray, que después de haber asistido como todo París a la firma del contrarto y al escándalo que hubo en ella, se retiró a su club, donde con algunos amigos hablaba del suceso que era tema de todas las conversaciones en las tres cuartas partes de la ciudad eminentemente chismosa, llamada la capital del mundo.

Cuando la señora Danglars, vestida de negro y cubierta con un velo, subía la escalera que conducía a la habitación de Debray, a pesar de haberle dicho el conserje que no estaba, se ocupaba él en rechazar las insinuaciones de un amigo que procuraba demostrarle que después del suceso escandaloso que se había producido, era su deber, como amigo íntimo de la casa, casarse con Eugenia y sus dos millones.

Debray se defendía como hombre que quiere ser vencido, porque aquella idea se había presentado muchas veces a su imaginación. Mas como conocía a Eugenia, y sabía su carácter independiente y altanero, tomaba de vez en cuando una actitud defensiva diciendo que aquella unión era imposible, dejándose con todo dominar interiormente por aquella mala idea que, según todos los moralistas, preocupa incesantemente al hombre más puro y honrado, velando en el fondo de su alma cual tras la cruz el diablo.

El té, el juego y la conversación, interesante como se ve, pues se discutían graves intereses, duraron hasta la una de la madrugada.

Entretanto, la señora Danglars, introducida por el criado de Luciano en su habitación, esperaba con el velo echado sobre el rostro y con el corazón palpitante, en el pequeño salón verde, entre dos grandes floreros que ella misma le envió por la mañana, y que Debray había arreglado tan cuidadosamente que hizo que la pobre mujer le perdonara su ausencia.

A las once y cuarenta minutos la señora Danglars, cansada de esperar inútilmente, montó en un carruaje y se hizo conducir a su casa. Las mujeres de cierto rango tienen de común con las grisetas, que no vuelven jamás después de medianoche, cuando van a alguna aventura. La baronesa entró en su casa con la misma precaución con que Eugenia había salido de ella. Subió pronto y con el corazón oprimido la escalera de su cuarto, contiguo, como se sabe, al de Eugenia. Temía dar lugar a comentarios, y creía firmemente la pobre mujer, respetable al menos en este punto, en la inocencia de su hija y en su fidelidad al hogar paterno.

Cuando llegó a su cuarto, escuchó a la puerta de Eugenia, y no oyendo ruido, quiso entrar, pero estaba corrido el pestillo. Creyó que Eugenia, fatigada de las terribles emociones de la tarde, se había acostado y dormía. Llamó a la camarera y le preguntó:

-La señorita -respondió ésta- ha entrado en su cuarto con la señorita Luisa, han tomado el té juntas, y me han despedido en seguida, diciéndome que no me necesitaban.

La camarera había estado desde entonces en la repostería, y creía a las dos jóvenes acostadas.

La señora Danglars se retiró sin la menor sospecha, pero tranquila en cuanto a las personas, su espíritu se fijó en el hecho mismo. A medida que sus ideas eran más claras, las proporciones de la escena del contrato se engrandecían. Era ya algo más que un escándalo, era no una vergüenza, y sí una ignominia.

A pesar suyo, la baronesa recordó que no había tenido piedad de la pobre Mercedes, que tanto sufrió con lo ocurrido a su marido y a su hijo.

-Eugenia -dijo- está perdida y nosotros también. El suceso, tal cual va a contarse, nos cubre de oprobio, porque en una sociedad como la nuestra ciertos ridículos son llagas vivas, sangrantes e incurables. ¡Qué dicha que Dios haya dado a Eugenia ese carácter extravagante que tantas veces me ha hecho temblar!

Y elevó al cielo una mirada de gratitud hacia aquella Providencia misteriosa que lo dispone todo, según los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio sirvan a veces para nuestra dicha.

Luego, su imaginación tomó un rápido vuelo, y se detuvo en Cavalcanti.

Ese era un miserable, un ladrón, un asesino, y con todo, sus maneras indicaban una mediana educación, si no completa. Cavalcanti había hecho su aparición en el mundo con las apariencias de una gran fortuna y el apoyo de hombres ilustres.

¿Cómo orientarse en aquel inmenso dédalo? ¿A quién dirigirse para salir de aquella situación?

Debray, a quien había ido a buscar en el primer impulso de la mujer que ama y quiere ser socorrida y ayudada por el hombre a quien dio su corazón y muchas veces le pierde, Debray no podía darle más que un consejo; debía, pues, dirigirse a persona más poderosa.

Pensó en Villefort. Este era quien había hecho prender a Cavalcanti y quien sin piedad había venido a turbar la paz en el seno de su familia como si hubiera sido una familia extraña.

Mas, pensándolo bien, no era un hombre sin piedad el procurador del rey; era un magistrado esclavo de sus deberes, un amigo leal y firme, que brutalmente, pero con mano segura, había dado el golpe de escalpelo en la parte enferma; no era un verdugo, era un cirujano que había visto perder ante el mundo el honor de los Danglars por la ignominia del joven que había presentado al mundo como su yerno.

Puesto que Villefort, amigo de la familia Danglars, obraba así, era de suponer que el banquero nada sabía de antemano, y era inocente, no teniendo participación alguna en los manejos de Cavalcanti. Reflexionándolo bien, la conducta del procurador del rey se explicaba ventajosamente.

Pero hasta allí debía llegar su inflexibilidad. Se propuso ir a verle al día siguiente y obtener de él, si no que faltase a sus deberes de magistrado, al menos que tuviera la mayor indulgencia posible.

La baronesa invocaría el tiempo pasado, rejuvenecería sus recuerdos; suplicaría en nombre de un tiempo culpable, pero dichoso. El señor de Villefort atajaría el asunto, o por lo menos, y para eso le bastaba volver los ojos a otra parte, dejaría escapar a Cavalcanti, y no perseguiría al criminal sino en contumacia. Entonces durmióse más tranquilizada.

El día siguiente a las nueve se levantó, y sin llamar a su camarera, y sin dar señal de que existía en el mundo, se vistió con la misma sencillez que el día anterior, bajó la escalera, salió de casa, marchó hasta la calle de Provenza, tomó allí un carruaje de alquiler y se dirigió a casa de Villefort.

Desde hacía un mes, aquella casa maldita presentaba el aspecto lúgubre de un lazareto, en el que se hubiese declarado la peste. Una parte de las habitaciones estaban cerradas por dentro y por fuera, las ventanas encajadas de continuo, sólo se abrían para dejar entrar un poco el aire. Veíase entonces asomarse a ellas la figura de un lacayo, y en seguida se cerraban como la losa que cae sobre el sepulcro. Los vecinos se preguntaban: ¿Veremos salir hoy otro cadáver de la casa del procurador del rey?

Un temblor se apoderó de la señora Danglars al contemplar aquella casa desolada. Bajó del coche, acercóse a la puerta, que estaba cerrada, y llamó.

Cuando con lúgubre sonido resonó la campanilla por tres veces, apareció el conserje, entreabriendo la puerta lo suficiente sólo para ver quién llamaba.

Vio una señora elegantemente vestida, perteneciente, por lo visto, a la alta sociedad, y sin embargo, la puerta permaneció cerrada.

-Abrid -dijo la baronesa.

-Ante todo, señora, ¿quién sois? -inquirió el conserje.

-¿Quién soy? Bien me conocéis.

-No conocemos ya a nadie, señora.

-Pero ¿estáis loco? -dijo la baronesa.

-¿De parte de quién venís?

-¡Oh!, eso ya es demasiado.

-Señora, es orden expresa, excusadme. ¿Vuestro nombre?

-La baronesa de Danglars, a quien habéis visto veinte veces.

-¡Es posible, señora! Ahora, ¿qué queréis?

-¡Oh! ¡Qué cosa tan rara!, me quejaré al señor de Villefort de la impertinencia de sus criados.

-Señora, no es impertinencia, es precaución. Nadie entrará aquí sin una orden del doctor d'Avrigny, o sin haber hablado al señor de Villefort.

-Pues bien, precisamente quiero ver para un asunto al procurador del rey.

-¿Es urgente?

-Bien debéis conocerlo, cuando no he vuelto a tomar el coche, pero concluyamos; he aquí una tarjeta, llevadla a vuestro amo.

-La señora aguardará mi vuelta.

-Sí, id.

El portero cerró, dejando a la señora Danglars en la calle.

Verdad es que no esperó mucho tiempo; un momento después se abrió la puerta lo suficiente solamente para que entrase la baronesa, cerrándose inmediatamente.

Una vez hubieron llegado al patio, el conserje, sin perder de vista la puerta un momento, sacó del bolsillo un pito y lo tocó.

Presentóse a la entrada el ayuda de cámara del señor Villefort.

-La señora excusará a ese buen hombre -dijo presentándose a la baronesa-, pero sus órdenes son categóricas, y el señor de Villefort me encarga decir a la señora que le ha sido imposible obrar de otro modo.

Había en el patio un proveedor introducido del mismo modo, y cuyas mercancías examinaban.

La baronesa subió. Sentíase profundamente impresionada al ver aquella tristeza, y conducida por el ayuda de cámara llegó al despacho del magistrado sin que su guía la perdiese de vista un solo instante.

Por mucho que preocupase a la señora Danglars el motivo que la conducía, empezó por quejarse de la recepción que le hacían los criados, pero Villefort levantó su cabeza inclinada por el dolor, con tan triste sonrisa, que las quejas expiraron en los labios de la baronesa.

-Excusad a mis criados de un terror que no puede constituir delito; de sospechosos, se han vuelto suspicaces.

La señora Danglars había oído hablar varias veces del terror que causaba el magistrado; pero si no lo hubiese visto, jamás hubiera podido creer que llegase hasta aquel extremo.

-¿Vos también -le dijo- sois desgraciado?

-Sí -respondió el magistrado.

-¿Me compadeceréis, entonces?

-Sí, señora, sinceramente.

-¿Y comprendéis el motivo de mi visita?

-¿Vais a hablarme de lo que os ha sucedido?

-Sí; una gran desgracia.

-Es decir, un desengaño.

-¡Un desengaño! -exclamó la baronesa.

-Desgraciadamente, señora, he llegado a no llamar desgracias más que a las irreparables.

-¿Y creéis que se olvidará?

-Todo se olvida -respondió Villefort-; mañana se casará vuestra hija; dentro de ocho días, si no mañana. Y en cuanto al futuro que ha perdido Eugenia, no creo que lo echéis mucho de menos.

Admirada de aquella calma casi burlona, la señora Danglars miró a Villefort.

-¿He venido a ver a un amigo? -le preguntó con un tono lleno de dolorosa dignidad.

-Sabéis que sí -respondió Villefort, cuyas pálidas mejillas se cubrieron de un vivo rubor al dar aquella seguridad que hacía alusión a otros sucesos muy distintos de los que los ocupaban en el momento.

-Pues bien, entonces sed más afectuoso, mi querido Villefort, y al verme tan desdichada, no me digáis que debo estar contenta.

Villefort se inclinó.

-Cuando oigo hablar de desgracias, señora, hace tres meses que he adquirido el vicio, si queréis, de hacer una comparación egoísta con las mías, y al lado de ellas la vuestra no es nada. Ahí tenéis por qué vuestra posición me parece envidiable. ¿Decíais, señora?

-Venía a saber de vos, amigo mío, ¿en qué estado se halla el asunto de ese impostor?

-¡Impostor! -repitió Villefort-, estáis resuelta a disminuir ciertas cosas y exagerar otras. ¡Impostor el señor Cavalcanti, o mejor Benedetto! Os engañáis, señora, el señor Benedetto es un hermoso ejemplar de asesino.

-No niego la rectitud de vuestra enmienda, pero mientras más severo seáis con ese desgraciado, más haréis contra nosotros. Olvidadle un momento, y en lugar de seguirle, dejadle huir.

-Llegáis tarde, señora, ya están dadas las órdenes.

-Y si lo prenden... ¿Creéis que lo prenderán?

-Así lo espero.

-Si lo prenden, considerad esto, entonces: siempre he oído decir que las prisiones no se desocupan; pues bien, dejadle en ella.

El procurador del rey hizo un signo negativo.

-Por lo menos, hasta que esté casada mi hija -añadió la baronesa.

-Imposible, señora, la justicia tiene sus trámites.

-¿Los tiene también para mí? -dijo la baronesa medio seria, medio risueña.

-Para todos -respondió Villefort-, y para mí como para los demás.

-¡Ah! -exclamó la baronesa, sin añadir con palabras el pensamiento que encerraba esta exclamación.

Villefort se puso a contemplarla con aquella mirada con que solía sondear el pensamiento de sus interlocutores.

-Ya; comprendo lo que queréis decir -le dijo-, aludís a esos terribles rumores esparcidos por ahí, de que todas esas muertes que hace tres meses me visten de negro, que esa muerte de que Valentina ha escapado como por milagro, no son naturales, ¿no es eso lo que queréis decir?

-No pensaba en eso -dijo vivamente la señora Danglars.

-¡Sí!, pensabais, señora, y con razón, porque no podía ser de otra manera, y decíais para vos misma: «Tú, que persigues el crimen, responde: ¿por qué hay a tu alrededor crímenes que permanecen impunes?» Eso es lo que os decíais, ¿no es así, señora?

-Verdad es, lo confieso.

-Ahora voy a contestaros.

Villefort acercó su sillón a la silla de la señora Danglars, y luego, apoyando ambas manos en su pupitre, y tomando una entonación más sorda que de costumbre, añadió:

-Hay crímenes que quedan impunes, porque se desconoce a los criminales, y porque se teme herir en una cabeza inocente, en vez de herir en una cabeza culpable; pero cuando sean conocidos esos criminales -Villefort extendió la mano hacia un crucifijo de gran tamaño colocado delante del pupitre-, cuando esos criminales sean conocidos -repitió-, por Dios vivo, señora, morirán, sean quienes fueren. Ahora, pues, después del juramento que acabo de hacer, y que cumpliré, ¡atreveos, señora, a pedirme gracia para ese miserable!

-¿Y estáis seguro de que sea tan culpable como se dice? -preguntó la señora Danglars.

-Escuchad, escuchad su registro. Benedetto, condenado primero a cinco años de presidio por falsificador a la edad de dieciséis años: el mozo prometía, según veis. Luego prófugo, después asesino.

-Pero ¿quién es ese desgraciado?

-¿Quién lo sabe? Un vagabundo, un corso.

-¿Y nadie se ha presentado a reclamar por él?

-Nadie, no se conoce a sus padres.

-Pero ¿ese hombre que había venido de Luques?

-Otro tal; su cómplice quizá.

La baronesa cruzó las manos.

-¡Villefort! -exclamó con el tono más dulce y cariñoso.

-¡Por Dios, señora! -respondió el procurador del rey con una firmeza que no carecía de sequedad-, ¡por Dios! jamás me pidáis gracia para un criminal. ¿Qué soy yo?: la ley. ¿Y tiene ojos la ley para ver vuestra tristeza? ¿Tiene oídos la ley para oír vuestra dulce voz? ¿Tiene memoria la ley para comprender con delicadeza vuestro pensamiento? No, señora, la ley manda, y cuando manda la ley, hiere en seguida. Me diréis que yo soy un ser viviente, y no un código, un hombre, y no un libro; pero miradme, mirad, señora, a mi alrededor: ¿me han tratado a mí los hombres como hermano? ¿Me han tenido consideración? ¿Me han perdonado? ¿Ha pedido nadie gracia para Villefort, ni se le ha concedido a nadie esa gracia?

» No, no; lastimado, siempre lastimado. Todavía insistís vos, que sois ahora una sirena más bien que una mujer, en mirarme con esa mirada encantadora y expresiva que me recuerda que debo avergonzarme. Entonces, sea; sí, ¡avergonzarme de lo que vos sabéis, y tal vez de otra cosa más! Pero al fin, después de que yo he sido culpable, y acaso más culpable que otros, desde que yo he sacudido los vestidos del prójimo para buscar detrás de ellos la llaga, y siempre he encontrado, siempre con gozo, con alegría, ese sello de la debilidad o de la perversidad humana. ¡Cada hombre culpable que hallaba y cada criminal que yo castigaba, me parecía una demostración viva, una nueva prueba de que no era yo una repugnante excepción! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡todo el mundo es malo, señora; demostrémoslo, y castiguemos al malo!

Villefort dijo estas últimas palabras con una rabia nerviosa que confería a su lenguaje una feroz elocuencia.

-¿Pero decís -continuó la señora Danglars intentando el último esfuerzo-, decís que ese joven es vagabundo, huérfano y desamparado?

-Sí, y tanto peor, o mejor dicho, tanto mejor; la Providencia lo ha permitido así para que nadie llore por él.

-Es encarnizarse contra el débil, señor procurador del rey.

-El débil que asesina.

-Su deshonor repercute sobre mi casa.

-¿No tengo yo la muerte en la mía?

-¡Oh! -dijo la baronesa-, no tenéis piedad para los demás; pues bien, no la tendrán de vos.

-¡Así sea! -dijo Villefort levantando al cielo su rostro amenazador.

-Dejad la causa de ese desgraciado para los jurados venideros; eso nos dará seis meses para que lo olviden.

-No -dijo Villefort-; todavía me quedan cinco días; la instrucción está terminada; me sobra tiempo. Además, conocéis, señora, que yo también necesito olvidar; pues bien, cuando trabajo noche y día, hay momentos en que nada recuerdo, y soy dichoso como los muertos, pero aún vale más esto que sufrir.

-Si se ha fugado, dejadle huir; la inercia es una clemencia fácil.

-Os he dicho que era demasiado tarde, que al ser de día funcionó el telégrafo, y...

-Señor -dijo el ayuda de cámara entrando-, un soldado trae este despacho del ministro del Interior.

Villefort tomó la carta y la abrió.

-Preso, le han apresado en Compiègne. Esto ha terminado.

-Adiós -dijo la señora Danglars levantándose.

-Adiós, señora -respondió el procurador del rey, acompañándola hasta la puerta.

Luego, volviendo a su despacho, añadió:

-Vamos; tenía un delito de falsificación, tres robos, dos incendios; me faltaba un asesinato, y hele aquí; la sesión será interesante.

Como había dicho el procurador del rey a la señora Danglars, Valentina no estaba aún restablecida; quebrantada por la fatiga, se hallaba en cama, y en ella, y por la señora de Villefort, supo los sucesos que acabamos de contar, es decir, la huida de Eugenia y la prisión de Cavalcanti o Benedetto y la acusación de asesinato intentada contra él. Pero Valentina se hallaba en un estado tan débil, que no le causó aquélla noticia el efecto que hubiera producido en ella en su estado habitual. En efecto, algunas ideas vagas, algunos fantasmas fugitivos se presentaron al cerebro de la enferma, o pasaron ante su vista, pero bien pronto se borraron, dejando tomar toda su fuerza a las sensaciones personales.

Durante el día, Valentina se mantenía en la realidad por la presencia del señor Noirtier que se hacía conducir al cuarto de su nieta, y permanecía en él protegiendo a Valentina con su paternal mirada.

Después, cuando regresaba del tribunal, era Villefort quien pasaba una hora entre su padre y su hija. A las seis se retiraba el señor de Villefort a su despacho, a las ocho llegaba el señor d'Avrigny, quien preparaba por sí mismo la poción nocturna para la joven. En seguida se llevaban a Noirtier. Una enfermera escogida por el médico reemplazaba a los demás, y no se retiraba hasta las diez o las once, hora en que Valentina quedaba ya dormida. Al bajar, daba las llaves del cuarto al señor Villefort, de suerte que no podía nadie entrar en la habitación de la enferma sin atravesar por la habitación de la señora de Villefort y por el cuarto del pequeño Eduardo.

Todas las mañanas iba Morrel a la habitación de Noirtier para saber de Valentina, y, ¡cosa extraordinaria!, cada día parecía menos inquieto. Primeramente, porque Valentina, aunque en medio de una grande exaltación, estaba cada día mejor; y después, ¿no le había dicho Montecristo cuando fue a verle que si dentro de dos horas Valentina no había muerto, se salvaría? Valentina vivía, y ya habían transcurrido cuatro días.

La exaltación nerviosa a que hemos hecho alusión perseguía a Valentina hasta durante el sueño, o más bien en el estado de somnolencia que sucedía a la vigilia. Entonces, en medio del silencio de la noche, y a la débil luz de la lámpara de alabastro puesta sobre la chimenea, veía pasar esas sombras que pueblan el cuarto de los enfermos y que sacude con sus alas la fiebre. Tan pronto se le aparecía su madrastra que la amenazaba, como Morrel que le tendía sus brazos. Veía otras veces extraños a su vida habitual, como el conde de Montecristo. Hasta los muebles parecían animados y errantes; duraba aquel estado hasta las dos o las tres de la madrugada, y entonces un sueño de plomo se apoderaba de la joven y duraba hasta que era de día.

La noche del día en que supo Valentina la fuga de Eugenia y la prisión de Benedetto, y en que después de mezclarse a las sensaciones de su existencia, empezaban a borrarse de su imaginación aquellos sucesos, retirados ya Villefort, Noirtier y d'Avrigny, dando las once en San Felipe de Roul, y que habiendo colocado la enfermera cerca de la cama la poción preparada por el doctor y cerrado la puerta, se retiró a la antecámara, a juzgar por los lúgubres comentarios que en ella se oían desde hacía tres meses, una escena inesperada tenía lugar en aquella habitación tan cuidadosamente cerrada.

Hacía diez minutos poco más o menos que se había retirado la enfermera. Valentina, atacada de aquella fiebre que se presentaba todas las noches, dejaba que su imaginación, que no podía dominar, continuase aquel trabajo monótono, ímprobo e implacable de un cerebro que reproduce incesantemente los mismos pensamientos o crea las mismas imágenes. Mil y mil rayos de luz, todos llenos de significaciones extrañas, se escapaban de la lámpara, cuando de repente a su reflejo incierto, creyó ver Valentina que su bliblioteca, colocada al lado de la chimenea en un rincón de la pared, se abría poco a poco sin que los goznes hiciesen el menor ruido.

En cualquier otra ocasión Valentina hubiese tirado de la campanilla, pidiendo ayuda, pero de nada se admiraba en su actual situación. Sabía que todas aquellas visiones que la rodeaban eran hijas de su delirio, y esta convicción se afianzó en ella, porque por la mañana no se veía traza alguna de aquellos fantasmas de la noche que desaparecían con la aurora.

Detrás de la puerta apareció una figura humana.

Valentina, merced a su fiebre, estaba demasiado familiarizada con aquellos fantasmas para espantarse de ellos; abrió solamente los ojos esperando ver a Morrel.

La figura continuó avanzando hacia su cama, detúvose, y pareció escuchar con una atención profunda.

Un rayo de luz dio entonces de lleno en el rostro de la nocturna visita.

-No es él -dijo Valentina.

Esperaba, convencida de que soñaba, que aquel hombre, como sucede en los sueños, desapareciese o se cambiase en otro.

Solamente tocó su pulso, y sintiéndolo latir con violencia, recordó que el mejor medio para hacer desaparecer aquellas visiones importunas era beber: la frescura de la bebida, compuesta con el fin de calmar las agitaciones de Valentina, que se había quejado de ellas al doctor, haciendo disminuir la calentura, renovaba las sensaciones del cerebro, y después de haber bebido se sentía durante un rato más sosegada.

Extendió el brazo con el fin de coger el vaso que estaba junto a la cama, y en aquel instante y con bastante viveza la aparición dio dos pasos hacia la cama, y llegó tan cerca de la joven, que le pareció oír su respiración, y creyó sentir la presión de su mano.

Esta vez la ilusión, o mejor dicho la realidad, sobrepujaba a cuanto Valentina había experimentado hasta entonces. Sintió que estaba despierta y viva, vio que gozaba de toda su razón y se echó a temblar.

La presión que Valentina había sentido tenía por objeto detenerle el brazo, y ella lo retiró lentamente.

Entonces aquella figura, de la que no podía apartar su vista, y que más bien parecía protegerla que amenazarla, tomó el vaso, se acercó a la lámpara y examinó el contenido, como si hubiese querido juzgar su colorido y transparencia.

Pero aquella primera prueba no fue suficiente. Aquel hombre o fantasma, porque caminaba de un modo que sus pasos no resonaban en la alfombra, tomó una cucharada de la poción y la tragó.

Valentina contemplaba lo que ocurría ante sus ojos con una sensación indefinible. Creía que todo aquello iba a desaparecer para dar lugar a otra escena, pero el hombre, en lugar de desvanecerse como una sombra, se acercó a ella y alargándole la mano con el vaso le dijo con una voz en la que vibraba la emoción:

-Ahora, bebed.

Valentina tembló. Era la primera vez que una de sus visiones le hablaba de aquel modo. Abrió la boca para dar un grito. El hombre puso un dedo sobre sus labios.

-¡El conde de Montecristo! -murmuró Valentina.

Al miedo que se pintó en los ojos de la joven, al temblor de sus manos y al movimiento que hizo para ocultarse entre las sábanas, se reconocía la última lucha de la duda contra la convicción. Con todo, la presencia de Montecristo en su cuarto a semejante hora, su entrada misteriosa, fantasmagórica e inexplicable, a través de un muro, parecía imposible a la quebrantada razón de Valentina.

-No llaméis a nadie, ni os espantéis -le dijo el conde-, no tengáis el menor recelo ni la más pequeña inquietud en el fondo de vuestro corazón. El hombre que veis delante de vos, porque esta vez tenéis razón, Valentina, y no es una ilusión, es el padre más tierno y el más respetuoso amigo que podáis desear.

Valentina no respondió. Tenía un miedo tan grande a aquella voz que le revelaba la presencia real del que hablaba, que temió asociar a ella la suya, pero su mirada espantada quería decir: «Si vuestras intenciones son puras, ¿por qué estáis aquí?»

El conde, con su maravillosa sagacidad, comprendió cuanto sucedía en el corazón de la joven.

-Escuchadme -le dijo-, o mejor, miradme: ¿veis mis ojos enrojecidos y mi cara más pálida aún que de costumbre? Es porque desde hace cuatro noches no he podido dormir un instante. Hace cuatro noches que velo sobre vos, que os protejo y os conservo a nuestro amigo Maximiliano.

La sangre coloreó rápidamente las mejillas de la enferma, porque el nombre que acababa de pronunciar el conde desvanecía el resto de desconfianza que le había inspirado.

-¡Maximiliano... ! -repitió Valentina; tan dulce le era pronunciar aquel nombre-. ¡Maximiliano! ¿Os lo ha contado todo?

-Todo: me ha dicho que vuestra vida era la suya, y le he prometido que viviríais.

-¿Le habéis prometido que viviría?

-Sí.

-En efecto, señor, acabáis de hablar de vigilancia y protección. ¿Sois médico, acaso?

-Sí, y el mejor que el cielo pudiera enviaros en este momento, creedme.

-¿Decís que habéis velado? -preguntó Valentina, inquieta-. ¿Adónde? Yo no os he visto.

Montecristo señaló la biblioteca.

-He estado escondido tras esa puerta que da a la casa inmediata que he alquilado.

Valentina, por un movimiento de púdico orgullo, apartó sus ojos con terror.

-Caballero -dijo-, lo que habéis hecho es de una demencia sin ejemplo, y la protección que me concedéis se asemeja mucho a un insulto.

-Valentina -dijo-, durante esta larga vigilia, esto es lo único que he visto: qué personas venían a vuestro cuarto, qué alimentos os preparaban, qué bebidas os he dado, y cuando éstas me parecían peligrosas, entraba, como acabo de entrar, vaciaba vuestro vaso, y sustituía el veneno por una poción bienhechora, que en lugar de la muerte que os habían preparado, hacía circular la vida en vuestras venas.

-¡El veneno! ¡La muerte! -dijo Valentina, creyéndose de nuevo bajo el poder de alguna fiebre alucinadora-. ¿Qué estáis diciendo, caballero?

-Silencio, hija mía -dijo Montecristo, volviendo a poner un dedo sobre sus labios-; he dicho el veneno, sí, he dicho la muerte, y repito, la muerte; pero ante todo, bebed esto -y el conde sacó de su bolsillo un fresco de cristal que contenía un licor rojo, del que vertió algunas gotas en el vaso-, y cuando hayáis bebido esto no toméis nada más en toda la noche.

La joven alargó la mano; pero apenas tocó el vaso, cuando volvió a retirar la mano llena de miedo.

Montecristo tomó el vaso, bebió un poco y lo presentó a Valentina, que tragó sonriendo el licor que contenía.

-¡Oh!, sí -dijo-; reconozco el gusto de mis bebidas nocturnas, de aquella agua que refrescaba un poco mi pecho y calmaba mi cerebro. Gracias, señor, gracias.

-Considerad cómo habéis vivido hace cuatro noches, Valentina -dijo el conde.

»Yo, en cambio, ¿cómo vivía? ¡Ah!, ¡qué horas tan crueles me habéis hecho pasar! ¡Qué tormentos no he sufrido al ver verter en vuestro vaso el mortífero veneno, temblando siempre de que tuvieseis tiempo para beberlo antes que yo pudiese derramarlo en la chimenea!

-Decís, señor -respondió Valentina en el colmo del terror-, ¿que habéis sufrido mil martirios viendo derramar en mi vaso un mortífero veneno? Pero si lo habéis visto, ¿también debisteis ver quién lo derramaba?

-Sí.

Valentina se incorporó en la cama, y echando sobre su pálido pecho la batista bordada, mojada aún con el sudor del delirio, al que se mezclaba ahora el del terror, repitió:

-¿Lo habéis visto?

-Sí -repitió el conde.

-Lo que me decís, señor, es horroroso; queréis hacerme creer en algo infernal. ¡Cómo! ¡En la casa de mi padre! ¡En mi cuarto! ¡En el lecho del dolor continúan asesinándome! ¡Oh!, retiraos, tentáis mi conciencia; blasfemáis de la bondad divina. Es imposible, no puede ser.

-¿Sois la primera a quien ha herido esa mano, Valentina? ¿No habéis visto caer junto a vos al señor y la señora de Saint-Merán y a Barrois? ¿No hubiera sucedido lo mismo al señor Noirtier sin el método que sigue hace tres años? En él la costumbre del veneno le ha protegido contra el veneno.

-¡Ay! ¡Dios mío! -dijo Valentina-, ahora comprendo por qué mi abuelo exigía de mí hace un mes que tomase de todas sus bebidas.

-Y tenían un sabor amargo como el de la cáscara de naranja medio seca, ¿es verdad?

-Sí, Dios mío, sí.

-¡Oh!, todo lo explica eso -dijo Montecristo-, él sabe que aquí envenenan y quizá quién: ha querido preservaros a vos, su hija amada, contra la mortal sustancia, y ésta ha venido a estrellarse contra ese principio de costumbre. Ved por lo que vivís aún, cosa que me admiraba habiéndoos envenenado hace cuatro días con un veneno que por lo general no tiene remedio.

-Pero ¿quién es el asesino?

-Dejadme que os pregunte: ¿No habéis visto entrar a nadie de noche en vuestro cuarto?

-Sí; muchas veces he creído ver pasar como unas sombras, acercarse, retirarse, y finalmente desaparecer; pero creía que eran visiones de mi calentura, y hace un instante, cuando entrasteis, creía estar soñando o delirando.

-Así, ¿no conocéis a la persona que atenta contra vuestra vida?

-No. ¿Por qué desea mi muerte?

-Vais a conocerla entonces -dijo Montecristo aplicando el oído.

-¿Cómo? -preguntó Valentina, mirando con terror a su alrededor.

-Porque esta noche no tenéis fiebre ni delirio, estáis bien despierta, son las doce, y es la hora de los asesinos.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Valentina enjugando el sudor que inundaba su frente.

En efecto, las doce daban lenta y tristemente. Podía decirse que cada golpe del martinete sobre el bronce daba en el corazón de la joven.

-Valentina -continuó el conde-, llamad todas vuestras fuerzas en vuestro socorro, comprimid vuestro corazón en vuestro pecho, detened vuestra voz en vuestra garganta, fingid que dormís, y veréis.

Valentina tomó la mano del conde.

-Me parece que oigo ruido -le dijo-, retiraos.

-Adiós. Hasta más ver -le dijo el conde.

Luego, con una sonrisa tan triste y paternal que llenó de gratitud el corazón de la joven, se dirigió el conde a la puerta de la biblioteca; pero volviéndose antes de cerrarla, dijo:

-No hagáis un gesto, no digáis una palabra, que os crea dormida; si no, os mataría antes que tuviese tiempo para socorreros.

El conde desapareció en seguida, cerrando la puerta tras de sí.

Valentina se quedó sola. Otros dos relojes más atrasados que el de San Felipe de Roul dieron aún las doce a repetidos intervalos, y aparte el lejano ruido de tal o cual carruaje, todo quedó de nuevo sumido en silencio.

Toda la atención de Valentina se fijó en el reloj de su cuarto, cuya aguja marcaba hasta los segundos.

Empezó a contarlos, y notó que eran dobles, doblemente más lentos que los latidos de su corazón.

Y con todo, dudaba aún. La inocente no podía figurarse que nadie desease su muerte. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué mal había hecho que pudiese suscitarle un enemigo?

No había que temer que se durmiese. Una sola idea, una idea terrible la tenía despierta. Existía una persona en el mundo que había intentado asesinarla y lo intentaría aún. Si esta vez aquella persona, cansada de ver la ineficacia del veneno, recurría, como lo había insinuado Montecristo, al hierro: ¡si habría llegado su último momento!, ¡si no debía ver más a Morrel!

Ante aquella idea, que la cubrió a la vez de una palidez lívida y de un sudor helado, le faltó poco para coger el cordón de la campanilla y pedir socorro. Pero le pareció que por entre la cerradura de la biblioteca veía el ojo del conde, que velaba sobre su porvenir, y que cuando pensaba en ello le causaba tal vergüenza, que se preguntaba a sí misma si su gratitud llegaría a borrar el penoso efecto que producía la indiscreta amistad del conde.

Veinte minutos, veinte eternidades pasaron de este modo, y otros diez en seguida; finalmente, el reloj dio las doce y media. En aquel momento, un ruido casi imperceptible de la uña que rascaba la puerta de la biblioteca, le dio a entender que el conde velaba, y le recomendaba que velase.

En efecto, por la parte opuesta, es decir, hacia el cuarto de Eduardo, le pareció que oía pisadas; prestó oído atento reteniendo su respiración. Levantóse el pestillo y se abrió la puerta.

Valentina, que se había incorporado sobre el corazón, apenas tuvo tiempo para volverse a acostar y ocultar sus brazos.

Temblando, agitada y con el corazón oprimido, esperó.

Acercóse una persona a la cama y entreabrió las cortinas.

Valentina hizo un esfuerzo, y dejó oír el murmullo acompasado de la respiración que anuncia un sueño tranquilo.

-Valentina -dijo muy bajo una voz.

La joven tembló hasta el fondo de su corazón, pero no respondió.

-Valentina -repitió la misma voz.

El mismo silencio. Valentina había prometido no despertarse.

Todo volvió a quedar inmóvil. Solamente Valentina oyó el ruido casi imperceptible de un licor que caía en el vaso que acababan de vaciar.

Atrevióse entonces a entreabrir sus párpados, poniendo sobre ellos su brazo. Vio a una mujer con un peinador blanco que vaciaba en su vaso un licor preparado de antemano que tenía en un frasco.

Durante aquel breve instante, Valentina detuvo su respiración e hizo algún pequeño movimiento, porque la mujer se detuvo inquieta, y se puso de bruces sobre su lecho para ver si dormía. Era la esposa del procurador del rey.

Valentina, al reconocer a su madrastra, tembló de tal modo que debió comunicar algún movimiento a su cama. La señora de Villefort desapareció en seguida a lo largo de la pared, y allí, escondida en la colgadura de la cama, muda y atenta, espiaba el menor movimiento de Valentina.

Esta se acordó de las terribles palabras de Montecristo. Parecióle que en una mano tenía el frasco y en la otra un largo y afilado cuchillo.

Haciendo entonces un extraordinario esfuerzo, Valentina procuró cerrar los ojos, pero aquella operación tan sencilla del más temeroso de nuestros sentidos, aquella operación tan común, era en aquel momento imposible. Tales eran los esfuerzos de la ávida curiosidad para rechazar aquellos párpados y observar lo que ocurría en realidad.

Sin embargo, asegurada por el ruido acompasado de la respiración de Valentina, de que ésta dormía, la señora de Villefort extendió de nuevo el brazo, y medio oculta por las cortinas, acabó de vaciar el contenido del frasco en el vaso de la enferma.

Retiróse en seguida, sin que el menor ruido advirtiese a ésta de que se había marchado. Vio desaparecer el brazo, nada más, aquel brazo fresco y torneado de una mujer de veinticinco años, joven y bella, y que derramaba la muerte.

Es imposible describir lo que Valentina sufrió durante el minuto y medio que permaneció en su cuarto la señora de Villefort.

El ruido de la uña que rascaba a la puerta sacó a la joven de aquel estado de abatimiento. Levantó con trabajo la cabeza; la puerta siempre silenciosa se abrió de nuevo, y apareció por segunda vez el conde de Montecristo.

-¿Y bien? -preguntó el conde-, ¿todavía dudáis?

-¡Oh! ¡Dios mío! -murmuró la joven.

-¿La habéis visto?

-¡Desdichada!

-¿La habéis conocido?

Valentina lanzó un gemido.

-Sí -dijo-, pero no puedo creerlo.

-¿Entonces, preferís morir y hacer que muera también Maximiliano... ?

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -repitió la joven fuera de sí-, ¿pero no podría yo salir de casa? ¿Salvarme?

-Valentina, la mano que os persigue os alcanzará en todas partes, a fuerza de oro seducirán a vuestros criados, y la muerte se os aparecerá disfrazada bajo todos aspectos. En el agua que bebiereis, en la fuente y en la fruta que cogiereis del árbol.

-Sin embargo, ¿no me habéis dicho que la precaución de mi abuelo me preservó del veneno?

-Contra un veneno, y no empleado en fuerte dosis. Cambiarán de veneno o aumentarán la dosis.

Tomó el vaso y lo acercó a sus labios.

-Mirad -dijo-, ya lo han hecho: ya no es la brucina: es con un simple narcótico con lo que os envenenan. Reconozco el sabor del alcohol en que lo han disuelto. Si hubieseis bebido lo que la señora de Villefort ha echado en vuestro vaso, Valentina, ¡estabais perdida!

-¡Pero Dios mío! -dijo la joven-, ¿por qué me persigue así?

-¡Cómo! ¿Sois tan ingenua, tan dulce, tan buena, creéis tan poco en el mal, que no lo habéis comprendido, Valentina?

-No -dijo la joven-, jamás he hecho mal a nadie.

-Pero sois rica, Valentina, tenéis doscientas mil libras de renta, y se las quitáis al hijo de esa mujer.

-¿Y cómo es eso? Mi fortuna no es la suya, proviene de mis abuelos maternos.

-Sin duda, y he ahí por qué el señor y la señora de Saint-Merán han muerto; para que los heredaseis vos; he ahí por qué el día que el señor de Noirtier os constituyó su heredera, fue condenado a muerte: ved por qué vos debéis morir, Valentina, para que vuestro padre herede de vos, y vuestro hermano, siendo hijo único, herede a vuestro padre.

-¡Eduardo!, pobre niño. ¿Y por él se cometen tantos crímenes?

-¡Ah!, veo que comprendéis al fin.

-¡Ay! ¡Dios mío!, con tal que todo esto no caiga sobre él.

-Sois un ángel, Valentina.

-¿Pero han renunciado a matar a mi abuelo?

-Han pensado que muerta vos, si no invalidan el testamento, la fortuna era de vuestro hermano; y han reflexionado que el crimen al fin era inútil y doblemente peligroso al cometerlo.

-¡Y de la cabeza de una mujer ha salido semejante combinación! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

-¿Os acordáis de Perusa, de la fonda de postas, del hombre con capa oscura a quien vuestra madrastra preguntaba sobre el agua tofana? Pues desde entonces meditaba este infernal proyecto.

-¡Oh!, señor -dijo la joven-, veo bien que si es así, estoy condenada a morir.

-No, Valentina, no, porque he previsto todos los complots; porque nuestra enemiga está vencida, puesto que se la conoce. No, Valentina, viviréis para amar y ser amada; viviréis para ser feliz y para hacer feliz a un noble corazón, pero para vivir, Valentina, es preciso que tengáis en mí ilimitada confianza.

-Mandad, señor, ¿qué debo hacer?

-Es necesario que toméis ciegamente lo que yo os dé.

-¡Oh!, Dios es testigo -dijo Valentina-, de que si estuviese sola preferiría dejarme morir.

-No os confiaréis a nadie, ni aun a vuestro padre. No, y sin embargo, vuestro padre, hombre acostumbrado a las acusaciones criminales, debe sospechar que todas estas muertes no son naturales. El era el que debía velar sobre vos y encontrarse en el sitio que yo estoy ocupando. Él debía haber vaciado ya ese vaso y levantándose contra el asesino. Espectro contra espectro -añadió muy bajo.

-Señor -dijo Valentina-, haré cuanto sea preciso para vivir, porque hay dos seres en el mundo que me aman más que la vida, y morirían si yo muriese: ¡mi abuelo, y Maximiliano!

-Velaré sobre ellos como sobre vos.

-Pues bien, señor, disponed de mí -dijo Valentina, y añadió muy bajo:- ¡Dios mío! ¿Qué va a sucederme?

-Suceda lo que suceda, Valentina, no tengáis miedo. Si sufrís, si perdéis la vista, el oído, el tacto, no temáis. Si os despertáis sin saber donde estáis, no tengáis miedo, aunque os halléis en un sepulcro o encerrada en una caja mortuoria. Recordad en seguida y decid: En este instante, un amigo, un padre, un hombre que quiere mi felicidad y la de Maximiliano, vela sobre mí.

-¡Desdichada! ¡A qué terrible extremo es preciso llegar!

-¡Valentina! ¿Preferís denunciar a vuestra madrastra?

-Preferiría morir cien veces, ¡oh!, sí, morir.

-No; no moriréis, y sea lo que quiera lo que os suceda, no os quejaréis, esperaréis: ¿me lo prometéis, Valentina?

-Pensaré en Maximiliano.

-Sois mi hija querida, Valentina; solamente yo puedo salvaros, y os salvaré.

En el colmo del terror, Valentina juntó las manos, porque conoció que había llegado el momento de pedir a Dios valor. Incorporóse para orar, pronunciando palabras inconexas, y olvidándose de que sus largas espaldas no tenían más velo que sus largos cabellos y que se veía latir su corazón bajo el delicado encaje de su bata de noche.

El conde apoyó ligeramente su mano en el brazo de la joven, estiró hasta taparle el cuello la colcha de terciopelo, y con una sonrisa paternal le dijo:

-Hija mía, creed en mis promesas y en mi afecto, como creéis en Dios, en su bondad y en el amor de Maximiliano.

Valentina fijó en él una mirada de gratitud, y se prestó a todo, dócil como una niña.

El conde sacó del bolsillo del chaleco una cajita de esmeralda, levantó la tapa de oro, y puso en la mano de Valentina una pastilla del tamaño de un garbanzo.

La joven la tomó con la otra mano, y miró atentamente al conde.

Había en la fisonomía de aquel intrépido protector un reflejo de la majestad y el poder divino. Era evidente que Valentina le estaba interrogando con su mirada.

-Sí -dijo él.

Valentina llevó la pastilla a sus labios y la tragó.

-Y ahora, hasta que nos veamos, hija mía. Voy a descansar, porque ya os he salvado.

-Id -dijo Valentina-, ocurra lo que ocurra, os prometo no tener miedo.

Montecristo tuvo sus ojos fijos en la joven, que se dormía poco a poco, vencida por el poder del narcótico que el conde acababa de darle.

Tomó entonces el vaso, vació las tres cuartas partes en la chimenea, para que creyesen que la enferma había bebido lo que faltaba, volvió a ponerlo sobre la mesa de noche, y se dirigió a la puerta de la biblioteca, no sin antes dar una mirada a Valentina, que se dormía con la confianza y el candor de un ángel acostado a los pies del Señor.

La lámpara continuaba ardiendo sobre la chimenea del cuarto, apurando las últimas gotas de aceite que flotaban aún sobre el agua; ya un círculo rojo coloreaba el alabastro del globo y ya la llama más viva dejaba escapar aquellos últimos reflejos que en los seres inanimados son las últimas convulsiones de la agonía, que tantas veces se han comparado a las de las pobres criaturas humanas; una claridad siniestra teñía con un triste reflejo opaco la colgadura blanca y las sábanas de la cama de la joven.

El ruido de la calle había cesado, y el silencio interior de la casa era completo.

Abrióse la puerta del cuarto de Eduardo y apareció una cabeza que ya conocemos y que se reflejó en el espejo de enfrente. Era la señora de Villefort que volvía para ver el efecto de la bebida.

Detúvose a la entrada, y escuchó el chisporroteo de la lámpara que se apagaba, ruido sólo perceptible en aquella estancia que se hubiera creído desierta; avanzó después poco a poco hasta la mesa de noche para ver si el vaso de Valentina estaba vacío; estaba aún con la cuarta parte de la bebida, como hemos dicho.

Lo tomó y fue a vaciarlo en las cenizas, que procuró remover bien para facilitar la absorción del licor; limpió en seguida cuidadosamente el cristal y lo enjugó con su mismo pañuelo, colocándolo sobre la mesa de noche.

Cualquiera que hubiese podido observar el interior de la cámara, habría visto las dudas que tenía la señora de Villefort para fijar su vista en la enferma y acercarse a la cama.

La enferma no respiraba ya; sus dientes entreabiertos no dejaban escapar el pequeño átomo que revela la vida. Todo movimiento había cesado en sus blanquecinos labios. Sus ojos, anegados en un vapor violeta que parecía haber penetrado bajo la piel, presentaban como un punto blanco en el sitio en que el glóbulo hacía resaltar el párpado, y sus largas cejas negras parecían puestas sobre una figura de cera.

La señora de Villefort contempló aquel rostro tan elocuente en su inmovilidad. Más animada entonces, levantó la colcha y puso la mano sobre el corazón de la joven. No latía, y el movimiento que sentía bajo su mano era la circulación de la propia sangre; retiró la mano con un ligero temblor.

El brazo de Valentina pendía fuera de su lecho. De una perfección completa, aquel brazo se veía un poco crispado, como igualmente los dedos que se apoyaban sobre la caoba; las uñas estaban azuladas hacia su nacimiento.

La envenenadora, que nada tenía ya que hacer en aquella habitación, se retiró con tanta precaución que veíase claramente que temía que el ruido de sus pasos se dejara sentir sobre la alfombra; pero retirándose tenía aún la colgadura levantada en aquel espectáculo de la muerte, que tiene una irresistible atracción mientras la muerte es la inmovilidad y no la corrupción.

Los minutos pasaban, y la señora de Villefort no podía, al parecer, dejar aquella colgadura que tenía suspendida como una mortaja. Sobre la cabeza de Valentina pagaba su tributo a la meditación; la meditación del crimen debe ser el remordimiento.

En aquel instante aumentaron los chisporroteos de la lámpara.

La señora de Villefort al oír aquel ruido tembló y dejó caer la colgadura. Apagóse la lámpara y quedó la habitación en la oscuridad más profunda. En medio de ella dio el reloj las cuatro y media.

La envenenadora, espantada, buscó a tientas la puerta y entró en su cuarto con el sudor y la angustia en la frente.

La oscuridad continuó aún durante dos horas.

Poco a poco fue penetrando la claridad en la habitación, pero sin que pudiera permitir aún reconocer los objetos; aumentó y dióles entonces forma sensible.

En la escalera resonó la tos de la enfermera, que entró en el cuarto de Valentina con una taza en la mano.

La primera mirada de un padre o de un amante hubiera sido decisiva. Valentina había muerto. Para aquella mercenaria, Valentina dormía.

-Bueno -dijo acercándose a la mesa de noche-, ha bebido una parte de la poción, el vaso está vacío en sus dos terceras partes.

Fue a la chimenea, encendió fuego, se instaló en un sillón, y aunque salía del lecho, aprovechóse del sueño de Valentina para dormir otras dos horas.

El reloj, que daba las ocho, la despertó.

Extrañada del obstinado sueño en que permanecía la joven, espantada de aquel brazo que colgaba fuera de la cama y que permanecía siempre en la misma postura, se acercó a la cama, y entonces notó que sus labios estaban fríos y helado su pecho.

Trató de levantar el brazo y ponerlo junto al cuerpo, pero el brazo no obedeció; tan tieso estaba ya que no le quedó duda a la enfermera. Dio un espantoso grito y corrió a la puerta.

-¡Auxilio! -gritaba-. ¡Auxilio!

-¡Cómo! ¿Auxilio? -respondió desde abajo la voz de d'Avrigny.

Era la hora en que el doctor tenía costumbre de venir.

-¡Cómo! ¿Auxilio? -gritaba Villefort saliendo precipitadamente de su despacho-. Doctor, ¿habéis oído gritos de socorro?

-Sí, sí, subamos -respondió d'Avrigny-; es en el cuarto de Valentina.

Pero antes de que el padre y el doctor Regasen, los criados que estaban en el mismo piso, en los corredores o aposentos inmediatos, entraron todos, y viendo a Valentina pálida e inmóvil sobre su lecho, levantaron sus manos al cielo y temblaron como azogados.

-Llamad a la señora de Villefort, despertadla -gritaba el procurador del rey desde la puerta, sin atreverse a entrar.

Pero los criados, en lugar de responder, miraban al doctor, que había entrado y corrido hacia Valentina, a la que sostenía en sus brazos.

-¡Aun ésta! -murmuró, dejándola caer-. ¡Dios mío! ¡Dios mío...! ¿Cuándo os daréis por satisfecho?

Villefort entró en el cuarto.

-¡Qué decís! ¡Dios mío! -dijo, levantando las manos al cielo-. ¡Doctor!, ¡doctor!

-Digo que vuestra hija ha muerto -repuso el médico con voz solemne y terrible en su solemnidad.

El procurador del rey cayó cual si le hubiesen quebrado las piernas y su cabeza se posó sobre el lecho de Valentina.

A las palabras del doctor, al grito del padre, los criados huyeron despavoridos, profiriendo sordas imprecaciones. Oyéronse en las escaleras y corredores sus precipitados pasos. En seguida un gran movimiento en el patio extinguióse al poco tiempo. Todos habían abandonado la casa maldita.

En aquel instante, la señora de Villefort, con un peinador a medio ningún sonido. Vaciló y se sostuvo contra la puerta. Señaló en seguida a la puerta.

-Sí, sí -continuó el anciano.

Maximiliano se lanzó a la escalera, cuyos escalones subió de dos en dos, mientras le parecía que el anciano le decía con los ojos:

-Más de prisa, más de prisa.

Un minuto le bastó para atravesar varias habitaciones solitarias como el resto de la casa, y llegar hasta la de Valentina.

No tuvo necesidad de abrir la puerta, pues estaba abierta de par en par.

Un suspiro fue lo primero que oyó. Vio una figura arrodillada y medio oculta entre la blanca colgadura.

El temor y el espanto le clavaron junto a la puerta.

Entonces fue cuando oyó una voz que decía: ¡Valentina ha muerto!, y otra que repetía como un eco:

-¡Muerta! ¡Muerta!

El señor de Villefort levantóse casi avergonzado de haber sido sorprendido en aquel exceso de dolor.

La terrible posición que ocupaba hacía veinticinco años había llegado a hacer de él más o menos un hombre. Su mirada, un instante incierta, se fijó en Morrel.

-¿Quién sois -le dijo-, que olvidáis que no se entra así en una casa en que habita la muerte? ¡Salid, caballero, salid!

Pero Morrel permaneció inmóvil, incapaz de apartar los ojos del espantoso espectáculo que presentaba aquella cama en desorden y de la pálida mujer que estaba acostada en ella.

-¡Salid! ¿No oís? -gritaba Villefort, mientras d'Avrigny se adelantaba por su parte para hacer que Morrel se marchase.

Este miraba con aire espantado aquel cadáver, aquellos dos hombres y toda la habitación. Pareció titubear un instante, abrió la boca, y finalmente, no hallando qué responder, a pesar de la multitud de ideas que se agolpaban en su cerebro, volvió atrás cogiéndose los cabellos de tal suerte que Villefort y d'Avrigny, distraídos un momento de su preocupación, le siguieron con la vista y se miraron el uno al otro como diciendo:

-¡Está loco!

Pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando oyeron ruido en la escalera, y vieron a Morrel, que con fuerza sobrenatural traía en brazos el sillón de Noirtier avanzando hacia la cama de Valentina. El rostro de aquel anciano, en el que la inteligencia desplegaba todos sus recursos, cuyos ojos reunían todo el poder del alma para suplir a las demás facultades; la aparición de aquel pálido semblante y de aquella ardiente mirada fue aterradora para Villefort.

-¡Ved lo que han hecho! -gritó Morrel teniendo aún una mano apoyada en el respaldo del sillón que acababa de aproximar al lecho, y la otra extendida hacia la cama de Valentina-. ¡Ved, padre mío, ved!

Villefort retrocedió espantado y miró a aquel joven que le era casi desconocido y que llamaba padre a Noirtier.

En aquel momento, el alma del anciano pasó toda a sus ojos, que inmediatamente se llenaron del rojo de la sangre. Después se le hincharon las venas del cuello, una tinta azulada como la que invade la piel del epiléptico cubrió sus mejillas y sus sienes.

A aquella violenta explosión interior de todo su ser sólo le faltaba un grito.

Este salió, por decirlo así, de todos los poros, horrible en su mutismo, desgarrador en su silencio.

D'Avrigny se precipitó hacia el anciano y le hizo aspirar un violento revulsivo.

-¡Señor! -dijo entonces Morrel tomando la mano inerte del paralítico--, me preguntan quién soy y con qué derecho estoy aquí. ¡Oh!, decidlo, vos, que lo sabéis -y los sollozos ahogaron la voz del joven.

La respiración intensa y jadeante del anciano levantaba su pecho. Al verle parecía sufrir una de aquellas convulsiones que preceden a la agonía.

Al fin, sus ojos se llenaron de lágrimas, más feliz en esto que el joven, que sollozaba sin poder llorar.

No pudiendo inclinar la cabeza, cerró los ojos.

-Decid -continuó Morrel con voz ahogada-, ¡decid que yo era su prometido! ¡Decid que ella era mi noble amiga! ¡Mi único amor sobre la tierra! ¡Decid, decid, decid... que ese cadáver me pertenece!

Y el joven, dando el terrible espectáculo de una gran energía que de pronto se desploma, cayó pesadamente de rodillas ante aquel lecho que sus crispados dedos apretaron con fuerza.

Aquel dolor era tan agudo que d'Avrigny se volvió para ocultar su emoción, y Villefort, sin pedir ninguna explicación, atraído por el magnetismo que nos impele hacia aquellos que aman a los que lloramos, alargó la mano al joven.

Pero Morrel nada veía. Había cogido la helada mano de Valentina, y no pudiendo llorar mordía la colcha dando rugidos.

Durante algún tiempo no se oyeron en aquella habitación más que suspiros, lágrimas, imprecaciones y oraciones.

Y sin embargo, un ruido dominaba a los demás. El de la tarda y ronca respiración de Noirtier, en quien cada aspiración parecía que iba a romper dentro de su pecho los resortes de la vida.

En fin, Villefort, más dueño de sí que los demás, después de haber cedido durante algún tiempo su lugar a Maximiliano, tomó la palabra.

-Caballero -le dijo-, ¿amabais a Valentina, decís? ¿Erais su prometido? Ignoraba este amor, no tenía noticia de semejante compromiso, y con todo, yo, su padre, os lo perdono, porque veo que vuestro dolor es grande, real y verdadero. Además, el mío es muy grande para que quede en mi corazón lugar para otro sentimiento. Sin embargo, como veis, el ángel que esperabais ha abandonado la tierra, y nada tiene que hacer ya de las adoraciones de los hombres, la que a esta hora adora ella misma al Señor. Decid, pues, adiós a esos tristes restos. Tomad por última vez esa mano que esperabais, y separaos de ella para siempre. Valentina sólo necesita ya al sacerdote que la ha de bendecir.

-Os equivocáis, señor -dijo Morrel, quedándose con una rodilla en tierra, y atravesado el corazón con un dolor más agudo que cuantos había sentido-, os equivocáis. Valentina, muerta como ha muerto, necesita no sólo el sacerdote que la bendiga, sino también un vengador. Enviad a buscar el sacerdote, el vengador seré yo.

-¿Qué queréis decir, caballero? -murmuró Villefort, temblando ante esta nueva inspiración del delirio de Morrel.

-Quiero decir -prosiguió Maximiliano- que hay dos hombres en vos, señor. El padre ha llorado bastante; que el procurador del rey empiece a cumplir su deber.

Los ojos de Noirtier se animaron y d'Avrigny se acercó.

-Señor -prosiguió el joven, recorriendo de una mirada los sentimientos que se retrataban en los semblantes de todos-, sé lo que digo, y sabéis tan bien como yo lo que quiero decir. ¡Valentina ha muerto asesinada!

Villefort bajó la cabeza. D'Avrigny avanzó un paso. Noirtier hizo sí con los ojos.

-Ahora bien -dijo Morrel-, en nuestros días, una criatura aunque no fuese joven, bella, adorable, como era Valentina, no desaparece violentamente del mundo sin que se pida cuenta de su desaparición. ¡Vamos!, señor procurador del rey -añadió Morrel con una vehemencia que cada vez iba en aumento-, ¡no haya piedad! Os denuncio el crimen. Buscad al asesino.

Y sus ojos implacables interrogaban a Villefort, quien a su vez solicitaba con sus miradas tan pronto a d'Avrigny como a Noirtier, pero en lugar de hallar socorro en las miradas de su padre o del doctor, Villefort encontró en ellos la misma inflexibilidad que en Maximiliano.

-Sí -expresó el anciano con los ojos.

-Cierto -dijo el doctor.

-Caballero -repuso Villefort, procurando luchar aún contra aquella triple voluntad y hasta contra su propia emoción-, os engañáis. No se cometen crímenes en mi casa. La fatalidad me persigue. Dios me prueba, ¡es horroroso pensarlo!, pero no se asesina a nadie.

Los ojos de Noirtier relampaguearon. D'Avrigny abrió la boca para hablar, pero Morrel, extendiendo el brazo, hizo señal de que callasen todos.

-Y yo afirmo que aquí se asesina -gritó Morrel, cuya voz bajó sin perder nada de su vibración acostumbrada-. Os digo: ¡ved aquí la cuarta víctima en cuatro meses! Afirmo que intentaron hace cuatro días envenenar a Valentina, y que no lo consiguieron, gracias a las precauciones que tomó el señor Noirtier.

» Afirmo que esta vez han doblado la dosis o cambiado el veneno, y han conseguido su objeto. Añadiré en fin, que sabéis esto tan bien como yo, pues el señor os ha prevenido como médico y como amigo.

-¡Oh!, deliráis, caballero -dijo Villefort, procurando evadirse del círculo en que se encontraba encerrado.

-¡Que estoy delirando! -gritó Morrel-. Apelo al señor d'Avrigny. Preguntadle si se acuerda de las palabras que pronunció en vuestro jardín la noche de la muerte de la señora de Saint-Merán, cuando los dos, creyéndoos solos, os ocupabais de ella, y en la que esa fatalidad de quien habláis, y Dios, a quien acusáis injustamente, no tuvieron más parte que haber criado al asesino de Valentina.

Villeford y d'Avrigny se miraron.

-Sí, sí -dijo Morrel-. Recordadlo, porque aquellas palabras que creíais pronunciadas en el silencio de la soledad, cayeron en mis oídos. Ciertamente, al ver aquella noche la culpable condescendencia del señor de Villefort para con los suyos, debía haberlo puesto todo en conocimiento de la autoridad, y no sería cómplice como lo soy en este momento de tu muerte, Valentina, ¡mi Valentina querida! Pero el cómplice será el vengador, porque esta cuarta muerte es in fraganti, visible a los ojos de todos, y si tu padre te abandona, ¡oh, mi Valentina!, lo juro, yo perseguiré a tu asesino.

Y esta vez, como si la naturaleza se apiadase de aquel vigoroso organismo próximo a destrozarse por su excesiva fuerza, las últimas palabras de Morrel expiraron en sus labios, mil suspiros lanzó su pecho, y sus lágrimas, tanto tiempo rebeldes, corrieron en abundancia. Cayó de nuevo, llorando amargamente cerca del lecho de Valentina.

Entonces tomó la palabra d'Avrigny.

-Y yo también -dijo con voz fuerte-, yo también me uno al señor Morrel para pedir justicia contra el crimen, porque mi corazón se levanta contra mí, a la sola idea de que mi cobarde complacencia ha alentado al asesino.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró Villefort aterrado.

Morrel levantó la cabeza, leyendo en los ojos del anciano que lanzaban chispas.

-Mirad, mirad -dijo-, el señor Noirtier quiere decirnos algo.

-Sí -hizo Noirtier con una expresión tanto más terrible, cuanto que todas las facultades de aquel pobre anciano impotente se concentraban en su mirada.

-¿Conocéis al asesino? -dijo Morrel.

-Sí.

-¿Y vais a guiarnos? -dijo-; escuchemos, señor d'Avrigny, escuchemos.

Noirtier miró a Morrel con una melancólica sonrisa, una de aquellas que tantas veces habían hecho feliz a Valentina, y fijó con esto sus ojos.

Después, mirando fijamente a su interlocutor, señaló hacia la puerta.

-¿Queréis que salga? -dijo dolorosamente Morrel.

-Sí -hizo Noirtier.

-No me mandéis eso, ¡tened piedad de mí!

Los ojos del anciano permanecieron fijos en la puerta.

-¿Podré volver, al menos? -preguntó Morrel.

-Sí.

-¿Debo irme solo?

-No.

-¿Quién ha de venir conmigo, el procurador del rey?

-No.

-¿El doctor?

-Sí.

-¿Queréis quedaros a solas con el señor de Villefort?

-Sí.

-¿Podrá entenderos?

-Sí.

-¡Oh! -dijo Villefort casi contento, porque la conversación iba a tener lugar solamente entre los dos-, estad tranquilo, comprendo muy bien a mi padre.

Y al hablar con esta expresión de alegría, sus dientes daban unos contra otros.

D'Avrigny tomó del brazo a Morrel y salieron juntos.

Un silencio más profundo que el de la muerte reinaba entonces en aquella casa. Al cabo de un cuarto de hora se oyeron pasos, y Villefort apareció a la puerta del salón donde se encontraban Maximiliano y d'Avrigny, absorto éste, sofocado aquél.

-Venid -les dijo.

Y les llevó junto al sillón de Noirtier.

Morrel miró atentamente a Villefort.

La cara del procurador del rey estaba lívida. Varias manchas azules se veían en su frente. Tenía en la mano una pluma, que torcida en mil sentidos diferentes, chillaba al hacerse pedazos.

-Señores -dijo con voz ahogada al médico y a Morrel-, señores, ¿me dais vuestra palabra de honor de que este secreto permanecerá sepultado entre nosotros?

Los dos hicieron un movimiento.

-Os lo suplico... -continuó Villefort.

-Pero... -dijo Morrel-, el culpable..., el matador..., el asesino...

-Tranquilizaos, caballero, se hará justicia -dijo Villefort-, mi padre me ha revelado el nombre del culpable, mi padre tiene sed de venganza como vos, y sin embargo, mi padre os conjura también a que guardéis el secreto del crimen. ¿No es cierto, padre?

-Sí -hizo Noirtier.

Morrel dejó escapar un movimiento de horror y de incredulidad.

-¡Oh! -dijo Villefort, deteniendo a Maximiliano por el brazo-, si mi padre, hombre inflexible como conocéis, os lo pide, es porque sabe que Valentina será terriblemente vengada. ¿Es verdad, padre?

-Sí -dijo Noirtier.

Villefort prosiguió:

-El me conoce, y le he dado mi palabra. ¡Tranquilizaos, señores, sólo tres días! ¡Os pido tres días!, es menos de lo que pediría la justicia, y la venganza que tome de la muerte de mi hija hará temblar hasta lo íntimo del corazón al más indiferente de los hombres. ¿No es verdad, padre mío?

Al decir estas palabras rechinaba los dientes, y sacudió con fuerza la muerta mano del anciano.

-¿Cumplirá todas sus promesas el señor de Villefort? -preguntó Morrel, mientras d'Avrigny le interrogaba con su mirada.

-Sí -dijo Noirtier con una mirada de siniestra alegría.

-¿Juráis, pues, caballeros -dijo Villefort juntando las manos de d'Avrígny y de Morrel-, juráis apiadaros del honor de mi casa, y que me dejaréis el cuidado de vengarlo?

D'Avrigny se volvió, y pronunció un sí muy débil; pero Morrél arrancó sus manos de las del magistrado, se precipitó hacia la cama, imprimió un beso en los helados labios de Valentina y huyó con el profundo gemido de un alma consumida por la desesperación.

Hemos dicho que todos los criados habían desaparecido. El señor de Villefort se vio obligado a rogar a d'Avrigny que se encargase de las numerosas y delicadas comisiones que acarrea la muerte en nuestras grandes poblaciones, sobre todo cuando acompañan a la muerte circunstancias tan sospechosas.

Era terrible ver aquel dolor sin movimiento de Noirtier, aquella desesperación sin gestos y aquellas lágrimas sin voz.

Villefort entró en su despacho. D'Avrigny fue a buscar al médico de la ciudad, que desempeñaba las funciones de inspector de muertos, y a quien con bastante razón llaman el médico de los muertos.

Noirtier no quiso apartarse de su nieta.

A la media hora, d'Avrigny volvió con su compañero. Habían cerrado la puerta de la calle, y como el portero había desaparecido con los demás criados, Villefort fue a abrir, pero se detuvo después en la escalera. Le faltaba valor para entrar en el cuarto mortuorio.

Los dos doctores llegaron solos hasta Valentina.

Noirtier permanecía junto a la cama, inmóvil como la muerte, pálido y mudo como ella.

El médico de los muertos se acercó con la indiferencia del hombre que pasa la mitad de su vida con los cadáveres, levantó la sábana que cubría a la joven y le entreabrió los labios.

-¡Oh! -dijo d'Avrigny suspirando-, ¡pobre joven!, está bien muerta.

-Sí -dijo lacónicamente el médico, dejando caer las sábanas.

Noirtier respiró intensamente, se volvió d'Avrigny y vio que los ojos del anciano estaban encendidos y fijos en la cama. El buen doctor comprendió que Noirtier quería ver a su nieta. Acercóle a la cama, y mientras el otro médico mojaba en agua clorurada los dedos que habían tocado los labios de la joven muerta, descubrió aquel tranquilo y pálido rostro que parecía el de un ángel dormido.

Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que recibió el doctor.

El médico extendió el acta en la misma habitación de Valentina, y cumplida aquella formalidad se retiró acompañado de d'Avrigny.

Villefort los oyó bajar, asomóse a la puerta de su despacho, dio las gracias al médico en pocas palabras, y dirigiéndose a d'Avrigny le dijo:

-¿Y ahora, el sacerdote?

-¿Conocéis a algún eclesiástico a quien queráis encargar con preferencia que vele cerca de Valentina? -preguntó el doctor.

-No -dijo Villefort-, id al más próximo.

-El más próximo -dijo el doctor- es un buen abate italiano que ha venido a vivir a la casa inmediata a la vuestra. ¿Queréis que le avise al pasar?

-D'Avrigny -dijo Villefort-, os ruego que acompañéis a este caballero. Aquí tenéis la llave para que podáis entrar y salir. Traeréis al sacerdote, y os encargaréis de instalarlo en el cuarto de mi pobre hija.

-¿Deseáis hablarle, amigo mío?

-Deseo estar solo. Me disculparéis, ¿verdad? Un sacerdote debe comprender todos los dolores, hasta el de un padre.

Y Villefort dio una llave a d'Avrigny, saludó al otro médico y entró en su despacho, poniéndose en seguida a trabajar.

Para ciertos organismos, el trabajo es el remedio de todos los males. Al bajar a la calle vieron un hombre con sotana que estaba a la puerta de la casa inmediata.

-Ved al eclesiástico de que os he hablado -dijo el médico de los muertos a d'Avrigny.

Este se acercó al sacerdote.

-Caballero -le dijo-, ¿estáis dispuesto a hacer un gran favor a un desgraciado padre que acaba de perder a su hija, al señor procurador del rey, Villefort?

-¡Ah! -respondió el eclesiástico con un acento italiano sumamente marcado-, sí; lo sé, la muerte está en esa casa.

-Entonces no tengo necesidad de deciros qué clase de favor se espera de vos.

-Iba a ofrecerme, caballero; nuestra misión es ir al encuentro de nuestros deberes.

-Es una joven.

-Sí, lo sé; lo he oído decir a los criados que huían de la casa. Llamábase Valentina, y ya he rogado a Dios por ella.

-Gracias, gracias -respondió d'Avrigny-, y puesto que habéis empezado a ejercer vuestro santo ministerio, dignaos continuarlo. Venid a sentaros junto a la difunta, y toda una familia sumida en el dolor os estará agradecida.

-Voy en seguida, caballero, y me atrevo a decir que jamás votos más fervientes subieron al trono del Altísimo.

D'Avrigny tomó por la mano al abate, y sin encontrar a Villefort, que permanecía encerrado en su despacho, le condujo hasta el cuarto de Valentina, de la que los sepultureros no debían encargarse hasta la noche siguiente. Al penetrar en el despacho, la mirada de Noirtier se encontró con la del abate, y sin duda creyó leer algo de particular en ella, porque no se separó de él. D'Avrigny le recomendó no solamente la muerta, sino también el vivo. El sacerdote ofreció rogar por la una y cuidar al otro. Se comprometió solemnemente a hacerlo, y sin duda para que no le estorbasen en el momento en que d'Avrigny salió, corrió el cerrojo de la puerta por la que se marchó el doctor, y el de la que daba a la habitación de la señora de Villefort.

Capítulo Undécimo

La firma de Danglars

La mañana siguiente presentóse triste y nebulosa. Durante la noche los sepultureros habían cumplido su fúnebre oficio. Habían cosido el cuerpo de la joven en el sudario que envuelve a los que dejaron de existir, dándoles lo que se llama la igualdad ante la muerte. Aquel sudario no era otra cosa más que una pieza de batista que la joven había comprado quince días antes.

Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noirtier del cuarto de Valentina al suyo, y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso resistencia al alejarlo del cadáver de su nieta querida.

El abate Busoni, que había velado hasta el amanecer, se retiró sin llamar a nadie. A las ocho de la mañana regresó el médico, y encontró a Villefort que pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompañó para saber cómo había pasado la noche el anciano. Halláronle en el gran sillón que le servía de cama, durmiendo con un sueño tranquilo y casi sonriendo. Detuviéronse los dos admirados.

-Mirad -dijo d'Avrigny a Villefort, que observaba a su padre dormido-, mirad cómo la naturaleza sabe calmar los más agudos dolores, y ciertamente nadie podía afirmar que el señor Noirtier no amaba a su nieta, y sin embargo duerme.

-Tenéis razón -respondió Villefort con sorpresa-, duerme, y es muy extraño, porque la menor contrariedad le hace pasar en vela noches enteras.

-El dolor le ha rendido -replicó d'Avrigny. Y ambos volvieron pensativos al despacho del magistrado.

-Ved, doctor, yo no he dormido -dijo Villefort mostrando a d'Avrigny su lecho intacto-. El dolor no me rinde a mí. Hace dos noches que no me he acostado, pero en cambio mirad mi mesa. He escrito, ¡Dios mío!, durante dos días y dos noches..., ¡he anotado esa causa, he preparado el acta de acusación del asesino Benedetto... ! ¡Oh!, trabajo, trabajo, mi pasión, mi alegría, mi furor, tú sí, ¡me haces sobrellevar todas las penas!

Y apretó la mano del doctor convulsivamente.

-¿Tenéis necesidad de mí? -le preguntó éste.

-No; solamente os ruego que volváis a las once, a mediodía es cuando... se la llevarán... ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija! ¡Mi pobre hija!

Y el procurador del rey, volviendo por un instante a ser humano, levantó los ojos al cielo y dio un suspiro.

-¿Estaréis en el salón de recepción?

-No; tengo un primo que se encarga de ese triste honor; yo trabajaré, doctor; cuando trabajo, todo desaparece.

En efecto, antes que el doctor llegase a la puerta, el procurador del rey se había puesto a trabajar.

Al salir, d'Avrigny encontró a aquel pariente del que le había hablado Villefort, personaje tan insignificante en esta historia como en su familia. Uno de aquellos seres destinados desde su nacimiento a representar el papel de útiles en el mundo.

Había sido puntual. Iba vestido de negro, y llevaba un lazo de crespón en el brazo. Pasó a la casa de su primo, habiendo estudiado primero la fisonomía que debía tener mientras fuese necesario, bien resuelto a dejarla en seguida.

A las once se oyó en el patio de entrada el ruido del coche fúnebre. La calle del arrabal Saint-Honoré se llenó de gente, ávida de las alegrías y de los duelos de los ricos, de aquella gente que corre con igual prisa a un entierro suntuoso que al matrimonio de una duquesa.

Poco a poco fue llenándose la casa mortuoria, y llegaron al principio parte de nuestros antiguos conocidos, es decir, Debray, Chateau-Renaud, Beauchamp. Después todas las notabilidades de la curia, de la literatura y del ejército, porque el señor de Villefort ocupaba, menos aún por su posición social que por su mérito personal, uno de los primeros puestos en el mundo parisiense.

El primo habíase apostado a la puerta del salón, y hacía entrar a todo el mundo, y era un gran alivio para los invitados ver allí una figura indiferente que no exigía de ellos una fisonomía engañosa o falsas lágrimas, como hubiese sucedido siendo un padre, un hermano o un esposo.

Los que se conocían se llamaban con la vista y formaban en grupos. Uno de éstos se componía de Debray, Chateau-Renaud y Beauchamp.

-¡Pobre joven! -dijo Debray, pagando como cada cual su tributo a aquel doloroso suceso-, ¡pobre joven!, ¡tan bella y tan rica! ¿Habríais pensado en esto, Chateau-Renaud, cuando nos vimos...? ¿Cuánto hará? ¿Tres semanas o un mes a lo sumo, para firmar el contrato, que no se firmó?

-Yo no -dijo Chateau-Renaud.

-¿La conocíais?

-Había hablado una o dos veces con ella en el baile de la señora de Morcef. Me pareció encantadora, aunque de carácter un poco melancólico. ¿Y su madrastra, dónde está? ¿Lo sabéis?

-Ha ido a pasar el día con la mujer de ese digno caballero que nos atiende.

-¿Quién es ése?

-¿Quién?

-El caballero que nos recibe, ¿es un diputado?

-No -dijo Beauchamp-; estoy condenado a ver a nuestros honorables todos los días, y esta facha me es enteramente desconocida.

-¿Habéis comentado esta muerte en vuestro periódico?

-El artículo no es mío, pero se ha hablado, y dudo mucho que sea agradable al señor de Villefort. Se dice, según creo, que si hubiesen ocurrido cuatro muertes sucesivas en cualquiera otra parte que en casa del procurador del rey, ciertamente hubiera llamado algo la atención de este magistrado.

-Además -dijo Chateau-Renaud-, el doctor d'Avrigny, que es el médico de mi madre, dice que su dolor es inmenso. ¿Pero a quién buscáis, Debray?

-Busco a Montecristo -respondió el joven.

-Le he encontrado en el boulevard, viniendo yo hacia aquí. Creo que estará de viaje, porque iba a casa de su banquero -dijo Beauchamp.

-¿A casa de su banquero? ¿Su banquero no es Danglars? -preguntó Chateau-Renaud a Debray.

-Creo que sí -respondió el secretario íntimo con alguna turbación-. Pero el conde de Montecristo no es sólo el que falta aquí. Tampoco veo a Morrel.

-¡Morrel! ¿Acaso la conocía? -preguntó Chateau-Renaud.

-Había sido presentado a la señora de Villefort solamente.

-No importa, hubiera debido venir -dijo Debray-. ¿De qué hablaré esta noche? Este entierro es la noticia del día. ¡Pero chitón!, dejadnos, he ahí el ministro de justicia y de Cultos, va a creerse obligado a hacer su discurso al lagrimoso y triste primo.

Y los tres jóvenes aproximáronse a la puerta para oír el discurso del ministro de justicia y de Cultos.

Beauchamp había dicho la verdad. Al venir él al entierro había encontrado a Montecristo que se dirigía a casa de Danglars, calle de la Chaussée d'Antin.

Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entraba en el patio, y le salió al encuentro con una fisonomía triste, pero afable.

-Y bien, conde -le dijo alargándole la mano-, ¿venís a condoleros conmigo? En verdad que la desgracia está en mi casa a tal punto, que cuando entrasteis me preguntaba a mí mismo si no habría yo deseado mal a esos pobres Morcef, lo que hubiera justificado el proverbio: Al que desea mal a otro, a ése le sucede. Era un poco orgulloso para un hombre salido de la nada como yo, pero jamás le deseé mal alguno, y después de todo, todo lo debía a su trabajo, lo mismo que yo, pero todos tenemos nuestros defectos. ¡Ah!, conde, las personas de nuestra generación... Pero no, vos no sois de la nuestra; sois joven aún... Las personas de mi tiempo no son felices este año; testigo de ello es nuestro puritano procurador del rey, el señor de Villefort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos: Villefort perdiendo toda su familia de un modo extraño. Morcef, deshonrado y muerto; yo, cubierto de ridículo por la iniquidad de Benedetto, y después...

-¿Después, qué? -preguntó el conde.

-¡Cómo! ¿No lo sabéis todavía?

-¿Alguna nueva desgracia?

-Mi hija...

-¿La señorita Danglars?

-Eugenia nos abandona.

-¡Oh!, Dios mío, ¿qué decís?

-La verdad, mi querido conde. ¡Cuán dichoso sois vos, que no tenéis mujer ni hijos!

-¿Lo creéis?

-¡Ah! ¡Dios mío!

-Y decíais que la señorita Danglars...

-No ha podido soportar la afrenta que nos ha hecho ese miserable, y me ha pedido permiso para viajar.

-¿Y se marchó?

-La otra noche.

-¿Con la señora Danglars?

-No, con una parienta... Pero no por eso dejamos de perder a mi querida Eugenia, porque yo que conozco su carácter, dudo que quiera regresar a Francia.

-¡Qué queréis, mi querido barón! Disgustos de familia que serían fatales para otro cualquier pobre diablo, cuya fortuna fuese solamente su hija, pero soportables para un millonario. Por más que sobre esto digan los filósofos, los hombres prácticos les demostrarán en cuanto a eso que no tienen razón. El dinero consuela de muchas cosas, y vos debéis consolaros más pronto que otro cualquiera si admitís la virtud de este bálsamo soberano, vos, el rey de la hacienda, el punto de intersección de todos los poderes.

Danglars lanzó una mirada oblicua al conde para ver si se burlaba o hablaba en serio.

-Sí -dijo-, es cierto que si la fortuna consuela, debo consolarme, porque soy rico.

-Tan rico, mi querido barón, que vuestra fortuna es semejante a las Pirámides. Quisieran demolerlas, pero no se atreven; si se atreviesen, no podrían.

Danglars se sonrió de aquella confiada honradez del conde.

-Eso me hace recordar que cuando entrasteis estaba haciendo cinco bonos, tenía ya firmados dos, ¿me permitís que concluya los otros tres?

-Concluid, mi querido barón, concluid.

Hubo un instante de silencio, durante el cual sólo se oyó la pluma del banquero, y mientras tanto Montecristo miraba las doradas molduras del techo.

-¿Son bonos de España, de Haití o de Nápoles? -dijo el conde.

-No -respondió Danglars sonriendo-; son bonos al portador sobre el Banco de Francia. Mirad, señor conde, vos que sois el emperador de la hacienda, como yo soy el rey, ¿habéis visto pedazos de papel de este tamaño y que valga cada uno un millón? Montecristo tomó en la mano, como para sopesarlos, los cinco pedazos de papel que le presentaba orgullosamente el banquero, y leyó:

El señor regente del Banco de Francia hará pagar a mi orden y sobre los fondos por mí depositados, la cantidad de un millón de francos, valor en cuenta.
Barón Danglars.

-Uno, dos, tres, cuatro, cinco -dijo Montecristo-, ¡cinco millones! ¡Demonio! ¡Y cómo vais, señor Creso!

-Ved de qué modo hago yo mis negocios -dijo Danglars.

-Es maravilloso, y sobre todo si, como no dudo, esa suma se paga al contado.

-Se pagará -dijo Danglars.

-Es algo magnífico tener semejante crédito. En verdad, sólo en Francia sé ven estas cosas, cinco miserables pedazos de papel valer cinco millones, es preciso verlo para creerlo.

-¿Dudáis?

-No.

-Es que decís eso con un acento... Haced una cosa, daos el placer de acompañar a mi dependiente al Banco, y le veréis salir con bonos sobre el tesoro por igual cantidad.

-No -dijo Montecristo doblando los cinco billetes-, el asunto es demasiado curioso, y quiero hacer yo mismo la experiencia. Mi crédito en vuestra casa era de seis millones. He tomado novecientos mil francos. Tomo vuestros cinco billetes, que creo pagables solamente con la vista de vuestra firma, y he aquí un recibo general de seis millones que regulariza vuestra cuenta. Lo había preparado de antemano, porque es preciso deciros que tengo hoy gran necesidad de dinero.

Y con una mano metió los billetes en su bolsillo y con la otra alargó su recibo al banquero.

Un rayo que hubiese caído a los pies de Danglars no le hubiera causado mayor espanto.

-¡Qué! -balbució-, señor conde, ¿tomáis ese dinero? Pero dispensad, es dinero que debo a los hospicios, y he ofrecido pagarlo hoy por la mañana.

-¡Ah! -dijo Montecristo-, no importa. No tengo empeño precisamente en que me paguéis con esos billetes, dadme otros valores. Solamente por curiosidad tomé éstos, para poder decir en el mundo que sin aviso alguno, sin pedirme cinco minutos de tiempo, la casa Danglars me había pagado cinco millones al contado. ¡Habría algo notable! Pero tomad vuestros valores, dadme otros.

Y presentó los cinco billetes a Danglars, que, lívido, alargó el brazo para recogerlos, como el buitre alarga la garra por entre los hierros de la jaula para detener la carne que le quitan. De repente mudó de modo de pensar, hizo un esfuerzo violento y se contuvo.

En seguida la sonrisa dibujóse poco a poco en sus labios.

-Después de todo -dijo-, vuestro recibo es dinero.

-¡Oh!, Dios mío. ¡Sí!, y si estuvieseis en Roma, la casa de Thomson y French no os pondría la menor dificultad en pagaros con un recibo mío.

-Perdonad, señor conde, perdonad.

-¿Puedo, pues, guardar este dinero?

-Sí, guardadlo -dijo Danglars enjugando el sudor de su frente.

-Bien; pero reflexionad. Si os arrepentís, todavía estáis a tiempo.

-No -dijo Danglars-; guardad mis firmas, pero, como sabéis, nadie es tan amigo de formalidades como el hombre de negocios. Destinaba esa suma a los hospicios, y hubiera creído robarles no dándoles precisamente ésa. ¡Como si un escudo no valiese tanto como otro! ¡Dispensadme!

Y empezó a reír estrepitosamente.

-Ya estáis dispensado -respondió amablemente el conde de Montecristo.

Y colocó los billetes en su cartera.

-Pero -dijo Danglars-, tenemos aún una cantidad de cien mil francos.

-¡Oh!, bagatelas -dijo Montecristo-. El corretaje debe ascender poco más o menos a esa suma. Guardadla y estamos en paz.

-Conde -dijo Danglars-, ¿habláis en serio?

-Jamás me chanceo con los banqueros -dijo el conde con una seriedad que rayaba en impertinencia.

Y se dirigió a la puerta en el momento en que el ayuda de cámara anunciaba:

-El señor de Boville, receptor general de hospitales.

-¡Por vida mía! -dijo Montecristo-, parece que llegué a tiempo para gozar de vuestras firmas. Se las disputan.

Danglars palideció otra vez y dióse prisa a separarse de Montecristo.

El conde saludó muy cortésmente al señor de Boville, que aguardaba en el salón y fue introducido inmediatamente en el despacho del banquero.

El rostro grave del conde se iluminó con una rápida sonrisa al ver la cartera que tenía en la mano el receptor de hospitales.

Encontró en la puerta su carruaje y se hizo conducir inmediatamente al banco.

Danglars, entretanto, reprimiendo su emoción, salió al encuentro del receptor general.

No es necesario decir que le recibió con la sonrisa en los labios y un semblante el más halagüeño.

-Buenos días -dijo-, mi querido acreedor, porque creo que tal es el que ahora se presenta.

-Habéis adivinado, señor barón -dijo el señor de Boville-, los hospitales acuden a veros en mi persona. Las viudas y los huérfanos vienen por mis manos a pediros una limosna de cinco millones.

-¡Y dicen que los huérfanos son dignos de lástima! -respondió Danglars, prolongando la broma-, ¡pobres niños!

-Pues heme aquí en su nombre -dijo Boville-. ¿Recibisteis mi carta de ayer?

-Sí.

-Pues aquí tenéis mi recibo.

-Mi querido Boville -dijo el banquero-, vuestras viudas y vuestros huérfanos tendrán, si queréis, la bondad de aguardar veinticuatro horas, porque el señor de Montecristo, que habéis visto salir de aquí ahora..., ¿le habéis visto?

-Sí, ¿y qué?

-El señor de Montecristo se lleva sus cinco millones.

-¿Cómo es eso?

-Es que el conde tenía un crédito ilimitado sobre mí. Crédito abierto por la casa de Thomson y French, de Roma. Ha venido a pedirme cinco millones de un golpe, y le he dado un bono sobre el banco, donde tengo depositados mis fondos, y comprenderéis que temo, retirando de las manos del regente diez millones en el mismo día, que le pareciese una cosa extraordinaria. En dos días -añadió Danglars sonriéndose- no digo lo contrario.

-Vamos, pues -exclamó el señor de Boville con el tono de la más perfecta incredulidad-, ¡cinco millones a aquel caballero que acaba de salir ahora y que me saludó sin conocerme!

-Tal vez os conoce sin que vos le conozcáis. El conde de Montecristo conoce a todo el mundo.

-¡Cinco millones!

-Ved aquí su recibo. Haced como santo Tomás: ved y tocad.

El señor de Boville tomó el papel que le presentaba Danglars, y leyó:

Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil francos, de que se reembolsará a su voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.

-¡Luego es cierto! -exclamó.

-¿Conocéis la casa Thomson y French de Roma?

-Sí -dijo el señor de Boville-, hice una vez un negocio de doscientos mil francos en ella, pero no la había vuelto a oír nombrar.

-Es una de las mejores casas de Europa -dijo Danglars, poniendo sobre su mesa el recibo que acababa de tomar de manos del señor Boville.

-¿Y tenía nada menos que un crédito de cinco millones sobre vos? ¿Pues sabéis que es un nabab el tal conde de Montecristo?

-No sé lo que es, pero tiene tres créditos ilimitados, uno sobre mí, otro sobre Rothschild y otro sobre Laffitte, y como veis me ha dado la preferencia, dejándome cien mil francos por el corretaje.

El señor de Boville dio todas las muestras de una gran admiración.

-Será preciso que vaya a visitarle y que obtenga alguna piadosa fundación para nosotros.

-¡Oh!, es como si la tuvieseis. Solamente sus limosnas ascienden a más de veinte mil francos todos los meses.

-Es magnífico. Además le citaré el ejemplo de la señora de Morcef y su hijo.

-¿Qué ejemplo?

-Han dado toda su fortuna a los hospicios.

-¿Qué fortuna?

-La suya, la del difunto general Morcef.

-¿Y con qué razón?

-Porque dicen que no quieren bienes adquiridos tan miserablemente.

-¿Y de qué van a vivir?

-La madre se ha retirado a una provincia, y el hijo ha entrado en el servicio.

-¡Toma!, ¡toma! -dijo Danglars-, eso sí que son escrúpulos.

-Ayer hice registrar el acta de donación.

-¿Y cuánto poseían?

-No mucho, un millón doscientos o trescientos mil francos. Pero volvamos a nuestros millones.

-Con mucho gusto -dijo el banquero con la mayor naturalidad-. ¿Ese dinero os urge mucho?

-Sí, el arqueo se efectúa mañana.

-Mañana, ¿y por qué no me lo dijisteis antes? ¿Y a qué hora es ese arqueo?

-A las dos.

-Enviad a las doce -dijo Danglars con amable sonrisa.

El señor de Boville apenas respondía. Decía que sí con la cabeza y daba vueltas a la cartera.

-Pero, ahora que recuerdo, haced más.

-¿Qué queréis que haga?

-El recibo del señor de Montecristo es dinero contante. Pasadle a Rothschild o Laffitte y os lo tomarán al instante.

-¡Cómo! ¿Pagadero en Roma?

-Desde luego, os costará sólo un descuento de cinco o seis mil francos a lo sumo.

El receptor dio un salto atrás.

-¡Por vida mía! Prefiero esperar a mañana. ¿Cómo vais a...?

-He creído por un momento, perdonadme -dijo el banquero con una imprudencia sin igual-, he creído que tendríais algún pequeño déficit que llenar.

-¡Ah! -dijo Boville.

-Escuchad. No sería la primera vez que tal cosa ocurriera, y en ese caso se hace un sacrificio.

-Gracias a Dios, no.

-Entonces, hasta mañana, ¿no es verdad, mi querido receptor?

-Sí; hasta mañana, pero sin falta.

-¡Qué! ¿Os burláis? Enviad a mediodía, y el banco estará ya avisado.

-Vendré yo mismo.

-Mejor aún, porque eso me proporcionará el placer de volver a veros.

Y se estrecharon la mano.

-A propósito. ¿No habéis ido al entierro de esa pobre señorita de Villefort, que en este momento tiene lugar?

-No -dijo el banquero-, pesa sobre mí el ridículo del suceso de Benedetto, y no salgo.

-¡Bah!, no tenéis razón. ¿Qué culpa tenéis de ello?

-Amigo mío, cuando se lleva un nombre sin tacha como el mío, se es muy susceptible.

-Todo el mundo os compadece, creedlo, y más aún, a la señorita, vuestra hija.

-¡Pobre Eugenia! -dijo el banquero, dando un profundo suspiro-. ¿Sabéis que ingresa en un convento?

-No.

-Pues desgraciadamente es así. Al día siguiente se decidió a partir con una amiga suya, religiosa ya, y va a buscar un convento severo en Italia o España.

-¡Oh! Es terrible.

Y el señor de Boville se retiró al hacer esta exclamación, cumplimentando al barón.

Mas apenas hubo salido, cuando Danglars, con un gesto enérgico, que comprenderán solamente los que hayan visto a Frederik representar el Robert Hacaire, exclamó:

- ¡Imbécil!

Y guardando el recibo del conde en su cartera, añadió:

-Ven a mediodía, que yo estaré ya lejos.

Encerróse, vació todos los cajones de su caja, reunió unos cincuenta mil francos en billetes de banco, quemó diferentes papeles, puso otros a la vista, y escribió una carta que cerró y cuyo sobre dirigió:

A la señora baronesa de Danglars.

-Esta noche -murmuró- yo mismo la colocaré en su tocador.

Sacando en seguida un pasaporte de otro cajón, dijo:

-Bueno, aún puede servir dos meses.

Capítulo Duodécimo

El cementerio del padre Lachaise

El señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la mansión de los muertos.

El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.

El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.

Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: “Familias Saint-Merán y Villefort”. Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.

Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal Saint-Honoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de quinientas personas componían el acompañamiento.

Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina representaba una gran desgracia, y que a pesar del vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.

Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.

Chateau-Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.

El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.

-¿Dónde está Morrel? -preguntó-. ¿Alguien lo sabe?

-Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria -contestó Chateau-Renaud-, porque nadie le ha visto.

El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.

Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer arrodillada y con las manos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los demás apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para observar si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.

Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos convulsas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.

Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada joven había solicitado del señor de Villefort en varias ocasiones un poco de misericordia para los culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.

El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a Morrel, cuya tranquilidad e inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para el que podía leer lo que sucedía en el fondo del corazón del joven.

-Mirad -dijo Beauchamp a Debray-, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá metido allí?

Y se lo hicieron observar a Chateau-Renaud.

-¡Qué pálido está! -dijo aquél, estremeciéndose.

-Tendrá frío -replicó Debray.

-No; yo creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.

-¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.

-Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef bailó tres o cuatro veces con ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto efecto causasteis.

-No lo sé -respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le ocupaba Morrel, a quien observaba atentamente y cuyas mejillas se colorearon como les sucede a los que comprimen y retienen la respiración.

-Los discursos han terminado. Adiós, señores -dijo bruscamente el conde.

Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había ido. Terminado todo, los asistentes tomaron el camino de París.

Sólo Chateau-Renaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido al conde con la vista, Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase ocultado detrás de un mausoleo y espiaba hasta el menor movimiento de Morrel, que poco a poco se había acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los operarios.

Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el momento en que su vista se dirigía a la parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin que lo notara.

El joven se arrodilló.

El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a lanzarse a la primera señal, continuaba acercándose a Morrel.

Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos, exclamó:

-¡Oh! ¡Valentina!

Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y tocando a Morrel en el hombro, le dijo:

-Os buscaba, mi querido amigo.

El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía presumirse, y se engañó.

Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:

-Ya veis que estaba rezando.

La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y concluida aquella observación quedó más tranquilo.

-¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?

-No, gracias.

-¿Deseáis alguna cosa?

-Dejadme rezar.

El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en otro sitio, desde donde veía hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y tomó el camino de París sin volver atrás la cabeza.

Descendió lentamente por la calle de la Roquette.

El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.

Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.

Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió para Montecristo.

Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a Penelón, que tomando en serio su profesión de jardinero se entretenía arreglando unos rosales de Bengala.

-¡Ah!, señor conde de Montecristo -exclamó con aquella alegría que solía manifestar cuando el conde hacía una visita a la calle de Meslay.

-Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? -preguntó el conde.

-Creo que le he visto pasar, sí -respondió la joven-, pero llamad a Manuel, por favor.

-Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante, tengo que decirle una cosa de la mayor importancia.

-Id, pues -le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la escalera.

Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de Maximiliano, escuchó, pero no se percibía ningún ruido.

Como la mayor parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto tenía solamente una puerta de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada no dejaban ver lo que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.

-¿Qué haré? -dijo, y reflexionó un instante.

«¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el anuncio de una visita, acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla responde otro ruido.»

El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del relámpago, dio con el codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la mesa y escribiendo, acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.

-No es nada -dijo Montecristo-, mi querido amigo; resbalé y di con el codo en la puerta, y puesto que está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que tengáis necesidad de incomodaros. -Y pasando el brazo, el conde abrió la puerta.

Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde, menos para recibirle que para impedir que pasara más adelante.

-La culpa es de vuestros criados -dijo el conde-, tienen el suelo tan lustroso como un espejo.

-¿Os habéis lastimado, señor? -preguntó fríamente Morrel.

-No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?

-¿Yo?

-Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.

-Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me gusta, a pesar de que soy militar.

Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a dejarlo pasar, pero lo siguió.

-¿Escribíais? -repitió Montecristo mirándole fijamente.

-Creo que ya he tenido el honor de deciros que sí.

El conde miró en derredor.

-¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? -dijo, señalando a Morrel-. ¿Las armas puestas sobre la mesa?

-Voy de viaje -respondió con despecho Maximiliano.

-¡Amigo mío! -le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.

-¿Señor?

-Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extremadas, os lo ruego.

-¡Yo! -respondió Morrel encogiéndose de hombros-, pues qué, ¿mi viaje es una resolución extremada?

-Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis con vuestra fingida calma, como tampoco os engaño yo con mi frívola solicitud. Bien conocéis que para haber roto los cristales y violado el secreto de vuestro cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o mejor una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?

-¡Bueno! -dijo Morrel-. ¿Qué idea es la vuestra?

-Os digo que queréis mataros -continuó el conde con la misma voz-, y he aquí la prueba -y acercándose a la mesa levantó un pliego blanco que el joven había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta empezada.

Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero Montecristo, adivinando el movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le detuvo con mano de hierro.

-Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!

-¡Y bien! -dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la tranquilidad a la expresión de violencia-, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién me lo impediría? ¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se han concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos y disgustos alrededor de mí, la tierra se ha convertido en cenizas, una voz humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad dejarme morir, porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y vean que lo digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais valor para ello?

-Sí, Morrel -dijo Montecristo, cuya voz sosegada formaba un singular contraste con la exaltación del joven.

-Vos -dijo Morrel con una expresión infinita de cólera-, vos que habéis alimentado en mí una esperanza absurda, que me habéis alentado con vuestras vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución violenta yo hubiera podido salvarla, o al menos verla morir en mis brazos. Vos que afectáis poseer todos los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis desempeñar en la tierra el papel de la Providencia, y que no habéis podido dar un contraveneno a la infeliz... ¡Ah!, en verdad que me dais lástima, ¡me causáis horror!

-Morrel...

-Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando me seguisteis al cementerio y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin embargo, puesto que abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado como en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos apurado todos, ¡conde de Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro amigo...!

Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas. Montecristo, pálido como un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y alargando las manos a las pistolas, dijo:

-Y yo os repito que nos os mataréis.

-Impedídmelo, pues -replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino a estrellarse contra el brazo de acero del conde.

-Os lo impediré.

-¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas libres e independientes?

-¿Quién soy? -repitió Montecristo-, soy el único en el mundo que tiene derecho para decirte: Morrel, no quiero que el hijo de tu padre muera hoy.

Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás.

-¿Por qué me habláis de mi padre? -balbució-. ¿Por qué mezcláis su recuerdo a lo que hoy me sucede?

-Porque yo soy el que salvé la vida a tu padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a tu joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés, que cuando niño te hacía jugar sobre sus rodillas!

Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cayó prosternado a los pies de Montecristo.

En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza; se levantó, dio un salto, y se precipitó a la escalera gritando fuertemente:

-¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!

Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que hacerle abandonar la puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.

Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos de Maximiliano.

-¡De rodillas! -gritó con una voz ahogada por los sollozos-, ¡de rodillas!, es el bienhechor, el salvador de nuestro padre; es...

Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un brazo.

Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios tutelar; Morrel cayó por segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.

Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una llama abrasadora subió a su garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.

Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir, cuando salió precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con una alegría infantil, y alzó el globo de cristal que protegía la bolsa dada por el desconocido de las alamedas de Meillán.

Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:

-¡Oh!, señor conde, cómo oyéndonos hablar tantas veces del bienhechor desconocido, cómo viéndonos acatar su memoria con tanto reconocimiento y adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a conocer?

-Escuchadme, amigo -dijo el conde-, y puedo llamaros así, porque sin que lo supieseis, sois mi amigo hace ya once años. El descubrimiento de este secreto lo ha producido un gran suceso que debéis ignorar. Dios me es testigo de que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida. Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que estoy seguro se arrepiente.

En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había recostado sobre un sillón:

-Velad sobre él -añadió, apretando la mano de Manuel de un modo significativo.

-¿Por qué? -preguntó admirado el joven.

-No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.

Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus ojos se fijaron espantados en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando el dedo hasta la altura de la mesa.

Montecristo bajó la cabeza.

Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.

-Dejad -dijo el conde.

En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos tumultuosos que agitaron el corazón del joven habían cedido el lugar al desaliento.

Julia subió trayendo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y alegres caían por sus mejillas como dos gotas de rocío matinal.

-He aquí la reliquia -dijo-, no penséis que me es menos querida después que he conocido al salvador.

-Hija mía -dijo el conde sonrojándose-, permitidme que vuelva a recoger esa bolsa, pues que ya me conocéis, no quiero estar presente a vuestro recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.

-¡Oh! -dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón-, no, no, os lo ruego, porque un día podréis dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de nosotros, ¿no es verdad?

-Habéis adivinado -dijo Montecristo sonriéndose-, dentro de ocho días abandonaré este país, en el que tantas personas que merecían la venganza del cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre expiraba de hambre y de dolor.

En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en Morrel, y notó que las palabras ya habré dejado este país, no le habían sacado de su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha con el dolor de su amigo, y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre:

-Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximiliano.

Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la llamaba, y de la que se había olvidado el conde.

-Dejémosle -dijo, y salió precipitadamente con su marido.

Montecristo se quedó con Morrell estatua.

-Vamos -dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego-, ¿vuelves a ser hombre, Maximiliano?

-Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.

La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda meditación.

-¡Maximiliano, Maximiliano! -le dijo-, ¡las ideas que te embargan son indignas de un cristiano!

-¡Oh!, tranquilizaos, amigo -dijo Morrel levantando la cabeza, y mostrando al conde una sonrisa de inefable tristeza-, ya no seré yo el que busque la muerte.

-Así -dijo Montecristo-, nada de armas, nada de desesperación.

-No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma de un puñal.

-¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? -preguntó el conde con profunda tristeza.

-El dolor, que concluirá con mi existencia.

-Amigo -dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suya-, escuchadme. Un día, y en un momento de desesperación igual al tuyo, puesto que me conducía a una idéntica resolución, yo quise matarme. Un día tu padre, desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a tu padre en el momento en que apoyaba contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí cuando separaba de mi cama el pan del prisionero, al que no había tocado en tres días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento supremo: ¡vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la angustia de la incredulidad, y sin embargo, ¡cuántas veces tu padre, abrazándote, bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho yo lo mismo!

-¡Ah! -dijo Morrel, interrumpiendo al conde-, vos habíais perdido solamente la libertad, y mi padre su fortuna, ¡pero yo he perdido a Valentina!

-Mírame, Morrel -dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas ocasiones le hacía tan grande y tan persuasivo-, mírame. Yo no tengo lágrimas en los ojos, ni fiebre en las venas, ni palpitaciones fúnebres en el corazón. No obstante, te veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo! Pues bien, ¿esto no te dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo después de ella? Ahora bien, si yo te ruego, si te mando que vivas, es porque tengo la convicción de que un día me darás las gracias por haberte conservado la vida.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis amado.

-Niño -repuso Montecristo.

-De amor -replicó Morrel-, yo me entiendo. Soy soldado desde que fui hombre, y he llegado a veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones que he sentido antes merece este nombre. Pues bien, a los veintinueve años vi a Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón las virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel corazón abierto para mí como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era infinita, inmensa, desconocida. Demasiado completa, demasiado grande, demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha dado. Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que tristeza y desesperación.

-Os he dicho que esperéis, Morrel -dijo el conde.

-Cuidado, repetiré yo -dijo Morrel-, porque si queréis persuadirme, si lo conseguís creeré que puedo volver a ver a Valentina.

Montecristo se sonrió.

-Amigo mío, padre mío -exclamó Morrel exaltado-, cuidado. Os repetiré por tercera vez: el ascendiente que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se reaniman, mi corazón renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija de Jairo. Caminaré sobre las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo...

-Espera, amigo -dijo el conde.

-¡Ah! -dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la tristeza-, ¡ah!, me engañáis. Hacéis como aquellas madres que calman con palabras dulces a los chicos, cuyos gritos les incomodan. No, amigo mío. Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me veréis sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.

-Al contrario -dijo el conde-, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo, no te apartarás de mí un solo instante, y dentro de ocho días saldremos de Francia.

-¿Y me decís aún que espere?

-Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.

-Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y queréis curarme con un remedio igual, el de hacerme viajar.

Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.

-¿Qué quieres que te diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer el experimento.

-Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.

-Así -dijo el conde-, tu débil corazón no quiere conceder unos días a un amigo para la prueba que intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos poderosos de la tierra? ¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese milagro, yo lo espero, o si no...

-Si no -repitió Morrel.

-Cuidado, Morrel, te llamaría ingrato.

-Tened piedad de mí, conde.

-Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no te curo dentro de un mes, día por día, hora por hora, yo mismo te colocaré delante de dos pistolas cargadas y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un veneno, créeme, más pronto y más seguro que el que ha muerto a Valentina.

-¿Me lo prometéis?

-Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como te he dicho también, he querido morir, y muchas veces, después que el infortunio se ha alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.

-¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?

-Te lo prometo y lo juro -dijo Montecristo alargando el brazo.

-Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para disponer de mi vida, y haga lo que hiciere, no me llamaréis ingrato?

-En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano, no sé si has pensado en ello, pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años que salvé a tu padre, que también quería morir.

Morrel cogió las manos del conde y las besó. Este le dejó hacer como si comprendiese que aquella muestra de adoración se le debía.

-Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los dos, buenas armas y una muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar y vivir.

-¡Oh! -dijo Morrel-, os lo juro.

Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.

-Desde ahora -le dijo- vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de Haydée, mi hijo reemplazará a mi hija.

-Haydée -dijo Morrel-, ¿pues qué es de ella?

-Ha partido esta noche.

-¿Para separarse de vos?

-Para esperarme... Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz que yo salga de aquí sin que me vean.

Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.

Capítulo Décimo tercero

La partición

En la casa de la calle de San Germán de los Prados, que había escogido para su madre y para sí Alberto de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un personaje misterioso.

Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase o saliese, porque en el invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los cocheros de casas grandes que esperan a sus amos a la salida del espectáculo, y en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la portería.

Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel vecino, y que la noticia de que era un gran personaje poderoso e influyente había hecho respetar su incógnito y sus misteriosas apariciones.

Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o retrasaban, pero casi siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y jamás pasaba en él la noche.

La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación, encendía la chimenea en el invierno a las tres y media, y a la misma hora en verano subía helados y refrescos.

Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje.

Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una mujer vestida de negro o de azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por delante de la portería y subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas. Jamás le preguntaron adónde iba.

Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a los guardianes de la puerta, conserjes modelos, solos quizás en la inmensa cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante discreción.

Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un modo particular, abríase ésta, se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí todo.

Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar.

Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el coche, que desaparecía tan pronto por un lado de la calle como por el otro. A los veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con su bufanda o tapándose con el pañuelo.

Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a Danglars y tuvo lugar el entierro de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde.

Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de alquiler, y la señora cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.

La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la señora había exclamado:

-¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!

De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación, supo por primera vez que su inquilino se llamaba Luciano; pero como era un portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.

-Y bien, ¿qué hay, amiga querida? -respondió éste, pues la turbación y prisa de la señora le habían hecho conocer quién era-, hablad, decid.

-¿Puedo contar con vos?

-Desde luego, ya lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta mañana me ha producido una terrible preocupación. La precipitación, el desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de espantarme de una vez. ¿Qué hay?

-¡Luciano, un gran acontecimiento! -dijo la señora, fijando en él una mirada investigadora-, el señor Danglars se ha fugado la pasada noche.

-¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?

-Lo ignoro.

-¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?

-¡Sin duda! A las diez su carruaje le condujo a la barrera de Charentón. Allí encontró una silla de posta, subió con su ayuda de cámara, diciendo a su cochero que iba a Fontainebleau.

-Entonces, ¿qué decís?

-Esperad, amigo mío. Me había dejado una carta.

-¿Una carta?

-Sí; leed.

Y la baronesa sacó del bolsillo una carta abierta que presentó a Debray.

Se detuvo un momento antes de leerla, como si hubiese querido adivinar el contenido, o más bien, como si hubiera ya tomado un partido decisivo, cualquiera que fuese el contenido. Firme en su resolución sin duda, empezó a leer al cabo de algunos segundos. He aquí lo que contenía la carta que tal turbación produjera en el ánimo de la señora Danglars.

«Señora y muy cara esposa.»

Sin pensar en lo que hacía, Debray miró fijamente a la baronesa, y ésta se puso encendida.

-Leed-le dijo.

Debray prosiguió:

«Cuando recibáis esta carta, ya no tendréis marido. ¡Oh!, no os alarméis, no tendréis marido, como no tenéis hija; es decir, que estaré en uno de los treinta o cuarenta caminos que conducen a la frontera de Francia.

»Os debo algunas explicaciones, y como sois mujer que las comprendéis perfectamente, voy a dároslas.

»Escuchad, pues:

»Esta mañana tuve que rembolsar cinco millones y los he pagado; casi inmediatamente he debido pagar igual suma. La he aplazado para mañana, y me marcho hoy para evitar ese mañana, que me sería, creédmelo, muy desagradable.

»Comprendéis perfectamente, ¿no es cierto, señora y muy querida esposa?

»Digo que comprendéis, porque conocéis tan bien como yo el estado de mis negocios, y aun mejor que yo, puesto que si debiese decir dónde ha ido a parar una gran parte de mi fortuna, antes tan bella, no sería capaz de hacerlo, mientras que vos, por el contrario, lo sabéis perfectamente.

»Porque las mujeres tienen un instinto infalible, y explican por un álgebra de su invención hasta lo maravilloso. Yo, que no conozco más que mis números, nada sé desde el día en que ellos me engañaron.

»¿Habéis admirado alguna vez la prontitud de mi caída, señora? ¿No os ha llamado la atención la pronta fusión de mis barras? Yo solamente he visto el fuego, preciso será que hayáis encontrado algún oro entre las cenizas.

»Me alejo de vos, señora y prudente esposa, con esta consoladora esperanza, sin tener el menor remordimiento de conciencia al abandonaros. Os quedan amigos, las cenizas en cuestión, y para colmo de dicha, la libertad que me apresuro a devolveros.

»Con todo, señora, ha llegado el momento de colocar en este párrafo una palabra de explicación íntima. Mientras creí que trabajabais por el bienestar de nuestra casa y la felicidad de nuestra hija, he cerrado filosóficamente los ojos, pero como habéis hecho de la casa una vasta ruina, no quiero servir de fundamento a la fortuna de otro. Os he tomado por mujer rica, mas no por mujer honrada. Disculpadme si os hablo con esa franqueza, pero como creo no hablar más que para los dos, no veo que nada me obligue a disimular mis palabras. He aumentado nuestra fortuna, que durante quince años ha ido siempre creciendo hasta el momento en que catástrofes desconocidas e ininteligibles hasta para mí han venido a destrozarla, sin culpa de mi parte.

»Vos, señora, habéis trabajado para aumentar la vuestra, y estoy moralmente convencido de que lo habéis conseguido. Os dejo, pues, como os tomé, rica, pero con poca honra.

»Adiós, me marcho, y desde hoy trabajaré por mi cuenta. Creed en mi eterno agradecimiento por el ejemplo que me habéis dado y que voy a seguir.

»Vuestro afectísimo marido,

Barón Danglars.»

La baronesa seguía con la vista a Debray durante aquella larga y penosa lectura, y vio que el joven, a pesar de su conocido dominio sobre sí, mudó de color dos o tres veces.

Cuando concluyó, cerró lentamente la carta y volvió a su estado pensativo.

-¿Y bien? -le preguntó la señora Danglars con una ansiedad fácil de comprender.

-¡Y bien!, señora -repitió maquinalmente Debray.

-¿Qué idea os inspira esa carta?

Una idea muy sencilla, señora. Me inspira la idea de que el señor Danglars ha partido con sospechas.

-Sin duda, ¿pero es eso cuanto tenéis que decirme?

-No comprendo -dijo Debray con una frialdad glacial.

-¡Se ha marchado!, sí, para no volver más.

-¡Oh! -dijo Debray-, no creáis nada de eso, baronesa.

-Os digo que no volverá, es un hombre de resoluciones invariables y que sólo mira su interés. Si me hubiese juzgado útil para alguna cosa me hubiera llevado consigo. Me deja en París porque nuestra separación puede servir para sus proyectos. Es, pues, irrevocable y está perfectamente libre para siempre -añadió la señora Danglars con el mismo acento de súplica.

Pero en lugar de responder, Debray la dejó en aquella penosa ansiedad producida por una interrogación entre la mirada y el pensamiento.

-¡Qué! -dijo al fin-, ¿no me respondéis, caballero?

-Sólo tengo una cosa que preguntaros. ¿Qué pensáis hacer?

-Eso mismo iba a preguntaros -respondió la baronesa, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.

-¡Ah! -dijo Debray-, ¿me pedís un consejo?

-Sí, os lo pido -dijo la baronesa con el corazón oprimido.

-Pues entonces -respondió el joven con frialdad-, os aconsejo que viajéis.

-¿Que viaje? -murmuró la señora Danglars.

-Eso es. Es cierto, como ha dicho Danglars, que sois rica y perfectamente libre, una ausencia de París os es necesaria, según creo, después del doble escándalo del frustrado matrimonio de Eugenia y la fuga de Danglars. Lo que importa es que todo el mundo sepa que os han abandonado y os crea pobre, porque difícilmente se perdonaría a la mujer del bancarrotero la opulencia y el gran tren de vida. Para lo primero basta que permanezcáis quince días en París, repitiendo a todos que os han abandonado, contando el cómo a vuestras mejores amigas, que lo repetirán en todas partes. En seguida dejaréis vuestra casa, abandonaréis alhajas, dinero, muebles, cuanto haya en ella, y todos alabarán vuestro desinterés y generosidad. Todos os creerán entonces abandonada y pobre, menos yo, que conozco vuestra posición, y que estoy pronto a presentaros mis cuentas como un socio leal.

La baronesa, pálida y aterrada, había escuchado aquel discurso con tanto espanto y desesperación, como con calma e indiferencia lo había pronunciado Debray.

-¡Abandonada...! ¡Oh!, sí, tenéis razón, Luciano, y bien abandonada.

Tales fueron las únicas palabras que aquella mujer altiva y tan perdidamente enamorada pudo responder a Debray.

-Pero rica y muy rica -prosiguió él sacando una cartera y extendiendo sobre la mesa los papeles que contenía.

La señora Danglars le dejó hacer, sin ocuparse más que de ahogar sus suspiros y retener sus lágrimas, que a pesar suyo se asomaban a sus ojos.

Sin embargo, al fin pudo más en ella el sentimiento de su dignidad, y si no logró sofocar su corazón, logró al menos contener sus lágrimas.

-Señora -dijo Debray-, hará seis meses o poco más que nos asociamos. Habéis puesto un capital de treinta mil francos.

»En el mes de abril de este año empezó precisamente nuestra asociación.

»En mayo hicimos las primeras operaciones.

»En el mismo mes ganamos cuatrocientos mil francos.

»En junio el beneficio subió a novecientos mil.

»En julio agregamos un millón setecientos mil francos. Vos lo sabéis, el mes de los bonos en España.

»En el mes de agosto perdimos al principio del mes trescientos mil francos, pero al quince los habíamos vuelto a ganar. Ayer ajusté nuestras cuentas desde el día de nuestra asociación, y me dan un activo de dos millones cuatrocientos mil francos, es decir un millón doscientos mil francos para cada uno.

-¿Pero qué quieren decir esos intereses, si jamás habéis hecho valer ese dinero?

-Estáis en un error -dijo fríamente Debray-, tenía vuestros poderes y he usado de ellos. Tenemos, pues, cuarenta mil francos de intereses por vuestra parte, más cien mil francos de la primera remesa de fondos, es decir, vuestra parte asciende a un millón trescientos mil francos.

»Ahora bien, anteayer tuve la precaución de movilizar vuestro dinero. No hace mucho tiempo, como veis, y se diría que adivinaba lo que iba a suceder. Vuestro dinero está aquí: la mitad en billetes de banco, la otra mitad en bonos al portador. Cuando digo aquí es porque es verdad, pues no creyendo mi casa bastante segura, y rehuyendo la indiscreción de los notarios, lo he guardado en un cofre sellado, oculto en aquel armario.

-Ahora -dijo Debray, abriendo el armario y sacando un cofrecito pequeño-, he aquí ochocientos billetes de banco de mil francos, un cupón de rentas de veinticinco mil francos y un bono a la vista de ciento diez mil francos, sobre mi banquero, y como éste no es el señor Danglars, podéis estar segura de que se pagará a su presentación.

La señora Danglars tomó maquinalmente el bono, el cupón de ventas y los billetes de banco. Aquella enorme fortuna parecía bien poca cosa puesta sobre la mesa. La señora Danglars, con los ojos secos, pero con el pecho oprimido por mil suspiros, encerró en su bolso los billetes de banco, puso en su cartera el bono y el cupón de rentas, y en pie, pálida e inmóvil, esperó una palabra de amor que la consolase de ser tan rica.

Pero la esperó en vano.

-Ahora tenéis una existencia magnífica -dijo Debray-, sesenta mil libras de renta, suma enorme para una mujer que no podrá tener casa abierta hasta dentro de un año por lo menos. Estáis en el caso de poder contentar todos vuestros caprichos, sin contar con que si vuestra parte os parece insuficiente, podéis tomar de la mía cuanto queráis, pues estoy pronto a ofreceros, a título de préstamo, se entiende, todo lo que poseo, es decir, un millón sesenta mil francos.

-Gracias, caballero, me dais mucho más de lo que necesita una mujer que está resuelta a no presentarse en el mundo, al menos en muchos años.

Debray se admiró por un momento, mas volviendo en sí rápidamente, hizo un gesto que podría traducirse por...

-Como gustéis.

La señora Danglars había esperado hasta entonces, pero al ver la acción de Debray, la mirada oblicua que la acompañó, la reverencia profunda y el silencio significativo que se siguió, levantó la cabeza, abrió la puerta, y sin cólera, sin odio, pero con decisión, encaminóse a la escalera sin dignarse saludar por última vez al que así la dejaba marchar.

-¡Bah! -dijo Debray-, proyectos y nada más. Permanecerá en su casa, leerá novelas y jugará al whist, ya que no puede jugar a la bolsa.

Tomó su cartera, y señaló con cuidado las cantidades que acababa de pagar.

-Me quedan un millón sesenta mil francos -dijo-, ¡lástima que la señorita de Villefort haya muerto! Esa mujer en todos sentidos me convenía y me hubiera casado con ella.

Y flemáticamente, según su costumbre, esperó que transcurrieran veinte minutos después de la salida de la señora Danglars para marcharse.

Los empleó en hacer números con el reloj sobre la mesa.

Aquel personaje diabólico que cualquier imaginación aventurera hubiera creado si Lesage no se hubiera adelantado a ello, Asmodeo, que levanta los tejados de las casas para ver lo que pasa en el interior, gozaría siquiera de un singular espectáculo, si levantase en el momento a que nos referimos, y en el cual Debray hacía sus cuentas, el techo de la casa de la calle de San Germán de los Prados.

Encima del cuarto en que Debray acababa de partir con la señora Danglars dos millones y medio, había otra habitación ocupada por personas que ya conocemos, las cuales han representado un papel demasiado importante en los sucesos que hemos contado, para que no las veamos de nuevo con interés.

En aquella habitación estaban Mercedes y Alberto.

Mercedes había cambiado mucho en pocos días, no porque en los tiempos de su mayor auge hubiese ostentado el fausto orgulloso que separa todas las condiciones y hace que no se reconozca la misma mujer cuando se presenta más sencillamente vestida, ni tampoco porque hubiese llegado a aquel estado en el que es preciso volver a vestir la librea de la miseria, no; Mercedes había cambiado, porque el brillo de sus ojos se había amortiguado, y se había desvanecido su sonrisa, porque, en fin, una perpetua cortedad de ánimo retenía en sus labios aquella palabra rápida que lanzaba otras veces una imaginación siempre pronta y activa.

La pobreza no había marchitado la imaginación de Mercedes, tampoco la falta de valor le hacía insoportable su pobreza; habiendo bajado de la altura en que vivía, y perdida en la nueva esfera que había escogido, su vida era cual el estado de aquellas personas que salen de un salón brillantemente iluminado para pasar a una habitación completamente oscura; parecía una reina que salía de su palacio para entrar en una cabaña, y que reducida a lo estrictamente necesario, no se la reconocía ni en la vajilla ordinaria que ella misma colocaba sobre su mesa, ni en el catre que sustituyera a su magnífico lecho.

En efecto, la bella catalana, o la noble condesa, no tenía ni su mirada altiva ni su encantadora sonrisa, porque al fijar sus ojos sobre cuanto la rodeaba, sólo veía objetos de tristeza: un cuarto tapizado con papel sobre fondo gris, que los propietarios económicos buscan con preferencia como más duradero; el suelo sin alfombra y los muebles todos llamaban la atención y obligaban a fijarse en la pobreza de un falso lujo, cosas todas que rompían la armonía tan necesaria a las personas acostumbradas a un conjunto elegante.

La señora de Morcef vivía allí desde que había abandonado su palacio. Trastornábale la cabeza aquel silencio monótono, cual a un viajero al llegar al borde de un horrendo precipicio, y viendo que Alberto la miraba disimuladamente a cada momento para sondear el estado de su corazón, se esforzaba en sonreír con los labios, ya que le faltaba el dulce fuego de la sonrisa en los ojos, sonrisa que causa el mismo efecto que la reverberación de la luz, es decir, la claridad sin calor.

Alberto, por su parte, estaba preocupado, hallábase impedido por un resto de lujo que no le permitía presentarse según su condición actual. Quería salir sin guantes, y hallaba sus manos demasiado blancas para caminar a pie por toda la ciudad, y sus botas eran de charol y demasiado lujosas.

Con todo, aquellas dos criaturas, tan nobles e inteligentes, reunidas indisolublemente con los lazos del amor maternal y filial, habían llegado a comprenderse sin hablar y a ahorrarse todos los preámbulos que se deben entre amigos para establecer la verdad material de que depende la vida.

Alberto, en fin, había podido decir a su madre sin hacerla palidecer:

-Madre mía, no tenemos dinero.

Jamás Mercedes había conocido la miseria, muchas veces en su juventud había hablado ella misma de pobreza, pero no es lo mismo necesidad y pobreza; son dos sinónimos, entre los cuales media todo un mundo. Entre los catalanes, Mercedes tenía necesidad de mil cosas, pero nunca le faltaban otras mil, mientras las redes cogían bastante pescado y éste se vendía. Y después, sin amigas, con sólo un amor que no tenía relación alguna con los detalles materiales de la situación, no pensaba más que en sí, y Mercedes, con lo poco que poseía, era aún generosa cuanto podía. Hoy debía pensar en dos y sin poseer nada. Acercábase el invierno. En aquel cuarto ya frío, Mercedes no tenía fuego, cuando un calorífero del que salían mil ramales calentaba otras veces su casa desde la antecámara al tocador; no tenía ni aun una flor, cuando su habitación estaba antes llena de ellas a peso de oro. ¡Pero tenía a su hijo!

La exaltación de un deber quizás exagerado les había sostenido hasta entonces en las esferas superiores. La exaltación se aproxima mucho al entusiasmo y el entusiasmo nos hace insensibles a las cosas de la tierra. Era preciso al fin hablar de lo positivo después de haber apurado todo lo ideal.

-Madre mía -decía Alberto en el momento en que la señora Danglars bajaba la escalera-, contemos un poco nuestras riquezas. Tengo necesidad de un total para trazar bien mis planes.

-Total, nada -dijo Mercedes con dolorosa sonrisa.

-Sí, madre mía; total, primero tres mil francos. Pretendo que con esos tres mil francos pasemos los dos una vida envidiable.

-¡Niño! -respondió Mercedes suspirando.

-Sí, mi buena madre; os he gastado, por desgracia, mucho dinero, y conozco ya su valor: es enorme. Con esos tres mil francos he edificado un porvenir milagroso y de eterna seguridad.

Mercedes dijo ruborizándose:

-¿Pensáis eso, hijo mío? ¿Pero ante todo aceptaremos esos tres mil francos?

-Es cosa convenida, me parece -dijo Alberto con un tono firme-, los aceptaremos, tanto más, cuanto no los tenemos, pues se encuentran, como sabéis, enterrados en el jardín de la pequeña casa de la alameda de Meillán en Marsella. Con doscientos francos, iremos ambos a Marsella.

-¡Con doscientos francos! -dijo Mercedes-. ¿Pensáis lo que decís, Alberto?

-¡Oh!, en cuanto a eso estoy perfectamente informado por las diligencias y los vapores, y mis cálculos están ya hechos. Tomáis vuestro asiento para Chalons, treinta y cinco francos.

Alberto tomó la pluma y escribió:

Berlina, treinta y cinco francos 35 francos
De Chalons a Lyon vais por el vapor, seis francos 6 »
De Lyon a Avignon, lo mismo, dieciséis francos 16 »
De Avignon a Marsella, ídem, siete francos 7 »
Gastos durante el viaje, cincuenta francos 50 »
_______
Total 114 »

-Pongamos ciento veinte. Veis que soy generoso, ¿verdad, madre mía? -añadió sonriéndose.

-¿Pero y tú, mi pobre hijo?

-¡Yo!, no os preocupéis. Me reservo ochenta francos. Un joven, madre mía, no tiene necesidad de tantas comodidades, y además sé lo que es viajar.

-Sí, con tu silla de posta y tu ayuda de cámara.

-No importa, madre mía.

-Pues bien, sea -dijo Mercedes-, ¿pero y esos doscientos francos?

-Helos aquí, y otros doscientos más. He vendido mi reloj y mis sellos en cuatrocientos francos. Somos ricos, pues en lugar de ciento catorce francos que necesitáis para vuestro viaje, tenéis doscientos cincuenta.

-¿Pero debemos algo en esta casa?

-Treinta francos, que voy a pagar de mis ciento cincuenta, y puesto que sólo necesito ochenta para el camino, veis que estoy nadando en la abundancia.

Y Alberto sacó una pequeña cartera con broches de oro, restos de su anterior opulencia, o quizá tierno recuerdo de una de aquellas mujeres misteriosas, que cubiertas con un velo llamaban a la puerta escondida. La abrió y mostró un billete de mil francos.

-¿Qué es eso? -inquirió Mercedes.

-Mil francos, madre mía. ¡Oh!, es muy bueno.

-Pero ¿de dónde tienes tú mil francos?

-Escuchad y no os conmováis.

Alberto se levantó, besó a su madre en ambas mejillas, y se puso a mirarla fijamente.

-No tenéis idea, madre mía, de cuán hermosa os encuentro -dijo el joven con un profundo sentimiento de amor filial-, sois la más bella, como la más noble de cuantas mujeres he conocido.

-¡Hijo querido! -dijo Mercedes, procurando retener una lágrima que asomaba a sus ojos.

-En verdad, sólo os faltaba ser desgraciada para cambiar mi amor en adoración.

-No soy desgraciada, puesto que tengo a mi hijo -dijo Mercedes-, y no lo seré mientras siga teniéndolo.

-¡Ah!, precisamente, ved donde empieza la prueba, ¡madre mía!, sabéis que es cosa convenida.

-¿Hemos convenido algo? -preguntó Mercedes.

-Sí; en que viviréis en Marsella, y yo iré a África, donde en lugar del nombre que he dejado, me crearé uno, honrando, el que he escogido.

Mercedes exhaló un suspiro.

-Pues bien, querida madre, desde ayer que estoy enganchado en los spahis -añadió el joven bajando los ojos con cierta vergüenza, porque ignoraba cuán sublime era rebajándose-, o más bien he creído que mi cuerpo era mío y que podía venderlo. Desde ayer reemplazo a uno. Me he vendido, como dicen, más caro de lo que yo creía valer -añadió procurando sonreírse-, es decir, por dos mil francos.

-¿Así esos mil francos...? -dijo temblando Mercedes.

-Constituyen la mitad de la suma; la otra la entregarán dentro de un año.

Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión que nadie sería capaz de pintar, y las dos lágrimas que hacía rato estaban detenidas en sus párpados, corrieron por sus mejillas.

-¡El precio de tu sangre! -murmuró.

-Sí, si me matan -dijo sonriéndose Morcef-; pero os aseguro, mi buena madre, que por el contrario, tengo intención de defender encarnizadamente mi existencia. Jamás he tenido tantas ganas de vivir como ahora.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Mercedes.

-Además, ¿por qué creéis que he de morir? ¿La Moricière, ese Rey del Mediodía, ha muerto? Changarnier, Bèdau, Morrel, a quienes conocemos, ¿no viven? Pensad, madre mía, ¡cuál será vuestra alegría cuando me veáis volver con mi uniforme bordado! Os confieso que creo estar muy bien, y he escogido ese regimiento por coquetería.

Mercedes suspiró. procurando sonreírse. Aquella santa madre comprendió que no debía permitir que su hijo sufriese solo todo el peso del sacrificio.

-Pues bien -replicó Alberto-, ¡me comprendéis, madre mía!, tenéis ya cuatro mil francos; con ellos viviréis bien dos años.

-¿Lo crees? -dijo Mercedes.

A la condesa se le escaparon estas dos palabras con un dolor tan verdadero que no se le ocultó a Alberto: oprimiósele el corazón, y tomando la mano de su madre la apretó entre las suyas.

-Sí, viviréis -dijo.

-Viviré, sí, pero tú no partirás, ¿verdad, hijo mío?

-Madre mía, partiré -dijo Alberto con voz tranquila y firme-, me amáis demasiado para dejar que permanezca ocioso e inútil, y además he firmado.

-Obrarás según tu voluntad, hijo mío, pero yo obraré según la de Dios.

-No según mi voluntad, madre mía, sino según la razón y la necesidad. Somos dos criaturas sin nada, ¿es verdad? ¿Qué es la vida para vos hoy?, nada. ¿Qué es para mí?, poca cosa sin vos, madre mía.

Creedme, bien poca cosa, porque sin vos hubiera cesado desde el día en que dudé de mi padre y rechacé su nombre. En fin, viviré si me prometéis esperar aún, si me confiáis el cuidado de vuestra dicha futura, duplicáis mis fuerzas. Luego iré a ver al gobernador de Argelia, cuyo corazón es leal y enteramente de soldado; le contaré mi lúgubre historia y le rogaré vuelva de vez en cuando la vista hacia mí, y si me cumple su palabra, y si observa mis acciones, antes de seis meses seré oficial o habré muerto. Si soy oficial, tendréis vuestra suerte asegurada, madre mía, porque tendré dinero para vos y para mí, y además un nuevo nombre que ambos llevaremos con orgullo porque será el vuestro. ¡Si muero...!, bien, entonces morid si queréis, y vuestras desgracias tendrán un término en su exceso mismo.

-Bien -respondió Mercedes con noble y elocuente mirada-, tienes razón, hijo mío, probemos a ciertas personas que nos observan y esperan nuestros actos para juzgarnos. Probémosles que somos dignos de compasión.

-Pero nada de ideas tristes, querida madre -dijo el joven-, os juro que somos dichosos en lo que cabe. Sois una persona de talento y resignación. Yo he simplificado mis gustos y no tengo necesidades; una vez en el servicio, ya soy rico. Cuando hayáis llegado a casa del señor Dantés, estáréis tranquila. ¡Probemos! ¡Os lo ruego, madre mía! ¡Probemos!

-Sí, hijo mío, porque tú debes vivir para ser aún dichoso -respondió Mercedes.

-Así, he aquí nuestras particiones hechas -dijo el joven afectando gran serenidad-. Podemos partir hoy mismo. Retengo, como he dicho, vuestro asiento.

-Pero ¿y el tuyo, hijo mío?

-Debo permanecer dos o tres días aquí, madre mía. Esto será un principio de separación, y debemos acostumbrarnos a ella. Preciso de algunas recomendaciones y adquirir ciertas noticias sobre África. Nos veremos en Marsella.

-Pues bien, sea -dijo Mercedes poniéndose un chal, único que había traído y que por casualidad era un cachemira negro de gran precio-, partamos.

Alberto recogió sus papeles, llamó para pagar los treinta francos que debía al amo de la casa, y ofreciendo el brazo a su madre bajó la escalera.

Alguien bajaba delante de ellos, y esa persona, al oír el crujido de un vestido de seda, volvió la cabeza.

-¡Debray! -murmuró Alberto.

-Vos, Alberto -respondió el secretario del ministro deteniéndose en el escalón en que estaba.

Pudo más en él la curiosidad que el deseo de guardar el incógnito, a más de que ya le habían conocido.

Parecía curioso, en efecto, encontrar en aquella casa ignorada al joven cuya aventura había hecho tanto ruido en París.

-Morcef -repitió Debray.

Y viendo en la oscuridad el talle, joven aún, y el velo negro de la señora de Morcef:

-¡Oh!, disculpadme -añadió-, os dejo, Alberto.

Este conoció la idea.

-¡Madre mía! -dijo volviéndose a Mercedes-, es el señor Debray, secretario del ministro del Interior y mi ex amigo.

-¡Cómo! -balbució Debray-, ¿qué queréis decir con eso?

-Digo esto porque hoy ya no tengo amigos y no debo tenerlos; os doy gracias por haber tenido la bondad de reconocerme, caballero.

Debray subió dos escalones y fue a dar afectuosamente la mano a su interlocutor.

-Creedme, mi querido Alberto -dijo con toda la emoción de que era capaz-, creedme, he sentido mucho vuestras desgracias, y en todo y por todo estoy a vuestra disposición.

-Gracias -dijo Alberto sonriéndose-, pero en medio de todas nuestras desgracias somos aún bastante ricos para no tener necesidad de incomodar a nadie. Salimos de París, tenemos nuestro viaje pagado, y aún nos quedan cinco mil francos.

Debray, que llevaba un millón en el bolsillo, se sonrojó, y por poco práctico que fuese no pudo menos de reflexionar que la misma casa contenía hacía poco dos mujeres: una, justamente deshonrada, se iba pobre con un millón y quinientos mil francos bajo su capa, y la otra, injustamente perseguida, pero sublime en su desgracia, salía rica con poco dinero.

Tales comparaciones echaron por tierra sus combinaciones políticas. La filosofía del ejemplo le aterró, balbució algunas palabras de urbanidad general y bajó rápidamente.

Aquel día, los empleados del ministerio, sus subordinados, tuvieron que sufrir su malhumor.

Por la tarde compró una hermosa casa en el boulevard de la Magdalena, que le producía de renta cincuenta mil libras.

Al día siguiente y a la hora en que Debray firmaba el contrato, es decir, sobre las cinco de la tarde, la señora Morcef, después de haber abrazado tiernamente a su hijo y recibido los abrazos de éste, montaba en una berlina de la diligencia.

En las mensajerías Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del entresuelo que hay encima del despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia y alejarse a Alberto.

Pasó la mano por su frente y murmuró:

-¡Cómo haré para devolver a dos inocentes la dicha de que les he privado! Dios me ayudará.

Capítulo Décimo cuarto

El foso de los leones

Una de las divisiones de la cárcel de la Fuerza, en donde se custodian los presos más peligrosos, lleva el nombre de patio de San Bernardo.

En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones, probablemente porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes.

Es una prisión dentro de otra. Los muros tienen doble espesor que los demás de la cárcel. Todos los días un guardián registra cuidadosamente las rejas, y es fácil conocer, al observar su estatura hercúlea y sus miradas frías e inquisidoras, que los alcaides han sido escogidos para reinar sobre su pueblo por el terror y la actividad de la inteligencia.

El patio de aquella división está rodeado de muros enormes sobre los que resbala oblicuamente el sol cuando se decide a penetrar en aquel abismo de fealdades morales y físicas. En aquel patio, desde la hora de levantarse, vagan pensativos, espantados y pálidos como espectros, aquellos hombres que la justicia tiene bajo el peso de su aguda cuchilla.

Se les ve arrimarse, formar grupos a lo largo de la pared que recibe y conserva mayor parte de calor. Permanecen allí hablando dos a dos, las más veces solos, con la vista fija en la puerta, que se abre para llamar a alguno de los habitantes de aquella lúgubre mansión, para vomitar en aquel golfo una acerba escoria expulsada del seno de la sociedad.

El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrílongo dividido en dos partes por dos rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de la otra, de suerte que el que visita aquel local no puede dar la mano al preso. Aquel locutorio es sombrío, húmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen en cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas rejas.

Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraíso donde vienen a gozar de una sociedad esperada con impaciencia aquellos hombres cuyos días están contados, pues rara vez sale uno del Foso de los Leones que no vaya a la barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.

En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente húmedo, se paseaba con las manos en los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con curiosidad los habitantes de la Fuerza.

Habría podido pasar por hombre elegante, gracias a sus ropas, si éstas no hubiesen estado hechas pedazos. Con todo, no eran viejas. El paño fino y sedoso en los sitios intactos, recobraba fácilmente su brillo al pasarle la mano el joven, que procuraba rehacer su frac.

Con el mismo cuidado, dedicábase a abrocharse una camisa de batista, que había cambiado considerablemente de color desde su entrada en la cárcel, y pasaba sobre sus botas barnizadas un pañuelo de holanda, en cuyos picos estaban bordadas unas iniciales y encima una corona heráldica.

Algunos de los pupilos del Foso de los Leones contemplaban con un interés particular los manejos del preso.

-¡Toma!, mira, mira cómo se compone el príncipe -dijo uno de los ladrones.

-Tiene un aire muy distinguido -respondió otro-, y seguro que si tuviese un peine y pomada, eclipsaría a todos los elegantes de guante blanco.

-Su frac no es aún viejo, y sus botas relucen lindamente. Es muy lisonjero para nosotros tener compañeros de buen tono, y esos tunos de gendarmes son bien villanos. ¡Los envidiosos! ¡Pues no han destrozado tan hermoso traje!

-Parece que es un sujeto famoso -dijo otro-, ha hecho de todo... y en gran estilo..., ¡viene de allá abajo tan joven! ¡Oh! ¡Eso es magnífico... !

Y el que era objeto de aquella vergonzosa admiración parecía saborear los elogios o los vapores de lo selogios, porque no oía las palabras.

Cuando hubo dado fin a su aseo, se acercó a la reja de la cantina, contra la que estaba recostado el guardián.

-Veamos -le dijo-, prestadme sólo veinte francos, que pronto os los devolveré. Conmigo no arriesgáis nada. Pensad que tengo parientes que poseen más millones que cuantos tenéis vos. Pronto, prestadme esos veinte francos, necesito comprar algunas cosas, padezco horriblemente de verme todo el día con frac y botas... ¡Qué frac para un príncipe Cavalcanti!

El guardián le volvió la espalda y se encogió de hombros. No se rió de aquellas palabras, que habrían hecho gracia a otro cualquiera porque aquel hombre había oído muchas semejantes, o mejor dicho, siempre oía las mismas cosas.

-Idos de aquí -dijo Cavalcanti-, sois hombre de cruel corazón y os haré perder vuestro destino.

Aquellas palabras hicieron volver la cara al guardián, que soltó una carcajada.

Los presos se acercaron y formaron un corro.

-Os aseguro que con esa pequeña cantidad podría comprar una bata y obtener un cuarto particular para recibir dignamente la ilustre visita que espero de un día a otro.

-¡Tiene razón! ¡Tiene razón! -exclamaron los demás presos-, bien se ve que es hombre de importancia.

-Prestadle, entonces, los veinte francos -dijo el guardián apoyándose contra la reja-. ¿Por ventura no debéis hacer ese favor a un camarada?

-Yo no soy camarada de esas gentes -dijo con altivez el joven-, no me insultéis, porque no tenéis ese derecho.

-¿Lo oís? -dijo el guardián con una maligna sonrisa-, os trata bien, prestadle los veinte francos..., ¿eh?

Los presos se miraron con un murmullo sordo, y una tempestad levantada por la provocación del guardián más aún que por las palabras de Cavalcanti empezó a formarse contra el preso aristócrata.

El guardián, seguro de poder hacer el Quos ego, cuando las olas fuesen demasiado fuertes, las dejó crecer poco a poco, representando el papel del pretendiente importuno para divertirse luego un buen rato.

Los ladrones se acercaban ya a Cavalcanti, y los unos decían:

-¡El zapato!, ¡el zapato!

Cruel operación, que consiste en azotar, no con una chinela, sino con un zapato lleno de clavos, al que cae en desgracia.

Otros eran de opinión que sufriese la anguila, género de diversión que consiste en llenar de arena, de chinas y monedas, cuando las tienen, un pañuelo, torcerlo, y descargar golpes en la cabeza y en las espaldas de la víctima.

-Azotemos al hermoso caballero -dijeron otros-, ¡al hombre de bien!

Pero Cavalcanti se volvió hacia ellos, guiñó los ojos, infló la mejilla con la lengua, e hizo oír un sonido con los labios, que equivale a mil signos de inteligencia entre los bandidos y les obliga a callarse.

Aquel signo masónico lo aprendió de Caderousse.

Reconocieron en seguida a uno de los suyos.

En seguida estuvieron todos a favor del preso. Se oyeron algunas voces que decían: ¡tiene razón!, ¡puede ser hombre de bien a su modo!, y los presos querían dar el ejemplo de la libertad de conciencia.

La tempestad se apaciguó. El guardián, atónito, tomó las manos de Cavalcanti, las sujetó y empezó a registrarle, atribuyendo aquel repentino cambio de los habitantes del Foso de los Leones a alguna otra señal mucho más significativa.

Cavalcanti le dejó hacer, aunque protestando.

De pronto se oyó una voz en la reja.

-¡Benedetto! -gritaba un inspector.

El guardián le dejó.

-¡Al locutorio! -dijo la voz.

-Ya lo veis, vienen a visitarme... ¡Ah!, pronto veréis si se puede tratar a Cavalcanti como a un hombre cualquiera.

Y Cavalcanti salió del patio como una sombra negra, se precipitó por la reja entreabierta, dejando admirados a sus compañeros y hasta al guardián.

Llamábanle al locutorio, y no debemos admirarnos menos que él, porque el tuno, desde su entrada en la cárcel, en vez de escribir para hacerse reclamar como otros, había guardado el más obstinado silencio.

«Estoy protegido por algún poderoso -pensaba-; todo me lo prueba. Mi improvisada fortuna, la facilidad con que he allanado todos los obstáculos, una familia improvisada, un nombre ilustre, magníficas alianzas prometidas a mi ambición, todo, todo está en mi favor. Una mala hora en mi suerte, la ausencia de mi protector quizá, me ha perdido, pero no del todo y para siempre. La mano se ha retirado por un momento, pero pronto llegará de nuevo hasta mí, y me salvará cuando ya me crea yo hundido en el abismo.

»¿Por qué arriesgaré un paso imprudente? Tal vez perdería con ello la confianza de mi protector. Hay dos medios para salir adelante: la evasión misteriosa comprada a peso de oro, o comprometer a los jueces en términos que obtenga la absolución. Esperemos para hablar y para obrar a estar seguro de que me han abandonado, y entonces...»

Cavalcanti había edificado un plan que podría calificarse de hábil. El miserable era fuerte en el ataque y obstinado en la defensa.

Había soportado las privaciones y escasez de la prisión común, y sin embargo, la costumbre le hacían insoportable el verse mal vestido, sucio y hambriento. El tiempo le parecía eterno.

En aquellos instantes insoportables fue cuando la voz del inspector le llamó al locutorio.

El corazón de Cavalcanti saltó de alegría. No podía ser la visita del juez de Instrucción, ni tampoco podían llamarle el director de Prisiones o el médico. Por consiguiente, sólo podía ser la esperada visita.

A través de la reja del locutorio en que fue introducido, distinguió Cavalcanti la cara sombría e inteligente de Bertuccio, que le miraba con dolorosa admiración, observando cuidadosamente las rejas, las puertas y el triste sitio en que le encontraba.

-¡Ah! -dijo Cavalcanti con el corazón oprimido.

-Buenos días, Benedetto -dijo Bertuccio con voz profunda y sonora.

-¡Vos!, ¡vos! -continuó el joven mirando espantado alrededor.

-¿Me conoces? -dijo Bertuccio-, ¡joven desgraciado!

-¡Silencio!, ¡silencio! -respondió Cavalcanti, que sabía cuán fino era el oído de aquellas paredes-. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¡no habléis tan alto!

-Tú desearías hablar conmigo a solas, ¿no es cierto? -dijo Bertuccio.

-Sí, sí -respondió Cavalcanti.

-Está bien.

Y Bertuccio metiendo la mano en el bolsillo, hizo señas al guardián, que se veía a través de la reja.

-Leed -le dijo.

-¿Qué es eso? -preguntó Cavalcanti.

-La orden de ponerte en un cuarto solo y dejarte comunicar conmigo.

-¡Oh! -dijo Cavalcanti rebosando alegría, y volviendo sobre sí, pensó: «El protector misterioso no me olvida, el secreto es lo que ante todo se han propuesto obtener, puesto que quieren hable en un cuarto solo..., mi protector es el que ha enviado a Bertuccio.»

El guardián habló un momento con el superior, abrió las dos rejas, y condujo al preso a un cuarto del primer piso, que daba al patio. La alegría de Cavalcanti era indescriptible.

La habitación estaba blanqueada según es costumbre en las cárceles. Su aspecto pareció muy alegre al preso; una estufa, una cama, una silla y una mesa; estaba amueblada con lujo.

Bertuccio se sentó en la silla, Cavalcanti se echó sobre la cama y el guardián se retiró.

-Veamos -dijo el intendente del conde- lo que tienes que decirme.

-¿Y vos? -respondió Cavalcanti.

-Pero habla tú primero.

-¡Oh, no; a vos corresponde, puesto que venís a visitarme.

-Pues bien, sea. Has continuado el curso de tus crímenes. Has robado y asesinado.

-Bueno; si me habéis mandado poner en un cuarto aparte únicamente para decirme esto, tanto valía que no os hubieseis molestado. Esas cosas ya me las sé; hay otras que ignoro. Hablemos de ellas, si gustáis. ¿Quién os ha enviado?.

-¡Oh! ¡Oh! Muy ligero andáis, Benedetto.

-No es verdad; solamente voy derecho al fin. Pero excusémonos palabras inútiles. ¿Quién os envía?

-Nadie.

-¿Cómo supisteis que estaba preso?

-Hace mucho que te he reconocido en el elegante insolente que paseaba a caballo por los Campos Elíseos.

-¡Los Campos Elíseos...!, los Campos Elíseos... No nos apartemos de lo principal. Hablemos de mi padre, ¿queréis?

-¡Qué soy yo, a fin de cuentas!

-Vos, buen hombre, vos sois mi padre adoptivo, pero no pienso que seáis vós quien ha dispuesto en mi favor de cien mil francos, que he devorado en cuatro o cinco meses. No sois vos el que me ha forjado un padre italiano y noble, ni el que me ha presentado en el mundo y convidado a cierta comida en Auteuil, en la que se hallaba reunida la mejor sociedad de Paris y cierto procurador del Rey, cuya amistad he hecho mal en no cultivar, pues me sería muy útil en este momento. No sois vos, finalmente, el que respondió de dos millones cuando me ocurrió el accidente fatal de la descubierta. Vamos, hablad, estimable corso, hablad...

-¿Qué quieres que diga?

-Yo os ayudaré.

-Hablabais de los Campos Elíseos hace un instante, mi digno padre postizo.

-¡Y bien!

-En los Campos Elíseos hay un caballero muy rico, muy rico.

-En cuya casa has robado y asesinado, ¿verdad?

-Me parece que sí.

-El señor conde de Montecristo.

-Vos le habéis nombrado, como dice Racine... Pues bien, debo arrojarme en sus brazos, estrecharle contra mi corazón, y exclamar: ¡padre mío!, como dice el señor Pixérécourt.

-Dejemos a un lado las chanzas -respondió gravemente Bertuccio-, y que semejante nombre no se pronuncie jamás como os habéis atrevido a hacerlo.

-¡Bah! -dijo Cavalcanti, algo desconcertado por la solemnidad de Bertuccio-, ¿por qué no?

-Porque el que lleva ese nombre es demasiado favorecido del cielo para ser padre de un miserable como vos.

-¡Bah!, ¡monsergas!

-Os aconsejo que andéis con cuidado.

-¡Amenazas...!, no las temo, diré...

-¿Creéis que tratáis con pigmeos de vuestra especie? -dijo Bertuccio con un tono tan tranquilo y firme que removió hasta las entrañas del joven-. ¿Creéis que tratáis con vuestros malvados compañeros de presidio o con vuestros imbéciles del gran mundo? Benedetto, estáis bajo un poder terrible. Una mano protectora tiene a bien llegar hasta vos, aprovechaos de la ayuda que os ofrece. No juguéis con el rayo, que deja por un instante, pero que volverá a tronar si hacéis la menor demostración para detener su noble curso.

-Mi padre..., yo quiero saber quién es mi padre..., pereceré si es necesario, pero lo sabré. ¿Qué me importa a mí el escándalo? Bienes..., «reclamaciones», como dice el señor de Beauchamp, el periodista. Pero vosotros, los del gran mundo, siempre tenéis algo que perder con el escándalo, a pesar de vuestros millones y vuestros escudos de armas... ¿Quién es mi padre?

-He venido para decírtelo.

-¡Ah! -dijo Benedetto rebosando alegría.

En aquel instante, abrióse la puerta, presentóse el carcelero, y dirigiéndose a Bertuccio, le dijo:

-Escuchadme, caballero. El juez de Instrucción espera al reo.

-Es el final de mi interrogatorio -dijo Benedetto-. Llévese el diablo al importuno.

-Volveré mañana -le dijo Bertuccio.

-¡Bien! -repuso el joven-. Señores gendarmes, estoy a vuestra disposición. ¡Ah!, mi estimable señor, dejad algún dinero en la escribanía para que me den lo que me haga falta.

-Lo haré -dijo Bertuccio.

Benedetto le alargó la mano, Bertuccio metió la suya en el bolsillo e hizo sonar dinero.

-Eso es lo que quería decir -dijo el reo tratando de esbozar una sonrisa; pero subyugado por la extraña impasibilidad de Bertuccio: -¿Me habré engañado? -se dijo al subir en el carruaje que debía conducirle al gabinete del juez-. Hasta mañana, pues -añadió volviéndose a Bertuccio.

-Hasta mañana -respondió éste.

Capítulo Décimo quinto

El juez

Seguramente recordará el lector que el abate Busoni había quedado solo con Noirtier en el cuarto mortuorio, y que el anciano y el sacerdote se encargaron de velar el cuerpo de Valentina.

Acaso las exhortaciones cristianas del abate, su dulce caridad, su palabra persuasiva, devolvieron el valor al anciano, porque desde el momento en que pudo entrar en relación con el sacerdote, en vez de la desesperación que se había apoderado de él, todo en Noirtier anunciaba una gran resignación, una calma bien sorprendente para todos los que recordaban la afección profunda que profesaba a Valentina.

El señor de Villefort no había vuelto a ver al anciano desde la mañana en que murió su hija. Toda la casa se había renovado. Tomóse otro criado para él, otro para Noirtier. Entraron dos mujeres al servicio de la señora de Villefort. Todos, hasta el mayordomo, el cochero, ofrecían un aspecto distinto entre los diferentes señores de esta casa maldita, interponiéndose entre las frías relaciones que entre ellos existían. Por otra parte, el jurado se abría dentro de dos o tres días, y Villefort, encerrado en su gabinete, trabajaba febrilmente en los procedimientos contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como aquellos en que el conde de Montecristo se hallaba envuelto, había promovido gran ruido en el mundo parisiense. Las pruebas no eran convincentes, puesto que se basaban en algunas palabras escritas por un presidiario moribundo, antiguo compañero de reclusión de un hombre a quien podía acusar por odio o por venganza. El convencimiento sólo existía en la conciencia del magistrado. El señor de Villefort había acabado por adquirir la terrible convicción de que Benedetto era culpable, y debía sacar de esta difícil victoria una de las satisfacciones de amor propio, únicas que conmovían un poco las fibras de su helado corazón.

Instruíase, pues, el proceso, gracias al trabajo incesante de Villefort, que quería inaugurar el próximo jurado. Veíase precisado a ocultarse para evitar el responder al prodigioso número de demandas de billetes de audiencia que se le hacían.

Hacía poco tiempo que la pobre Valentina había sido depositada en el sepulcro, estaba aún tan reciente el dolor de la casa, que nadie se admiraba de ver al padre tan sumamente absorbido por sus deberes, es decir, en la única distracción que podía hallar a sus pesares.

Una sola vez, la víspera del día en que Benedetto recibió la segunda visita de Bertuccio, en que éste debía haber dado el nombre de su padre, la víspera de este día, que era domingo, una sola vez, decimos, Villefort había visto a su padre. Era un momento en que el magistrado, rendido de fatiga, había bajado al jardín de su casa, y sombrío, encorvado bajo el peso de un tenaz pensamiento, parecido a Tarquino dando con su vara en las cabezas de las adormideras más altas, el señor de Villefort daba con su bastón en los largos y macilentos tallos de las enredaderas que se enlazaban por los pilares como los espectros de estas flores tan brillantes en la estación que conducía. Más de una vez había llegado al fondo del jardín, es decir, a la famosa valla que daba al huerto abandonado, volviendo siempre por el mismo punto, y emprendiendo su paseo del propio modo y con igual semblante, cuando sus ojos se dirigieron maquinalmente hacia la casa, en la cual oía jugar alegremente a su hijo, que había vuelto del colegio para pasar el domingo y el lunes cerca de su madre.

A este movimiento, vio en una de las ventanas abiertas al señor Noirtier, que se había hecho arrastrar en su silla de mano hasta ella, para gozar de los últimos rayos del sol, aún tibio, que venían a saludar las flores mustias de las enredaderas y las hojas de las parras que tapizaban el edificio. Los ojos del paralítico estaban clavados, por decirlo así, sobre un punto que Villefort distinguía imperfectamente. Esa mirada de Noirtier era tan repugnante, tan salvaje, tan ardiente de impaciencia, que el procurador del rey, hábil en aprovechar todas las impresiones de un rostro que tan bien conocía, dirigió a otro punto la vista por si distinguía la casa o persona a que aquélla se dirigía.

Entonces vio bajo un bosque de tilos, cuyas ramas estaban ya casi sin hojas, a la señora de Villefort, que sentada y con un libro en la mano interrumpía de vez en cuando su lectura para sonreír a su hijo y devolverle una pelota de goma que lanzaba obstinadamente desde el salón al jardín.

Villefort palideció, porque comprendió lo que quería decir el anciano con su mirada. Noirtier tenía los ojos fijos en el mismo objeto, pero de pronto separó la vista de la mujer para fijarla en el marido, y Villefort tuvo que sufrir el ataque de aquellos ojos aterradores, que al cambiar de objeto habían también cambiado de lenguaje, sin perder nada de su expresión amenazadora.

La señora de Villefort, ignorante de la tempestad que se formaba sobre su cabeza, retenía en aquel momento la pelota del niño y le hizo señas de que viniese a buscarla con un beso, pero Eduardo se hizo rogar por mucho tiempo. La caricia maternal no le parecía suficiente recompensa para el trabajo que iba a tomarse. Finalmente se decidió, saltó por la ventana y corrió hacia su madre con la frente cubierta de sudor. Enjugósela ésta, puso en ella sus labios y le dejó ir con la pelota en una mano y en la otra un puñado de caramelos.

Villefort, atraído como el pájaro por la serpiente, se acercó a la casa, y a medida que se acercaba a ella, la mirada del anciano descendía, siguiéndole de tal modo que le penetraba hasta lo más recóndito del corazón. Aquella mirada era un sangriento vituperio al mismo tiempo que una terrible amenaza. Los ojos de Noirtier se levantaron al cielo como recordando a su hijo el olvido de su juramento.

-Está bien, señor, está bien. Tened paciencia siquiera un día; lo dicho, dicho.

Pareció como si aquellas palabras hubieran tranquilizado a Noirtier, cuya mirada se volvió con indiferencia a otra parte.

La noche fue como de costumbre, todos se acostaron y durmieron. Sólo Villefort no lo hizo, y trabajó hasta las cinco de la mañana, revisando los interrogatorios hechos la víspera por los magistrados instructores y compulsando las declaraciones de los testigos que debían esclarecer una de las actas de acusación más difíciles y bien combinadas que hubiese hecho jamás.

Al día siguiente, lunes, debía celebrarse la primera sesión de los jurados. Villefort vio amanecer aquel día nublado y siniestro. Su azulada luz se reflejó sobre el papel y las líneas que en él trazara con tinta roja. El magistrado se había dormido por un instante, y le despertó el ruido que hacía su lámpara chisporroteando al apagarse. Sus dedos llenos de tinta encarnada parecían mojados en sangre.

Abrió del todo la ventana, una faja anaranjada dividía el horizonte. Un ruiseñor dejaba oír su canto matinal. El aire húmedo de la mañana refrescó la cabeza del magistrado.

-En el día de hoy -dijo con esfuerzo-, el hombre que tiene la espada de la justicia la hará caer en todas partes sobre los culpables.

Sus ojos buscaron ávidamente la ventana en que viera a Noirtier el día antes.

La cortina estaba corrida.

Y sin embargo, tenía tan presente la imagen de su padre, que sus ojos se dirigieron a aquella ventana cerrada como si estuviera abierta, y viese en ella la imagen amenazadora del anciano.

-Sí -murmuró-; sí, vive tranquilo.

Dejó caer la cabeza sobre el pecho y dio unas cuantas vueltas por el despacho. Finalmente, se arrojó vestido sobre un sofá, menos para dormir que para que descansasen sus fatigados miembros.

Poco a poco se despertaron todos. Villefort oyó desde su despacho los diferentes ruidos que constituyen, por decirlo así, la vida de una casa, las puertas, puestas en movimiento, y el sonido de la campanilla de la señora de Villefort, que llamaba a su doncella, y los primeros gritos del niño, que se levantaba alegre, como sucede siempre a su edad.

Villefort tiró de su campanilla. Su nuevo ayuda de cámara entró y le trajo los periódicos.

Al mismo tiempo, le presentó también una taza de chocolate.

-¿Qué me traes ahí? -preguntó Villefort.

-Una taza de chocolate.

-No la he pedido. ¿Quién se ha ocupado de mí?

-Ha dicho la señora que el señor debería hablar mucho hoy ante el jurado, y que necesitaba tomar fuerzas.

Y puso sobre una mesa que había junto al sofá, llena de papeles como todas las demás, la taza de plata.

Villefort contempló un momento la taza con aire sombrío, tomóla en seguida con un movimiento nervioso, y bebió de una sola vez su contenido. Hubiérase dicho que esperaba contuviese el mortal veneno, que llamando a la muerte, le libertara de cumplir con un deber más penoso aún que morir. Levantóse en seguida, y empezó a pasear por el despacho con una sonrisa que hubiera espantado al que lo hubiera estado contemplando.

El chocolate era inofensivo, y el señor Villefort nada sintió.

Llegó la hora del almuerzo, y el señor Villefort no se presentó a la mesa.

El ayuda de cámara entró en el despacho.

-La señora dice que son las once, y la audiencia empieza a mediodía.

-Y bien -dijo Villefort-, ¿y luego?

-La señora está vestida, y pregunta si acompañará al señor.

-¿Adónde?

-Al Palacio de Justicia.

-¿Para qué?

-Dice la señora que desea asistir a esta sesión.

-¡Ah! -dijo Villefort con un acento espantoso-, ¿lo desea?

El criado dio un paso atrás y dijo:

-Si el señor quiere salir solo, iré a decirlo a la señora.

Villefort permaneció un instante silencioso; con sus uñas rascaba su pálida mejilla y retorcía su barba de ébano.

-Decid a la señora que deseo hablarle, y que le ruego me espere en su cuarto.

-Sí, señor.

-Después volveréis para afeitarme y vestirme.

-Al instante.

El ayuda de cámara fue a cumplir su encargo, y volvió al momento, afeitó a Villefort, y le vistió completamente de negro.

Cuando concluyó le dijo:

-La señora ha dicho que esperaba.

-Voy.

Villefort, con los extractos bajo el brazo y el sombrero en la mano, se dirigió a la habitación de su mujer.

La señora de Villefort se hallaba sentada en una otomana, hojeando con impaciencia los periódicos y folletos que Eduardo se entretenía en hacer pedazos antes de que su madre hubiese acabado su lectura.

Estaba completamente vestida para salir. Tenía el sombrero sobre una silla y puestos los guantes.

-¡Ah!, ¿estáis aquí? -dijo con una voz natural y tranquila-. ¡Dios mío!, ¡estáis muy pálido! ¿Habéis trabajado toda la noche? ¿Por qué no habéis venido a almorzar con nosotros? ¡Y bien!, ¿voy con vos, o sola con Eduardo?

La señora de Villefort había multiplicado las preguntas para obtener una respuesta, pero el señor de Villefort estaba mudo y frío como una estatua.

-Eduardo -dijo Villefort fijando en el niño una mirada imperiosa-, id a jugar al salón, amigo mío, es preciso que hable a vuestra madre.

La señora de Villefort, viendo aquella frialdad y tono resuelto, tembló sin saber la causa de aquellos preámbulos.

Eduardo levantó la cabeza, miró a su madre, y viendo que no confirmaba la orden de Villefort, volvió a jugar con sus soldados de plomo.

-Eduardo -dijo el señor de Villefort tan ásperamente que el chico saltó sobre la silla-, ¿me oís?, id.

El niño, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta severidad, se levantó pálido, no sabríamos decir si de cólera o de miedo.

Su padre se acercó a él, le tomó por un brazo y le dio un beso en la frente.

-Vete, hijo mío -dijo-, vete.

Eduardo salió de la estancia.

El señor de Villefort se dirigió a la puerta y pasó el cerrojo.

-¡Oh, Dios mío! -dijo la joven mirando a su marido, y procurando esbozar una sonrisa que heló sobre sus labios la impasibilidad de Villefort-. ¿Qué ocurre?

-Señora, ¿dónde guardáis el veneno de que os servís comúnmente? -dijo claramente y sin preámbulos el magistrado, colocándose entre su mujer y la puerta.

La señora de Villefort sintió lo que una tórtola a la que un milano hinca las garras en la cabeza.

De su pecho brotó un sonido ronco, que no era ni grito ni suspiro, y palideció hasta ponerse lívida.

-Señor -dijo-, yo... no os comprendo.

Y como herida por un accidente mortal, se dejó caer sobre el sofá.

-Os pregunto -repitió Villefort con una voz completamente tranquila-, en qué sitio ocultáis el veneno con el que habéis matado a mi suegro, el señor de Saint-Merán, a mi suegra, a Barrois y a mi hija Valentina.

-¡Ah!, señor -dijo la señora de Villefort-, ¿qué decís?

-No os corresponde preguntar, sino responder.

-¿Al juez o al marido? -balbució la señora de Villefort.

-¡Al juez!, señora, ¡al juez!

Espantosa era la palidez de aquella mujer, la angustia de su mirada y el temblor de todo su cuerpo.

-iAh!, ¡señor! -dijo-, ¡señor! -y no pudo continuar.

-¿No respondéis? -prosiguió el terrible inquisidor, y añadió en seguida con una risa más espantosa aún que su cólera:- ¿es verdad que no negáis?

Ella hizo un movimiento.

-Y no podríais negar -añadió Villefort extendiendo el brazo como para cogerla en nombre de la justicia-, consumasteis estos crímenes con impúdica desvergüenza, pero no han podido engañar más que a las personas cuyo afecto hacia vos las cegaba. Desde la muerte de la señora de Saint-Merán, he sabido que existía en mi casa un envenenador; después de la de Barrois, Dios me perdone, mis sospechas recayeron sobre un ángel. Mis sospechas, que aun sin necesidad de crimen están siempre despiertas en el fondo de mi alma; pero después de la muerte de Valentina ya no hay duda para mí, señora, y no solamente para mí, sino ni aun para otros. Así, vuestro crimen, conocido de dos personas y sospechado por muchas, va a hacerse público, y como os dije hace un momento, no habláis, señora, al marido, sino al juez.

La mujer escondió el rostro entre las manos.

-¡Oh!, señor-dijo-, os suplico..., no creáis en apariencias.

-¡Seríais tan cobarde! -gritó Villefort con tono de desprecio-. En efecto, he notado siempre que los envenenadores son cobardes. ¿Seréis cobarde vos, que habéis tenido valor para ver expirar a dos ancianos y una joven asesinados por vos?

-¡Señor! ¡Señor!

-¿Seréis tan cobarde, vos que habéis contado uno a uno los minutos de cuatro agonías? -continuó Villefort con una exaltación que aumentaba a cada instante-. ¿Vos, que habéis combinado vuestros planes infernales y preparado vuestras bebidas con una precisión y habilidad milagrosas? Vos, que todo lo habéis calculado tan bien, habéis olvidado una cosa, es decir, adónde podía conduciros el descubrimiento de vuestros crímenes. ¡Oh!, esto es imposible, sin duda habéis reservado algun veneno más dulce, más sutil y más mortífero que los demás para escapar al castigo que merecéis... Lo habéis hecho, al menos yo así lo espero.

La señora de Villefort retorcióse las manos y cayó de rodillas.

-¡Lo sél ¡Lo sé! -dijo el magistrado-, confesáis; pero la confesión hecha a los jueces, la confesión en el último trance, cuando ya es imposible negar, no disminuye el castigo.

-¡El castigo!, ¡el castigo!, ¡señor!, ¡es la segunda vez que pronunciáis esa palabra!

-Sin duda. ¿Creíais escapar porque habéis sido cuatro veces culpable? ¿O porque sois la esposa del que pide la aplicación de la pena, pensasteis sustraeros a ella? No, señora, no. Sea cual fuere la envenenadora, el cadalso la espera, si, como os lo decía hace un momento, no ha tenido cuidado de conservar para ella algunas gotas de su veneno, el más activo.

La señora de Villefort lanzó un grito horrible, un terror espantoso se dejó ver en sus desencajadas facciones.

-¡Oh!, no temáis el cadalso. No quiero deshonraros, porque sería deshonrarme. Al contrario, si me habéis entendido, debéis comprender que no estáis destinada a morir en el patíbulo.

-No os comprendo, ¿qué queréis decir? -balbució la desgraciada mujer, completamente aterrada.

-Quiero decir que la mujer del primer magistrado de la capital no cubrirá de oprobio un nombre sin mancilla, y no deshonrará a la vez a su marido y a su hijo.

-¡No!, ¡oh!, ¡no!

-Pues bien, haréis una buena acción, y os doy por ello las gracias.

-Me dais las gracias, ¿de qué?

-De lo que habéis dicho.

-¿Y qué he dicho? Yo me vuelvo loca. No comprendo nada. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y se levantó con el cabello suelto y los labios llenos de espuma.

-¿Habéis respondido, señora, a la pregunta que os hice al entrar aquí, dónde está el veneno de que os servís corrientemente?

La señora de Villefort levantó los brazos al cielo y juntó convulsivamente las manos.

-No -vociferó-, no queréis eso...

-Lo que no quiero, señora, es que acabéis en el cadalso, ¿me oís?

-¡Oh!, señor, piedad.

-Lo que quiero es que se haga justicia. Estoy en el mundo para castigar, señora -añadió con una mirada encendida-. A cualquier otra mujer, aunque fuese una reina, la enviaría al verdugo. Pero con vos quiero ser misericordioso, y os digo, señora, ¿habéis guardado algunas gotas del veneno más seguro?

-¡Oh!, perdonadme, dejadme vivir.

-¡Cobarde! -dijo Villefort.

-Pensad que soy vuestra esposa.

-¡Sois una envenenadora!

-¡En nombre del cielo!

-¡No!

-¡Por el amor que me habéis profesado siempre!

-¡No!, ¡no!

-¡Por mi hijo, por nuestro hijo, dejadme vivir!

-No, no, no, os digo; si os dejase vivir le envenenaríais algún día como a los demás.

-¡Yo! ¡Matar a mi hijo! -gritó aquella madre salvaje arrojándose sobre Villefort-, ¡matar a mi Eduardo! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

Una sonrisa infernal, de demonio, de demente, terminó la frase y se perdió en un ronco suspiro.

La señora de Villefort cayó a los pies de su marido.

Escuchaba temblando, aterrada. Sólo había vida en sus ojos, y éstos ocultaban un fuego terrible.

-Pensad en ello, os digo. Si a mi vuelta no lo habéis hecho, os denuncio con mis propios labios, os prendo con mis propias manos.

Villefort se acercó aún más a ella.

-¿Me entendéis? -le dijo-, voy allá abajo a pedir la pena de muerte contra un asesino... Si os encuentro viva a la vuelta, dormiréis esta noche en la conserjería.

La señora de Villefort lanzó un suspiro. Sus nervios se crisparon y cayó sobre la alfombra.

El procurador del rey sintió un instante de piedad, la miró menos severamente, e inclinándose un poco ante ella:

-Adiós, señora -dijo lentamente-, ¡adiós!

Aquel adiós cayó sobre ella como la mortífera cuchilla.

Cayó al suelo sin sentido.

El señor de Villefort salió y cerró la puerta dando doble vuelta a la llave.

El caso Benedetto, como se decía entonces en el Palacio de justicia y en la sociedad, había producido una enorme sensación. Parroquiano del café de París, del boulevard de Gante y del bosque de Bolonia, el falso Cavalcanti había hecho una porción de amistades y relaciones durante los tres meses de esplendor que había vivido en París. Los diarios habían contado las diversas vicisitudes del acusado, tanto durante su vida elegante, como la de presidiario. Aquello suscitó una curiosidad muy viva. Sobre todo entre los que habían conocido al príncipe Cavalcanti personalmente, y éstos estaban decididos a no perdonar medio para ir a ver en el banquillo de los acusados a Benedetto, asesino de su compañero de cadena.

A los ojos de muchas personas, Benedetto no era una víctima, sino una equivocación de la justicia. Habían visto al señor Cavalcanti padre, en París, y esperaban verle aparecer de nuevo para reclamar a su ilustre descendiente. Los que no habían oído hablar jamás de la famosa polaca, con la que llegó a casa de Montecristo, se hallaban prevenidos a su favor por el aire de dignidad, nobleza y conocimiento del mundo del anciano patricio, el que, preciso es decirlo, parecía completamente un gran señor cuando no hablaba o se ocupaba de aritmética.

En cuanto al acusado, muchos recordaban haberle visto tan amable, apuesto y liberal, que preferían creer que se había urdido contra él alguna trama por parte de alguno de aquellos enemigos que encuentran en el mundo las personas extraordinariamente ricas, y que poseen los medios de hacer el bien o el mal de un modo maravilloso.

Todo el mundo se apresuró a asistir a la sesión del tribunal del Jurado, unos para divertirse con el espectáculo, otros para comentarlo. Desde las siete de la mañana acudió gente a la reja, y la sala de las sesiones estaba ya llena de privilegiados.

En los días de los procesos famosos, antes de que se constituya el tribunal, y muchas veces aun después, la sala de Audiencia se parece a un salón particular, en el que muchas personas se reconocen, se juntan unas con otras cuando están cerca y se hablan por señas, temiendo perder su sitio, cuando están separadas por el pueblo, los abogados y los gendarmes.

Hacía uno de aquellos magníficos días de otoño que varias veces vienen a consolarnos de la ausencia del estío. Las nubes que el señor de Villefort viera al despuntar la aurora, se disiparon como por arte de magia al rayar el sol, y dejaron lucir con toda su brillantez uno de los días más hermosos de septiembre.

Beauchamp, uno de los magnates de la prensa diaria, tenía su sitio seguro en el tribunal, como en todas partes, lo había ocupado y miraba con sus gemelos a derecha a izquierda. Vio a Chateau-Renaud y a Debray, que habían merecido las consideraciones de un guardia municipal, el cual les cedió su sitio, colocándose detrás para no impedirles la vista. El digno agente había conocido al millonario y secretario del ministro, y se mostró muy cortés con sus nobles vecinos, permitiéndoles se acercasen a Beauchamp, y prometiéndoles guardarles sus sitios.

-Y bien -dijo Beauchamp-, ¿venimos a ver a nuestro amigo?

-Sí, ¡Dios mío!, sí, ¡al digno príncipe! Llévese el diablo a todos los príncipes italianos, ¡bah...!

-Un hombre que tenía a Dante por genealogista, y cuyo origen se remontaba hasta la Divina Comedia.

-Nobleza de cuerda -dijo con sorna Chateau-Renaud.

-Será condenado, ¿no es cierto? -preguntó Debray a Beauchamp.

-¡Eh!, querido mío, no sois vos el que debéis preguntarnos eso. ¿Ayer visteis al presidente a la salida del baffle del ministro?

-Sí.

-¿Y qué os dijo?

-Una cosa que os dejará maravillado.

-¡Ah!, entonces hablad pronto, mi querido amigo. Hace mucho tiempo que no me sucede tal cosa.

-Pues bien, me ha dicho que Benedetto, al que suele considerarse como un fénix de sutileza y astucia, es un pillo de orden muy subalterno, e indigno de los experimentos frenológicos que se harán con su cabeza después de guillotinado.

-¡Bah! -dijo Beauchamp-, no representaba del todo mal el papel de príncipe.

-Para vos, Beauchamp, que detestáis a los príncipes, y que estáis encantado cuando les halláis maneras poco finas, pero para mí, que a la legua descubro el noble, y deduzco el origen de una familia aristocrática, en seguida le conocí.

-¿Así, jamás creísteis en su principado?

-Creí en que era principal, sí; príncipe, no.

-No está mal -dijo Debray-, pero para cualquier otro podría pasar por tal, yo le he visto en casa de los ministros.

-¡Ah!, sí -dijo Chateau-Renaud-, ¡como si vuestros ministros conociesen a los verdaderos nobles!

-Hay mucho de verdad en lo que acabáis de decir, Chateau-Renaud -respondió Beauchamp echándose a reír-; la frase es corta, pero agradable. Os pido permiso para usar de ella cuando dé cuenta a mis lectores de lo que ha sucedido.

-Como gustéis, Beauchamp -dijo Chateau-Renaud-, os doy mi frase por lo que vale.

-Pero -dijo Debray a Beauchamp-, si yo he hablado al presidente, vos debéis haber hablado al procurador del rey.

-Imposible. Hace ocho días que el señor de Villefort se oculta, y es muy natural. Tantas desgracias domésticas, coronadas por la extraña muerte de su hija...

-¡La extraña muerte! ¿Qué decís?

-¡Ah!, sí; haceos el ignorante bajo el pretexto de que eso sucede en casa de la nobleza de toga -dijo Beauchamp llevando su lente a los ojos.

-Permitidme, amigo mío, que os diga que para los gemelos no valéis tanto como Debray. Y vos, Debray, dad una lección al señor Beauchamp.

-Toma -dijo Beauchamp-, no me equivoco.

-¿Qué es, pues?

-Es ella.

-¿Quién?

-Decían que se había marchado.

-¿La señorita Eugenia? -preguntó Chateau-Renaud-, ¿habrá regresado ya?

-No, pero su madre...

-¿La señora Danglars?

-¡Cómo! -dijo Chateau-Renaud-, ¡es terrible, diez días después de haberse fugado su hija, y tres después de la quiebra de su marido!

Debray se sonrojó un poco y miró hacia el sitio que señalaba su amigo Beauchamp.

-Vaya, pues. Es una mujer cubierta con un velo, una desconocida, quizá la madre del príncipe Cavalcanti. ¿Pero decíais o ibais a decir cosas muy interesantes, Beauchamp?

-¿Yo?

-Sí; hablabais de la extraña muerte de Valentina.

-¡Ah!, sí; es verdad. Pero ¿por qué la señora de Villefort no está presente?

-¡Pobre mujer! -dijo Debray-, estará ocupada en destilar agua de melisa para los hospitales, o en preparar cosméticos para ella y sus amigas. ¿Sabéis que gasta en esa diversión dos o tres mil escudos al año? Y en efecto, tenéis razón. ¿Por qué no está aquí la señora del procurador del rey? La habría visto con gran placer. Me gusta mucho esa mujer.

-Y yo la detesto -dijo Chateau-Renaud.

-¿Por qué?

-No lo sé. ¿Por qué amamos? ¿Por qué aborrecemos? La detesto por antipatía.

-O, al menos, por instinto.

-No lo creo... pero volvamos a lo que decíais, Beauchamp.

-¡Y bien! -respondió éste-, ¿tenéis curiosidad por saber cómo hay con frecuencia tantos muertos en casa de Villefort?

-Con frecuencia, ésta es la expresión exacta -dijo Chateau-Renaud.

-Querido, es la que usa San Simón.

-Y la muerte en casa del señor de Villefort es donde se la encuentra. Volvamos, pues, a ella.

-¡Por vida mía!, confieso que hace tres meses tengo fija mi atención en esa casa, y precisamente anteayer la señora me hablaba de ella con motivo de la muerte de Valentina.

-¿Y quién es la señora? -preguntó Chateau-Renaud.

-La mujer del ministro.

-¡Ah!, disculpad mi ignorancia, yo no frecuento las casas de los ministros. Eso queda para los príncipes.

-Erais magnífico y os volvéis divino, barón. Tened piedad de nosotros. Vuestras palabras van a abrasarnos como los rayos de Júpiter.

-No volveré a decir nada. ¡Pero que el diablo tenga piedad de mí! ¡No me deis lugar para replicar!

-Vamos, ¿podremos llegar al fin de nuestro diálogo, Beauchamp? Os decía que la señora me preguntaba anteayer sobre las muertes de Villefort; informadme, y podré satisfacerla.

-Pues bien, señores, en casa de Villefort hay un asesino.

Ambos jóvenes temblaron, porque más de una vez se les había ocurrido la misma idea.

-¿Y quién es el asesino? -preguntaron a una.

-El pequeño Eduardo.

Una risotada de los jóvenes no fue bastante para turbar al orador, que prosiguió:

-Sí, señores; un niño que es un fenómeno, y que mata ya como padre y madre.

-¿Es una broma?

-No. Ayer recibí un criado que sale de casa de Villefort, y ahora escuchad con atención.

-Escuchemos.

-Mañana voy a despedirlo, porque come enormemente para reponerse de los ayunos que se había impuesto voluntariamente en aquella casa. Pues bien. Parece que el niño se sirve de vez en cuando de un frasco de drogas contra los que le desagradan. Primero la tomó con el señor y la señora de Saint-Merán, y les dio tres gotas de su elixir. Después a Barrois, el criado de Noirtier, que le regañó en varias ocasiones, le suministró otras tres gotas, y últimamente, a Valentina, a la que tenía envidia, le suministró también la dosis, y la suerte de ella fue la misma de los demás.

-¿Pero qué diablos nos contáis? -dijo Chateau-Renaud.

-¡Bah!, os cuento una cosa del otro mundo, ¿verdad?

-Eso es absurdo -dijo Debray.

-¡Ah! -dijo Beauchamp-, buscáis medios dilatorios. Preguntad a mi criado qué era lo que se decía en la casa.

-¿Pero ese elixir dónde está? ¿Qué cosa es?

-El chico lo oculta.

-¿De dónde lo ha tomado?

-Del laboratorio de su madre.

-Su madre, pues, ¿tiene venenos en su laboratorio?

-¡Qué sé yo!, me estáis interrogando como si fueseis procuradores del rey. Os repito lo que me han dicho, y he aquí todo. Os cito al autor, no puedo hacer más. Lo cierto es que el pobre diablo no comía de miedo.

-¡Parece increíble!

-Pero no, querido, nada tiene de increíble. Ya visteis el año pasado a un niño de la calle de Richelieu que se entretenía en matar a sus hermanos, introduciéndoles mientras dormían un alfiler en los oídos. ¡Querido, la generación que va a reemplazarnos es muy precoz!

-¡Apuesto a que no creéis una palabra de cuanto decís, pero no veo al conde de Montecristo. ¿Cómo es que no ha venido?

-Tendrá vergüenza de presentarse ante el público, habiendo sido el juguete de los Cavalcanti, que se le presentaron, según parece, con cartas de recomendación que eran falsas, y que hoy tienen unos cien mil francos hipotecados sobre el principado.

-A propósito, Chateau-Renaud, ¿cómo se encuentra Morrel? -preguntó Beauchamp.

-Tres veces he estado en su casa y no he podido verle. Su hermana me ha dicho, sin embargo, que estaba bien.

-¡Ah!, ahora que recuerdo. ¡Montecristo no puede presentarse en la sala! -dijo Beauchamp.

-¿Por qué?

-Porque es actor en el drama.

-¡Cómo! ¿Ha asesinado a alguien? -dijo Debray.

-No, al contrario, querían asesinarle. Sabéis que al salir de su casa fue cuando Benedetto asesinó a su amigo Caderousse; en ella se encontró el famoso chaleco que vino a turbar el contrato, y que está allí sobre la mesa, como una pieza de convicción.

-¡Ah!, ¡es verdad!

-Silencio, señores, he aquí la sala. A vuestro sitio.

En efecto, oíase gran ruido en el pretorio. El agente llamó a sus protegidos y un ujier gritó desde la puerta con aquella entonación que tenían ya en tiempo de Beaumarchais:

-¡Señores, la sala!

Los jueces entraron en sesión en medio del más profundo silencio. Los jurados ocuparon sus asientos.

El señor de Villefort, objeto de la atención general, y aun mejor diremos de la admiración, ocupó su sillón, manteniéndose cubierto, y dejó correr una mirada tranquila a su alrededor. Todos contemplaban con admiración aquella cara grave y severa, sobre cuya impasibilidad no tenían dominio los disgustos personales. Consideraban con una especie de terror a aquel hombre tan insensible a las conmociones de la humanidad.

-Gendarmes, introducid al acusado -dijo el presidente.

Al oír aquellas palabras creció la atención del público, y todos los ojos se fijaron en la puerta por donde debía entrar Benedetto. Abrióse ésta poco después y apareció el acusado. La impresión fue igual en todos los asistentes, y ninguno se engañó en la expresión de su fisonomía.

Su fisonomía no presentaba las señales de emoción profunda que detiene la circulación de la sangre y hace palidecer. Llevaba el sombrero en una mano y metida la otra graciosamente en el chaleco, que era de piqué blanco. Sus ojos estaban serenos y hasta brillantes. Tan pronto como entró en la sala, paseó la vista por todas las filas de los jueces y de los asistentes, y se detuvo en el presidente, y muy particularmente en el procurador del rey.

Al lado de Benedetto se colocó el abogado, nombrado de oficio, porque él no había querido ocuparse de aquellos detalles a los cuales parecía no dar importancia. Aquél era joven, rubio, y su fisonomía parecía estar mucho más conmovida que la del acusado.

El presidente ordenó la lectura del acta de acusación, redactada como se sabe, por la pluma hábil e implacable del señor Villefort. Durante la lectura, que fue larga y para cualquier otro hubiera sido aterradora, la atención pública permaneció fija en Benedetto, quien sostuvo aquella prueba con la serenidad de un espartano.

Jamás había estado Villefort tan elocuente. Presentaba el crimen con los colores más vivos. Los antecedentes del acusado, su transfiguración, la reseña de sus acciones desde su primera edad, se pintaban con el talento que la práctica de la vida y el conocimiento del corazón humano daban a un hombre de tan buena imaginación como el procurador del rey.

Con sólo aquel preámbulo, Benedetto estaba perdido para siempre en la opinión pública, en tanto que se acercaba el castigo más material aún que la ley.

Cavalcanti no prestó la menor atención a los cargos sucesivos que contra él se elevaban. El señor de Villefort, que le examinaba cuidadosamente, y que sin duda proseguía en él los estudios psicológicos que había empezado a la vista de otros acusados, no pudo hacerle bajar los ojos una sola vez, por más que fijase en él su profunda mirada.

Terminóse la lectura.

-Acusado -dijo el presidente-, ¿vuestro nombre y apellido?

Cavalcanti se puso en pie.

-Dispensadme, señor presidente -dijo el reo, cuyo timbre de voz vibraba perfectamente puro-, pero veo que vais a empezar el interrogatorio de un modo que no puedo seguiros. Tengo la pretensión, que justificaré a su tiempo, de que no soy un acusado ordinario. Tened la bondad, os ruego, de permitirme responder siguiendo un orden distinto, sin que por esto deje de contestar a todo.

El presidente, sorprendido, miró a los jurados, y éstos al procurador del rey.

Un gran asombro se manifestó en toda la asamblea, pero Cavalcanti no se conmovió.

-¿Vuestra edad? -dijo el presidente-, ¿responderéis a esta pregunta?

-A ésa, como a las demás, responderé, señor presidente, pero cuando llegue el caso.

-¿Vuestra edad? -repitió el magistrado.

-Tengo veintiún años, o más bien los cumpliré dentro de algunos días, pues nací en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817.

El señor de Villefort, que estaba escribiendo una nota, levantó la cabeza al oír aquella fecha.

-¿Dónde nacisteis? -continuó el presidente.

-En Auteuil, cerca de París.

El señor de Villefort levantó por segunda vez la cabeza, miró a Benedetto como si hubiese mirado la cabeza de Medusa y se puso lívido.

Benedetto pasó por sus labios la punta de un fino pañuelo de batista bordado.

-¿Vuestra profesión? -preguntó el presidente.

-Primero he sido falsario -dijo Cavalcanti con la mayor tranquilidad del mundo--, después ascendí a ladrón, y recientemente he sido asesino.

Un murmullo, o por mejor decir, una tempestad de indignación y de sorpresa estalló en la sala. Los jueces se miraron asombrados, los jurados expresaron el disgusto que les causaba un cinismo que no esperaban en un hombre elegante.

El señor de Villefort apoyó una mano sobre su frente, pálida al principio, encarnada y abrasadora en seguida. Levantóse de pronto, y miró alrededor como un hombre espantado. Parecía que le faltaba el aliento.

-¿Buscáis algo, señor procurador del rey? -preguntó Benedetto con graciosa sonrisa.

El señor de Villefort no respondió, se sentó, o por mejor decir, se dejó caer sobre su sillón.

-¿Consentís ahora, acusado, en decir vuestro nombre? –preguntó el presidente-. La afectación brutal que habéis puesto en enumerar vuestros crímenes, que calificáis de profesión, la especie de importancia que dais a esas acciones, que en nombre de la moral y de la humanidad el tribunal debe reprenderos severamente, he ahí la causa quizá que ha hecho retardéis el nombraros. Queréis enaltecer vuestro hombre con los títulos que le preceden.

-Señor presidente -dijo Benedetto con el tono de voz más gracioso y con las maneras más distinguidas-, parece increíble el modo con que habéis leído en el fondo de mi corazón. En efecto, por eso os he rogado que invirtieseis el orden de las preguntas.

El estupor había llegado a su colmo. No había en las palabras del acusado ni altanería, ni cinismo, y se presentía algún terrible rayo en el fondo de aquella oscura nube.

-¡Y bien! -dijo el presidente-, ¿vuestro nombre?

-No puedo deciros mi nombre, porque no lo sé. En cambio conozco el de mi padre, pero no puedo decirlo.

Una alucinación dolorosa cegó a Villefort. Viéronse caer de sus mejillas varias gotas de sudor que borraban sus papeles, que revolvió con mano convulsa.

-Decidnos el hombre de vuestro padre -dijo entonces el presidente.

Ni una respiración fuerte, ni el menor aliento turbaba el silencio de aquella asamblea. Todos esperaban.

-Mi padre es procurador del rey -respondió con calma imperturbable Cavalcanti.

-¡Procurador del rey! -dijo estupefacto el presidente sin notar el trastorno que aquellas palabras causaron al señor de Villefort-, ¡procurador del rey!

-Sí, y ya que me preguntáis su hombre, os lo diré: se llama de Villefort.

La explosión, tanto tiempo contenida por respeto a la justicia, estalló como un trueno del pecho de todos los asistentes. El tribunal mismo no pensó en reprimir aquel simultáneo movimiento. Las exclamaciones, las injurias dirigidas a Benedetto, que permanecía impasible, los gestos enérgicos, el movimiento de los gendarmes, las rechiflas de la parte del pueblo bajo que hay en toda reunión pública, y que sale a la luz en los momentos de tumulto y escándalo, duraron cinco minutos, antes que los magistrados y los ujieres lograsen restablecer el orden y el silencio.

En medio de aquella confusión se oía la voz del presidente que gritaba:

-¿Queréis jugar con la justicia, acusado? ¿Os atrevéis a dar a vuestros conciudadanos el espectáculo de una corrupción que no tiene igual ni siquiera en una época tan relajada como la presente?

Diez personas se apresuraron a acercarse al procurador del rey, que medio aterrado permanecía en su asiento; ofreciéndole consuelos, procuraron animarle, y le hicieron protestas de celo y símpatía.

Decían que una mujer se había desmayado, hiciéronla respirar varias sales, y se repuso.

Durante el tumulto, Benedetto había vuelto la cara sonriéndose hacia la asamblea, y apoyando en seguida una mano en el respaldo de su banco y en la postura más graciosa:

-Señores -dijo-, no permita Dios que procure insultar al tribunal, y dar un escándalo inútil en presencia de tan honorable reunión. Me han preguntado qué edad tengo, he respondido. No puedo decir de dónde soy ni cuál es mi apellido, porque mis padres me abandonaron. Sin embargo, puedo muy bien, sin decir mi hombre, puesto que no lo tengo, decir el de mi padre, y lo repito, mi padre se llama el señor de Villefort, y estoy pronto a probarlo.

Tanta verdad, tanta convicción y energía había en el acento del joven que redujo el tumulto al silencio. Las miradas se dirigieron todas en el momento al procurador del rey, que conservaba en su asiento la inmovilidad de un hombre que el rayo acaba de convertir en cadáver.

-Señores -continuó Benedetto exigiendo el silencio con el gesto y con la voz-, os debo la prueba y la explicación de mis palabras.

-¡Pero... -dijo el presidente, irritado-, en la instrucción dijisteis que os llamaban Benedetto, habéis dicho que erais huérfano y natural de Córcega!

-En la instrucción dije lo que me convenía decir, porque no quería que se debilitase o detuviese, lo que no podia menos de suceder, el eco solemne que quería dar a mis palabras.

» Os repito ahora que nací en Auteuil, en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817, y que soy hijo de Villefort, procurador del rey. ¿Queréis saber más detalles? Os los contaré.

» Vine al mundo en el primer piso de la casa número 28, de la calle de la Fontaine, en una habitación tapizada de damasco encarnado. Mi padre me tomó en los brazos diciendo a mi madre que estaba muerto. Me envolvió en un paño, marcado H. N., y me llevó al jardín, donde me enterró vivo.»

Los presentes temblaron cuando vieron crecer la seguridad del acusado con el espanto del señor de Villefort.

-¿Pero cómo conocéis esos detalles? -preguntó el presidente.

-Voy a decíroslo, señor presidente. En el jardín en que mi padre acababa de sepultarme se había introducido aquella noche un hombre que le odiaba mortalmente, y quería vengarse del modo que lo hace un corso. El hombre que estaba oculto vio a mi padre enterrar algo, y le asestó una puñalada por la espalda cuando estaba a la mitad de su operación; creyendo en seguida que lo que había ocultado era un tesoro, abrió la fosa y me halló vivo aún. Ese hombre me llevó al hospicio de los expósitos, donde me inscribieron con el número treinta y siete. Tres meses más tarde, su mujer hizo el viaje de Rogliano a París para venir a buscarme. Me reclamó como hijo suyo, y me llevó consigo.

» He aquí por qué, aunque nacido en Auteuil, me crié en Córcega.»

Hubo un instante de silencio, pero tan profundo, que se hubiera creído que la sala estaba desierta.

-Continuad -dijo la voz del presidente.

-En verdad -continuó Benedetto-, hubiera podido ser dichoso en casa de aquellas buenas gentes que me adoraban, pero mi natural perverso pudo más que todas las virtudes que procuraba infundir en mi corazón mi madre adoptiva. Fui creciendo en el mal, y he llegado hasta el crimen. Finalmente, un día que maldecía a Dios por haberme hecho tan malo y dado tan odioso destino, mi padre adoptivo se acercó a mí y me dijo:

» "¡No blasfemes, desgraciado!, porque Dios te ha dado la vida sin cólera. El crimen es de tu padre, y no tuyo; de tu padre, que te entregaba al infierno si hubieses muerto, a la miseria, si un milagro te volvía a la vida."

» A partir de aquel instante, cesé de blasfemar a Dios, pero he maldecido a mi padre, y he aquí por qué he pronunciado las palabras que me habéis reprochado, señor presidente. He aquí por qué he causado el escándalo que aún hace temblar a todos. Si es un crimen más, castigadme, pero si os he convencido de que desde el día de mi nacimiento mi destino era fatal, doloroso, amargo, lamentable, tened entonces compasión de mí.»

-¿Pero vuestra madre? -preguntó el presidente.

-Mi madre me creía muerto, y no era culpable; no he querido saber el nombre de mi madre, no la conozco.

En aquel momento un grito agudo que terminó en un suspiro salió del grupo que, como hemos dicho, rodeaba a una mujer.

Desplomóse con un violento ataque de nervios, y tuvieron que sacarla del pretorio; separóse el velo que ocultaba su rostro: era la señora Danglars.

A pesar de su postración, del rumor que había en sus oídos y la especie de locura que trastornaba su cerebro, Villefort la reconoció y se levantó.

-¡Las pruebas! ¡Las pruebas! -dijo el presidente-, recordad, acusado, que ese tejido de horrores necesita apoyarse en las pruebas más evidentes.

-¿Las pruebas? ¿Las pruebas queréis? -dijo Benedetto riéndose-, vais a verlas.

-Sí.

-Pues bien, mirad al señor de Villefort, y pedidme aún las pruebas.

Todos volvieron los ojos hacia el procurador del rey, que bajo el peso de aquellas mil miradas avanzó hacia el medio del tribunal, vacilante, con los cabellos desordenados y la cara sanguinolenta por la presión de sus uñas. Oyóse un murmullo de admiración.

-Me piden las pruebas, padre mío -dijo Benedetto-, ¿queréis que las dé?

-No, no -balbució el procurador del rey con voz ahogada-, no; es inútil.

-¡Cómo! ¿Inútil? -inquirió el presidente-. ¿Pero qué queréis decir?

-Quiero decir que en vano intentaría sustraerme al golpe mortal que me aterra, señores. Conozco que estoy entre las manos de un Dios vengador. Nada de pruebas, no hay necesidad; todo lo que ese joven ha dicho es verdad.

Un silencio análogo al que precede a las grandes catástrofes de la naturaleza se apoderó de los asistentes, sus cabellos se erizaron.

-¿Y qué?, señor de Villefort -dijo el presidente-, ¿no cedéis a una alucinación? ¡Cómo! ¿Gozáis de la plenitud de vuestras facultades intelectuales? ¿Se concebiría que una acusación tan extraordinaria, tan imprevista y terrible os hubiese turbado la razón? ¡Vamos, serenaos!

El procurador del rey movió la cabeza, sus dientes daban uno contra otro como los de un hombre devorado por la fiebre, y su palidez era mortal.

-Estoy en pleno use de todas mis facultades -dijo-; solamente mi cuerpo es el que sufre, y esto se concibe. Me reconozco culpable de todo lo que ese joven acaba de decir contra mí, y me pongo desde ahora a la disposición del señor procurador del rey, mi sucesor.

Dichas estas palabras con una voz ronca y casi sofocada, el señor de Villefort se dirigió vacilante a la puerta, que le abrió maquinalmente el ujier de servicio.

La asamblea entera permaneció silenciosa y consternada con aquella revelación que tan terrible desenlace daba a las peripecias que durante quince días habían ocupado a la alta sociedad de París.

-¡Y bien! -dijo Beauchamp-. ¡Que vengan luego a decirnos que el drama no existe en la naturaleza!

-¡Por mi vida! -dijo Chateau-Renaud-, mejor quisiera concluir como el señor de Morcef; un tiro es dulce en comparación de semejante catástrofe.

-Y luego mata -dijo Beauchamp.

-Y yo que había pensado en casarme con su hija -dijo Debray-, ¡bien ha hecho en morirse! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacha!

-Se levanta la sesión, señores -dijo el presidente-; la causa queda para la sesión próxima, pues debe empezarse de nuevo la instrucción y confiarla a otro magistrado.

Cavalcanti, siempre sereno y mucho más interesante, salió de la sala escoltado por los gendarmes, que voluntariamente le manifestaban cierta consideración.

-¡Y bien! ¿Qué pensáis de esto, buen hombre? -preguntó Debray al guardia municipal poniéndole un luis en la mano.

-Que habrá circunstancias atenuantes -respondió éste.

El señor de Villefort vio abrirse ante él las filas de la multitud, aunque muy compactas. Los grandes dolores son de tal modo venerables que no hay ejemplo ni aun en los tiempos más desgraciados, de que el primer movimiento de la multitud reunida no haya sido un movimiento de simpatía hacia una gran desgracia. Muchas gentes odiadas han sido asesinadas en un tumulto. Raras veces un desgraciado, aunque fuese criminal, ha sido insultado por los que asisten a su proceso de muerte.

Villefort atravesó, pues, las filas de los espectadores, de los guardias, de los agentes de policía, y se alejó, confesado culpable por sí mismo, pero protegido por su valor.

Existen en la vida situaciones que los hombres comprenden por instinto, pero que no pueden desentrañar con la reflexión. El mayor poeta en este caso es el que sabe expresar la queja más vehemente y más natural. La multitud toma este grito por una relación entera, y hace bien en contentarse con él, y mejor aún, en encontrarlo sublime si es verdadero.

Por lo demás, sería difícil decir el estado de estupor en que Villefort se hallaba al salir del palacio, pintar la fiebre que estremecía sus arterias, que helaba sus fibras, que hinchaba hasta reventar sus venas y aniquilaba cada punto de su cuerpo mortal con millares de sufrimientos.

Villefort se dirigía a lo largo de los pasillos, guiado solamente por la costumbre. Quitóse la toga magistral, no por conveniencia, sino porque era para él una carga insoportable, una túnica de Nesso, fecunda en torturas.

Llegó vacilante al patio Dauphine, vio su carruaje, despertó al cochero abriendo él mismo, y se dejó caer sobre los cojines señalando con el dedo la dirección del barrio de San Honorato.

El cochero partió.

Todo el peso de su fortuna fracasada acababa de desplomarse sobre su cabeza; este peso le abrumaba, no sabía sus consecuencias, no las había calculado y las sentía; no razonaba su código como el frío asesino que comenta un artículo conocido. Tenía a Dios en el fondo del corazón.

-¡Dios! -murmuraba sin saber lo que decía-. ¡Dios! ¡Dios!

No veía más que a Dios en medio del trastorno que por él pasaba.

El carruaje corrió precipitado. Villefort, agitándose sobre los cojines, sentía algo que le molestaba.

Llevó la mano al objeto. Era un abanico olvidado por la señora de Villefort entre el cojín y el respaldo del carruaje. Este abanico despertó un recuerdo, y este recuerdo fue como un rayo en las tinieblas de la noche.

Villefort pensó en su esposa.

-¡Oh! -exclamó, como si un hierro ardiendo le perforase el corazón.

En efecto, hacía una hora que no tenía a la vista más que un lado de su miseria, y he aquí que de repente se ofrecía otro a su espíritu, y otro no menos terrible.

«¡Esa mujer!» Acababa de portarse con ella como un juez severo e inexorable, la había condenado a muerte, y ella, ella, aterrorizada, llena de remordimientos, abismada con el oprobio que acababa de causarle con la elocuencia de su intachable virtud, pobre mujer débil e indefensa contra un poder absoluto y supremo, se preparaba acaso a morir en aquellos instantes.

Había transcurrido una hora desde su condenación. Tal vez entonces repasaba en su memoria todos sus crímenes, pedía perdón a Dios, escribía una carta para implorar de rodillas el perdón de su virtuoso esposo, perdón que compraba con la muerte.

Villefort lanzó otro quejido de dolor y de rabia.

-¡Ah! -exclamó agitándose sobre el raso del carruaje-, ¡esa mujer no es criminal más que por haberme tocado! ¡Yo soy el crimen, yo! ¡Y ha adquirido el crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el cólera, como se adquiere la peste, y yo la castigo! ¡Oh!, ¡no!, ¡no!, vivirá..., me seguirá... Huiremos, abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras nos sostenga. ¡Le hablaba de cadalso...! ¡Gran Dios! ¡Cómo osé pronunciar esta palabra! ¡Y a mí también me espera el cadalso...! Huiremos... Sí, me confesaré a ella, sí; todos los días le diré humillándome que yo también he cometido un crimen... ¡Oh! ¡Alianza del tigre y de la serpiente! ¡Oh! ¡Digna esposa de un marido como yo...! ¡Es preciso que viva, es necesario que mi infamia haga palidecer la suya!

Y Villefort hundió, más que bajó, el vidrio del coche.

-¡Más aprisa! -exclamó con una voz que hizo estremecer al cochero en su asiento.

Los caballos, avivados por el miedo, volaron hasta llegar a la casa.

-¡Sí!, ¡sí! -repetía Villefort a medida que se acercaba-, sí; es preciso que esta mujer viva, es preciso que se arrepienta y que eduque a mi hijo, mi pobre hijo, único que con el indestructible anciano sobrevive a la ruina de la familia. Le amaba, por él lo ha hecho todo. No hay que desesperar jamás del corazón de una madre que ama a su hijo. Se arrepentirá. Nadie sabrá que ha sido culpable; los crímenes cometidos en mi casa y de que el mundo se entera ya, serán olvidados con el tiempo, y si algunos enemigos se acuerdan, les anotaré en la lista de mis crímenes. Uno, dos o tres más, ¡qué importa! Mi mujer se salvará llevando el oro, y sobre todo llevando su hijo, lejos del abismo en donde me parece ver caer el mundo conmigo. Vivirá, aún será dichosa, puesto que todo su amor está en su hijo, y su hijo no la abandonará. Habré hecho una buena acción.

Y el señor de Villefort respiró más libremente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.

El carruaje se detuvo en el patio de la casa.

El procurador del rey se lanzó del estribo y halló a los criados sorprendidos de verle volver tan pronto. No leyó otra cosa en su fisonomía. Nadie le dirigió la palabra. Paráronse ante él como de costumbre, para dejarle paso. Esto fue todo.

Pasó por la cámara de Noirtier, y por la puerta entreabierta percibió como dos sombras, pero no se preocupó de la persona que estaba con su padre. Su inquietud le trastornaba.

-Vamos -dijo subiendo la escalerilla que conducía al descansillo, donde estaba la habitación de su mujer y la cámara vacía de Valentina-, vamos, nada ha cambiado aquí.

Antes de todo, cerró la puerta del descansillo.

-Es conveniente que nadie nos interrumpa -dijo Villefort-, conviene que pueda hablarle libremente, acusarme a ella, decírselo todo.

Acercóse a la puerta, puso la mano en el botón de cristal, y cedió.

-¡Paso libre! ¡Oh!, ¡bien, muy bien! -murmuró.

Y entró en el pequeño salón en donde todas las noches se ponía el lecho de Eduardo, porque aunque en pensión, Eduardo venía todas las noches. Su madre no había querido nunca separarse de él.

Recorrió con una mirada todo el salón.

-Nadie -dijo-, está en su alcoba, sin duda.

Y se dirigió a la puerta.

El cerrojo estaba corrido.

Se detuvo estremecido.

-¡Eloísa! -exclamó.

Parecióle oír mover un mueble.

-Eloísa -repitió.

-¿Quién es? -preguntó la voz de la que llamaba.

Parecióle que esta voz era más débil que otras veces.

-¡Abrid! ¡Abrid! -exclamó Villefort-, ¡soy yo!

Sin embargo, a pesar de esta orden, a pesar del tono angustiado con que era proferida, no abrieron.

Villefort abrió la puerta de una patada.

A la entrada de su dormitorio, la señora de Villefort estaba en pie, pálida, con las facciones contraídas, mirándole con ojos de una inmovilidad espantosa.

-¡Eloísa! ¡Eloísa! -dijo-, ¿qué os ocurre? ¡Hablad!

La joven extendió hacía él su mano crispada y lívida.

-Esto se ha acabado, señor -dijo con un quejido que parecía desgarrar su garganta-, ¿qué más queréis?

Y cayó sobre la alfombra. Villefort corrió a ella y la cogió de la mano. Esta mano oprimía convulsivamente un frasco de cristal con tapón de oro. La señora de Villefort estaba muerta. El procurador del rey, sobrecogido de horror, retrocedió hasta la puerta, mirando el cadáver.

-¡Hijo mío! -exclamó de repente-, ¿dónde está mi hijo? ¡Eduardo! ¡Eduardo!

Y se precipitó fuera de la habitación, gritando:

-¡Eduardo! ¡Eduardo!

Con tal acento de angustia era pronunciado este nombre, que acudieron los criados.

-¡Hijo mío! ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Villefort-. Que le saquen de casa, que no la vea.

-El señorito Eduardo no está abajo -respondió un criado.

-Jugará sin duda en el jardín. Mirad si está allí. ¡Buscadle!

-No, señor. La señora llamó a su hijo hará media hora aproximadamente. El señorito Eduardo entró con la señora, y no ha vuelto a bajar.

Un sudor helado inundó la frente de Villefort, sus pies vacilaron sobre las baldosas, sus ideas comenzaron a trastornar su cabeza como las ruedas desordenadas de un reloj que se rompe.

-¡Con la señora! -murmuró-, ¡con la señora! -Y volvió lentamente sobre sus pasos, enjugándose la frente con una mano y apoyándose con la otra en las paredes.

Al volver a entrar en la estancia, era preciso ver de nuevo a aquella desgraciada.

Para llamar a Eduardo, era preciso despertar el eco del aposento convertido en féretro mortuorio.

Hablar, era violar el silencio de la tumba.

Villefort sintió su lengua paralizada en la garganta.

-¡Eduardo! ¡Eduardo! -balbució.

El niño no contestó. ¿Dónde estaba el niño que, al decir de los criados, había entrado con su madre, sin volver a salir?

Villefort dio un paso adelante.

El cuerpo exánime de la señora de Villefort estaba tendido a través de la puerta del salón en donde se hallaba necesariamente Eduardo. Este cadáver parecía velar sobre el umbral con ojos fijos y abiertos, con una espantosa y misteriosa sonrisa irónica en los labios.

En derredor del cadáver, la mampara dejaba ver una parte del salón, un piano y el extremo de un diván de raso azul.

Villefort avanzó tres o cuatro pasos y vio a su hijo acostado en el sofá.

El niño dormía, sin duda.

El infeliz tuvo un rapto de alegría, un rayo de luz pura bajó al infierno en el cual estaba luchando.

Tratábase de pasar por encima del cadáver, de entrar en el salón, de tomar el niño en los brazos y de huir con él lejos, ¡muy lejos!

Villefort no era el hombre cuya refinada corrupción le hacía el tipo de hombre civilizado; era un tigre herido de muerte que deja los dientes rotos en su última herida.

No temía las preocupaciones, sino los fantasmas. Tomó aliento y saltó por encima del cadáver como si se hubiera tratado de saltar por un brasero encendido. Tomó al niño en sus brazos, estrechándole, sacudiéndole, llamándole. El niño no le respondió. Unió sus ávidos labios a sus mejillas, a sus mejillas lívidas y heladas, palpó sus miembros ateridos, apoyó la mano en su corazón; su corazón no palpitaba. El niño estaba muerto. Un papel doblado en cuatro pliegues cayó del pecho de Eduardo. Como herido de un rayo, Villefort se dejó caer sobre las rodillas. El niño se escapó de sus brazos inertes y rodó al lado de su madre. Villefort cogió el papel, conoció la letra de su mujer y lo leyó ávidamente. He aquí su contenido:

¡Vos sabéis si yo era buena madre, puesto que por mi hijo me hice criminal! ¡Una buena madre no parte sin su hijo!

Villefort no podía dar crédito a sus ojos. No podía creer a su razón. Arrastróse hacia el cuerpo de Eduardo, que examinó una vez todavía con la atención minuciosa de la leona que mira a su cachorro muerto. Después brotó un grito desgarrador de su pecho.

-¡Dios! -murmuró-. ¡Siempre Dios!

Estas dos víctimas le espantaban, sentía en sí el horror de aquella soledad solamente ocupada por dos cadáveres.

De pronto se veía sostenido por la rabia, por la inmensa facultad de los hombres fuertes, por la desesperación, por la virtud suprema de la agonía que impulsó a los Titanes a escalar el cielo, a Ayax a amenazar a los dioses.

Villefort dobló la cabeza bajo el peso de los dolores, levantóse sobre las rodillas, sacudió los cabellos húmedos de sudor, erizados de espanto, y el que jamás había tenido piedad de nadie, se fue a encontrar a su anciano padre para tener en su debilidad alguien a quien contar su desgracia, alguien con quien llorar.

Bajó la escalera que ya conocemos, y entró en la habitación de Noirtier.

Este parecía escucharle atentamente, tan afectuosamente como lo permitía su inmovilidad. El abate Busoni estaba allí con la calma y frialdad de costumbre.

Al ver al abate, Villefort llevó la mano a la frente. El pasado vino a él como una de esas olas, en las cuales se levanta doble espuma que en las demás.

Recordó la visita que le hiciera el abate dos días antes de la comida de Auteuil, y de la visita que le había hecho el mismo abate el día de la muerte de Valentina.

-¡Vos aquí, señor! -dijo-, ¿pero vos no me aparecéis jamás que no sea para escoltar la muerte?

Busoni se levantó. Viendo la alteración del rostro del magistrado, el brillo feroz de sus ojos, comprendió o debió comprender que la escena de los jurados había concluido. Ignoraba el resto.

-Vine para orar sobre el cuerpo de vuestra hija -respondió Busoni.

-Y hoy, ¿qué venís a hacer?

-Vengo a deciros que me habéis pagado suficientemente vuestra deuda, y que desde este momento voy a rogar a Dios que se contente como yo.

-¡Dios mío! -dijo Villefort retrocediendo asustado-, ¡esta voz no es la del abate Busoni!

-No.

El abate arrancó su falsa tonsura, sacudió la cabeza, y sus largos cabellos negros, sueltos ya, cayeron sobre sus espaldas rodeando su varonil semblante.

-Es el rostro del conde de Montecristo -exclamó Villefort con los ojos inciertos.

-No es esto todo, señor procurador del rey, mirad mejor y más lejos.

-¡Esta voz!, ¡esta voz! ¿Dónde la oí por primera vez?

-La oísteis por primera vez en Marsella, hace veintitrés años, el día de vuestro matrimonio con la señorita de Saint-Merán. Buscad en vuestros papeles.

-¿No sois Busoni? ¿No sois Montecristo? ¡Dios mío, sois el enemigo oculto, implacable, mortal! ¿Hice algo contra vos en Marsella? ¡Oh, desgraciado de mí!

-Sí, tienes razón, es bien cierto -dijo el conde cruzando los brazos sobre el pecho-, ¡busca!, ¡busca!

-Mas, ¿qué te he hecho? -exclamó Villefort, cuyo espíritu luchaba ya en el límite donde se confunden la razón y la demencia en aquellos momentos en que no puede decirse que dormimos ni que estamos despiertos-. ¿Qué te he hecho? ¡Di, habla!

-Me condenasteis a una muerte lenta y horrorosa, matasteis a mi padre, me robasteis el amor con la libertad, y la fortuna con el amor.

-¿Quién sois? ¿Quién sois? ¡Dios mío!

-Soy el espectro de un desgraciado al que sepultasteis en las mazmorras del castillo de If; a este espectro, salido entonces de la tumba, Dios ha puesto la máscara del conde de Montecristo, y le ha cubierto de diamantes y oro para que no le reconozcáis hoy.

-¡Ah, le reconozco, le reconozco! -dijo el procurador del rey-, tú eres...

-¡Soy Edmundo Dantés!

-¡Tú, Edmundo Dantés! -exclamó el señor de Villefort, asiendo al conde por el puño-, ¡entonces ven!

Y le llevó por la escalera, en donde Montecristo le seguía asombrado, ignorando a qué parte le conducía el procurador del rey, y presintiendo algún desastre.

-¡Espera!, Edmundo Dantés -dijo mostrando al conde los cadáveres de su esposa y de su hijo-, ¡atiende, mira! ¿Está bien vengado?

Montecristo palideció ante tan espantoso espectáculo. Comprendió que acababa de traspasar los derechos de la venganza, que no podía decir más que:

-Dios está por mí y conmigo.

Arrojóse con angustia inexplicable sobre el cuerpo del niño, abrió sus ojos, tocó su pulso, y pasó con él al cuarto de Valentina, que cerró con doble llave.

-¡Hijo mío! -exclamó Villefort-, ¡se lleva el cadáver de mi hijo! ¡Oh!, ¡maldición!, ¡desgracia!, ¡muerte para mí!

Y quiso lanzarse en pos de Montecristo, pero como por un sueño, sintió clavarse sus pies, dilatarse sus ojos hasta salir de las órbitas, encorvarse sus dedos contra la carne del pecho, y hundirse en él gradualmente, hasta que la sangre enrojeció sus uñas. Sintió las venas de las sienes llenarse de espíritus ardientes que pasando hasta la estrecha bóveda del cráneo inundaron su cerebro de un diluvio de fuego.

Tal situación duró algunos minutos, hasta que se completó un trastorno espantoso en su razón.

Entonces profirió un grito seguido de una prolongada carcajada, y se precipitó por las escaleras.

Un cuarto de hora después se abrió la habitación de Valentina y volvió a presentarse el conde de Montecristo.

Pálido, los ojos apagados, el pecho oprimido, todos los rasgos de esta figura extraordinariamente reposada y noble, estaban trastornados por el dolor. Tenía en sus brazos el niño, al cual ningún socorro había bastado para devolverle la vida. Puso una rodilla en tierra y le depositó religiosamente cerca de su madre, con la cabeza colocada sobre su pecho. Luego, levantándose, salió, y se halló con un criado en la escalera.

-¿Dónde está el señor de Villefort? -inquirió.

El criado, sin responder, extendió la mano hacia el jardín.

Montecristo bajó la escalera, se dirigió al sitio designado y vio en medio de sus criados que formaban corro en su derredor, a Villefort, con una azada en la mano, cavando la tierra con una especie de furor.

-¡No está aquí! -decía-, ¡no está aquí!

Y volvía a cavar en otra parte.

Montecristo se acercó a él, y muy bajo, y con un tono casi humilde le dijo:

-Habéis perdido un hijo, pero...

Villefort le interrumpió: ni le había escuchado, ni comprendido.

-¡Oh!, le encontraré -dijo-, ¿estáis seguros de que no está aquí? Le encontraré, aunque hubiera de buscarle hasta el día del juicio.

Montecristo se retiró horrorizado.

-¡Oh! -dijo-, está loco.

Y como si hubiera creído que las paredes de la casa maldita se desplomaran sobré él, se lanzó a la calle, dudando por primera vez del derecho que pudiera tener para hacer lo que había hecho.

-¡Oh!, basta, basta con esto -dijo-, salvemos lo que queda.

Y entrando en su casa, Montecristo encontró a Morrel, que andaba por la fonda de los Campos Elíseos silencioso como una sombra que espera el momento señalado por Dios para entrar en la tumba.

-Preparaos, Maximiliano -le dijo sonriendo-, mañana saldremos de París.

-¿No tenéis nada que hacer? -preguntó Morrel.

-No -respondió Montecristo-, y Dios quiera que no haya hecho demasiado.

Al día siguiente, en efecto, partieron, acompañados de Bautista por toda comitiva. Haydée había llevado a Alí, y Bertuccio quedó con Noirtier.

Capítulo Décimo sexto

La partida

Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástrofes, tan repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.

Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido en su acostumbrada insensibilidad.

-En verdad -decía Julia- que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer, habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.

-¡Cuántos desastres! -decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.

-¡Cuántos sufrimientos! -decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.

-Si es Dios quien les ha castigado -decía Manuel-, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gentes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes estaban malditas.

-¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? -dijo Julia-. Cuando mi padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltarse la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: “Este hombre ha merecido su pena”, ¿no se habría equivocado?

-Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.

No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes. Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pecho.

-Maximiliano -dijo el conde, sin parecer notar las diferentes impresiones que su presencia causaba en los huéspedes-, vengo a buscaros.

-¿A buscarme? -dijo Morrel, como saliendo de un sueño.

-Sí -dijo Montecristo-; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis preparado?

-Heme aquí -dijo Maximiliano-, había venido a decirles adiós.

-Y ¿dónde vais, señor conde? -dijo Julia.

-A Marsella, primero, señora.

-¿A Marsella? -repitieron a la vez ambos jóvenes.

-Sí, y me llevo a vuestro hermano.

-¡Ay!, señor conde -dijo Julia-, devolvédnoslo ya restablecido.

Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.

-¿Estabais advertida de que se hallaba malo? -dijo el conde.

-Sí -respondió la joven-, y temo se enoje con nosotros.

-Le distraeré -siguió el conde.

-Estoy dispuesto -dijo Maximiliano-. ¡Adiós, mis buenos amigos; adiós, Manuel, adiós, Julia!

-¿Cómo, adiós? -exclamó Julia-, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?

-Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separaciones -dijo el conde-, y Maximiliano estoy seguro de que ha debido prevenirse de todo, ya se lo había encargado.

-Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas -dijo Morrel con su monótona calma.

-Muy bien -dijo Montecristo sonriéndose-; con esto ha de conocerse la exactitud de un buen soldado.

-¿Y nos dejáis ahora? -dijo Julia-, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una hora siquiera?

-Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma dentro de cinco días.

-¡Pero Maximiliano no va a Roma! -dijo Manuel.

-Voy donde quiera el conde llevarme -dijo Morrel con triste sonrisa-, le pertenezco todavía un mes.

-¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?

-Maximiliano me acompaña -dijo el conde con su persuasiva afabilidad-, tranquilizaos sobre vuestro hermano.

-¡Adiós, hermana! -dijo Morrel-, ¡adiós, Manuel!

-Siento una angustia... -dijo Julia-; ¡oh, Maximiliano, Maximiliano!, ¡tú nos ocultas algo!

-¿Vamos? -dijo Montecristo-; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.

Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.

-¡Partamos! -dijo el conde.

-Antes de que partáis, señor conde -dijo Julia-, permitidnos deciros todo lo que el otro día...

-Señora -replicó el conde, tomándole ambas manos-, todo lo que me diríais no equivaldría nunca a lo que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los bienhechores de novela, debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre y tierna de mis semejantes me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque no me volveréis a ver.

-¿No volveros a ver? -exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas lágrimas por las mejillas de Julia-. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!

-No digáis eso -repuso con vehemencia Montecristo-, no digáis eso, amigos míos. Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y ellos son por el contrario los que sujetan la suerte. No, yo soy un hombre, Manuel, y vuestra admiración es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.

Apretando contra sus labios la mano de Julia, que se precipitó en sus brazos, tendió la otra mano a Manuel. Después, arrancándose de esta casa, dulce nido cuyo huésped era la felicidad, llevó tras sí, con una señal, a Maximiliano, pasivo, insensible y consternado, como lo estaba desde la muerte de Valentina.

-¡Devolved la alegría a mi hermano! -dijo Julia al oído de Montecristo.

Montecristo le estrechó la mano como lo había hecho once años antes en la escalera que conducía al despacho de Morrel.

-¿Confiáis siempre en Simbad el Marino? -preguntó sonriéndose.

-¡Sí!, ¡sí!

-Pues bien, descansad en la paz y confianza del Señor.

Como hemos dicho, esperaba la silla de posta. Cuatro caballos vigorosos erizaban las crines y golpeaban con impaciencia el pavimento.

Alí estaba esperando abajo con el rostro reluciente de sudor. Parecía llegar de una larga carrera.

-¡Y bien! -le preguntó el conde en árabe-, ¿estuviste en casa del anciano?

Alí hizo señal afirmativa.

-¿Y desplegaste la carta a sus ojos tal como te dije?

-Sí -dijo respetuosamente el esclavo.

-¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?

Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, e imitando con su delicada inteligencia la fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier cuando quería decir: ¡sí!

-¡Bien!, es que acepta -dijo Montecristo-, ¡partamos!

Apenas había pronunciado esta palabra, cuando ya el carruaje corría y los caballos hacían estremecer el empedrado despidiendo multitud de chispas.

Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.

Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde acababa de tirar del cordón de seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio bajó y abrió la portezuela.

La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del monte de Villejuif, sobre el plano donde París, como una mar sombría, agita los millares de luces que parecen olas fosforescentes, olas en efecto, olas más bulliciosas, más apasionadas, más movibles, más furiosas, más áridas que las del océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que chocan siempre, que espumean siempre, que sepultan siempre...

El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.

Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mundo. Después de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fríos materialistas:

-¡Gran ciudad! -exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar-, no hace seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me había traído, y que me vuelve triunfante. El secreto de mi presencia en tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi corazón. El solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo El sabe que no he hecho use ni por mí ni por vanas causas del poder que me había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en tu seno palpitante he hallado lo que buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no puedes ofrecerme alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!

Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio nocturno. Después, pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró tras él, y que desapareció bien pronto por el otro lado de la pendiente entre un torbellino de polvo y ruido.

Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía, Montecristo le miraba dormir.

-Morrel -le dijo el conde-, ¿os arrepentís de haberme seguido?

-No, señor conde, pero dejar París... En París es donde Valentina reposa, y perder París es perderla por segunda vez.

-Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano -dijo el conde-, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis dudas, y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Morrel, e inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante.

-La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío -dijo Maximiliano-, y no me anuncia más que desgracias.

-Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo. El alma se forma a sí misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os presenta un cielo borrascoso.

-Quizás esto sea cierto -dijo Maximiliano.

Y cayó de nuevo en su estupor.

El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las propensiones del conde. Las ciudades se presentaban como sombras en su camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de otoño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el vapor del conde. Sin perder un instante, el carruaje fue transportado a bordo. Los dos viajeros quedaron embarcados.

El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua India. Sus dos ruedas parecían dos alas, con las cuales cortaba el agua como un ave viajera. Morrel mismo sentía una especie de desvanecimiento con la celeridad, y a veces el viento, que hacía flotar sus cabellos, parecía disipar por un momento las nubes de su frente.

En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía rodearse como de una aureola con una serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un desterrado que regresaba a su patria.

Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de Tiro y de Cartago, y que las sucedió en el imperio del Mediterráneo. Marsella, más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus ojos. Eran para ambos aspectos fecundos en recuerdos, la torre redonda, el fuerte de San Nicolás, la fonda de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos habían jugado en la niñez.

Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebière.

Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados sobre el puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y lloraban, espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente a él. Este movimiento no pudo distraer a Maximiliano de una idea que se había apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el muelle.

-Mirad -dijo, tomando por el brazo a Montecristo-, he aquí el punto donde se detuvo mi padre cuando el Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien salvasteis de la muerte y del deshonor, se arrojó a mis brazos; siento aún la impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba al vernos.

Montecristo se sonrió.

-Allí estaba yo -dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.

Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oyó un gemido doloroso, y se vio a una mujer que hacía una señal a un pasajero del navío que partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo.

Montecristo la siguió con los ojos con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido los ojos fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.

-¡Oh!, ¡Dios mío! -exclamó Morrel-; no me engaño, ese joven que saluda con el sombrero, ese joven de uniforme, con una charretera de subteniente, ¡es Alberto de Morcef!

-Sí -dijo Montecristo-; lo había conocido.

-¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!

El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se dirigieron a la mujer embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces se volvió.

-Caro amigo -dijo Montecristo-, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?

-Tengo que llorar sobre la tumba.

-Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.

-¿Me dejáis?

-Sí..., tengo también una piadosa visita que hacer.

Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un movimiento de cabeza, cuya melancolía sería imposible describir, le dejó y se dirigió al Este de la ciudad.

El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta que desapareció.

Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la casita que al principio de esta historia ha debido hacerse familiar a nuestros lectores.

Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a los marselleses ociosos, tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre la piedra amarilla por el ardiente sol del mediodía, con sus brazos ennegrecidos y descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el rote de los pies conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a pesar de su separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban pacientemente que la humedad las reuniese.

Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, risueña, a pesar de su mísera apariencia, era la misma que habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había puesto toda la casa a disposición de Mercedes.

Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto alejarse del navío que zarpaba, cerrando la puerta en el momento mismo en que él doblaba la esquina, de suerte que la vio desaparecer en el momento de encontrarla. Para él todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie abrir aquella puerta, cuyo pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin llamar, sin el menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un sendero enladrillado veíase, rico de luz y de colores, un pequeño jardín, el mismo donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuyo depósito el conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral de la puerta de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.

Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpúreas, vio a Mercedes inclinada y llorando.

Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos, dando curso a sus suspiros y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron oírse sus pisadas. Mercedes levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.

-Señora -dijo Montecristo-, no está en mí poder traeros la ventura, pero os ofrezco un consuelo. ¿Os dignaréis aceptarlo como de un amigo?

-Soy, en efecto, muy desventurada -respondió Mercedes-, sola en el mundo..., no tenía más que un hijo y me ha dejado.

-Ha hecho bien, señora -replicó el conde-, y tiene un noble corazón. Ha comprendido que todo hombre debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre. Permaneciendo a vuestro lado, habría consumido una vida inútil. No habría podido acostumbrarse a vuestros dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte luchando contra su adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo a asegurar que está en manos seguras.

-¡Oh! -dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza-, esta fortuna de que me habláis, y que ruego a Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la gozaré yo. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi alrededor, que me siento cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.

-¡Ay! -dijo el conde-, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y abrasadoras sobre mi corazón, tanto más amargas y abrasadoras cuanto que vos tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros males, no me lloréis en vez de acusarme. Me haríais aún más desdichado.

-¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la vida de mi hijo, porque era vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad? ¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan orgullosa? ¡Oh!, miradme, y veréis si hay en mí la apariencia de una reconvención.

El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie, extendía sus dos manos hacia él.

-¡Oh!, miradme -continuó, con un sentimiento de profunda melancolía-, puede resistirse hoy el brillo de mis ojos; no es éste el tiempo en que yo venía a sonreír a Edmundo Dantés, que me esperaba allá arriba, en la ventana del tejado, bajo la cual habitaba su anciano padre... Desde entonces, cuántos días dolorosos han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y yo. ¡Acusaros, Edmundo, odiaros, amigo mío, no! A mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡miserable de mí! -exclamó juntando las manos y levantando los ojos al cielo-. He sido castigada... Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y, miserable de mí, dudo de Dios.

Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en silencio.

-No -dijo ella, retirando suavemente la suya-, no, amigo mío, no me toquéis. Me habéis perdonado, y sin embargo, de todos aquellos a quienes habéis herido, yo era la más culpable. Todos los demás han obrado por odio, por codicia, por egoísmo; yo, por maldad. Ellos deseaban, yo he tenido miedo. No, no estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la digáis, guardadla para otra, ¡yo no soy digna, yo...! Mirad -descubrió de repente su rostro-, ved, la desgracia ha puesto mis cabellos grises. Mis ojos han vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre hermoso, siempre altivo. Es que habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido. Yo he sido malvada; he renegado, Dios me ha abandonado y aquí veis el resultado.

Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despedazaba al choque de los recuerdos. Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente, pero Mercedes notó que este beso carecía de ardor, como el que el conde pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.

-Hay -continuó- existencias predestinadas, cuya primera falta destroza todo su porvenir. Os creía muerto, ¡y debería haber muerto yo también!, porque ¿para qué ha servido que yo llevase eternamente vuestro duelo en mi corazón?, para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta. He aquí todo. ¿De qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, haya salvado únicamente a mi hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por culpable que fuese, a quien había aceptado por esposo? No obstante, le he dejado morir, ¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe insensibilidad, con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo traidor y perjuro! ¿De qué sirve en fin que haya acompañado a mi hijo hasta aquí, cuando aquí le abandono, cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada, ¡os lo aseguro!, he renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto me rodea.

-No, Mercedes -dijo Montecristo-, no; tened mejor opinión de vos misma. No, vos sois una noble y santa mujer, y me habíais desarmado con vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de quien yo no era más que mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diariamente, juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los proyectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y el presente, tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento del Señor. Las más terribles desventuras, los más crueles sufrimientos, el abandono de todos los que me amaban, la persecución de los que no me conocen, he aquí la primera parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fastuosa, tan desmesurada, que a no ser ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus grandes designios. Tal fortuna me pareció un sacerdocio, y no hubo un pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como los aventureros capitanes que se embarcan para un viaje peligroso, para una osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de ataque y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las cosas más rudas, ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis labios a la sonrisa ante los aspectos más terribles. De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero que me estaba abierto, franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!

-¡Basta! -dijo Mercedes-, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha podido reconoceros, sólo ella ha podido también comprenderos. ¡Oh, Edmundo!, ¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido comprenderos, ésta, aunque la hubieseis encontrado en vuestro camino y la hubieseis estrellado como un vaso, ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado, hay un abismo entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mundo que equivalga a vos, que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos, Edmundo.

-Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? -inquirió Montecristo.

-No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea dichoso.

-Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que aleje de él la muerte, yo me encargo de lo demás.

-Gracias, Edmundo.

-¿Pero vos, Mercedes?

-¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo Dantés, muerto hace bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a mi labio helado, pero mi corazón recuerda constantemente, y por nada del mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre muerto por Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.

-Vuestro hijo será dichoso, señora -repitió el conde.

-Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser -aseguró Mercedes.

-Pero..., en fin..., ¿qué haréis?

Mercedes sonrió tristemente.

-Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiempo, es decir, trabajando, no lo creeréis. No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El pequeño tesoro por vos escondido ha sido hallado en el lugar que designasteis. Se indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué importa? Es un asunto guardado entre Dios, vos y yo.

-Mercedes -dijo el conde-, no os hago una reconvención, pero habéis exagerado el sacrificio abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef, y cuya mitad correspondía de derecho a vuestra economía y desvelos.

-Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo; mi hijo me lo prohibiría.

-Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación del señor Alberto de Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin repugnancia?

-Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Resolución no la hay en mí más que para no determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me hallo entre sus manos como una avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo. Si me envía auxilio, es porque querrá, y yo lo recibiré.

-¡Pensad, señora -dijo Montecristo-, que no es así como se adora a Dios! Dios quiere que se le comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha dado el libre albedrío.

-¡Desventurado! -exclamó Mercedes-, no me habléis así. Si yo creyese que Dios me ha dado el libre albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la desesperación?

El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la vehemencia de este dolor.

-¿No queréis decirme hasta la vuelta? -exclamó, tendiéndole la mano.

-Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta -replicó Mercedes señalando hacia el cielo con ademán solemne-; esto es probaros que espero todavía.

Y después de tocar la mano del conde con la suya temblorosa, Mercedes descendió apresuradamente la escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.

Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el camino del puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suyo, murmuró muy quedo:

-¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!

Capítulo Décimo séptimo

Lo pasado

Edmundo salió con el alma acongojada de aquella casa, en la que dejaba a Mercedes para no volverla a ver jamás, según todas las probabilidades.

Desde la muerte del pequeño Eduardo, habíase operado una gran transformación en el conde de Montecristo. Llegado a la cima de su venganza por la pendiente lenta y tortuosa que había seguido, se encontraba al otro lado de la montaña con el abismo de la duda.

Había más. La conversación que acababa de tener con Mercedes había despertado tantos recuerdos en su corazón, que en sí mismos necesitaban ser combatidos.

Un hombre del temple del conde de Montecristo no podía estar mucho tiempo sumergido en la melancolía que suele reinar en las almas vulgares, dándoles una originalidad aparente, pero que aniquila las almas superiores. El conde se decía que para que llegase a vituperarse él mismo era bastante el que se introdujese un error en sus cálculos.

-Miro mal lo pasado -dijo-, y no puedo haberme engañado así. ¡Cómo! -continuó-, ¡el objeto que me había propuesto sería un objeto insensato! ¡Cómo!, ¡habría andado un camino equivocado por espacio de diez años! ¡Cómo!, ¡una hora bastaría para probar al arquitecto que la obra de todas sus esperanzas era, si no imposible, al menos sacrílega!

» No quiero habituarme a esta idea, me volvería loco. Lo que falta a mis razonamientos de hoy es la apreciación exacta de lo pasado, porque veo este pasado del otro lado del horizonte. En efecto, a medida que se avanza, lo pasado, parecido al paisaje a cuyo través se marcha, se borra a medida que nos alejamos. Me ocurre lo que a los que se hieren durmiendo, ven y sienten la herida, y no recuerdan haberla recibido.

» ¡Ea, pues, hombre degenerado! ¡Ea, rico extravagante! ¡Ea, vos que dormís despierto! ¡Ea, visionario omnipotente! ¡Ea, millonario invencible!, recuerda por un instante la funesta perspectiva de tu vida miserable y hambrienta. Repasa los caminos por donde la fatalidad te ha lanzado, o la desgracia te ha conducido, o la desesperación te ha recibido. Bastantes diamantes, oro y ventura brillan hoy en los cristales del espejo en donde Montecristo mira a Dantés. Oculta esos diamantes, pisa ese oro, borra esos rayos. Rico, vuelve a hallar al pobre; libre, vuelve a encontrar al preso; resucitado, vuelve a reconocer al cadáver.»

Y diciéndose a sí mismo todas estas cosas, Montecristo seguía por la calle de la Caissierie. Era la misma por donde hacía veinticuatro años había sido llevado por una guardia silenciosa y nocturna; sus casas, de un aspecto risueño, estaban aquella noche sombrías, silenciosas y cerradas.

-No obstante, son las mismas -murmuró Montecristo-, sólo que entonces era de noche; hoy es de día, el sol lo alumbra todo y llena de alegría.

Descendió al muelle por la calle de Saint-Laurent, y avanzó hacia la Consigna, punto del puerto en donde había embarcado. Distinguió un barco de paseo, y Montecristo llamó al patrón, quien se dirigió al punto hacia él.

El tiempo estaba magnífico, el viaje fue una fiesta. El sol descendía hacia el horizonte, rojo y resplandeciente, y se dibujaba entre las olas. La mar, tersa como un espejo, se rizaba a veces con el movimiento de los peces, que perseguidos por algún enemigo oculto, salían fuera del agua en busca de otro elemento. En fin, por el horizonte veíanse pasar blancas y graciosas, como mudas viajeras, las barcas de los pescadores que van a las Martigues, o los buques mercantes cargados para Córcega o para España.

A pesar de tan hermoso cielo, de las barcas de graciosos contornos, de los dorados rayos que inundaban el paisaje, el conde, envuelto en su capa, recordaba uno por uno todos los pormenores del terrible viaje. La luz única y aislada que alumbraba a los Catalanes, la vista del castillo de If, que le reveló dónde se le llevaba; la lucha con los gendarmes cuando quiso arrojarse al mar, su desesperación cuando se sintió vencido, y la fría sensación de la boca del cañón de la carabina, apoyada sobre su sien como un anillo de hierro. Y poco a poco, como las fuentes secadas por el estío, cuando se amontonan las nubes del otoño, que se humedecen paulatinamente y comienzan a caer gota a gota, el conde de Montecristo sintió igualmente caer sobre su pecho la antigua hiel extravasada que había otras veces inundado el corazón de Edmundo Dantés.

Para él no hubo desde entonces nada de bello cielo, de barcas graciosas, de luz ardiente. El cielo se cubrió de un fúnebre crespón, y la aparición de la negra y gigantesca mole del castillo de If le hizo estremecerse, como si se le hubiese aparecido de repente el fantasma de un enemigo mortal.

Llegaron. Instintivamente el conde retrocedió hasta la extremidad de la barca. El patrón creyó deber decirle con la voz más cariñosa:

-Hemos llegado, señor.

Montecristo recordó que en aquel mismo punto, sobre la misma roca, había sido violentamente arrastrado por sus guardias, y que se le había obligado a subir aquella pendiente con la punta de una bayoneta.

El camino le había parecido en otro tiempo muy largo a Dantés. Montecristo le encontraba muy corto. Cada golpe de remo le había hecho brotar, con la húmeda espuma del mar, un millar de pensamientos y recuerdos. Desde la revolución de julio no había prisioneros en el castillo de If. Un puesto destinado a impedir el contrabando ocupaba sólo sus cuerpos de guardia. A la puerta del castillo se hallaba un conserje aguardando a los curiosos para mostrarles aquel monumento de terror, convertido en un monumento de curiosidad. Y no obstante, aunque enterado de todos esos pormenores, cuando entró bajo su bóveda, cuando bajó la negra escalera, cuando fue conducido a los calabozos que deseaba ver, una palidez mortal cubrió su frente, y un sudor helado refluyó hasta su corazón.

El conde preguntó si quedaba algún antiguo carcelero del tiempo de la Restauración. Todos habían sido despedidos, o pasado a ocupar otros puestos.

El conserje que le guiaba estaba sólo desde 1830. Fue conducido a su propio calabozo.

Vio la luz opaca del día entrar por el estrecho ventanuco. El sitio donde estaba su lecho, sacado después, y detrás, aunque cerrada, visible aún por su piedra más nueva, la abertura hecha por el abate Faria.

Montecristo sintió debilitarse sus piernas. Tomó un asiento de madera y se sentó.

-¿Se refieren algunas historias de este castillo, a más de la prisión de Mirabeau? -preguntó el conde-, ¿hay alguna tradición en esta mansión lúgubre que haga creer que los hombres han encerrado en ella algún viviente?

-Sí, señor -dijo el conserje-, y de este mismo calabozo me ha transmitido una el carcelero Antonio.

El conde se estremeció. Ese carcelero Antonio era el suyo. Había casi olvidado su nombre y su fisonomía. Pero al oírle nombrar, le recordó tal cual era, con su poblada barba, su ropa parda y su manojo de llaves, de las que le parecía oír aún el ruido.

Montecristo se volvió y creyó verle en la sombra del corredor, muy oscuro a pesar de la luz de la antorcha que ardía en las manos del conserje.

-¿Queréis que os la cuente? -preguntó el conserje.

-Sí -contestó el conde-, empezad.

Y puso la mano sobre su corazón, para comprimir un violento latido y conmovido al oír contar su propia historia.

-Decid -repitió.

-Este calabozo -repuso el conserje- estaba ocupado hace mucho tiempo por un prisionero, hombre muy peligroso, a lo que parece, y tanto más cuanto que era industrioso e inteligente. Otro ocupaba este castillo al mismo tiempo que él. Este no era malvado, era un pobre sacerdote loco.

-¡Ah!, sí, loco -repitió el conde-, ¿y cuál fue su locura?

-Ofrecía millones a cambio de la libertad.

Montecristo levantó los ojos al cielo, pero no lo veía. Existía una barrera impenetrable entre él y el firmamento. Pensó en que había mediado otra no menos espesa entre los ojos de aquellos a quienes había ofrecido el abate Faria sus tesoros, y entre estos mismos tesoros ofrecidos.

-¿Podían verse unos a otros? -preguntó Montecristo.

-¡Oh!, no, señor; estaba rigurosamente prohibido. Pero burlaron esta prohibición abriendo una galería de un calabozo a otro.

-¿Y quién de los dos abrió esa galería?

-¡Oh!, fue ciertamente el joven -dijo el conserje-, el joven era diestro y fuerte, mientras el abate era viejo y débil, y su inteligencia era además demasiado vacilante para seguir una idea.

-¡Ciegos! -murmuró Montecristo.

-El joven abrió, pues, la galería. ¿Con qué?, se ignora, pero la abrió, y la prueba es que pueden observarse aún las señales. Mirad, ¿lo veis?

Y acercó la antorcha a la muralla.

-¡Ah!, sí, ciertamente -dijo el conde con una voz fuertemente conmovida.

-Resulta que los presos se comunicaron. ¿Cuánto duró esta comunicación? No se sabe. Un día, el preso viejo cayó enfermo y murió. Adivinad lo que hizo el joven -dijo el conserje interrumpiéndose.

-Decid.

-Cogió el cadáver, y lo puso encima de su propio lecho, la nariz hacia la muralla. Después volvió al calabozo vacío, abrió el agujero, y se metió en el saco mortuorio. ¿Habéis visto nunca una idea semejante?

Montecristo cerró los ojos, y se sintió agitado por todas las impresiones que había experimentado, cuando la tela grosera del frío cadáver le tocó y le rozó con su semblante.

El carcelero prosiguió:

-Ved, ved aquí su proyecto. Creía que se enterraban los cadáveres en el castillo de If, y como dudaba mucho de que se hicieran gastos de funeral para los presos, contó con levantar la tierra con sus espaldas, pero había por desgracia una costumbre que frustró su intento. No se enterraba a los muertos, se les ataba una piedra a los pies y se les arrojaba al mar, y esto es lo que se hizo. Nuestro hombre fue lanzado al agua desde lo alto de la galería. Al día siguiente se halló el verdadero cadáver en su lecho, y se descubrió todo, porque los sepultureros dijeron entonces lo que antes no habían osado decir. Que en el momento de lanzar el cuerpo oyeron un grito terrible, ahogado en el instante mismo por el agua en la cual fue a desaparecer.

Montecristo respiraba fatigosamente. El sudor cubría su rostro. La angustia oprimía su corazón.

-¡No! -murmuró-, ¡no!, la duda que he experimentado era un principio de olvido, pero el corazón se abre de nuevo, y vuelve a estar sediento de venganza.

-¿Y el preso? -preguntó ansioso-. ¿Se ha vuelto a oír hablar de él?

-Jamás. Se cree una de dos cosas, o que murió en el acto, o que se ahogó en el mar.

-Decís que se le ató una bala a los pies. Caería derecho.

-Caería tal vez así -repuso el conserje-, y el peso de la bala le llevaría al fondo, en donde debió de quedar el pobre hombre.

-¿Le lloráis?

-Por vida mía que sí, aunque estuviese así en su elemento.

-¿Qué queréis decir?

-Que por aquel entonces se decía que aquel desgraciado había sido en su tiempo oficial de marina detenido por bonapartista.

-¡Cierto! -murmuró Montecristo-. Dios lo ha hecho para sobrenadar en las aguas y en las llamas.

Así el pobre marino vio en sus recuerdos algunos contornos de la historia que se refería sin duda en el hogar doméstico, estremeciéndose tal vez con la consideración de que había hendido el espacio para sepultarse en lo profundo de los mares.

-¿No se supo nunca su nombre? -preguntó el conde en voz alta.

-¡Oh!, no -dijo el conserje-. No era conocido más que por el número treinta y cuatro.

-¡Villefort! ¡Villefort! -murmuró Montecristo-, he aquí lo que hartas veces has debido decirte cuando mi espectro causaba tus insomnios.

-¿Queréis continuar la visita? -preguntó el conserje.

-Sí; sobre todo, si tenéis la bondad de mostrarme la morada del pobre abate.

-¡Ah! El número veintisiete.

-Sí, veintisiete -repitió Montecristo.

Y le parecía oír aún la voz del abate Faria, cuando le pedía su nombre, diciéndole aquel número a través de la muralla.

-Venid.

-Esperad -dijo Montecristo- que eche la mirada sobre todas las fases de este calabozo.

-Bueno -dijo el guía-, ahora resulta que he olvidado la llave del otro.

-Idla a buscar.

-Os dejo la antorcha.

-No; lleváosla.

-Pero os vais a quedar a oscuras.

-Es que puedo ver en medio de la oscuridad.

-¡Lo mismo que él!

-¿Que quién?

-El número treinta y cuatro. Se dice que estaba tan habituado a la oscuridad, que hubiera distinguido una espina en lo más oscuro del calabozo.

-Necesitó diez años para llegar a tal estado -murmuró el conde.

El guía se alejó, llevándose la antorcha.

El conde había dicho la verdad. Apenas estuvo algunos segundos en la oscuridad, cuando ya lo distinguía todo como en medio del día. Entonces miró a su alrededor y reconoció palpablemente su calabozo.

-Sí -dijo-, ¡he aquí la piedra donde me sentaba, he aquí señaladas mis espaldas en el muro! ¡He aquí el rastro de la sangre que corrió de mi frente el día que quise romperla contra la pared! ¡Oh!, estos caracteres..., los recuerdo..., los escribí un día que calculaba la edad de mi padre para ver si lo volvería a encontrar vivo, y la edad de Mercedes para ver si la encontraría libre... Tuve un momento de esperanza después de efectuar el cálculo... ¡No tenía en cuenta el hambre y la infidelidad!

Y una amarga sonrisa se escapó de la boca del conde. Acababa de ver, como en un sueño, a su padre llevado a la tumba... ¡A Mercedes caminando hacia el altar!

En la otra pared atrajo su mirada una inscripción. Veíase aún, en el verdoso muro.

-DIOS MIO -leyó Montecristo-, ¡CONSERVADME LA MEMORIA!

» ¡Oh!, sí -exclamó-; he ahí la última plegaria de mis últimos tiempos. No pedía la libertad, pedía la memoria, temiendo volverme loco y olvidar. Dios mío, me habéis conservado la memoria, y todo lo recuerdo ahora, ¡gracias, gracias, Dios mío!»

En este momento la luz de la antorcha reflejó en el muro. Era el guía que bajaba.

El conde le salió al encuentro.

-Seguidme -dijo, y sin necesidad de la luz del día, le hizo seguir un corredor subterráneo que conducía a otra entrada.

Aún allí fue asaltado Montecristo por un torbellino de pensamientos.

Lo primero que vio fue el meridiano trazado en la muralla, con cuyo auxilio sabía las horas el abate Faria. Luego, los restos del lecho en que murió el pobre preso.

Al verlo, en vez de la angustia que el conde había experimentado en el calabozo, abrió su corazón a un sentimiento dulce y tierno, un sentimiento de gratitud, y las lágrimas saltaron de sus ojos.

-Aquí es -dijo el guía- donde estaba el abate loco, por allí venía a encontrarle el joven -y señaló a Montecristo la abertura de la galería aún no cerrada-. Por el color de la piedra -prosiguió- ha reconocido un sabio que deba de hacer diez años poco más o menos que los dos presos se comunicaban en estos sitios. ¡Pobres gentes, cuánto debieron de aburrirse en diez años!

Dantés sacó algunos luises de su bolsillo y tendió la mano hacia el hombre que por segunda vez le compadecía sin conocerle. El conserje los recibió, creyendo eran algunas monedas de poco valor, pero a la luz de la antorcha, diose cuenta de la suma que se le entregaba.

-Señor -le dijo-, os habéis equivocado.

-¿En qué?

-Es oro lo que me dais.

-Ya lo sé.

-¡Cómo! ¿Lo sabéis?

-Sí.

-¿Teníais la intención de darme este oro?

-Sí.

-¿Y puedo guardármelo sin recelo alguno?

El conserje contempló lleno de admiración a Montecristo.

-¡Y honrosamente! -dijo el conde, como Hamlet.

-Señor -repuso el conserje, no atreviéndose a creer en su suerte-, señor, no comprendo vuestra generosidad.

-Es fácil de comprender sin embargo -dijo el conde-. He sido marino, y vuestra historia me ha conmovido extraordinariamente.

-Entonces, señor -dijo el guía-, puesto que sois tan generoso, merecéis que os ofrezca yo alguna cosa.

-¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo mío? ¿Conchas, obras de paja?, gracias.

-No, señor, no. Alguna cosa que se refiere a la historia presente.

-¿De veras? -exclamó el conde-, ¿y qué es ello?

-Escuchad -dijo el conserje-, he aquí lo que pasó. Dije para mí, siempre se descubre algo en una morada ocupada diez años por un preso, y me puse a registrarlo todo; observé que sonaba a hueco debajo del lecho y en el hogar de la chimenea.

-Sí -dijo el conde-, sí.

-Levanté las piedras, y hallé...

-Una escala de cuerda, herramientas -exclamó el conde Montecristo.

-¿Cómo sabéis eso? -preguntó el conserje, sorprendido.

-No lo sé, lo adivino -dijo el conde-, son cosas que se hallan ordinariamente en los escondrijos de los presos.

-Sí, señor, sí -dijo el guía-, una escala de cuerda y herramientas.

-¿Y las tenéis aún? -exclamó Montecristo.

-No, señor; vendí estos diferentes objetos, que eran muy curiosos a los visitantes, pero me queda otra cosa.

-¿Qué? -preguntó el conde con impaciencia.

-Me queda una especie de libro escrito sobre tiras de tela.

-¡Oh! -exclamó el conde-, ¿conserváis ese libro?

-No sé si es un libro -dijo el conserje-, pero me queda lo que os digo.

-Ve a buscármelo, amigo mío, ve -dijo Montecristo-, y si es lo que presumo, estate tranquilo.

-Voy, señor.

Y el guía salió.

Edmundo fue a arrodillarse piadosamente ante los restos del lecho que la muerte había convertido para él en altar.

-¡Oh!, mi segundo padre -dijo-, tú que me diste libertad, ciencia, riqueza; tú, que parecido a las criaturas de una especie superior a la nuestra, tenías la ciencia del bien y del mal, si en el fondo de la tumba queda de nosotros alguna cosa que se levante a la voz de los que moran sobre la tierra, si en la transformación que sufre el cadáver alguna cosa animada flota en los lugares en donde hemos amado o sufrido mucho, noble corazón, espíritu supremo, alma profunda, con una palabra, con un signo, con una revelación cualquiera, líbrame, te ruego, en nombre del amor paternal que me dispensabas, y del respeto filial que te profesé, del resto de duda, que vendrá a ser un remordimiento si no se cambia en mí en convicción.

Montecristo bajó la cabeza y juntó las manos.

-Ved, señor -le dijo una voz a sus espaldas.

El conde tembló y se volvió.

El conserje le entregó las tiras de tela en donde el abate Faria había depositado todos los tesoros de su ciencia. Este manuscrito era la gran obra del abate Faria sobre el reino de Italia.

El conde se apoderó de él con presteza, y sus ojos, mirando el epígrafe, leyeron:

«Arrancarás los dientes al dragón, y pisotearás los leones, ha dicho el Señor.»

-¡Ah! -exclamó-, ¡he aquí la respuesta! ¡Gracias, padre mío, gracias!

Y sacando del bolsillo una cartera que contenía diez billetes de banco de mil francos cada uno:

-Tómala -dijo al conserje.

-¿Me la dais?

-Sí, pero a condición de que no la mirarás hasta que yo haya partido.

Y guardando en el pecho la reliquia que acababa de encontrar, y que para él equivalía al más preciado tesoro, salió del subterráneo y subió a la barca.

-¡A Marsella! -dijo.

Luego, alejándose, con los ojos fijos en la sombría prisión:

-¡Horror! -dijo-, ¡para los que me encerraron en ella, y para los que han olvidado que en ella estuve!

Al pasar otra vez por los Catalanes, el conde se volvió, y envolviendo la cabeza en la capa, murmuró el nombre de una mujer.

La victoria era completa. Montecristo había vencido la duda por dos veces.

Ese nombre, que pronunció con una expresión de ternura que era casi amor, era el nombre de Haydée.

Al poner el pie en tierra, el conde se dirigió al cementerio, seguro de encontrar a Morrel.

También él, diez años antes, había buscado piadosamente una tumba en el cementerio, y la había buscado inútilmente. Volviendo a Francia con millones, no había podido encontrar la tumba de su padre, muerto de hambre. Morrel mandó poner en ella una cruz, pero esta cruz se cayó y el enterrador la quemó, como hacen todos ellos, encendiendo lumbre en el cementerio. El honrado naviero había sido más afortunado. Muerto en brazos de sus hijos, fue llevado por ellos a enterrar cerca de su mujer, dos años antes entrada en la eternidad. Dos largas losas de mármol, con sus nombres inscritos en ellas, estaban extendidas, una al lado de otra, en un pequeño recinto, rodeado por una balaustrada de hierro, y sombreado por cuatro cipreses.

Maximiliano se apoyaba en uno de estos árboles, y tenía clavados sus ojos inciertos sobre las dos tumbas.

Su dolor era profundo, casi le trastornaba.

-Maximiliano -le dijo el conde-, no es ahí donde se debe mirar, sino allí.

Y le señaló el cielo.

-Los muertos se encuentran en todas partes -dijo Morrel-, ¿no me lo dijisteis al hacerme abandonar París?

-Maximiliano -dijo el conde-, me pedisteis durante el viaje deteneros algunos días en Marsella. ¿Es éste aún vuestro deseo?

-No tengo deseos, conde. Aunque creo que esperaré menos penosamente en Marsella que otras veces.

-Tanto mejor, Maximiliano, porque os dejo, llevándome vuestra palabra, ¿no es verdad?

-¡Ah!, lo olvidaré, conde -dijo Morrel-, lo olvidaré.

-No, no lo olvidaréis, porque sois hombre de honor antes que todo, Morrel, porque lo habéis jurado, porque vais a jurarlo de nuevo.

-¡Oh!, conde, ¡tened piedad de mí!, conde, ¡soy tan desgraciado!

-Conocí a un hombre más desgraciado que vos, Morrel.

-Es imposible.

-¡Ah! -dijo Montecristo-, es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse cada hombre más desgraciado que cualquier otro que gime y llora a su lado.

-¿Qué mayor desgracia que la del que pierde el único bien que amaba y deseaba en el mundo?

-Escuchad, Morrel -dijo el conde-, y fijad un momento vuestro espíritu en lo que voy a deciros. He conocido un hombre que, como vos, había depositado todas sus esperanzas de ventura en una mujer. Ese hombre era joven, tenía un padre anciano al que amaba, una mujer que pronto iba a ser su esposa, y a la cual idolatraba. Iba a casarse, cuando de repente, uno de esos caprichos de la suerte que haría dudar de la bondad de Dios, si Dios no se revelase al cabo, mostrando que todo es para El un medio de guiar a su unidad infinita, cuando de repente un capricho de la suerte le robó la libertad, la novia, el porvenir que entreveía y que creía cierto, porque, ciego como estaba, no podía leer más que en lo presente, para sumergirle en la lobreguez de un calabozo.

-¡Ah! -dijo Morrel-, ¡se sale de un calabozo al cabo de ocho días, de un mes, de un año!

-Estuvo en él catorce años, Morrel -dijo el conde poniendo la mano en el hombro del joven.

Maximiliano se estremeció.

-¡Catorce años! -murmuró.

-¡Catorce años! -repitió el conde-, y también durante ellos tuvo hartos momentos de desesperación. También, como vos, Morrel, creyéndose el más desdichado de los hombres, pensó en suicidarse.

-¿Y bien? -preguntó Morrel.

-¡Y bien!, en el momento supremo, Dios se reveló a él por un medio humano, porque Dios hace milagros. Acaso en el primer momento, es preciso tiempo para que los ojos anegados en lágrimas vean claro, no comprendió la misericordia infinita del Señor, pero al fin, tuvo paciencia y esperó. Un día salió milagrosamente de la tumba, transformado, rico, poderoso, casi un dios; su primer grito fue para su padre; su padre había muerto.

-Y también el mío -dijo Morrel.

-Sí, pero vuestro padre murió en vuestros brazos, dichoso, honrado, rico, lleno de ilusiones. El otro murió pobre, desesperado, dudando de Dios, y cuando, diez años después, el hijo buscaba su tumba, ésta había desaparecido, y nadie ha podido decirle: «Aquí descansa en Dios el corazón que tanto te ha amado.»

-¡Oh! -dijo Morrel.

-Era, pues, más desventurado que vos, porque no sabía dónde hallar la tumba de su padre.

-Pero -dijo Morrel- restábale al menos la mujer amada.

-Os engañáis, Morrel; esa mujer...

-¿Había muerto? -exclamó Maximiliano.

-Peor aún. Era infiel, se había casado con uno de los perseguidores de su amante. Bien veis, Morrel, que era más desgraciado amante que vos.

-¿Y ha enviado Dios -preguntó Morrel- consuelos a ese hombre?

-Le ha dado la calma, al menos.

-¿Y ese hombre podrá ser dichoso algún día?

-Lo espera, Maximiliano.

El joven dejó caer la cabeza sobre el pecho.

-Ya tenéis mi promesa -dijo, tras un momento de silencio, y tendiendo la mano a Montecristo-, recordad únicamente...

-El 5 de octubre, Morrel, os espero en la isla de Montecristo. El 4 hallaréis una embarcación en el puerto de Bastia, llamada el Eurus. Daréis el nombre al patrón, que os conducirá cerca de mí. ¿De acuerdo, Maximiliano?

-De acuerdo, conde; así lo haré. Pero recordad que el 5 de octubre...

-Sois un niño que no sabe aún lo que vale la promesa de un hombre... Os he dicho veinte veces que ese día, si aún queréis morir, os ayudaré a ello, Morrel. Adiós.

-¿Me dejáis?

-Sí; tengo que hacer en Italia. Os dejo solo, solo en lucha con la desgracia, solo con el águila de poderosas alas que el Señor envía a sus elegidos para transportarlos a sus plantas. La historia de Ganimedes no es una fábula, es una alegoría, Maximiliano.

-¿Cuándo partís?

-En seguida, el vapor me espera, dentro de una hora estaré lejos de vos, ¿me acompañaréis al puerto, Morrel?

-Soy todo vuestro, conde.

-Dadme un abrazo.

Morrel acompañó al conde hasta el puerto. Ya el humo salía como un inmenso penacho del negro tubo que lo lanzaba hasta el cielo. Pronto partió el buque, y una hora después, como había dicho Montecristo, esta misma cola de humo blanquecino cortaba apenas visible el horizonte oriental, sombreado por las primeras brumas de la noche.

Capítulo Décimo octavo

Pepino

En el preciso instante en que el vapor del conde desaparecía detrás del cabo Morgion, un hombre que viajaba en posta por el camino de Florencia a Roma, se presentaba en la villa de Aquapendente. Seguía precipitadamente su camino para ganar tiempo sin hacerse sospechoso.

Vestido con una levita o más bien un sobretodo, sumamente deteriorado por el viaje, pero que dejaba ver brillante y nueva aún una cinta de la Legión de Honor cosida al pecho. Este hombre, no solamente por su aspecto, sino también por el acento con que hablaba a su postillón, debía ser tenido por francés. Una prueba más de que había nacido en el país de la lengua universal, es que no sabía otras palabras italianas que las músicas, que pueden, como el goddan de Fígaro, reemplazar todos los modismos de una lengua particular.

-Allegro! -decía a los postillones a cada subida.

-Moderato! -a cada bajada.

¡Y Dios sabe si hay subidas y bajadas yendo de Florencia a Roma por el camino de Aquapendente!

Estas dos palabras, por otra parte, provocaban grandes risas en las gentes a quienes se dirigían.

A la vista de la Ciudad Eterna, es decir, al llegar a la Storta, punto desde donde se divisa Roma, el viajero no experimentó el sentimiento de curiosidad entusiasta que lleva a cada extranjero a elevarse desde el fondo del asiento para tratar de distinguir la famosa cúpula de San Pedro, que se remonta sobre todos los demás objetos que la rodean.

No. Sacó una cartera del bolsillo, y de ella un papel plegado en cuatro dobleces, que desdobló y dobló con una atención parecida a respeto, contentándose con decir:

-¡Bueno!, no me abandones.

El carruaje atravesó la puerta del Popolo, giró a la izquierda y se detuvo ante la fonda de España.

Nuestro antiguo conocido, el señor Pastrini, recibió al viajero en la puerta y con el sombrero en la mano.

El viajero bajó, encargó una buena comida, y tomó las señas de la casa Thomson y French, que le fue indicada en el instante mismo, y era una de las más conocidas de Roma, situada en la calle del Banchi, cerca de San Pedro.

En Roma, como en todas partes, la llegada de una silla de posta constituye un acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los Gracos, con los pies desnudos, los codos rotos, un puño sobre la cadera, y el otro brazo pintorescamente encorvado alrededor de la cabeza, miraban al viajero, la silla de posta y los caballos. A estos bodoques, de la ciudad por excelencia, se habían juntado unos cincuenta papamoscas de los Estados del Papa, de los que forman corrillos escupiendo en el Tíber desde el puente de Santángelo, cuando el Tíber lleva agua.

Además, como los bodoques y los papamoscas de Roma, más dichosos que los de París, entienden todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oyeron al viajero pedir una habitación y comida, y las señas de la casa de Thomson y French.

Resultó de esto que cuando el nuevo viajero salió de la fonda con el cicerone de rigor, un hombre se separó del grupo de los curiosos, y sin parecer ser notado por el guía, marchó a poca distancia del extranjero, siguiéndole con tanta cautela como hubiera podido emplear un agente de la policía parisiense.

El francés estaba tan impaciente por efectuar su visita a la casa Thomson y French, que no había tenido tiempo de esperar fuesen enganchados los caballos. El carruaje debía encontrarle en el camino, o esperarle a la puerta del banquero. Llegó sin que el carruaje le alcanzase.

El francés entró, dejando en la antecámara su guía, que inmediatamente trabó conversación con dos o tres de esos industriales sin industria, o más bien de cien industrias, que ocupan en Roma las puertas de los banqueros, de las iglesias, de las ruinas, de los museos y de los teatros. Al propio tiempo que el francés, entró el hombre que se había separado del grupo de curiosos. El francés abrió la puerta y entró en la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo.

-¿Los señores Thomson y French? -preguntó el extranjero.

Una especie de lacayo se levantó a la señal de un encargado de confianza, guarda solemne de la primera mesa.

-¿A quién anunciaré? -preguntó el lacayo preparándose a preceder al extranjero.

El viajero respondió:

-Al barón Danglars.

-Pasad -dijo el lacayo.

Abrióse una puerta. El lacayo y el barón entraron por ella.

El hombre que había seguido a Danglars se sentó a esperar en un banco.

El que le había recibido primero continuó escribiendo por espacio de cinco minutos aproximadamente, durante los cuales el hombre sentado guardó profundo silencio y la más completa inmovilidad.

Luego, la pluma del primero dejó de chillar sobre el papel. Levantó la cabeza, miró atentamente en derredor suyo, y bien asegurado:

-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, ¡tú aquí, Pepino!

-¡Sí! -respondió lacónicamente.

-¿Tú has olfateado algo de bueno en la cara de ese hombre gordo?

-No hay gran mérito en esto. Estamos prevenidos.

-¿Sabes lo que viene a hacer aquí, curioso?

-Pardiez, viene a tocar, aunque falta saber qué suma.

-En seguida lo sabrás, amigo.

-Muy bien, pero no vayas, como el otro día, a darme noticias falsas.

-¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a aquel inglés que sacó de aquí tres mil escudos el otro día?

-No; ése tenía en efecto los tres mil escudos y nosotros los hemos hallado. Hablo del príncipe ruso.

-¿Y bien?

-¡Y bien! Nos habías dicho treinta mil libras, y no hemos hallado más que veintidós.

-Las habréis buscado mal.

-Luigi Vampa es el que hizo el registro en persona.

-En tal caso, tendría deudas y las pagaría.

-¿Un ruso?

-O gastaría su dinero.

-Después de todo, es posible.

-Es seguro, pero déjame ir a mi observatorio, el francés puede efectuar su negocio sin que yo sepa la cantidad exacta.

Pepino hizo una señal afirmativa, y sacando un rosario del bolsillo se puso a rezar algunas oraciones, mientras el empleado desapareció por la misma puerta que había dado paso al otro empleado y al bárón.

Al cabo de unos diez minutos, el empleado apareció gozoso.

-¿Y bien? -preguntó Pepino a su amigo.

-¡Alerta! ¡Alerta! -respondió-, la suma es respetable.

-Cinco o seis millones, ¿no es verdad?

-Sí; ¿cómo lo sabes?

-Por un recibo de su excelencia el conde de Montecristo.

-¿Conoces al conde?

-Se le acredita sobre Roma, Venecia y Viena.

-¿Es posible? -exclamó-, ¿cómo te has informado tan bien?

-Te he dicho que se nos había avisado de antemano.

-Entonces, ¿por qué te diriges a mí?

-Para estar seguro de que es el hombre a quien buscábamos.

-El es..., cinco millones. Una hermosa suma. ¿Eh, Pepino?

-Sí.

-No volveremos a ver otra parecida.

-Al menos -respondió filosóficamente Pepino-, recogeremos alguna tajada.

-¡Silencio! Ahí viene nuestro hombre.

El empleado tomó la pluma, y Pepino el rosario. El uno escribía, el otro oraba cuando volvió a abrirse la puerta.

Danglars apareció radiante de satisfacción, acompañado del banquero, que le guió hasta la puerta.

Detrás de Danglars salió Pepino.

Según lo convenido, el carruaje que debía ir a buscar a Danglars esperaba delante de la casa Thomson y French. El cicerone tenîa la portezuela abierta. El cicerone es un ser muy complaciente y que puede destinarse a cualquier cosa.

Danglars montó en el carruaje, ligero como un joven de veinte años.

El cicerone cerró la portezuela y subió con el cochero.

Pepino se acomodó detrás.

-¿Quiere su excelencia ver San Pedro? -preguntó el cicerone.

-¿Para qué? -repuso el barón.

-Pues... para ver.

-No he venido a Roma para ver -dijo en voz alta Danglars; después añadió en voz baja con una sonrisa codiciosa:- he venido para tocar.

Y tocó en efecto su camera, en la cual acababa de guardar una letra.

-Entonces, ¿su excelencia va...?

-A la fonda.

-A casa de Pastrini -dijo al cochero el cicerone.

Y el carruaje partió rápido, como carruaje de gran señor.

Diez minutos más tarde, el barón había entrado en su aposento, y Pepino se instalaba en un banco situado delante de la fonda, después de pronunciar unas palabras al oído de uno de aquellos descendientes de Mario y de los Gracos que hemos designado al principio de este capítulo, mozo que tomó a todo correr el camino del Capitolio.

Danglars estaba cansado, satisfecho, y tenía sueño. Se acostó, colocó su cartera bajo la ahnohada y se quedó dormido.

Pepino tenía tiempo de más, jugó a la morra con los faquines, perdió tres escudos, y para consolarse bebióse una botella de vino de Orvieto.

Al día siguiente, el banquero se levantó tarde, aunque se había acostado temprano. Hacía cinco o seis noches que dormía muy mal, cuando dormía. Almorzó mucho, y poco deseoso, como había dicho, de ver las bellezas de la Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el mediodía.

Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y con la pereza del maestro de postas. Los caballos tardaron dos horas en estar enganchados, y el cicerone no trajo el pasaporte visado hasta después de las tres. Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del señor Pastrini a buen número de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.

El barón atravesó triunfalmente estos grupos, que le llamaban excelencia para obtener un bayoco.

Como Danglars, hombre muy popular, como sabemos, se había contentado con el dictado de barón hasta entonces, sin ser tratado de excelencia, este título le lisonjeó, y distribuyó una docena de monedas a toda aquella canalla, dispuesta por otras doce a tratarle de alteza.

-¿Adónde? -inquirió el postillón en italiano.

-Camino de Ancona -respondió el barón. El señor Pastrini tradujo la pregunta y la respuesta, y el carruaje partió al galope.

Danglars quería, en efecto, trasladarse a Venecia a recoger una parte de su fortuna, y después a Viena a realizar el resto.

Su intención era fijarse en esta última ciudad, que se le había asegurado ser el vergel de los placeres.

Apenas anduvo tres leguas por las campiñas de Roma, cuando empezó a anochecer. Danglars no creía haber salido tan tarde; de otro modo se habría quedado. Así preguntó al postillón cuánto faltaba para llegar a la población cercana.

-Non capisco -respondió el postillón.

Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir ¡muy bien!

El carruaje prosiguió la marcha.

-En la primera parada -dijo para sí Danglars- me detendré.

Danglars experimentó aún un resto de bienestar que había gozado la víspera, y que le proporcionó tan buena noche. Estaba muellemente extendido en una buena calesa inglesa de dos resortes, y se sentía llevado al galope por dos buenos caballos. La parada era de siete leguas, lo sabía. ¿Qué hacer cuando se es banquero, y se ha hecho con fortuna bancarrota?

Dedicó diez minutos a pensar en su mujer, que quedaba en París, otros diez en su hija, que recorría el mundo en compañía de la señorita de Armilly. Otros diez minutos en sus acreedores y en la manera como emplearía el dinero. Después, no teniendo en qué pensar, cerró los ojos y se quedó dormido.

Sin embargo, sacudido por un movimiento fuerte del carruaje, Danglars abrió un momento los ojos. Entonces se sintió llevado con la misma celeridad a través de la misma campiña de Roma, toda sembrada de acueductos rotos, que parecían gigantes de granito petrificados. Pero en una noche fría, sombría, lluviosa, era mejor para un hombre medio dormido permanecer en el fondo de la silla con los ojos cerrados, que asomar la cabeza a la ventanilla para preguntar dónde estaba a un postillón que no sábía responder otra cosa que: non capisco!

Danglars continuó durmiendo, pensando que ya tendría tiempo de levantarse al llegar a la parada.

El carruaje se detuvo. Danglars pensó que llegaba por fin al término deseado. Abrió los ojos, miró a través del vidrio, creyendo hallarse en medio de alguna ciudad, o por lo menos aldea, pero no vio más que una casucha aislada y tres o cuatro hombres yendo y viniendo como sombras.

El banquero esperó un momento a que el postillón, que había acabado su parada, viniese a reclamarle el coste de la posta. Creía poder aprovechar esta ocasión para pedir algunas noticias a su nuevo conductor, pero se cambiaron los tiros sin que nadie pidiese nada al viajero. Danglars quedó asombrado, abrió la portezuela, pero le rechazó bien pronto una mano vigorosa y la silla empezó a rodar.

El barón se levantó estupefacto.

-¡Eh! -dijo al postillón-. ¡eh!, mio caro!

Palabras italianas de una romanza que Danglars había retenido cuando su hija cantaba dúos con el príncipe Cavalcanti.

Pero mio caro no respondió.

Danglars se contentó entonces con bajar el cristal.

-¡Eh!, amigo ¿dónde vamos? -dijo sacando la cabeza.

-Dentro la testa! -exclamó una voz grave e imperiosa, acompañada de un grito de amenaza.

Danglars comprendió que dentro la testa quería decir: meted la cabeza. Hacía, como puede verse, rápidos progresos en el italiano.

Obedeció, no sin inquietud, y como esta inquietud subía de punto a cada minuto que transcurría, al cabo de algunos instantes su espíritu, en lugar del vacío que dijimos cuando se puso en camino, y que le produjo el sueño, tenía pensamientos más propios unos y otros para despertar el interés del viajero, y sobre todo de un viajero en la situación de Danglars. Sus ojos adquirieron en las tinieblas el brillo que les confieren en el primer momento las emociones fuertes, y que se apaga al fin por haberse excitado demasiado. Antes de tener miedo se ve claro. Mientras se tiene, se ve doble, después de haberle tenido se ve turbio.

Danglars vio un hombre envuelto en una capa que galopaba junto a la portezuela de la derecha.

-Algún gendarme -dijo-. ¿Habré sido denunciado por los telégrafos franceses a las autoridades pontificias?

Resolvió salir de esta ansiedad.

-¿Adónde me lleváis? -dijo.

-Dentro la testa! -repitió la misma voz con el propio acento de amenaza.

Danglars se volvió a la portezuela de la izquierda. Otro hombre a caballo galopaba al mismo lado.

-Evidentemente -se dijo Danglars con el sudor en el rostro-, he caído en una trampa.

Y se arrojó al fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para soñar.

Poco después apareció la luna en el cielo.

Desde el fondo de la calesa echó una ojeada a la campiña. Volvió a ver entonces los grandes acueductos, fantasmas de piedra que había notado al pasar, solamente que en vez de verlos a la derecha, los tenía ahora a la izquierda. Creyó que habían dado media vuelta al carruaje, y que se le llevaba a Roma.

-¡Oh, desdichado de mí! -exclamó-, se habrá conseguido mi extradición.

El carruaje continuó corriendo con admirable velocidad. Pasó una hora terrible, porque a cada nuevo indicio que se le ofrecía al paso, el fugitivo reconocía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. En fin, no volvió a ver la masa sombría contra la cual le pareció que el carruaje iba a estrellarse. Pero el carruaje se ladeó, bordeando la masa sombría, que no era otra cosa que la cintura de muralla que envuelve a Roma.

-¡Oh!, ¡oh! -murmuró Danglars-, no entramos en la ciudad. Luego no es la justicia la que me detiene. ¡Gran Dios!, otra idea, será posible...

Sus cabellos se erizaron. Acordóse entonces de las interesantes historias de los bandidos romanos, tan poco creídas en París, y que Alberto de Morcef contaba a la señora Danglars y a Eugenia, cuando se trataba de que el joven vizconde fuera yerno de una y marido de otra.

-¡Ladrones tal vez! -murmuró.

De repente, el carruaje rodó sobre alguna cosa más dura que el suelo de un camino enarenado. Danglars aventuró una mirada a los dos lados del camino. Distinguió unos monumentos de una forma extraña, y su pensamiento preocupado con la relación de Morcef, que al presente se le representaba en todos sus pormenores, este pensamiento le dijo que debía estar sobre la vía Apia.

A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguíanse unas ruinas de forma circular. Eran las termas de Caracalla.

A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, éste se detuvo. Al mismo tiempo se abrió la portezuela de la izquierda.

Scendi! -dijo una voz.

Danglars se apeó inmediatamente. No hablaba todavía el italiano, pero lo entendía ya. Más muerto que vivo, el barón miró en torno suyo. Cuatro hombres le rodeaban, sin contar el postillón.

-Di quá -dijo uno de ellos bajando por un pequeño sendero que conducía de la vía Apia al medio de las anfractuosidades de la campiña de Roma.

Danglars siguió a su guía, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de volverse para saber que era seguido por otros tres hombres. Sin embargo, parecióle que éstos se quedaban como de centinela a distancias iguales.

Después de diez minutos de marcha aproximadamente, durante los cuales Danglars no cambió una sola palabra con su guía, se halló entre un cerro y un matorral. Tres hombres en pie y mudos formaban un triángulo de que él era el centro.

Quiso hablar. Su lengua se le trabó.

-Avanti -dijo la misma voz con acento breve a imperativo.

Esta vez el banquero comprendió de dos modos, por la palabra y por el gesto, porque el hombre que marchaba detrás le empujó tan rudamente hacia adelante que casi tropezó con su guía.

Este guía era nuestro amigo Pepino, que se deslizó por los matorrales en medio de una sinuosidad que sólo los lagartos podían tener por un camino expedito.

Pepino se detuvo ante una roca coronada de una espesa mata. Esta roca, entreabierta, abrió paso al joven, que desapareció como desaparece el diablo en algunos de nuestros sortilegios. La voz y el gesto del que siguió a Danglars obligaron al banquero a hacer otro tanto. No cabía la menor duda. El quebrado banquero francés tenía que habérselas con bandidos romanos.

Danglars obró como un hombre colocado entre dos males terribles y cuyo valor es excitado por el mismo miedo. A pesar de su vientre, que le dificultaba el atravesar las anfractuosidades de la campiña de Roma, se colocó tras de Pepino, y dejándose resbalar con los ojos cerrados, cayó a sus pies. Al tocar la tierra volvió a abrir los ojos. El camino era largo, pero oscuro. Pepino, poco cuidadoso de ocultarse, estando ahora en su casa, hizo lumbre y encendió una luz. Otros dos hombres bajaron tras de Danglars, formando la retaguardia, y empujando al banquero cuando éste se detenía casualmente, le hicieron tomar una pendiente suave por medio de una encrucijada de siniestra apariencia.

En efecto, las paredes de murallas, formando nichos sobrepuestos unos a otros, parecían en medio de piedras blancas, abrir los ojos negros y profundos que se observan en las calaveras. Un centinela hizo sonar con su mano los arreos de su carabina.

-¿Quién vive? -dijo.

-¡Amigos! ¡Amigos! -contestó Pepino-. ¿Dónde está el capitán?

-Allí -dijo el centinela, señalando por detrás de su espalda una gran cavidad abierta en la roca y cuya luz se reflejaba en la entrada por sus ovaladas aberturas.

-Buena presa, capitán, buena presa -dijo Pepino en italiano.

Y cogiendo a Danglars por el cuello de la levita le condujo hacia una entrada, semejante a una puerta, y por la cual se penetraba al punto donde el capitán parecía haber hecho su alojamiento.

-¿Es éste el hombre? -inquirió el capitán mientras leía con la mayor atención la Vida de Alejandro, por Plutarco.

-El mismo, capitán, el mismo.

-Muy bien, mostrádmelo.

A esta orden imperativa, Pepino acercó tan bruscamente la luz al rostro de Danglars, que éste retrocedió vivamente para no quemarse las cejas.

Su rostro trastornado ofrecía todos los síntomas de un terror indescriptible.

-Este hombre está cansado -dijo el capitán-, llévesele a la cama.

-¡Oh! -murmuró el banquero-, esa cama es probablemente uno de los nichos de la muralla, ese sueño es la muerte que va a darme uno de los puñales que veo resplandecer.

En efecto, en las profundidades lóbregas de aquella cavidad inmensa veíanse agitarse sobre hierbas secas y pieles de lobo, los compañeros del hombre a quien Alberto de Morcef había hallado leyendo los Comentarios de César, y a quien Danglars encontraba leyendo la Vida de Alejandro.

El banquero lanzó un sordo gemido y siguió a su guía. No profirió súplica ni queja alguna. No tenía fuerza, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; dejábase llevar.

Emprendió la marcha, y comprendiendo que tenía una escalera ante sí, levantó maquinalmente los pies cuatro o cinco veces. Entonces se abrió ante él una puerta baja. Inclinóse instintivamente para no romperse la frente, y se halló en una cavidad abierta en la roca viva.

Era regularmente formada, aunque sin muebles. Seca, aunque situada bajo la tierra, a una profundidad inconmensurable.

Una cama de hierba seca, cubierta de pieles de cabra, estaba no hecha, sino tendida en un rincón del cuarto.

Danglars, al verla, creyó hallar un símbolo inequívoco de su salvación.

-¡Oh! Dios sea loado -murmuró-, es una cama verdadera.

Por segunda vez en el término de una hora invocaba el nombre de Dios. No le había sucedido otro tanto en diez años.

-Ecco -dijo el guía.

Y metiendo a Danglars en el cuarto, cerró la puerta tras de sí. Sonó un cerrojo; el banquero se hallaba prisionero. Además, aunque no hubiera habido cerrojo, sólo san Pedro y teniendo por guía un ángel del cielo, pudiera pasar por medio de la guarnición que ocupaba las catacumbas de San Sebastián, y que acampaba con un jefe en quien nuestros lectores habrán desde luego reconocido al famoso Luigi Vampa.

Danglars había también reconocido al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No sólo le había reconocido a él, sino también la celda en donde Morcef estuvo encerrado, y que según todas las probabilidades era el alojamiento de los extranjeros.

Estos recuerdos, campo de cierto deleite en medio de todo para Danglars, le devolvieron la tranquilidad. No habiéndole dado muerte en el primer momento los bandidos, no deberían tener intención de matarle.

Habíasele detenido para robarle, y como no tenía más que unos luises, se le pediría rescate.

Acordóse de que Morcef había tenido que aprontar unos cuatro mil escudos, y como él mismo se creía de una apariencia de mayor importancia que Morcef, calculó que se le exigiría doble suma.

Ocho mil escudos equivalían a cuarenta y ocho mil libras. Le quedarían aún unos cinco millones cincuenta mil francos. Con esto se salía del paso en cualquier parte.

Así, pues, quedó casi seguro de salir del paso, teniendo en cuenta que no había ejemplo de que se hubiese tasado nunca un hombre en cinco millones cincuenta mil libras. Danglars se echó en la cama, en donde después de dar algunas vueltas a un lado y a otro, se durmió con la tranquilidad del héroe cuya historia Luigi Vampa estaba leyendo. De todo sueño, si no es del que temía Danglars, se despierta. Danglars se despertó. Para un parisiense habituado a cortinajes de seda, a paredes adamascadas, al perfume que sale de las maderas delicadas de la chimenea y se extiende y baja de los techos de raso, despertar en una gruta de piedra debe de ser un momento poco apacible. Al tocar las cortinas de piel de cabra, Danglars debía creer que se hallaba entre lapones o cosa parecida. En tales circunstancias, un segundo basta para convertir la mayor de las dudas en palpable certeza.

-Sí -murmuró-; estoy en poder de los bandidos de que habló Alberto de Morcef.

Su primer movimiento fue respirar para asegurarse de que no estaba herido. Era un medio que había aprendido en Don Quijote, único libro no que había leído, sino que conservaba alguna cosa en la memoria.

-No -dijo-, no me han matado ni herido, pero ¿me habrán robado acaso?

Y metió la mano en los bolsillos. Estaban intactos. Los cien luises que se había reservado para hacer el viaje de Roma a Venecia se hallaban en el bolsillo de su pantalón, y la cartera con la letra de cinco millones cincuenta mil francos estaba en el bolsillo de la levita.

-¡Qué bandidos tan raros -se dijo-, que me han dejado mi bolsa y mi cartera! Como pensé ayer al acostarme, van a ponerme a rescate. ¡Veamos!, ¡conservo también el reloj! Veamos la hora que es.

El reloj de Danglars, obra de Breguet, al que había cuidado de dar cuerda la víspera de su viaje, señalaba las cinco y media de la mañana. Sin él, Danglars hubiera ignorado completamente la hora que era, penetrando ya la luz del día en el aposento.

¿Sería preciso exigir una explicación de los bandidos? ¿Convendría esperar pacientemente a que se la diesen? En tal alternativa, lo último era más prudente. Danglars esperó. Esperó hasta el mediodía. Durante todo este tiempo un centinela había velado a su puerta. A las ocho de la mañana fue relevado.

Apoderóse de Danglars el deseo de ver quién le custodiaba.

Había notado que los rayos, no del día, sino de una lámpara, se filtraban por las hendiduras mal unidas de la puerta. Acercóse a una de ellas en el momento mismo en que el bandido echaba algunos tragos de aguardiente, los cuales, debido al pellejo que lo contenía, esparcían un olor repugnante para Danglars.

-¡Puf! -exclamó retrocediendo hasta el fondo de la habitación.

A mediodía, el hombre del aguardiente fue reemplazado por otro funcionario. Danglars tuvo la curiosidad de ver a su nuevo guardián, y se acercó otra vez a la hendidura. Era un bandido de complexión atlética, un Goliat de grandes ojos, labios gruesos, nariz aplastada. Su cabellera roja pendía por las espaldas en mechas retorcidas, como culebras.

-¡Oh!, ¡oh! -dijo Danglars-, éste parece más bien un ogro que una criatura humana. En todo caso soy perro viejo, soy duro de mascar.

Como se ve, Danglars no había perdido todavía el buen humor. En el mismo instante, como para probarle que no era un ogro, su guardián se sentó frente a la puerta del cuarto, y sacó de su zurrón pan negro, cebolla y queso, y se puso in continenti a devorarlos.

-¡Que me lleve el diablo! -dijo Danglars, echando a través de las hendiduras de la puerta una mirada a la comida del bandido-, el diablo me lleve si comprendo cómo pueden comerse semejantes porquerías.

Y fue a sentarse sobre las pieles, recordando en ellas el olor de aguardiente del primer centinela. Sin embargo, la situación de Danglars era crítica, y los secretos de la naturaleza son incomprensibles. Hay en ellos harta elocuencia en ciertas invitaciones materiales que dirigen las más groseras sustancias a los estómagos vacíos.

Danglars sintió de pronto que el suyo lo estaba en este momento, y así vio al hombre menos feo, al pan menos duro, al queso más fresco. En fin, las cebollas crudas, sucia alimentación del salvaje, le recordaron ciertas salsas Robert, y cierta ropa vieja que su cocinero preparaba de una manera superior cuando Danglars le decía: «Señor Deniseau, hágame para hoy un buen platito de canalla.»

Se levantó y fue a llamar a la puerta. El bandido levantó la cabeza. Al ver Danglars que le había oído, volvió a llamar.

-Che cosa? -preguntó el bandido.

-¡Hola, amigo! -dijo Danglars, dando con los dedos contra la puerta-, ¡me parece que será tiempo que se piense en darme de comer también a mí!

Pero sea que no comprendiese, sea que no tuviese órdenes relativas a la comida de Danglars, el gigante continuó comiendo. Danglars sintió humillado su orgullo, y no queriendo meterse con semejante bruto, se echó sobre las pieles sin decir nada más.

Transcurrieron cuatro horas. El gigante fue reemplazado por otro bandido. Danglars, que sentía fuertes movimientos de estómago, se levantó despacio, aplicó en seguida el ojo a las hendiduras de la puerta y reconoció la figura inteligente de su guía. Era, efectivamente, Pepino, que se preparaba a entrar de guardia del mejor modo posible, sentándose frente a la puerta, y colocando entre ambas piernas una cazuela que contenía, calientes y olorosos, guisantes fritos con tocino. Cerca de estos guisantes, Pepino colocó un canastillo de racimos de Velletri, y una botella de vino de Orvieto. Seguramente Pepino era inteligente. Viendo estos preparativos gastronómicos, el hambre atormentaba a Danglars.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, veamos si éste es más tratable que el otro. -Y tocó pausadamente la puerta.

-Allá van -dijo en mal francés el bandido, que, frecuentando la casa del señor Pastrini, había acabado por aprender aquella lengua hasta en sus modismos.

Y abrió en efecto.

Danglars le reconoció por el que le había gritado de una manera harto furiosa: “Meted la cabeza”. Pero no era aquella hora para recriminaciones, y adoptó, por el contrario, el ademán más agradable, y con graciosa sonrisa:

-Perdonad -le dijo-, pero ¿no se me dará de comer a mí también?

-¡Cómo, pues! -exclamó Pepino-. ¿Vuestra excelencia tendrá hambre acaso?

-¡Acaso! ¡Es magnífico! -murmuró Danglars-, hace veinticuatro horas justas que no como. Sí, señor -añadió, levantando la voz-, tengo hambre, sobrada hambre.

-¿Y vuestra excelencia quiere comer?

-Al instante, si es posible.

-Nada más fácil -dijo Pepino-, aquí se proporciona todo, pagando, por supuesto, como se hace entre buenos cristianos.

-¡Ni que decir tiene! -exclamó Danglars-, aunque en realidad, las gentes que detienen y aprisionan deberían al menos alimentar a los prisioneros.

-¡Ah!, excelencia -repuso Pepino-, eso ya no se estila.

-No es mala la razón -siguió Danglars, contando ganar a su guardián con su amabilidad-, yo me satisfago con ella. Veamos qué es lo que se me sirve de comer.

-En seguida, excelencia, ¿qué deseáis?

Y Pepino puso su escudilla en el suelo, de tal manera que el vapor subía directamente a las narices del banquero.

-Mandadme -dijo.

-¿Hay cocina aquí? -preguntó Danglars.

-¿Que si hay cocina? ¡Cocina perfecta!

-¿Y cocineros?

-¡Excelentes!

-¡Y bien!, un pollo, un pescado, un ave, cualquier cosa, con tal que yo coma.

-Como desee vuestra excelencia. Pediremos un pollo, ¿no es verdad?

-Sí, un pollo.

Pepino, levantándose y asomándose a la puerta, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Un pollo para su excelencia!

La voz de Pepino resonaba aún por las bóvedas, cuando se presentó un joven, hermoso, esbelto, y medio desnudo como los antiguos pescadores, llevando en un plato de plata un pollo delicadamente colocado.

-Se creería uno en el Café de París -murmuró Danglars.

-¡Helo aquí, excelencia! -dijo Pepino, cogiendo el pollo de manos del joven bandido, y colocándolo en una mesa carcomida, que con un asiento y la cama de pieles, formaba todo el ajuar de la celda.

Danglars pidió un cuchillo y un tenedor.

-¡Helo aquí, excelencia! -dijo Pepino, ofreciéndole un cuchillo pequeño de punta roma y un tenedor de madera. Danglars tomó el cuchillo en una mano y el tenedor en la otra, y se puso a trinchar el ave.

-Dispensad, excelencia -dijo Pepino, pasando una mano por la espalda del banquero-, aquí se paga antes de comer, para el caso de quedar luego descontentos.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo para sí Danglars-, esto no es como en París. Me van a desollar probablemente, pero hagamos las cosas en grande, veamos, he oído hablar del buen trato de la vida de Italia; un pollo debe de valer doce sueldos en Roma. Tened -dijo en voz alta, y dio un luís a Pepino.

-Un momento, vuestra excelencia -dijo Pepino levantándose-, un momento, vuestra excelencia me queda a deber aún alguna cosa.

-¡Cuando yo decía que habrían de desollarme! -murmuró Danglars. Luego, resuelto a sacar partido de todo:- Veamos lo que se os debe por esa ave hética -prosiguió.

-Vuestra excelencia ha dado un luís a cuenta.

-¿Un luís a cuenta de un pollo?

-Claro está, a cuenta.

-Bien..., ¡veamos!, ¡veamos!

-No son más que cuatro mil novecientos noventa y nueve luises lo que me debe vuestra excelencia.

Danglars abrió espantado los ojos al oír tan pesada broma.

-¡Ah, bribón! -murmuró-, ¡bribón, por vida mía!

Y quiso ponerse a trinchar el pollo, pero Pepino le detuvo la mano derecha con la izquierda, y extendió además la otra mano, diciendo:

-¡Vamos!

-¿Qué? ¿No os reís? -dijo Danglars.

-Aquí no reímos nunca, excelencia -contestó Pepino, serio como un cuáquero.

-¿Cien mil francos este pollo?

-Excelencia, es increíble el trabajo que cuesta criar aves en estas malditas grutas.

-¡Vamos!, ¡vamos! -dijo Danglars-, encuentro esto muy chistoso, muy divertido en verdad. Pero como tengo hambre, dejadme comer. Tomad, he aquí otro luís para vos, amigo mío.

-Entonces no faltan más que cuatro mil novecientos noventa y ocho luises -dijo Pepino conservando la misma sangre fría-, con paciencia todo se consigue.

-¡Oh!, lo que es eso -dijo Danglars, indignado de tan perseverante burla-, lo que es eso, jamás. Idos al diablo, vos no sabéis quién soy yo.

Pepino hizo una señal, el criado echó las dos manos y llevóse en seguida el pollo. Danglars se tendió en la cama de piel de lobo, Pepino cerró la puerta y se puso a comer los guisantes con tocino.

Danglars no podía ver lo que hacía Pepino, pero el ruido de sus dientes no debía dejarle duda acerca de lo que estaba haciendo. Era evidente que comía, y que comía toscamente como un hombre mal criado.

-¡Avestruz! -dijo Danglars.

Pepino hizo que no oía nada, y sin volver la cabeza continuó comiendo con admirable calma. El estómago de Danglars encontrábase en tal estado que no creía él mismo poder llegar a llenarlo nunca. Sin embargo, tuvo paciencia por espacio de hora y media, que en realidad se le antojó un siglo. Levantóse y fue de nuevo a la puerta.

-Vamos -siguió-, no me hagáis desfallecer más tiempo, y decidme al fin qué es lo que se quiere de mí.

-Decid más bien, excelencia, lo que queréis de nosotros... Dad vuestras órdenes y las ejecutaremos.

-Abridme primero.

Pepino abrió.

-¡Yo quiero -dijo Danglars-, por Dios! ¡Quiero comer!

-¿Tenéis hambre?

-De sobra lo sabéis.

-¿Qué quiere comer vuestra excelencia?

-Un pedazo de pan seco, puesto que los pollos están a tal precio en estas malditas cuevas.

-¡Pan!, sea -dijo Pepino-. ¡Eh!, pan -gritó.

El criado trajo un pedazo de pan.

-¡Helo aquí! -dijo Pepino.

-¿Qué vale? -preguntó Danglars.

-Cuatro mil novecientos noventa y ocho luises, estando ya otros dos pagados por anticipado.

-¡Cómo! ¡Un pan cien mil francos!

-Cien mil francos -dijo Pepino.

-¡Y no me pedíais más que cien mil francos por un pollo!

-No servimos por lista, sino a precio fijo. Cómase poco o mucho, pídanse diez platos o uno solo, el coste es absolutamente igual.

-¡Una nueva burla! Querido amigo, os declaro que esto es absurdo, que esto es estúpido. Decid más bien que al fin queréis que me muera de hambre, y es más sencillo.

-No, excelencia, vos sois quien queréis suicidaros. Pagad y comed, creedme.

-¿Conque he de pagar tres veces, bruto? -dijo Danglars exasperado-. ¿Crees que se llevan así cien mil francos?

-Tenéis cinco millones cincuenta mil francos en vuestro bolsillo, excelencia -dijo Pepino-, que equivalen a cincuenta pollos y medio.

Danglars se estremeció. Cayóle la venda de los ojos. Continuaba la misma broma, pero por fin acababa de comprenderla. Es fácil conocer que no la encontraba tan sencilla como antes.

-Veamos -dijo-, veamos. ¿Dando esos cien mil francos, quedaréis satisfecho al menos, y podré comer a mi placer?

-Sin duda -dijo Pepino.

-Pero ¿cómo darlos? -dijo el banquero respirando más libremente.

-Nada más fácil. Tenéis un crédito abierto en casa de Thonmson y French, calle de Banchi, en Roma. Dadme un bono de cuatro mil novecientos noventa y ocho luises contra estos señores. Nuestro banquero los recogerá.

Danglars quiso al menos asumir el aire de generoso. Tomó la pluma y el papel que le presentaba Pepino, escribió la letra y firmó.

-Tened -dijo-, vuestro bono al portador.

-Y vos, el pollo.

Danglars trinchó el ave suspirando. Parecíale flaca para una suma tan crecida.

En cuanto a Pepino, leyó atentamente el papel, lo metió en el bolsillo y prosiguió comiendo sus guisantes con tocino.

Al día siguiente Danglars volvió a tener hambre. El aire de aquella caverna despertaba a más no poder el apetito. El prisionero creyó que en todo aquel día no tendría que hacer nuevos gastos. Como hombre económico había ocultado la mitad del pollo y un pedazo de pan en un rincón del cuarto. Pero después de comer tuvo sed. No había contado con ello. Luchó contra la sed hasta el momento en que sintió la lengua reseca pegársele al paladar. Entonces llamó, no pudiendo resistir más tiempo el fuego que le consumía. El centinela abrió la puerta; era una cara distinta. Pensó que mejor le sería entenderse con su antiguo conocido y llamó a Pepino.

-Aquí me tenéis, excelencia -dijo el bandido presentándose con tal presteza que le pareció de buen agüero a Danglars-, ¿qué queréis?

-Beber -contestó el prisionero.

-Excelencia -dijo Pepino-, ya sabéis que el vino no tiene precio en las cercanías de Roma.

-Dadme agua entonces -dijo Danglars, pensando salir del paso.

-¡Oh!, excelencia, el agua escasea aún más que el vino. ¡Hay tanta sequía!

-Vamos -dijo Danglars-, ¡volvéis a empezar, a lo que parece!

Y sonriéndose como en aire de broma, el desgraciado sentía humedecidas las sienes con el sudor.

-Vamos, vamos, amigo -dijo Danglars viendo que Pepino permanecía impasible-, os pido un vaso de vino, ¿me lo negaréis?

-Os he dicho, excelencia -respondió gravemente Pepino-, que no vendemos al por menor.

-¡Y bien!, entonces dadme una botella.

-¿De cuál?

-Del menos caro.

-Todos son del mismo precio.

-¿Y cuál es?

-Veinticinco mil francos la botella.

-Decid -exclamó Danglars, con indescriptible amargura-, decid que queréis robarme y es más sencillo que hacerlo así paso a paso.

-Es posible -dijo Pepino- que tal sea la intención del señor.

-¿Qué señor?

-Aquel a quien se os presentó anteayer.

-¿Dónde está?

-Aquí.

-Haced que lo vea.

-Es fácil.

Poco después, Luigi Vampa se hallaba ante Danglars.

-¿Me llamáis? -preguntó al prisionero.

-¿Sois el jefe de los que me han traído aquí?

-Sí, excelencia, ¿y qué?

-¿Qué queréis de mí por rescate? Decid.

-Nada más que los cinco millones que lleváis encima.

El banquero sintió oprimido el corazón con un pasmo terrible.

-No tengo más que eso en el mundo, resto de una inmensa fortuna. Si me lo quitáis, quitadme la vida.

-Tenemos prohibido derramar vuestra sangre, excelencia.

-¿Y quién os lo ha prohibido?

-El que manda en nosotros.

-¿Obedecéis a alguien?

-Sí, a un jefe.

-Creía que el jefe erais vos.

-Soy jefe de estos hombres, pero otro lo es mío.

-¿Y ese jefe obedece a alguien?

-Sí.

-¿A quién?

-A Dios.

Danglars permaneció un momento pensativo.

-No os comprendo -dijo.

-Es posible.

-¿Y es ese jefe el que os ha dicho que me tratéis de tal modo?

-Sí.

-¿Con qué objeto?

-Lo ignoro.

-Pero ¿desaparecerá mi bolsa?

-Es probable.

-Vamos -dijo Danglars-, ¿queréis un millón?

-No.

-¿Dos millones?

-No.

-¿Tres millones...?, ¿cuatro...?, veamos, ¿cuatro? Os lo doy a condición de que me pongáis en libertad.

-¿Por qué nos ofrecéis cuatro millones por lo que vale cinco? -dijo Vampa-, eso es una usura, señor banquero, o no entiendo una palabra.

-¡Tomadlo todo! ¡Tomadlo todo!, os digo -exclamó Danglars-, o matadme.

-Vamos, vamos, calmaos, excelencia, os vais a alterar la sangre, y eso os dará apetito para comer un millón por día, ¡sed más económico, demonio!

-¿Y cuando no tenga más dinero que daros? -exclamó Danglars exasperado.

-Entonces tendréis hambre.

-¿Tendré hambre? -dijo Danglars palideciendo.

-Probablemente -respondió Vampa con sorna.

-¿Decís que no queréis matarme?

-No.

-¿Y queréis dejarme morir de hambre?

-Sí, que no es lo mismo.

-¡Y bien, miserables! -exclamó Danglars-, haré fracasar vuestros infames planes. Morir por morir prefiero acabar de una vez. Hacedme sufrir, torturadme, matadme, pero no conseguiréis mi firma.

-Como queráis, excelencia -dijo Vampa. Y salió.

Danglars se arrojó rabiando sobre las pieles de lobo.

¿Quiénes eran esos hombres? ¿Quién era ese jefe visible? ¿Quién era el jefe invisible? ¿Qué proyectos les animaban contra él?, y cuando todo el mundo podía rescatarse, ¿por qué no podía él hacerlo?

¡Oh! , seguramente que la muerte, una muerte pronta y violenta, era un buen medio de burlar a los enemigos encarnizados que parecían perseguir contra él una incomprensible venganza.

-¡Sí, pero morir!

Acaso por primera vez en su larga carrera, Danglars pensaba en la muerte con el deseo y el temor a la vez de morir, pero había llegado el momento para él de detener la vista en el espectro implacable que va en pos de toda criatura, y a cada pulsación del corazón le dice: ¡Morirás!

Danglars parecía una bestia feroz, acosada por la montería, desesperada después, y que a fuerza de su desesperación, consigue finalmente evadirse. Pensó en la fuga, pero los muros eran la roca viva, y a la única salida de la cueva se hallaba un hombre leyendo, por detrás del cual veíanse pasar y repasar sombras armadas de fusiles.

Duróle dos días la resolución de no firmar, después de los cuales pidió de comer y ofreció un millón. Tomáronselo y le sirvieron una suculenta comida.

Desde entonces la vida del desgraciado prisionero fue una tortura perpetua. Había sufrido tanto que no quería exponerse a sufrir más, y cedía a todas las exigencias. Al cabo de cuatro días, una tarde que había comido como en los tiempos de su mejor fortuna, echó sus cuentas y notó que era tanto lo gastado que no le restaban más que cincuenta mil francos.

Entonces sufrió una reacción extraña. Acabando de perder cinco millones, trató de salvar los cincuenta mil francos que le quedaban; antes que entregarlos, se propuso una vida de privaciones y llegó a entrever momentos de esperanza que rayaban en locura. Teniendo olvidado a Dios después de mucho tiempo, comenzó a creer que había obrado milagros, que la caverna podía hundirse, que los carabineros pontificios podían descubrir aquel odioso encierro y salvarle. Pensó en los cincuenta mil francos que le restaban, que eran una suma suficiente para preservarle del hambre, y rogó a Dios se los conservara, y orando lloró.

Tres días transcurrieron de este modo, durante los cuales el nombre de Dios estuvo constantemente, si no en su corazón, en sus labios. A intervalos tenía instantes de delirio, durante los cuales creía ver desde las ventanas en una pobre choza un anciano agonizando en el lecho. Este viejo también moría de hambre.

El cuarto día no era un hombre, era casi un cadáver. Había recogido hasta las últimas migajas de sus comidas, y comenzaba a devorar la estera que cubría el piso de la cueva.

Suplicó entonces a Pepino, como a un ángel guardián, le diese algún alimento, y le ofreció mil francos por un pedazo de pan. Pepino no contestó.

El quinto día se arrastró hasta la entrada de la celda.

-¿No sois cristiano? -dijo incorporándose sobre las rodillas-, ¿queréis asesinar a un hombre que es hermano vuestro ante Dios? ¡Oh!, ¡mis amigos de otro tiempo, mis amigos de otro tiempo! -murmuraba.

Y cayó con la frente en el suelo.

Luego, levantándose, gritó con una especie de desesperación:

-¡El jefe!, ¡el jefe!

-Heme aquí -dijo Vampa, apareciendo de repente-, ¿qué queréis otra vez?

-Tomad el oro que me queda -balbució Danglars entregándole la cartera-, y dejadme vivir aquí, en esta caverna. No pido la libertad, sólo pido la vida.

-¿Entonces, sufrís mucho? -preguntó Vampa.

-¡Oh!, sí; sufro, sufro cruelmente.

-Hay, sin embargo, hombres que han sufrido más que vos.

-No lo creo.

-Sí; ¡por mi vida!, murieron de hambre.

El banquero acordóse entonces del anciano que, durante sus horas de alucinamiento, veía a través de las ventanas de la pobre cabaña llorar en el lecho. Golpeóse la frente contra el suelo, dando un gemido.

-Sí -dijo-, es verdad. Hay quienes han sufrido más que yo, pero al menos eran mártires.

-¿Es que al fin os arrepentís? -dijo una voz sombría y solemne, que hizo erizarse los cabellos en la cabeza de Danglars.

Su mirada débil trató de distinguir los objetos, y vio detrás del bandido un hombre envuelto en una capa, y oculto tras una pilastra de piedra.

-¿De qué tengo que arrepentirme? -balbució Danglars.

-Del mal que me habéis hecho -dijo la misma voz.

-¡Oh, sí; me arrepiento, me arrepiento! -exclamó el banquero. Y se golpeó el pecho con el puño desfallecido.

-Entonces os perdono -dijo el hombre soltando la capa y dando algunos pasos para colocarse ante la luz.

-¡El conde de Montecristo! -dijo Danglars, más pálido de terror, que lo que estaba un momento antes de hambre y de miseria.

-Os engañáis, no soy el conde de Montecristo.

-¿Quién sois, entonces?

-Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada habéis prostituído, al que habéis pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna, cuyo padre habéis hecho morir de hambre, a quien condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene asimismo necesidad de ser perdonado: soy ¡Edmundo Dantés!

Danglars lanzó un grito y cayó de rodillas.

-¡Levantaos! -dijo el conde-, tenéis salvada la vida. No han tenido igual suerte vuestros dos cómplices. Uno está loco, otro muerto. Quedaos con los cincuenta mil francos que os restan, os los doy. En cuanto a los cinco millones robados a los hospicios, les han sido ya restituidos por una mano desconocida. Ahora comed y bebed. Esta noche os doy hospedaje.

Después, el conde se volvió y dijo:

-Vampa, cuando ese hombre esté satisfecho, que se vaya libremente.

Danglars permaneció prosternado mientras el conde se alejaba; cuando levantó la cabeza, solamente vio una especie de sombra que desapareció por el corredor y ante la cual se inclinaban los bandidos.

Según había dispuesto el conde, Danglars se vio servido por Vampa, quien mandó traerle el mejor vino y los más exquisitos manjares de Italia, y después, haciéndole montar en su silla de posta, le dejó en el camino, arrimado a un árbol. Así permaneció sin saber dónde se hallaba. Entonces vio que estaba cerca de un arroyo, y como tenía sed, se arrastró hasta él. Al bajarse para beber, vio en el espejo de las aguas que sus cabellos se habían vuelto blancos.

Capítulo Décimo noveno

El 5 de octubre

Serían las seis de la tarde. Un horizonte de color de ópalo, matizado con los dorados rayos de un hermoso sol de otoño, se destacaba sobre la mar azulada.

El calor del día había ido atenuándose poco a poco, y empezaba a sentirse la ligera brisa que parece la respiración de la naturaleza exhalándose después de la abrasadora siesta del mediodía; soplo delicioso que refresca las costas del Mediterráneo y lleva de ribera en ribera el perfume de los árboles, mezclado con el acre olor del mar.

Sobre la superficie del lago que se extiende desde Gibraltar a los Dardanelos, y de Túnez a Venecia, una embarcación ligera, de forma elegante, se deslizaba a través de los primeros vapores de la noche. Su movimiento era el del cisne que abre sus alas al viento surcando las aguas. Avanzaba rápido y gracioso a la vez, dejando en pos de sí un surco fosforescente.

Lentamente, el sol, cuyos últimos rayos hemos saludado, desapareció por el horizonte occidental, pero como para secundar los sueños brillantes de la mitología, sus fuegos indecisos, reapareciendo en la cima de cada ola, parecían revelar que el dios de la luz acababa de ocultarse en el seno de Anfítrite, quien procuraba en vano guardar a su amante entre los pliegues de su azulado manto.

El barco avanzaba velozmente, aunque al parecer, apenas hacía viento para sacudir los rizados bucles de una joven. En pie sobre la proa, un hombre alto, de tez bronceada, ojos dilatados, veía acercarse hacia él la tierra bajo la forma de una masa sombría en forma de cono, y saliendo del medio de las olas como un ancho sombrero catalán.

-¿Está ahí la isla de Montecristo? -preguntó con una voz grave, impregnada de profunda tristeza, el viajero a cuyas órdenes parecía estar en aquel momento la embarcación.

-Sí, excelencia -respondió el patrón-; ya llegamos.

-¡Llegamos! -murmuró el viajero con un acento indefinible de melancolía.

Luego añadió en voz baja:

-Sí; éste será el puerto.

Y se sumergió en sus meditaciones, que se revelaban con una sonrisa más triste aún que lo hubiesen sido las mismas lágrimas.

Unos minutos más tarde se distinguió en tierra una llama, que se apagó al instante, y el estampido de un arma de fuego llegó hasta el barco.

-Excelencia -dijo el patrón-, he ahí la señal, ¿queréis responder vos mismo?

-¿Qué señal? -preguntó.

El patrón extendió la mano hacia la isla, desde cuyas orillas ascendía una larga y blanquecina columna de humo, que se iba extendiendo sensiblemente en la atmósfera.

-¡Ah!, sí -dijo, como saliendo de un sueño-, dadme...

El patrón le entregó una carabina cargada. El viajero la tomó, apuntó hacia arriba y la disparó al aire.

Diez minutos después se amainaba la vela, y se echaba el ancla a quinientos pasos del puerto.

El bote estaba ya en el mar con cuatro remeros y el photo. El viajero bajó, y en vez de sentarse en la popa guarnecida para él de un tapiz azul, se mantuvo en pie con los brazos cruzados.

Los remeros esperaban con los remos medio levantados, como aves que ponen a secar las alas.

-¡Avante! -dijo el viajero.

Los ocho remos cayeron al mar de un solo golpe, y sin hacer saltar una chispa de agua. Después la barca, cediendo al impulso, se deslizó rápidamente.

En seguida entró en una pequeña ensenada, formada por una abertura natural. La barca tocó en un fondo de arena fina.

-Excelencia -dijo el piloto-, subid a espaldas de dos de nuestros hombres, que os llevarán a tierra.

El joven respondió a esta invitación con un gesto de completa indiferencia. Sacó las piernas de la barca y se dejó deslizar en el agua, que le llegó hasta la cintura.

-¡Ah, excelencia! -murmuró el piloto-, habéis hecho mal, y el señor os censurará por ello.

El joven continuó marchando hacia la ribera, detrás de dos marineros que habían encontrado el mejor fondo.

A los treinta pasos llegaron a tierra. El joven sacudió los pies y comenzó a buscar el camino que se le indicaba en medio de las tinieblas de la noche. En el momento en que volvía la cabeza, sintió una mano sobre el hombro y una voz que le hizo estremecer.

-Buenas noches, Maximiliano -le dijo la voz-, veo que sois puntual, gracias.

-¡Vos, conde! -exclamó el joven con un movimiento, expresión más que de otra cosa de alegría, y estrechando entre sus dos manos la de Montecristo.

-Sí, ya lo veis, tan puntual como vos, pero estáis no sé cómo, caro amigo. Es preciso transformaros, como diría Calipso a Telémaco. Venid, pues. Hay por aquí una habitación preparada para vos, y en la cual olvidaréis las fatigas y el frío.

Montecristo vio que Morrel se volvía, y esperó.

El joven, en efecto, veía con sorpresa que ni una sola palabra le habían dicho sus conductores, a los cuales no había pagado, y sin embargo, partían. Oíanse ya los movimientos de los remos del bote que volvía hacia la embarcación.

-¡Ah, sí! -dijo el conde-, ¿buscáis a vuestros marineros?

-Sin duda, nada les he dado y no obstante han partido.

-No penséis en eso, Maximiliano -dijo sonriéndose Montecristo-, tengo un contrato con la marina para que el acceso de mi isla quede libre de todo gasto de viaje. Soy su abonado, como se dice en los países civilizados.

Morrel miró al conde con admiración.

-Conde -le dijo-, no sois el mismo aquí que en París.

-¿Cómo es eso?

-Sí; aquí os reís.

La frente de Montecristo se ensombreció.

-Tenéis razón en recordármelo, Maximiliano -dijo-, volveros a ver es una ventura para mí, y olvidaba que toda ventura es pasajera.

-¡Oh!, no, no, conde -exclamó Morrel volviendo a asir las manos de su amigo-, reíd, por el contrario; sed dichoso y probadme con vuestra indiferencia que la vida no es mala sino para los que sufren. ¡Oh!, sois benéfico, bueno, grande, amigo mío, y para darme valor afectáis esa alegría.

-Os equivocáis, Morrel -dijo el conde-, es que en efecto soy feliz.

-Vamos, os olvidáis de mí, ¡tanto mejor!

-¿Cómo?

-Sí, porque ya lo sabéis amigo. Como el gladiador cuando entraba en el circo decía al emperador, os digo: «El que va a morir te saluda.»

-¿No estáis consolado? -preguntó Montecristo, con una expresión particular.

-¡Oh! -dijo Morrel, con una mirada llena de amargura-, ¿suponéis acaso que puedo estarlo?

-Escuchad -prosiguió el conde-, comprendéis bien el sentido de mis palabras, ¿no es verdad, Maximiliano? No me tenéis por un hombre vulgar, por una urraca que pronuncia frases vagas y vacías de sentido. Al preguntaros si estáis consolado, os hablo como hombre para quien el corazón humano no tiene secretos. Y bien, Morrel, bajemos juntos al fondo de vuestro corazón y sondeémosle. ¿Siente aún la fogosa impaciencia del dolor que hace estremecer el cuerpo, como se estremece el león picado por el mosquito? ¿O sufre esa sed devoradora que no se acaba hasta el sepulcro? ¿O la idealidad del recuerdo ya irrealizable que lanza al vivo en pos de la muerte? ¿O tan sólo la postración del valor agotado, el tedio que apaga los rayos de esperanza que quisieran lucir de nuevo? ¿O la pérdida de la memoria junto con la impotencia para el llanto? ¡Oh!, querido amigo, si esto es así, si no podéis llorar, si creéis muerto vuestro corazón embotado, si no encontráis fuerza más que en Dios, miradas más que para el cielo, amigo, dejemos a un lado las palabras harto mezquinas para la comprensión de nuestra alma. Maximiliano, estáis consolado, dejad, pues de lamentaros.

-Conde -dijo Morrel con una voz dulce y firme al mismo tiempo-, conde, escuchadme, como se escucha al hombre que habla con el dedo extendido hacia la tierra, con los ojos levantados al cielo. He venido cerca de vos para expirar en brazos de un amigo. Hay, es cierto, personas a quienes amo. Amo a mi hermana Julia, a su esposo Manuel, mas necesito que se abran unos brazos fuertes y se me estreche en ellos en mis últimos instantes. Mi hermana se desharía en lágrimas y se acongojaría. La vería sufrir, y ¡he sufrido yo tanto! Manuel me arrancaría el arma de las manos y atronaría la casa con sus destemplados gritos. Vos, conde, cuya palabra me esclaviza, que sois más que hombre, a quien llamaría dios si no fueseis mortal. Vos, vos me conduciréis dulcemente y con ternura, ¿no es verdad?, hasta las puertas de la muerte.

-Amigo -repuso el conde-, me queda aún una duda: ¿tendréis tan poca fuerza que empeñéis vuestro orgullo en exhalar vuestro dolor?

-No; mirad, soy sincero -dijo Morrel tendiendo la mano al conde-, y mi pulso no late más ni menos débil que de costumbre. No; me siento al término del camino. No, no procederé más allá. Me habéis hablado de aguardar, de esperar, ¿sabéis lo que habéis hecho, desventurado sabio? ¡He esperado un mes, es decir, que he sufrido un mes! He esperado, ¡el hombre es pobre y miserable criatura! He esperado, ¿y qué? No lo sé, ¡algo desconocido, absurdo, insensato!, un milagro..., ¿cuál? Dios sólo puede decirlo, que ha envuelto nuestra razón con la locura que se llama esperanza. Sí; he estado esperando. Sí; he esperado, conde, y en un cuarto de hora que hace que hablamos esta vez, me habéis, sin saber, partido, torturado el corazón cien veces, porque cada una de vuestras palabras me prueban que no hay esperanza para mí. ¡Oh, conde, cuán dulce y voluptuoso sería el descanso de la muerte!

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por Morrel con una explosión de alegría que hizo estremecer al conde.

-Amigo mío -continuó Morrel, viendo que el conde callaba-, me designasteis el 5 de octubre como término del plazo definitivamente convenido... ; amigo mío, hoy es el 5 de octubre...

Y sacó el reloj.

-Son las nueve; todavía me quedan tres horas de vida.

-Sea -respondió el conde-, venid.

Morrel siguió maquinalmente al conde, y estaban ya en la gruta, sin que Maximiliano se hubiese dado cuenta de ello. Vio alfombras bajo sus pies, y abierta una puerta de donde se exhalaban delicados perfumes. Una luz resplandeciente hirió sus ojos. Morrel se detuvo dudoso sin seguir adelante.

Desconfiaba de las delicias mágicas que le rodeaban. Montecristo le atrajo dulcemente.

-¿Será preciso -dijo-, que empleemos las tres horas que nos restan, como los antiguos romanos, que, condenados por Nerón, su emperador y heredero, se sentaban a la mesa coronados de flores y aspiraban la muerte con el perfume de los heliotropos y de las rosas?

-Como gustéis -respondió Morrel-, la muerte es siempre la muerte, es decir, el reposo, es decir, la ausencia de la vida, y por consiguiente del dolor.

Sentóse, y Montecristo enfrente de él.

Estaban en el maravilloso comedor que hemos descrito, y en donde estatuas de mármol sostenían en la cabeza canastillos siempre llenos de flores y de frutas. Morrel lo había mirado todo vagamente, probablemente sin ver nada.

-Hablemos -dijo, mirando finalmente al conde.

-¡Hablad! -le respondió éste.

-Conde -repuso Morrel-, sois el compendio de todos los conocimientos humanos, y me parecéis bajado de un mundo más adelantado y sabio que el nuestro.

-Hay algo de cierto en eso -dijo el conde, con la sonrisa melancólica que confería a su rostro destellos de inefable bondad-, he bajado de un planeta que llaman el dolor.

-Creo todo lo que me decís, sin tratar de investigar su sentido, conde; y la causa de ello es porque me habéis dicho que viva y he vivido, porque me habéis dicho que espere y he esperado. Osaré preguntaros como si hubieseis muerto alguna vez: ¿Conde, es eso un mal?

Montecristo miraba a Morrel con una inefable expresión de ternura.

-Sí -dijo-, sí, sin duda; eso es un mal si rompéis brutalmente la capa mortal que os reclama obstinadamente la vida. Si desgarráis vuestra carne con la imperceptible punta de un puñal, si abrís con una bala siempre insegura vuestra cabeza, sensible al más leve dolor, ciertamente que sufriréis, y dejaréis odiosamente la vida, hallándola en medio de una agonía desesperada, mejor que un reposo a tanta costa comprado.

-Sí, lo comprendo -dijo Morrel-; la muerte, como la vida, tiene secretos de dolor y de voluptuosidad. Todo estriba en conocerlos.

-Exacto, Maximiliano. Acabáis de decir una gran verdad. La muerte es según el cuidado que tomamos de ponernos bien o mal con ella: o una amiga que nos mece dulcemente como una nodriza, o una enemiga que nos arranca con violencia el alma del cuerpo. Un día, cuando el mundo haya vivido un millar de años más, y se haya hecho dueño de todas las fuerzas destructoras de la naturaleza para aprovecharlas en el bienestar general de la humanidad, cuando el hombre conozca, como decíais no ha mucho, los secretos de la muerte, será ésta tan dulce y voluptuosa como el sueño en los brazos de la mujer querida.

-Y si quisierais morir, conde, ¿sabríais hacerlo de ese modo?

-Sí.

Morrel le tendió la mano.

-Comprendo ahora -dijo- por qué me habéis citado aquí, en esta isla perdida en medio del Océano, en este palacio subterráneo, sepulcro que envidiaría Faraón. Es porque me queréis, ¿no es así, conde?, ¿es que me queréis lo suficiente, para procurarme una de esas muertes de que me habláis, una muerte sin agonía, una muerte que me permita desahogarme pronunciando el nombre de Valentina, y estrechándoos la mano?

-Sí; habéis adivinado, Morrel -dijo el conde con sencillez-, y así es como lo comprendo.

-Gracias, la idea de que mañana no sufriré más resulta consoladora para mi angustiado corazón.

-¿No dejáis a nadie? -preguntó Montecristo.

-¡No! -respondió Morrel.

-¿Ni siquiera a mí? -repuso el conde con emoción profunda.

Morrel quedó suspenso. Sus claros ojos se nublaron de pronto, y brillaron luego con vívida llama, brotando de ellos una lágrima que rodó abriendo un surco plateado en su mejilla.

-¡Cómo! -dijo el conde-, ¡os queda un recuerdo en la tierra y morís...!

-¡Oh!, por favor -exclamó Morrel con voz apagada-, ¡ni una palabra más, conde, no prolonguéis mi suplicio!

Montecristo creyó que Morrel iba a entrar en delirio.

Esta creencia de un instante resucitó en él la horrible duda sepultada ya una vez en el castillo de If. Pensó devolver este hombre a la ventura, mirando tal restitución como un peso echado en la balanza para compensación del mal que pudiera haber derramado.

«Ahora -pensó el conde-, si yo me equivocase, si este hombre no fuera tan desgraciado que mereciese la ventura, ¡ay!, ¡qué sería de mí que no puedo olvidar el mal sino representándome el bien!»

-Escuchad, Morrel -dijo-, vuestro dolor es inmenso, me doy cuenta, pero, sin embargo, creéis en Dios, y no querréis arriesgar la salvación del alma.

Morrel se sonrió con tristeza.

-Conde -dijo-, sabéis que no entro fríamente en los espacios de la poesía; pero, os lo juro, mi alma no es mía.

-Escuchad, Morrel -dijo el conde-, no tengo pariente alguno en el mundo, ya lo sabéis. Me he acostumbrado a miraros como hijo, ¡y bien!, por salvar a mi hijo, sacrificaría mi vida, cuanto más mi fortuna.

-¿Qué queréis decir?

-Quiero decir, Morrel, que atentáis a vuestra vida porque no conocéis todos los goces que ofrece una gran fortuna. Morrel, poseo cerca de cien millones, os los doy. Con tal fortuna podéis esperar todo lo que os propongáis. ¿Sois ambicioso?, todas las carreras os serán abiertas. Revolved el mundo, cambiad su faz, entregaos a prácticas insensatas, sed criminal si es preciso, pero vivid.

-Conde, cuento con vuestra palabra -respondió fríamente Morrel, y añadió, sacando el reloj-, son las nueve y media.

-¡Morrel! ¿Insistís?, ¿a mi vista?, ¿en mi casa?

-Dejadme marchar, entonces -dijo Maximiliano, profundamente sombrío-, o creeré que no me amáis sino por vos.

Y se puso en pie.

-Está bien -dijo el conde, cuyo rostro pareció iluminarse-, lo queréis, Morrel, y sois inflexible. ¡Sí!, sois profundamente desgraciado, y lo habéis dicho, sólo puede remediaros un milagro. Sentaos y esperad, Morrel.

Morrel obedeció. Montecristo se levantó a su vez y fue a buscar a un armario cuidadosamente cerrado, y cuya llave llevaba suspendida de una cadena de oro, un cofrecito de plata primorosamente cincelado, cuyos ángulos representaban cuatro figuras combadas, parecidas a esas cariátides de formas ideales, figuras de mujer, símbolos de ángeles que aspiran al cielo. Colocó el cofre encima de la mesa. Luego, abriéndolo, sacó una cajita de oro, cuya tapa se levantaba apretando un resorte secreto.

Esta caja contenía una sustancia untuosa medio sólida, cuyo color era indefinible, a causa del reflejo del oro bruñido, de los zafiros, rubíes y esmeraldas que la guarnecían, mezcla de azul, de púrpura y oro. El conde tomó entonces una pequeña cantidad de esta sustancia con una cuchara de plata sobredorada, y la ofreció a Morrel, mirándole fijamente largo tiempo. Pudo verse entonces que esta sustancia era de un color verdoso.

-He aquí lo que me habéis pedido -dijo-. He aquí lo que os he prometido.

-Viviendo aún -dijo el joven, al tomar la cuchara de manos del conde-, os doy las gracias desde el fondo de mi corazón.

El conde cogió otra cuchara y la metió también en la caja de oro.

-¿Qué vais a hacer, amigo? -inquirió Morrel, deteniéndole la mano.

-A fe mía, Morrel -le dijo sonriéndose-, creo, y Dios me lo perdone, que estoy tan cansado de la vida como vos, y puesto que la ocasión se presenta...

-¡Alto! -exclamó el joven-. ¡Vos que amáis, que sois amado, que tenéis fe y esperanza! ¡Oh, no hagáis lo que yo voy a hacer! ¡En vos sería un crimen! ¡Adiós, mi noble y generoso amigo, adiós! Voy a decir a Valentina todo lo que habéis hecho por mí.

Y lentamente, sin otro movimiento que el de una contracción de la mano izquierda que tendía a Montecristo, Morrel tomó o más bien saboreó la misteriosa sustancia que le había ofrecido el conde.

En este momento quedaron ambos silenciosos. Alí, también callado y atento, les dio tabaco, sirvió el café y desapareció.

Poco a poco, las lámparas palidecieron en las manos de las estatuas de mármol que las sostenían, y el perfume de los pebeteros pareció menos penetrante a Morrel. Sentado frente a él, el conde le miraba desde el fondo de la sombra, y Morrel no veía brillar más que los ojos de Montecristo.

Apoderóse del joven un dolor inmenso. Sentía caerse el servicio de café de las manos. Los objetos iban perdiendo insensiblemente su forma y sus colores. Sus ojos turbados veían abrirse como puertas y cortinas en las paredes.

-Amigo -dijo-, conozco que me muero. Gracias.

Realizó un esfuerzo por tenderle por segunda vez la mano, pero sin fuerza se dejó caer sobre él. Entonces le pareció que Montecristo se sonreía, no con la risa extraña e impresionante que le había dejado entrever muchas veces los misterios de su alma profunda, sino con la compasiva bondad que tienen los padres para con sus hijos extraviados. Al mismo tiempo el conde crecía a sus ojos. Su estatura, casi doble, se dibujaba sobre las pinturas rojas; había echado hacia atrás sus negros cabellos y se presentaba alto e imponente como uno de esos ángeles que amenazarán a los pecadores el día del juicio eterno.

Morrel, abatido, desconcertado, se tendió en un sofá. Advertíase entorpecimiento en la circulación de la sangre, ya algo azulada. Su cabeza experimentaba un trastorno en las ideas.

Tendido, enervado, anhelante, Morrel no sentía en sí nada de vivo más que un sueño. Parecía entrar decididamente en el vago delirio que precede al estado desconocido que llamamos muerte. Trató de tender nuevamente al conde la mano, pero carecía ya de movimiento. Quería decirle ya un adiós supremo, y su lengua se agitó sordamente en su garganta, como la losa al cerrar el sepulcro.

Sus ojos, llenos de languidez, se cerraron a pesar suyo; sin embargo, en derredor de sus párpados se agitaba una imagen que reconoció a pesar de la oscuridad en que se creía envuelto. Era el conde que acababa de abrir una puerta. De pronto, una claridad inmensa resplandeció en la cámara contigua, o más bien en un palacio encantado, inundando la sala donde Morrel se abandonaba a una dulce agonía.

Entonces vio aparecer a la puerta de la cámara, en el límite de ambas estancias, una mujer de maravillosa belleza. Pálida y sonriéndose dulcemente, parecía un ángel de misericordia, conjurando al ángel de las venganzas.

«¿Será el cielo que se abre para mí? -pensó el moribundo-; este ángel se parece al que he perdido.»

Montecristo señaló con el dedo a la joven el sofá donde estaba Morrel. La joven dirigióse hacia él con las manos juntas y la sonrisa en los labios.

-¡Valentina! ¡Valentina! -exclamó Morrel desde el fondo de su alma.

Pero su boca no articuló sonido alguno, y como si todas sus fuerzas se concentrasen en esta emoción interior, dio un suspiro y cerró los ojos. Valentina se precipitó sobre él. Los labios de Morrel hicieron todavía un movimiento.

-Os llama -dijo el conde- desde el fondo de su sueño aquel a quien habíais confiado vuestro destino y la muerte ha querido separaros. Pero esto ha sido por vuestro bien. Yo he vencido la muerte. Valentina, en lo sucesivo no debéis separaros más sobre la tierra, puesto que para encontraros se precipitaba en el sepulcro. Sin mí moriríais los dos. Os devuelvo el uno al otro. ¡Así Dios me tenga en cuenta las dos existencias que ahora salvo!

Valentina asió la mano de Montecristo y en un irresistible impulso de alegría la llevó a sus labios.

-¡Oh, perdonadme! -dijo el conde-. ¡Oh, repetidme, sin cansaros de repetírmelo! ¡Repetidme que os he hecho dichosa! No sabéis cuánta necesidad tengo de la seguridad de vuestras palabras.

-¡Oh, sí, sí, os lo agradezco con toda mi alma! -dijo Valentina-, y si dudáis de mis palabras, ¡ay!, preguntádselo a Haydée, a mi querida hermana Haydée, que después de nuestra partida de Francia me ha hecho esperar resignada, hablándome de vos, el venturoso día que hoy luce para mí.

-¿Conque amáis a Haydée? -preguntó Montecristo con una emoción que en vano se esforzaba en disimular.

-¡Oh!, con toda mi alma.

-Escuchad entonces, Valentina -dijo el conde-; tengo una gracia que pediros.

-¡A mí, gran Dios! ¿Seré tan dichosa?

-Sí; habéis llamado a Haydée vuestra hermana; séalo en efecto. Valentina, dadle todo lo que creáis deberme a mí. Protegedla, Morrel y vos, porque -la voz del conde pareció ahogarse en su garganta- en adelante quedará sola en el mundo...

-¡Sola en el mundo! -repitió una voz detrás del conde-, ¿y por qué?

Montecristo se volvió.

Haydée estaba en pie, pálida y helada, mirando al conde con expresión de profundo estupor.

-Porque mañana, hija mía, estarás libre -respondió el conde-, porque recobrarás en el mundo el puesto que te es debido, porque no quiero que mi destino oscurezca el tuyo. ¡Hija de príncipe, te devuelvo las riquezas y el nombre de tu padre!

Haydée palideció, abrió las manos diáfanas como hace la virgen que se encomienda a Dios y con una voz trémula por las lágrimas:

-¿Veo, señor, que me abandonas? -dijo.

-¡Haydée! Haydée! Eres joven, eres bella, olvídate hasta de mi nombre y sé dichosa.

-Perfectamente -dijo Haydée-; tus órdenes serán cumplidas. Olvidaré hasta tu nombre y seré dichosa.

Y dio un paso atrás para retirarse.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Valentina, sosteniendo con su espalda la cabeza inmóvil de Morrel-, ¿no veis su palidez, no comprendéis lo que sufre?

Haydée le dijo con una expresión desgarradora:

-¿Por qué quieres, hermana mía, que me comprenda? Es mi señor, soy su esclava; tiene derecho a no ver, a no comprender nada.

El conde tembló a los acentos de esta voz que hizo vibrar hasta las fibras más secretes de su corazón.

Sus ojos se encontraron con los de la joven y no pudieron resistir su resplandor.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo-, ¿será verdad lo que me habíais dejado sospechar? Haydée, ¿serías dichosa en no abandonarme?

-Soy joven -respondió con dulzura-; amo la vida que me ha hecho siempre tan venturosa, y sentiría morir.

-Lo cual quiere decir que si yo te dejo, Haydée...

-¡Moriré, señor, sí!

-¿Conque me amas?

-¡Oh, Valentina, pregunta si le amo! ¡Valentina, dile tú si amas a Maximiliano!

Montecristo sintió desahogado el pecho y dilatado el corazón. Abrió los brazos: Haydée se lanzó en ellos dando un grito.

-¡Oh, sí, te amo! -dijo-, te amo como se ama a un padre, a un hermano, a un esposo! ¡Te amo como se ama a Dios, porque eres para mí el más bello, el mejor y el más grande de los seres creados!

-¡Sea como tú quieres, ángel querido! -dijo el conde-, Dios, que me levantó contra enemigos y me dio la victoria; Dios, lo veo bien, no quiere que sea el arrepentimiento el término de mis triunfos. Yo quería castigarme; Dios quiere perdonarme. Ama, pues, ¡Haydée! ¿Quién sabe? Tu amor acaso logre hacerme olvidar lo que es necesario que olvide.

-¿Y qué dices tú, señor? -preguntó la joven.

-Digo que una palabra tuya, Haydée, me ha enseñado más que veinte años de lenta experiencia. ¡No tengo más que a ti en el mundo, Haydée; por ti vuelvo a la vida; por ti puedo sufrir, por ti puedo ser dichoso!

-¿Lo oyes, Valentina? -exclamó Haydée-; dice que por mí puede sufrir, ¡por mí, que por él daría la vida!

El conde quedó un instante pensativo.

-¿Habré entrevisto la verdad? -dijo-. ¡Oh! ¡Dios mío! No importa: recompensa o castigo, acepto este destino. Ven, Haydée, ven...

Y estrechando con su brazo el talle de la joven, apretó la mano a Valentina, y desapareció.

Transcurrió aproximadamente una hora, durante la cual, muda, anhelante, con los ojos fijos, permaneció Valentina al lado de Morrel. Al cabo sintió que palpitaba su corazón; que un soplo imperceptible abrió sus labios y advirtió el estremecimiento que anunciaba la vuelta a la vida en todo el cuerpo del joven. Al fin, abriéronse sus ojos, pero fijos primero, recobró luego la vista clara, real y, con la vista, la sensibilidad; con la sensibilidad el dolor.

-¡Oh! -exclamó con el acento de la desesperación-, vivo aún; ¡el conde me ha engañado!

Y su mano se tendió sobre la mesa y cogió un cuchillo.

-Amigo -dijo Valentina con su adorable sonrisa-, despierta ya y mira hacia mí.

Morrel dio un gran grito, y delirante, lleno de dudas, desvanecido como por una visión celeste, cayó sobre las rodillas.

Al siguiente día, al despuntar la aurora, Morrel y Valentina se paseaban por la costa cogidos del brazo.

La joven le contaba cómo Montecristo se había presentado en su cámara, revelándoselo todo, cómo le había hecho comprender el crimen y, finalmente, la salvó milagrosamente del sepulcro, al propio tiempo que la hacía creer que estaba muerta.

Hallando abierta la puerta de la gruta, salieron a dar un paseo. Lucían aún en el cielo las últimas estrellas de la noche. Morrel percibió entre las sombras de un grupo de rocas un hombre que esperaba una señal para acercarse a ellos y se lo mostró a Valentina.

-¡Es Jacobo -dijo-, el capitán!

Y le llamó con una seña.

-¿Tenéis algo que decirnos? -le preguntó Morrel.

-Tengo que entregaros esta carta de parte del conde.

-¡Del conde! -murmuraron a la vez los dos jóvenes.

-Sí, leed.

Morrel la abrió y leyó:

Mi querido Maximiliano: Hay una falúa anclada para vos. Jacobo os llevará a Uorna, donde el señor Noirtier espera a su hija para bendecirla antes de que os acompañe al altar. Todo cuanto hay en esta gruta, amigo mío, mi casa de los Campos Elíseos y mi castillo de Treport, son el regalo de boda que hace Edmundo Dantés al hijo de su patrón Morrel. La señorita de Villefort aceptará la mitad, pues le suplico dé a los pobres de París toda la fortuna que adquiera de su padre, loco, y de su hermano, fallecido en septiembre último con su madrastra.
Decid al ángel que va a velar por vuestra vida, Morrel, que ruegue alguna vez por un hombre que, semejante a Satanás, se creyó un instante igual a Dios, y ha reconocido con toda la humildad de un cristiano, que sólo en manos de la Providencia está el poder supremo y la sabiduría infinita. Sus oraciones endulzarán quizás el remordimiento que lleva en el fondo de su corazón.
En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo.
Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuán buena y hermosa es la vida.
Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!

Vuestro amigo,

Edmundo Dantés, Conde de Montecristo.

Durante la lectura de esta carta, que le revelaba la locura de su padre y la muerte de su hermano, Valentina palideció; un suspiro doloroso se exhaló de su pecho y lágrimas que no eran menos amargas por ser silenciosas, rodaron de sus mejillas. La ventura le costaba bien cara.

Morrel miró a su alrededor con inquietud.

-Pero -dijo- el conde exagera ciertamente su generosidad. Valentina se contentará con mi modesta fortuna. ¿Dónde está el conde, amigo? Conducidme a él.

Jacobo extendió la mano y señaló en dirección al horizonte.

-¡Cómo! ¿Qué queréis decir? -preguntó Valentina-. ¿Dónde está el conde? ¿Dónde está Haydée?

-Mirad -dijo Jacobo.

Los ojos de los dos jóvenes se fijaron en la línea indicada por el marino, y sobre ella, en el horizonte que separa el cielo del mar, distinguieron una vela blanca, grande como el ala de la gaviota.

-¡Partió! -exclamó Morrel-, ¡partió! ¡Adiós, amigo mío! ¡Adiós, padre mío!

-¡Partió! -murmuró Valentina-. ¡Adiós, amiga mía! ¡Adiós, hermana mía!

-¡Quién sabe si algún día le volveremos a ver! -dijo Morrel, enjugándose una lágrima.

-Cariño -repuso Valentina-, ¿no acaba de decirnos que la sabiduría humana se encierra toda ella en estas dos palabras?:

¡Confiar y esperar!

Indice-Letras Como Espada

ÍNDICE

Quinta parte: La mano de Dios

Capítulo 1.-
La acusación

Capítulo 2.-
La fractura

Capítulo 3.-
El viaje

Capítulo 4.-
El juicio

Capítulo 5.-
El insulto

Capítulo 6.-
El desafío

Capítulo 7.-
La madre y el hijo

Capítulo 8.-
Valentina

Capítulo 9.-
El padre y la hija

Capítulo 10.-
La fonda de la Campana y la Botella

Capítulo 11.-
La firma de Danglars

Capítulo 12.-
El cementerio del Padre Lachaise

Capítulo 13.-
La partición

Capítulo 14.-
El foso de los leones

Capítulo 15.-
El juez

Capítulo 16.-
La partida

Capítulo 17.-
Lo pasado

Capítulo 18.-
Pepino

Capítulo 19.-
El 5 de octubre

Pie-Letras Como Espada
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