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El Conde de Montecristo

Segunda Parte

Alejandro Dumas

Segunda parte: Simbad el marino

Capítulo Primero

Fascinación

El sol había recorrido ya la tercera parte de su carrera y sus ardientes rayos quebrábanse en las rocas, que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje producían su monótono chirrido; las hojas de los mirtos y de los acebuches se mecían temblorosas, produciendo un sonido casi metálico. Cada paso que daba Edmundo en la roca calcinada ahuyentaba una turba de lagartos, verdes como la esmeralda; las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se veían a lo lejos saltar por los despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la mano de Dios.

Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo: era esa desconfianza que inspira la luz del día, haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos miran atentamente unos ojos escrutadores.

Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la azada, cogió su fusil y subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para examinar con nuevo cuidado sus contornos.

Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa Cerdeña, casi desconocida, que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible, en fin, que se distribuía en el horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el bergantín que había salido de Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa de hacerse a la mar: El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio; la tartana, con opuesto rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a doblar.

Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de cerca le rodeaban, vióse en el punto más elevado de la isla cónica, estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un cinturón de plata.

Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había fingido.

Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las señales hechas en las rocas, y había visto que este camino guiaba a una especie de ancón oculto como el baño de una ninfa de la antigüedad. La entrada era bastante ancha, y por el centro tenía bastante profundidad para que pudiese anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo, siguiendo el hilo de las inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de las probabilidades, se le ocurrió que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este ancón, y ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban, para esconder su tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que llevaba a Dantés junto a la roca circular. Solamente una cosa le inquietaba, por ser opuesta a sus conocimientos sobre dinámica. ¿Cómo habían podido, sin emplear fuerzas considerables, levantar aquella enorme roca? De repente se le ocurrió una idea.

-En vez de subirla-dijo-, la habrán hecho bajar.

Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes ocupara.

En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda alguna intencionadamente. La roca había caído de su base al sitio que ahora ocupaba; otra piedra, del tamaño común a las que suelen emplearse en las paredes, le había servido de cala, y pedruscos y pedernales aquí y allí sembrados cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en las inmediaciones hierbas y musgo, de manera que entrelazándose con los mirtos y los lentiscos, parecía la nueva roca nacida en aquel mismo lugar. Dantés arrancó con precaución algunos terrones y creyó descubrir, o descubrió efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir con su azada esta pared intermediaria, endurecida por el tiempo.

Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se desmoronó, abriéndose un agujero en que cabía el brazo. Corrió en seguida Edmundo a cortar el olivo más grueso de los alrededores, y despojándole de las ramas, lo introdujo a guisa de palanca por el agujero. Pero la peña era bastante grande y estaba lo suficientemente adherida a su cimiento artificial, para que la pudiesen arrancar fuerzas humanas, ni aun las del mismo Hércules. Entonces reflexionó Dantés que lo que había que hacer era destruir este cimiento, pero ¿cómo? Tendió los ojos en torno suyo, con aire perplejo, y reparó en el cuerno de oveja griega que, lleno de pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una sonrisa vagó por sus labios. La invención infernal iba a producir su efecto.

Con ayuda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base un conducto, como suelen hacer los mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo demasiado grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y luego, deshilachando su pañuelo y mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Luego lo encendió y en seguida se apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló, conmovida por aquel impulso incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el agujero que antes hizo Dantés salió atropellándose una multitud de amedrentados insectos, y una serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se deslizó entre el musgo y desapareció.

Acercóse Dantés; la roca, ya sin cimiento, se inclinaba sobre el abismo. Dio la vuelta el intrépido joven, eligió el punto menos firme e introduciendo su palanca de madera entre el suelo y la roca se apoyó con todas sus fuerzas, semejante a Sísifo.

Vaciló la roca con el empuje, y redobló Dantés su impulso. Cualquiera le habría tomado en aquellos momentos por uno de los Titanes que arrancaban las montañas de cuajo para hacer la guerra a Júpiter. Al fin cedió la roca, y ora rodando, ora rebotando, fue a sepultarse en el mar.

Dejaba descubierta una hondonada circular, en que brillaba una argolla de hierro en medio de una baldosa cuadrada.

Edmundo profirió un grito de admiración y alegría. Ninguna primera tentativa se vio jamás coronada de resultado tan grande e inmediato.

Quiso proseguir su obra, pero le temblaban las piernas de tal modo, y le latía el corazón tan fuertemente, y pasó tal nube por sus ojos, que se vio obligado a contenerse.

Esta vacilación duró, sin embargo, poquísimo. Pasó Edmundo su palanca por la argolla y abrióse con poco trabajo la baldosa, descubriendo una especie de escalera, que se perdía en una gruta, a cada escalón más oscura.

Otro que no fuera él, hubiese bajado en seguida, lanzando gritos de alegría, pero Dantés se detuvo, palideció y dudó.

-Ea, hay que ser hombre -dijo-. Acostumbrado a la adversidad, no nos dejemos abatir por un desengaño. Si no para eso, ¿para qué he sufrido tanto? Si el corazón padece es porque, dilatado en demasía al fuego de la esperanza, entra a ver cara a cara el hielo de la realidad. Faria soñó. Nada ha guardado en esta gruta el cardenal Spada. Tal vez jamás vino a ella, o si vino, César Borgia, el aventurero intrépido, el ladrón infatigable y sombrío, vino también tras él, descubrió su huella y las mismas señales que he descubierto yo, levantó la roca como yo la he levantado, y no dejó nada, absolutamente nada al que venía detrás de él.

Inmóvil, pensativo, con la mirada fija en el lúgubre agujero, permaneció un instante.

-Ahora que ya no cuento con nada, ahora que ya me he dicho a mí mismo que toda esperanza sería vana, el proseguir esta aventura excita solamente mi curiosidad...

Y volvió a quedar inmóvil y meditabundo.

-Sí, sí; es una aventura digna de figurar en la vida de aquel regio ladrón, mezcla heterogénea de sombra y de luz en el caos de sucesos extraños que componen el tejido de su existencia. Este suceso fabuloso ha debido encadenarse insensiblemente a los demás. Sí, Borgia ha venido aquí una noche, con una antorcha en una mano y la espada en la otra, mientras a veinte pasos de él, quizá junto a esta roca, dos esbirros amenazadores espiaban la tierra, el aire y el mar, mientras su dueño entraba, como voy a entrar yo, ahuyentando las tinieblas con agitar la antorcha en su temible brazo.

-Sí, pero ¿qué habría hecho César Borgia con los esbirros que conociesen su secreto? -se preguntó Dantés a sí mismo.

-Lo que hicieron con los enterradores de Alarico -se respondió-, que los enterraron con el enterrado.

-Sin embargo -prosiguió Dantés-, en caso de haber venido se habría contentado con apoderarse del tesoro. Borgia, el hombre que comparaba la Italia a una alcachofa que se iba comiendo hoja por hoja, sabía muy bien cuánto vale el tiempo, para haber perdido el suyo volviendo a colocar la roca sobre su base. Bajemos.

Y bajó con la sonrisa de la duda en los labios, murmurando estas últimas palabras de la humana sabiduría:

-¿Quién sabe?

Pero en vez de las tinieblas que creía encontrar, en vez de una atmósfera opaca y enrarecida, halló Dantés una luz suave, azulada. Ella y el aire penetraban no solamente por el agujero que él acababa de abrir, sino también por hendiduras imperceptibles de las rocas, a través de las cuales se veía el cielo y las ramas juguetonas de las verdes encinas.

A los pocos momentos de su permanencia en esta gruta, cuyo ambiente, más bien templado que húmedo, antes aromático que nauseabundo, era a la temperatura de la isla lo que el resplandor al sol. A los pocos instantes, Dantés, que estaba acostumbrado a la oscuridad, como ya hemos dicho, pudo reconocer hasta los más ocultos rincones. La gruta era de granito, cuyas facetas relucían como diamantes.

-¡Ay! -dijo sonriéndose al verlas-. Estos son seguramente los tesoros que ha dejado el cardenal; y el buen abate, que veía en sueños las paredes resplandecientes, se alimentó de quimeras.

Mas no por esto dejaba de recordar el testamento, que sabía de memoria: «En el ángulo más lejano de la segunda gruta», decía. Dantés sólo había penetrado en la primera; era pues necesario buscar la entrada de la segunda.

Empezó a orientarse. La segunda gruta debía internarse en la isla. Examinando la capa de las piedras, púsose a dar golpes en una de las paredes, donde le pareció que debía de estar la abertura, cubierta para mayor precaución. La azada resonó un instante, y este sonido hizo que la frente de Edmundo se bañara en sudor. Al fin parecióle que una parte de la granítica pared producía un eco más sordo y más profundo.

Aproximó sus ojos febriles y con ese tacto del preso, pudo adivinar lo que nadie quizás hubiera conocido: que allí debía de haber una abertura.

No obstante, para no trabajar en balde, Dantés, que como César Borgia, conocía el valor del tiempo, golpeó con su azada las otras paredes, y el suelo con la culata de su fusil, púsose a cavar en los sitios que le infundían sospechas y viendo en fin que nada sacaba en limpio, volvió a la pared que sonaba un tanto hueca. De nuevo, y más fuertemente, volvió a golpear. Entonces vio una cosa extraña, y es que a los golpes de la azada se despegaba y caía en menudos pedazos una especie de barniz, semejante al que se pone en las paredes para pintar al fresco, dejando al descubierto las piedras blanquecinas, que no eran de mayor tamaño que el común. La entrada, pues, estaba tapiada con piedras de otra clase, que luego se habían cubierto con una capa de este barniz, imitando el color de las demás paredes.

Con esto volvió Dantés a dar golpes, pero con el pico de la azada, que se introdujo bastante en la pared. Allí estaba, indudablemente, la entrada. Por un extraño misterio de la organización humana, cuando más pruebas tenía Dantés de que Faria le había dicho la verdad, más y más su corazón desfallecía, y más y más le dominaban el desaliento y la duda. Este éxito, que debió de conferirle nuevas energías, le quitó las que le quedaban. Se escapó la herramienta de sus manos, dejóla en el suelo, se limpió la frente y salió de la gruta dándose a sí mismo el pretexto de ver si le espiaba alguien, pero en realidad porque necesitaba aire, porque conocía que se iba a desmayar.

La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba toda con sus miradas de fuego. Las olas juguetonas parecían barquillas de zafiro No había comido nada en todo el día, pero en aquel momento no pensaba en comer. Tomó algunos tragos de ron y volvió a la gruta más tranquilo.

La azada, que le parecía tan pesada, antojósele entonces una pluma y prosiguió su tarea.

A los primeros golpes advirtió que las piedras no estaban encaladas, sino sobrepuestas, y luego enjalbegadas con el barniz consabido. Introdujo la punta de la azada entre dos piedras, se apoyó en el mango y vio lleno de júbilo rodar la piedra, como si tuviera goznes a sus pies. A partir de aquel momento ya no tuvo que hacer otra cosa sino ir sacando con la azada piedra a piedra. Por el espacio que dejó la primera hubiera podido Edmundo introducir su cuerpo, pero dando tregua a la realidad por algunos instantes, conservaba la esperanza. Finalmente, tras una momentánea perplejidad, atrevióse a pasar a la segunda gruta. Era ésta más baja, más oscura y de peor aspecto que la primera. No recibiendo aire sino por el agujero que acababa de practicar Edmundo, estaba su atmósfera impregnada de los gases mefíticos que extrañó no hallar en la primera. Para entrar en ella tuvo que dar tiempo a que el aire del exterior renovase aquel ambiente malsano. A la derecha del portillo había un ángulo oscurísimo y profundo.

Ya hemos dicho, empero, que para los ojos de Dantés no había tinieblas. Al primer golpe de vista conoció que la segunda gruta estaba vacía como la primera. El tesoro, si es que lo contenía, estaba enterrado en aquel rincón oscuro. Había llegado la hora de zozobra; dos pies de tierra, algunos golpes de azada, era lo que separaba a Dantés de su mayor alegría o de su mayor desesperación. Acercóse al ángulo, y como si tomara una determinación repentina, se puso a cavar desaforadamente. Al quinto o sexto golpe, el hierro de la azada resonó como si diera contra un objeto también de hierro.

Nunca el toque de rebato, ni el lúgubre doblar de las campanas causaron mayor impresión en el que los oye. Aunque Dantés hubiera encontrado vacío el lugar de su tesoro, no habría palidecido más intensamente. Púsose a cavar a un lado de su primera excavación, y halló la misma resistencia, aunque no el mismo sonido.

-Es un arca forrada de hierro -exclamó.

En este momento, una rápida sombra cruzó interceptando la luz que entraba por la abertura. Tiró Edmundo su azada, cogió su fusil, y lanzóse afuera. Una cabra salvaje había saltado por la primera entrada de las grutas y triscaba a pocos pasos de allí.

Buena ocasión era aquélla de procurarse alimento, pero Edmundo temió que el disparo llamase la atención de alguien. Reflexionó un momento, y cortando la rama de un árbol resinoso, fue a encenderla en el fuego humeante aún donde los contrabandistas habían guisado su almuerzo, y volvió con aquella antorcha encendida. No quería dejar de ver ninguna cosa de las que le esperaban.

Con acercar la luz al hoyo, pudo convencerse de que no se había equivocado. Sus golpes dieron alternativamente en hierro y en madera. Ahondó en seguida por los lados unos tres pies de ancho y dos de largo, y al fin logró distinguir claramente un arca de madera de encina, guarnecida de hierro cincelado. En medio de la tapa, en una lámina de plata que la tierra no había podido oxidar, brillaban las armas de la familia Spada, es decir, una espada en posición vertical en un escudo redondo como todos los de Italia, coronado por un capelo.

Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡Tanta era la minuciosidad con que se lo haba descrito el abate Faria! No cabía la menor duda, el tesoro estaba allí seguramente. No se hubieran tomado tantas precauciones para nada.

En un momento arrancó la tierra de uno y otro lado, lo que le permitió ver aparecer primero la cerradura de en medio, situada entre dos candados y las asas de los lados, todo primorosamente cincelado. Cogió Dantés el arcón por las asas, y trató de levantarlo, mas era imposible. Luego pensó abrirlo, pero la cerradura y los candados estaban cerrados de tal manera que no parecía sino que guardianes fidelísimos se negaran a entregar su tesoro.

Introdujo la punta de la azada en las rendijas de la tapa, y apoyándose en el mango la hizo saltar con grande chirrido. Rompióse también la madera de los lados, con lo que fueron inútiles las cerraduras, que también saltaron a su vez, aunque no sin que los goznes se resistieran a desclavarse.

El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.

En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segundo, barras casi en bruto, colocadas simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el valor. El tercer compartimiento, por último, sólo estaba medio lleno de diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados, caían como una cascada deslumbradora, y chocaban unos con otros con un ruido como el de granizo al chocar en los cristales.

Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joyas, levantóse y echó a correr por las grutas, exaltado, como un hombre que está a punto de volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía distinguir el mar, pero a nadie vio. Encontrábase solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables, inverosímiles, fabulosas, que ya le pertenecían. Solamente de quien no estaba seguro era de sí mismo. ¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con su tesoro, y, sin embargo, comprendía que le iban a faltar las fuerzas. Apretóse un instante la cabeza con las manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a correr por toda la isla, sin seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino línea recta, espantando a las cabras salvajes y a las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.

Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.

Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los mejores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor intrínseco.

Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fueron su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como las que había pasado ya dos o tres en su vida.

Capítulo Segundo

El desconocido

Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.

Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros.

Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que la criatura humana puede disponer.

Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo mejor.

A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución.

En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras.

Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como La Joven Amelia sólo había venido a buscarle, aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna.

Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.

Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.

Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo compañero.

Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con La Joven Amelia, despidióse del patrón, que hizo muchos esfuerzos por retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su resolución.

A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de La Joven Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova.

Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro.

Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o divisiones, secretas también.

Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.

Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.

Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.

Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.

La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había dejado.

A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario secreto.

Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en torno a la isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y determinó aumentar las unas y remediar los otros.

Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate.

Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella.

La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes?

No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para hacer indagaciones, y aún algunas de las que estimaba necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de If.

No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad.

Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del Faraón, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido.

Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.

-Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.

-En efecto, me equivoqué, amigo mío --contestó Edmundo--, pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.

El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:

-Sin duda es algún nabab que viene de la India.

Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.

Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.

Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las mismas... las paredes.

Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo.

Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.

En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.

Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.

Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que ellos ocupaban.

Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta.

Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes.

A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.

Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.

Capítulo Tercero

La posada del puente del Gard

El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.

Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.

Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.

Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.

Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.

El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.

Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:

-Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así!

Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese.

Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo lenguaje.

No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir profundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer continuamente.

Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se pagaba mucho de las apariencias.

Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.

Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores, corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, botines bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por su mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio.

Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado continuaba tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horrible Sáhara.

Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo.

Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano.

El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba.

-¡Allá va! -decía Caderousse, asombrado-. ¡Allá va! ¿Quieres callarte, Margotín? No temáis nada, caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querréis vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdonad -interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa-. ¿Qué deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes.

El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña, y aún pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de éste no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquélla cesase y dijo con un acento italiano muy pronunciado:

-¿No sois vos el señor Caderousse?

-Sí, caballero -dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo había estado en el silencio-. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros.

-¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?

-Precisamente.

-¿Y ejercíais el oficio de sastre?

-Sí, pero no prosperaba, y además -añadió para justificarse-, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?

-Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando.

-Como queráis, señor abate -dijo Caderousse.

Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.

-¿Estáis loco? -preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso.

-¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte!

-¡Ah! ¡Estáis casado! -dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.

-Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? -dijo Caderousse sonriendo-. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.

El abate clavó en él una mirada penetrante:

-Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero -dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza-, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto.

-Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto -añadió el abate- porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.

-Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso -replicó Caderousse con una expresión amarga-, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís.

-Hacéis mal en hablar así -repuso el abate-, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico.

-¿Qué queréis decir? -preguntó Caderousse asombrado.

-Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco.

-¿Qué prueba queréis que os dé?

-¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?

-¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos -exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien interrogaba.

-Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.

-¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? -continuó el posadero-. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?

-Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón -respondió el abate.

Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.

-¡Pobrecillo! -murmuró Caderousse-. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! -continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía-, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez.

-Al parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? -preguntó el abate.

-Sí, mucho -dijo Caderousse-, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.

Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero.

-¿Y vos le habéis conocido? -continuó Caderousse.

-He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión -respondió el abate.

-¿Y de qué ha muerto? -preguntó Caderousse con una angustia mortal.

-¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?

Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.

-Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.

-Es verdad, es verdad -murmuró Caderousse-, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía.

-Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.

Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse.

-Un rico inglés -continuó el abate-, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante.

En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.

-¿Y, era como decía -preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la codicia-, un diamante muy valioso?

-Todo es relativo -replicó el abate-. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.

-¡Cincuenta mil francos! -dijo Caderousse-. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!

-No, pero poco le faltaba -dijo el abate-. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo.

Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió e hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.

-¿Y esto vale cincuenta mil francos? -preguntó Caderousse.

-Sin el engaste, que vale otro tanto -dijo el abate.

Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.

-Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? -preguntó Caderousse-. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suyo?

-No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos amigos y una muchacha con quien estaba para casarme -me dijo-, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; uno de estos cuatro amigos se llama Caderousse.

Este se estremeció.

-El otro -continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse-, el otro se llamaba Danglars; el tercero -añadió-, porque mi rival me amaba también...

Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate.

-Esperad -dijo éste-. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observación que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era...

-Mercedes -dijo Caderousse.

-¡Ah! Sí, eso es -replicó el abate con un suspiro ahogado-. Mercedes.

-¿Y bien? -preguntó Caderousse.

-Dadme un poco de agua -dijo el abate.

Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.

-¿Dónde estábamos? -inquirió, colocando el vaso sobre la mesa-. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella... Dantés es quien habla, ¿comprendéis?

-Perfectamente.

-Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra.

-¿Cómo cinco partes? -dijo Caderousse-. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas!

-Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto... La quinta era el padre de Dantés.

-¡Ay! Sí -dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él-. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!

-Me enteré de ello en Marsella -respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente-. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles... ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano?

-¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿quién puede saberlo mejor que yo...? Vivía al lado de él... ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.

-Pero ¿de qué murió?

-Los médicos dijeron que de una gastroenteritis... Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le he visto morir, digo que ha muerto...

Caderousse se detuvo.

-¿Muerto de qué? -preguntó el sacerdote con ansiedad.

-De hambre...

-¡De hambre! -exclamó el abate saltando sobre su banquillo-, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!

-Vuelvo a repetir lo que he dicho -dijo Caderousse.

-Y haces muy mal -dijo una voz en la escalera-. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada le importan?

Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.

-¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? -dijo Caderousse-. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé.

-Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién le ha dicho con qué intención le quieren hacer hablar, imbécil?

-Muy excelente, señora, os respondo a ello -dijo el abate-. Vuestro marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.

-Nada que temer..., sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.

-Descuidad, buena mujer -respondió el abate-, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo aseguro.

La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto.

-Pero -replicó-, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de semejante muerte?

-¡Oh!, caballero -replicó Caderousse-, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo -continuó Caderousse con una sonrisa irónica-, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.

-¿Es que no lo era? -dijo el abate.

-¡Gaspar, Gaspar! -murmuró la mujer desde lo alto de la escalera-. ¡Mira lo que dices!

Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:

-¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? -respondió al abate-. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo... ! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran -continuó Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía-, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.

-¡Imbécil! -murmuró la Carconte.

-¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?

-¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!

-Hablad, pues.

-Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño -dijo su mujer-, pero deberías creerme y no decir una palabra.

-Me parece que tienes razón, mujer -dijo Caderousse.

-¿Conque no queréis decir nada? -replicó el abate.

-¿Para qué? -dijo Caderousse-. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.

-¿Entonces queréis -dijo el abate- que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?

-Es cierto, tenéis razón -dijo Caderousse-. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo...? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.

-Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán -dijo la mujer.

-Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?

-¿Entonces no sabéis su historia?

-No; contádmela.

Caderousse pareció reflexionar un instante.

-No, porque sería muy largo.

-Haced lo que más os convenga, amigo mío -dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia-, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante -y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.

-Ven a verlo, mujer --dijo éste con voz ronca.

-¡Un diamante! -dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera-. ¿Qué diamante es ése?

-¿No lo has oído, mujer? -dijo Caderousse-. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.

-¡Oh, qué joya tan preciosa! -dijo ella.

-¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? -dijo Caderousse.

-Sí, caballero -respondió el abate-. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.

-¿Y por qué cuatro? -preguntó la Carconte.

-Porque cuatro son los amigos de Edmundo.

-No son amigos los que hacen traición -murmuró sordamente la mujer.

-Sí, sí -dijo Caderousse-, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.

-Vos lo habéis querido -replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana-. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.

La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.

Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.

-¡Sería para nosotros el diamante entero! -dijo Caderousse.

-¿Lo crees así? -respondió la mujer.

-Un eclesiástico no querría engañarnos.

-Haz lo que quieras -dijo la mujer-. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.

Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.

-Reflexiónalo bien, Gaspar -dijo.

-Ya estoy decidido -respondió Caderousse.

La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.

-¿A qué estáis decidido? -preguntó el abate.

-A decíroslo todo -respondió.

-Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer -dijo el sacerdote-. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.

-Así lo espero -respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.

-Os escucho -dijo el abate.

-Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.

Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.

Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.

-Acuérdate de que yo no te he inducido a que hables -dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.

-Está bien, está bien -dijo Caderousse-. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

Capítulo Cuarto

Declaraciones

-Ante todo -dijo Caderousse-, debo rogaros, caballero, que me prometáis una cosa.

-¿Cuál? -preguntó el abate.

-Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber jamás que los habéis adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros son ricos y poderosos, y conque me tocaran solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.

-Tranquilizaos, amigo mío -dijo el abate- soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acordaos de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hablad, pues, sin temor y sin odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás, a las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la última voluntad de un moribundo.

Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.

-¡Pues bien! En ese caso -dijo Caderousse-, quiero, o más bien debo desengañaros acerca de esas amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.

-Empecemos hablando de su padre, si os parece -dijo el abate-. Edmundo me ha hablado mucho de ese anciano, a quien profesaba un amor profundo.

-La historia es triste, señor -dijo Caderousse inclinando la cabeza-. ¿Probablemente sabréis el principio?

-Sí -respondió el abate- Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue preso en una taberna cerca de Marsella.

-En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.

-¿No fue en la comida de sus bodas?

-Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue preso.

-Hasta ese suceso es lo que yo sé -dijo el sacerdote-. Dantés mismo no sabía más que lo que le era absolutamente personal, porque no volvió a ver ninguna de las personas que os he nombrado, ni oído hablar de ellas.

-¡Pues bien! Cuando hubieron detenido a Dantés, el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente, Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: «No -decía-, no saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole? »

Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.

-Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?

-¡Ah!, caballero -respondió Caderousse-, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no sollozaba, oraba.

La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad, era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para mí ese día: «Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo.»,

-¡Pobre padre! -murmuró el sacerdote.

-Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía. Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada, procuraba socorrerle: «Créeme, hija mía -le dijo-, ha muerto... y, en lugar de esperarle nosotros, él es quien nos espera... de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré primero que nadie... »

Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del pobre anciano..., debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya.

Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que, juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer, puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.

El abate lanzó un gemido.

-Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? -dijo Caderousse.

-Sí -respondió el abate-, me enternece mucho.

-Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarle a su casa. Tal era la opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada.

En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían causado su desgracia, y diciendo a Mercedes:

-Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que muero bendiciéndole.

El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.

-¿Y vos creéis que ha muerto...?

-De hambre, caballero, de hambre -dijo Caderousse-, os lo aseguro, tan cierto como que los dos somos cristianos.

El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.

-Confesad que es una desgracia -dijo con voz ronca.

-Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de todo.

-Pasemos, pues, a hablar de esos hombres -dijo el abate- pero pensad que os habéis comprometido a decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre de hambre?

-Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.

-Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?

-Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.

-Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?

-Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.

-¿Y dónde se escribió la carta?

-En la misma Reserva, la víspera del casamiento.

-Eso es, eso es -murmuró el abate-. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocíais los hombres y las cosas!

-¿Qué decís, caballero? -preguntó Caderousse.

-Nada -replicó el sacerdote-. Proseguid.

-Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y Fernando quien la envió.

-Pero-exclamó de repente el abate-, vos estabais allí...

-¿Yo? -dijo Caderousse asombrado-. ¿Quién os ha dicho que yo estaba?

El abate comprendió que se había adelantado demasiado.

-Nadie -dijo-, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que hayáis sido testigo de ellos.

-Es verdad -dijo Caderousse con voz ahogada-, allí estaba.

-¿Y no os opusisteis a esa infamia? -dijo el abate-. Entonces sois su cómplice.

-Caballero -dijo Caderousse-, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. Todo lo veía como a través de una nube. Dije cuanto puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que sólo era una chanza lo que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.

-Al día siguiente... al día siguiente... ya visteis que tuvo consecuencias; sin embargo, no dijisteis nada, y estabais allí cuando le prendieron.

-Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo: «Y si es culpable, por casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de Elba, si está encargado de una carta para la Junta bonapartista de París, si le encuentran esa carta, los que le hayan sostenido pasarán por cómplices suyos.»

Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo confieso; fue una cobardía, convengo en ello, pero no fue un crimen.

-Comprendo, dejasteis obrar.

-Sí, caballero -respondió Caderousse- y eso me causa día y noche espantosos remordimientos. Muchas veces pido perdón a Dios, os lo juro, tanto más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme en cara en mi vida, es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de egoísmo; así, pues, eso es lo que yo digo siempre a la Carconte cuando me viene con quejas: “Cállate, mujer, Dios lo quiere así.”

Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero arrepentimiento.

-Bien, bien -dijo el abate-. Habéis hablado con franqueza, acusarse de ese modo es merecer el perdón.

-Por desgracia -dijo Caderousse-, Edmundo ha muerto y no me ha perdonado.

-Sin duda lo ignoraba -dijo el abate.

-Pero ahora lo sabrá tal vez -replicó Caderousse-, dicen que los muertos todo lo saben.

Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después se dirigió al sitio que ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.

-Me habéis nombrado ya por dos o tres veces a un tal Morrel -le dijo- ¿Quién es ese hombre?

-Era armador del Faraón, y principal de Dantés.

-¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? -preguntó el abate.

-¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero. Veinte veces intercedió por Edmundo, y cuando el emperador volvió a ocupar el trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto para salvar a aquel desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista. Veinte veces, como ya os he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle a la suya, y la víspera o antevíspera de su muerte, como ya os he dicho, también, dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual pudieran pagarse las deudas de aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de suerte que aquel desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio a nadie; yo mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.

-¿Y vive aún ese señor Morrel... ? -preguntó el abate.

-Sí, señor-dijo Caderousse.

-En ese caso -continuó el abate- a ese hombre le habrá bendecido el cielo... y será rico... feliz...

Caderousse se sonrió con amargura.

-Sí, feliz, tan feliz como yo -dijo.

-¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! -exclamó el abate.

-Se halla ya a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las del deshonor.

-¿Pues cómo es eso?

-¿Qué queréis...? -continuó Caderousse- de esas cosas que suceden; después de veinticinco años de un continuo trabajo, después de haber adquirido un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el desgraciado señor Morrel se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha sufrido tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en ese mismo Faraón que mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de las Indias con un cargamento de cochinilla y de añil. Si El Faraón naufraga también como los otros, el señor Morrel estará perdido.

-¿Y tiene mujer..., tiene hijos ese desgraciado?

-Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo como una santa, tiene una hija que estaba para casarse con un hombre a quien amaba, y cuya familia no quiso consentir en que se casase con la hija de un comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo, pero comprenderéis muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo, a ese infeliz y honrado señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia, se levantaría la tapa de los sesos y asunto concluido.

-Pero eso es espantoso -interrumpió el abate.

-He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero -dijo Caderousse-. Mirad, yo, que nunca he hecho ninguna mala acción, excepto la que ya os he contado, me encuentro en la miseria más deplorable. Después de ver morir a mi pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre, como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.

-¿Cómo es eso?

-Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado, todo me sale mal.

-¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?

-¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M. Morrel, que ignoraba su crimen, de primer dependiente en casa de un banquero español. Durante la guerra de España se encargó de una parte de las provisiones del ejército francés, a hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los fondos públicos, y triplicó, cuadruplicó sus capitales, y viudo después de la hija de su principal, se casó con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M. Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la mayor influencia. Había llegado a ser millonario, le hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars, y posee un magnífico palacio en la calle de Mont-Blanc, diez soberbios caballos, seis lacayos en la antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.

-¡Ah! -exclamó el abate con un acento singular-, ¿y es feliz?

-¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto de las paredes, las paredes oyen, pero no hablan, de manera que si para ser feliz sólo se necesita tener una gran fortuna, Danglars goza de la más completa felicidad.

-¿Y Fernando?

-Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.

-Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin educación y sin recursos? Estoy asombrado, lo confieso.

-A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida haya algún extraño misterio de todos ignorado.

-Pero, en fin, decidme por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a esa alta posición social.

-¡A ambas!, tiene fortuna y posición.

-Se diría que me estáis contando un cuento.

-Y lo parece, en verdad. Pero escuchadme y lo comprenderéis.

-Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en quintas. Los Borbones le dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio obligado a marchar. También yo marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme, me destinaron a las costas.

»Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su regimiento y asistió a la batalla de Ligny.

»La noche que siguió a la batalla, hallábase Fernando de centinela a la puerta de un general que mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de juntarse con los ingleses aquella misma noche. Propuso a Fernando que le acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.

»Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte hubiera permanecido en el trono, fue para los Borbones recomendación, de manera que entró en Francia con la charretera de subteniente, y como no perdió la protección del general, que gozaba de mucha influencia, era ya capitán cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus primeras especulaciones.

»Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública; allí encontró a Danglars, renovaron las amistades, ofreció a su general el apoyo de los realistas de la corte y de las provincias, le comprometió, comprometiéndose a su vez, guió a su regimiento por sendas de él sólo conocidas en las montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta campaña, que después de la acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de conde.

-¡Lo que es el destino! -murmuró el abate.

-¡Sí!, pero escuchad, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la carrera de Fernando se hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se fijaban en Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ayudarlos, y el mismo gobierno francés, sin protegerlos abiertamente, como ya sabréis, toleraba las emigraciones parciales. Fernando pidió y obtuvo el permiso de ir a servir a Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.

»Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que éste era el título de Fernando, había entrado como general instructor al servicio de Alí-Bajá.

»Como ya sabréis, Alí-Bajá fue asesinado, pero antes de morir recompensó los servicios de Fernando con una suma considerable, con la cual volvió a Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente general.

-¿De manera que hoy...? -preguntó el abate.

-Hoy -respondió Caderousse- posee una casa magnífica en París, calle de Helder, número 27.

El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo, haciendo un esfuerzo:

-¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.

-Desapareció, sí -repuso Caderousse-, como desaparece el sol para volver a salir más esplendoroso al otro día.

-¿También ella ha hecho fortuna? -preguntó el abate con una sonrisa irónica.

-Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.

-Seguid, que me parece un sueño todo lo que oigo -dijo el abate-. Pero he visto yo también cosas tan extraordinarias, que ya no me asombran tanto las que me referís.

-Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya os he contado sus instancias a Villefort, y su afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando, cuyo crimen ignoraba, y a quien miraba como a su hermano.

»Con esta ausencia quedó Mercedes completamente sola.

Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No recibía noticias de Dantés ni tampoco de Fernando. Nada tenía presente a sus ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de desesperación.

»A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costumbre, sentada en la unión de los dos caminos que van de Marsella a los Catalanes, Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su prometido ni su amigo regresaban por ninguno de los dos caminos, y ni de uno ni de otro sabía el paradero.

»Parecióle oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con ansiedad la cabeza, y abriéndose la puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de su vida pasada, de lo que tanto sentía y lloraba perdido.

»Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que éste tuvo por amor, no siendo sino de alegría, por verse ya en el mundo menos sola y con un amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza. Además, preciso es decirlo, nunca había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro el que ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente... había desaparecido... quizá muerto... Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retorcerse los brazos; pero esta idea, rechazada cuando otro se la sugería, estaba de suyo siempre fija en su imaginación. Por su parte, el anciano Dantés tampoco hacía otra cosa que decir: «Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él volvería.»

»El anciano murió, como ya os he dicho. Sin esto quizá nunca se casara Mercedes con otro, porque habría sido un acusador de su infidelidad. Todo esto lo comprendió Fernando, que regresó a Marsella al saber la muerte del padre de Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor había dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó ya cuánto la amaba.

»Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a Edmundo.

-El caso es -dijo el abate con sonrisa amarga-, que en total hacía dieciocho meses... ¿Qué más puede exigir el amante más querido?

Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés: Fragilty, thy name is woman (¡Fragilidad, tienes nombre de mujer! ).

-Seis meses después -prosiguió el posadero- se efectuó la boda en la iglesia de Accoules.

-En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo -murmuró el sacerdote.

-Casose, pues, Mercedes -prosiguió Caderousse-, pero aunque tranquila en apariencia, al pasar por delante de la Reserva le faltó poco para desmayarse. Dieciocho meses antes se había celebrado allí su comida de boda con aquel a quien, si hubiera consultado a su propio corazón, habría conocido que aún amaba.

»Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que yo le vi en aquella época, sobresaltado a todas horas, con pensar en la vuelta de Edmundo. Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los Catalanes lugar de muchos peligros y recuerdos. Y por esto se marcharon a los ocho días de la boda.

-¿Habéis vuelto a ver a Mercedes? -le preguntó el abate.

-Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la guerra de España. A la sazón se ocupaba de la educación de su hijo.

El abate se estremeció.

-¿De su hijo?

-Sí -respondió Caderousse-, del niño Alberto.

-Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? -prosiguió el abate-. Creo que le oí decir a Edmundo que era hija de un simple pescador, hermosa, pero ignorante.

-¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! -dijo Caderousse-. Si la corona hubiera de adornar sólo las cabezas más lindas e inteligentes, Mercedes habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba creciendo ella moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí para entre nosotros) que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente llenaba su cabeza con tantas cosas por combatir el vacío de su corazón. Sin embargo, ahora -continuó Caderousse-, será sin duda otra mujer. La fortuna y los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo...

El posadero se contuvo.

-Sin embargo, ¿qué? -le preguntó el abate.

-Estoy seguro de que no es feliz -dijo Caderousse.

-¿Y por qué lo creéis así?

-Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrióseme que no dejarían de ayudarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por mediación de su ayuda de cámara.

-¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?

-No, pero la señora de Morrel sí que me vio.

-¿Cómo?

-Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.

-¿Y el señor de Villefort? -inquirió el abate.

-Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.

-Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?

-No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y olvidado de Dios, como veis.

-Os equivocáis, amigo -dijo el abate-. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.

Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.

-Tomad, amigo mío -dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.

-¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! -exclamó Caderousse-. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?

-El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.

-¡Oh, señor! -dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro-. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!

-Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio...

Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.

El abate se sonrió.

-En cambio -repuso-, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.

Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.

Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.

-¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo -exclamó Caderousse-. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.

-¡Vaya! -dijo para sí el abate-. Según eso tú lo hubieras hecho.

Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.

-¡Ah! -dijo de repente-, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?

-Esperad, señor abate -respondió Caderousse-, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.

-Bien -repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad-. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.

Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.

Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.

-¿Es cierto lo que he oído? -le dijo.

-¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? -respondió Caderousse loco de júbilo.

-Sí.

-Ciertísimo, y si no, míralo.

La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:

-¡Si fuera falso...!

Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.

-¡Falso... ! -murmuró-. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?

-Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.

-¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.

-¿Cómo?

-Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.

Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.

-¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero..., pero no es ningún tesoro.

Capítulo Quinto

Los registros de cárceles

Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.

-Caballero -le dijo-, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.

-Caballero -respondió el alcalde-, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.

Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.

E1 señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.

Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.

-¡Oh, caballero! -exclamó el señor de Boville-, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.

-Pero eso parece tan sólo un aplazamiento -observó el inglés.

-¡Decid mejor que parece una quiebra! -exclamó desesperado el señor de Boville.

El inglés reflexionó un instante y luego dijo:

-¿Tantos temores os inspira ese crédito?

-Lo considero perdido.

-Pues yo os lo compro.

-¡Vos!

-Sí, yo.

-Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?

-No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa -añadió el inglés sonriendo-, no hace negocios de esa clase.

-¿Y pagáis...?

-Al contado.

Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:

-Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa suma.

-Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando -respondió el inglés-. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo corretaje.

-¡Cómo, caballero!, nada más justo -exclamó el señor de Bovine-. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.

-Caballero -repuso sonriendo el inglés-, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra epsecie.

-Hablad, pues.

-¿Sois inspector de cárceles?

-Hace más de catorce años.

-¿Tenéis libros de entradas y salidas?

-Sin duda alguna.

-¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?

-Cada preso tiene las suyas.

-Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.

-¿Cómo se llamaba?

-El abate Faria.

-¡Ah! le recuerdo muy bien -exclamó el señor de Boville-, estaba loco.

-Eso decían.

-¡Oh!, sí que lo estaba.

-Es posible. ¿Y cuál era su manía?

-Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.

-¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?

-Hace cinco o seis meses; en febrero último.

-Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.

-Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.

-¿Se puede saber qué suceso fue ése? -preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.

-¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso...

-¿De veras? -inquirió el inglés.

-Sí -respondió el señor de Boville-. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 ó 1817; por cierto que sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.

El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:

-¿Decíais, caballero, que los dos calabozos...?

-Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés...

-¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba...?

-Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.

-Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?

-Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.

-Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.

-Para el muerto, sí, mas no para el vivo -repuso el señor de Boville-. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.

-Era un medio que indicaba valor -repuso el inglés.

-¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.

-¿Cómo?

-¿No lo comprendéis?

-No.

-El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.

-¿Y qué..? -añadió el inglés, como si no acabara de entender.

-Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.

-¿De veras? -exclamó el inglés.

-Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.

-No habría sido fácil.

-No importa -contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor-. No importa; me la estoy imaginando.

Y se echó a reír.

-Yo también -añadió el inglés.

Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.

-Según eso -añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría-, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?

-¡Toma!

-De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.

-Exacto.

-¿Ese suceso debe constar por algún documento?

-Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.

-De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.

-¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.

-Desde luego -respondió el inglés-. Pero volvamos a los registros.

-Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.

-¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.

-Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?

-Tendré mucho gusto.

-Pasemos a mi despacho y os complaceré.

Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.

El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.

Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre: Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.

Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:

«Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.» Sólo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.

Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.

Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.

Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.

-Gracias -dijo el inglés, cerrando el libro de repente-. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contaros el dinero.

Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.

Capítulo Sexto

Morrell e hijos

El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.

En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.

En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél.

Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.

Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.

Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:

-Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.

Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.

Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.

Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta del Faraón, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.

Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que del Faraón no se tenía noticia alguna.

Este era el estado de la casa de Morrel a hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.

Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, e hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.

Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.

En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.

-El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? -le preguntó el cajero.

-Sí..., creo que sí -respondió la joven vacilando-. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este caballero.

-Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre -respondió el inglés-. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de vuestro padre.

La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.

Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.

Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.

Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.

El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.

-Caballero -le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto-. Caballero, ¿deseáis hablarme?

-Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?

-De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.

-Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.

Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

-¿Entonces tenéis pagarés míos? -preguntóle al inglés.

-Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.

-¿Cuánto? -preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.

-Ahí los tenéis -respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo-. Aquí tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de Boville?

-Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.

-¿Y debéis reembolsársela...?

-La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.

-Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.

-Los reconozco -dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma-. ¿Es esto todo?

-No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.

-¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! -repitió maquinalmente.

-Sí, señor -repuso el comisionista-. Ahora, pues -prosiguió después de una breve pausa-, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.

A esta salida casi brutal, palideció Morrel.

-Caballero -dijo-, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel e hijos se ha desairado en mi caja.

-Ya lo sé -respondió el inglés-, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?

Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.

-A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi último recurso...

Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.

-¿De modo que si os faltase ese último recurso...? -le preguntó su interlocutor.

-Pues bien -repuso Morrel-, mucho me cuesta decirlo..., pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza... Pues bien..., me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos...

-¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?

Morrel se sonrió con tristeza.

-Bien sabéis, caballero -contestó-, que en el comercio no hay amigos, sino socios.

-Es cierto -murmuró el inglés-. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?

-Una sola.

-¿Que es la última?

-La última.

-De suerte que si os sale defraudada...

-¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!

-Cuando yo me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.

-Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.

-¿Y no es el vuestro?

-No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la India, como el mío.

-Tal vez haya visto al Faraón y os traiga noticias suyas.

-¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar en incertidumbre... la incertidumbre encierra algo de esperanza.

Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:

-Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía haber llegado.

-¿Qué es eso? -dijo el inglés aplicando el oído- ¿Qué es ese barullo?

-¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? -exclamó Morrel, palideciendo.

En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. Al extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.

Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.

-Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia -murmuró el naviero.

Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba la voz.

-¡Oh, padre mío! -dijo la joven juntando las dos manos-, perdonad a vuestra hija el ser portadora de una triste nueva.

Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.

-¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! -murmuraba-. ¡Valor!

-¿De modo que El Faraón se ha perdido? -balbució Morrel.

La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal afirmativa.

-¿Y la tripulación? -inquirió Morrel.

-Se ha salvado -respondió la joven-. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.

El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.

-¡Gracias, Dios mío! -exclamó-. Al menos sólo me herís a mí con este golpe.

No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus ojos.

-Entrad -añadió Morrel-, entrad, pues me presumo que estáis todos a la puerta.

En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.

La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.

-¿Cómo sucedió? -preguntó el naviero.

-Acercaos, Penelón -dijo el joven-, y contadnos cómo ocurrió la desgracia.

Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas entre sus manos a los restos de su sombrero.

-Buenos días, señor Morrel -dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de Tolón.

-Buenos días, amigo -contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de sus lágrimas-. Pero ¿dónde está el capitán?

-Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.

-Está bien... Hablad ahora, Penelón.

Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

-Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?»

»Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

-¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.

-Yo también opino lo mismo -me respondió el capitán-, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto... ¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los foques!

»Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al buque de costado.

-Bueno -dijo el capitán-, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!

-Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los juanetes.

-¿Qué es eso, compadre Penelón? -me dijo el capitán-. ¿Por qué mueves la cabeza?

-Porque en vuestro lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.

-Me parece que tienes razón, perro viejo -me contestó-; vamos a tener una bocanada de aire.

-¡Ah, capitán! -le respondí-. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.

»Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón.

Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien templado.

-¡Cada cual a su puesto! -gritó el capitán-. ¡Coged dos rizos a las gavias! ¡Largad las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines por las vergas!

-Poco era eso aún para aquellos sitios -dijo el inglés-. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.

Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.

-Hicimos otra cosa, caballero -le contestó con algún respeto-. Cargamos la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.

-Muy viejo era el buque para atreverse a tanto -dijo el inglés.

-Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.

-Penelón, viejo mío -me dijo el capitán-, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.

-Dile el timón, bajé en efecto... ya había tres pies de agua... Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! -aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.

»¡Ah! -dije al cabo de cuatro horas de trabajo-, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que sólo una vez se muere.

-¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? -me dijo el capitán-. Espera, espera un poco.

-Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:

-Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.

-Bien hecho -dijo el inglés.

-Nada hay que reanime tanto como las buenas razones -prosiguió el marinero-, sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya veis, parece cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco..., ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el estómago cinco pies de agua?

-Vamos -dijo el capitán-, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha,¡pronto!

-Habéis de saber, mi amo -dijo Penelón-, nosotros queríamos mucho al Faraón, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: «¡Idos pronto, pronto! » No se engañaba el pobre Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.

»En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.

»El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería abandonar el navío. Yo, yo fui el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a cuarenta y ocho.

» Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último..., ¡adiós, mundo...! ¡Prrrrrrum...! ¡Adiós, Faraón!

»En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber..., como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad, muchachos?

Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.

-Bien, amigos míos -dijo el señor Morrel-, fuisteis valientes y muy bien me figuraba yo que no tendríais la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Decidme ahora, ¿cuánto se os debe de sueldo?

-¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.

-Al contrario, hablemos -repuso el naviero con una triste sonrisa.

-Pues bien se nos deben tres meses -añadió Penelón.

-Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos -prosiguió Morrel-, hubiera yo añadido: Dad a cada uno doscientos francos de gratificación, pero estos tiempos son muy malos, amigos míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonad, y no por eso me queráis menos.

Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros, cambió con ellos algunas frases.

-En cuanto a eso, señor Morrel -añadió luego, trasladando al otro carrillo su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero-, en cuanto a eso...

-¿A qué?

-Al dinero...

-Y bien, ¿qué?

_-Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.

-¡Gracias, amigos míos, gracias! -exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma-. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin ocupación.

Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.

-¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? -murmuró con voz ahogada-. ¿Estáis descontento de nosotros?

-No, hijos míos -contestó Morrel-, sino todo lo contrario. No os despido..., pero... ¿qué queréis?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

-¿Que no tenéis barcos? -dijo Penelón-. Pues construiréis otros..., esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.

-No tengo dinero para construir otros, Penelón -repuso Morrel con su melancólica sonrisa-; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.

-Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.

-Callad, callad, amigos míos -respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción-. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos -añadió-, y haced que se cumplan mis deseos.

-¿Volveremos a vernos, señor Morrel? -dijo Penelón.

-Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.

E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.

-Ahora -dijo el armador a su mujer y a su hija-, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

Los dos hombres quedaron a solas.

-Ea, caballero -dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón-, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.

-Ya he visto, caballero -respondió el inglés-, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.

-¡Oh, caballero! -murmuró Morrel.

-Veamos -prosiguió el comisionista-. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?

-Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.

-¿Deseáis una prórroga para pagarme?

-Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida -repuso Morrel.

-¿De cuánto tiempo la queréis?

Morrel, vacilante, dijo:

-De dos meses.

-Os concedo tres -respondió el extranjero.

-¿Pero creéis que la casa de Thomson y French...?

-Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

-Sí.

-Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)

-Os esperaré, caballero -dijo Morrel-, y, o vos quedaréis pagado..., o muerto yo.

Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.

En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

-¡Oh, caballero! -dijo juntando las manos.

-Señorita -respondió el inglés-, si en alguna ocasión recibís una carta... firmada por... por Simbad el Marino..., efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.

-Lo haré, caballero -respondió Julia.

-¿Me prometéis hacerlo?

-Os lo juro.

-Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.

Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

-Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros -le dijo.

Capítulo Séptimo

El 5 de septiembre

El plazo concedido a Morrel por la casa de Thomson y French cuando menos lo esperaba, se le antojó al pobre naviero uno de esos vislumbres de felicidad que vienen a anunciarnos que el infortunio se ha cansado de acosarnos. Contó el mismo día el suceso a su hija, a su esposa y a Manuel, con lo que tornó al seno de la triste familia un tanto de esperanza, si no de tranquilidad, mas, por desgracia, Morrel no tenía deudas sólo con la casa de Thomson y French, tan fácil de contentar. Como él mismo había dicho, en el comercio no hay amigos, sino socios.

Al pensar en aquella acción de los comerciantes de Roma, sólo podía explicársela como un cálculo egoísta e inteligente a la par. Thomson y French habrían dicho para sí: «Más nos conviene sostener a un hombre que nos debe cerca de trescientos mil francos, más nos conviene cobrarlos dentro de tres meses, que no apresurar su quiebra, cobrando solamente el siete o el ocho por ciento del capital.»

Desgraciadamente no pensaron de la misma manera los otros corresponsales de Morrel, sea por ceguedad, sea por envidia, y aun los hubo que obraron completamente al contrario. Con nimia exactitud fue presentándose en la caja todo el papel que tenía Morrel en circulación, y gracias al respiro concedido por el inglés, pudo pagarlos el cajero. Con esto prosiguió Cocles en su fatídica impasibilidad, pero no Morrel, que calculó con terror que, a pesar del plazo, era hombre perdido cuando tuviese que abonar los pagarés del comisionista.

La opinión de todo el comercio de Marsella era que el naviero no podría resistir tantos desastres, por lo que causó grandísima admiración ver que se habían cumplido fielmente las obligaciones de fin de mes. Con todo, no por esto volvió la casa a recobrar su crédito, pues unánimemente el público aplazó para fin del mes siguiente la quiebra.

Morrel pasó todo el mes haciendo esfuerzos increíbles para allegar todos sus recursos. En otro tiempo sus pagarés, aunque fuesen a fecha larga, eran tomados en la plaza y hasta pedidos. Procuró ahora negociar algunos de aquellos a noventa días, y halló cerradas todas las cajas. Podía contar afortunadamente con algunos ingresos suyos propios, que se verificaron exactamente, lo que le puso en disposición de cumplir sus obligaciones de fin de julio.

Al agente de la casa de Thomson y French no se le había vuelto a ver en Marsella desde la mañana siguiente o la otra posterior a su visita al señor Morrel, y como no había tenido en Marsella relaciones sino con el alcalde, el señor Boville y el naviero, no dejó otros recuerdos que los de estas tres personas. En cuanto a los marineros del Faraón, sin duda habían encontrado acomodo, porque también desaparecieron.

Repuesto ya de la enfermedad que le detuvo en Palma, volvió a Marsella el capitán Gaumard, temeroso de presentarse en casa de Morrel, pero éste supo su llegada y fue en persona a buscarle. El digno naviero conocía de antes, por la revelación de Penelón, la conducta valerosa del capitán en aquella desgracia, y él fue quien precisando de consuelos, tuvo que consolar al marino. Llevábale además su sueldo, que el capitán no se hubiera atrevido a ir a cobrar.

Al bajar la escalera, encontró el señor Morrel a Penelón, que la subía. Al parecer había empleado bravamente sus doscientos francos, porque estaba enteramente vestido de nuevo. La presencia del naviero embarazaba un poco al digno timonel. Retiróse al rincón más apartado del descansillo, pasó alternativamente su mascada de tabaco de un carrillo a otro con ojos espantados, y no aceptó, sino muy tímidamente, el apretón de manos que le ofrecía el señor Morrel con su acostumbrada cordialidad. A la elegancia de su traje atribuyó Morrel la turbación del marinero. Sin duda que no habría costeado él atavío tan lujoso. Tal vez estaba ya enrolado en otro buque, y se avergonzaba de no haber llevado más largo tiempo el luto del Faraón, si se nos permite la frase. Quizás habría también venido a anunciar su nuevo empleo al capitán Gaumard, o a hacerle alguna proposición de su nuevo amo.

-¡Buenas gentes! -dijo Morrel alejándose-. Ojalá vuestro nuevo dueño os ame como yo os amaba y sea más feliz que yo.

Morrel pasó el mes de agosto haciendo mil tentativas para recobrar su crédito antiguo, o ganarse otro nuevo. El 20 de agosto se supo en Marsella que había tomado un asiento en el correo, y se dijo que decididamente se declararía en quiebra a fin de mes, y partía anticipadamente para no asistir a este acto cruel, encomendado sin duda a su oficial primero, Manuel, y a su cajero, Cocles. Pero, contra todos los agüeros, el 31 de agosto se abrió la oficina, como de costumbre, apareciendo detrás de la verja Cocles, tranquilo como el justo de Horacio, examinando con su escrupulosidad característica el papel que se le presentaba y pagándolo todo con la misma escrupulosidad. Hasta giros se presentaron que pagó el cajero con la misma exactitud que si fueran pagarés. Los murmuradores se hacían cruces, y con esa tenacidad común a los profetas de desgracias, aplazaban la quiebra para fin de septiembre.

El día primero llegó Morrel. Esperábale toda su familia, presa de la mayor ansiedad, porque aquel viaje a París era su último recurso. Morrel se había acordado de Danglars, entonces millonario, y en otro tiempo su protegido, puesto que por su recomendación entró en casa del banquero español, donde había empezado a labrar su fortuna. Danglars tenía, al decir de la gente, siete a ocho millones, y un crédito ilimitado, con que habría podido salvar a Morrel sin gastar un escudo, sólo con garantizarle un empréstito.

Hacía mucho tiempo que Morrel pensaba en Danglars, pero existen antipatías instintivas, imposibles de vencer, y mientras le alentaron otras esperanzas, renunció a este supremo recurso. Tuvo razón Morrel, porque volvía de París humillado con una negativa.

Sin embargo no exhaló una queja. Abrazó llorando a su mujer y a su hija, tendió a Manuel una mano, y se encerró con Cocles en su gabinete del piso segundo.

-¡Ahora sí que nuestro mal no tiene remedio! -dijeron las dos mujeres a Manuel.

Entonces trataron en un conciliábulo de que Julia escribiese a su hermano pidiéndole que viniera al instante. Se hallaba en Nimes de guarnición.

Las pobres mujeres comprendían instintivamente cuán necesarias les eran todas sus fuerzas para resistir el golpe que les amenazaba.

Maximiliano, además, aunque apenas contaba veintidós años, ejercía ya sobre su padre una gran influencia. Maximiliano Morrel era un joven de carácter firme y recto. Cuando llegó a la edad de elegir carrera, como su padre no había querido imponerle ninguna para que siguiese su inclinación, eligió la militar, efectuando por lo tanto muy notables estudios preparatorios, y entrando por oposición en la Escuela Politécnica, de la cual salió siendo subteniente del regimiento 53 de Línea. Hacía un año de esto, y ya le tenían prometido el ascenso a teniente a la primera ocasión que se presentara. En el regimiento era tenido Maximiliano por muy rígido, no sólo en cuanto a los deberes militares, sino también en cuanto a los humanos, de suerte que le llamaban el estoico. No hay que decir que le llamaban así de oídas, pues sus compañeros no sabían lo que significaba esta palabra. Tal era el joven a quien llamaban su madre y su hermana en los trances que estaban presintiendo. Y no se equivocaban, porque un instante después de haber entrado el cajero en el gabinete del armador, vio Julia salir a aquél, pálido, tembloroso y fuera de sí.

Al pasar a su lado intentó preguntarle, pero el buen hombre siguió bajando la escalera con extraordinaria celeridad, contentándose con exclamar, levantando las manos al cielo:

-¡Oh, señorita! ¡Señorita! ¡Qué desgracia tan horrible! ¿Quién lo hubiera creído?

Poco después viole subir Julita con dos o tres libros muy gruesos, una cartera y un saco de dinero.

Consultó Morrel los registros, abrió la cartera y contó el dinero. Sus existencias en caja consistían en seis a ocho mil francos, que con cuatro o cinco mil que esperaba de diversas entradas, componían, sumando muy por lo largo, un activo de catorce mil francos, para pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos. Tampoco había medio de ofrecer ningún crédito a cuenta. Cuando subió a comer parecía estar más tranquilo, aunque esta tranquilidad asustó más a las dos mujeres que si le vieran muy abatido.

Morrel acostumbraba después de comer ir a tomar café y a leer el periódico El Semáforo al círculo de los Focios, pero el día de que hablamos volvió a subir a su despacho.

El pobre Cocles estaba completamente alelado. Casi toda la mañana la pasó en el patio, sentado en una piedra, con la cabeza descubierta, aunque hacía un sol de treinta grados.

Si bien Manuel se afanaba por tranquilizar a las mujeres, le faltaban palabras y elocuencia. Estaba muy al corriente de los negocios de la casa para no conocer que amenazaba a ésta una gran catástrofe.

Por la noche no se acostaron ni la madre ni la hija, con la esperanza de que Morrel entrase en su cuarto al bajar al despacho, pero oyéronle pasar por delante de la puerta acelerando el paso, sin duda temeroso de que le llamaran. Aplicaron el oído y pudieron comprender que había entrado en su cuarto, cerrando la puerta detrás de sí. La señora Morrel mandó a Julia que se acostara, y media hora después, quitándose los zapatos, se deslizó por el corredor para ver por la cerradura lo que hacía su marido. Una sombra salía del corredor cuando ella entraba. Era Julia, que, sobresaltada también, había precedido a su madre con el mismo objeto.

La joven se unió a su madre.

-Está escribiendo -le dijo.

Las dos mujeres se habían comprendido sin hablar.

La señora Morrel se inclinó a mirar por la cerradura. Morrel escribía, en efecto, pero lo que no había advertido la hija lo advirtió la madre, y fue que el naviero escribía en papel sellado. Y esto hizo que le asaltase la terrible idea de que hacía testamento, y aunque tembló de pies a cabeza, tuvo suficiente valor para no despegar sus labios.

Al día siguiente, Morrel estaba al parecer muy tranquilo, pues fue a su despacho, como acostumbraba, bajó a almorzar como solía también y solamente después de comer fue cuando hizo a su hija sentarse a su lado, le cogió la cabeza y la estrechó fuertemente contra su corazón. Aquella tarde dijo Julia a su madre que, aunque tranquilo en apáriencia, había reparado que el corazón de Morrel latía violentamente.

Los otros dos días pasaron del mismo modo. El 4 por la noche pidió Morrel a Julia la llave de su gabinete. Esto hizo temblar a la joven, pues le pareció de mal agüero. ¿Por qué le pedía su padre aquella llave, que ella había tenido siempre, y que desde su niñez no le quitaba nunca sino para castigarla?

-¿Qué he hecho yo, padre mío -le dijo, mirándole de hito en hito-, para que así me pidáis esa llave?

-Nada, hija mía -respondió el desgraciado Morrel, saltándosele las lágrimas-, nada, pero la necesito.

Julia hizo como si buscara la llave.

-La habré dejado en mi cuarto -murmuró.

Y salió, pero no fue a su cuarto, sino a consultar a Manuel.

-No le des la llave a tu padre -dijo éste-, y si puedes, no le abandones un solo instante mañana por la mañana.

En vano trató la joven de sonsacar a Manuel; o no sabía más o no quiso decirle más.

Toda la noche, del 4 al 5 de septiembre, la pasó la señora Morrel con el oído en la cerradura del despacho de su esposo. Hacia las tres de la mañana oyó a éste pasear muy agitado por su habitación. A aquella hora fue solamente cuando se reclinó sobre la cama.

Las dos mujeres pasaron la noche juntas; esperaban a Maximiliano desde la tarde anterior. Entró a verlas Morrel a las ocho, sosegado en apariencia, pero revelando con su palidez y su abatimiento la agitación en que había pasado la noche. Ninguna de las dos mujeres se atrevió a preguntarle si había dormido bien. Nunca había estado Morrel tan bondadoso con su mujer, ni tan paternal con su hija. No se hartaba de contemplar y abrazar a la pobre niña. Recordando Julia el consejo de Manuel, quiso seguir a su padre cuando salía de la estancia, pero él, deteniéndola con dulzura, le dijo:

-Quédate con tu madre.

Julia insistió.

-Vamos, lo ordeno -añadió Morrel.

Era la primera vez que Morrel decía a su hija «lo ordeno», pero lo decía con tal acento de paternal dulzura, que la joven no se atrevió a dar un paso más.

Muda e inmóvil permaneció en el mismo sitio. Un instante después volvióse a abrir la puerta y sintió que la abrazaban y besaban en la frente.

Alzó los ojos, y con una exclamación de júbilo dijo:

-¡Maximiliano! ¡Hermano mío!

A estas voces acudió la señora Morrel a arrojarse en brazos de su hijo.

-Madre mía -dijo el joven mirando alternativamente a la madre y a la hija-, ¿qué sucede? Vuestra carta me asustó muchísimo.

-Julia -repuso la señora Morrel haciendo una señal a la joven-, ve a avisar a tu padre la llegada de Maximiliano.

La joven salió corriendo de la habitación, pero al ir a bajar la escalera la detuvo un hombre con una carta en la mano.

-¿Sois la señorita Julia Morrel? -le dijo con un acento italiano de los más pronunciados.

-Sí, señor -respondió-, pero ¿qué queréis? ¡Yo no os conozco!

-Leed esta carta -dijo el hombre presentándosela.

Julia no se atrevía.

-Va en ella la salvación de vuestro padre -añadió el mensajero.

Julia arrancóle la carta de las manos, y la leyó rápidamente:

Id en seguida a las Alamedas de Meillán, entrad en la casa número I5, pedid al portero la llave del piso quinto, entrad, y sobre la chimenea encontraréis una bolsa de torxal encarnado; traédsela a vuestro padre.
Conviene mucho que la tenga antes de las once.
Me habéis prometido obediencia absoluta, os recuerdo vuestra promesa.
Simbad El Marino

La joven dio un grito de alegría, y al levantar los ojos al hombre que le había traído la carta, vio que había desaparecido. Entonces quiso leerla por segunda vez, y advirtió que tenía una posdata.

Es importantísimo que vayáis vos misma, y sola, pues a no ser vos quien se presentase, o a ir acompañada, responderá el portero que no sabe de qué se trata.

Esta posdata hizo suspender la alegría de la joven. ¿No tendría nada que temer? ¿No sería un lazo aquella cita? Su inocencia la tenía ignorante de los peligros que corre una joven de su edad, pero no es necesario conocer el peligro para temerlo. Hasta hemos hecho una observación, y es que los peligros ignorados son justamente los que infunden mayor terror. Julia resolvió pedir consejo, pero por un sentimiento extraño no recurrió a su madre, ni a su hermano, sino a Manuel.

Bajó a su despacho, y contóle cuanto le había sucedido el día que el comisionista de la casa de Thomson y French se presentó en la suya, y la escena de la escalera y la promesa que le había hecho, y le mostró la carta que acababa de recibir.

-Es necesario que vayáis, señorita -dijo Manuel.

-¡Que vaya! -murmuró Julia.

-Sí, yo os acompañaré.

-Pero ¿no habéis visto que he de ir Bola?

-Iréis sola -respondió el joven-. Os esperaré en la esquina de la calle del Museo, y si tardaseis lo bastante a parecerme sospechoso, iré a buscaros, y os aseguro que ¡ay de aquellos de quienes os quejéis a mí!

-¿De modo que vuestra opinión, Manuel, es que acuda a la cita? -añadió la joven, vacilante aún.

-Sí; ¿no os ha dicho el portador que de ello depende la salvación de vuestro padre?

-Pero decidme siquiera qué peligro corre.

Manuel vacilaba, pero el deseo de decidir al punto a la joven, pudo más que sus escrúpulos.

-Escuchad -le dijo- Hoy estamos a 5 de septiembre, ¿no es verdad?

-Sí.

-¿Hoy a las once tiene que pagar vuestro padre cerca de trescientos mil francos?

-Sí, ya lo sabemos.

Manuel dijo:

-¡Pues bien! En caja apenas hay quince mil.

-¿Y qué sucederá?

-Sucederá que si antes de las once no ha encontrado vuestro padre alguno que le ayude a salir del apuro, tendrá que declararse en quiebra al mediodía.

-¡Oh! ¡Venid! ¡Venid! -exclamó la joven arrastrando a Manuel tras ella.

Mientras tanto la señora Morrel se lo había contado todo a su hijo.

El joven sabía muy bien que de resultas de las desgracias sucedidas a su padre, se habían modificado mucho los gastos de la casa, pero ignoraba que se viesen próximos a tal extremo. La revelación le anonadó. De pronto salió del aposento y bajó la escalera, creyendo que estaría su padre en el despacho, pero en vano llamó a la puerta.

Después de haber llamado inútilmente, oyó abrir una puerta de la planta baja. Era su padre, que en vez de volver directamente a su despacho, había entrado antes en su habitación, y salía ahora. Al ver a su hijo lanzó un grito, pues ignoraba su llegada, quedándose como clavado en el mismo sitio, ocultando con su brazo un bulto que llevaba debajo de su gabán. Maximiliano bajó en seguida la escalera, arrojándose al cuello de su padre, pero de pronto retrocedió, dejando, sin embargo, su mano derecha sobre el pecho de su padre.

-¡Padre mío! -le dijo, palideciendo intensamente-. ¿Por qué lleváis debajo del abrigo un par de pistolas?

-¡Esto es lo que yo temía! -exclamó Morrel.

-¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Por Dios! ¿Qué significan esas armas?

-Maximiliano -respondió Morrel, mirando fijamente a su hijo-, tú eres hombre, y hombre de honor. Ven, que voy a contártelo.

Y subió a su gabinete con paso firme. Maximiliano le seguía vacilando.

Morrel abrió la puerta, y cerróla detrás de su hijo, luego atravesó la antesala y poniendo las pistolas sobre su bufete, señaló con el dedo al joven un libro abierto.

En este libro constaba exactamente el estado de la caja.

Antes de que pasase una hora tenía que pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

-Lee -dijo simplemente.

El joven lo leyó, quedándose como petrificado.

Morrel no decía una palabra. ¿Qué hubiera podido añadir a la inexorable elocuencia de los números?

-¿Y para evitar esta desgracia hicisteis todo lo posible, padre mío? -inquirió Maximiliano después de un instante.

Morrel respondió:

-Sí.

-¿No contáis con ninguna entrada?

-Con ninguna.

-¿Agotasteis todos los recursos?

-Todos.

-¿Y dentro de media hora... -prosiguió Maximiliano con acento lúgubre-, dentro de media hora quedará deshonrado nuestro nombre?

-La sangre lava la deshonra -dijo Morrel.

-Tenéis razón, padre mío; os comprendo.

Y alargando la mano a las pistolas, añadió:

-Una para vos, otra para mí. Gracias.

Morrel le contuvo. -¿Qué será de tu madre... y de tu hermana?

Un temblor involuntario se adueñó del joven.

-¡Padre mío! -repuso-, ¿pensáis lo que decís? ¿Me aconsejáis que viva?

-Sí; lo aconsejo, porque es tu deber. Tú tienes, Maximiliano, una inteligencia vigorosa y fría, tú no eres un hombre vulgar, Maximiliano. Nada te mando, nada te aconsejo, lo digo únicamente: estudia la situación como si fueras extraño a ella, y júzgala por ti mismo.

Tras un instante de reflexión, animó los ojos del joven un fuego sublime de resignación. Con ademán lento y triste se arrancó la charretera y la capona, insignias de su grado.

-Está bien, padre mío -dijo tendiendo a Morrel la mano-, morid en paz; yo viviré.

Morrel hizo un movimiento para arrojarse a los pies de su hijo, que se lo impidió abrazándole, con lo que aquellos dos corazones nobles confundieron sus latidos.

-Bien sabes que no es mía la culpa -dijo Morrel.

Maximiliano se sonrió.

-Sé que sois el hombre más honrado que yo haya conocido nunca, padre mío.

-Todo está dicho ya. Regresa ahora al lado de tu madre y de tu hermana.

-Padre mío -dijo el joven hincando una rodilla en tierra-, bendecidme.

Cogió Morrel con ambas manos la cabeza de su hijo, y acercándola a sus labios la besó repetidas veces.

-Sí, sí -exclamaba a la par-, yo lo bendigo en mi nombre y en el de tres generaciones de hombres sin tacha. Escucha lo que con mi voz te dicen: El edificio que la desgracia destruye, la Providencia puede reedificarlo. Viéndome morir de tan triste manera, los más inexorables lo compadecerán; quizá lleguen a concederte a ti treguas que a mí me habrían negado. Trata entonces que nadie pronuncie la palabra pillo. Trabaja, joven, trabaja, lucha con valor y ardientemente. Procura vivir tú y que vivan tu madre y tu hermana con lo estrictamente necesario, a fin de que día por día aumente la fortuna de mis acreedores con tus ahorros. Piensa que no habría día más hermoso, ni más grande, ni más solemne, que el día de la rehabilitación, aquel día que puedas decir en este mismo despacho: «Mi padre murió porque no pudo hacer lo que yo hago hoy; pero murió tranquilo y resignado, porque esperaba de mí esta acción.»

-¡Oh, padre mío, padre mío! -exclamó el joven-. ¡Si pudierais vivir a pesar de todo!

-Si vivo todo se ha perdido. Viviendo yo, el interés se cambia en duda, la piedad en encarnizamiento. Viviendo yo, no soy más que un hombre que faltó a su palabra, que suspendió sus pagos; soy, en fin, un comerciante quebrado. Si muero, piénsalo bien, Maximiliano, sí, por el contrario, muero, seré un hombre desgraciado, pero honrado. Vivo, hasta mis mejores amigos huyen de mi casa; muerto, Marsella entera acompañará mi cadáver al cementerio; vivo, tienes que avergonzarte de mi apellido; muerto, levantas la cabeza y dices: «Soy hijo de aquel que se mató porque tuvo una vez en su vida que faltar a su palabra.»

El joven exhaló un gemido, aunque estaba al parecer resignado. Era la segunda vez que el convencimiento se apoderaba, si no de su corazón, de su espíritu.

-Ahora -dijo Morrel-, déjame solo, y procura alejar de aquí a las mujeres.

-¿No queréis ver por última vez a mi hermana? -le preguntó Maximiliano.

El joven fundaba en esta entrevista una esperanza sombría y postrera.

Morrel movió la cabeza.

-Ya la he visto esta mañana, y me he despedido de ella.

-¿No tenéis que hacerme ningún encargo particular, padre mío? -le preguntó Maximiliano con voz alterada.

-Sí, hijo: un encargo sagrado.

-Decid, padre mío.

-La casa de Thomson y French es la única que por humanidad o acaso por egoísmo, que no me es dado leer en el corazón humano, ha tenido compasión de mí. Su representante, que se presentará dentro de diez minutos a cobrar los doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, no diré que me concedió, sino que me ofreció tres meses de plazo. Hijo mío, te encargo que sea esta casa la primera que cobre, y que sea ese hombre sagrado para ti.

-Sí, padre -respondió Maximiliano.

-Y ahora, adiós otra vez -dijo Morrel-. Vete, vete, que necesito estar solo. Encontrarás mi testamento en el armario de mi alcoba.

El joven permaneció de pie a inmóvil.

-Escucha, Maximiliano -dijo su padre-. Suponte que soy soldado como tú, que me han mandado tomar un reducto, y que sabes que han de matarme ciertamente: ¿No me dirías como hace unos instantes: «Id, padre mío, id, porque de otro modo os deshonráis, y más vale la muerte que la deshonra» ?

-Sí, sí -dijo el joven- sí.

Y estrechando convulsivamente a su padre entre sus brazos, añadió:

-Id, padre mío, id.

Y salió del gabinete precipitadamente.

Después de la marcha de su hijo permaneció el naviero en pie, con los ojos fijos en la puerta. Entonces alargó la mano y tiró del cordón de la campanilla.

Al cabo de unos momentos apareció Cocles. Ya no era el mismo hombre. Aquellos tres días le habían transformado. El pensamiento de que la casa Morrel iba a suspender sus pagos le inclinaba a la tierra más que otros veinte años sobre los que tenía de edad.

-Mi buen Cocles -le dijo Morrel con un acento imposible de describir-. Mi buen Cocles, vas a quedarte en la antecámara, y cuando venga aquel caballero de hace tres meses, ya le conoces, el representante de la casa de Thomson y French, cuando venga... me lo anuncias.

Cocles no respondió: hizo con la cabeza una señal de asentimiento y fue a sentarse en la antesala.

Morrel se dejó caer en una silla, sus ojos se fijaron en la esfera del reloj. ¡Sólo le quedaban siete minutos!

El minutero andaba con una rapidez increíble. Imaginábase que la sentía.

Lo que en aquel supremo instante pensó aquel hombre, que joven aún iba a abandonar el mundo, la vida y las dulzuras de la familia, fundado en un razonamiento falso quizá, pero al menos especioso, lo que pensó, repetimos, es imposible de describir. Estaba resignado, a pesar de que su frente estaba bañada en sudor, aunque sus ojos se bañaran de lágrimas, estaba resignado.

El minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban cargadas, alargó la mano y tomó una, murmurando el nombre de su hija. Después dejó el arma mortal, cogió la pluma y se puso a escribir algunas palabras. Le parecía entonces que no se había despedido de su querida hija. Luego se volvió a mirar el reloj. Ya no contaba los minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos fijos en el minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido que él mismo al montarla hacía. El minutero iba a señalar las once. Morrel no se movió, esperando únicamente que Cocles pronunciase estas palabras: «El representante de la casa de Thomson y French.»

Y ya tocaba su boca con el arma.

De pronto sonó un grito..., era la voz de su hija... Al volverse y ver a Julia, la pistola se escapó de sus manos.

-¡Padre mío! -exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría-. ¡Salvado! ¡Os habéis salvado!

Y se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.

-¡Salvado, hija mía! -murmuró Morrel-. ¿Qué quieres decir?

-Sí; mirad, mirad -repuso la joven.

Morrel cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le había pertenecido.

A un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, finiquitado.

Y del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pedazo de pergamino en que se leía esta frase: «Dote de Julia.»

Morrel se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este momento daba el reloj las once. El son de la campana vibraba en su interior como si la campana sonase en su propio corazón.

-Veamos, hija mía -le dijo- cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has hallado esta bolsa?

-En una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea de un quinto piso muy pobre.

-¡Pero esta bolsa no es tuya! -exclamó Morrel.

Julia alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.

-¿Y has ido sola a esta casa? -le preguntó Morrel después de haberla leído.

-Manuel me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de la calle del Museo, pero ¡cosa extraña!, ya no estaba cuando volví.

-¡Señor Morrel! -gritó una voz en la escalera-. ¡Señor Morrel!

-Es su voz -murmuró Julia.

Al mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la emoción.

El Faraón! -exclamó-. ¡El Faraón!

-¿Qué es eso? ¿El Faraón? ¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.

El Faraón, señor...!, lo señala el vigía del puerto..., está entrando ahora mismo.

Morrel volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su inteligencia se negaba a dar crédito a tantos sucesos increíbles, maravillosos.

Pero entonces llegó también su hijo exclamando:

-¡Padre mío! ¿Cómo decíais que El Faraón se ha perdido? El vigía lo señala, y dicen que está entrando en el puerto.

-¡Amigos míos! -exclamó el naviero-, si eso fuera cierto, tendríamos que atribuirlo a milagro palpable. ¡Imposible! ¡Imposible!

Pero lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que tenía en la mano, aquel pagaré inutilizado, y aquel magnífico diamante.

-¡Ah, señor! -dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo esto? ¿El Faraón?

-Vamos, hijos míos -dijo Morrel levantándose-. Vamos a verlo, y que Dios se apiade de nosotros si es mentira.

En medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Morrel, que no se había atrevido a subir. Como por encanto llegaron a la Cannebière. En el puerto había mucha gente congregada. Y la muchedumbre se abría para dejar paso a Morrel.

El Faraón! ¡El Faraón! -exclamaban todas las voces.

En efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas palabras escritas en la popa en letras blancas: El Faraón, de Morrel e hijos, de Marsella, completamente igual al Faraón, y cargado asimismo de cochinilla y añil, echaba el ancla y cargaba sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente daba sus órdenes el capitán Gaumard, y maese Penelón hacía señas al señor Morrel.

Ya no era posible dudarlo. El Faraón estaba allí, a la vista, y diez mil personas confirmaban con sus voces tan inesperado suceso.

Cuando Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciudad, presente a ese prodigio, un hombre de larguísima barba negra que se ocultaba detrás de la garita de un centinela, contemplaba enternecido la escena murmurando:

-Que seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has hecho y que harás todavía, y quede mi gratitud tan ignorada como tu beneficio.

Y con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abandonó su escondite, sin que nadie reparase en él, tan preocupada estaba la multitud con lo que ocurría, y bajando los escalones que sirven de desembarcadero, gritó tres veces: -¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Jacobo!

Se aproximó una lancha, que le condujo a un yate ricamente aparejado, a cuyo puente subió con la ligereza de un marinero. Desde allí se puso otra vez a contemplar a Morrel, que llorando de alegría, repartía a todos apretones de manos, mirando a la par al cielo, como si buscase, para darle gracias, a su desconocido protector.

-Ahora -murmuró el desconocido-, adiós, bondad, humanidad y gratitud..., adiós, todos los sentimientos que ennoblecen el alma. He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos..., ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para castigar a los malvados.

Y al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase otra cosa para hendir la superficie de las aguas.

Capítulo Octavo

Italia. Simbad el marino

A comienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta sociedad de París; el vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz d'Epinay el otro. Ambos habían convenido que irían a pasar aquel año el carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia, serviría a Alberto de cicerone.

Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que no quería vivir en la Plaza del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza de España, que les guardase para entonces una habitación confortable.

Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un gabinete del secondo piano, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario. Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto aprovechar el tiempo que le quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia.

Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los Médicis, luego que se paseó a su sabor por ese edén que se llama los Casinos; cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertulias de Florencia, diole el capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón, puesto que ya había visto Córcega, cuna de Bonaparte.

Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en el puerto de Liorna, y acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo sencillamente a los marineros:

-¡A la isla de Elba!

La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la mañana siguiente desembarcaba Franz en Porto-Ferrajo.

Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las huellas que allí dejó el Gigante, y fue a embarcarse en la Marciana.

Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le aseguraban que podría divertirse matando perdices coloradas, que abundan mucho.

La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y, como todo cazador que se ha fatigado en balde, tornó a su barca muy malhumorado.

-¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría hacer! -le dijo el patrón.

-¿Dónde?

-¿Ve esa isla? -dijo el patrón, señalando con el dedo al mediodía, en cuya dirección se distinguía en medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.

-¿Y qué isla es ésa? -preguntó Franz.

-La isla de Montecristo -respondió el liornés.

-Pero no tengo permiso para cazar en ella.

-Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.

-¡Diantre! -exclamó el joven-. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta en medio del Mediterráneo!

-Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en toda ella no hay una fanega de tierra cultivable.

-Y ¿a qué país pertenece esa isla?

-A Toscana.

-Y ¿qué podré cazar?

-Millares de cabras salvajes.

-¿Se alimentan de lamer las piedras? -dijo Franz con sonrisa de incredulidad.

-No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en las hendiduras.

-Pero ¿dónde paso la noche?

-En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si quiere vuestra excelencia, podremos volvernos así que termine la cacería, pues muy bien sabe que navegamos tan bien de noche como de día, y que a falta de velas tenemos remos.

Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su compañero, y no tenía que ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la proposición, que iba a desquitarle de su primera cacería.

Al oír su respuesta afirmativa, los marineros cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja.

-¿Qué ocurre ahora? -les preguntó-. ¿Ha surgido alguna dificultad?

-No, pero debemos advertir a vuestra excelencia que la isla está en estado de sitio.

-¿Qué queréis decir?

-Que como la isla de Montecristo no está habitada, sirve de escala muchas veces a los contrabandistas y a los piratas que vienen de Córcega, de Cerdeña o de Africa. Si a nuestra llegada a Lisboa llegara a saberse que hemos estado en Montecristo, nos veremos obligados a hacer una cuarentena de seis días.

-¡Diablo!, ya varía la cuestión. ¡Seis días! justamente el tiempo que Dios necesitó para crear el mundo. El plazo es largo, hijos míos.

-Pero ¿quién iría a decir que su excelencia ha estado en MonteCristo?

-¡Oh! , no seré yo -exclamó Franz.

-Ni menos nosotros -añadieron los marineros.

-Pues a Montecristo.

El patrón empezó a maniobrar y poniendo proa a Montecristo, comenzó el barco a bogar.

Dejó Franz que la operación acabara, y cuando se entró en el nuevo camino, cuando henchidas las velas por la brisa volvieron los marineros a sus respectivos puestos, tres adelante y uno en el timón, renovó su plática.

-Mi querido Gaetano -dijo al patrón-, acabáis de decirme, según creo, que la isla de Montecristo es un nido de piratas, que me parece caza muy distinta de la de cabras.

-Es cierto, excelencia.

-Yo no ignoraba que existen contrabandistas, pero creía que desde la toma de Argel y la destrucción de la Regencia no existían los piratas sino en las novelas de Cooper y del capitán Marryat.

-Pues vuestra excelencia se engañaba. Existen piratas, como existen bandidos, que aunque fueron exterminados por el Papa León XII, roban todos los días a los viajeros a las mismas puertas de Roma. ¿No ha oído decir su excelencia que apenas hace seis meses fue robado a quinientos pasos de Velletri, el encargado de Negocios de Francia cerca de la Santa Sede?

-Desde luego que sí.

-Pues bien; si, como nosotros, viviese en Liorna vuestra excelencia, de vez en cuando oiría contar que un barquichuelo cargado de mercancías o un lindo yate inglés que se esperaba en Bastía, PortoFerrajo o Civita-Vecchia, no ha llegado, y que se ignora su paradero: debió de estrellarse contra alguna roca. Pues esa roca es una barquilla estrecha y chata, tripulada por seis o siete hombres, que lo sorprendieron y robaron en una noche oscura, en las inmediaciones de algún islote desierto, como los ladrones detienen y roban una silla de posta en la espesura de un bosque.

-Pero ¿cómo las víctimas no se quejan? -repuso Franz, siempre tendido en su barca-. ¿Cómo no atraen sobre esos piratas la venganza del gobierno francés, del sardo o del toscano?

-¿Por qué? -repuso Gaetano sonriéndose.

-Sí, ¿por qué?

-Porque, en primer lugar, transportan del yate o del navío a su barca cuanto hay que valga la pena, y luego atan a la tripulación de pies y manos, y al cuello de cada uno una bala de cañón, y hacen un agujero en la quilla del barco robado, y suben al puente, y cierran las escotillas y se pasan a su barca. A los diez minutos empieza a quejarse la embarcación y a gemir, y poco a poco se hunde uno de los costados primero, después el otro, luego vuelve a salir a flor y a hundirse, y más y más cada vez. De pronto suena un ruido semejante a un cañonazo: es el aire que rompe el puente. El barco se revuelve entonces como un hombre que se ahoga. Pronto el agua, demasiado comprimida en las cavidades, inunda todo el barco, saliendo por sus agujeros, como los torrentes de humor que arroja por sus poros un gigantesco cetáceo.

»A fin lanza su último gemido, da sobre sí mismo la última vuelta, y se hunde, formando en el abismo un círculo inmenso, que gira y gira un instante, se calma poco a poco, y acaba por desvanecerse tan completamente que a los cinco minutos se precisaría el ojo de Dios para buscar en el fondo de las tranquilas aguas el buque agujereado.

-¿Comprendéis ahora -añadió el patrón sonriendo-, cómo el buque no vuelve al puerto y por qué los robados no se quejan?

Si Gaetano hubiera contado esto antes de proponer la expedición, es probable que Franz lo pensara con más madurez, pero ya que la habían emprendido parecióle cobardía el renunciar. Franz era uno de esos hombres que no corren al peligro, pero que sí se presenta la ocasión, se enfrentan a él con imperturbable sangre fría. Era uno de esos hombres de voluntad inflexible, que no miran el peligro sino como en un duelo al adversario, calculando hasta sus movimientos, estudiando su fuerza, y que al primer golpe de vista se dan cuenta de todas las ventajas y matan de un solo golpe.

-¡Bah! -respondió-, he atravesado la Sicilia y la Calabria, he navegado por el Archipiélago dos meses, y ni la sombra he visto de un bandido o de un pirata.

-Es que yo no se lo he dicho a su excelencia para hacerle renunciar a su proyecto -añadió Gaetano-. Me preguntó y le respondí.

-Sí, mi caro Gaetano, y vuestra conversación es de las más interesantes, por lo que quiero gozar de ella el mayor tiempo posible. A Montecristo.

Entretanto se iban acercando al término del viaje, y con un vientecillo fresco hacía el barco seis o siete millas por hora. La isla parecía que brotase del centro del mar a medida que la distancia se acortaba, y a través de la clara atmósfera del crepúsculo se distinguía, como las balas amontonadas en un arsenal, aquella masa de rocas, en cuyos intersticios se veían las matas y los árboles surgir. En cuanto a los marineros, aunque estaban al parecer completamente tranquilos, era evidente que habían redoblado su vigilancia, y que sus miradas escudriñaban aquel mar, terso como un espejo, poblado sólo de algunas barcas pescadoras que con sus velas blancas se deslizaban como las gaviotas de ola en ola.

Once millas distaban de Montecristo cuando el sol empezó a ocultarse detrás de la de Córcega, cuyas montañas se vislumbraban a la derecha, dibujando en el cielo sus picos sombríos. Delante de la barca, ocultándole el sol, que ya sólo doraba sus últimas rocas, se elevaba amenazador aquel gigante de piedra, parecido a Adamastor. Lentamente subieron las sombras desde el mar, ahuyentando aquel rayo de luz que iba ya a apagarse. Al fin subió aquella estela luminosa hasta la cima del cono, donde se detuvo un instante flameando como el penacho de un volcán, hasta que la sombra invasora se apoderó gradualmente de las alturas, reduciéndose la isla a una nube rojiza que iba por momentos ennegreciéndose. Una hora después se hizo completamente de noche.

En medio de la oscuridad profunda que los envolvía, Franz no dejaba de experimentar alguna inquietud, pero por fortuna los marineros conocían muy bien hasta los puntos más ignotos del archipiélago toscano. La Córcega había desaparecido enteramente, y casi la isla de Montecristo, pero los marineros tenían, como los linces, la facultad de ver en las tinieblas, y el piloto que iba al timón no señalaba ningún obstáculo.

Una hora habría transcurrido desde la puesta del sol, cuando Franz creyó percibir a un cuarto de milla a la derecha una sombra confusa, aunque era imposible el distinguirla bien, y temiendo que se le burlasen los marinos si tomaba por tierra firme algunas nubes flotantes, no dijo ni una palabra, pero de pronto apareció en la orilla un resplandor muy grande. La tierra parecía una nube, pero el fuego no era un meteoro.

-¿Qué luz es aquélla? -inquirió.

-¡Chist! -dijo el patrón-. Es una lumbre.

-Pero ¿no decíais que la isla estaba deshabitada?

-Dije que no tiene población fija, pero dije también que es un nido de contrabandistas.

-¿Y de piratas?

-Y de piratas -añadió Gaetano repitiendo las palabras de Franz-, Por eso di orden de que pasáramos más allá de la isla, y ya lo veis, la lumbre cae detrás de nosotros.

-Pero ese fuego -prosiguió Franz- me parece más bien un motivo de seguridad que de inquietud. No lo hubieran encendido gentes que temiesen ser descubiertas.

-¡Oh!, eso nada quiere decir -repuso Gaetano-. Si pudieseis reconocer en medio de la oscuridad la situación de la isla, veríais que es tal, que el fuego no se descubre desde la costa ni desde la Pianosa, sino desde alta mar solamente.

-Conque, según eso, ¿teméis que sea de mal agüero?

-Es preciso orientarse -repuso Gaetano fijando los ojos en aquella estrella terrestre.

-¿Y cómo?

-Vais a verlo.

A estas palabras habló Gaetano en voz baja a sus compañeros, y después de cinco minutos de discusión, ejecutaron en silencio una maniobra, con la cual viró el barco de bordo como por ensalmo.

Volvieron entonces a tomar el camino que habían traído, y algunos segundos después desapareció el resplandor, sin duda a causa de las alteraciones topográficas. El piloto dio entonces nueva dirección al barquillo, que se acercó a la isla visiblemente, no distando más de cincuenta pasos. Amainó Gaetano y quedó el barco inmóvil. Esto se había ejecutado con el mayor silencio, y hasta sin pronunciar una palabra, sobre todo desde el cambio de dirección.

Gaetano, que había propuesto la expedición, tomó a su cargo la responsabilidad. Los cuatro marineros no le perdían de vista, puestos al remo y en disposición de usarlos con todas sus fuerzas, lo que no era difícil, gracias a la oscuridad. Con esa sangre fría que ya le conocemos, Franz aprestaba sus armas (que eran dos escopetas de dos cañones y una carabina), las cargaba y les ponía el seguro.

En este intervalo el patrón se había quitado su marsellés y su camisa, y asegurándose los pantalones en las caderas, sin quitarse los zapatos ni medias, que no los usaba, se puso un dedo sobre la boca, como dando a entender que guardasen profundo silencio, se deslizó al mar, nadando hacia la orilla con tanta precaución, que era imposible oír el menor ruido. Sólo con ayuda de la fosfórica estela que dejaba en el agua, se podía observar su camino. Esta estela pronto desapareció. Era evidente que el patrón había llegado a la orilla. Todos los del barco permanecieron inmóviles por espacio de media hora, al cabo de la cual vieron aparecer junto a la orilla la misma estela luminosa en dirección a ellos. Un instante después Gaetano estaba en la barca.

-¿Y bien? -le preguntaron Franz y cuatro marineros al mismo tiempo.

-Son -dijo- contrabandistas españoles, aunque hay también con ellos dos bandidos corsos.

-¿Y qué hacen esos dos bandidos corsos con los contrabandistas españoles?

-¡Toma, excelencia! -repuso Gaetano con aire de sublime caridad-, es preciso ayudarse los unos a los otros. Los bandidos se ven perseguidos con bastante frecuencia en tierra por los gendarmes o los carabineros, y entonces encuentran una barca tripulada por buenos camaradas como nosotros, a quienes pedir hospitalidad, y de quienes recibirla en su mansión flotante. ¿Quién niega protección a un pobre hombre que se ve perseguido? Le recibimos a bordo, y para mayor seguridad nos metemos en alta mar.

Esto no nos cuesta nada, y le salva la vida, o la libertad por lo menos, a uno de nuestros semejantes, que el día de mañana en pago del servicio que le hemos hecho, nos indica un buen sitio para desembarcar sin que nos molesten los curiosos.

-¡Ah! ¡Ya! ¿De modo que vos mismo tenéis también algo de contrabandista, mi querido Gaetano? -le dijo Franz.

-¿Qué queréis, excelencia? -contestó con una sonrisa imposible de describir-, bueno es saber algo de todo, porque lo primero es vivir.

-Luego ¿conocéis a esa gente que ahora habita en Montecristo?

-Así, así. Los marinos somos como los francmasones, que nos reconocemos unos a otros por ciertas señales.

-¿Y creéis que no ofrece peligro nuestro desembarco?

-Ninguno. Los contrabandistas no son ladrones.

-Pero esos bandidos corsos... -murmuró Franz calculando de antemano todas las posibilidades.

-¡Vaya por Dios! -dijo Gaetano-. Ellos no tienen la culpa de ser bandidos, sino la autoridad.

-¿Qué decís?

-Desde luego. Les persiguen por haber hecho una piel, y nada más. ¡Como si el vengarse no fuera en Córcega lo más natural del mundo!

-¿Qué entendéis por haber hecho una piel? ¿Haber asesinado a un hombre? ---dijo Franz prosiguiendo sus pesquisas.

-Haber matado a un enemigo, que es muy diferente -respondió el patrón.

-Pues bien -añadió el joven-. Vamos a pedir hospitalidad a esos contrabandistas y a esos bandidos. ¿Creéis que nos la concederán?

-De seguro.

-¿Cuántos son?

-Cuatro, excelencia, y con los dos bandidos, seis.

-Justamente el mismo número nuestro; somos seis para seis, por si esos señores se nos pusieran foscos y tuviéramos que traerlos a razones. Por última vez, vamos a Montecristo.

-Corriente, excelencia, pero nos permitiréis tomar algunas otras precauciones.

-Desde luego, amigo mío. Sed sabio como Néstor, y astuto como Ulises. Hago más que permitíroslo, os lo aconsejo.

-Pues entonces, ¡silencio! -murmuró Gaetano.

Todos se callaron.

Para un hombre observador como Franz, todas las cosas tienen su verdadero punto de vista. Esta situación, sin ser peligrosa, no carecía de cierta gravedad. Hallábase en las tinieblas más profundas, en medio del mar, rodeado de marineros que no le conocían, que no tenían ningún motivo para tenerle afecto, que sabían que llevaba en el cinto algunos miles de francos, y que muchas veces habían examinado, si no con envidia, con curiosidad al menos sus armas, que eran muy hermosas.

Por otra parte, iba a arribar, sin más ayuda que aquellos hombres, a una isla que, a pesar de su nombre religioso, no le prometía al parecer otra hospitalidad que la del Calvario a Cristo, gracias a los bandidos y a los contrabandistas. Después, la historia de aquellas barcas agujereadas en el fondo, que de día la creyó exagerada, parecióle verosímil de noche. Fluctuando, pues, entre este doble peligro, quizás imaginario, no abandonaba su mano el fusil, ni sus ojos se apartaban de aquellos hombres.

Entretanto, los marineros habían izado otra vez sus velas y vuelto a emprender su marcha. En medio de las tinieblas, a las cuales estaba ya un tanto acostumbrado, distinguía Franz el gigante de granito que la barca costeaba, y pasando en fin el ángulo saliente de una peña, pudo ver la lumbre más encendida que nunca, y sentadas a su alrededor cinco o seis personas.

El resplandor del fuego iluminaba una distancia de cien pasos mar adentro, por lo menos. Costeó Gaetano la luz, procurando que su barco no saliese un punto de la sombra, y cuando logró situarse enfrente de la lumbre, lanzóse atrevidamente al círculo formado por el reflejo, entonando una canción de pescadores, y haciéndole el coro sus compañeros. Al oír el primer verso de la canción habíanse levantado los que se calentaban, aproximándose al desembarcadero con los ojos fijos en la barca, cuya fuerza a intenciones se esforzaban indudablemente en adivinar. Pronto demostraron que el examen les satisfacía, yendo a sentarse junto a la lumbre, en que asaban un cabrito entero, a excepción de uno, que se quedó de pie en la orilla. Cuando la barca hubo llegado a unos veinte pasos de la orilla, el que estaba de pie hizo maquinalmente con su carabina el ademán de un centinela ante la fuerza armada, y gritó en dialecto sardo:

-¿Quién vive?

Franz preparó fríamente sus dos tiros.

Gaetano cruzó con aquel hombre algunas palabras, que el viajero no pudo comprender, pero que sin duda se referían a él.

-¿Quiere vuestra excelencia dar su nombre o guardar el incógnito? -le preguntó el patrón.

-No quiero que mi nombre suene para nada -contestó Franz-. Decidle que soy un francés que viaja por gusto.

Así que Gaetano hubo transmitido esta respuesta, dio una orden el centinela a uno de los hombres que estaban sentados a la lumbre, el cual se levantó acto seguido y desapareció entre las rocas.

Hubo un instante de silencio. Cada uno pensaba en sus propias cosas. Franz en su desembarco, los marineros en sus velas, los contrabandistas en su cabra, pero a pesar de este aparente descuido, se observaban unos a otros.

De repente, el hombre que se había separado de la lumbre apareció, en opuesta dirección, haciendo con la cabeza una señal al centinela, que volviéndose hacia el barco se contentó con pronunciar estas palabras:

-S'accommodi.

El s'accommodi italiano es imposible de traducir, porque significa al mismo tiempo: venid, entrad, sed bienvenido, estáis en vuestra casa, todo es vuestro. Se parece a aquella frase turca de Molière que tanto admiraba el paleto caballero (le bourgeois gentilhomme) por el sinnúmero de cosas que significaba.

Los marineros no se lo hicieron repetir y a los cuatro golpes de remo tocó la barca en la orilla. Saltó Gaetano el primero, volviendo a hablar brevemente con el centinela en voz baja; saltaron los marineros unos tras otros, hasta que le tocó a Franz hacer lo mismo.

Llevaba éste al hombro uno de los fusiles, Gaetano el otro, y un marinero su carabina, pero como su traje era una mezcolanza del de los artistas y del de los dandys, no inspiró ninguna sospecha.

Tras amarrar el barco a la orilla dieron algunos pasos en busca de una especie de vivaque donde se colocaron, pero sin duda el punto adonde se dirigían no era del gusto del que hizo el papel de centinela, porque gritó a Gaetano:

-Por ahí no.

Balbució una disculpa Gaetano, y sin insistir dirigióse a la parte opuesta, mientras dos marineros iban a encender en la hoguera antorchas para alumbrar el camino.

Anduvieron como unos treinta pasos y se detuvieron en una pequeña explanada de rocas, en que habían labrado como unos asientos, que querían parecer garitas, donde el centinela pudiera sentarse. En torno crecían en algunos trozos de tierra vegetal encinas enanas y mirtos de ramaje espeso. Por un montón de cenizas, que vio al bajar al suelo una antorcha, comprendió Franz que no era el primero que reconociese la excelencia de aquel sitio, y que debía de ser una de las guaridas habituales de los nómadas visitantes de la isla de Montecristo.

Ya había dejado de estar en alarma y en acecho. Desde que puso el pie en tierra, desde que se dio cuenta de las disposiciones, si no amistosas, indiferentes de sus huéspedes, desapareció toda su desconfianza, cambiándose en apetito con el olor de la cabra que asaban en la cercana lumbre.

Dijo algunas palabras acerca de este nuevo incidente a Gaetano, que le respondió que nada era más sencillo que comer, para quien trajese como ellos en su barco, pan, vino, seis perdices, y un buen fuego para asarlas.

-Además -añadió-, si tanto incita a vuestra excelencia el olor de la cabra, puedo ofrecer a los vecinos dos de nuestras aves por un pedazo de su asado.

-Sí, sí, Gaetano -contestó el joven-. Haced, que parecéis en verdad nacido para tratar esta clase de negocios.

Entretanto los marineros habían arrancado un buen montón de musgo, y con mirtos y encina verde encendieron una buena lumbre.

Franz, impaciente, esperaba a su negociador, olfateando la cabra, cuando aquél apareció con aire pensativo.

-Ea, ¿qué hay de nuevo? -le preguntó-. ¿Rechazan nuestra oferta?

-Al contrario -dijo Gaetano-. Su jefe, a quien han dicho que sois un joven francés, os invita a cenar.

-¡Caramba! -exclamó Franz-. ¡Qué hombre tan civilizado debe de ser ese jefe! No tengo motivos para negarme, tanto más cuanto que le llevo mi parte de bucólica.

-¡Oh!, no es eso: Tiene para cenar y aun algo más. Es que pone a vuestra entrada en su casa una condición muy singular.

-¡En su casa! ¿Ha construido una casa aquí?

-No; pero no deja por eso de tener, según se asegura, al menos, un albergue bastante cómodo.

-¿Conocéis, pues, a ese jefe?

-Por haber oído hablar de él.

-¿Bien o mal?

-De las dos maneras.

-¡Diablo! ¿Y cuál es su condición?

-Que os dejéis vendar los ojos, y que no os quitéis la venda hasta que él mismo os lo diga.

Franz sondeó cuanto le fue posible la mirada de Gaetano para conocer lo que ocultaba esta proposición.

-¡Ah! -respondió el marinero adivinando su idea-. ¡Bien sé yo que merece reflexionarse!

-¿Qué haríais vos en mi lugar? -inquirió el joven.

-Como nada tengo que perder, iría.

-¿No rechazaríais el ofrecimiento?

-No, aunque no fuera más que por curiosidad.

-¿Hay algo curioso en casa de ese jefe?

-Escuchad -dijo Gaetano bajando la voz-. Yo no sé si es cierto lo que dicen...

Y se detuvo, mirando a su alrededor, por si lo escuchaban.

-¿Qué dicen?

-Dicen que ese jefe vive en una gruta que deja muy atrás al palacio Pitti.

-¡Soñáis! -exclamó Franz volviendo a sentarse.

-No es sueño -contestó el patrón-, sino realidad. Cama, el piloto del San Fernando, entró un día, y salió maravillado, diciendo que sólo en los cuentos de las hadas hay tales tesoros.

Franz dijo:

-¿Sabéis que con esas palabras me haríais descender a las cavernas de Alí-Babá?

-Digo lo que me dicen, excelencia.

-¿De modo que me aconsejáis que acepte?

-No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no quisiera aconsejarle en semejante ocasión.

Franz reflexionó un rato, y comprendiendo que si aquel hombre era tan rico no querría robarle a él, que sólo llevaba algunos miles de francos, y como, además, entre todo esto veía en perspectiva una cena excelente, se decidió. Gaetano fue a llevar su respuesta.

Como ya lo hemos dicho, Franz era, sin embargo, prudente, y quiso adquirir todas las noticias posibles de su extraño y maravilloso anfitrión. Volvióse, pues, a un marinero que durante este diálogo se ocupaba en desplumar las perdices con mucha gravedad, y le preguntó en qué habrían podido arribar a la isla los contrabandistas, puesto que ni barca, ni tartana, ni canoa se veía.

-No os inquietéis por eso -dijo el marinero-, porque conozco la embarcación que tripulan.

-¿Es buena?

-Una igual deseo a vuestra excelencia para dar la vuelta al mundo.

-¿Es muy grande?

-De unas cien toneladas, sobre poco más o menos. Es un barco de capricho, un yate, pero construido de manera que en todo tiempo anda por el mar.

-¿Dónde lo han construido?

-Lo ignoro, aunque lo tengo por genovés.

-¿Y cómo un jefe de contrabandistas -prosiguió Franz- se atreve a construir en Génova un yate con destino a su comercio?

-Yo no he dicho que él sea contrabandista -respondió el marinero.

-No, pero me parece que Gaetano lo ha dicho.

-Gaetano habrá visto de lejos la tripulación, pero no habló con ninguno.

-Si ese hombre no es un jefe de contrabandistas, ¿qué es entonces?

-Un señor muy rico que viaja por placer.

«Vamos -pensaba Franz-, con ser las relaciones diferentes, se hace más y más misterioso el personaje.»

-¿Cuál es su nombre?

-Cuando se lo preguntan, responde que Simbad el Marino, pero yo dudo que ése sea su nombre verdadero.

-¿Simbad el Marino?

-Sí.

-¿Y dónde habita ese señor?

-En el mar.

-¿De qué pueblo es?

-No lo sé.

-¿Le habéis visto?

-Algunas veces.

-¿Qué clase de hombre es?

-Vuestra excelencia juzgará por sí mismo.

-¿Y dónde va a recibirme?

-Sin duda en ese palacio subterráneo de que Gaetano os habló.

-Y al desembarcar en esta isla, encontrándola desierta, ¿no habéis tenido nunca la curiosidad de dar con ese palacio encantado?

-Así es, excelencia -repuso el marino-, y más de una vez, pero siempre fueron inútiles nuestras tentativas. Hemos examinado la gruta de arriba abajo, sin encontrar la menor comunicación. ¡Si dicen que la puerta no se abre con llave, sino con una palabra mágica!

-Vamos, esto es un cuento de las Mil y una noches -murmuró Franz.

-Su excelencia os aguarda -dijo detrás de él una voz, que reconoció por la del centinela.

Al recién llegado le acompañaban dos hombres pertenecientes a la tripulación del yate.

Por toda respuesta, sacó Franz su pañuelo, presentándoselo al que le había dirigido la palabra.

Vendáronle los ojos sin decir nada, pero con una escrupulosidad que le daba a entender que no cometiese ninguna indiscreción. Luego hiciéronle jurar que no trataría de destaparse. Franz juró. Hecho esto le cogieron cada uno de ellos por un brazo, y echó a andar, conducido así y guiado por el centinela.

Después de unos treinta pasos, sintió, por el calor de la hoguera y el olor de la cabra, que pasaba por delante del vivaque. Hiciéronle después dar como cincuenta pasos, evidentemente de la parte por donde prohibieron a Gaetano que anduviera, prohibición que ahora se explicaba. Por el cambio de la atmósfera comprendió pronto que entraba en un subterráneo, y a los pocos segundos de marcha oyó un estallido y parecióle que cambiara otra vez la atmósfera, poniéndose perfumada y tibia. Cuando sus pies, por último, resbalaron sobre una muelle alfombra, sus guías le abandonaron. Hubo un intervalo de silencio, hasta que dijo una voz en buen francés, aunque con marcado acento extranjero:

-Seáis, caballero, bien venido a esta casa. Ya podéis quitaros el pañuelo.

Franz no se hizo repetir dos veces la invitación. Se quitó su pañuelo y hallóse cara a cara con un hombre de unos treinta y ocho a cuarenta años, en traje tunecino, o para que se comprenda mejor, con un casquete colorado con borla de seda azul, una chaquetilla de paño negro bordada de oro, pantalones largos y anchos de color de sangre, calzas del mismo color, bordadas asimismo de oro, Y pantuflas amarillas. Llevaba en la cintura un magnífico chal de Cachemira, y sujeto en él un yatagán pequeño y corvo.

El rostro de este hombre era de notable hermosura aunque pálido hasta degenerar en lívido. Sus ojos vivos y penetrantes, su nariz recta y casi al nivel de la frente, como de tipo griego en toda su pureza; sus dientes, blancos como perlas, resaltaban entre su negro bigote. Sólo aquella palidez era extraña. Parecía un hombre encerrado mucho tiempo en un sepulcro, que no hubiese podido recobrar después el color de los vivos. No era de alta estatura, pero sí bien formado, y con las manos y los pies muy pequeños, como los meridionales. Pero lo que admiró a Franz, que había tenido por sueño las exageraciones de Gaetano, fue la suntuosidad de los muebles.

Las paredes estaban cubiertas de seda turca carmesí, salpicada de flores de oro. A un lado se veía una especie de diván coronado por un trofeo de armas arabescas con vainas de plata sobredorada incrustadas de pedrería. Pendía del techo una lámpara de cristal de Venecia, preciosísima por su forma y su color, y cubría el suelo un tapiz turco, tan blando, que hasta el tobillo se hundían los pies. Colgaban grandes cortinajes delante de la puerta por donde había entrado Franz, y de la otra que daba paso a una habitación magníficamente iluminada al parecer.

El jefe dejó un instante a Franz entregado a su sorpresa, examinándole con la misma atención con que él lo examinaba todo, y sin perderle un punto de vista.

-Caballero -le dijo al fin-. Os pido mil veces que me dispenséis las precauciones tomadas para introduciros aquí, pero como esta isla está casi desierta, conocido el secreto de esta morada, cualquier día me la encontraría sin duda como Dios fuere servido, lo que me agradaría en verdad muy poco, no por la pérdida de lo que vale, sino porque me quitaría la seguridad que ahora tengo de poder separarme del mundo cuando me da la gana. Procuraré haceros olvidar ahora esa nimia molestia, ofreciéndoos lo que no esperaríais encontrar aquí, esto es, una cena regular y una cama bastante buena.

-A fe mía, querido anfitrión, que no necesitáis ofrecerme disculpas -repuso Franz-. Siempre he visto que se vendaba los ojos a todos los que van a entrar en palacios encantados. Eso sucede a Raúl en Los Hugonotes, y en verdad que no debo de quejarme, pues lo que veo paréceme una continuación de las maravillas de las Mil y una noches.

-¡Ay! Tengo que deciros como Lúculo: «A esperar yo vuestra visita, hubiera hecho algunos preparativos.» En fin, tal como es mi choza, tal como es mi colación, las pongo a vuestra disposición. ¿Estamos ya servidos, Alí?

Casi en el mismo instante levantóse el cortinón de la puerta, apareciendo un negro nubio, tan negro como el ébano, vestido con una sencilla túnica blanca, el cual hizo a su amo una seña, que indicaba que podía pasar al comedor.

-Ahora -dijo el desconocido a Franz-, no sé si seréis de mi opinión, pero me parece que nada hay más desagradable que estar dos o tres horas hablando sin saber los interlocutores sus nombres respectivos. Y cuenta que yo respeto demasiado las leyes de la hospitalidad para que os pregunte vuestro nombre ni vuestro título. Os ruego únicamente que me digáis uno cualquiera, porque pueda dirigiros la palabra. Para proporcionaros a vos iguales ventajas, os diré de mí que acostumbran a llamarme Simbad el Marino.

-Por mi parte debo deciros que como ya no me falta para estar en la misma situación de Aladino sino poseer la famosa lámpara maravillosa, no encuentro dificultad alguna en que me llaméis Aladino interinamente. Me siento tentado a creer que he sido transportado al Oriente por algún genio benéfico, con lo que esta nueva ficción prolongará mis quimeras.

-Pues bien, señor Aladino -dijo el anfitrión-, habéis oído que podíamos pasar a la mesa, ¿no es verdad? Entremos, pues, si os place. Vuestro humilde servidor pasa delante para enseñaros el camino.

Y, en efecto, a estas palabras, levantando la cortina, pasó Simbad delante del joven.

Estaba Franz cada vez más maravillado. El servicio de la mesa era espléndido. Seguro ya de este punto tan importante, dirigió sus miradas a otra parte. El comedor, menos suntuoso que el gabinete que acababa de abandonar, era todo de mármol con bajorrelieves antiguos de gran mérito y valor. A ambos extremos de esta habitación, que era oblonga, había dos magníficas estatuas con cestones en la cabeza, que contenían frutas magníficas: ananás de Sicilia, granadas de Málaga, naranjas de las islas Baleares, albérchigos franceses y dátiles de Túnez.

En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia, un jamón de jabalí a la gelatina, un pedazo de cabra a la tártara, un rodaballo magnífico y una langosta colosal. En los intermedios circulaban entremeses delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana.

Franz se frotaba los ojos para cerciorarse de que no soñaba.

Solamente Alí era admitido a servir a su dueño, y como lo hacía perfectamente, recibió Simbad por ello muchas alabanzas de su convidado.

-Sí -contestó aquél haciendo con delicadeza los honores de la cena-, sí, es un pobre diablo que me quiere mucho y se afana por agradarme. Recuerda que le he salvado la vida, y como la apreciaba mucho, al parecer, me lo agradece bastante.

Se acercó Alí a su dueño, cogióle una mano y se la besó.

-¿Pecaré de indiscreto, señor Simbad, preguntándoos cómo y cuándo hicisteis esa bella acción? -le dijo Franz.

-¡Oh, Dios mío! Es una acción muy vulgar -respondió Simbad el Marino-. Según parece, ese pillastre había rondado el serrallo del Rey de Túnez más de cerca de lo que convenía a un moro de su color, porque el Rey le sentenció a cortarle la lengua, la mano y la cabeza. La lengua el primer día, la mano el segundo y la cabeza el tercero. Yo había deseado siempre tener un mudo a mi servicio, por lo que esperé a que le hubiesen cortado la lengua para ir a proponer al Rey que me lo diese, a cambio de una magnífica escopeta de dos cañones que me había parecido la víspera agradar a su alteza bastante. Aun con esto vaciló, tanto deseo tenía de acabar con ese pobre diablo, pero yo le di sobre la escopeta un cuchillo inglés de monte, con el cual había yo mellado el yatagán de su alteza, y esto al fin le determinó a perdonarle la mano y la cabeza, aunque a condición de que nunca volviera a Túnez. Tal exigencia era inútil. Por muy de lejos que el infiel distinga cuando navegamos las costas de África, se esconde en seguida en la cala, y no hay medio de hacerle salir de allí hasta que no se haya perdido de vista la tercera parte del mundo.

Franz permaneció un momento sin hablar y preguntándose qué debería pensar de la frialdad horrible con que su anfitrión acababa de contarle aquella cruel historia.

Luego, cambiando de tema, dijo:

-¿Y pasáis vuestra vida viajando como el honrado marino cuyo nombre lleváis?

-Sí, es un voto que hice en cierta ocasión, cuando menos pensaba poderlo cumplir -dijo sonriendo el desconocido-. Muchos tengo hechos como éste, que espero en Dios que se cumplan.

Aunque Simbad pronunció estas palabras con la mayor sangre fría, sus ojos despidieron un fulgor extraño de ferocidad.

-¿Habéis sufrido mucho, caballero? -le dijo Franz.

Simbad se estremeció y le miró fijamente.

-¿Por qué lo sospecháis? -le preguntó.

-Por todo -contestó Franz-. Por vuestra voz, por vuestras miradas, por vuestra palidez, y hasta por esta clase de vida que lleváis.

-¡Yo! ¡Yo llevo la vida más feliz que haya gozado un hombre! ¡Una vida de pachá! Soy el rey del mundo. Me agrada un sitio, permanezco en él; me desagrada, lo abandono. Soy libre como los pájaros, y como ellos tengo alas. A una señal me obedecen todos los que me rodean. En ocasiones me entretengo en burlar a la policía de los hombres, quitándole un bandido que busca o un criminal que persigue. Además, tengo también mi justicia baja y alta, aunque sin papelotes ni apelación, que absuelve o condena, y que nada tiene de común con ella. ¡Oh! ¡Si hubieseis probado mi vida, no gustaríais de otra alguna, y nunca volveríais al mundo, a no ser que tuvieseis que realizar algún proyecto gigantesco!

-Una venganza, por ejemplo -dijo Franz.

El desconocido clavó en el joven una de esas miradas que penetran hasta lo más profundo del pensamiento y del corazón humano.

-¿Y por qué ha de ser precisamente una venganza? -le preguntó.

-Porque me parecéis un hombre de esos que, perseguidos por la sociedad, tienen que arreglar cuentas con ella-repuso Franz.

-Pues bien -repuso Simbad, sonriendo de aquella manera extraña que sólo dejaba entrever sus dientes blancos y afilados-. Pues bien, no acertáis. Tal como me veis, soy un filántropo, sui géneris, y acaso un día iré a París a hacer sombra al señor Appert y al hombre de la capa azul.

-¿Será la primera vez que hagáis ese viaje?

-¡Oh, sí! Denota poca curiosidad en mí, ¿no es cierto? Pero os aseguro que no he tenido la culpa de tardar tanto, y que al fin el día menos pensado iré.

-¿Y pensáis hacerlo pronto?

-Todavía no lo sé. Depende de circunstancias y combinaciones muy inciertas.

-Quisiera estar allí cuando vos vayáis, para pagaros en la manera que me fuese posible esta hospitalidad tan generosa que me dais en la isla de Montecristo.

-Con mucho gusto aceptaría vuestra invitación -repuso Simbad-, si no tuviera que guardar el incógnito en París.

La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz, que hacía razonablemente los honores a ella, el marino apenas probaba los platos del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los postres, o dicho mejor, las cestas que tenían en sus manos las estatuas.

Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se hallaba tan ignorante de su contenido como al destaparla. Miró a su huésped y le vio sonreírse.

-¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? -le preguntó éste.

-Os lo confieso.

-Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la ambrosia que Hebe servía a Júpiter.

-Pero esa ambrosia, sin duda -repuso Franz-, al pasar por la mano de los hombres, habrá perdido su nombre divino para tomar otro humano. ¿Cómo se llama, pues, en lengua vulgar este ingrediente, que a decir verdad no me inspira gran simpatía?

-Ahí tenéis precisamente lo que revela nuestro origen material -exclamó el marino-. ¡Cuántas veces pasamos del mismo modo junto a la felicidad, sin verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la miramos! Si sois un hombre positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas del Perú, de Guzarate y de Golconda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad esto, y desaparecerán para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los campos de lo infinito, y en libertad absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fantasía. ¿Tenéis ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, probad esto, y dentro de una hora seréis rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como Francia, España a Inglaterra, sino rey del mundo, rey del universo, rey de la creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó Satanás a Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña, seréis el soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco tentador?, confesadlo; tanto más tentador, cuanto que no hay nada más fácil que hacer esto. Mirad.

Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la sustancia tan alabada, llenó de ella un cucharilla de café, la llevó a sus labios y la saboreó lentamente, con los ojos medio cerrados y la cabeza echada hacia atrás.

Franz le dejó todo el tiempo necesario para tragarlo, y le dijo al verle ya vuelto, por decirlo así, a la escena:

-Pero ¿en qué consiste este manjar tan precioso?

-¿Habéis oído hablar -le contestó el marino- del viejo de la Montaña, de aquel que quiso asesinar a Felipe Augusto?

-Sí.

-Pues habéis de saber que reinaba en un valle fertilísimo, que dominaba la montaña de donde había tomado su pintoresco nombre. Estaba aquel valle lleno de jardines, plantados por Hassen-ben-Sabad, con pabellones aislados, donde hacía entrar a sus elegidos para darles a masticar, según dice Marco Polo, cierta hierba que los transportaba al paraíso, entre plantas siempre en flor, frutas siempre maduras y mujeres siempre vírgenes.

»Pues bien, lo que aquellos jóvenes bienaventurados tomaban por realidad era un sueño, pero un sueño tan dulce, tan embriagador, tan voluptuoso, que se vendían en cuerpo y alma al que se lo proporcionaba, y obedientes a sus órdenes como a las de Dios, iban a buscar hasta el fin del mundo la víctima indicada para herirla, expirando en medio de sus torturas sin proferir una queja, alentados por la esperanza de que su muerte no era sino una trasmigración a aquella vida de delicias que les daba a probar esta hierba santa, que acaban de servirme en vuestra presencia.

-Entonces -exclamó Franz-, es el hachís, sí, yo lo conozco, a lo menos de nombre.

-Justamente; habéis acertado el nombre, señor Aladino, es el hachís, el hachís mejor y más puro que se hace en Alejandría, el hachís de Abougor, el grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un palacio con esta inscripción: «Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido.»

-¿Sabéis -dijo Franz-, que me dan ganas de juzgar por mí mismo de la verdad o exageración de vuestras palabras?

-Juzgad por vos mismo, mi querido huésped, juzgad; pero no por la primera impresión que os produzca. Es conveniente acostumbrar los sentidos a una nueva; como acontece en todas las impresiones, dulce o violenta, triste o alegre, existe una lucha entre esta divina sustancia y la naturaleza, que no está organizada para el placer, y que se aferra mucho al dolor. Es necesario que la naturaleza vencida muera sobre el campo de batalla, es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida. ¡Pero qué diferencia en tal transformación! Es decir, que comparando los dolores de la existencia real con los placeres de la existencia ficticia, no querréis vivir nunca, porque querréis estar soñando siempre. Cuando abandonéis vuestro mundo por el mundo de los demás, os parecerá que pasáis de una primavera de Nápoles a un invierno de la Laponia, se os antojará que dejáis el paraíso por la tierra, y el cielo por el infierno. Probad el hachís, mi querido huésped, probadlo.

Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta maravillosa, igual a la que había tomado su anfitrión, y se la llevó a los labios.

-¡Diablo! -exclamó cuando se la hubo tragado-, no sé si la consecuencia será tan agradable como decís, pero lo que es como manjar, no me parece tan suculento como a vos.

-Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos. Pasemos ahora a la habitación de al lado, es decir, a la vuestra, que va Alí a servirnos el café y a darnos pipas.

Los dos se levantaron y mientras el que a sí mismo se había dado el nombre de Simbad y que nosotros hemos mencionado de tiempo en tiempo, porque se le pudiera llamar de cualquier modo; mientras Simbad, decimos, daba algunas órdenes a su criado, Franz entró en la pieza inmediata.

Estaba amueblada con sencillez en comparación a la otra, aunque no menos rica, y la forma de ella era redonda. Un diván prolongado se extendía a su alrededor, pero diván, techo, paredes y suelo estaban cubiertos de magníficas pieles, blandas como los más blandos tapices; eran de leones del Atlas, con sus majestuosas crines; de tigres de Bengala, con rayas deslumbradoras, de panteras del Cabo, tachonadas de oro, como la que se aparecía al Dante, y pieles, finalmente, de osos de la Siberia, y zorras de Noruega, arrojadas todas con profusión unas sobre otras, de manera que parecía que se anduviese sobre la alfombra más espesa, o se reposase en el más blando de los lechos.

Ambos se recostaron sobre el diván. Había a mano pipas con boquilla de ámbar y tubos de jazmín, y preparadas para que no hubiese necesidad de fumar dos veces en una misma. Tomaron una de ellas cada uno y Alí las encendió, saliendo luego a buscar el café.

Guardaron silencio, unos instantes, que Simbad pasó entregado a los pensamientos que al parecer le dominaban sin tregua, aun en medio de la conversación, y Franz, abandonado a esa especie de fascinación vertiginosa que acomete siempre al que fuma excelente tabaco. No parece sino que el humo del tabaco bueno tenga la propiedad de quitarnos todas las penas, dándonos ilusiones en cambio.

Alí sirvió el café.

-¿Cómo lo tomáis? -preguntó a Franz el desconocido-, ¿a la francesa o a la turca? ¿Cargado o claro? ¿Con azúcar o sin él? ¿Pasado o hirviendo? Podéis elegir, pues lo hay de todas las maneras.

-Lo tomaré a la turca -respondió Franz.

-Hacéis bien. Eso prueba que tenéis buenas disposiciones para la vida oriental. ¡Ah!, convendréis conmigo en que los orientales son los únicos hombres que saben vivir. Por lo que a mí respecta -añadió Simbad con una de aquellas singulares sonrisas que no se escapaban a la observación del joven-, tan pronto como despache mis negocios de París iré a morir al Oriente, y si entonces queréis encontrarme, os será preciso irme a buscar al Cairo, a Bagdad o a Ispaham.

-A fe mía que será la cosa más fácil -dijo Franz-, pues paréceme que tengo alas de águila, capaces de dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas.

-¡Vaya, vaya! ¡Ya empieza a actuar el hachís; abrid pues, esas alas, y volad a las regiones de la fantasía. Nada os arredre, que hay quien vela por vos, y si vuestras alas se derriten al sol como las de Ícaro, aquí estoy yo para recibiros.

Tras esto dijo a Alí algunas palabras árabes. El negro hizo un gesto de obediencia y se retiró, aunque sin alejarse.

En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fatigas físicas, toda la exaltación originada en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban desapareciendo, como en esos primeros instantes del sueño en que se vive todavía. Al parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se despejaba de una manera maravillosa y parecían duplicarse las facultades de sus sentidos. Su horizonte íbase ensanchando más y más, pero no ese horizonte sombrío y lleno de terrores en que se arrastraba antes de su sueño, sino un horizonte azul, transparente y vasto, con todo lo que el mar tiene de tintas mágicas, con todo lo que el sol tiene de luz, y todo lo que la brisa tiene de perfumes. Después, entre los cantos de los marineros, cantos puros y claros, que a poder escribirlos compusieran una armonía divina, veía aparecer la isla de Montecristo, no como un escollo terrible entre las olas, sino como un oasis perdido en medio del desierto, y a medida que la barca se acercaba, hacíase el canto más numeroso, porque también la isla exhalaba a Dios una armonía misteriosa, ni más ni menos que si alguna hada, como Lorely, o algún encantador como Anfión, quisiera atraer hacia aquella parte un alma o edificar una ciudad.

Al fin la barca tocó a la orilla, aunque sin violencia, sin sacudidas, como toca un labio a otro labio, y penetró en la gruta sin que dejase de sonar aquella música encantadora. Descendió, o mejor dicho, parecióle que descendía algunos escalones, respirando un aire embalsamado y fresco, como el que debía de soplar en torno a la gruta de Circe, aire lleno de esos perfumes que embriagan la fantasía, de ardores que encienden los sentidos, y vio nuevamente todo cuanto había visto antes de su sueño, desde Simbad, el fantástico marino, hasta Alí, el criado mudo. Luego todo parecía que se confundiese y se borrase a su vista, como las últimas sombras de una linterna mágica que se apaga, hallándose de nuevo en la habitación de las estatuas, iluminada totalmente por una de esas lámparas antiguas de luz pálida, que en medio de la noche acompañan al sueño o a la voluptuosidad.

Eran, en efecto, ricas de formas, en lujuria y poesía, de ojos magnéticos, sonrisa lasciva y larga cabellera. Friné, Cleopatra y Mesalina, las tres cortesanas célebres. Entre aquellas sombras impúdicas aparecía después como un ángel cristiano en medio del Olimpo, como un rayo de luz pura, una visión dulce que se cubría la frente virginal ante aquellas impurezas de mármol.

Entonces le pareció que las tres estatuas habían fundido sus amores en uno para un hombre solo, y que este hombre era él, y que se acercaban a su lecho envueltas en largas túnicas blancas, desnuda la garganta, destrenzados los cabellos, con una de esas actitudes que seducían a los dioses, pero que los santos resistían, con esas miradas inflexibles y ardientes como la de la serpiente que atrae al pájaro, y que se entregaba por último a aquellas caricias dolorosas como un abrazo, y voluptuosas como un beso.

Le pareció a Franz que cerraba los ojos, y que a través de la última mirada veía a la estatua púdica cubrirse el rostro enteramente, y después de cerrados los ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos a las fantásticas, gozando de una felicidad sin límites, de un amor incesante, como el que el profeta prometía a sus elegidos.

Entonces, todas aquellas bocas de piedra se animaron y palpitaron aquellos pechos hasta tal punto que para Franz, que por la primera vez conocía los efectos del hachís, este amor era casi dolor, esta voluptuosidad casi tortura, sobre todo cuando sentía posarse en su boca ardiente los labios de las estatuas, fríos y petrificados como los anillos de una serpiente. Sin embargo, cuanto más se esforzaba en rechazar aquel amor imaginario, más se engolfaban sus sentidos en el sueño misterioso, hasta que después de una lucha en que tanto deseaba quedar victorioso como vencido, cedió del todo, abrasado de fatiga, hastiado de voluptuosidad, con los besos de aquellas mujeres de mármol y con los encantos de aquel sueño inconcebible.

Capítulo Noveno

Al despertar

Cuando Franz volvió en sí, los objetos exteriores le parecieron una segunda parte de su sueño. Imaginóse en un sepulcro, donde apenas penetraba un rayo de sol como una mirada compasiva. Extendió la mano y tocó la piedra, incorporóse y se halló acostado en un lecho de hojas secas, aromáticas y suaves.

Habían desaparecido las visiones, y como si fueran las estatuas sólo sombras salidas de sus sepulcros durante su ensueño, habían huido al despertar. A toda la agitación del sueño sucedía la calma de la realidad. Se encontró en una gruta, se adelantó hacia la abertura. A través de la puerta se veía el azul del mar y del cielo. Aire y agua resplandecían a los primeros rayos del sol de la mañana; a la orilla estaban sentados los marineros riendo y cantando. A diez pasos mar adentro se mecía graciosamente la barquilla sobre sus andotes. Entonces aspiró largo tiempo aquella brisa fresca que le azotaba la frente, escuchó el débil rumor de las olas que se estrellaban en la orilla, salpicando las rocas de blanca espuma, y entregóse instintivamente a este divino éxtasis que la naturaleza produce, sobre todo, después de un sueño fantástico.

La vida exterior, tan pura, tan grande, tan tranquila, recordóle poco a poco lo inverosímil de su sueño, y su memoria empezó a llenarse de recuerdos. Se acordó de su llegada a la isla, y de su presentación a un jefe de contrabandistas, de un palacio espléndido, y de una cena excelente y una cucharada de hachís.

Sólo que en medio de esta realidad palpable parecíale que todas aquellas cosas habían ocurrido por lo menos hacía un mes, tan vivo era el pensamiento de su sueño, y tanta importancia tenía en su imaginación. De vez en cuando, parecíale distinguir entre los marineros, o junto a una roca, o meciéndose sobre el barco, una de aquellas sombras que con besos y miradas poblaron de estrellas el cielo de su noche. Por otra parte, sentía la cabeza completamente despejada y el cuerpo tranquilo, sin peso en el cerebro, sino todo lo contrario, un bienestar general, una predisposición más grande que nunca a absorber el sol y el aire. Acercóse alegremente a sus marineros, que al verle se levantaron todos, y el patrón se le aproximó diciéndole:

-El señor Simbad nos ha encargado de cumplimentar a vuestra excelencia en su nombre, y de expresarle cuánto siente no poder despedirse de vuestra excelencia, mas confía que le dispenséis cuando sepáis que un negocio importantísimo le obligó a marchar a Málaga.

-¡Ah!, oye, mi querido Gaetano, ¿es todo esto verdad? ¿Existe un hombre que me recibió en esta isla, que me dio una hospitalidad regia, y se ha marchado mientras yo soñaba?

-Tan cierto es, que por allí va alejándose su yate a velas desplegadas; con vuestro anteojo de larga vista quizá podréis aún reconocer a Simbad el Marino en medio de la tripulación sobre cubierta.

Y al decir estas palabras extendió Gaetano su brazo en dirección a un barquillo, que se dirigía al extremo meridional de Córcega. Franz sacó su anteojo, lo graduó a su vista y se puso a mirar al sitio indicado. No se engañaba Gaetano. A la popa del barco aparecía el misterioso extranjero, de pie, vuelto hacia Franz, y con un anteojo en la mano como él. Iba vestido con el mismo traje con que se presentara a su huésped, y para despedirse agitaba un pañuelo. Franz devolvióle el saludo de la misma forma. Un momento después se divisó en la popa del barco una nubecilla de humo, elevándose al cielo graciosa y lentamente. Una detonación llegó a oídos de Franz.

-¿Oís? -le dijo Gaetano-. Eso significa que se despide de vos.

El joven tomó su carabina y la descargó disparando al aire, pero sin esperanza de que la detonación pudiese atravesar la distancia que separaba el yate de la costa.

-¿Qué ordena vuestra excelencia? -le preguntó Gaetano.

-Que me deis una luz.

-¡Ah!, ya entiendo -dijo el patrón-; para buscar la entrada de la mansión encantada. Buen provecho os haga, excelencia, puesto que tenéis gusto de ello, voy a daros la antorcha que me pedís, pero sabed que yo también tuve esa idea, que he tenido ese capricho tres o cuatro veces, y que siempre acabé por renunciar a él. Giovanni -añadió-, enciende una tea y tráela a su excelencia.

Aquél obedeció, y tomando Franz la tea entró en el subterráneo seguido de Gaetano.

Reconoció el sitio en que se había despertado, y su lecho de hojas, hollado todavía, pero por más que examinó con ayuda de la tea toda la superficie exterior de la gruta, nada vio, salvo algunos sitios que por lo ahumados demostraban que otros habían hecho antes que él la misma investigación.

Sin embargo, no dejó de examinar ni un solo pie de aquella muralla granítica, impenetrable como el porvenir; no vio una sola grieta sin introducir en ella su cuchillo de monte, no observó un solo ángulo saliente de una piedra sin apoyarse en él, con la esperanza de que cedería; pero todo fue en vano, y en este trabajo perdió dos horas sin resultado alguno.

Al cabo de este tiempo renunció a sus proyectos. Gaetano había triunfado.

Cuando Franz volvió a la playa, el yate no aparecía ya sino como un punto blanco en el horizonte. Recurrió a su anteojo, pero ni aun así le fue posible distinguir nada.

Gaetano le recordó que había venido a cazar cabras, cosa de que él se había olvidado enteramente. Tomó su escopeta y se puso a recorrer la isla más bien como un hombre que cumple una obligación, que como aquel que procura divertirse, y transcurrido un cuarto de hora había muerto una cabra y dos cabritillos. Pero aquellas cabras, aunque salvajes y ligeras como gamuzas, guardaban una gran semejanza con nuestras cabras domésticas, y Franz no las consideraba como caza.

Otras ideas preocupaban, además, su imaginación. Desde la víspera se había constituido en héroe de un cuento de Las mil y una noches, y un poder invencible le arrastraba a la gruta.

Entonces, pese a la inutilidad de sus primeras pesquisas, emprendió otras nuevas, mientras Gaetano, por orden suya, asaba una de las cabras.

Mucho tiempo debió de durar esta segunda visita, pues cuando volvió estaba ya asada la cabra y dispuesto el almuerzo. Sentado Franz en el mismo lugar en el que la víspera fueron a invitarle a cenar de parte del misterioso desconocido, distinguió todavía, como una gaviota cerniéndose sobre las aguas, al diminuto yate, que continuaba su camino a Córcega.

-¿Pero no me dijisteis que el señor Simbad iba a Málaga? -exclamó de repente encarándose con Gaetano-. Paréceme que se dirige a Porto-Vecchio.

-¿No os acordáis -repuso el marinero-, que os dije también que entre su tripulación había casualmente dos bandidos corsos?

-En efecto, irá a desembarcarlos a la costa -observó Franz.

-Eso mismo. ¡Ah! Simbad el Marino es un buen sujeto, que no teme al diablo y que por hacer un servicio a un pobre, dicen que andaría diez leguas.

-Pero ese género de servicios le pueden malquistar con las autoridades del país donde los haga -repuso Franz.

-¡Ah! -exclamó sonriéndose Gaetano-. Bastante le importan a él las autoridades. Se burla de ellas y cuando le persiguen no es su yate un buque velero, sino un pájaro, sin contar con que para encontrar amigos, sólo tiene que acercarse a la costa.

Lo único que resulta claro de todo esto es que el señor Simbad, el agasajador de Franz, honrábase con estar relacionado con todos los contrabandistas y bandoleros del Mediterráneo, posición asaz excéntrica.

Como nada retenía ya a Franz en la isla de Montecristo, y como había perdido la esperanza de descubrir el encanto de la gruta, apresuróse a almorzar, ordenando a los marineros que preparasen la barca para dentro de una hora.

Media hora después estaba ya a bordo. Echó la última mirada al yate, que estaba a punto de perderse de vista en el golfo de PortoVecchio. Cuando, dada la señal de partir, se ponía su barco en movimiento, aquél desapareció enteramente.

Con el yate se desvanecía la postrera realidad de la noche anterior: la cena, Simbad, el hachís, las estatuas, todo, en fin, empezaba a tomar para el joven el colorido de un sueño.

El día y la noche entera navegó la barca, y a la salida del sol a la mañana siguiente, había perdido también de vista la isla de Montecristo.

Tan pronto como puso Franz el pie en tierra firme, se olvidó, aunque sólo por un momento, de los últimos acontecimientos, para terminar sus quehaceres políticos y juveniles en Florencia, y no pensar en otra cosa que en reunirse con su compañero, que le esperaba en Roma.

Partió, pues, en el correo, y el sábado por la noche llegó a la plaza de la Aduana.

Como ya se ha dicho, la habitación la tenía de antemano preparada, no precisando de otra cosa que dirigirse al hotel de maese Pastrini, cosa que no era muy fácil, pues una inmensa muchedumbre henchía ya las calles, y se miraba aturdida Roma por el rumor febril y sordo que precede a las grandes solemnidades.

Las grandes solemnidades de Roma son cuatro: el Carnaval, la Semana Santa, el Corpus y el día de San Pedro. Todo el resto del año vuelve a caer la ciudad en esa triste apatía, punto medio entre la vida y la muerte, entre este mundo y el otro, apatía sublime, característica y poética, que Franz había estudiado ya cinco o seis veces, encontrándola cada vez más fantástica y maravillosa.

Atravesando, pues, aquella turba que crecía por momentos y se agitaba, llegó a la fonda.

A su primera pregunta, le respondieron con esa impertinencia propia de los cocheros de alquiler que tienen ya viaje aparejado, y de los fondistas que tienen ya sus cuartos llenos, que no había para él habitación en la fonda de Londres. Y por esto se vio obligado a enviar una tarjeta a maese Pastrini y a preguntar por Alberto de Morcef. Este recurso fue excelente, pues maese Pastrini acudió personalmente con mil excusas por haber hecho esperar a su excelencia, y tomando la bujía de mano de un cicerone que ya se había apoderado del viajero, preparábase a conducirle junto a su amigo, cuando éste apareció.

La habitación indicada se componía de dos piezas pequeñas y de un gabinete con ventanas que daban a la calle, cualidad que exageró mucho maese Pastrini, añadiendo que era inapreciable su valor. El resto de aquel piso lo tenía alquilado a un personaje muy rico, que pasaba por siciliano o maltés, aunque el fondista no supo decir a ciencia cierta a cuál de las dos naciones pertenecía.

-Está bien, maese Pastrini -dijo Frank-. Necesitamos ahora por lo pronto una cena cualquiera para esta noche, y un carruaje para mañana y los siguientes días.

-En lo de la cena -respondió el fondista-, seréis servidos en el acto; pero concerniente al carruaje...

-¿Cómo es eso, maese Pastrini? ¡Dudáis...! Ea, no os chanceéis, que necesitamos un carruaje.

-¡Oh, caballero!, todo lo imaginable se hará por proporcionároslo, y es cuanto puedo decir.

-¿Y cuándo sabremos la respuesta? -preguntó Franz.

-Mañana por la mañana -respondió el fondista.

-¡Qué diablo! -exclamó Alberto-. Con pagarlo bien, es negocio concluido. Ya sabemos a qué atenernos. Un carruaje de Drake o de Aarón cuesta veinticinco francos los días de trabajo, y treinta o treinta y cinco los domingos y días señalados, conque añadiendo cinco francos diarios de corretaje, suman cuarenta. No se vuelva a hablar de esto.

-Sospecho que aun cuando ofrezcan los señores el doble, no logren proporcionárselo.

-Que pongan entonces caballos al mío, aunque del viaje está algo estropeado, pero no importa...

-No se encontrarán caballos.

Alberto miró a Franz, como a un hombre a quien se le da una respuesta incomprensible.

-¿Oís Franz? -le dijo- ¡No hay caballos! Pero de posta, ¿no podría haberlos?

-Están alquilados todos quince días ha, y sólo quedan los indispensables para el servicio.

-¿Qué es lo que decís?

-Digo que, cuando no comprendo una cosa, acostumbro a no detenerme mucho en ella y paso a otra. ¿Está dispuesta la cena, maese Pastrini?

-Sí, excelencia.

-Pues ante todo, cenemos.

-Pero ¿y el carruaje y los caballos? -dijo Franz.

-No os preocupéis, amigo mío, que ellos vendrán por su propio pie. El busilis está en el precio.

Y Morcef, con esa admirable filosofía del hombre que nada juzga imposible mientras tiene llenos los bolsillos, cenó, se acostó y durmió a pierna suelta, soñando que paseaba las calles de Roma en un carruaje tirado por seis caballos.

Capítulo Décimo

Los bandoleros romanos

Al día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo vestido, tiró del cordón de la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta, cuando maese Pastrini entró en el aposento.

-¡Y bien! -dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le interrogase-, bien lo sospechaba ayer cuando no quería prometeros nada. Habéis acudido demasiado tarde ya, y no hay en Roma un solo carruaje desalquilado, para los tres últimos días, se entiende.

-Justamente -exclamó Franz-, para los días que más falta nos hace.

-¿Qué hay? -preguntó Alberto entrando-. ¿No tenemos carruaje?

-Así es, querido amigo -respondió Franz-, lo habéis adivinado.

-¡Vaya una ciudad! ¡Buena está la tal Roma!

-Es decir -replicó maese Pastrini, que quería mantener dignamente con los extranjeros el pabellón de la capital del mundo cristiano-, es decir, que no hay carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el martes por la noche, pero hasta entonces encontraréis cincuenta si queréis.

Alberto dijo:

-¡Ah!, eso ya es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que puede suceder?

-Que llegarán diez o doce mil viajeros -respondió Franz-, los cuales harán mayor aún la dificultad.

-Amigo mío -dijo Morcef-, aprovechemos el presente y olvidémonos por ahora del futuro.

-Pero a lo menos -preguntó Franz-, ¿tendremos una ventana?

-¿Dónde?

-En la calle del Corso.

-¡Oh! ¡Una ventana! -exclamó maese Pastrini-, completamente imposible. Una solamente quedaba en el quinto piso del palacio Doria, y ha sido alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día.

Los dos jóvenes se miraron atónitos.

-Pues mira, querido -dijo Franz a Alberto-, lo mejor que podemos hacer es irnos a pasar el carnaval en Venecia; al menos allí, si no encontramos carruaje, encontraremos góndolas.

-No, no -exclamó Alberto-. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y lo veré aunque sea en zancos.

-¡Caramba! -exclamó Franz-. Es una gran idea, sobre todo para apagar los moccoletti; nos disfrazaremos de polichinelas, de vampiros o de habitantes de las Landas, y tendremos un éxito magnífico.

-¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo?

-¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si fuéramos pasantes de escribano?

-¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelencias -dijo maese Pastrini-, pero les prevengo que el carruaje les costará seis piastras al día.

-Y yo, querido maese Pastrini -dijo Franz-, yo que no soy vuestro vecino el millonario, os advierto que como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco el precio de los carruajes, tanto los domingos y días de fiesta como los que no lo son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy buen producto.

-Con todo, excelencia... -dijo maese Pastrini procurando rebelarse.

-Andad, andad, mi querido huésped -dijo Franz-, o voy yo mismo a ajustar el carruaje con vuestro affettatore, que es también el mío. Es un antiguo amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero, y que con la esperanza de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este modo perderéis la diferencia y será vuestra la culpa.

-¡Oh!, no os toméis esa molestia, excelencia -dijo maese Pastrini con la sonrisa del especulador italiano que se confiesa vencido-, cumpliré vuestro encargo lo mejor que me sea posible y espero que quedaréis contento.

-Estupendo, eso se llama hablar con juicio.

-¿Cuándo queréis el carruaje?

-Dentro de una hora.

-Pues dentro de una hora estará a la puerta.

En efecto, una hora después el carruaje esperaba a los dos jóvenes. Era un modesto simón que, atendida la solemnidad de la circunstancia, habían elevado al rango de carruaje. Pero, a pesar de la mediana apariencia que tuviese, los dos jóvenes se hubieran dado por muy dichosos con tener una covacha semejante para los tres últimos días.

-Excelencia -gritó el cicerone al ver a Franz asomarse a la ventana-, ¿se acerca la carroza al palacio?

Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer movimiento fue mirar a su alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carroza era el fiacre, y el palacio era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba encerrado en aquella frase.

Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus excelencias subieron, y el cicerone saltó a la trasera.

-¿Adónde quieren sus excelencias que les conduzca?

-Primero a San Pedro y en seguida al Coliseo -dijo Alberto.

Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para estudiarlo, un mes.

Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro.

Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó a declinar. Franz sacó su reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz al cochero la orden de estar allí a las ocho. Quería hacer contemplar a Alberto el Coliseo a la luz de la luna, tal como le había hecho ver San Pedro a la luz del sol.

Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno ya conoce, se usa de la misma coquetería que para enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente, Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la puerta del Popolo, costear la muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el Coliseo se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio Severo, el templo de Antonino Faustino y la Via Sacra, hubiesen servido de escalones situados en medio del camino para acortarlo.

Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus huéspedes un festín excelente, sin embargo, sólo les dio una comida pasable, de la que a lo menos no tuvieron que quejarse.

Al fin de la comida entró el fondista. Franz creyó que era para recibir las gracias, y se disponía a dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras.

-Excelencia -dijo-, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he subido para eso a vuestro cuarto.

-¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? -preguntó Alberto, encendiendo un cigarro.

-Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar un partido. En Roma las cosas se pueden o no se pueden, y cuando se os ha dicho que no se podía, punto concluido.

-¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se paga el doble, y al instante se tiene lo pedido.

-Sí, sí; ya he oído decir eso a todos los franceses -dijo maese Pastrini algún tanto picado-, y entonces no comprendo cómo viajan.

-Es que los que viajan -dijo Alberto arrojando flemáticamente una bocanada de humo hacia el techo, y balanceándose sobre las patas traseras de su silla-, son solamente los necios y los locos como yo, pues las personas sensatas no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de París.

Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su paseo fashionable y comía cotidianamente en el único café en que se come cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de París. Maese Pastrini quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le había dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara.

-Pero, en fin -dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones geográficas de su huésped-, vos habéis venido aquí para algo; servíos, pues, indicarnos el objeto de vuestra visita.

-¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho?

-Sí.

-¿Teníais intención de visitar el Colosseo?

-Es decir, el Coliseo.

-Es exactamente lo mismo.

-Sea.

-¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que diese la vuelta por el lado exterior de las murallas y que entrase por la puerta de San Juan?

-Eso fue lo que dije, en efecto.

-¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy peligroso.

-¿Y por qué es peligroso?

-A causa del famoso Luigi Vampa.

-Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? -preguntó Alberto-. Puede ser muy famoso en Roma, pero os advierto que en París es completamente desconocido.

-¡Cómo! ¿No le conocéis?

-No tengo ese honor.

-¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los Gasparone.

-Atención, Franz -exclamó Alberto-. ¡Al fin encontramos un bandido! Os prevengo, querido huésped, que no voy a creer una palabra de lo que digáis. Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a escucharos. Había una vez... Vaya, ¡y qué! ¿No proseguís?

Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que su compañero, y le dijo gravemente:

-Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que quería deciros; puedo, sin embargo, afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras excelencias.

-Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini -replicó Franz-. Dice que no os creerá enteramente, pero yo sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad.

-Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi veracidad...

-Amigo mío -interrumpió Franz-, sois más susceptible que Casandra, la cual era una profetisa a quien nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos, estáis seguro de la mitad de vuestro auditorio. Vamos, sentaos, y decidnos quién es ese señor Vampa.

-Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después del famoso Mastrilla.

-Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he dado a mi cochero de salir por la puerta del Popolo, y de entrar por la puerta de San Juan?

-Tiene -repuso maese Pastrini- que por la una sin duda podréis salir, pero dudo que por la otra podáis entrar.

-¿Y eso por qué, señor Pastrini? -preguntó Franz.

-Porque llegada la noche, ya no se está seguro a cincuenta pasos de las puertas.

-¿Palabra de honor? -exclamó Alberto.

-Señor conde -dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía Alberto de su veracidad-, no hablo con vos, sino con vuestro compañero, que conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas sobre tal punto.

-Oye, querido -dijo Alberto dirigiéndose a Franz-, puesto que se nos presenta ocasión de emprender una aventura, oye lo que podemos hacer: cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escopetas de dos cañones. Luigi Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos nosotros a él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué puede hacer en reconocimiento a nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y llanamente una carroza y dos caballos de sus caballerizas, sin contar con que probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos corone en el Capitolio, y nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la patria.

Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini gesticulaba de una manera difícil de describir.

-En primer lugar -preguntó Franz a Alberto-, dime dónde encontrarás esas pistolas, esos trabucos, esas escopetas de dos cañones, con que quieres atestar el coche.

-Lo que es en mi armería no será -dijo Alberto-, pues que en la Terracina me despojaron hasta de mi puñal, ¿y a ti?

-A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente.

-¡Ah!, querido huésped -dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la punta del primero-, sabéis que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y que me parece que ha sido tomada de acuerdo con ellos.

Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazosa, pues no respondió sino a medias, dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser razonable con el cual pudiera entenderse.

-¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es costumbre defenderse?

-¡Cómo! -exclamó Alberto, cuyo valor se rebelaba a la sola idea de dejarse robar sin decir una palabra-. ¡Cómo! ¿Que no es costumbre defenderse?

-No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena de bandidos que salen de un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a un tiempo?

Alberto exclamó:

-Pues quiero que me maten.

El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir: «Decididamente, vuestro camarada está loco.»

-Querido Alberto -replicó Franz-, vuestra respuesta es sublime, y vale tanto como el qu'il mourut de Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto, se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por cierto la pena. Pero, en cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida.

-¡Ah! ¡Per Bacco! -exclamó maese Pastrini-, eso se llama saber hablar.

Alberto se llenó un vaso de Lacryma-Christi, el cual bebió a pequeños sorbos murmurando palabras ininteligibles.

-Y bien, maese Pastrini -replicó Franz-, ya que mi compañero está tranquilo, y ya que habéis podido apreciar mis disposiciones pacíficas, decidnos ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o patricio? ¿Es joven o viejo? ¿Alto o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos reconocerle.

-Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pudierais dirigiros, porque he conocido desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se acordó, felizmente para mí, de nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin hacerme pagar nada, sino que quiso dárselas de generoso, me regaló un precioso reloj y me contó su historia.

-Mostradnos el reloj -dijo Alberto.

Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía grabado el nombre de su autor, el timbre de París y una corona de conde.

-Aquí está.

-¡Diantre! -exclamó Alberto-. Os doy la enhorabuena. Tengo uno semejante -añadió sacando a su vez el reloj del bolsillo de su chaleco-, que me ha costado tres mil francos.

-Ahora contadnos la historia -dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese Pastrini para que se sentara.

-Si permiten sus excelencias...

-¡Qué diablos! -dijo Alberto-, no sois ningún predicador para estar hablando de pie.

E1 posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oyentes una respetuosa y profunda cortesía, lo cual indicaba que estaba pronto a dar los informes que le pedían acerca del famoso bandido Luigi Vampa.

-A propósito -exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento en que iba a empezar a hablar-, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde su niñez; ¿es todavía joven?

-¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años. ¡Oh!, todavía ha de meter mucho ruido.

-¿Qué os parece, Alberto? Es muy raro el haberse adquirido ya a los veintidós años una reputación -dijo Franz.

-Sí, ciertamente, y a su edad Alejandro, César y Napoleón, que después han figurado tanto, no habían adelantado lo que él.

-Así pues -replicó Franz dirigiéndose a su huésped-, ¿el héroe cuya historia vais a relatar, tiene veintidós años?

-Tal vez aún no los ha cumplido, como he tenido el honor de deciros.

-¿Es alto o bajo?

-De estatura mediana, así como vuestra excelencia -dijo el huésped, señalando a Alberto.

-Gracias por la comparación -dijo éste, inclinándose.

-¡Vaya!, proseguid, maese Pastrini -replicó Franz, sonriéndose de la susceptibilidad de su amigo-. ¿Y a qué clase de la sociedad pertenecía?

-Era un pobre pastor de la quinta de San Felice, situada entre Palestrina y el lago de Cabri; había nacido en Pampinara, y entrado a la edad de cinco años al servicio del conde. Su padre, pastor en Anagui, poseía un pequeño rebaño, y vivía de la lana de sus carneros y de la leche de sus ovejas que venía a vender a Roma. De niño, el pequeño Vampa tenía un carácter muy raro. Un día, a la edad de siete años, fue a buscar al cura de Palestrina y le rogó que le enseñase a leer, lo cual era difícil, pues el joven pastor no podía abandonar un instante su ganado, pero el buen cura iba todos los días a decir misa a una pobre aldea demasiado reducida para pagar un sacerdote, y que no teniendo nombre, era conocida bajo el de Borgo. Le dijo a Luigi que le esperase en el camino por donde él precisamente pasaba a su vuelta, y que de este modo le daría su lección, previniéndole que ésta sería corta y que por consiguiente tendría que aprovecharse de ella. El pobre muchacho aceptó lleno de júbilo.

»Diariamente, Luigi llevaba a apacentar su ganado hacia el camino de Palestrina a Borgo, y todos los días, a las nueve de la mañana, el cura y el muchacho se sentaban sobre la hierba y el pastorcillo daba su lección en el breviario del sacerdote. Al cabo de tres meses, sabía leer, pero no era esto suficiente, necesitaba aprender a escribir. Encargó el sacerdote a un profesor de escritura de Roma que le hiciera tres alfabetos: Uno con letra muy gruesa, otro con letra mediana y el tercero con una letra muy pequeña. Al recibirlos, el cura dijo a Luigi que copiando aquellas letras en una pizarra, podía, con ayuda de una punta de hierro, aprender a escribir. Aquella misma noche, así que hubo metido el ganado en la quinta, Vampa corrió a casa del cerrajero de Palestrina, cogió un grueso clavo, lo forjó, lo machacó, lo redondeó, consiguiendo hacer de él una especie de estilete antiguo. Al día siguiente, había reunido una porción de pizarras y trabajaba en ellas. Al cabo de tres meses ya sabía escribir.

»El cura quedó asombrado de aquella maravillosa inteligencia, e interesándose vivamente por tan rara disposición, le regaló unos cuantos cuadernos de papel, un mazo de plumas y un cortaplumas. Éste fue un nuevo estudio, estudio que no era nada al lado del primero, así que ocho días después manejaba la pluma lo mismo que el estilete. Contó el cura esta anécdota al conde de San Felíce, que quiso ver al pastorcito, le hizo leer y escribir delante de él, mandó a su mayordomo que le hiciese comer con sus criados, y le dio dos piastras al mes. Con este dinero, Luigi compró libros y lápices.

»Había aplicado a todos los objetos aquella facultad de imitación que tenía, y, como Giotto, dibujaba sobre las pizarras sus ovejas, los árboles, las casas y con la punta de su cortaplumas empezó a tallar la madera y a darle todas las formas que quería. Así fue como empezó Pinelli, el escultor popular. Una niña de seis o siete años, es decir, un poco más joven que Vampa, guardaba por su parte el rebaño de una quinta próxima a Palestrina; era huérfana, había nacido en Valmontone y se llamaba Teresa. Los dos niños se encontraban, sentábanse uno al lado del otro, dejaban que sus rebaños se mezclasen y paciesen juntos, charlaban, reían y jugaban, y después por la noche, apartaban los carneros del conde de San Felice, de los del barón de Cervetri, y se separaban para volver a sus respectivas quintas, prometiendo reunirse al día siguiente. Cada día volvían a darse y cumplir la cita, y de ese modo fueron creciendo juntos. Vampa llegó a los doce años y Teresa a los once.

»Iban entretanto desarrollándose también sus caracteres diferentes. A su noble afición a las artes, en que había sobresalido cuanto le era posible en su aislamiento, unía Luigi crueles arrebatos de un carácter imperioso, colérico, burlón. Ninguno de los jóvenes de Pampinara, de Palestrina o de Valmontone había podido, no solamente tener influencia alguna sobre él, sino que ni llegar a ser su compañero. Altanero era su temperamento, siempre dispuesto a exigir, sin querer nunca conceder, apartaba de su lado todo instinto amistoso, toda demostración simpática. Teresa era la única que mandaba con una palabra, con una mirada, con un gesto, aquel carácter fiero que se humillaba bajo la mano de una mujer, y que bajo la de un hombre cualquiera hubiérase rebelado como una serpiente al sentirse pisoteada.

»El carácter de Teresa era entera y totalmente opuesto; viva, alegre, pero coqueta hasta el extremo, las dos piastras que daba a Luigi el mayordomo del conde de San Felice, y el precio de todos los juguetillos que vendía en Roma, se gastaban en pendientes de perlas, en collares, en alfileres, así es que gracias a la prodigalidad de su joven amigo, Teresa era la aldeana más hermosa y elegante de los alrededores de Roma. Los dos jóvenes seguían creciendo, pasando todo el día juntos, y entregándose sin obstáculos a los instintos de su carácter; así, pues, en sus conversaciones, en sus deseos, en sus sueños, Vampa se veía siempre hecho un capitán de navío, general de ejército o gobernador de una provincia, y Teresa se imaginaba rica, envidiada, vestida con un hermoso traje, adornada con hermosos diamantes y seguida de lacayos con librea. Además, cuando habían pasado el día juntos, adornando su porvenir con aquellos locos y brillantes arabescos, se separaban para conducir los rebaños a los establos y descender desde la elevación de su sueño hasta la real humildad de su posición. Un día, el joven pastor dijo al mayordomo del conde que había visto que un lobo salido de las montañas de la Sabina acechaba su ganado. El mayordomo le entregó una escopeta; esto era lo que quería Vampa.

»El arma aquella tenía por casualidad un excelente cañón de Brescia, que calzaba bala como una carabina inglesa, sólo que un día el conde, persiguiendo a un zorro, rompió la culata, y ya habían arrinconado el arma como inútil. Pero no era esto una dificultad para un escultor como Vampa. Examinó la culata primitiva, calculó la figura que había de tener, y al cabo de unos cuantos días hizo otra culata cargada de adornos tan maravillosos que, si hubiera querido venderla sin el cañón, hubiera seguramente ganado quince o veinte piastras; pero él no pensaba hacer tal uso de ella, porque una escopeta había sido durante su vida el pensamiento fijo del joven.

»En la totalidad de los países en que la independencia ha sustituido a la libertad, la primera necesidad que experimenta todo corazón fuerte, toda organización poderosa, es la de un arma que asegure al propio tiempo el ataque y la defensa, y que haciendo terrible al que la lleva, le haga también temido. Desde este momento Vampa dedicó todo el tiempo que le quedaba libre al ejercicio del arma. Compró pólvora y balas e hizo servir de blanco todos los objetos que se le ponían delante. Tan pronto ensayaba su puntería en el tronco de un olivo, como en el zorro que salía de su cueva al anochecer para dar comienzo a su caza nocturna. Tan pronto era su blanco la mata más insignificante del borde de un camino, como el águila que orgullosamente se cernía en el aire. Pronto llegó a ser tan diestro que Teresa dominó el temor que en un principio experimentara al oír la detonación, y se divertía en ver a su joven compañero poner la bala en el punto que de antemano advertía, con tanta exactitud y limpieza como si la colocara allí con su propia mano.

»Salió, en efecto, una noche un lobo de un bosque cerca del cual tenían por costumbre reunirse los dos jóvenes, pero apenas hubo dado el animal diez pasos por el llano, cayó atravesado por una bala. Envanecido Luigi de tan buen tiro, cargóse el lobo a cuestas y lo llevó a la quinta.

»Estos y parecidos detalles daban a Vampa cierta reputación en todos aquellos alrededores, porque es verdad que el hombre superior, doquiera que se halle y por ignorado que sea, se forma un círculo más o menos mayor de admiradores. Por todos los alrededores se hablaba de aquel joven pastor como del más fuerte y del más valiente contadino que había en el circuito de diez leguas, y aunque Teresa por su parte pasase por una de las jóvenes más hermosas de la Sabina, nadie osaba decirle una palabra, porque sabían que Vampa la amaba.

»Y, sin embargo, no se habían confesado nunca tal amor. Habían ido creciendo el uno y el otro como dos árboles que mezclan sus raíces bajo la tierra, sus ramas en el aire, su perfume en el cielo, pero su deseo de vivir juntos era el mismo. Unicamente que este deseo había llegado a ser una necesidad y mejor hubieran preferido la muerte que la separación de un solo día, por más que esta idea no les hubiese venido jamás a la imaginación. Teresa tenía dieciséis años y Vampa diecisiete.

»Fue por entonces cuando se empezó a hablar mucho de una cuadrilla de bandidos que se iba organizando en los montes Lepini.

»Los salteadores no han sido nunca enteramente extinguidos en los alrededores de Roma, y aunque algunas veces les faltan jefes, cuando se presenta uno jamás le falta una partida. El famoso Cucumetto, perseguido en los Abruzzos, arrojado del reino de Nápoles, donde había sostenido una verdadera guerra, atravesó el Garigliano, como Manfredo, y fue a refugiarse entre Sonnino y Juperno, a orillas del Almasina. Este era quien se ocupaba en reorganizar alguna tropa y quien seguía las huellas de Decesaris y de Gasparone, a quienes pronto esperaba sobrepujar. Muchos jóvenes de Palestrina, de Frascati y de Pampinara desaparecieron, y aunque al principio sus amigos y allegados ignoraron su paradero, pronto supieron que se habían ido a unirse a la banda de Cucumetto. Al cabo de algún tiempo, Cucumetto llegó a ser el objeto de la atención general, citándose a propósito de este jefe rasgos llenos de una audacia y de una brutalidad extraordinarias y casi sin ejemplo.

»Un día raptó a una joven, era la hija del agrimensor de Frosinone. Las leyes de los bandidos son en cuanto a esto terminantes: una joven pertenece al que la ha raptado, después a cada uno por suerte, y la desgraciada sirve para los placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere. Cuando los parientes son bastante ricos para rescatarla, envían un mensajero que trata del rescate, y la cabeza del prisionero responde de la seguridad del emisario. Pero si son rehusadas las condiciones del rescate, el prisionero es condenado irrevocablemente.

»La joven de que hemos hablado tenía a su amante en la partida de Cucumetto; se llamaba Carlini. Al reconocer al joven, se creyó salvada y le tendió los brazos, pero el pobre Carlini al verla sintió que se le partía el corazón, porque aún ignoraba la suerte que estaría destinada a su amada.

»Sin embargo, como era el favorito de Cucumetto, como había compartido con él sus peligros hacía más de tres años, como le había salvado la vida matando de un pistoletazo a un carabinero que tenía ya el sable levantado sobre su cabeza, esperó que Cucumetto se apiadaría de él. Llamó aparte, pues, a su capitán, mientras que la joven se apoyaba contra el tronco de un gran pino que se elevaba en medio de una plazuela del bosque; había hecho un velo con su adorno, traje pintoresco de las paisanas romanas, y escondía su rostro a las lujuriosas miradas de los bandidos. Allí se lo contó todo: sus amores con la prisionera, sus juramentos de fidelidad, y cómo cada noche, desde que estaban en aquellos alrededores, se daban cita en unas ruinas. Precisamente aquella noche Cucumetto envió a Carlini a un pueblo vecino, y no pudo acudir a la cita. Pero el capitán se había hallado allí por casualidad, según decía, y entonces raptó a la joven.

»Carlini suplicó a su jefe que se le hiciese una excepción en su favor y que respetase a Rita, diciéndole que su padre era rico y que pagaría un buen rescate. Cucumetto pareció rendirse a las súplicas de su amigo y le encargó que buscase un pastor a quien pudiese enviar a casa del padre de Rita, a Frosinone. Carlini se acercó entonces muy gozoso a la joven, le dijo que estaba salvada, y la invitó a que escribiese a su padre una carta en la cual le contase todo lo que había pasado, y le anunciase que su rescate estaba fijado en trescientas piastras. Concedían al padre por todo término doce horas, es decir, hasta el día siguiente, a las nueve de la mañana.

»Una vez escrita la carta, Carlini cogióla al punto, corrió a la llanura para buscar un mensajero, y encontró a un joven pastor que guardaba un rebaño. Los mensajeros naturales de los bandidos son los pastores que viven entre la ciudad y la montaña, entre la vida salvaje y la vida civilizada. El joven pastor partió en seguida, prometiendo estar en Frosinone antes de una hora, y Carlini volvió lleno de gozo a reunirse con su querida para anunciarle aquella buena noticia.

»Toda la banda se encontraba en la plazuela, donde cenaba alegremente las provisiones que los bandidos exigían de los paisanos como un tributo; tan sólo en medio de aquellos alegres compañeros buscó en vano a Cucumetto y a Rita. Preguntó por ellos y los bandidos le respondieron con una carcajada.

»Carlini sintió que un sudor frío empezaba a inundar su frente y que una mortal zozobra empezaba a helar su corazón. Renovó su pregunta; uno de los bandidos llenó un vaso de vino de Orvieto y se lo mostró, diciendo:

»-¡A la salud del valiente Cucumetto y de la hermosa Rita!

»En aquel instante Carlini creyó oír un grito de mujer; todo lo adivinó. Tomó el vaso y lo rompió contra el rostro del que se lo presentaba y se lanzó en dirección de donde oyera el grito. A los cien pasos, a la vuelta de un matorral, vio a Rita desmayada en los brazos de Cucumetto. Al ver a Carlini, Cucumetto se levantó pistola en mano y ambos bandidos se miraron durante un momento, el uno con la sonrisa de la injuria en los labios, el otro con la palidez de la muerte en la frente. Hubiérase creído que iba a suceder alguna escena terrible entre aquellos dos hombres, pero poco a poco las facciones de Carlini se apaciguaron volviendo a su estado normal. Su mano, que había llegado a una de las pistolas de su cinturón, permaneció inmóvil; Rita estaba tendida entre los dos y la luna iluminaba esta escena.

»-¡Y bien! -le dijo Cucumetto-. ¿Has hecho la comisión que te había encargado?

»-Sí, capitán -respondió Carlini-, y el padre de Rita estará aquí mañana a las nueve, con el dinero.

»-Perfectamente. Mientras tanto vamos a pasar una noche deliciosa. Esta joven es encantadora. Te aseguro que tienes buen gusto, Carlini; así, pues, como no soy egoísta, vamos a volver al lado de los camaradas y sortear a quién tocará ahora.

»-Entonces, ¿estáis decidido a abandonarla a la ley común? -preguntó Carlini.

» ¿Y por qué había de hacer una excepción en su favor?

»-Creí que mis súplicas...

»-¿Y por qué has de ser tú más que los demás?

»-Es justo.

»-Vamos, tranquilízate -prosiguió Cucumetto riendo-, un poco antes, un poco después, ya llegará tu turno.

»Los dientes de Carlini rechinaban de rabia.

»-Vamos -dijo Cucumetto, dando un paso hacia los bandidos-, ¿vienes?

»-Os sigo al momento.

»Cucumetto se alejó sin perder de vista a Carlini, porque temía que le hiriese por detrás, pero nada anunciaba en el bandido una intención hostil. En pie, con los brazos cruzados, estaba al lado de Rita, que continuaba sin haber recobrado el conocimiento. Cucumetto creyó por un instante que el joven iba a tomarla en sus brazos y huir con ella, pero poco le importaba, había conseguido lo que deseaba, y en cuanto al dinero, trescientas piastras repartidas entre los compañeros hacían una suma tan pobre que le era indiferente el que se las diesen o no. Continuó, pues, su camino hacia la plazuela, pero con gran asombro suyo, Carlini llegó casi al propio tiempo que él.

»-¡El sorteo! ¡El sorteo! -gritaron todos los bandidos al divisar a su jefe.

»Y brillaron de alegría los ojos de aquellos hombres, mientras que la llama de la hoguera esparcía sobre sus rostros un resplandor rojizo que los hacía asemejarse a los demonios.

»Nada más justo que lo que pedían, y por lo tanto hizo el capitán un signo con la cabeza indicando que accedía a su demanda. Pusiéronse todos los nombres en un sombrero, así el de Carlini como los de los demás, y el más joven de la compañía sacó una papeleta de aquella improvisada urna y leyó en alta voz el nombre que en ella estaba escrito. Era el de Diavolaccio, el mismo que había propuesto a Carlini un brindis a la salud del jefe y a quien Carlini contestó haciendo pedazos el vaso contra su rostro. Una extensa herida le cogía de la sien hasta la boca, de la que manaba sangre en abundancia. Diavolaccio, al verse así favorecido por la fortuna, soltó una carcajada.

»-Capitán -dijo-, hace poco que Carlini no quiso beber a vuestra salud; proponedle que beba a la mía. Tal vez tenga para con vos más condescendencia que para conmigo.

»Todos esperaban una explosión de parte de Carlini, pero, con gran asombro de los bandidos, tomó con la mano un vaso, con la otra una botella y llenando el vaso dijo con perfecta mente tranquila:

»¡A tu salud, Diavolaccio! -y bebió el contenido del vaso sin que el más mínimo temblor agitase su mano.

»Hecho esto, fue a sentarse junto a la hoguera.

»-Dadme la parte de cena que me toca -dijo-, pues el camino que acabo de hacer me ha abierto el apetito.

»-¡Viva Carlini! -exclamaron los bandidos.

»-Enhorabuena, eso se llama tomar las cosas como buenos compañeros.

»Y todos formaron un círculo en torno a la hoguera, mientras que Diavolaccio se alejaba.

»Carlini comía y bebía como si nada hubiese sucedido.

»Los bandidos le observaban asombrados, sin comprender aquella impasibilidad, cuando oyeron resonar de pronto, junto a ellos, unos pasos lentos y pausados.

»Se volvieron y divisaron a Diavolaccio que conducía a la joven en sus brazos; tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de modo que sus largos cabellos rozaban la tierra. A medida que iban entrando en el círculo de la luz proyectada por la hoguera, notaban la palidez de la joven y del bandido. Esta aparición tenía un aspecto tan extraño y tan solemne, que todos se levantaron, menos Carlini, que se quedó sentado y continuó comiendo y bebiendo, como si nada pasase a su alrededor. Diavolaccio siguió avanzando en medio del más profundo silencio y depositó a Rita a los pies del capitán.

»Entonces todos conocieron la causa de la gran palidez de la joven y del bandido, porque Rita tenía un cuchillo clavado hasta la empuñadura en el corazón.

»Todas las miradas se fijaron en Carlini; la vaina que colgaba de su faja estaba vacía.

»-¡Ya! -dijo el capitán-, ¡ya!, ahora comprendo por qué se quedó atrás Carlini.

»Por salvaje que sea todo carácter, se inclina ante una acción sublime, y aunque es probable que ninguno de los bandidos hubiese hecho lo que Carlini, todos apreciaron el valor de aquella acción.

»-¿Y ahora -dijo Carlini levantándose a su vez con la mano apoyada en el gatillo de una de sus pistolas-, y ahora, se atreverá alguien a disputarme esta mujer?

»-No-dijo el jefe- Es tuya.

»Entonces Carlini la tomó en sus brazos y la condujo fuera del círculo de luz que proyectaba la llama de la hoguera.

»Distribuyó Cucumetto los centinelas como de costumbre, y los bandidos se tendieron en sus capas alrededor de la hoguera.

»A medianoche el centinela dio la señal de alarma y en seguida el capitán y sus compañeros estuvieron en pie. Era el padre de Rita que venía en persona a traer el rescate de su hija.

»-Toma -dijo a Cucumetto, presentándole un saco lleno de dinero-, aquí tienes trescientos doblones; devuélveme a mi hija.

»El jefe, sin pronunciar siquiera una palabra y sin tomar el dinero, le hizo señas de que le siguiese.

»El anciano obedeció. Los dos se alejaron y perdieron entre los árboles, a través de cuyas ramas penetraban los débiles rayos de la luna. Cucumetto se detuvo finalmente, tendió la mano, y mostrando al anciano dos personas agrupadas al pie de un árbol, le dijo:

»-Mira, pide tu hija a Carlini, que él más que nadie puede darte cuenta.

»Y sin decir una sola palabra más, volvió la espalda, encaminándose al sitio donde se hallaban sus compañeros.

»El anciano permaneció inmóvil y con los ojos fijos. Sentía que pesaba sobre su cabeza alguna desgracia desconocida, inmensa, pero tomando de pronto una resolución, dio algunos pasos hacia el grupo.

Con el ruido que hizo, Carlini levantó la cabeza, y las formas de dos personas comenzaron a aparecer más distintas a los ojos del anciano. Vio a una mujer tendida en tierra, con la cabeza apoyada sobre las rodillas de un hombre sentado a inclinado hacia ella. Al levantarse este hombre, fue cuando pudo descubrir el rostro de la mujer que apretaba contra su corazón. El anciano reconoció a su hija y Carlini reconoció al anciano.

»-Te esperaba -dijo el bandido al padre de Rita.

»-¡Miserable! -contestó éste-. ¿Qué has hecho?

»Y miraba con terror a Rita, inmóvil, pálida, ensangrentada, con un cuchillo hundido en el pecho. Un rayo de luna la iluminaba con su blanquecina luz.

»-Cucumetto había violado a tu hija -dijo el bandido-, y como yo la amaba más que a mí mismo, la he matado, porque después de él iba a servir de juguete a toda la compañía.

»Los labios del anciano no se entreabrieron para murmurar la más mínima palabra, pero su rostro volvióse tan pálido como el de un cadáver.

»-Ahora -prosiguió Carlini-, si he hecho mal, véngala.

»Y arrancó el cuchillo del seno de la joven, que presentó con una mano al anciano, mientras que con la otra apartaba su camisa y le presentaba su pecho desnudo.

»-Has hecho bien -le dijo el anciano con voz sorda-. ¡Abrázame, hijo mío!

»Carlini se arrojó llorando en los brazos del padre de su amada. Eran aquellas las primeras lágrimas que vertían los ojos de aquel hombre.

»Y ya que todo acabó -dijo con tristeza el anciano a Carlini-, ayúdame a enterrar a mi hija.

»Carlini fue a buscar dos azadones y el padre y el amante se pusieron a cavar al pie de una encina cuyas espesas ramas debían cubrir la tumba de la joven. Así que hubieron abierto una fosa suficiente, el padre fue el primero en abrazar el cadáver, el amante después, y en seguida levantándolo el uno por los pies y el otro por los brazos, lo colocaron en el hoyo. Luego se arrodillaron a ambos lados y rezaron las oraciones de difuntos. Cuando concluyeron, cubrieron el cadáver con la tierra que habían sacado hasta tanto que la fosa estuvo llena. Entonces, presentándole la mano, dijo el anciano a Carlini:

»-Ahora déjame solo. Gracias, hijo mío.

»-Pero... -replicó éste.

»-Déjame solo..., te lo mando.

»Carlini obedeció. Fue a reunirse con sus compañeros, se envolvió en su capa, y pronto pareció tan profundamente dormido como los demás. Como el día anterior se había decidido que iban a cambiar de campamento, cosa de una hora antes de amanecer, Cucumetto despertó a sus camaradas y se dio la orden de partir, pero Carlini no quiso abandonar el bosque sin saber lo que había sido del padre de Rita. Dirigióse hacia el lugar donde le había dejado y encontró al anciano ahorcado de una de las ramas de la encina que daba sombra a la tumba de su hija. Hizo entonces sobre el cadáver del uno y la tumba de la otra, el juramento de vengarlos, mas este juramento no pudo realizarse, porque dos días después, en un encuentro con los carabineros romanos, Carlini fue muerto. Aunque lo que a todos llenó de asombro fue que haciendo frente al enemigo hubiese recibido la bala por la espalda. Cesó, sin embargo, este asombro cuando uno de los bandidos hizo notar a sus compañeros que Cucumetto estaba colocado diez pasos detrás de Carlini cuando éste cayó.

»En la madrugada del día en que partieron del bosque de Frosinone, había seguido a Carlini en la oscuridad y escuchado el juramento que hiciera, por lo que a fuer de hombre cauto y previsor había tratado de evitar el resultado, que para él podía ser muy desagradable.

»Aún se contaban sobre este terrible jefe de bandidos otras muchas historias no menos curiosas que ésta, de manera que desde Fondi a Perusa todo el mundo temblaba al solo nombre de Cucumetto.

»Estas historias habían sido con frecuencia el objeto de las conversaciones de Luigi Vampa y de Teresa. Esta temblaba al oír tales aventuras, pero Vampa la tranquilizaba con una sonrisa dirigiendo una mirada a su soberbia escopeta que tan certero tiro tenía, y si esto no bastaba a tranquilizarla, le mostraba a cien pasos un cuervo sobre alguna rama, le apuntaba, la bala salía y el animal herido caía al pie del árbol. Sin embargo, el tiempo corría, los dos jóvenes habían proyectado casarse cuando Vampa tuviese veinte años y Teresa diecinueve y como los dos eran huérfanos y no tenían que pedir permiso a nadie más que a sus amos, a éstos se lo habían pedido ya y les había sido concedido.

»Hablando de sus futuros proyectos, un día oyeron dos o tres tiros y de repente un hombre salió del bosque, cerca del cual acostumbraban los dos jóvenes llevar a apacentar sus ganados, y corrió hacia ellos.

»Así que estuvo a distancia de poder ser oído, exclamó:

»-Me persiguen, ¿podéis ocultarme?

»Los jóvenes diéronse cuenta inmediatamente de que aquel fugitivo debía ser algún bandido, pero hay entre el aldeano y el bandido romano una simpatía desconocida que hace que el primero esté siempre pronto a hacer un servicio al segundo. Vampa, sin pronunciar una palabra, corrió a la piedra que encubría la entrada de la gruta, descubrió dicha entrada apartándola, hizo una señal al fugitivo para que se refugiase en aquel sitio desconocido de todos, luego volvió a colocar en su lugar la piedra y se sentó tranquilamente junto a su novia.

»Pocos instantes tardaron en salir de la espesura del bosque cuatro carabineros a caballo; tres de ellos parecían buscar al fugitivo, el cuarto conducía por el cuello a un bandido prisionero. Los tres primeros exploraron el terreno con una ojeada, percibieron a los dos jóvenes, corrieron a galope hacia ellos y les hicieron varias preguntas; nada sabían ni nada habían visto.

»-Lo lamento -dijo el cabo-, porque el bandido a quien buscamos es el capitán.

»-¡Cucumetto! -exclamaron a la vez Luigi Vampa y Teresa.

»-Sí -contestó el cabo-, y como su cabeza está valorada en mil escudos romanos, os darían quinientos a vosotros si nos hubieseis ayudado a descubrirle.

»Los dos jóvenes se miraron y el cabo tuvo alguna esperanza.

»-Quinientos escudos romanos son tres mil francos, y tres mil francos son una inmensa fortuna para dos pobres huérfanos que van a casarse.

»-Sí, también lo siento yo, pero no le hemos visto -dijo Vampa.

»Entonces los carabineros recorrieron el terreno en diferentes direcciones, pero fueron inútiles todas las pesquisas. Al fin se retiraron.

»Vampa apartó entonces la piedra y Cucumetto salió del escondrijo.

»Había visto, al través de las rendijas de la trampa de granito, a los dos jóvenes hablar con los carabineros, dudó al pronto del resultado de la conversación, pero leyó en el rostro de Luigi Vampa y de Teresa la firme resolución de no entregarle. Sacó entonces de su bolsillo una bolsa llena de oro y se la ofreció, mas Vampa levantó la cabeza con orgullo, y en cuanto a Teresa, sus ojos brillaron al pensar en las ricas joyas y hermosos vestidos que podría comprar con aquella gran cantidad de oro.

»Cucumetto era un demonio muy astuto, pero había tomado la forma de un bandido en vez de tomar la de una serpiente. Sorprendió aquella mirada, reconoció en Teresa una digna hija de Eva, y entró en el bosque volviendo muchas veces la cabeza bajo el pretexto de saludar a sus libertadores. Transcurrieron muchos días sin que se volviese a ver a Cucumetto, sin que se oyese hablar de él.

Capítulo Undécimo

Vampa

»El tiempo del carnaval se acercaba y el conde de San Felice anunció que iba a dar un baile de máscaras, al cual sería convidada toda la elegancia de Roma, y como abrigaba Teresa vivos deseos de ver este baile, Luigi Vampa pidió a su protector el mayordomo, permiso para asistir él y Teresa a la función mezclados entre los sirvientes de la casa, permiso que le fue concedido.

»Si el conde daba este baile, era sólo para complacer a su hija Carmela, a quien adoraba. Carmela tenía la misma edad y la misma estatura de Teresa, y Teresa era por lo menos tan hermosa como Carmela.

»La noche del baile, Teresa se puso su traje más bello, se adornó con sus más brillantes alhajas. Llevaba el traje de las mujeres de Frascati. Luigi Vampa vestía el de campesino romano en los días de fiesta y ambos se mezclaron, como se les había permitido, entre los sirvientes y paisanos.

»La fiesta era magnífica. No solamente la quinta estaba profusamente iluminada, sino que millares de linternas de varios colores estaban suspendidas de los árboles del jardín.

»En cada salón había una orquesta y refrescos, las máscaras se detenían, formábanse cuadrillas, y se bailaba donde mejor les parecía. Carmela iba vestida de aldeana de Sonnino, llevaba su gorro bordado de perlas, las agujas de sus cabellos eran de oro y de diamantes, su cinturón era de seda turca con grandes flores, su sobretodo y su jubón de cachemir, su delantal de muselina de las Indias, y por fin los botones de su jubón eran otras tantas piedras preciosas. Otras dos de sus compañeras iban vestidas, la una de mujer de Nettuno, la otra de mujer de la Riccia.

»Cuatro jóvenes de las más ricas familias y más notables de Roma las acompañaban con esa libertad italiana que no tiene igual en ningún otro país del mundo. Iban vestidos de aldeanos de Albano, de Velletri, de Civita-Castellane y de Sora. Además, tanto en los trajes de los aldeanos como en los de las aldeanas, el oro y las piedras preciosas deslumbraban.

»Deseó formar Carmela una cuadrilla uniforme, pero faltaba una mujer, y aunque la hija del conde no cesaba de mirar a su alrededor, ninguna de las convidadas llevaba un traje análogo al suyo y a los de sus compañeros. El conde de San Felice le señaló, en medio de las aldeanas, a Teresa, que se apoyaba en el brazo de Luigi Vampa.

»-¿Permitís acaso, padre mío?

»-Sin duda -respondió el conde-, ¿no estamos en carnaval?

»Se inclinó Carmela hacia un joven que la acompañaba y le dijo algunas palabras en voz baja, mostrándole con el dedo a la joven. El caballero siguió con los ojos la dirección de la linda mano que le servía de conductor, hizo un ademán de obediencia y fue a invitar a Teresa para figurar en la cuadrilla dirigida por la híja del conde.

»Teresa sintió que su frente ardía. Interrogó con la mirada a Luigi Vampa, que no podía rehusar. Vampa dejó deslizar lentamente el brazo de Teresa que se apoyaba en el suyo, y Teresa, alejándose conducida por su elegante caballero, fue a ocupar, temblando, su puesto en la aristocrática cuadrilla.

»A los ojos de un artista seguramente el exacto y severo traje de Teresa hubiera tenido un carácter muy distinto del de Carmela y sus compañeras, pero Teresa era una joven frívola y coqueta, y los bordados de muselina, las perlas de los brazaletes y pendientes, el brillo de la cachemira, el reflejo de los zafiros y de los diamantes la enloquecían.

»Por su parte, Luigi sentía nacer en su corazón un sentimiento desconocido, una especie de dolor sordo desgarraba su alma y después circulaba por sus venas y se apoderaba de todo su cuerpo. Seguía con la vista los menores movimientos de Teresa y de su pareja, cuando sus manos se tocaban, sus arterias latían con violencia, y hubiérase dicho que vibraba en sus oídos el sonido de una campana. Cuando se hablaban, aunque Teresa escuchase tímida y con los ojos bajos los discursos de su caballero, como Luigi Vampa leía en los ojos ardientes del bello joven que aquellos discursos eran lisonjas, le parecía que la tierra se abría bajo sus pies y que todas las voces del infierno murmuraban sordamente a su oído palabras de muerte y de asesinato. Luego, temiendo dejarse arrastrar por su locura, se cogía con una mano al sillón en el cual se apoyaba, y con la otra oprimía con un movimiento convulsivo el puñal de mango cincelado que pendía de su cinturón, y que, sin darse cuenta, sacaba algunas veces casi enteramente de la vaina.

»Estaba celoso. Sentía que llevada de su naturaleza ligera y orgullosa, Teresa podía olvidarle. Y sin embargo la bella aldeana, tímida y casi espantada al principio, pronto se había repuesto. Ya hemos dicho que Teresa era hermosa, pero aún no es esto todo: Teresa era coqueta con esa coquetería salvaje mucho más poderosa y atractiva que nuestra coquetería afectada. Unido esto a su gracia, a su candor, a su belleza, porque era bella y muy bella, le atrajo todos los obsequios de los caballeros de la cuadrilla, y si bien podemos asegurar que Teresa tenía envidia a la hija del conde, sin embargo, no nos atrevemos a decir que Carmela no estuviese celosa de ella.

»Una vez estuvo terminada la danza, su elegante compañero, no sin cesar los cumplidos y obsequios, la volvió a conducir al punto del que la había sacado a bailar y donde la esperaba Luigi.

»Dos o tres veces durante la contradanza, la joven le había dirigido una mirada, y cada vez le había visto pálido y con las facciones alteradas.

»Una vez la hoja de su puñal, medio sacada de su vaina, había brillado a sus ojos con un resplandor siniestro, y he aquí por qué temblaba como el azogue cuando volvió a apoyar su brazo en el de su amante.

»Había obtenido tan grande éxito la cuadrilla, que se trató de repetir la danza, y aunque Carmela se oponía, el conde de San Felice rogó con tanta ternura a su hija, que al fin consintió.

»Al punto uno de los caballeros se dirigió a Teresa, sin la cual era imposible que la contradanza se verificase, pero la joven había desaparecido.

»En efecto, Luigi no se sintió con ánimos para sufrir una segunda prueba, y sea por persuasión o por fuerza, arrastró a Teresa hacia otro punto del jardín. Teresa cedió bien a pesar suyo, pero había visto la alterada fisonomía del joven, y comprendía por su silencio entrecortado, por sus estremecimientos nerviosos que pasaba en él algo raro.

Ella sentía también una agitación interior, y sin haber hecho, sin embargo, nada malo, comprendía que Luigi tenía derecho para quejarse. ¿De qué...?, lo ignoraba, pero no por eso dejaba de conocer que sus quejas serían merecidas. No obstante, con gran asombro de Teresa, Luigi permaneció mudo y ni siquiera entreabrió sus labios para pronunciar una palabra durante el resto de la noche. Mas cuando el frío hizo salir de los jardines a los convidados, y cuando las puertas se hubieron cerrado para ellos, pues iba a comenzar una fiesta íntima, se llevó a Teresa, y al entrar en su casa le dijo:

»-Teresa, ¿en qué pensabas cuando estabas bailando frente a la joven condesa de San Felice?

»-Pensaba -respondió la joven con toda la franqueza de su alma-, que daría la mitad de mi vida por tener un traje como el de ella.

»-¿Y qué te decía tu pareja?

»-Que sólo me bastaba pronunciar una palabra para tenerlo.

»-Y no le faltaba razón -contestó Luigi con voz sorda-. ¿Deseas, pues, ese traje tan ardientemente como dices?

»-Sí.

»-¡Pues bien!, lo tendrás.

»Levantó asombrada la joven la cabeza para preguntarle, pero su rostro estaba tan sombrío y tan terrible que la voz se le heló en sus labios. Por otra parte, al pronunciar estas palabras Luigi se había alejado. Teresa le siguió con la mirada en la oscuridad mientras pudo, y así que hubo desaparecido entró en su cuarto suspirando.

»Aquella misma noche tuvo lugar un desagradable acontecimiento: tal vez por la poca precaución de algún criado al apagar las luces, el fuego se había apoderado de la quinta de San Felice, justamente en los alrededores de la habitación de la hermosa Carmela.

»En medio de la noche despertóse ésta por el resplandor de las llamas, había saltado de su cama, se había envuelto en su bata, y había intentado huir por la puerta, pero el corredor por el cual debía pasar estaba ya invadido por las llamas. Luego entró en su cuarto pidiendo socorro, cuando de repente se abrió el balcón, situado a veinte pies de altura, un joven aldeano se arrojó en el aposento, cogió a la casi exánime joven entre sus brazos, y con una fuerza y agilidad extraordinarias y sobrehumanas, la transportó fuera de la quinta depositándola sobre la hierba del prado, donde quedó desvanecida. Al recobrar el sentido, su padre se hallaba delante de ella, todos los criados la rodeaban prodigándole socorros. Había sido devorada por el incendio un ala entera del palacio, pero ¡qué importaba si Carmela se había salvado! Buscaron por todas partes a su libertador, pero éste no apareció. Preguntaron a todos, pero nadie le había visto. Carmela estaba tan turbada que no le había reconocido. Además, como el conde era inmensamente rico, excepto el peligro que había corrido su hija, y que le pareció por la milagrosa manera con que se había salvado, más bien un nuevo favor de la Providencia que una desgracia real, la pérdida ocasionada por las llamas fue insignificante para él.

»Al día siguiente, a la hora de costumbre, encontráronse los dos jóvenes pastores en su sitio, cerca del bosque. Luigi era quien había llegado primero a la cita, y salió al encuentro de la joven con alborozo. Parecía haber olvidado por completo la escena de la víspera. Teresa estaba visiblemente pensativa, pero al ver a Luigi tan alegre, afectó por su parte un gozo que no sentía, a pesar de ser propio de su carácter cuando alguna otra pasión no venía a turbarla. Luigi tomó del brazo a Teresa y la condujo hasta la entrada de la gruta. Allí se detuvo. Comprendió la joven que había algo de extraordinario en la conducta del joven y en su consecuencia le miró fijamente como queriendo interrogarle con los ojos.

»-Teresa -dijo Luigi-, ayer por la noche me dijiste que darías la mitad de tu vida por tener un traje semejante al de la hija del conde.

»-En efecto -dijo Teresa-, pero estaba loca al desear tal cosa.

»-Y yo te respondí: "Está bien, lo tendrás."

»-Sí -respondió la joven, cuyo asombro crecía a cada palabra de Luigi-, pero sin duda respondiste aquello para no disgustarme.

»-Nunca te he prometido nada que no te haya dado. Teresa -dijo Luigi con orgullo-, entra en la gruta y vístete.

»Y diciendo estas palabras retiró la piedra y mostró a Teresa la gruta iluminada por dos bujías que ardían a cada lado de un soberbio espejo. Sobre la mesa rústica, hecha por Luigi, estaban colocados el collar de perlas y las agujas de diamantes; sobre una silla estaba depositado el resto del adorno.

» Teresa lanzó un grito de júbilo, y sin informarse siquiera de dónde había salido aquel brillante traje, y sin dar tampoco las gracias a Luigi colocó la piedra detrás de ella, porque acababa de apercibir sobre la cumbre de una pequeña colina que impedía ver a Palestrina, un viajero a caballo, que se detuvo un momento como incierto y vacilante, sin saber qué camino era el que debía seguir.

»Viendo a Luigi, el viajero espoleó su caballo y se acercó a él. Luigi no se había engañado; el viajero que se dirigía de Palestrina a Tívoli no sabía a ciencia cierta cuál era el camino que debía tomar. El joven se lo indicó, pero como a un cuarto de milla de allí el camino se dividía en tres senderos, y llegado a ellos el viajero podía extraviarse de nuevo, rogó a Luigi que le sirviera de guía.

»Luigi se quitó la capa y la colocó en tierra, se echó la escopeta al hombro y marchó delante del viajero con ese paso rápido del montañés, que a duras penas puede seguir el trote de un caballo.

»En diez minutos Luigi y el viajero llegaron al sitio designado por el joven pastor y éste entonces, con el soberbio y majestuoso ademán de un emperador, extendió el brazo señalando con el dedo la senda que debía seguir el viajero.

»-Este es vuestro camino -dijo-, ya no es fácil ahora que su excelencia se equivoque.

»-He ahí tu recompensa -dijo el viajero ofreciendo al joven pastor algunas monedas.

»-Gracias -dijo Luigi retirando la mano-, os doy un servicio, pero no os lo vendo.

»-Sin embargo, -dijo el viajero, que parecía acostumbrado a aquella notable diferencia entre la servidumbre del hombre de las ciudades y el orgullo del campesino-, si rehúsas un salario no desdeñarás un regalo.

»-¡Ah!, eso ya es otra cosa.

»-¡Pues bien! Toma estos dos zequíes venecianos y dáselos a tu novia para unos zarcillos.

»-Y vos tomad este puñal -dijo el joven pastor-. No encontraréis otro cuyo mango esté mejor tallado desde Albano a Civita de Castelane.

»-Lo acepto -dijo el viajero-, pero entonces yo soy el que quedo agradecido, porque este puñal vale mucho más que los zequíes.

»-En la ciudad tal vez, pero como lo he tallado yo mismo, apenas vale una piastra.

»-¿Cuál es tu nombre? -preguntó el viajero.

»-Luigi Vampa -respondió el pastor con el mismo tono que si hubiera contestado: Alejandro, rey de Macedonia-. ¿Y vos?

»-Yo... -dijo el viajero-, me llamo Simbad el Marino.

Franz de Epinay lanzó un grito de sorpresa.

-¡Simbad el Marino! -exclamó.

-Sí -respondió el narrador-, ése es el nombre que el viajero dijo a Vampa.

-¡Y bien! ¿Qué es lo que os admira en ese nombre? -interrumpió Alberto-, es un nombre muy bello, y las aventuras del patrón de este caballero, debo confesarlo, me han divertido mucho en mi juventud.

Franz no quiso insistir más. Aquel nombre de Simbad el Marino, como se comprenderá, despertó en él una multitud de recuerdos.

-Continuad -dijo al posadero.

-Vampa guardó desdeñosamente los dos zequíes en su bolsillo y emprendió de nuevo el camino que trajera al venir. Así que hubo llegado a unos doscientos pasos de la gruta parecióle oír un grito. Se detuvo, procurando descubrir el lado de donde saliera aquél, y al cabo de un segundo oyó su nombre pronunciado distintamente, viniendo el sonido de la voz del lado donde estaba la gruta.

»Saltando como un gamo montó el gatillo de su escopeta a medida que corría, y en menos de un minuto estuvo en lo alto de la colina opuesta a aquella en que vio al viajero. Allí los gritos de socorro llegaron más distintos a sus oídos. Dirigió una mirada por el espacio que dominaba. Un hombre robaba a Teresa como el centauro Neso a Dejanira. Este hombre, que se dirigía hacia el bosque, había ya andado las tres cuartas partes del camino que mediaba entre aquél y la gruta. Vampa calculó la distancia; aquel hombre le llevaba más de doscientos pasos de delantera; era, pues, imposible alcanzarle antes de que hubiese llegado al bosque, y en el bosque lo perdería. El joven pastor se detuvo como si le hubiesen clavado en aquel lugar. Apoyó en su hombro derecho la culata de su escopeta, apuntó lentamente al raptor, le siguió un segundo en su carrera y al fin hizo fuego.

»El raptor se detuvo, sus rodillas flaquearon y se desplomó arrastrando a Teresa en su caída. Pero ésta se levantó al punto. En cuanto al fugitivo permaneció tendido, luchando con las convulsiones de la agonía. Vampa se lanzó hacia Teresa, porque a diez pasos del moribundo había caído de rodillas y el joven temía que la bala que acababa de matar a su enemigo hubiese herido a Teresa. Felizmente no sucedió así; era el terror únicamente que había paralizado sus fuerzas. Cuando Luigi se hubo asegurado de que estaba sana y salva, se volvió hacia el herido. Este acababa de expirar con los puños crispados, la boca contraída por el dolor y los cabellos erizados por el sudor de la agonía; sus ojos se habían quedado abiertos y amenazadores.

»Vampa se acercó al cadáver y reconoció a Cucumetto.

»El día en que el bandido había sido salvado por los dos jóvenes se había enamorado de Teresa y había jurado que la joven le pertenecería. La había espiado desde entonces, y aprovechándose del único momento en que su amante la dejara sola para indicar el camino al viajero, la había robado y ya la creía suya, cuando la bala de Vampa, guiada por la infalible puntería del joven pastor, le había atravesado el corazón. Vampa le miró un momento sin que la menor emoción se pintase en su semblante, mientras que Teresa, temblorosa aún, no osaba acercarse al bandido muerto sino con lentos pasos, arrojando sólo alguna que otra ojeada sobre el cadaver por encima del hombro de su amante. Al cabo de un instante, Vampa se volvió hacia su amada.

»-Bueno -dijo-, tú te has vestido ya; ahora me toca a mí.

»Teresa estaba, en efecto, vestida de pies a cabeza con el rico y lujoso traje de la hija del conde de San Felice. Vampa tomó entre sus brazos el cuerpo de Cucumetto y lo llevó a la gruta, mientras que, a su vez, Teresa permanecía fuera.

»Si un segundo viajero hubiese pasado entonces, hubiera visto una escena extraña: una pastora guardando sus ovejas con falda de cachemir, un collar de perlas, collares y alfileres de diamantes y botones de zafiro, de esmeraldas y rubíes. El viajero que hubiera visto tal cosa, no hay duda que se habría creído transportado al tiempo de Florián, y hubiera asegurado a su vuelta a París que había encontrado la pastora de los Alpes sentada al pie de los montes Sabinos.

»Transcurrido un cuarto de hora, volvió a salir Vampa de la gruta. Su traje no era en su género menos elegante que el de Teresa.

»Vestía una almilla de terciopelo grana, con botones de oro cincelados; un chaleco de seda cuajado de bordados, una banda romana atada al cuello, un portapliegos bordado de oro y de seda encarnada y verde, calzones de terciopelo de color azul celeste atados por encima de sus rodillas con dos hebillas de diamantes, unos botines de piel de gamo bordados de mil arabescos, y un sombrero en que flotaban cintas de colores; de su cinturón colgaban dos relojes y asimismo un magnífico puñal.

»Teresa lanzó un grito de admiración. Vampa con este traje se asemejaba a una pintura de Leopoldo Robert o de Schenetz. Se había vestido el traje completo de Cucumetto. El joven reparó en el efecto que producía en su amada y una sonrisa de orgullo satisfecho asomó a sus labios.

»-Ahora -dijo a Teresa-,dime, ¿estás dispuesta a compartir mi suerte, cualquiera que sea?

»-¡Oh, sí! -exclamó la joven con entusiasmo-. Sí.

»-¿Te hallas pronta a seguirme donde yo vaya?

»-¡Aunque sea al fin del mundo!

»-Entonces, cógete de mi brazo y partamos, porque no tenemos tiempo que perder.

»La joven cogió el brazo de su amado sin preguntarle siquiera dónde la conducía, porque en aquel momento le parecía hermoso, fiero y potente como un dios. Entonces avanzaron los dos hacia el bosque atravesando la llanura en menos de un minuto.

»Preciso es decir que ni un sendero había en la montaña que fuese desconocido a Vampa. Avanzó, pues, en el bosque sin vacilar, aunque no hubiese ningún camino, reconociendo solamente el que debía seguir por la posición de los árboles y por la maleza. Un torrente seco que conducía a una profunda garganta apareció ante sus ojos y Vampa siguió este extraño camino, que, enterrado, por decirlo así, y oscurecido por la espesa sombra de los elevados pinos, se asemejaba a aquel sendero del Averno de que nos habla Virgilio.

»Temerosa del aspecto de aquel lugar salvaje y desierto, Teresa se estrechaba contra su guía sin pronunciar una palabra, pero como le veía caminar siempre con un paso igual y como la más profunda tranquilidad brillaba en su semblante, encontró fuerzas bastantes en sí misma para disimular su emoción.

»De pronto, a diez pasos de donde ellos estaban, un hombre pareció destacarse de un árbol detrás del cual estaba oculto, y apuntando con un trabuco a Vampa exclamó: »-¡Si das un paso más, eres hombre muerto!

»-¡Vaya! -dijo Vampa levantando la mano con despreciativo ademán-, ¿acaso se devoran los lobos a sí mismos?

»-¿Quién eres? -preguntó el centinela.

»-Soy Luigi Vampa, el pastor de la quinta de San Felice.

»-¿Y qué es lo que quieres?

»-Hablar a tus compañeros que están en el bosque de RoccaBianca.

»-Entonces, sígueme -dijo el centinela-, o mejor, puesto que sabes el camino, marcha delante.

»Vampa se sonrió con aire de desprecio de aquella precaución del bandido, pasó delante con Teresa, y continuó su camino con el mismo paso tranquilo y firme que le había conducido hasta allí.

» Transcurridos cinco minutos, el bandido les hizo señas para que se detuviesen, y ambos jóvenes obedecieron. El centinela entonces imitó por tres veces el graznido del cuervo y un murmullo de voces respondió a esta triple llamada.

»-Bueno, ahora puedes continuar tu camino -dijo el bandido.

»Ambos jóvenes adelantáronse entonces, pero a medida que avanzaban, Teresa, cada vez más trémula y sobrecogida, se iba arrimando a Luigi, porque a través de los árboles veíanse aparecer hombres y relucir los cañones de sus escopetas.

»El bosque de Rocca-Bianca hallábase situado en la cumbre de un montecillo que antiguamente había sido un volcán, volcán extinguido antes que Rómulo y Remo hubiesen abandonado Alba para ir a fundar Roma.

»La pareja llegó a la cima y se encontraron cara a cara con veinte bandidos.

»-Aquí tenéis un joven que os busca -dijo el centinela.

»-¿Y qué quieres de nosotros? -preguntó el que hacía las veces de capitán en ausencia de éste.

»-Quiero deciros que estoy fastidiado de ser pastor -replicó Vampa.

»¡Ah! ¡Ya! -dijo el teniente-. ¿Y vienes a pedirnos que te alistemos en nuestra partida?

»-Bien venido seas -gritaron muchos bandidos de Ferrusino, de Pampinara y de Anagui que habían reconocido a Luigi Vampa.

»-Sí, pero vengo a pediros otra cosa más que ser vuestro compañero.

»-¿Y qué es? -dijeron los bandidos con asombro.

»-Vengo a pediros ser... vuestro capitán -dijo el joven con aire resuelto.

»Una estrepitosa carcajada contestó a este rasgo de audacia.

»-¿Y qué has hecho para aspirar a tal honor? -preguntó el teniente.

»-He matado a vuestro jefe Cucumetto, cuyos despojos tenéis a vuestra vista -dijo Luigi-, y he incendiado la quinta de San Felice para dar un traje de boda a mi novia.

»Una hora después Luigi Vampa era elegido capitán en reemplazo de Cucumetto.

-¡Y bien!, mi querido Alberto -dijo Franz, volviéndose hacia su amigo-. ¿Qué pensáis ahora del ciudadano Luigi Vampa?

-Digo que eso es mitológico y que jamás ha existido.

-¿Qué significa mitológico? -preguntó maese Pastrini.

-Sería largo de explicároslo, querido huésped -respondió Franz-. ¿Decís, pues, que el tal Vampa ejerce en este momento su profesión en los alrededores de Roma?

-Y con tanta habilidad, que jamás ha demostrado otro bandido antes que él.

-¿Y la policía no ha intentado apresarlo?

-Ya se ve que sí, pero está de acuerdo a un tiempo con los pastores de la llanura, los pescadores del Tíber y los contrabandistas de la costa. Quiere decir que lo buscan por la montaña y se está en el río; le persiguen por el río y le tenéis en alta mar. De pronto, cuando se le cree refugiado en la isla de El-Giglio, de El-Guanocetti o de Montecristo, se le ve aparecer en Albano, en Tívoli o en la Riccia.

-¿Y cuál es su proceder con respecto a los viajeros?

-¡Oh!, muy sencillo. Según la distancia en que esté de la ciudad, da de término ocho horas, doce, o un día para pagar su rescate. Transcurrido este tiempo concede todavía una hora; pasada ésta, si no tiene el dinero, hace saltar de un pistoletazo la tapa de los sesos del prisionero o le hunde un puñal en el corazón, y asunto terminado.

-¡Y bien, Alberto! -preguntó Franz a su compañero-, ¿estáis aún dispuesto a ir al Coliseo por los paseos exteriores?

-Sin duda -dijo Alberto-. ¿No habéis dicho que es el camino más pintoresco?

En aquel mismo instante dieron las nueve, la puerta se abrió y el cochero apareció en ella.

-Excelencia -dijo-, el coche os espera.

-Bien -dijo Franz-, en este caso, al Coliseo.

-¿Por la puerta del Popolo, o por las calles, excelencia?

-Por las calles, ¡qué diantre!, por las calles -exclamó Franz.

-¡Ah, amigo mío -dijo Alberto, levantándose a su vez y encendiendo el tercer cigarro-, a decir verdad os creía más valiente...

Dicho esto, los dos jóvenes bajaron la escalera y subieron al coche.

Capítulo Duodécimo

Apariciones

Franz encontró un término medio para que Alberto llegase al Coliseo sin pasar por delante de ninguna ruina antigua, y por consiguiente sin que las preparaciones graduales quitasen al Coliseo un solo ápice de sus gigantescas proporciones. Este término medio consistía en seguir la Vía Sixtina, cortar el ángulo derecho delante de Santa María la Mayor, y llegar por la Vía Urbana y San Pietro-in-Vincoli hasta la Vía del Coliseo.

Ofrecía otra ventaja este itinerario: la de no distraer en nada a Franz de la impresión producida en él por la historia que había contado Pastrini, en la cual se hallaba mezclado su misterioso anfitrión de Montecristo. Así, pues, había vuelto a aquellos mil interrogatorios interminables que se había hecho a sí mismo, y de los cuales ni uno siquiera le había dado una respuesta satisfactoria.

Por otra parte, había otra cosa aún que le había recordado a su amigo Simbad el Marino: eran aquellas misteriosas relaciones entre los bandidos y los marineros. Lo que dijera Pastrini del refugio que encontraba Vampa en las barcas de los pescadores contrabandistas, recordaba a Franz aquellos dos bandidos corsos que había hallado cenando con la tripulación del pequeño yate que había virado de rumbo y había abordado en Porto-Vecchio, con el único fin de desembarcarlos. El nombre con que se hacía llamar su anfitrión de MonteCristo, pronunciado por su huésped de la fonda de Londres, le probaba que representaba el mismo papel filantrópico en las costas de Piombino, de Civita-Vecchia, de Ostia y de Gaeta, que en las de Córcega, Toscana, España y aun en las de Túnez y Palermo, lo cual era una prueba de que abrazaba un círculo bastante extenso de relaciones.

Sin embargo, por muy fijas que estuviesen en la imaginación del joven todas aquellas reflexiones, por más preocupado que le tuviesen, desvaneciéronse repentinamente cuando vio elevarse ante sí el sombrío y gigantesco espectro del Coliseo, a través de cuyas puntas y aberturas la luna proyectaba aquellos pálidos y prolongados rayos que arrojan los ojos de los fantasmas.

Detúvose el carruaje a algunos pasos de la Meta Sudans. El cochero fue a abrir la portezuela, los dos jóvenes bajaron del carruaje y se encontraron enfrente de un cicerone que parecía haber salido de la tierra. Como también les había seguido el de la fonda, resultó que tenían dos.

Es totalmente imposible evitar en Roma este lujo de guías; además del cicerone general que se apodera de uno en el mismo instante en que se ponen los pies en el dintel de la puerta de la fonda, y que no os abandona hasta el día en que se ponen los pies fuera de la ciudad, hay aún un cicerone especial en cada monumento. Júzguese si no se debe ir acompañado de un cicerone en el Coliseo, o sea, en el monumento por excelencia, que obligó a decir a Marcial: «Cese Menfis de ponderarnos los estrepitosos milagros de sus pirámides, que no se canten más las maravillas de Babilonia, todo debe ceder ante el inmenso trabajo del anfiteatro de los Césares, y todas las voces de la fama deben reunirse para ponderar este monumento.» Franz y Alberto no trataron de sustraerse a la tiranía cicerónica, y a más esto sería tanto más difícil cuanto que sólo los guías tienen derecho a recorrer el monumento con antorchas. No hicieron, pues, ninguna resistencia, y se entregaron a los guías para que los condujesen.

Franz conocía este paseo por haberlo hecho diez veces; pero como su compañero, más novicio, ponía el pie por primera vez en el monumento de Flavio Vespasiano, debo confesarlo en alabanza suya, a pesar de la ignara charlatanería de sus guías, estaba fuertemente impresionado. En efecto, no se puede formar una idea, cuando no se ha visto, de la majestad de semejante ruina, cuyas proporciones están aumentadas más y más por la misteriosa claridad de la luna meridional cuyos rayos se asemejan a un crepúsculo de Occidente.

Así pues, apenas, pensativo y cabizbajo, Franz hubo andado cien pasos bajo los pórticos interiores, que abandonando a Alberto y a sus guías, que no querían renunciar al imprescriptible derecho de hacerle ver detalladamente la Fosa de los Leones, la mansión de los Gladiadores, el Podium de los Césares, se dirigió hacia una escalera medio en ruinas, y haciéndoles continuar en simétrico camino, fue a sentarse a la sombra de una columna enfrente de una abertura que le permitía abrazar al gigante de granito en toda su majestuosa extensión.

Estaba Franz allí hacía un cuarto de hora, perdido, como se ha dicho, en la sombra de una columna, ocupado en mirar a Alberto que en compañía de sus dos guías, con antorchas, acababa de salir de un vomitorium colocado al extremo del Coliseo, y los cuales, semejantes a dos sombras que siguen un fuego vago, descendían de grada en grada hasta los sitios reservados a las vestales, cuando le pareció percibir el ruido de una piedra en las profundidades del monumento, desgajada de la escalera situada enfrente de la que él acababa de subir para colocarse en el lugar en que estaba sentado. Nada hay de extraño en una piedra que se desprende bajo el pie del tiempo y cae rodando a un abismo, pero a Franz le pareció que aquella piedra había cedido bajo el pie de un hombre, y que un ruido de pasos llegaba hasta él, aunque el que lo ocasionaba hiciese cuanto pudiese para apagarlo.

Efectivamente, a los pocos momentos apareció un hombre, saliendo gradualmente de la sombra a medida que subía la escalera, conforme iban bajando se confundían en las tinieblas.

Nada impedía suponer que fuese un viajero como él que se hubiese retirado, prefiriendo una meditación solitaria a la insignificante charla de sus guías, y por lo tanto su aparición no tenía nada que pudiese sorprenderle. Pero en la indecisión con que subía los últimos escalones, en la manera con que, llegado que hubo a la plataforma, se detuvo y pareció escuchar, era probable que había venido con un fin particular y que esperaba a alguien. Por un movimiento instintivo y maquinal, escondióse Franz todo lo que pudo detrás de la columna. A diez pasos del pavimento donde ambos se encontraban, la bóveda estaba algún tanto derribada, y una abertura redonda, semejante a la de un pozo, permitía percibir el cielo sembrado enteramente de estrellas. Alrededor de esta abertura que casi más de cien años hacía daba paso a los débiles y pálidos rayos de la luna, habían nacido una multitud de hierbas silvestres, cuyas ramas se destacaban erguidas sobre el azul mate del firmamento, mientras que las enredaderas y la hiedra pendían de aquel terrado superior y se balanceaban bajo la bóveda, parecidas a cuerdas flotantes.

El personaje cuya misteriosa llegada había llamado la atención de Franz se hallaba situado en la penumbra, que aunque impedía examinar sus facciones, no era sin embargo lo suficiente oscura para impedir que se distinguiese su traje. Iba envuelto en una gran capa parda, cuyo embozo caído sobre el hombro izquierdo, le ocultaba la parte inferior del rostro, mientras que su sombrero de anchas alas cubría la parte superior. Solamente el extremo de su vestimenta, que se hallaba iluminada por la luz oblicua que atravesaba la abertura, permitía distinguir un pantalón negro, cuyo botín cuadraba coquetamente una bota charolada. Este hombre pertenecía evidentemente, si no a la aristocracia, a los menos a la alta sociedad.

Hacía algunos minutos que estaba allí y ya comenzaba a impacientarse, cuando un ligero ruido se dejó oír en la parte superior. Al punto una sombra interceptó la luz. Un hombre apareció en la abertura, arrojó una ojeada penetrante por las tinieblas, y al fin distinguió al hombre de la capa. Después, cogiéndose a un puñado de aquellas enredaderas y de aquellas hiedras flotantes, se dejó deslizar, y cuando llegó a tres o cuatro pies del pavimento, dejóse caer ligeramente. Es de advertir que el nuevo personaje vestía un traje de transtevere.

-Disculpadme, excelencia -dijo en dialecto romano-, si os he hecho esperar; sin embargo, no me he retardado más que algunos minutos, porque las diez acaban de dar en San Juan de Letrán.

-Más bien soy yo quien se ha adelantado -respondió el extranjero en el más puro toscano-; así, pues, nada de cumplidos y luego, aunque hubieseis tardado más, ya me habría figurado que sería por una causa ajena a vuestra voluntad.

-Y os lo hubierais figurado con razón, excelencia. Vengo del castillo de San Angelo, y me ha costado gran trabajo el hablar a Beppo.

-¿Quién es Beppo?

-Beppo es un empleado de la cárcel al que le tengo destinada una rentita para saber todo cuanto ocurre en el interior del Castillo de Su Santidad.

-¡Ah!, ¡ah!, veo que sois un hombre cauto, querido.

-¡Qué queréis, excelencia! Nadie sabe lo que cualquier día puede acontecer. Tal vez a mí mismo me echarán un día el guante, como ha sucedido con el pobre Pepino, y necesitaré entonces un ratón que me roa las puertas de la cárcel.

-En fin, ¿qué habéis averiguado?

-El martes habrá dos ejecuciones, a las dos, como es costumbre en Roma; un condenado será mazzolato; éste es un miserable que ha asesinado a un sacerdote que le educó, y que no merece ningún interés; el otro será decapitado, y éste es el pobre Pepino.

-¡Ya veis, querido! Inspiráis tanto terror no solamente al gobierno pontifical, sino a los reinos vecinos, que quieren hacer un ejemplar castigo.

-Pero Pepino no forma parte de nuestra banda, es un pobre pastor que no ha cometido más crimen que el de proporcionamos víveres.

-Pues eso basta y sobra para que se le considere como vuestro cómplice; así pues, ya veis que le guardan algunas consideraciones. En vez de martirizarlo como harían con vos, si os llegaran a echar la mano, se contentan con guillotinarlo. Esto variará los planes del pueblo y habrá espectáculo para toda clase de gustos.

-Sin el que yo preparo y con el cual no cuentan -prosiguió el transtevere.

-Amigo mío, permitidme deciros -prosiguió el hombre de la capa-, que me parecéis dispuesto a hacer alguna simpleza.

-Estoy dispuesto a todo para impedir la ejecución del pobre diablo que morirá por causa mía; ¡por la madonna!, me consideraría muy cobarde si no hiciese algo por ese valiente muchacho.

-¿Y qué es lo que pensáis hacer?, veamos...

-Apostaré unos veinte hombres alrededor del cadalso, y en el momento en que le conduzcan, a una señal mía, nos lanzaremos, daga en mano, sobre la escolta, y le libertaremos.

-Eso me parece muy peligroso, y decididamente creo que mi proyecto vale mucho más que el vuestro.

-¿Y cuál es vuestro proyecto, excelencia?

-Daré dos mil piastras a una persona que yo sé y que obtendrá que la ejecución de Pepino se dilate hasta dentro de un año; luego daré otras mil piastras a otra persona que también conozco y le haré evadir de la prisión.

-¿Estáis seguro de obtener buen éxito?

-¡Diantre! -dijo en francés el hombre de la capa.

-¿Qué decís? -preguntó el transtevere.

-Digo, querido, que más he de hacer yo con mi oro que vos y toda vuestra gente con sus puñales, sus pistolas, sus carabinas y sus trabucos. Dejadme y veréis.

-Perfectamente; pero, por si acaso, estaremos prestos.

-Bueno, estad prestos si así lo deseáis, pero estad también seguros de que he de obtener la dilación indicada.

-No olvidéis que el martes es pasado mañana y que por consiguiente no os queda más día que mañana.

-¡Y bien! ¿Qué? Un día está compuesto de veinticuatro horas, cada hora se compone de sesenta minutos, cada minuto de sesenta segundos, y en ochenta y seis mil cuatrocientos segundos se pueden hacer muchas cosas.

-¿Y cómo sabremos si habéis obtenido buen éxito?

-De un modo sencillísimo: He alquilado los tres últimos balcones del café Rospoli; si he obtenido la prórroga, los dos balcones de los lados estarán colgados de damasco amarillo, y el del centro de damasco blanco, con una cruz roja.

-Magnífico. ¿Y por quién haréis entregar el perdón?

-Enviadme uno de vuestros hombres disfrazado de penitente, y se lo daré. Gracias a su traje llegará hasta el pie del cadalso, y entregará la orden al jefe de la hermandad, que la pasará al verdugo. Mientras tanto, haced saber esta noticia a Pepino, para que no se vaya a morir de miedo o a volverse loco de desesperación, lo cual sería causa de que hubiésemos hecho un gasto inútil.

-Escuchad, excelencia -dijo el aldeano-, os profeso un gran afecto, bien lo sabéis, ¿no es así?

-Así lo creo al menos.

-¡Pues bien! Si salváis a Pepino, no será afecto lo que os profesaré, será obediencia.

-Mide lo que dices, amigo mío, porque acaso algún día lo recuerde, y ese día será el que te necesite.

-Entonces, excelencia, me encontraréis en la hora de la necesidad, como yo os he encontrado en esta misma hora y aun cuando os fueseis al fin del mundo, no tendréis más que escribirme: “Haz esto” , y lo haré, a fe de...

-¡Callad! -dijo el desconocido-, oigo ruido.

-Son viajeros que visitan el Coliseo.

-Es peligroso que nos encuentren juntos. Estos demonios de guías podrían reconocernos, y por honrosa que sea vuestra amistad, amigo mío, si llegaran a enterarse de que estábamos tan unidos como lo estamos, esta unión me haría perder un poco de mi crédito.

-¿Conque si conseguís la prórroga...?

-El balcón del centro colgado de damasco blanco con una cruz roja.

-¿Y si no?

-Tres colgaduras amarillas.

-¿Y entonces...?

-Entonces, querido amigo, manejad el puñal como gustéis, os lo permito, y yo estaré allí para veros maniobrar.

-Adiós, excelencia, cuento con vos; contad vos conmigo.

Y dichas estas palabras, el transtiberino desapareció por la escalera, mientras que el desconocido, embozándose bien en su capa y ocultándose enteramente el rostro, pasó a dos pasos de Franz, y descendió al circo por las gradas exteriores. Un segundo después, Franz oyó resonar su nombre en aquellas bóvedas.

Era Alberto que le llamaba. Antes de responder, esperó a que los dos hombres se hubiesen alejado, procurando no revelarles que habían tenido un testigo que, si no había visto su rostro, no había al menos perdido una sola palabra de su conversación. No habían transcurrido aún diez minutos cuando Franz estaba ya en camino de la fonda de Londres, escuchando con una distracción impertinente el erudito discurso que Alberto hacía, según Plinio y Calparini, sobre las rejas guarnecidas de puntas de hierro que impedían a los animales feroces lanzarse sobre los espectadores. Franz le dejaba hablar sin contradecirle, pues deseaba hallarse solo para pensar sin distracción alguna en lo que acababa de presenciar.

De los dos hombres, el uno seguramente era extranjero, y aquélla era la primera vez que le veía y oía, pero no ocurría lo mismo con el otro, y aunque Franz no hubiese distinguido su rostro constantemente envuelto en la sombra u oculto en su capa, el acento de aquella voz le había llamado demasiado la atención desde la primera vez que la oyera para que pudiese resonar alguna vez en su presencia sin que la reconociese. Sobre todo, en las entonaciones irónicas, había algo de agudo y metálico que le había hecho estremecer en las ruinas del Coliseo, lo mismo que en la gruta de Montecristo. Así, pues, estaba perfectamente convencido de que aquel hombre no podía ser otro que Simbad el Marino.

En cualquier otra circunstancia, la curiosidad que le había inspirado aquel hombre le hubiera arrastrado a darse a conocer, pero en aquel caso la conversación que acababa de oír era sobrado íntima para que no se detuviese por el temor demasiado fundado de que su aparición les causaría una sorpresa bien poco agradable. Le dejó, pues, que se alejara, como hemos visto, pero prometiendo si le encontraba otra vez no dejar escapar la segunda ocasión como lo había hecho con la primera. Impidióle la preocupación entregarse al sueño, de modo que toda aquella noche la empleó en renovar en su imaginación todas las circunstancias que parecían hacer de aquellos dos personajes el mismo individuo; además, mientras más pensaba Franz, más se afirmaba en esta opinión. Se durmió, cerca del amanecer, lo que hizo que no despertara sino muy tarde. Alberto, a fuer de verdadero parisiense, había tomado ya sus precauciones para la noche: había enviado por un palco al teatro Argentino y como Franz tenía que escribir muchas cartas para Francia, cedió el carruaje a Alberto por todo el día.

Entró Alberto a las cinco. Había entregado las cartas de recomendación, tenía billetes para todas las tertulias y había visto Roma. Le había bastado un día a Alberto para todo esto. Y todavía había tenido tiempo para informarse de la pieza que se representaba y de los actores que la ejecutaban. El título de la pieza era «Parisina» y los actores se llamaban Coselli, Moriani y la Spech.

Nuestros dos jóvenes no eran tan desgraciados como se ve, pues que iban a asistir a la representación de una de las mejores óperas del autor de Lucia di Lammermoor, ejecutada por tres artistas de los de más nombradía en Italia. No había podido jamás acostumbrarse Alberto a los teatros ultramontanos, cuya orquesta no se puede oír, y que no tienen ni balcones ni palcos descubiertos; esto era bastante duro para un hombre que tenía su luneta en los Bouffes y su parte de palco en la ópera. No impedía, sin embargo, que Alberto se vistiese de gran etiqueta siempre que iba a la ópera con Franz. Tiempo perdido, pues, preciso es confesarlo, para vergüenza de uno de los representantes de nuestra elegancia: después de cuatro meses que paseaba por Italia en todos sentidos, Alberto no había tenido ni lo que se llama una sola aventura.

Y no era que no hiciese lo posible para que ésta se le presentara, no, porque Alberto de Morcef era uno de los jóvenes que más fastidiados debían estar por hallarse en tal descubierto. La cosa era tanto más penosa, cuanto que según la modesta costumbre de nuestros queridos compatriotas, Alberto había salido de París con la convicción de que iba a tener los mejores lances, y que volvería a entretener a sus amigos del boulevard de Gand contándoles sus aventuras; pero, desgraciadamente, nada de esto había sucedido.

Las encantadoras condesas genovesas, florentinas y napolitanas, habían temido, no a sus maridos, sino a sus amantes, y Alberto había adquirido la cruel convicción de que las italianas tienen a lo menos sobre las francesas la ventaja de ser fieles a su infidelidad. Con todo, ello no quiere decir que en Italia, como en todas partes, no haya regla sin excepción.

Y con todo, Alberto era no solamente un joven muy elegante, sino un hombre de mucho talento. Era además vizconde, vizconde de moderna nobleza, es muy cierto, pero en el día que no se hacen pruebas, ¿qué importa que sea uno noble desde 1399 o desde 1815? Sobre todo esto, tenía cincuenta mil libras de renta, y siendo más de lo necesario para vivir en París a la moda, era pues, algo humillante el no haberse hecho notable en ninguna de las ciudades por donde había pasado.

Sin embargo, confiaba que no sería lo mismo en Roma, mucho más siendo el carnaval, una de las épocas de más libertad y en que las más severas se dejan arrastrar a algún acto de locura. Como el carnaval empezaba al siguiente día, era muy importante que Alberto echara a volar su prospecto antes de aquella apertura.

Había alquilado, pues, con esa intención, uno de los palcos más visibles del teatro, y se había vestido con mucha elegancia. Estaba en la primera fila, que reemplaza la galería en nuestros teatros. Por otra parte, los tres primeros pisos son tan aristocráticos los unos como los otros, y por esta razón son llamados los palcos nobles. Aquí diremos, como de paso, que aquel palco, donde podrían estar doce personas sin estrechez, había costado a los dos amigos un poco más barato que un palco de cuatro personas en el ambigú cómico.

Es preciso decir que Alberto tenía aún otra esperanza y era que si llegaba a encontrar cabida en el corazón de una bella romana, esto le conduciría naturalmente a conquistar un puesto en un carruaje, y por consiguiente, a ver el carnaval en algún balcón de príncipe.

Todas estas circunstancias unidas hacían que Alberto fuese más emprendedor de lo que nunca lo había sido. Volvía la espalda a los actores, inclinándose fuera del palco, y mirando a todas las personas con unos prismáticos de seis pulgadas de largo, lo cual no hacía que ninguna mujer recompensase, con una sola mirada, ni aun de curiosidad, todos sus estudiados ademanes y movimientos. Cada cual hablaba, en efecto, de sus asuntos, de sus amores, de sus placeres, del carnaval que comenzaba al día siguiente, de la próxima Semana Santa, sin fijar la atención ni un solo instante ni en los actores, ni en la ópera, excepto en los momentos muy destacados en que todos se volvían, sea para oír un trozo del recitado de Coselli, sea para aplaudir algún rasgo brillante de Moriani, sea en fin para gritar ¡bravo! a la Spech. Pasados estos instantes tan fugaces y momentáneos, las conversaciones particulares recobraban su objeto primordial.

Hacia el fin del primer acto, la puerta de un palco que hasta entonces había permanecido vacío se abrió y Franz vio entrar a una mujer a la cual había tenido el honor de ser presentado en París, y que creía aún en Francia. Alberto advirtió el movimiento que hizo su amigo al aparecer aquella dama, y volviéndose hacia él dijo:

-¿Conocéis acaso a esa dama?

-Sí, ¿qué os parece?

-Es una rubia encantadora, querido. ¡Oh!, qué cabellos tan adorables. ¿Es francesa?

-No, veneciana.

-¿Y se llama?

-La condesa G...

-¡Oh!, la conozco de nombre -exclamó Alberto-. Aseguran que además de ser hermosa tiene mucho talento. ¡Diantre! ¡Cuando pienso que hubiera podido ser presentado a ella en el último baile dado por la señora de Villefort, en el cual estaba, y que entonces no quise! ¿No es verdad que soy un imbécil?

-¿Queréis que repare esa falta? -preguntó Franz.

-¡Cómo! ¿La conocéis tan íntimamente para conducirme a su palco?

-He tenido el honor de hablar con ella tres o cuatro veces en mi vida, pero, bien lo sabéis, es lo bastante para no cometer una indiscreción.

En aquel instante, la condesa reparó en Franz y le hizo con la mano un ademán gracioso, al cual respondió él con una respetuosa inclinación de cabeza.

-¡Vaya! ¡Me parece que estáis en buena armonía! -dijo Alberto.

-Pues os engañáis, y he aquí lo que nos hará cometer mil tonterías a nosotros los franceses en el extranjero, por someterlo todo a nuestro punto de vista parisiense. En España y en Italia, sobre todo, no juzguéis jamás de la intimidad de las personas por lo expresivo de los cumplimientos. Hemos simpatizado la condesa y yo, pero eso es todo.

-¿Simpatía de alma? -preguntó con una sonrisa Alberto.

-No, de carácter -respondió gravemente Franz.

-¿Y en dónde empezó, en dónde tuvo lugar la tal simpatía?

-En un paseo que dimos por el Coliseo, parecido al que juntos hemos dado.

-¿A la luz de la tuna?

-Sí.

-¿Solos?

-Casi.

-Y hablasteis...

-De los muertos.

-¡Ah! -exclamó Alberto-, pues entonces la conversación no dejaría de ser agradable, y por lo mismo os prometo que si tengo la dicha de servir de acompañante a la bella condesa en un paseo semejante al vuestro, no le hablaré sino de los vivos.

-Y tal vez haréis más.

-Mientras tanto, vais a presentarme a ella como me lo habéis prometido.

-Tan pronto como se baje el telón.

-¡Cuán largo es este diablo de primer acto!

-Escuchad el final, querido, porque a más de ser muy bello, Coselli lo canta admirablemente.

-Sí, ¡pero qué talle... !

-La Spech está sumamente dramática.

-Sí, no lo discuto, pero ya conocéis que cuando se ha oído a la Lontag y la Malibrán...

-¿No os parece excelente el método de Moriani?

-No me gustan los morenos que cantan rubio.

-Amigo mío -dijo Franz volviéndose, mientras que Alberto continuaba mirando con los anteojos-, a decir verdad estáis hoy muy insulso y distraído.

Al fin bajó el telón, con gran satisfacción del vizconde de Morcef, que tomó su sombrero, se arregló sus cabellos, compuso su corbata y sus puños, e hizo observar a Franz que le esperaba. Como por su parte la condesa, a quien Franz interrogaba con la mirada, le dio a entender que sería bien recibido, no tardó éste en satisfacer la impaciencia de Alberto y dirigiéndose al palco seguido de su compañero, que se aprovechaba del paseo para componer los falsos pliegues que los movimientos habían podido imprimir en el cuello de la camisa y en las solapas de su frac, llamó al palco número 4, que era el que ocupaba la condesa. Esta se levantó al punto, cediendo su lugar al recién llegado, según es costumbre en Italia y según se cede siempre cuando llega una visita.

Presentó Franz a la condesa a Alberto como uno de los jóvenes franceses más distinguidos por su posición social, por sus nada escasos conocimientos y por las muchas otras cualidades que le adornaban, todo lo cual no dejaba de ser cierto, porque tanto en París como en cualquier parte que estuviese, se tenía a Alberto por un perfecto caballero.

Franz procuró añadir que, pesaroso su amigo de no haber sabido aprovechar la estancia de la condesa en París para hacer que le presentasen a ella, le había encargado que reparase su falta, misión que cumplía, rogando a la condesa, a cuyo lado también él hubiera necesitado un introductor, que excusase su indiscreción. La condesa respondió con un saludo encantador a Alberto, y presentando la mano a Franz. Invitado por ella, Alberto se sentó en el lugar desocupado de la delantera, y Franz lo verificó en segunda fila, detrás de la condesa.

Alberto había hallado un excelente tema de conversación, París, y por consiguiente hablaba a la condesa de sus conocimientos comunes. Franz comprendió que se hallaba en su terreno. Dejóle, pues, y pidiéndole sus gigantescos anteojos, se puso a su vez a explorar el salón. Sentada en un sillón delantero de un palco de tercera fila enfrente de ellos, estaba una mujer de una hermosura admirable, vestida con un traje griego que llevaba con tanta gracia y soltura que era evidentemente su traje habitual. Detrás de ella, entre la sombra, se dibujaba la silueta de un hombre cuyo rostro era imposible distinguir. Franz interrumpió la conversación de Alberto y de la condesa para preguntar a esta última si conocía a la hermosa albanesa, digna de atraer no solamente la atención de los hombres, sino también de las mujeres.

-No -dijo-, todo cuanto sé es que está en Roma desde el principio de la estación, porque desde que está abierto el teatro la he visto cotidianamente en el mismo palco que hoy se encuentra, unas veces acompañada del hombre que en este momento se encuentra con ella, y otras seguida tan sólo de un criado negro.

-¿Qué os parece, condesa?

-Muy bonita; Medora debió asemejarse a esa mujer.

Franz y la condesa cambiaron una sonrisa, volviendo de nuevo esta última a entablar su interrumpida conversación con Alberto y Franz a mirar a su albanesa. Se levantó entonces el telón. Era uno de esos bailes italianos puestos en escena por el famoso Henry, que se ha formado como coreógrafo una reputación tan colosal en Italia, y que el desgraciado ha venido por fin a perder en el teatro Náutico; uno de esos bailes que todo el mundo, desde el primer bailarín al último comparsa, toman una parte tan activa en la acción, que ciento cincuenta personas hacen a la vez el mismo ademán y levantan a un tiempo el mismo brazo o la misma pierna. Es llamado este baile Dorliska.

A Franz le tenía demasiado preocupado su hermosa albanesa para ocuparse del baile por muy interesante que fuese. En cuanto a la desconocida, parecía experimentar un placer visible en aquel espectáculo, placer que formaba un notable contraste con el profundo desdén del que la acompañaba, y que mientras duró la escena coreográfica, no hizo un movimiento, pareciendo, a pesar del ruido infernal producido por las trompetas, los timbales y los chinescos de la orquesta, gustar de las celestiales dulzuras de un sueño pacífico y embelesador.

Al fin terminó el baile, y el telón volvió a caer en medio de los frenéticos aplausos de un público embriagado de entusiasmo. Gracias a esa costumbre de interpolar un bailecito en las óperas, los entreactos son muy cortos en Italia, teniendo tiempo para descansar y cambiar de traje mientras que los bailarines ejecutan sus piruetas y ensayan sus cabriolas. Unos instantes después empezó el acto segundo.

A los primeros sonidos de la orquesta, Franz vio al soñoliento desconocido, levantarse lentamente y acercarse a la griega, que se volvió para dirigirle algunas palabras, y se apoyó de nuevo sobre el antepecho del palco. La fisonomía de su interlocutor seguía oculta en la sombra, y Franz no podía distinguir ninguna de sus facciones.

Empezado ya el acto, la atención de Franz fue atraída por los actores, y sus ojos abandonaron un instante el palco de la hermosa griega para fijarlos en el escenario.

El acto comienza, como es sabido, por el dúo del sueño. Parisina, acostada, deja escapar delante de Azzo el secreto de su amor por Hugo. El esposo engañado sufre todos los furores de los celos, hasta que, convencido de que su esposa le es infiel, la despierta para darle a conocer su próxima venganza. Este dúo es uno de los más hermosos, de los más expresivos y de los más terribles que han salido de la fecunda pluma de Donizetti. Franz lo oía por tercera vez, y sin embargo, produjo en él un efecto profundo. Iba, pues, a unir sus aplausos a los del salón, cuando sus manos, prontas a chocar, permanecieron separadas, y el ¡bravo! que iba a escapar de su boca expiró en sus labios.

Se había levantado el hombre del palco y acercando su cabeza hasta el punto en que le diera de lleno la luz, había permitido a Franz reconocer en él al mismo habitante de Montecristo, a aquel cuya voz y talle había creído descubrir en las ruinas del Coliseo. Ya no le cabía duda, el extraño viajero vivía en Roma.

La expresión del rostro de Franz estaba sin duda en armonía con la turbación que en él produjera semejante encuentro, porque la condesa le miró, empezó a reír y le preguntó qué era lo que tenía.

-Señora -respondió Franz-, hace poco os he preguntado si conocíais a esa mujer albanesa; ahora os pregunto si conocéis a su marido.

-Menos todavía -respondió la condesa.

-¿Nunca os ha llamado la atención?

-¡He aquí una pregunta enteramente francesa! ¡Bien sabéis que para nosotras, las italianas, no hay otro hombre en el mundo más que aquel a quien amamos!

-Es verdad -respondió Franz.

-Sin embargo, os diré -dijo ella acercando los gemelos de Alberto a sus ojos y dirigiéndolos hacia el palco- que debe ser algún recién desenterrado, algún muerto salido de su tumba, con el correspondiente permiso del sepulturero, se entiende, porque me parece horriblemente pálido.

-Pues siempre está lo mismo -respondió Franz.

-¿Entonces le conocéis? -preguntó la condesa-. Así, yo soy la que os preguntará quién es.

-Estoy seguro de haberle visto antes de ahora, pero no atino ni dónde ni cuándo.

-En efecto -dijo ella haciendo un movimiento con sus hermosos hombros como si un estremecimiento circulase por sus venas-, comprendo que cuando se ha visto una vez a un hombre semejante, jamás se le puede olvidar.

El efecto que Franz había experimentado no era, pues, una impresión particular, puesto que otra persona lo sentía también.

-Y decidme -preguntó Franz a la condesa después que le hubo observado por segunda vez-, ¿qué pensáis de ese hombre?

-Que creo ver a Lord Ruthwen en persona.

Este nuevo recuerdo de Lord Byron admiró a Franz, porque, en efecto, si alguien podía hacerle creer en los vampiros, no era otro que el hombre que tenía ante sus ojos.

-Es preciso que sepa quién es -dijo Franz levantándose.

-¡Oh, no! -exclamó la condesa-, no, no me dejéis sola. Cuento con vos para que me acompañéis, y os quiero tener a mi lado.

-¡Cómo! -le dijo Franz al oído-, ¿tendríais miedo?

-Escuchad -le dijo ella-. Byron me ha jurado que creía en los vampiros e incluso que los había visto. Me ha descrito su rostro, que es absolutamente semejante al de ese hombre; esos cabellos negros, esos ojos tan grandes, en que brilla una llama extraña, esa palidez mortal; además, observad que no está con una mujer como las demás, está con una extranjera..., una griega..., una cismática..., sin duda una hechicera como él... Os ruego que no os vayáis. Mañana podréis dedicaros a buscarlos, si así os parece, pero hoy os suplico que me acompañéis.

Franz insistió.

-Pues bien -dijo la condesa levantándose-, me voy. No puedo quedarme hasta el fin de la función, porque tengo tertulia esta noche en mi casa..., ¿seréis tan poco galante que me rehuséis vuestra compañía?

Franz no tenía otra alternativa que la de tomar el sombrero, abrir la puerta y ofrecer su brazo a la condesa, y esto fue lo que hizo.

La condesa estaba efectivamente muy conmovida, y el mismo Franz no dejaba tampoco de experimentar cierto terror supersticioso, tanto más natural, cuanto que lo que era en la condesa el producto de una sensación instintiva, era en él el resultado de un recuerdo. Al subir al carruaje sintió que temblaba. La condujo hasta su casa; no había nadie, y no era esperada por nadie. Franz la reconvino.

-En verdad -dijo ella-, no me siento bien, y tengo necesidad de estar sola. La vista de ese hombre me ha conmovido.

Franz procuró reírse.

-No os riáis -le dijo ella-. Prometedme además una cosa.

-¿Cuál?

-Prometédmela.

-Todo cuanto queráis, excepto renunciar a descubrir a ese hombre. Tengo motivos, que me es imposible comunicaros, para desear saber quién es, de dónde viene y adónde va.

-Ignoro de dónde viene, pero dónde va puedo decíroslo; va al infierno, no lo dudéis.

-Volvamos a la promesa que queríais exigir de mí, condesa -dijo Franz.

-¡Ah!, es la siguiente: entrar directamente en vuestra casa y no buscar esta noche a ese hombre. Hay cierta afinidad entre las personas que se separan y las que se reúnen. No sirváis de intermediario entre ese hombre y yo. Mañana corred tras él cuanto queráis, pero jamás me lo presentéis, si no queréis hacerme morir de miedo. Así, pues, buenas noches, procurad dormir, yo sé bien que no podré cerrar los ojos en toda la noche.

Con estas palabras la condesa se separó de Franz, dejándole fluctuando en la indecisión de si se había divertido a su costa, o si verdaderamente sintió el temor que había manifestado.

Al entrar en la fonda, Franz encontró a Alberto con batín y pantalón sin trabillas, voluptuosamente arrellanado en un sillón y fumando un buen tabaco.

-Ah, ¡sois vos! -le dijo-. Verdaderamente no os esperaba hasta mañana.

-Querido Alberto -respondió Franz-, me felicito por tener una ocasión de deciros una vez por todas que tenéis la idea más equivocada de las mujeres italianas, y no obstante, me parece que vuestras desdichas amorosas ya debían habérosla hecho perder.

-¿Qué queréis? ¡Esas mujeres, el diablo que las comprenda! Os dan la mano, os la estrechan, os hablan al oído, hacen que las acompañéis a su casa; con la cuarta parte de ese modo de tratar a un hombre, una parisiense perdería pronto su reputación.

-Pues precisamente porque nada tienen que ocultar, porque viven con tanta libertad, es por lo que las mujeres se cuidan tan poco del público en el bello país donde resuena el sí, como decía Dante. Además, bien habéis visto que la condesa tenía miedo.

-Miedo ¿de qué?, ¿de aquel honrado caballero que estaba enfrente de nosotros con aquella hermosa griega? Pues yo al salir me los encontré por el pasillo y, ¡a fe que no sé de dónde diablos os han venido esas ideas del otro mundo! Es un hombre buen mozo y muy elegante, no parece sino que se viste en Francia en casa de Blin o de Humanes. Un poco pálido, es cierto, pero bien sabéis que la palidez es un signo de distinción.

Franz se sonrió; Alberto tenía también pretensiones de estar pálido.

-Sí, sí -le dijo Franz-, estoy convencido de que las ideas de la condesa acerca de ese hombre no tienen sentido común; pero, decidme, ¿ha hablado a vuestro lado y habéis podido oír algo de lo que decía?

-Ha hablado, pero en griego. He reconocido el idioma en algunas voces griegas desfiguradas. ¡Oh! ¡Me acuerdo que en el colegio el griego me hacía pasar muy malos ratos!

-¿Conque hablaba griego?

-Es probable.

-No hay duda -murmuró Franz-, es él.

-¡Cómo! ¿Qué decís...?

-Nada. ¿Qué estabais haciendo?

-Os estaba preparando una sorpresa.

-¿Qué sorpresa?

-Bien sabéis que es imposible encontrar un coche.

-¡Diantre!, por lo menos se ha hecho cuanto humanamente se podía hacer.

-¡Pues bien! Se me ha ocurrido una idea maravillosa.

Franz miró a Alberto como dudando del estado de su imaginación.

-Querido -dijo Alberto-, me honráis con una mirada que merecería os pidiese reparación.

-Dispuesto estoy a dárosla, querido amigo, si la idea es tan maravillosa como decís.

-Escuchad.

-Escucho.

-¿No hay posibilidad de encontrar carruaje?

-No.

-¿Ni caballos?

-Tampoco.

-¿Pero una carreta bien se podrá encontrar?

-Quizás.

-¿Y un par de bueyes?

-También.

-Pues bien; ésa es la nuestra. Mando adornar la carreta, nos vestimos de segadores napolitanos, y representamos al natural el magnífico cuadro de Leopoldo Robert. Y si la condesa quiere vestirse de campesina de Puzzole o de Sorrento, esto completará la mascarada, y seguramente la condesa es demasiado hermosa para que la tomen por el original de la mujer del niño.

-¡Diantre! -exclamó Franz-, tenéis razón por esta vez, Alberto, y ésa es una idea feliz.

-Y nacional. ¡Ah, señores romanos! ¿creéis que se correrá a pie por vuestras calles como unos lazzaroni, porque no tenéis calesas ni caballos? ¡Pues bien!, ya se inventarán.

-¿Y habéis comunicado a alguien esa estupenda idea?

-Sólo a nuestro huésped. Al entrar le hice subir y le manifesté mis deseos. Me ha asegurado que nada era más fácil. Yo quería dorar los cuernos de los bueyes, pero él ha dicho que para eso se necesitarían tres días, por lo que será preciso pasar sin ese detalle superfluo.

-¿Y dónde está?

-¿Quién?

-Nuestro huésped.

-Ha ido a buscar la carreta, porque mañana sería ya tarde.

-¿De modo que esta misma noche tendremos la contestación?

-Así lo espero.

En este momento la puerta se abrió y maese Pastrini asomó la cabeza.

-¿Se puede entrar? -dijo.

-¡Pues claro! -exclamó Franz.

-¡Y bien! -dijo Alberto-. ¿Habéis encontrado la carreta y los bueyes?

-He encontrado algo mejor que eso -respondió con aire ufano.

-¡Ah!, mi querido huésped, andad con tiento en lo que decís.

-Confíe vuestra excelencia en mí -dijo maese Pastrini.

-Pero, en fin, ¿qué hay? -exclamó Franz a su vez.

-¿Ya sabéis -dijo el posadero- que el conde de Montecristo vive en este mismo piso...?

-Ya lo creo -dijo Alberto-, puesto que gracias a él no hemos podido alojarnos sino como dos estudiantes en la calle de Saint Nicolas-du-Charnedot.

-Y bien, está enterado del apuro en que os encontráis y os ofrece dos asientos en su carruaje y dos sitios en sus ventanas del palacio Rospoli.

Alberto y Franz se miraron.

-Pero -preguntó Alberto-, ¿debemos aceptar la oferta de ese extranjero? ¿De un hombre a quien no conocemos?

-¿Y qué clase de hombre es ese conde de Montecristo? -preguntó Franz a su huésped.

-Un gran señor siciliano o maltés, no lo sé a ciencia cierta, pero noble como un borgliese y rico como una mina de oro.

-Me parece -dijo Franz a Alberto -que si ese hombre fuese de tan buenas prendas como dice nuestro huésped, hubiera debido hacernos su invitación de otra manera, ya fuese escribiéndonos, ya...

En este momento llamaron a la puerta.

-Adelante -dijo Franz.

Un criado con una elegante librea apareció en el marco de la puerta.

-De parte del conde de Montecristo, para el señor Franz d'Epinay y para el señor vizconde Alberto de Morcef -dijo.

Y presentó al huésped dos tarjetas que éste entregó a los jóvenes.

-El señor conde de Montecristo -continuó el criado- me manda pedir permiso a estos señores para presentarse mañana por la mañana en su cuarto como vecino. Tendré el honor de informarme de estos señores a qué hora estarán visibles.

-A fe mía -dijo Alberto a Franz-, que no podemos quejarnos.

-Decid al conde -respondió Franz- que nosotros tendremos el honor de anticiparnos a su visita.

El criado se retiró.

-Eso es lo que se llama un asalto de elegancia -dijo Alberto-, vamos, decididamente vos teníais razón, maese Pastrini, y el conde de Montecristo es un hombre perfecto.

-¿Luego aceptáis su oferta? -dijo el huésped.

-Con mucho gusto -respondió Alberto-, sin embargo, os lo confieso, siento que no se realice nuestro plan de la carreta y los segadores; y si no hubiese lo del balcón del palacio Rospoli, para compensar lo que perdemos, creo que volvería a mi primera idea, ¿qué os parece, Franz?

-Creo que también son los balcones los que me deciden -respondió Franz a Alberto.

En efecto, esta oferta de dos sitios en un balcón del palacio Rospoli, recordóle a Franz la conversación que había oído en las ruinas del Coliseo entre su desconocido y el transtiberino, conversación en la cual el hombre de la capa había prometido obtener la gracia del condenado. Ahora, pues, si el hombre de la capa era, según todo se lo probaba a Franz, el mismo cuya aparición en la sala de Argentina le había preocupado tanto, sin duda alguna le reconocería y entonces nada le impediría satisfacer su curiosidad sobre este punto.

Franz pasó una parte de la noche pensando en sus dos apariciones y deseando que llegase el día siguiente. En efecto, el siguiente día debía aclararlo todo, y esta vez, a menos que su huésped de Montecristo poseyese el anillo de Gyges y merced a este anillo su facultad de hacerse invisible, era evidente que no se le escaparía. Así, pues, se despertó a las ocho, hora en que Alberto, como no tenía los mismos motivos que Franz para madrugar tanto, dormía aún apaciblemente. Franz mandó llamar a su huésped, que se presentó con sus habituales saludos.

-Maese Pastrini -le dijo-, ¿no debe haber hoy una ejecución?

-Sí, excelencia, pero si preguntáis eso para tener un balcón, os acordáis de ello muy tarde.

-No -prosiguió Franz-; por otra parte, si lo hiciese únicamente para ver ese espectáculo, encontraría sitio en el monte Pincio.

-¡Oh!, yo creía que vuestra excelencia no querría mezclarse con la canalla, cuyo anfiteatro es ése.

-Probablemente no iré -dijo Franz-, pero desearía obtener algunos detalles.

-¿Cuáles?

-Quisiera saber el número de condenados, sus nombres y el género de sus suplicios.

-¡Oh!, no los podía pedir más oportunamente, excelencia. Ahora justamente me acaban de traer las tavolette.

-¿Qué es eso de las tavolette?

-Las tavolette son unas tabletas de madera que se cuelgan en todas las esquinas de las calles la víspera de las ejecuciones, y en las cuales están escritos los nombres de los condenados, la causa de su condenación y la clase de suplicio. Tienen por objeto invitar a los fieles a que rueguen a Dios para que dé a los culpables un sincero arrepentimiento.

-¿Y os traen esas tabletas para que unáis vuestras súplicas a las de los fieles? -preguntó Franz irónicamente.

-No, excelencia. Yo me entiendo con el repartidor y me trae esos anuncios, como también me trae los anuncios de espectáculos de otros géneros, a fin de que si alguno de los viajeros que tengo la honra de albergar en mi casa desea asistir a la ejecución, lo sepa por anticipado.

-¡Ah!, ya comprendo, maese Pastrini -exclamó Franz-, ¡sois hombre en extremo solícito y delicado, que se desvive por complacer a sus huéspedes!

-¡Oh! -dijo maese Pastrini sonriendo-, puedo vanagloriarme de hacer cuanto está en mi mano para satisfacer los deseos de los nobles extranjeros que me honran con su confianza.

-Eso es lo que veo, querido huésped, y lo repetiré a quien quiera oírlo, no lo dudéis. Mientras tanto, desearía leer una de esas tavolette.

-Nada más fácil -dijo el huésped abriendo la puerta-, he dado órdenes de poner una en el corredor.

Salió, descolgó la tavoletta, y la presentó a Franz. He aquí la traducción literal del cartel patibulario:

«Se hace saber a todos los que la presente vieren y entendieren, que el martes, 22 de febrero, primer día de Carnaval, y en virtud de sentencia dada por el tribunal de la Rota, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Róndolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de D. César Torloni, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable Luigi Vampa y los demás de su banda. El primero será mazzolato, y el segundo decapitado. Se ruega a las almas caritativas que pidan al Ser Supremo un sincero arrepentimiento para estos dos infelices reos.»

Esto mismo era lo que Franz había oído la antevíspera en las ruinas del Coliseo, y nada habían cambiado en el programa; los nombres de los condenados, la causa de su suplicio y el género de su ejecución eran exactamente los mismos. Por consiguiente, según toda probabilidad, el transtiberino no era otro que el bandido Luigi Vampa, y el hombre de la capa, Simbad el Marino, que en Roma como en PortoVecchio y en Túnez continuaba con sus filantrópicas expediciones.

Entretanto, el tiempo corría; eran las nueve y Franz iba a despertar a Alberto, cuando con gran asombro de su parte, le vio salir de su cuarto vestido ya de pies a cabeza. El carnaval le había hecho despertar más de mañana de lo que su amigo esperaba.

-¡Vamos! -dijo Franz a su huésped-, ahora que ya estamos listos, ¿creéis, señor Pastrini, que podremos presentarnos en la habitación del señor conde de Montecristo?

-¡Oh!, seguramente -respondió- El conde de Montecristo acostumbra a madrugar, y estoy convencido de que hace dos horas que se ha levantado.

-¿Y creéis que no será indiscreción el irle a ver ahora mismo?

-En modo alguno.

-En tal caso, Alberto, si estáis dispuesto...

-Sí, amigo mío, sí; estoy dispuesto a todo -dijo Alberto.

-Vamos a dar gracias a nuestro vecino por su atención.

-Vamos enhorabuena.

Franz y Alberto no tenían que atravesar más que el pasillo. El posadero se adelantó y llamó; un criado salió a abrir.

-I signori francesi -dijo Pastrini.

El criado se inclinó y les hizo señas de que entrasen.

Atravesaron dos piezas amuebladas con un lujo que no creían encontrar en la fonda de maese Pastrini y finalmente llegaron a un salón sumamente elegante. Cubría el pavimento una alfombra de Turquía, y magníficas sillas de blandos almohadones y de anchos espaldares enervados hacia atrás, brindaban con un descanso tan cómodo como agradable; riquísimos cuadros pintados al óleo, retratos de diferentes personajes, trofeos de magníficas arenas, colgaban de las paredes y anchas cortinas de hermosa tapicería flotaban delante de cada puerta.

-Si sus excelencias gustan sentarse -dijo el criado-, pueden hacerlo mientras entro aviso al señor conde.

Y salió por una de las puertas.

Al abrirse esta puerta, el sonido de una guzla llegó a los oídos de los dos amigos, pero al punto se apagó. La puerta, cerrada casi al mismo tiempo que abierta, no había podido, por decirlo así, dejar penetrar en el salón más que un soplo de armonía. Franz y Alberto cambiaron una mirada y volvieron los ojos hacia los muebles, los cuadros y las arenas. Todo esto les pareció ahora más magnífico que al primer golpe de vista.

-¿Qué os parece? -preguntó Franz a su amigo.

-A fe mía, querido -dijo-, que es preciso que nuestro vecino sea algún agente de cambio que ha jugado a la baja sobre los fondos españoles, o algún príncipe que viaja de incógnito.

-¡Silencio! -le dijo Franz-, eso es lo que vamos a saber, puesto que ahí viene.

En efecto, el ruido de una puerta que giraba sobre sus goznes acababa de llegar a los oídos de los amigos, y casi al mismo tiempo, levantándose el cortinaje, dio paso al dueño de todas aquellas riquezas.

Alberto se levantó y le salió al encuentro, pero Franz, al verle, se quedó clavado en su sitio.

El que acababa de entrar no era otro que el hombre de la capa del Coliseo, el desconocido del palco, el misterioso huésped de la isla de Montecristo.

Capítulo Décimo tercero

La mazzolata

-Señores -dijo al entrar el conde de Montecristo-, recibid mis excusas por haber dado lugar a que os adelantaseis, pero al presentarme antes en vuestro gabinete hubiera temido ser indiscreto. Por otra parte, me habéis dicho que vendríais y os he estado esperando.

-Venimos a daros un millón de gracias, Franz y yo, señor conde -dijo Alberto-, puesto que verdaderamente nos sacáis de un gran apuro, tanto, que ya estábamos a punto de inventar la estratagema más fantástica en el momento en que nos participaron vuestra atenta invitación.

-¡Eh! ¡Dios mío!, señores -dijo el conde haciendo seña a los jóvenes de que se comodasen en un diván-. Ese imbécil de Pastrini tiene la culpa de que os haya dejado tanto tiempo en esa angustia. No me había dicho una palabra de vuestro apuro, a mí que, solo y aislado como estoy aquí, no buscaba más que una ocasión de conocer a mis vecinos. Así, pues, desde el momento en que supe que podía seros útil en algo, ya habéis visto con qué prisa he aprovechado la ocasión de ofreceros mis servicios. Pero tomad asiento, señores, perdonad mi distracción.

Y el conde señaló a los dos jóvenes un precioso confidente que había junto a ellos. Ambos amigos se inclinaron. Franz no había encontrado una sola palabra que decir, aún no había tomado ninguna resolución, y como nada indicaba en el conde su voluntad de reconocerle o su deseo de ser conocido por él, no sabía si hacer, por una palabra cualquiera, alusión a lo pasado, o dejar que el porvenir les diese nuevas pruebas. Por otra parte, aun cuando estaba seguro de que la víspera era él quien estaba en el palco, no podía, sin embargo, responder tan positivamente de que fuese él quien estaba la antevíspera en el Coliseo. Resolvió, pues, dejar que las cosas siguieran su curso sin hacer ninguna pregunta directa. Además, estaba en condiciones de superioridad sobre él, era dueño de su secreto, mientras que el conde no podía tener ninguna acción sobre Franz, que nada tenía que ocultar. Esto no obstante, resolvió hacer girar la conversación sobre un punto que podía aclarar un poco sus dudas.

-Señor conde -le dijo-, ya que nos habéis ofrecido dos asientos en vuestro carruaje y dos sitios en vuestras ventanas del palacio Rospoli, ¿podríais indicarnos ahora de qué medios nos valdríamos para procurarnos un posto cualquiera, como se dice en Italia, en la Plaza del Popolo?

-¡Ah!, sí, es verdad -dijo el conde con aire distraído y mirando fijamente a Morcef-. ¿No hay en la Plaza del Popolo una... una ejecución?

-Sí -respondió Franz, viendo que por sí mismo iba donde él quería conducirle.

-Esperad, esperad; creo haber dicho ayer a mi mayordomo que se ocupase de eso. Quizá pueda prestaros aún otro pequeño servicio.

Y tendió la mano hacia un cordón de campanilla.

Al punto vio entrar Franz a un individuo de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se parecía, como una gota de agua se parece a otra, al contrabandista que le había introducido en la gruta, pero que no pareció reconocerle. Sin duda estaba prevenido.

-Señor Bertuccio -dijo el conde-, ¿os habéis ocupado, como os dije ayer, de procurarme una ventana en la plaza del Popolo?

-Sí, excelencia -dijo el mayordomo-, pero ya era tarde.

-¡Cómo! -dijo el conde frunciendo el entrecejo-, ¿no os dije resueltamente que quería tener una a mi disposición?

-Y vuestra excelencia tiene una, la que estaba alquilada al príncipe Labanieff, pero me he visto obligado a pagarle en ciento...

-Basta, basta; dejémonos de cuentas, señor Bertuccio; tenemos una ventana, esto es lo principal. Dad las señas de la casa al cochero, y estad en la escalera para conducirnos. Esto basta, podéis retiraros.

El mayordomo saludó e hizo ademán de retirarse.

-¡Ah! -prosiguió el conde-. Tened la bondad de preguntar a Pastrini si ha recibido la tavoletta y si quiere enviarme el programa de la ejecución.

-Es inútil -dijo Franz sacando su cartera del bolsillo-. He tenido en la mano ese programa y lo he copiado. Aquí lo tenéis.

-Muy bien. Entonces, señor Bertuccio, podéis retiraros, ya no os necesito. Decid que nos avisen cuando esté preparado el almuerzo. Estos señores -continuó, volviéndose hacia los dos amigos- me harán el honor de almorzar conmigo, ¿no es cierto?

-Señor conde -dijo Alberto-, eso sería abusar.

-Al contrario, me daréis en ello una particular satisfacción, a más de que todo esto, uno a otro de vosotros, o tal vez los dos me lo pagaréis en igual moneda cuando yo vaya a París. Señor Bertuccio, haréis poner tres cubiertos.

El conde de Montecristo tomó la cartera de las manos de Franz y el señor Bertuccio salió.

-De modo que decíamos -continuó con el mismo tono que si hubiera leído un anuncio de teatro-, que... « hoy, 22 de febrero, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Rondolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de don César Torlini, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable bandido Luigi Vampa y los demás de su banda.» ¡Hum! «El primero será mazzolatto, el segundo decapitato.» En efecto -prosiguió el conde-, así era como debía suceder al principio, pero tengo entendido que de ayer acá han surgido algunos cambios en el orden y marcha de la ceremonia.

-¡Bah! -dijo Franz.

-Sí, ayer en casa del cardenal Rospigliosi, donde estuve de tertulia, se hablaba de una prórroga concedida a uno de los condenados.

-¿Andrés Rondolo? -preguntó Franz.

-No -replicó sencillamente el conde-, al otro... -y volviendo los ojos hacia la cartera como para acordarse del nombre añadió-, a Pepino, llamado Rocca Priori. Esto os priva de asistir a ver gillotinar, pero os queda la mazzolatta, que es un suplicio muy curioso cuando se ve por primera vez, y aun por segunda, mientras que el otro, que debéis ya conocer, es muy sencillo y no ofrece nada de particular. El Mandaia no se engaña, no tiembla, no da golpe en vano, no vuelve a herir treinta veces como el soldado que cortaba la cabeza al conde de Chalais y al cual acaso Richelieu recomendara al paciente. ¡Ah, callad! -continuó el conde con tono despectivo-. No me habléis de los europeos para los suplicios; no entienden nada de eso y puede decirse que están en la infancia sobre este punto.

-En verdad, señor conde -respondió Franz-, se creería al oíros que habéis hecho un gran estudio comparando los diferentes suplicios de todas las partes del mundo.

-Pocos habrá que no haya visto -respondió fríamente el conde.

-¿Y hallasteis algún placer asistiendo a tan horribles espectáculos?

-El primer sentimiento que experimenté fue el de la repugnancia, el segundo la indiferencia y el tercero la curiosidad.

-¡La curiosidad! ¿Habéis medido esta palabra? ¿Sabéis que es terrible?

-¿Por qué? En la vida sólo hay una preocupación: la de la muerte. Y qué, ¿no os parece curioso estudiar de cuántas maneras puede el alma salir del cuerpo, y cómo, según los caracteres, los temperamentos y aun las costumbres del país, sufren los individuos ese supremo traspaso del ser a la nada? En cuanto a mí, os respondo una cosa: que mientras más he visto morir, más fácil me parece. La muerte será tal vez un suplicio, pero no una expiación.

-No os comprendo bien -dijo Franz-; explicaos, pues no sabéis hasta qué punto me interesa lo que decís.

-Oíd -dijo el conde, y su rostro adquirió una expresión de odio- Si un hombre hubiese hecho perecer por medio de un tormento atroz, un tormento terrible, un tormento sin fin, a vuestro padre, a vuestra madre, a vuestra amada, a uno de esos seres, en fin que, cuando se les separa del corazón dejan en él un vacío eterno y una llaga incurable, ¿creeríais suficiente la reparación que os concede la sociedad porque el hierro de la guillotina ha pasado entre la base del occipital y los músculos trapecios del cuello, y porque aquel que os ha hecho sentir años de sufrimientos morales ha experimentado algunos segundos de dolores físicos...?

-Sí, ya lo sé -replicó Franz-, la justicia humana es tan insuficiente como consoladora. Puede derramar la sangre a cambio de la sangre. Preciso es preguntarle lo que puede y nada más.

-Y aún os expongo un caso material -replicó el conde-, aquel en que la sociedad, atacada por la muerte de un individuo en la base sobre la cual se asienta, venga la muerte con la muerte. Decidme, sin embargo, ¿no hay millares de dolores con los que pueden ser desgarradas las entrañas de un hombre, sin que la sociedad se ocupe de ello, sin que le ofrezca el medio insuficiente de venganza de que hablamos hace poco? ¿No hay crímenes para los cuales el palo de los turcos, las gamellas de los persas, los nervios retorcidos de los iroqueses, serían suplicios demasiado dulces, y que, con todo, la sociedad indiferente deja sin castigo...? Responded, ¿no hay tales crímenes?

-Sí -respondió Franz-, y para castigarlos está tolerado el duelo.

-¡El duelo! ¡El duelo! -exclamó el conde-. ¡Buen modo, a fe mía de conseguir la venganza! Un hombre os ha robado a la mujer que amabais; un hombre ha deshonrado a vuestra hija; de una existencia entera, que teníais derecho a esperar de Dios la parte de felicidad que ha prometido a todo ser humano al crearlo, ha hecho una vida de dolor, de miseria o de infamia, y os creéis vengado, porque a ese hombre, que ha hecho nacer el delirio en vuestra mente y la desesperación en vuestra alma, os creéis vengado, digo, porque le habéis dado una estocada en el pecho o porque de un pistoletazo le habéis hecho saltar la tapa de los sesos. ¡Oh!, y eso sin contar que es él quien con frecuencia sale victorioso de la mancha a los ojos del mundo, y en cierto modo absuelto por Dios. No, no -continuó el conde-, si alguna vez tuviera que vengarme, no me vengaría así.

-¿Conque desaprobáis el duelo? ¿Conque no os batiríais en duelo? -preguntó a su vez Alberto, sorprendido ante tan extraña teoría.

-Desde luego -dijo el conde-. Entendámonos. Me batiría por una fruslería, por un insulto, por una palabra, por una bofetada, y eso con tanto más desprecio cuanto que, gracias a la habilidad que he adquirido en todos los ejercicios de armas y en la costumbre que tengo del peligro, estaría casi seguro de matar a mi contrario. ¡Oh!, sí, por todo esto me batiría en duelo; pero por un dolor lento, profundo, infinito, eterno, devolvería, si era posible, un dolor semejante al que me habrían hecho: ojo por ojo, diente por diente, como dicen los orientales, nuestros maestros en todo, esos elegidos de la creación que han sabido formarse una vida de sueños y un paraíso de realidades.

-Pero -dijo Franz al conde-, con esa teoría que os constituye juez y verdugo en vuestra propia causa, es difícil que vos mismo escapéis del poder de la ley. El odio y la cólera ofuscan la mente, y el que toma la venganza por su mano se expone a beber un amargo brebaje.

-Sí, si se es pobre y torpe; no, si es millonario y hábil. Por otra parte, lo peor sería ese último suplicio de que hablábamos hace poco, el que la filantrópica revolución francesa ha sustituido al descuartizamiento y a la rueda. ¡Y bien! ¿Qué es el suplicio si se está vengado? En realidad casi lamento que ese miserable Pepino no sea decapitado, como ellos dicen; veríais el tiempo que dura y si merece la pena de hablarse de ello. Pero, en verdad, señores, que tenemos una conversación un poco singular para un día de carnaval. ¿Cómo hemos venido a parar a este tema? ¡Ah!, ya recuerdo. Me habíais pedido un sitio en mi balcón. Pues bien, lo tendréis. Pero primero sentémonos a la mesa, pues justamente nos vienen a anunciar que ya está servido el almuerzo.

En efecto, un criado abrió una de las cuatro puertas del salón y pronunció las palabras sacramentales de:

Al suo commodo!

Los dos jóvenes se levantaron y pasaron al comedor. Durante el almuerzo, que era excelente, y servido con un esmero delicado, Franz buscó con los ojos las miradas de Alberto, a fin de leer en ellas la impresión que no dudaba habrían producido en él las palabras de su huésped, pero ya sea que en medio de su desdén habitual no les hubiese prestado grande atención, ya sea que lo que el conde de Montecristo le había dicho con relación al duelo le hubiese agradado, sea, en fin, que los antecedentes que hemos referido, conocidos sólo de Franz, hubiesen aumentado para él el efecto de la teorías del conde, no se dio cuenta de que su compañero estuviese tan preocupado. Hacía los honores a la comida como hombre condenado desde cuatro a cinco años a la cocina italiana, es decir, a una de las peores del mundo. Respecto al conde, poseído de una viva preocupación que parecía inspirarle la persona de Alberto, apenas probó un bocado de cada plato; hubiérase dicho que al sentarse a la mesa con sus convidados cumplía un sencillo deber de política, y que esperaba su partida para hacerse servir algún plato extraño o particular. Esto le recordaba a Franz el terror que el conde había inspirado a la condesa G..., y la convicción en que le había dejado de que el conde, el hombre que él le mostrara en el palco de enfrente, era un vampiro.

Terminado el almuerzo, Franz sacó su reloj.

-¡Y bien! -le dijo el conde-, ¿qué hacéis?

-Dispensadnos, señor conde -respondió Franz-, pero tenemos mil cosas que hacer.

-¿De qué se trata?

-Nos hallamos sin disfraces, y hoy éstos son de rigor.

-No os preocupéis. Tenemos, según creo, en la plaza del Popolo, un cuarto particular; haré llevar a él los trajes que me indiquéis, y nos disfrazaremos en seguida.

-¿Después de la ejecución? -exclamó Franz.

-Sin duda; después, durante o antes, como gustéis.

-¿Enfrente del patíbulo?

-¿Y por qué no? El patíbulo forma parte de la fiesta.

-Pues bien, señor conde; he reflexionado -dijo Franz--, mucho os agradezco vuestros ofrecimientos, pero me contentaré con aceptar un asiento en vuestro carruaje y un sitio en el palacio Rospoli, dejándoos en libertad de disponer del lugar del balcón de la piazza del Popolo.

-Pues os advierto que perdéis un espectáculo curioso -respondió el conde.

-Ya me lo contaréis -replicó Franz-, y en vuestra boca me impresionará tanto como si lo viese. Por otra parte, más de una vez quise asistir a una ejecución, y nunca me he podido decidir. ¿Y vos, Alberto?

-Yo -respondió el vizconde-, he visto ejecutar a Casteins, pero creo que estaba un poquitín alegre aquel día, pues era el de mi salida del colegio.

-Sin embargo -repuso el conde-, el que no hayáis hecho una cosa en París no es razón para que dejéis de hacerla en el extranjero; cuando se viaja es por instruirse, cuando se cambia de lugares es para ver. Pensad qué papel haríais cuando os preguntasen cómo ejecutan en Roma y que respondieseis: No lo sé. Dicen además que el condenado es un tunante, un pícaro que ha matado a fuerza de golpes con un caballete de chimenea a un buen canónigo que le había educado como si fuese su hijo. Si viajarais por España, iríais a ver las corridas de toros, ¿verdad? ¡Pues bien!, suponed que vamos a ver un combate, acordaos de los antiguos romanos en el circo, de las cazas en que se mataban trescientos leones y un centenar de hombres. Recordad aquellos ochenta mil espectadores que aplaudían, aquellas matronas que conducían allí a sus hijas, y aquellas vestales de blancas manos que hacían con el dedo una encantadora señal que quería decir: «¡Vamos, no haya pereza, acabad con ese hombre que ya está moribundo!»

-¿Iréis, Alberto? -preguntó Franz.

-Desde luego que sí, querido. Vacilaba como vos, pero la elocuencia del conde me decide.

-Vamos, puesto que así lo queréis -dijo Franz-, pero al dirigirme a la plaza del Popolo, deseo pasar por la calle del Corso. ¿Es posible, señor conde?

-A pie, sí; en carruaje, no.

-Entonces iré a pie.

-¿Es indispensable que paséis por la calle del Corso?

-Sí, tengo que ver cierta cosa.

-¡Pues bien!, pasemos por esa calle; enviaremos el coche a que nos espere en la plaza del Popolo por la entrada del Babuino; y además, ahora que recuerdo, tampoco me vendrá mal pasar por la calle del Corso para ver si han cumplido algunas órdenes que he dado.

-Excelencia -dijo el criado abriendo la puerta-, un hombre vestido de penitente pregunta si puede hablar con vos unos instantes.

-¡Ah!, sí -dijo el conde-, ya sé lo que es. Señores, si queréis pasar al salón, allí encontraréis excelentes cigarros de la Habana, y os suplico os sirváis disculparme por los breves instantes que tardaré en reunirme con vosotros.

Los dos jóvenes se levantaron y salieron por una puerta, mientras que el conde, después de haberles renovado sus excusas, salió por otra.

Alberto, que desde que estaba en Italia, se veía privado de los cigarros del Café de París, gran sacrificio para él, se aproximó a la mesa y lanzó un grito de alegría al encontrar en ella verdaderos cigarros puros.

-Querido -le preguntó Franz-, ¿qué pensáis del conde de Montecristo?

-¿Qué pienso? -dijo Alberto visiblemente sorprendido de que su compañero le hiciese tal pregunta-. Pienso que es un hombre encantador, que hace los honores de su casa a las mil maravillas, que ha visto mucho, que ha estudiado mucho, reflexionado mucho, que es como Bruto de la escuela estoica, y sobre todo -añadió lanzando una bocanada de humo que subió en forma de espiral hacia el techo-, que posee excelentes cigarros.

Esta era la opinión que Alberto tenía con respecto al conde, y de consiguiente, como Franz sabía que Alberto pretendía no formar opinión de los hombres y de las cosas sino después de muchas reflexiones, no intentó cambiar en nada la suya.

-Pero -dijo-, ¿habéis notado una cosa singular?

-¿Cuál?

-La atención con que ponía en vos los ojos.

-¿En mí?

-Sí, en vos.

Alberto reflexionó un instante.

-¡Ah! -dijo lanzando un suspiro-, nada tiene eso de extraño. Estoy ausente de París hace un año, y el conde, al reparar en mi traje, que no está cortado según la última moda, me habrá supuesto un provinciano; sacadle, pues, de tal error, amigo mío, y decidle, os ruego, en la primera ocasión que se os presente, que no hay nada de esto.

Franz se sonrió. Poco después entró el conde.

-Aquí estoy, señores, a vuestra disposición. Las órdenes están dadas para que el carruaje vaya por su lado a la plaza del Popolo; mientras, iremos nosotros, si queréis, por la calle del Corso. Tomad algunos cigarros de éstos, señor Morcef -añadió apoyando su acento de una manera extraña sobre este nombre que pronunciaba por vez primera.

-Acepto encantado -dijo Alberto-, porque los cigarros italianos son peores aún que los de la tercena. Cuando vayáis a París os devolveré todo esto.

-No lo rehúso, pues tengo intención de ir allí algún día, y puesto que lo permitís, iré a llamar a vuestra puerta. Vamos, señores, vamos, no tenemos tiempo que perder, son las doce y media, partamos.

Los tres bajaron la escalera. E1 cochero recibió entonces las órdenes de su amo y siguió la vía del Babuino mientras que los que iban a pie subían por la plaza de España y por la vía Frattina, que les conducía en derechura entre el palacio Tiano y el palacio Rospoli. Todas las miradas de Franz se dirigieron a los balcones de este último palacio. No había olvidado la señal convenida en el Coliseo entre el hombre de la capa y el transtiberino.

-¿Cuáles son vuestros balcones? -preguntó al conde, dando a la pregunta el tono más natural que pudo.

-Los últimos -respondió éste sencillamente, pues no podía adivinar en qué sentido se le hacía aquella pregunta.

La mirada de Franz se dirigió rápidamente hacia los tres balcones. Los dos laterales estaban colgados de un damasco amarillo, y el de en medio de damasco blanco con una cruz roja. El hombre de la capa había cumplido su palabra al transtiberino, y ya no le cabía la menor duda de que el embozado del Coliseo y el conde eran una misma persona. Los tres balcones se hallaban aún vacíos. Además, por todas partes se hacían preparativos, se colocaban sillas, se levantaban tablados, se cubrían de colgaduras los balcones y las ventanas. Las máscaras no podían presentarse, y los carruajes no podían circular hasta que sonara la campana, pero sentíase la presencia de las máscaras detrás de todas las ventanas y la de los carruajes detrás de todas las puertas.

Franz, Alberto y el conde continuaron bajando por la calle del Corso. A medida que se acercaban a la plaza del Popolo, la turba era cada vez más espesa, y por encima de las cabezas de aquella multitud veíanse elevarse dos cosas: el obelisco rematado por una cruz que indica el centro de la plaza, y delante del obelisco, justamente en el punto de correspondencia visual de las tres calles del Babuino, del Corso y de Ripetta, los dos terribles potros del patíbulo, entre los cuales brillaba el hierro de la Mandaia. Junto a la esquina, encontraron al mayordomo del conde que esperaba a su señor. El balcón, alquilado a un precio exorbitante sin duda, pertenecía al segundo piso del gran palacio situado entre la calle del Babuino y el monte Pincio. Era una especie de gabinete de tocador que comunicaba con una alcoba, de manera que los que estuviesen en el gabinete quedaban perfectamente independientes. Sobre las sillas se habían colocado trajes de payaso, de seda blanca y azul, de los más elegantes.

-Como me dijisteis que eligiera los trajes -dijo el conde a los dos amigos-, os he hecho preparar éstos. En primer lugar, será lo que más se lleve este año; en segundo, son los más adecuados y cómodos para recibir las descargas de confetti...

Franz no oyó bien las palabras del conde, y no apreció tal vez como debía aquel nuevo servicio, pues toda su atención se concentraba en el espectáculo que presentaba la plaza del Popolo y en el instrumento terrible que entonces resultaba su principal adorno.

Aquélla era la primera vez que Franz veía una guillotina, porque la Mandaia romana tiene casi la misma forma que nuestro instrumento de muerte. La cuchilla es un semicírculo que corta por la parte convexa, pero cae de menos altura.

Mientras tanto, dos hombres sentados sobre la plancha donde tienden al condenado, se hallaban almorzando y comían, según podía alcanzar la vista de Franz, pan y salchicha; uno de ellos levantó la plancha, sacó un frasco de vino, bebió un trago y pasó el frasco a su compañero. Estos dos hombres eran los ayudantes del verdugo. Esta sola escena bastó para que Franz se sintiera horrorizado.

Los condenados, que habían sido transportados el día antes por la noche, desde las cárceles nuevas a la reducida iglesia de Santa María del Popolo, habían pasado la noche asistidos cada uno de ellos por un sacerdote, en una capilla cerrada por una reja, delante de la cual se paseaban los centinelas, que de hora en hora se relevaban. Dos filas de carabineros colocados a cada lado de la puerta, se extendían hasta el patíbulo, a cuyo alrededor iban formando un círculo, dejando libre un camino de dos pies de ancho, y en torno a la guillotina, un espacio de cien pasos de circunferencia.

El resto de la plaza estaba abarrotado de hombres y de mujeres. Muchas de éstas sostenían a sus hijos sobre sus hombros, y estos niños que dominaban la turba, estaban admirablemente colocados.

El monte Pincio parecía un vasto anfiteatro, cuyas gradas estuviesen llenas de espectadores. Los balcones de las dos iglesias que formaban la esquina de las calles de Babuino y de Ripetta, estaban ya llenos de curiosos privilegiados. Los escalones de los peristilos semejaban una ola movible y de varios colores, que empujaba hacia el pórtico una incesante marea. Cada ángulo saliente de la pared capaz de sostener a un hombre tenía su estatua viviente. Era verdad lo que decía el conde. Lo más curioso que hay en la vida es el espectáculo de la muerte. Y sin embargo, en lugar del silencio que parecía exigir la solemnidad del espectáculo, un gran ruido reinaba en aquella turba, informe mezcolanza de risas, silbidos y gritos de gozo. Era evidente, como había dicho el conde, que aquella ejecución no significaba para todo el pueblo más que el principio del Carnaval.

De pronto este ruido cesó como por encanto, la puerta de la iglesia acababa de abrirse. Apareció una cofradía de penitentes, cada miembro de la cual vestía un saco gris con dos agujeros para los ojos únicamente y con un cirio encendido en la mano. El jefe de la cofradía iba al frente de la misma. Detrás de los penitentes iba un hombre de elevada estatura. Este hombre estaba desnudo, excepto un calzón de lienzo que le cubría de medio cuerpo abajo, y unas sandalias atadas a sus piernas por unas toscas cuerdas. De su cintura colgaba un enorme cuchillo oculto en su correspondiente vaina, y su hombro derecho sostenía una pesada maza de hierro; era el verdugo.

Detrás de éste, marchaban, en el orden que debían ser ejecutados, primero Pepino, en seguida Andrés, acompañado cada uno de un sacerdote. Ni uno ni otro iban con los ojos vendados. Pepino caminaba con paso firme, porque sin duda había sido prevenido de lo que debía acontecer. Andrés iba sostenido por un sacerdote, y ambos besaban de vez en cuando el crucifijo que les presentaba su confesor.

Al ver esto, Franz sintió que le flaqueaban las piernas; miró a Alberto. Estaba pálido como su camisa y con un movimiento maquinal arrojó lejos de sí su cigarro, a pesar de no haberlo fumado más que hasta la mitad. El conde era el único que parecía impasible, antes bien, un ligero tinte sonrosado había cubierto sus mejillas de intensa palidez.

Su nariz se dilataba como la de un animal feroz que huele la sangre, y sus labios, ligeramente abiertos, dejaban ver sus dientes blancos, pequeños y agudos como los de un chacal. Y no obstante, a pesar de todo esto, su fisonomía brillaba con una expresión de dulzura que Franz no había aún advertido. Sus ojos negros tenían sobre todo una expresión de bondad indescriptible.

Los dos condenados, entretanto, continuaban andando hacia el patíbulo, y a medida que avanzaban, podíanse distinguir sus facciones. Pepino era un buen mozo, de veinticuatro a veintiséis años, de tez tostada por el sol, de mirada franca y orgullosa al mismo tiempo. Andaba con la cabeza erguida, y la agitaba en diferentes direcciones, como para ver de qué lado vendría su libertador. Andrés era grueso y rechoncho, su cara, de una vileza cruel, no indicaba la edad. Sin embargo, podría tener unos treinta años.

En la prisión había dejado crecer su barba. Su cabeza caía sobre uno de sus hombros, y sus piernas se doblegaban bajo su peso; todo su ser parecía obedecer a un movimiento maquinal en el cual no entraba ya para nada su voluntad.

-Si no recuerdo mal -dijo Franz al conde-, creo que me anunciasteis que no habría más que una ejecución.

-Os he dicho la verdad -respondió el conde fríamente.

-Sin embargo, dos son los condenados.

-Sí, pero esos dos condenados, el uno pronto va a morir, y al otro le quedan todavía largos años de vida y de perdón.

-Pues me parece que si ha de venir, no tiene tiempo que perder.

-Mirad, pues justamente ahí viene. Mirad -dijo el conde.

En efecto, en el momento en que Pepino llegaba al pie de la Mandaia, un penitente que parecía haberse retardado, atravesó por entre las dos filas sin que los soldados le opusiesen ningún obstáculo, y adelantándose hacia el jefe de la cofradía, le entregó un papel plegado en cuatro dobleces. La ardiente mirada de Pepino no había perdido ninguno de estos detalles. El jefe de la cofradía desdobló el papel, lo leyó y levantó la mano.

-El Señor sea bendecido y Su Santidad sea loada -dijo en alta e inteligible voz-; hay perdón de la vida para uno de los reos.

-¡Perdón! -exclamó el pueblo a un solo grito-. ¿Hay perdón?

Al oír la palabra de perdón, Andrés pareció saltar y levantar la cabeza.

-Perdón, ¿para quién? -gritó.

Pepino permaneció inmóvil, mudo y jadeante.

-Hay perdón de pena de muerte para Pepino, llamado Rocca-Priori -dijo el jefe de la cofradía, y pasó el papel al capitán que mandaba los carabineros, el cual, después de haberlo leído, se lo devolvió.

-¡Perdón para Pepino! -exclamó Andrés, saliendo del sopor en que parecía estar sumido-. ¿Por qué perdón para él y no para mí? Debíamos morir juntos, me habían prometido que moriría antes que yo, no tienen derecho a hacerme morir solo, ¡no quiero morir solo, no quiero!

Y diciendo esto se agarró a los brazos de los dos sacerdotes, retorciéndose, dando alaridos, rugiendo y haciendo esfuerzos insensatos para romper las cuerdas que le ligaban las manos. El verdugo hizo señal a sus dos ayudantes, que bajaron del cadalso y se apoderaron del reo.

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó Franz, pues como todo esto se decía en lengua italiana, no había comprendido muy bien.

-¿No lo adivináis? -dijo el conde-. Ha ocurrido que esa criatura humana que va a morir está furiosa porque su semejante no muere con ella, y que si la dejasen le desgarraría con sus uñas y con sus dientes más bien que dejarle gozar de la vida de que ella misma se va a ver privada. ¡Oh, los hombres!, raza de cocodrilos, como dice Karl Moor -exclamó el conde extendiendo los puños hacia toda la turba-, ¡qué bien se os conoce en eso, y qué dignos sois en todo tiempo de vosotros mismos!

Entretanto Andrés y los dos ayudantes del verdugo se revolcaban por el suelo, mientras que el condenado seguía gritando: «Debe morir, quiero que muera, no tienen derecho para matarme a mí solo.»

-Observad -continuó el conde cogiendo a cada uno de los jóvenes por la mano- Mirad, porque a fe mía es cosa curiosa. Allí tenéis un hombre que estaba resignado a su suerte, que marchaba al patíbulo, que iba a morir como un cobarde, es verdad, pero, después de todo, iba a morir sin blasfemar y sin resistirse, ¿y sabéis lo que le daba alguna fuerza? ¿Sabéis lo que le consolaba? ¿Sabéis lo que le hacía sufrir el suplicio con resignación...?, el que otro participaba de su angustia, que otro iba a morir como él, que otro iba a morir antes que él. Llevad dos carneros o dos bueyes al matadero, y haced comprender a uno de ellos que su compañero no morirá. El carnero balará de gozo y el buey mugirá de placer. Pero el hombre, el hombre que Dios ha creado a su imagen, el hombre a quien Dios impuso por primera, por única, por suprema ley, el amor al prójimo, el hombre a quien ha dado una voz para expresar su pensamiento, ¿cuál será su primer grito al saber que su compañero se ha salvado? Una blasfemia. ¡Oh!, ¡honor al hombre, a esa obra maestra de la naturaleza, a ese rey de la creación!

Dicho esto, el conde empezó a reír, pero con una risa terrible, feroz, que indicaba haber sufrido horriblemente para conseguir reír de aquella manera.

Sin embargo, la lucha continuaba, y era algo espantoso. Los dos ayudantes llevaban a Andrés al patíbulo; todo el pueblo había tomado partido contra él y veinte mil voces gritaban a un tiempo: «¡Muera!, ¡muera!» Franz se retiró, pero el conde le cogió por el brazo y le retuvo delante de la ventana.

-¿Qué hacéis? -le dijo- ¿Os compadecéis de él? Si oyeseis ladrar a un perro rabioso, tomaríais vuestra escopeta, saldríais a la calle, mataríais sin misericordia a boca de jarro al pobre animal, que al fin y al cabo no sería culpable más que de haber sido mordido por otro perro, y devolver lo que le habían hecho, y ahora tenéis piedad de un hombre a quien ningún otro hombre ha mordido y que, no obstante, después de haber asesinado vilmente a su bienhechor, no pudiendo ya ahora matar a nadie porque tiene las manos atadas, quiere a toda fuerza ver morir a su compañero de cautiverio, ¡a su camarada de infortunio! ¡No, no, mirad, mirad!

Aquella recomendación era ya inútil. Franz estaba como fascinado por el horrible espectáculo. Los dos ayudantes habían llevado el condenado al patíbulo, y allí, a pesar de sus esfuerzos, de sus mordiscos, de sus gritos, le habían obligado a ponerse de rodillas. Durante este tiempo, el verdugo se había colocado a su lado con la maza levantada. Entonces, a una señal, los dos ayudantes se separaron. El condenado quiso volverse a levantar, pero antes que hubiese tenido tiempo para ello, desplomóse la maza sobre su sien izquierda, oyóse un ruido sordo y seco, y el paciente cayó como un buey, con el rostro contra el suelo, después se volvió de espaldas por el choque. Entonces el verdugo dejó caer su maza, sacó el cuchillo de su cinturón, le abrió la garganta de un solo tajo y subiendo en seguida sobre su vientre, se puso a patearlo con sus pies.

A cada golpe, un chorro de sangre se escapaba del cuello del condenado. Franz no pudo tenerse en pie, se retiró vacilando y fue a caer casi desmayado sobre un sillón. Alberto, con los ojos cerrados, permaneció de pie, pero asido a las cortinas del balcón, sin cuyo apoyo seguramente se habría desplomado. El conde estaba en pie y triunfante como un ángel malo.

Capítulo Décimo cuarto

El carnaval de Roma

Al recobrar Franz el conocimiento encontró a Alberto bebiendo un vaso de agua, juzgando por su palidez lo conveniente de aquella acción, y al conde vistiéndose ya de payaso. Arrojó maquinalmente una mirada a la plaza. Todo había desaparecido, patíbulo, verdugos, víctimas, no quedaba más que el pueblo azorado, alegre, bullicioso. La Campana de Montecitorio, que no se tocaba más que para la muerte del Papa y la apertura de la mascarada, repicaba velozmente.

-Y bien -preguntó al conde-, ¿qué ha pasado?

-Nada, absolutamente nada -dijo-, como veis, pero el Carnaval ha comenzado, vistámonos pronto.

-Es cierto -respondió Franz al conde-; sólo restan de tan horrible escena las huellas de un sueño.

-Pues no es otra cosa que un sueño, lo que habéis tenido.

-Sí, pero, ¿y el condenado?

-También. Pero él ha quedado dormido, al paso que vos habéis despertado, y ¿quién puede decir cuál de los dos será el privilegiado?

-Pero, ¿qué ha sido de Pepino?

-Pepino es un muchacho juicioso que no tiene ningún amor propio, y que, contra la costumbre de los hombres, que se enfurecen cuando no se ocupan de ellos, se ha alegrado de que la atención general se fijase en su compañero. Por consiguiente, se ha aprovechado de esta distracción para deslizarse por entre la turba y desaparecer sin dar siquiera las gracias a los dignos sacerdotes que le habían acompañado. Verdaderamente el hombre es un animal muy ingrato y egoísta... Pero vestíos, mirad cómo os da el ejemplo M... de Morcef.

En efecto, Alberto se ponía maquinalmente su pantalón de tafetán encima de su pantalón negro y de sus botas charoladas.

-Y bien, Alberto -preguntó Franz-, ¿estáis dispuesto a cometer algunas locuras? Veamos, responded francamente.

-No -dijo-, pero os aseguro que ahora me alegro de haber visto este espectáculo, y comprendo lo que decía el señor conde, que cuando uno ha podido acostumbrarse a él, es el único que aún puede causar algunas emociones.

-Además de que en ese momento se pueden hacer estudios de los caracteres -dijo el conde-; en el primer escalón del patíbulo, la muerte arranca la máscara que se ha llevado toda la vida y aparece el verdadero rostro. Preciso es convenir que el de Andrés no estaba muy bonito... ¡Pícaro, infame...! ¡Vistámonos, señores, vistámonos! Tengo necesidad de ver máscaras de cartón para consolarme de las máscaras de carne.

Ridículo hubiera sido para Franz el aparentar aún conmoción y no seguir el ejemplo que le daban sus dos compañeros. Púsose, pues, su traje y su careta, que no era seguramente más pálida que su rostro. Después de disfrazarse, bajaron la escalera. El carruaje esperaba a la puerta, lleno de dulces y de ramilletes.

Difícil es formarse una idea de un cambio más completo que el que acababa de operarse.

En vez de aquel espectáculo de muerte, sombrío y silencioso, la plaza del Popolo presentaba el aspecto de una orgía loca y bulliciosa. Un sinnúmero de máscaras salía por todas partes, escapándose de las puertas y descendiendo por los balcones. Los carruajes desembocaban por todas las calles cargados de pierrots, de figuras grotescas, de dominós, de marqueses, de transtiberinos, de arlequines, de caballeros, de aldeanos; todos gritando, gesticulando, lanzando huevos llenos de harina, confites, ramilletes, atacando con palabras y proyectiles a los amigos y a los extraños, a los conocidos y desconocidos, sin que nadie tuviese derecho para enfadarse, sin que nadie hiciese otra cosa más que reír.

Franz y Alberto parecían esos hombres que, para distraerse de un violento pesar, van a una orgía, y que a medida que beben y se embriagan, sienten interponerse un denso velo entre el presente y lo pasado. Siempre veían o más bien conservaban el reflejo de lo que habían visto. Pero poco a poco los iba dominando la embriaguez general, parecióles que su razón vacilante iba a abandonarlos, sentían una extraña necesidad de tomar parte en aquel ruido, en aquel movimiento, en aquel vértigo.

Un puñado de confites dirigido a Morcef desde un carruaje próximo y que cubrióle de polvo, así como a sus compañeros, el cuello y la parte de rostro que no estaba cubierto por la máscara, como si le hubiesen lanzado cien alfileres, acabó por impelerle a la lucha general, en la que entraban todas las máscaras que encontraban. Púsose de pie a su vez en el carruaje, agarró puñados de proyectiles de los sacos y con todo el vigor y la habilidad de que era capaz, envió a su vez huevos y yemas de dulce a sus vecinos. Desde entonces se trabó el combate.

Lo que habían visto media hora antes se borró enteramente de la imaginación de los dos jóvenes; tanto había influido en ellos aquel espectáculo movible, alegre y bullicioso que tenían a la vista. Por lo que al conde de Montecristo se refiere, nunca había parecido impresionado un solo instante. En efecto; figúrese el lector aquella grande y hermosa calle, limitada a un lado y a otro de palacios de cuatro o cinco pisos, con todos sus balcones guarnecidos de colgaduras. En estos balcones, trescientos mil espectadores romanos, italianos, extranjeros venidos de las cuatro partes del mundo; reunidas todas las aristocracias de nacimiento, de dinero, de talento; mujeres encantadoras, que sufriendo la influencia de aquel espectáculo se inclinan sobre los balcones y fuera de las ventanas, hacen llover sobre los carruajes que pasan una granizada de confites, que se les devuelve con ramilletes; el aire se vuelve enrarecido por los dulces que descienden y las flores que suben; y sobre el pavimento de las calles una turba gozosa, incesante, loca, con trajes variados, gigantescas coliflores que se pasean, cabezas de búfalo que mugen sobre cuerpos de hombres, perros que parecen andar con las patas delanteras, en medio de todo esto una máscara que se levanta; y en esa tentación de San Antonio soñada por Cattot, algún Asfarteo que ve un rostro encantador a quien quiere seguir, y del cual se ve separado por especies de demonios semejantes a los que se ven en sueños, y tendrá una débil idea de lo que es el Carnaval en Roma.

A la segunda vuelta el conde hizo detener el carruaje, y pidió a sus compañeros permiso para separarse de ellos, dejándolo a su disposición. Franz levantó los ojos; hallábase frente al palacio Rospoli, y en el balcón de en medio, el que estaba colgado de damasco blanco con una cruz roja, había un dominó azul, bajo el cual la imaginación de Franz se representó sin trabajo la bella griega del teatro Argentino.

-Señores -dijo apeándose el conde-, cuando os canséis de ser actores y queráis ser espectadores, ya sabéis que tenéis un sitio en mi balcón. Entretanto, disponed de mi carruaje y de mis criados.

Olvidamos decir que el cochero del conde iba vestido gravemente con una piel de oso, negra del todo, y semejante a la del Odry, en El oso y el pachá, y que los dos lacayos iban en pie detrás del carruaje con dos vestidos de mono verde, perfectamente ceñidos a sus cuerpos, y con caretas de resorte con las que hacían gestos a los paseantes.

Franz dio gracias al conde por su delicada oferta. Alberto, por su parte, estaba coqueteando con un carruaje lleno de aldeanas romanas detenido, como el del conde, por uno de esos descansos tan comunes en las filas y tirando ramilletes por todas partes. Desgraciadamente para él, la fila prosiguió su movimiento, y mientras él descendía hacia la plaza del Popolo, el carruaje que había llamado su atención subía hacia el palacio de Venecia.

-¡Ah! -dijo Franz-, ¿no habéis visto ese carruaje que va cargado de aldeanas romanas?

-No.

-Pues estoy seguro de que son mujeres encantadoras.

-¡Qué desgracia que vayáis disfrazado, querido Alberto! -dijo Franz-. Este era el momento de desquitaros de vuestras desdichas amorosas.

-¡Oh! -respondió Alberto, medio risueño y medio convencido-. Espero que no pasará el Carnaval sin que me acontezca alguna aventura.

Sin embargo, todo el día pasó sin otra aventura que el encuentro renovado dos o tres veces del carruaje de las aldeanas romanas. En uno de estos encuentros, sea por casualidad, sea por cálculo de Alberto, se le cayó la careta.

Entonces tomó el resto de ramilletes y lo arrojó al carruaje de las mujeres que él juzgara encantadoras. Conmovidas por esta galantería, cuando volvió a pasar el carruaje de los dos amigos, arrojaron un ramillete de violetas. Alberto se precipitó sobre el ramillete. Como Franz no tenía ningún motivo para creer que iba dirigido a su persona, dejó que Alberto recogiese el ramillete. Este lo puso victoriosamente en sus ojales, y el carruaje continuó su marcha triunfante.

-¡Y bien! -le dijo Franz-, éste es un principio de aventura.

-Reíos cuanto queráis -respondió-, pero creo que sí; así pues, no me separo de este ramillete.

-¡Diantre!, bien lo creo -respondió Franz riendo--, es una señal de reconocimiento.

La broma, por otra parte, tomó un carácter de realidad, porque cuando, siempre conducidos por la fila, Franz y Alberto se cruzaron de nuevo con el carruaje de las aldeanas, la que había lanzado el ramillete comenzó a aplaudir al verlo en su ojal.

-¡Bravo!, querido, ¡bravo! -le dijo Franz-. El asunto marcha. ¿Queréis que os deje, si preferís estar solo?

-No -dijo-, no nos arriesguemos demasiado. No quiero dejarme engañar como un tonto a la primera demostración; a una cita bajo el reloj, como decimos en el baile de la Opera. Si la bella aldeana quiere ir más allá, ya la encontraremos mañana, o ella nos encontrará; entonces me dará señales de existencia, y yo veré lo que tengo que hacer.

-Es verdad, mi querido Alberto -dijo Franz-, sois sabio como Néstor y prudente como Ulises, y si vuestra Circe llega a cambiarse en una bestia cualquiera, preciso será que sea muy diestra o muy poderosa.

Alberto tenía razón; la bella desconocida había resuelto sin duda no llevar la intriga más lejos aquel día, pues aunque los jóvenes dieron aún muchas vueltas, no volvieron a ver el carruaje que buscaban con los ojos; había desaparecido por una de las calles adyacentes.

Subieron entonces al palacio Rospoli, pero el conde también había desaparecido con el dominó azul. Los dos balcones colgados de damasco amarillo seguían, por otra parte, ocupados por personas a las que él sin duda había convidado. En este momento, la campana que había sonado para la apertura de la mascarada, sonó para la retirada, la fila del Corso se rompió al punto, y, en el instante, todos los carruajes desaparecieron por las calles transversales.

Franz y Alberto se hallaban en aquel momento enfrente de la vía delle Maratte. El cochero arreó los caballos, y llegando a la plaza de España, se detuvo delante de la fonda. Maese Pastrini salió a recibir a sus huéspedes al umbral de la puerta.

El primer cuidado de Franz fue informarse acerca del conde y expresar su pesar por no haberle ido a buscar a tiempo; pero Pastrini le tranquilizó, diciéndole que el conde de Montecristo había mandado un segundo carruaje para él y que este carruaje había ido a buscarle a las cuatro al palacio Rospoli. Por otra parte, tenía encargo de ofrecer a los dos amigos la nave de su palco en el teatro Argentino.

Franz interrogó a Alberto acerca de sus intenciones, pero éste tenía que poner en ejecución grandes proyectos antes de pensar en ir al teatro. Por lo tanto, en lugar de responder, se informó de si maese Pastrini podía procurarle un sastre.

-¿Un sastre? -preguntó el huésped-, ¿y para qué?

-Para hacerme de hoy a mañana dos vestidos de aldeano romano, lo más elegante que sea posible -dijo Alberto.

Maese Pastrini movió la cabeza.

-¡Haceros de aquí a mañana dos trajes! -exclamó-. ¡Dos trajes, cuando de aquí a ocho días no encontraréis seguramente ni un sastre que consintiese coser seis botones a un chaleco, aunque le pagaseis a escudo el botón!

-¿Queréis decir que es preciso renunciar a procurarnos los trajes que deseo?

-No, porque tendremos esos dos trajes hechos. Dejad que me ocupe de eso, y mañana encontraréis al despertaros una colección de sombreros, de chaquetas y de calzones, de los cuales quedaréis satisfechos.

-¡Ah!, querido -dijo Franz a Alberto-, confiemos en nuestro huésped; ya nos ha probado que era hombre de recursos. Comamos, pues, tranquilamente, y después de la comida vamos a ver La italiana en Argel.

-Sea por La italiana en Argel -dijo Alberto-, pero pensad, maese Pastrini, que este caballero y yo -continuó señalando a Franz-, tenemos mucho interés en tener esos trajes mañana mismo.

El posadero repitió a sus huéspedes que no se inquietasen por nada, y que serían servidos, con lo cual Franz y Alberto subieron para quitarse sus trajes de payaso. Alberto, al despojarse del suyo, guardó con el mayor cuidado su ramillete de violetas. Era su señal de reconocimiento para el día siguiente.

Los dos amigos se sentaron a la mesa, pero al comer, Alberto no pudo menos de advertir la diferencia notable que existía entre el cocinero de maese Pastrini y el del conde de Montecristo. Franz tuvo que confesar, a pesar de las prevenciones que debía tener contra el conde, que la ventaja no estaba de parte de maese Pastrini. A los postres, el criado del conde, preguntó la hora a que deseaban los jóvenes el carruaje. Alberto y Franz se miraron, temiendo ser indiscretos. El criado les comprendió.

-Su excelencia, el conde de Montecristo -les dijo-, ha dado órdenes terminantes para que el carruaje permaneciese todo el día a la disposición de sus señorías. Sus señorías pueden, pues, disponer de él con toda libertad.

Los dos jóvenes resolvieron aprovecharse de la amabilidad del conde, y mandaron enganchar, mientras que ellos sustituían por trajes de etiqueta sus trajes de calle, un tanto descompuestos por los numerosos combates, a los cuales se habían entregado. Luego se dirigieron al teatro Argentino y se instalaron en el palco del conde.

Durante el primer acto entró en el suyo la condesa G...; su primera mirada se dirigió hacia el lado en donde la víspera había visto al singular desconocido, de suerte que vio a Franz y Alberto en el palco de aquél, acerca del cual había formado una opinión tan extraña. Sus anteojos estaban dirigidos a él con tanta insistencia que Franz creyó que sería una crueldad tardar más tiempo en satisfacer su curiosidad.

Así, pues, usando del privilegio concedido a los espectadores de los teatros italianos, que consiste en hacer de las salas de espectáculos un salón de recibo, los dos amigos salieron de su palco para ir a presentar sus respetos a la condesa. Así que hubieron entrado en su palco, hizo una seña a Franz para que se sentase en el sitio de preferencia. Alberto se colocó detrás de ella.

-¡Y bien! -dijo a Franz, sin darle siquiera tiempo para sentarse-. No parece sino que no habéis tenido nada que os urgiera tanto como hacer conocimiento con el nuevo lord Rutwen, y, según veo, ya sois los mejores amigos del mundo.

-Sin que hayamos progresado tanto como decís, en una intimidad recíproca, no puedo negar, señora condesa -respondió Franz-, que hayamos abusado todo el día de su amabilidad.

-¿Cómo, todo el día?

-A fe mía, sí, señora. Esta mañana hemos aceptado su almuerzo, durante toda la mascarada hemos recorrido el Corso en su carruaje, en fin, esta noche venimos al teatro a su palco.

-¿Le conocíais?

-Sí... y no.

-¿Cómo?

-Es una larga historia.

-Razón de más.

-Esperad, al menos, a que esa historia tenga un desenlace.

-Bien. Me gustan las historias completas. Mientras tanto, decidme: ¿cómo os habéis puesto en contacto con él? ¿Quién os ha presentado?

-Nadie; él es quien se ha hecho presentar a nosotros ayer noche, después de haberme separado de vos.

-¿Por qué intermediario?

-¡Oh! ¡Dios mío! Por el muy prosaico intermediario de nuestro huésped.

-¿Vive, pues, ese señor en la fonda de Londres, como vos?

-No solamente vive en la misma fonda, sino en el mismo piso.

-¿Cuál es su nombre? Porque sin duda lo conocéis.

-Perfectamente; el conde de Montecristo.

-¿Qué nombre es ése? No será un nombre de familia.

-No; es el nombre de una isla que ha comprado.

-¿Y el conde?

-Conde toscano.

-Sufriremos al fin a ése como a los demás -respondió la condesa, que era de una de las más antiguas familias de los alrededores de Venecia-. ¿Qué clase de hombre es?

-Preguntad al vizconde de Morcef.

-Ya le oís, caballero, me remiten a vos -dijo la condesa.

-Haríamos muy mal si no le juzgásemos encantador, señora -respondió Alberto-. Un amigo de diez años no hubiera hecho por nosotros lo que él, y esto con una gracia, con una delicadeza, una amabilidad, que revela verdaderamente a un hombre de mundo.

-Vamos -dijo la condesa riendo-, veréis cómo mi vampiro será sencillamente un millonario que quiere gastar sus millones. Y a ella, ¿la habéis visto?

-¿A quién? -preguntó Franz sonriendo.

-A la graciosa griega de ayer.

-No. Nos pareció, sí, haber oído el sonido de su guzla, mas ella permaneció invisible.

-Así, pues, cuando decís invisible, mi querido Franz -dijo Alberto-, es con el fin de hacerla más misteriosa. ¿Quién creéis que era aquel dominó azul que estaba en el balcón colgado de damasco blanco, en el palacio de Rospoli?

-¡Pues qué! ¿El conde tenía tres balcones en el palacio Rospoli?

-¡Sí! ¿Habéis pasado por la calle del Corso?

-Desde luego. ¿Quién es el que hoy no ha pasado por la calle del Corso?

-¿No visteis entonces tres balcones, y uno de ellos colgado de damasco blanco, con una cruz roja? Pues ésos eran los tres balcones del conde.

-¿Es que ese hombre es algún nabab? ¿Sabéis lo que cuestan tres balcones como ésos durante ocho días de Carnaval, y en el palacio Rospoli, es decir, en el mejor sitio del Corso?

-Doscientos o trescientos escudos romanos.

-Decid más bien dos o tres mil.

-¡Diantre!

-¿Es acaso su isla la que produce tanto?

-Su isla no produce ni un solo bejuco.

-¿Por qué la ha comprado entonces?

-Por capricho.

-Es un hombre original.

-Lo cierto es -dijo Alberto-, que me ha parecido bastante excéntrico. Si habitase en París, si frecuentase nuestros teatros, os diría que es un pobre diablo a quien la literatura moderna ha trastornado la cabeza. En verdad, me ha dado ayer dos o tres golpes dignos de Didier o de Antoni.

En este momento entró una visita, y, según la costumbre, Alberto cedió su lugar al recién llegado. Esta circunstancia, además de mudar de lugar, hizo también que la conversación tomase otro giro. Una hora después, los dos amigos volvieron a entrar en la fonda.

Maese Pastrini estaba ya ocupado en sus disfraces para el día siguiente, y les prometió que quedarían satisfechos de su inteligente actividad. En efecto, al día siguiente, a las nueve, entró en el cuarto de Franz, acompañado de un sastre cargado con ocho o diez clases de vestidos de aldeanos romanos. Los dos amigos escogieron dos trajes parecidos que casi se ajustaban a su cuerpo, encargaron a su huésped que les pusiese unas veinte cintas en cada uno de sus sombreros y que les procurase dos de esas fajas de seda, de listas transversales y colores vivos, con la cuales los hombres del pueblo, en los días de fiesta, tienen la costumbre de ceñir su cintura.

Alberto se hallaba impaciente por ver cómo le estaría su improvisado vestido, el cual se componía de una chaqueta y unos calzones de terciopelo azul, medias con cuchillas bordadas, zapatos con hebillas y un chaleco de seda.

El joven, pues, no podía menos de ganar con ese traje tan pintoresco, y cuando su cinturón hubo oprimido su elegante talle, cuando su sombrero, ligeramente ladeado, dejó caer sobre su hombro una infinidad de cintas, Franz se vio obligado a confesar que el traje influye mucho para la superioridad física en ciertas poblaciones. Los turcos, tan pintorescos antes con sus largos trajes de vivos colores, ¿no están ahora horribles con sus levitas azules abotonadas y los gorros griegos, que parecen botellas de vino con tapón encarnado? Franz felicitó a Alberto, que, en pie delante del espejo, se sonreía con aire de satisfacción, que nada tenía de equívoco. En este momento entró el conde de Montecristo.

-Señores -les dijo-, como por agradable que sea la compañía en las diversiones, la libertad lo es más aún, vengo a comunicaros que por hoy y los días siguientes dejo a vuestra disposición el carruaje de que os habéis servido ayer. Nuestro huésped ha debido deciros que tenía tres o cuatro en sus cuadras. No os privéis, pues, de ir en carruaje; usad de él libremente para ir a divertiros o a vuestros asuntos. Nuestra cita, si algo tenemos que decirnos, será en el palacio Rospoli.

Los dos jóvenes quisieron hacer algunas observaciones, pero verdaderamente no tenían motivos para rehusar una oferta que, por otra parte, les era agradable. Concluyeron por aceptar. El conde de Montecristo permaneció un cuarto de hora con ellos, hablando de todo con una facilidad extremada. Estaba, como ya se habrá podido notar, muy al corriente de la literatura de todos los países.

Una ojeada que arrojó sobre las paredes de su cuarto había probado a Franz y a Alberto que era aficionado a los cuadros. Algunas palabras que pronunció al pasar, les probó que no le eran extrañas las ciencias; sobre todo, parecía haberse ocupado particularmente de la química.

Los dos amigos no tenían la pretensión de devolver al conde el almuerzo que él les había ofrecido. Hubiera sido una necedad ofrecerle, en cambio de su excelente mesa, la comida muy mediana de maese Pastrini. Se lo dijeron francamente y él recibió sus excusas como hombre que apreciaba su delicadeza.

Alberto estaba encantado de los modales del conde, al que, sin su ciencia, hubiera tenido por un caballero. La libertad de disponer enteramente del carruaje le llenaba, sobre todo, de alegría. Tenía ya sus miras acerca de aquellas graciosas aldeanas y como se habían presentado la víspera en un carruaje muy elegante, no le desagradaba aparecer en este punto con igualdad. A la una y media los dos jóvenes bajaron, el cochero y los lacayos habían imaginado poner sus libreas sobre pieles de animales, lo cual les formaba un cuerpo aún más, grotesco que el día anterior, y esto también les valió el que Alberto y Franz les alabasen por aquella invención. Alberto había colocado sentimentalmente su ramillete de violetas ajadas en su ojal. Al primer toque de la campana partieron y se precipitaron a la calle del Corso por la vía Vittoria. A la segunda vuelta, un ramillete de violetas que salió de un grupo de colombinas y que vino a caer sobre el carruaje del conde, indicó a Alberto, que como él y su amigo, las aldeanas de la víspera habían cambiado de traje y que, sea por casualidad, sea por un sentimiento semejante al que le había hecho obrar, mientras que él había vestido elegantemente su traje, ellas, por su parte, habían vestido el suyo.

Alberto se puso el ramillete fresco en el lugar del otro, pero guardó el ajado en su mano, y cuando cruzó de nuevo el carruaje lo llevó amorosamente a sus labios, acción que pareció divertir mucho, no solamente a la que se lo había arrojado, sino a sus locas compañeras. El día fue no menos animado que el anterior; es probable que un profundo observador hubiese reconocido cierto aumento de bullicio y alegría. Un instante vieron al conde en su balcón, pero cuando el carruaje volvió a pasar, había ya desaparecido. Inútil es decir que el flirteo entre Alberto y la colombina de los ramilletes de violetas, duró todo el día. Por la noche, al entrar Franz, encontró una carta de la embajada; le anunciaba que tendría el honor de ser recibido al día siguiente por Su Santidad.

En todos los viajes que antes había hecho a Roma había solicitado y obtenido el mismo favor, y tanto por religión como por reconocimiento, no había querido salir de la capital del mundo cristiano sin rendir su respetuoso homenaje a los pies de uno de los sucesores de San Pedro, que ha dado el raro ejemplo de todas las virtudes. Por consiguiente, este día no había que pensar en el Carnaval, pues a pesar de la bondad con que rodea su grandeza, siempre es con un respeto lleno de profunda emoción como se dispone uno a inclinarse ante ese noble y santo anciano a quien llaman Gregorio XVI.

Al salir del Vaticano, Franz volvió directamente a la fonda, evitando el pasar por la calle del Corso. Llevaba un tesoro de piadosos sentimientos, para los cuales el contacto de los locos goces de la mascarada hubiese sido una profanación. A las cinco y diez minutos Alberto entró. Estaba radiante de alegría; la colombina había vuelto a ponerse su traje de aldeana, y al cruzar con el carruaje de Alberto había levantado su máscara; era encantadora. Franz dio a Alberto la más sincera enhorabuena, y éste la recibió como hombre que la merecía. Había conocido -decía-, por ciertos detalles inimitables de elegancia, que su bella desconocida debía pertenecer a la más alta aristocracia.

Estaba decidido a escribirle al día siguiente. Al recibir estas muestras de confianza, Franz notó que Alberto parecía tener que pedirle alguna cosa, y que, sin embargo, vacilaba en dirigirle esta demanda. Insistió, declarando de antemano que estaba pronto a hacer por su dicha todos los sacrificios que estuviesen en su poder. Alberto se hizo rogar todo el tiempo que exigía una política amistosa, pero, al fin, confesó a Franz que le haría un gran servicio si le dejase para el día siguiente el carruaje a él solo.

Alberto atribuía a la ausencia de su amigo la extremada bondad que había tenido la bella aldeana de levantar su máscara. Fácil es de comprender que Franz no era tan egoísta que detuviese a Alberto en medio de una aventura que prometía a la vez ser tan agradable para su curiosidad y tan lisonjera para su amor propio. Conocía bastante la perfecta indiscreción de su amigo, para estar seguro de que le tendría al corriente de los menores detalles de su aventura, y como después de dos largos años que corría Italia en todos sentidos, jamás había tenido ocasión de meterse en una intriga semejante, por su cuenta, Franz no estaba disgustado de saber cómo pasarían las cosas en semejante caso.

Prometió, pues, a Alberto que se contentaría al día siguiente con mirar el espectáculo desde los balcones del palacio Rospoli. Efectivamente, al día siguiente vio pasar y volver a pasar a Alberto. Llevaba un enorme ramillete al que sin duda había encargado fuese portador de su epístola amorosa. Esta probabilidad se cambió en certidumbre, cuando Franz vio el mismo ramillete, notable por un círculo de camelias blancas, entre las manos de una encantadora colombina, vestida de satén color de rosa. Así, pues, aquella noche no era alegría, era delirio.

Alberto no dudaba de que su bella desconocida le correspondiese del mismo modo. Franz le ayudó en sus deseos, diciéndole que todo aquel ruido le fatigaba, y que estaba decidido a emplear el día siguiente en revisar su álbum y en tomar algunas notas. Por otra parte, Alberto no se había engañado en sus previsiones; al día siguiente, por la noche, Franz le vio entrar dando saltos en su cuarto y ostentando triunfalmente en una mano un pedazo de papel que sostenía por una de sus esquinas.

-¡Y bien! -dijo- ¿Me había engañado?

-¡Ha respondido! -exclamó Franz.

-Leed.

Esta palabra fue pronunciada con una entonación imposible de describir.

Franz tomó el billete y leyó:

El martes por la noche, a las siete, bajad de vuestro carruaje, enfrente de la vía Pontefici, y seguid a la aldeana romana que os arranque vuestro moccoletto. Cuando lleguéis al primer escalón de la iglesia de San Giacomo, procurad, para que pueda reconoceros, atar una cinta de color de rosa en el hombro de vuestro traje de payaso. Hasta entonces no me volveréis a ver. Constancia y discreción.

-¡Y bien! -dijo a Franz cuando éste hubo terminado la lectura-, ¿qué pensáis de esto, mi querido amigo?

-Pienso -respondió Franz- que la cosa toma el aspecto de una aventura muy agradable.

-Esa es también mi opinión -dijo Alberto-, y tengo miedo de que vayáis solo al baile del duque de Bracciano.

Franz y Alberto habían recibido por la mañana, cada uno, una invitación del célebre banquero romano.

-Cuidado, mi querido Alberto -dijo Franz-, toda la aristocracia irá a casa del duque, y si vuestra bella desconocida es verdaderamente aristocrática, no podrá dejar de ir.

-Que vaya o no, sostengo mi opinión acerca de ella -continuó Alberto-. Habéis leído el billete, ya sabéis la poca educación que reciben en Italia las mujeres del Mexxo sito (así llaman a la clase media), pues bien, volved a leer este billete, examinad la letra y buscadme una falta de idioma o de ortografía.

En efecto, la letra era preciosa y la ortografía purísima.

-Estáis predestinado -dijo Franz a Alberto, devolviéndole por segunda vez el billete.

-Reíd cuanto queráis, burlaos -respondió Alberto-, estoy enamorado.

-¡Oh! ¡Dios mío! Me espantáis -exclamó Franz-, y veo que no solamente iré solo al baile del duque de Bracciano, sino que podré volver solo a Florencia.

-El caso es que si mi desconocida es tan amable como bella, os declaro que me quedo en Roma por seis semanas como mínimo. Adoro a Roma, y por otra parte, siempre he tenido afición a la arqueología.

-Vamos, un encuentro o dos como ése, y no desespero de veros miembro de la Academia dE las Inscripciones y de las Bellas Letras.

Sin duda Alberto iba a discutir seriamente sus derechos al sillón académico, pero vinieron a anunciar a los dos amigos que estaban servidos. Ahora bien, el amor en Alberto no era contrario al apetito. Se apresuró, pues, así como su amigo, a sentarse a la mesa, prometiendo proseguir la discusión después de comer. Pero luego anunciaron al conde de Montecristo.

Hacía dos días que los jóvenes no le habían visto. Un asunto, había dicho Pastrini, le llamó a Civitavecchia. Había partido la víspera por la noche y había regresado sólo hacía una hora. El conde estuvo amabilísimo, sea que se abstuviese, sea que la ocasiÓn no despertase en él las fibras acrimoniosas que ciertas circunstancias habían hecho resonar dos o tres veces en sus amargas palabras, estuvo casi como todo el mundo. Este hombre era para Franz un verdadero enigma. El conde no podía ya dudar de que el joven viajero le hubiese reconocido y, sin embargo, ni una sola palabra desde su nuevo encuentro parecía indicar que se acordase de haberle visto en otro punto. Por su parte, por mucho que Franz deseara hacer alusión a su primera entrevista, el temor de ser desagradable a un hombre que le había colmado, tanto a él como a su amigo, de bondades, le detenía.

El conde sabía que los dos amigos habían querido tomar un palco en el teatro Argentino, y que les habían respondido que todo estaba ocupado; de consiguiente, les llevaba la llave del suyo; a lo menos éste era el motivo aparente de su visita. Franz y Alberto opusieron algunas dificultades, alegando el temor de que él se privase de asistir. Pero el conde les respondió que como iba aquella noche al teatro Vallé, su palco del teatro Argentino quedaría desocupado si ellos no lo aprovechaban. Esta razón determinó a los dos amigos a aceptar. Franz se había acostumbrado poco a poco a aquella palidez del conde, que tanto le admirara la primera vez que le vio. No podía menos de hacer justicia a la belleza de aquella cabeza severa, de la cual aquella palidez era el único defecto o tal vez la principal cualidad.

Verdadero héroe de Byron, Franz no podía, no diremos verle, ni aun pensar en él, sin que se presentase aquel rostro sobre los hombros de Manfredo, o bajo la toga de Lara. Tenía esa arruga en la frente que indica la incesante presencia de algún amargo pensamiento; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de las almas; tenía ese labio altanero y burlón que da a las palabras que salen por él un carácter singular que hacen se graben profundamente en la memoria de los que las escuchan.

El conde no era joven. Tendría por lo menos cuarenta años y parecía haber sido formado para ejercer siempre cierto dominio sobre los jóvenes con quienes se reuniese. La verdad es que, por semejanza con los héroes fantásticos del poeta inglés, el conde parecía tener el don de la fascinación. Alberto no cesaba de hablar de lo afortunados que habían sido él y Franz en encontrar a semejante hombre. Franz era menos entusiasta; no obstante, sufría la influencia que ejerce todo hombre superior sobre el espíritu de los que le rodean. Pensaba en aquel proyecto, que había manifestado varias veces el conde, de ir a París, y no dudaba que con su carácter excéntrico, su rostro caracterizado y su fortuna colosal, el conde produjese gran efecto. Sin embargo, no tenía deseos de hallarse en París cuando él fuese.

La noche pasó como pasan las noches, por lo regular, en el teatro de Italia, no en escuchar a los cantantes, sino en hacer visitas o hablar. La condesa G... quería hacer girar la conversación acerca del conde, pero Franz le anunció que tenía que revelarle un acontecimiento muy notable, y a pesar de las demostraciones de falsa modestia a que se entregó Alberto, contó a la condesa el gran acontecimiento que hacía tres días formaba el objeto de la preocupación de los dos amigos.

Dado que estas intrigas no son raras en Italia, a lo menos, si se ha de creer a los viajeros, la condesa lo creyó y felicitó a Alberto por el principio de una aventura que prometía terminar de modo tan satisfactorio. Se separaron prometiéndose encontrarse en el baile del duque de Bracciano, al cual Roma entera estaba invitada. Pero llegó el martes, el último y el más ruidoso de los días de Carnaval.

El martes los teatros se abren a las diez de la mañana, porque pasadas las ocho de la noche entra la Cuaresma. El martes todos los que por falta de tiempo, de dinero o de entusiasmo no han tomado aún parte en las fiestas precedentes, se mezclan en la bacanal, se dejan arrastrar por la orgía y unen su parte de ruido y de movimiento al movimiento y al ruido general. Desde las dos hasta las cinco, Franz y Alberto siguieron la fila, cambiando puñados de dulces con los carruajes de la fila opuesta y los que iban a pie, que circulaban entre los caballos y las carrozas, sin que sucediese en medio de esta espantosa mezcla un solo accidente, una sola disputa, un solo reto. Los italianos son el pueblo por excelencia, y en este aspecto las fiestas son para ellos verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia, por espacio de cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno solo de esos acontecimientos que sirven siempre de corolario a los nuestros.

Alberto triunfaba con su traje de payaso. Tenía sobre el hombro un lazo, de cinta de color de rosa, cuyas puntas le colgaban bastante, para que no le confundieran con Franz. Este había conservado su traje de aldeano romano. Mientras más avanzaba el día, mayor se hacía el tumulto. No había en todas las calles, en todos los carruajes, en todos los balcones, una sola boca que estuviese muda, un brazo que estuviera quieto, era verdaderamente una tempestad humana compuesta de un trueno de gritos, y de una granizada de grageas, de ramilletes, de huevos, de naranjas y de flores.

A las tres, el ruido de las cajas sonando a la vez en la plaza del Popolo, y en el palacio de Venecia, atravesando aquel horrible tumulto, anunció que iban a comenzar las carreras. Las carreras, cómo los moccoli, son unos episodios particulares de los últimos días de Carnaval. Al ruido de aquellas cajas, los carruajes rompieron al instante las filas y se refugiaron en la calle transversal más cercana. Todas estas evoluciones se hacen, por otra parte, con una habilidad inconcebible y una rapidez maravillosa, y esto sin que la policía se ocupe de señalar a cada uno su puesto, o de trazar a cada uno su camino. Las gentes que iban a pie se refugiaron en los portales o se arrimaron a las paredes, y al punto se oyó un gran ruido de caballos y de sables.

Un escuadrón de carabineros a quince de frente, recorría al galope y en todo su ancho la calle del Corso, la cual barría para dejar sitio a los barberi. Cuando el escuadrón llegó al palacio de Venecia, el estrépito de nuevos disparos de cohetes anunció que la calle había quedado expedita.

Casi al mismo tiempo, en medio de un clamor inmenso, universal, inexplicable, pasaron como sombras siete u ocho caballos excitados por los gritos de trescientas mil personas y por las bolas de hierro que les saltan sobre la espalda. Unos instantes más tarde, el cañón del castillo de San Angelo disparó tres cañonazos, para anunciar que el número tres había sido el vencedor.

Inmediatamente, sin otra señal que ésta, los carruajes se volvieron a poner en movimiento, llenando de nuevo el Corso, desembocando por todas las bocacalles como torrentes contenidos do instante, y que se lanzan juntos hacia el río que alimentan, y la ola inmensa de cabezas volvió a proseguir más rápida que antes su carrera entre los dos ríos de granito. Pero un nuevo elemento de ruido y de animación se había mezclado aún a esta multitud, porque acababan de entrar en la escena los vendedores de moccoli.

Los moccoli o moccoletti son bujías que varían de grueso, desde el cirio pascual hasta el cabo de la vela, y que recuerdan a los actores de esta gran escena que pone fin al Carnaval romano, suscitando dos preocupaciones opuestas, cuales son, primero la de conservar encendido su moccoletto, y después la de apagar el moccoletto de los demás. Con el moccoletto sucede lo que con la vida. Es verdad que el hombre no ha encontrado hasta ahora más que un medio de transmitirla y este medio se lo ha dado Dios, pero, en cambio ha descubierto mil medios para quitarla, aunque también es verdad que para tal operación el diablo le ha ayudado un poco.

El moccoletto se enciende acercándolo a una luz cualquiera. Pero ¿quién será capaz de describir los mil medios que para apagarlo se han inventado? ¿Quién podría describir los fuelles monstruos, los estornudos de prueba, los apagadores gigantescos, los abanicos sobrehumanos que se ponen en práctica? Cada cual se apresuró a comprar y encender moccoletto y lo propio hicieron Franz y Alberto.

La noche se acercaba rápidamente, y ya al grito de ¡Moccoli! repetido por las estridentes voces de un millar de industriales, dos o tres estrellas empezaron a brillar encima de la turba. Esto fue lo suficiente para que antes de que transcurrieran diez minutos, cincuenta mil luces brillasen descendiendo del palacio de Venecia a la plaza del Popolo y volviendo a subir de la plaza del Popolo al palacio de Venecia. Hubiérase dicho que aquella era una fiesta de fuegos fatuos, y tan sólo viéndolo es como uno se puede formar una idea de aquel maravilloso espectáculo.

Imaginemos que todas las estrellas se destacan del cielo y vienen a mezclarse en la tierra a un baile insensato. Todo acompañado de gritos, cual nunca oídos humanos han percibido sobre el resto de la superficie del globo.

En este momento sobre todo, es cuando desaparecen las diferencias sociales. El facchino se une al príncipe, el príncipe al transteverino, el transteverino al hombre de la clase media, cada cual soplando, apagando, encendiendo. Si el viejo Eolo apareciese en este momento sería proclamado rey de los moccoli, y Aquilón, heredero presunto de la corona.

Esta escena loca y bulliciosa suele durar unas dos horas; la calle del Corso estaba iluminada como si fuese de día; distinguíanse las facciones de los espectadores hasta el tercero o cuarto piso. De cinco en cinco minutos Alberto sacaba su reloj; al fin éste señaló las siete. Los dos amigos se hallaban justamente a la altura de la Vía Pontifici; Alberto saltó del carruaje con su moccoletto en la mano.

Dos o tres máscaras quisieron acercarse a él para arrancárselo o apagárselo, pero, a fuer de hábil luchador, Alberto las envió a rodar una tras otra a diez pasos de distancia y prosiguió su camino hacia la iglesia de San Giacomo. Las gradas estaban atestadas de curiosos y de máscaras que luchaban sobre quién se arrancaría de las manos la luz. Franz seguía con los ojos a Alberto, y le vio poner el pie sobre el primer escalón. Casi al mismo tiempo, una máscara con el traje bien conocido de la aldeana del ramillete, extendiendo el brazo, y sin que esta vez hiciese él ninguna resistencia, le arrancó el moccoletto.

Franz se encontraba muy lejos para escuchar las palabras que cambiaron, pero sin duda nada tuvieron de hostil, porque vio alejarse a Alberto y a la aldeana cogidos amigablemente del brazo. Por espacio de algún tiempo los siguió con la vista en medio de la multitud, pero en la Vía Macello los perdió de vista.

De pronto, el sonido de la campana que da la señal de la conclusión del Carnaval sonó, y al mismo instante todos los moccoli se apagaron como por encanto.

Habríase dicho que un solo a inmenso soplo de viento los había aníquilado. Franz se encontró en la oscuridad más profunda.

Con el mismo toque de campana cesaron los gritos, como si el poderoso soplo que había apagado las luces hubiese apagado también el bullicio, y ya nada más se oyó que el ruido de las carrozas que conducían a las máscaras a su casa, ya nada más se vio que las escasas luces que brillaban detrás de los balcones. El Carnaval había terminado.

Capítulo Décimo quinto

Las catacumbas de San Sebastián

Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan impresionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tristeza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el soplo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumergidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delante de la fonda de Londres.

La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.

La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.

Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pidió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrieron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.

La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.

Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomendación para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.

-¿Entonces no habrá vuelto? -preguntó el duque.

-Hasta ahora le he estado aguardando -respondió Franz.

-¿Y sabéis dónde iba?

-No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.

-¡Diablo! -dijo el duque-. Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?

Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G..., que acababa de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Torlonia, hermano del duque.

-Creo, por el contrario, que es una noche encantadora -respondió la condesa-, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.

-Pero -replicó el duque, sonriendo-, yo no hablo de las personas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.

-¡Oh! -preguntó la condesa-. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?

-Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche -dijo Franz-, y a quien no he visto después.

-¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?

-Ni lo sospecho.

-¿Y tiene armas?

-¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?

-No deberíais haberle dejado ir -dijo el duque a Franz-, vos que conocéis mejor a Roma.

-Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado detener al número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera -respondió Franz-; además, ¿qué queréis que le ocurra?

-¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.

Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.

-También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pasar la noche en vuestra casa, señor duque -dijo Franz-, y deben venir a anunciarme su vuelta.

-Mirad -dijo el duque-, creo que alli viene buscándoos uno de mis criados.

El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.

-Excelencia -dijo-, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.

-¡Con una carta del vizconde! -exclamó Franz.

-Sí.

-¿Y quién es ese hombre?

-No lo sé.

-¿Por qué no ha venido a traerla aquí?

-El mensajero no ha dado ninguna explicación.

-¿Y dónde está el mensajero?

-En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.

-¡Oh, Dios mío! -dijo la condesa a Franz--. Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.

-Voy volando -dijo Franz.

-¿Os volveremos a ver para saber de él? -preguntó la condesa.

-Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.

-En todo caso, prudencia -dijo la condesa.

-Descuidad.

Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le dirigió la palabra.

-¿Qué me queréis, excelencia? -dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.

-¿No sois vos -preguntó Franz- quien me trae una carta del vizconde de Morcef?

-¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?

-Sí.

-¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?

-Sí.

-¿Cómo se llama vuestra excelencia?

-El barón Franz d'Epinay.

-Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.

-¿Exige respuesta? -preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.

-Sí; al menos, vuestro amigo la espera.

-Subid a mi habitación; allí os la daré.

-Prefiero esperar aquí -dijo riéndose el mensajero.

-¿Por qué?

-Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.

-¿Entonces os encontraré aquí mismo?

-Sin duda alguna.

Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.

-¡Y bien! -le preguntó.

-Y bien, ¿qué? -le respondió Franz.

-¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro amigo? -le preguntó a Franz.

-Sí; le vi -respondió éste-, y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.

El posadero transmitió esta orden a un criado.

El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva estaba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su contenido.

He aquí lo que decía:

Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, tened la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanza. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.
P. D. I believe now to be Italian banditti.
Vuestro amigo,
Alberto de Morcef

Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, estas palabras italianas:

Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
Luigi Vampa

Esta segunda firma fue para Franz sumamente elocuente, y entonces comprendió la repugnancia del mensajero en subir a su cuarto. La calle le parecía más segura. Alberto había caído en manos del famoso jefe de bandidos cuya existencia tan fabulosa le había parecido.

No había tiempo que perder. Corrió al escritorio, lo abrió, halló en el cajón indicado la consabida cartera, y en ella la carta de crédito que era de valor de seis mil piastras, pero a cuenta de la cual Alberto había ya tornado y gastado la mitad, es decir, tres mil. Por lo que a Franz se refiere, no tenía ninguna letra de crédito. Como vivía en Florencia y había venido a Roma para pasar en ella siete a ocho días solamente, había tornado unos cien luises, y de esos cien luises le quedaban cincuenta a lo sumo. Necesitaba, de consiguiente, siete a ochocientas piastras para que entre los dos pudiesen reunir la suma pedida. Es verdad que Franz podía montar en un caso semejante con la bondad del señor Torlonia. Así, pues, se disponía a volver al palacio Bracciano sin perder un instante, cuando de súbito una idea cruzó por su imaginación.

Pensó en el conde de Montecristo.

Franz iba a dar la orden de que avisasen a maese Pastrini, cuando éste en persona se presentó a la puerta.

-Querido señor Pastrini -le dijo ansiosamente-, ¿creéis que el conde esté en su cuarto?

-Sí, excelencia, acaba de entrar.

-¿Habrá tenido tiempo de acostarse?

-Lo dudo.

-Llamad entonces a su puerta, y pedidle en mi nombre permiso para presentarme en su habitación.

Maese Pastrini se apresuró a seguir las instrucciones que le daban. Cinco minutos después estaba de vuelta.

-El conde está esperando a vuestra excelencia -dijo.

Franz atravesó el corredor, y un criado le introdujo en la habitación del conde. Hallábase en un pequeño gabinete que Franz no había visto aún, y que estaba rodeado de divanes. El mismo conde le salió al encuentro.

-¡Oh! ¿A qué debo el honor de esta visita? -le preguntó-. ¿Vendríais a cenar conmigo? Si así fuera, me complacería en extremo vuestra franqueza.

-No; vengo a hablaros de un grave asunto.

-¡De un asunto! -dijo el conde mirando a Franz con la fijeza y atención que le eran habituales-. ¿Y de qué asunto?

-¿Estamos solos?

El conde se dirigió a la puerta y volvió.

-Completamente -dijo.

Franz le mostró la carta de Alberto.

-Leed -le dijo.

El conde leyó la carta.

-¡Ya, ya! -exclamó cuando hubo terminado la lectura.

-¿Habéis leído la posdata?

-Sí, la he leído también.

Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
Luigi Vampa

-¿Qué decís a esto? -preguntó Franz.

-¿Tenéis la suma que os pide?

-Sí; menos ochocientas piastras.

El conde se dirigió a su gaveta, la abrió, y tiró de un cajón lleno de oro que se abrió por medio de un resorte.

-Espero -dijo a Franz-, que no me haréis la injuria de dirigiros a otro que a mí.

-Bien veis -dijo éste- que a vos me he dirigido primero que a otro.

-Lo que os agradezco mucho. Tomad.

E hizo señas a Franz de que tomase del cajón cuanto necesitase.

-¿Es necesario enviar esta suma a Luigi Vampa? -preguntó el joven, mirando a su vez fijamente al conde.

-¿Que si es preciso? Juzgadlo vos mismo por la postdata, que ni puede ser más concisa ni más terminante.

-Creo que vos podríais hallar algún medio que simplificase mucho el negocio -dijo Franz.

-¿Y cuál? -preguntó el conde, asombrado.

-Por ejemplo, si fuésemos a ver a Luigi Vampa juntos, estoy persuadido de que no os rehusaría la libertad de Alberto.

-¿A mí? ¿Y qué influencia queréis que tenga yo sobre ese bandido?

-¿No acabáis de hacerle uno de esos servicios que jamás pueden olvidarse?

-¿Cuál?

-¿No acabáis de salvar la vida a Pepino?

-¡Ah, ah! -dijo el conde-. ¿Quién os ha dicho eso?

-¿Qué importa, si lo sé?

El conde permaneció un instante silencioso y con las cejas fruncidas.

-Y si yo fuese a ver a Vampa, ¿me acompañaríais?

-Si no os fuese desagradable mi compañía, ¿por qué no?

-Pues bien; vámonos al instante. El tiempo es hermoso, y un paseo por el campo de Roma no puede menos de aprovecharnos.

-¿Llevaremos armas?

-¿Para qué?

-¿Dinero?

-Es en vano. ¿Dónde está el hombre que os ha traído este billete?

-En la calle.

-¿En la calle?

-Sí.

-Voy a llamarle, porque preciso será que averigüemos hacia dónde hemos de dirigirnos.

-Podéis ahorraros este trabajo, pues por más que se lo dije, no ha querido subir.

-Si yo le llamo, veréis como no opone dificultad.

El conde se asomó a la ventana del gabinete que caía a la calle, y emitió cierto silbido peculiar. El hombre de la capa se separó de la pared y se plantó en medio de la calle.

Salite! -dijo el conde con el mismo tono que si hubiera dado una orden a su criado.

El mensajero obedeció sin vacilar, más bien con prisa, y subiendo la escalera, entró en la fonda; cinco minutos después estaba a la puerta del gabinete.

-¡Ah! ¿Eres tú, Pepino? -dijo el conde.

Pero Pepino, en lugar de responder, se postró de hinojos, cogió una mano del conde y la aplicó a sus labios repetidas veces.

-¡Ah, ah! -dijo el conde-, ¡aún no has olvidado que te he salvado la vida! Eso es extraño, porque hace ya ocho días.

-No, excelencia, y no lo olvidaré en toda mi vida -respondió Pepino, con el acento de un profundo reconocimiento.

-¡Nunca! Eso es mucho decir, pero en fin, bueno es que así lo creas. Levántate y responde.

Pepino dirigió a Franz una mirada inquieta.

-¡Oh!, puedes hablar delante de su excelencia -dijo-, es uno de mis amigos. ¿Permitís que os dé este título? -dijo en francés el conde, volviéndose hacia Franz-, es necesario, para excitar la confianza de este hombre.

-Podéis hablar delante de mí -exclamó Franz, dirigiéndose al mensajero-, soy un amigo del conde.

-Enhorabuena -dijo Pepino volviéndose a su vez hacia el conde-; interrógueme su excelencia, que yo responderé.

-¿Cómo fue a parar el conde Alberto a manos de Luigi?

-Excelencia, el carruaje del francés se ha encontrado muchas veces con aquel en que iba Teresa.

-¿La querida del jefe?

-Sí, excelencia. El francés la empezó a mirar y a hacer señas; Teresa se divertía en dar a entender que no le disgustaban, el francés le arrojó unos ramilletes y ella hizo otro tanto, pero todo con el consentimiento del jefe, que iba en el coche.

-¡Cómo! -exclamó Franz-. ¿Luigi Vampa iba en el mismo carruaje de las aldeanas romanas?

-Era el que le conducía disfrazado de cochero -respondió Pepino.

-¿Y después? -preguntó el conde.

-Luego el francés se quitó la máscara. Teresa, siempre con consentimiento del jefe, hizo otro tanto, el francés pidió una cita, Teresa concedió la cita pedida, pero en lugar de Teresa, fue Beppo quien estuvo en las gradas de San Giacomo.

-¡Cómo! -interrumpió Franz-, ¿aquella aldeana que le arrancó el moccoletto...?

-Era un muchacho de quince años -respondió Pepino-, pero no debe de ningún modo avergonzarse el amigo de su excelencia de haber caído en el lazo, porque no es el primero a quien Beppo ha echado el guante de esté modo.

-¿Y qué hizo Beppo? ¿Le condujo fuera de la ciudad? -preguntó el conde.

-Exactamente. Un carruaje esperaba al extremo de la Vía Macello. Beppo subió invitando al francés a que subiera también, el cual no aguardó a que se lo repitiera. Beppo le anunció que iba a conducirle a una población que estaba a una legua de Roma, y el francés dijo que estaba a punto de seguirle al fin del mundo. El cochero dirigióse en seguida a la calle de Ripetta, llegó a la puerta de San Pablo, y a unos doscientos pasos de la misma, estando ya en el campo, como el francés redoblase sus instancias amorosas, siempre persuadido de que iba junto a una mujer, Beppo se levantó y le puso en el pecho los cañones de dos pistolas. Al punto el cochero detuvo los caballos, se volvió sobre su asiento e hizo otro tanto. Al propio tiempo, cuatro de los nuestros que estaban ocultos en las orillas del Almo se lanzaron a las portezuelas. El francés tenía, por lo que se vio, bastantes deseos de defenderse, y aun estranguló un poquillo a Beppo, según he oído decir, pero nada podía contra cinco hombres completamente armados, y no tuvo por consiguiente más remedio que rendirse. Le hicieron bajar del carruaje, siguieron la orilla del río y le condujeron ante Teresa y Luigi, que le esperaban en las catacumbas de San Sebastián.

-¿Qué tal -dijo el conde dirigiéndose a Franz-. ¿Qué os parece de esta historia?

-Que la encontraría muy chistosa -contestó-, si no fuese el pobre Alberto su protagonista.

-El caso es -dijo el conde- que si no llegáis a encontrarme en casa, hubiera sido una aventura que hubiese costado bastante cara a vuestro amigo, pero tranquilizaos, tan sólo le costará el susto.

-¿Conque vamos en su busca en seguida? -preguntó Franz.

-Sí por cierto, y tanto más cuanto que se halla en un lugar no muy pintoresco. ¿Habéis visitado alguna vez las catacumbas de San Sebastián?

-No; jamás he descendido a ellas, pero me había propuesto hacerlo algún día.

-Pues he aquí que se os presenta una buena ocasión, ocasión la más oportuna que desearse pueda.

-¿Tenéis a punto vuestro coche?

-No; pero poco importa, porque es mi costumbre el tener siempre uno prevenido y enganchado noche y día.

-¿Enganchado?

-Sí; soy muy caprichoso, preciso es confesarlo; muchas veces al levantarme, al acabar de comer, a medianoche, me ocurre marchar a un punto cualquiera, y parto en seguida.

El conde tiró de la campanilla y se presentó su ayuda de cámara.

-Que saquen el coche y sacad las pistolas de las bolsas. En cuanto al cochero, es inútil que se le despierte, porque Alí lo conducirá.

Al cabo de un instante oyóse el ruido del carruaje, que se detuvo delante de la puerta. El conde sacó su reloj.

-Las doce y media -dijo-; hubiéramos tenido tiempo hasta las cinco de la mañana para marchar, aún habríamos llegado a tiempo, pero tal vez esta demora hubiese hecho pasar una mala noche a vuestro compañero. Vale más que vayamos en seguida a arrancarle del poder de los infieles. ¿Estáis aún decidido a acompañarme?

-Más que nunca.

-Venid, pues.

Franz y el conde salieron, seguidos de Pepino. A la puerta encontraron el carruaje. Alí estaba ya en el pescante y Franz reconoció en él al esclavo mudo de la gruta de Montecristo. Franz y el conde montaron en el carruaje, Pepino fue a sentarse al lado de Alí, y los caballos arrancaron a escape. Seguramente había recibido instrucciones de antemano, puesto que se dirigió a la calle del Corso, atravesó el campo Vacciano, subió por la Vía de San Gregorio y llegó a la Puerta de San Sebastián. Al llegar a ella el conserje quiso oponer dificultades, mas el conde de Montecristo le presentó un permiso del gobernador de Roma para entrar y salir de la ciudad a cualquier hora, así de día como de noche. Abrióse, pues, el rastrillo, recibió el conserje un luis por este trabajo, y pasaron.

El camino que siguió el coche fue la antigua Vía Appia, que ostenta una pared de tumbas a uno y otro lado. De trecho en trecho, a la luz de la luna que comenzaba a salir, parecíale a Franz ver un centinela destacarse de las ruinas, mas al punto, a una señal de Pepino, volvía a ocultarse en la sombra y desaparecía. Un poco antes de llegar al circo de Caracalla, el carruaje se paró. Pepino fue a abrir la portezuela, y el conde y Franz se apearon.

-Dentro de diez minutos -dijo el conde a su compañero- habremos llegado al término de nuestro viaje.

Llamó a Pepino aparte, le dio una orden en voz baja, y Pepino se marchó después de haberse provisto de una antorcha que sacó del cajón del coche. Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales Franz vio al pastor entrar por un estrecho y tortuoso sendero practicado en el movedizo terreno que forma el piso de la llanura de Roma, desapareciendo tras los gigantescos arbustos rojizos, que parecen las erizadas melenas de algún enorme león.

-Ahora -dijo el conde-, sigámosle.

Franz y el conde avanzaron a su vez por el mismo sendero, el que, a unos cien pasos, declinando notablemente el terreno, les condujo al fondo de un pequeño valle, en el que divisaron dos hombres platicando a la sombra de los arbustos.

-¿Hemos de seguir avanzando -preguntó Franz al conde- o será preciso esperar?

-Avancemos, porque Pepino debe haber comunicado al centinela nuestra llegada.

En efecto, uno de aquellos dos hombres era Pepino, el otro un bandido que estaba de centinela. Franz y el conde se le acercaron, y el bandido les saludó.

-Excelencia -dijo Pepino dirigiéndose al conde-, si queréis seguirme, la entrada que conduce a las catacumbas está a dos pasos de aquí.

-No tengo inconveniente -contestó el conde-, marcha delante.

En efecto, detrás de un espeso matorral y en medio de unas rocas veíase una abertura por la que apenas podía pasar un hombre.

Pepino se deslizó el primero por aquella hendidura, mas apenas se internó algunos pasos, el subterráneo fue ensanchándose. Entonces se detuvo, encendió su antorcha y volvió el rostro para ver si le seguían.

El conde fue el primero que se introdujo por aquella especie de lumbrera y Franz siguió tras él. El terreno se inclinaba en una pendiente suave, y a medida que se iba uno internando, mayores dimensiones presentaba aquel conducto subterráneo, mas Franz y el conde se veían aún precisados a caminar agachados y en manera alguna podían avanzar dos personas a la vez. Anduvieron así trabajosamente como unos cincuenta pasos, cuando se vieron detenidos por un ¡quién vive!, viendo al mismo instante brillar en medio de la oscuridad sobre el cañón de una carabina el reflejo de su propia antorcha.

-¡Amigos! -dijo Pepino.

Y adelantándose solo, dijo en voz baja algunas palabras a este segundo centinela, quien, como el primero, saludó a los nocturnos visitantes, dando a entender con un gesto que podían continuar su camino. El centinela guardaba la entrada de una escalera, que contendría unas veinte gradas, por las que bajaron el conde y Franz, hallándose en una especie de encrucijada de edificios mortuorios. Cinco caminos diferentes salían divergentes de aquel punto como los rayos de una estrella, y las paredes que los limitaban, llenas de nichos sobrepuestos y que guardaban la forma del ataúd, indicaban que habían por fin entrado en las catacumbas. En una de aquellas cavidades cuya extensión era imposible apreciar, divisábase una luz, o por lo menos sus reflejos. El conde golpeó amigablemente con una mano el hombro de Franz.

-¿Queréis ver un campamento de bandidos? -le dijo.

-Con muchísimo gusto -contestó Franz.

-Pues bien, venid conmigo... ¡Pepino, apaga la antorcha!

Pepino obedeció y Franz y el conde se hallaron sumidos en la más profunda oscuridad; tan sólo a unos cincuenta pasos de distancia continuaban reflejándose en las paredes algunos destellos rojizos, que se habían hecho más visibles cuando Pepino hubo apagado la antorcha. Avanzaron, pues, silenciosamente, guiando el conde a Franz como si hubiese tenido la singular facultad de distinguir los objetos a través de las tinieblas. Al fin, Franz empezaba a distinguir con mayor claridad los lugares por los que pasaba, a medida que se aproximaban a los reflejos que les servían de orientación.

Tres arcos, de los cuales el del centro servía de puerta de entrada, les daban paso. Estos arcos daban por un lado al corredor en que estaba Franz y el conde, y por el otro a un grande espacio cuadrado, enteramente cuajadas sus paredes de nichos semejantes a los de que ya hemos hablado. En medio de este aposento se elevaban cuatro piedras que probablemente en otro tiempo sirvieron de altar, como lo indicaba la cruz en que terminaban. Una sola lámpara colocada sobre el pedestal de una columna iluminaba con su pálida y vacilante luz la extraña escena que se ofreció a la vista de los dos visitantes ocultos en la sombra.

Un hombre estaba sentado, apoyando el codo en dicha columna, leyendo, vuelto de espaldas a los arcos, por cuya abertura le observaban los recién llegados. Este era el jefe de la banda, Luigi Vampa. A su alrededor, agrupados a su capricho, envueltos en sus capas o tendidos sobre una especie de banco de piedra que circuía todo aquel Columbarium, se distinguían una veintena de bandidos, todos con las armas junto a sí. En el fondo, silencioso, apenas visible, y semejante a una sombra, paseábase un centinela por delante de una especie de agujero que apenas se distinguía, porque parecían ser en aquel punto las tinieblas mucho más densas.

Cuando el conde creyó que Franz había contemplado bastante este pintoresco cuadro, aplicó el dedo sobre sus labios para recomendarle silencio, y subiendo los tres escalones que mediaban entre el corredor y el Columbarium, entró en la sala por el arco del centro, dirigiéndose a Vampa, el cual estaba tan embebido en su lectura que ni tan siquiera oyó el ruido de sus pasos.

-¿Quién vive? -gritó el centinela, menos preocupado, y que distinguió a la luz de la lámpara una especie de sombra que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba por detrás a su jefe.

A este grito, Vampa se levantó con prontitud, sacando al propio tiempo una pistola que llevaba en su cinturón. En un abrir y cerrar de ojos todos los bandidos estuvieron en pie, y veinte bocas de carabinas apuntaron al conde.

-¿Qué es eso? -dijo tranquilamente éste, con voz enteramente segura y sin que se contrajese un solo músculo de su rostro-. ¿Qué es eso, mi querido Vampa? ¡Creo que movéis mucho estrépito para recibir a un amigo!

-¡Abajo las armas! -gritó el jefe, haciendo con la mano un ademán imperativo, mientras que con la otra se quitaba respetuosamente el sombrero, y luego, dirigiéndose al singular personaje que dominaba en esta escena-: Perdonad, señor conde -le dijo-, pero estaba tan lejos de esperar el honor de vuestra visita que no os había reconocido.

-Creo, Vampa, que sois falto de memoria en muchas cosas -dijo el conde-, y que no tan sólo olvidáis las facciones de ciertos sujetos, sino también los pactos que median entre vos y ellos.

-¿Y qué pactos he olvidado, señor conde? -preguntó el bandido con un tono que demostraba estar dispuesto a reparar el error, caso de haberlo cometido.

-¿No habíamos convenido -dijo el conde-, en que no tan sólo mi persona, sino también las de mis amigos, os serían sagradas?

-¿Y en qué he faltado a tales pactos, excelencia?

-Habéis hecho prisionero esta noche y transportado aquí al vizconde Alberto de Morcef -añadió el conde con un timbre tal de voz que hizo estremecer a Franz-, que es uno de mis amigos, vive en la misma fonda que yo, ha paseado el Corso los ocho días de Carnaval en mi propio coche y, sin embargo, os lo repito, le habéis hecho prisionero, le habéis transportado aquí y -añadió el conde sacando una carta de su bolsillo- le habéis puesto el precio como si fuese una persona cualquiera.

-¿Por qué no me informasteis de todas estas circunstancias, vosotros? -dijo el jefe dirigiéndose hacia aquellos hombres, que retrocedían ante su mirada-. ¿Por qué me habéis expuesto de este modo a faltar a mi palabra con un sujeto como el señor conde, que tiene nuestra vida en sus manos? ¡Por la sangre de Cristo! Si llegase a sospechar que alguno de vosotros sabía que el joven era amigo de su excelencia, yo mismo le levantaría la tapa de los sesos.

-¿Lo veis? -dijo el conde dirigiéndose a Franz-. ¿No os había dicho yo que en esto había alguna equivocación?

-¿Qué, no venís solo? -preguntó Vampa con inquietud.

-He venido con la persona a quien iba dirigida esta carta, y a quien he querido probar que Luigi Vampa es un hombre que sabe guardar su palabra. Aproximaos, excelencia -dijo a Franz-, aquí tenéis a Luigi Vampa, que va a deciros lo contrariado que le tiene el error que ha cometido.

Franz se acercó, el jefe se adelantó unos pasos.

-Sed bien venido entre nosotros, excelencia -le dijo-; ya habéis oído lo que acaba de decir el señor conde y lo que yo he respondido. Ahora os añadiré que desearía, aunque me costara las cuatro mil piastras en que había fijado el rescate de vuestro amigo, que no hubiese acontecido semejante suceso.

-Pero -dijo Franz, mirando con inquietud a su alrededor-, no veo al prisionero... ¿Dónde está?

-Supongo que no le habrá sobrevenido alguna desgracia -preguntó el conde frunciendo las cejas casi imperceptiblemente.

-El prisionero está allí -dijo Vampa señalando con la mano el agujero ante cuya entrada se paseaba el bandido de centinela-, y voy yo mismo a anunciarle que está en libertad.

El jefe se adelantó seguido del conde y de Franz hacia el sitio que había destinado como cárcel de Alberto.

-¿Qué hace el prisionero? -preguntó Vampa al centinela.

-Os juro, capitán, que no lo sé -contestó éste-. Hace más de una hora que ni siquiera le he oído moverse.

-Venid, excelencias -dijo Vampa.

El conde y Franz subieron siete a ocho escalones, precedidos por el jefe, que descorrió un cerrojo y empujó una puerta. Entonces, a la luz de una lámpara, semejante a la que iluminaba el Columbarium, vieron a Alberto que, envuelto en una capa que le prestara uno de los bandidos, estaba tendido en un rincón gozando las dulzuras del sueño más profundo y pacífico.

-Vaya -dijo el conde sonriendo del modo que le era peculiar-, no me parece mal para un hombre que había de ser fusilado a las siete de la mañana.

Vampa miraba al dormido joven con cierta admiración, pudiéndose deducir muy bien de su mirada que no era en verdad insensible a una prueba, si no de valor, cuando menos de serenidad.

-Tenéis razón, señor conde -dijo-, este hombre debe ser uno de vuestros amigos.

Luego acercóse a Alberto y le tocó en un hombro.

-Excelencia -dijo-, haced el favor de despertaros, si os place.

Alberto extendió los brazos, se frotó los párpados y abrió los ojos.

-¡Ah! -dijo- ¿Sois vos, capitán? Pardiez, que hubierais hecho muy bien en dejarme dormir. Tenía un sueño muy agradable y creía que bailaba un galop en casa de Torlonia con la condesa G...

Dicho esto, sacó el reloj y lo miró para saber el tiempo que había transcurrido.

-La una y media de la madrugada, ¿por qué diablos me despertáis a esta hora?

-Para deciros que estáis en libertad, excelencia.

-Amigo mío -dijo Alberto con perfecta serenidad-, en lo sucesivo guardad bien en la memoria esta máxima del gran Napoleón: «No me despertéis sino para las malas nuevas.» Si me hubieseis dejado dormir, hubiera acabado mi galop y os hubiera estado reconocido toda mi vida... Pero, puesto que decís que estoy libre, quiere decir que habrán pagado mi rescate, ¿no es esto?

-No, excelencia.

-¿Pues cómo me ponéis en libertad?

-Un individuo al que nada puede negarse ha venido a reclamaros.

-¿Hasta aquí?

-Hasta aquí.

-¡Oh! ¡Por Cristo, que es una tremenda galantería!

Alberto miró a su alrededor y descubrió a Franz.

-¡Cómo! -le dijo-, ¿sois vos, mi querido Franz? ¿Es posible que vuestra amistad para conmigo haya llegado a tal extremo?

-No -contestó éste-; a quien se lo debéis es a nuestro vecino, el conde de Montecristo.

-Pardiez, señor conde -dijo con jovialidad Alberto, ajustándose el corbatín y arreglándose el traje-, que sois un hombre magnífico en todos conceptos. Espero que me consideraréis ligado a vos con los vínculos de una eterna gratitud, primero por la cesión de vuestro carruaje, luego, por este suceso -y tendió al conde su mano, que éste vaciló un momento en estrechar, pero se la estrechó al fin del modo más cordial.

El bandido contemplaba esta escena con aire estupefacto. Hallábase acostumbrado a ver temblar en su presencia a los prisioneros, pero ahora había encontrado a uno cuyo humor festivo no sufriera la menor alteración. Por lo que hace a Franz, estaba altamente satisfecho y halagado al considerar que Alberto había sabido sostener el honor nacional ante toda una reunión de bandidos.

-Mi querido Alberto -le dijo-, si queréis daros prisa, todavía llegaremos a tiempo de poder acabar la noche en casa de Torlonia. Continuaréis vuestro galop en el punto mismo en que lo suspendisteis, y de este modo no guardaréis rencor alguno al señor Luigi, que realmente se ha portado en este asunto con una extremada galantería.

-Tenéis razón, en efecto, puesto que si nos apresuramos podemos llegar casi antes de las dos. Señor Luigi -continuó Alberto-, ¿hay que cumplir alguna otra formalidad antes de marcharse?

-Ninguna, caballero -contestó el bandido-, sois tan libre como el aire.

-En este caso, que lo paséis bien. Vamos, señores, vamos.

Y Alberto, seguido de Franz y del conde, bajó la escalera y atravesó la gran sala cuadrada. Todos los bandidos estaban de pie, sombrero en mano.

-Pepino -dijo el jefe-, dadme la antorcha.

-¿Qué vais a hacer? -inquirió Montecristo.

-Conduciros hasta fuera -dijo el capitán-, es la más pequeña prueba que puedo dar de mi adhesión a vuestra excelencia.

Dichas estas palabras, tomando la antorcha encendida de las manos del pastor, marchó delante de sus huéspedes, no como un criado que ejecuta un acto de servidumbre, sino como un rey que precede a los embajadores. Al llegar a la puerta se inclinó.

-Ahora, señor conde -dijo-, os renuevo mis protestas y espero que no me guardéis ningún resentimiento por lo que acaba de suceder.

-No, mi querido Vampa. Por otra parte, enmendáis vuestros errores con tanta galantería, que casi uno se ve tentado a agradecer el que los hayáis cometido.

-Señores -repuso el jefe, dirigiéndose a los dos jóvenes-, tal vez la oferta os presentará poco atractiva, mas si algún día llegaseis a tener deseos de hacerme una nueva visita, estad seguros de que seréis bien recibidos dondequiera que me encuentre.

Franz y Alberto saludaron. El conde salió el primero, Alberto en seguida, Franz quedó el último.

-¿Vuestra excelencia tiene algo que mandarme? -dijo Vampa sonriendo.

-Sí -contestó Franz-, deseo, quiero decir, tengo curiosidad por saber qué obra era la que leíais con tanta atención cuando hemos llegado.

-Los Comentarios de César -dijo el bandido-, es mi libro predilecto.

-¡Qué hacéis! -preguntó Alberto-. ¿Nos seguís u os quedáis?

-Al momento, heme aquí -contestó Franz.

Y salió a su vez del pasadizo. Habrían andado ya algunos pasos, cuando Alberto les detuvo para volver atrás.

-¿Me permitís, capitán?

Y encendió tranquilamente un cigarro en la antorcha de Luigi Vampa.

-Ahora, señor conde -dijo, así que hubo concluido-, apresurémonos cuanto sea posible, porque deseo con viva impaciencia terminar la noche en casa del duque Bracciano.

Hallaron el coche en el punto en que lo dejaron. El conde dijo una sola palabra en árabe a Alí y los caballos partieron a escape. Marcaba las dos en punto el reloj de Alberto cuando los dos amigos entraban en el salón de baile. Su regreso llamó altamente la atención, mas como entraron juntos, todas las inquietudes que la ausencia de Alberto motivara, cesaron en seguida.

-Señora -dijo Morcef dirigiéndose a la condesa-, ayer tuvisteis la bondad de prometerme un galop; cierto es que vengo algo tarde a reclamaros tan satisfactoria promesa, pero aquí está mi amigo, cuya veracidad conocéis, que os dirá que la tardanza no ha sido por culpa mía.

Y como en este instante la música preludiaba un galop, Alberto ciñó con su brazo el talle de la condesa y desapareció con ella entre el torbellino de danzantes. En todo el resto de la noche, Franz no pudo apartar de su imaginación el singular estremecimiento que recorrió todo el cuerpo del conde de Montecristo en el instante en que se vio precisado a estrechar la mano que Alberto le tendiera.

Capítulo Décimo sexto

La cita

Al día siguiente, las primeras palabras que pronunció Alberto fueron para proponer a Franz el ir a visitar al conde. Ya le había dado las gracias la víspera, pero creía que por un servicio como aquél valía la pena repetírselas. Franz, a quien una atracción mezclada de terror le atraía hacia el conde de Montecristo, no quiso dejarle ir solo a casa de aquel hombre y decidió acompañarle. Ambos fueron introducidos y cinco minutos después se presentó el conde.

-Señor conde -le dijo Alberto-, permitidme que os repita hoy lo que ayer os expresé mal, y es que no olvidaré jamás en qué circunstancia me habéis socorrido, y que siempre recordaré que os debo casi mi vida.

-Querido vecino -respondió el conde riendo-, exageráis vuestro agradecimiento. Me debéis una pequeña economía de unos veinte mil francos en vuestra cartera de viaje, y nada más. Bien veis que no merece la pena volver a hablar de ello, y por mi parte os felicito cordialmente, pues habéis estado admirable en valor y en sangre fría.

-¡Qué queréis, conde! -dijo Alberto-, me he figurado que había tenido una disputa, que a ella había seguido un duelo, y he querido hacer comprender una cosa a esos bandidos, que aunque en todos los países del mundo se baten, sólo los franceses se baten riendo. Sin embargo, como mi agradecimiento para con vos no es menos grande, vengo a preguntaros si yo, mis amigos o mis conocidos os podrían ser útiles en algo. Mi padre, el conde de Morcef, que es de origen español, ocupa una elevada posición en Francia y en España; vengo, pues, a ponerme yo y las personas que me aprecian, a vuestra disposición.

-Para que os deis cuenta de hasta qué punto llega mi franqueza -dijo el conde-, os confieso, señor de Morcef, que esperaba vuestra oferta y la acepto de todo corazón. Ya había yo contado con vos para pediros un servicio.

-¿Cuál?

-Jamás he estado en París.

-¡Cómo! -exclamó Alberto-, ¿habéis podido vivir sin ver París? Parece increíble.

-Y, sin embargo, ya veis que no lo es. Pero reconozco como vos que continuar por más tiempo en la ignorancia de la capital del mundo inteligente es cosa imposible. Aún hay más; tal vez hubiera hecho ese indispensable viaje hace tiempo, si hubiese conocido a alguno que pudiera introducirme en ese mundo, en el que no tengo relación ninguna.

-¡Oh! ¡Un hombre como vos! -exclamó Alberto.

-Me halagáis demasiado, pero como yo no conozco en mí mismo otro mérito que el de poder competir, en cuanto a millones, con vuestros más ricos banqueros, y puesto que mi viaje a París no es para jugar a la bolsa, quiere decir que esto es lo único que me ha detenido. Ahora me decide vuestra oferta. Veamos: ¿os comprometéis, mi querido señor de Morcef -y el conde acompañó estas palabras con una sonrisa singular-, os comprometéis cuando vaya a Francia, a abrirme las puertas de ese mundo, al que seré tan extraño como un hurón o conchinchino?

-¡Oh!, por lo que a eso se refiere, señor conde, con sumo gusto me tendréis a vuestras órdenes -respondió Alberto-, y tanto más, cuanto que por una carta que esta misma mañana he recibido, se me llama a París, donde se trata de una alianza con una de las familias de más prestigio y de mejores relaciones en el mundo parisiense.

-¿Alianza por casamiento? -dijo Franz, riendo.

-¿Y por qué no? Así, pues, cuando vayáis a París, me hallaréis convertido en un hombre de juicio, un padre de familia. ¿No se hallará esta nueva posición social en armonía con mi natural gravedad? En todo caso, conde, os lo repito, yo y los míos estamos a vuestra disposición.

-Acepto -dijo Montecristo-, porque os juro que sólo me faltaba esta ocasión para realizar ciertos planes que proyecto hace mucho tiempo.

Franz no dudó que estos proyectos serían los mismos acerca de los cuales el conde había dejado escapar una palabra en la gruta de Montecristo, y miró al conde mientras decía estas palabras, tratando de leer en sus facciones alguna revelación de aquellos planes que le conducían a París, pero era muy difícil penetrar en el alma de aquel hombre, sobre todo cuando encubría con una sonrisa sus sensaciones.

-Pero seamos francos, conde -dijo Alberto, cuyo amor propio no dejaba de sentirse halagado con la misión de introducir a Montecristo en los salones de París-, seamos francos. ¿Es acaso lo que decís sólo uno de esos proyectos que, edificados sobre arena, son destruidos por el primer soplo de viento?

-No, os lo aseguro -dijo el conde-; deseo ir a París, y no sólo lo deseo, sino que hasta es indispensable que vaya.

-¿Y cuándo?

-¿Cuándo estaréis allí vos?

-¡Yo! Dentro de quince días o tres semanas a más tardar, sólo el tiempo para llegar allá.

-¡Pues bien! -dijo el conde-. Os doy de término tres meses. Bien veis que no ando indeciso en señalaros el plazo que debe mediar hasta nuestra próxima entrevista.

-Y dentro de tres meses -exclamó Alberto lleno de gozo-, ¿iréis a llamar a mi puerta?

-¿Queréis mejor una cita de día y hora? -dijo el conde-. Os prevengo que soy muy exacto.

-Perfectamente -respondió Alberto.

-¡Pues bien, sea!

Y tendió la mano hacia un calendario colgado junto a un espejo.

-Hoy estamos a 21 de febrero; son las diez y media de la mañana -dijo sacando el reloj-. ¿Queréis esperarme el 21 de mayo próximo a las diez y media de la mañana?

-Sí, sí -exclamó Alberto-; el almuerzo estará preparado.

-¿Dónde vivís?

-Calle de Helder, número 27.

-¿Vivís en vuestra casa... solo? ¿Tendré que incomodar a alguien?

-Vivo en el palacio de mi padre, pero en un pabellón en el fondo del patio, enteramente separado del resto de la casa.

-Bien.

Montecristo sacó su cartera y escribió: «Calle Helder, número 27 - 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.»

-Y ahora -dijo el conde, guardando su cartera en el bolsillo-, perded cuidado, porque os advierto que la aguja de vuestro reloj no será más exacta que la del mío.

-¿Os volveré a ver antes de mi partida? -preguntó Alberto.

-Depende, ¿cuándo partís?

-Mañana, a las cinco de la tarde.

-En ese caso me despido de vos. Porque tengo que irme a Nápoles y no estaré aquí de vuelta hasta el sábado por la noche o el domingo por la mañana. Y vos -preguntó el conde a Franz-, ¿partís también, señor barón?

-Sí.

-¿Para Francia?

-No, por Venecia. Me quedo todavía un año o dos en Italia.

-¿Entonces, no nos veremos en París?

-Temo que no podré tener ese honor.

-Vamos, señores, buen viaje -dijo el conde a los dos amigos, presentándoles una mano a cada uno.

Era la primera vez que Franz tocaba la mano de aquel hombre, y al hacerlo se estremeció, porque aquella mano estaba helada como la de un muerto.

-Por última vez -dijo Alberto-, queda dicho bajo palabra de honor, ¿no es verdad? Calle de Helder, número 27, el día 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.

-El 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, calle de Helder, número 27 -respondió Montecristo.

Después de esto, los dos jóvenes saludaron al conde y salieron.

-¿Qué os ocurre? -dijo Alberto a Franz al entrar en su cuarto-, parecéis disgustado.

-Sí -dijo Franz-, os lo confieso, el conde es un hombre singular y me causa inquietud esa cita que os ha dado en París.

-Esa cita... ¡con inquietud!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, estáis loco, mi querido Franz -exclamó Alberto.

-¡Qué queréis! -dijo Franz-,loco o no, tal es mi idea.

-Escuchad -dijo Alberto-, y me alegro que se presente ocasión de decíroslo, siempre os he encontrado muy frío, con relación al conde, quien por su parte no puede haber estado más fino y expresivo para con nosotros. ¿Tenéis algún motivo particular de resentimiento contra él?

-Quizás.

-¿Le habéis visto ya en alguna parte antes de encontrarle aquí?

-Sí.

-¿Dónde?

-¿Me prometéis no decir una palabra a nadie de lo que voy a contaros?

-Prometido.

-Está bien. Escuchad, pues.

Y entonces Franz contó a Alberto su excursión a la isla de Montecristo, cómo había encontrado allí una tripulación de contrabandistas, y entre ellos dos bandidos corsos. Contó la hospitalidad mágica que el conde le dio en su gruta de las mil y una noches; habló de la cena, no pasó por alto el hachís, las estatuas, la realidad y el sueño. Le dijo que al despertar, por única prueba de tan extraños acontecimientos, ya no quedaba más que aquel pequeño yate, en alta mar, muy lejos, envuelto entre la niebla que se desprende del horizonte y encaminándose a toda vela a Porto-Vecchio. Habló luego de Roma, de la noche del Coliseo, de la conversación que había oído entre él y Vampa, conversación relativa a Pepino, y en la cual el conde había prometido obtener el perdón del bandido, promesa que tan bien había cumplido, como habrán podido juzgar nuestros lectores.

Al fin llegó a la aventura de la noche precedente, al apuro en que se había encontrado al ver que le faltaban para completar la suma seis a ochocientas piastras, en fin, a la idea que le ocurriera de dirigirse al conde, idea que había tenido a la vez un resultado tan novelesco y tan satisfactorio.

Alberto escuchó a Franz con la más profunda atención.

-¡Y bien! -le dijo cuando hubo concluido-. ¿Qué encontráis en todo eso de particular? El conde es viajero, el conde tiene un buque suyo, porque es rico. Id a Portsmouth y a Southampton, veréis los puertos atestados de yates pertenecientes a ricos ingleses que tienen el mismo capricho. Para saber dónde hospedarse en sus excursiones, para no probar nada de esa espantosa cocina, a que estoy sujeto yo hace cuatro meses y vos cuatro años, para no dormir en esas detestables camas donde no puede uno cerrar los ojos, hace amueblar una habitación en Montecristo; cuando su habitación está amueblada teme que el gobierno toscano le despida y sus gastos sean perdidos; entonces compra la isla y toma el nombre de ella. Amigo mío, buscad en vuestra memoria, y decidme, ¿cuántas personas conocidas de nosotros toman el nombre de una propiedad que jamás fue suya?

-¿Pero -dijo Franz a Alberto-, esos bandidos corsos que se hallan entre su tripulación...?

-Vuelvo a preguntaros, ¿qué veis en todo eso de particular? Sabéis mejor que nadie que los bandidos corsos no son ladrones, sino pura y sencillamente fugitivos a quienes alguna vendetta ha proscrito de su ciudad o de su aldea; bien puede uno verlos sin comprometerse. En cuanto a mí, os aseguro que si alguna vez voy a Córcega, antes de hacerme presentar al gobernador y al prefecto, me hago presentar a los bandidos de Colomba, por lo que pueda suceder; simpatizo mucho con ellos.

-Pero Vampa y su banda -dijo Franz- son bandidos que detienen para robar, no lo negaréis, ya que tenemos muchas pruebas de ello; ¿qué diréis, pues, de la influencia que ejerce el conde sobre semejantes hombres?

-Diré, querido, que, como según toda probabilidad, debe la vida a esa influencia no debo juzgarla con rigidez. Así, pues, en lugar de acusarle como vos, de un crimen capital, deberé excusarle, si no por haberme salvado la vida, lo cual es exagerar mucho las cosas, por haberme al menos ahorrado cuatro mil piastras, que son veinticuatro mil de nuestra moneda, suma en la que seguramente no me hubieran estimado en Francia, lo cual demuestra -añadió Alberto- que nadie es profeta en su tierra.

-A propósito, decidme, ¿de qué país es el conde? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿De dónde le ha venido esa inmensa fortuna? ¿Cuál ha sido esa primera parte de su vida misteriosa y desconocida? ¿Quién ha esparcido en la segunda esa tinta sombría y misantrópica? Eso es lo que quisiera saber.

-Querido Franz -dijo Alberto-, al recibir mi carta y ver que teníamos necesidad de la influencia del conde, habéis ido a decirle: «Alberto de Morcef, mi amigo, corre un gran peligro, ayudadme a sacarle de él», ¿no es verdad?

-Sí.

-Entonces os preguntó: ¿Quién es ese Alberto de Morcef? ¿De dónde le viene ese nombre, su fortuna? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿Cuál es su país? ¿Dónde ha nacido? ¿Os ha preguntado todo eso? Decid.

-No; es cierto.

-Fue y me libró de las manos de Vampa, donde a pesar de mi apariencia desenvuelta, como decís, hacía una triste figura, lo confieso. Pues bien, querido, cuando a cambio de semejante servicio, me pide que haga por él lo que se hace todos los días por el príncipe ruso o italiano que pasa por París, es decir, presentarlo en sociedad, ¿queréis que se lo rehúse? ¡Vamos, Franz, estáis loco!

Preciso es decir que, contra su costumbre, la razón estaba entonces de parte de Alberto.

-En fin -repuso Franz dando un suspiro-, haced lo que os plazca, querido vizconde; todo cuanto me estáis diciendo es muy convincente, pero no por eso dejo de creer que el conde de Montecristo es un hombre extraño.

-El conde de Montecristo es un filántropo, ¿no os ha dicho qué objeto le guiaba a París?, pues estoy convencido de que va para concurrir al premio Montyon, y si sólo necesita mi voto para obtenerlo, se lo daré. De modo que, mi querido Franz, no hablemos de esto, sentémonos a la mesa, y vamos en seguida a hacer la última visita a San Pedro.

Así lo hicieron, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, los dos jóvenes se separaban. Alberto de Morcef para volver a París, y Franz d'Epinay para ir a pasar unos quince días en Venecia.

Sin embargo, pocos momentos antes de subir al carruaje, Alberto entregó al mozo de la fonda -tanto temía que su convidado faltase a la cita- una tarjeta para el conde de Montecristo, en la cual, bajo estas palabras: «Vizconde Alberto de Morcef», había escrito con lápiz: «21 de mayo, a las diez y media de la mañana, número 27, calle de Helder.»

Capítulo Décimo séptimo

Los invitados

En la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en Roma al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la palabra del joven.

Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y otras dos al jardín.

Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de Morcef.

Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.

En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba de toda su libertad. Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de familia.

Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos. Las vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle. Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse a sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción particular.

Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta de polvo estaba!, pero cuya cerradura y goznes, cuidadosamente untados en aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose como la famosa puerta de la caverna de las Mil y una noches, como el Sésamo encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más lindos del mundo.

Al extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las miradas indiscretas.

En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un gabinete.

El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las medidas de precaución.

Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los pasteles, ya que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases, porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que completan la educación leonina: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier, Coolas y Carlos Lecour.

Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de vasos del Japón, jarrones de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda, recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras la estancia con sus sedosos y dorados reflejos.

En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Haydn, Gretry y Porpora.

Además, en la pared, en el techo, en las puertas, había suspendidos puñales, espadas, lanzas, corazas, hachas, armaduras completas damasquinadas, pájaros disecados abriendo para un vuelo inmóvil sus alas color de fuego y su pico que jamás se cerraba.

Faltaba decir que esta pieza era la predilecta de Alberto de Morcef.

Sin embargo, el día de la cita, el joven, vestido de media toilette, había establecido su cuartel en el saloncito del piso bajo. Allí, sobre una mesa, había todos los excelentes tabacos conocidos, desde el de Petersburgo hasta el negro de Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de maderas odoríferas, estaban dispuestos por orden de tamaños y de calidad los puros, los de regalía, los habanos, y los manileños. En fin, en un armario abierto, una colección de pipas alemanas, con boquillas de ámbar, adornadas de coral, e incrustadas de oro, con largos tubos de tafilete arrollados como serpientes, aguardaban el capricho o la simpatía de los fumadores. Alberto había presidido el arreglo o más bien el desorden simétrico que gustan tanto de contemplar después del café los convidados de un almuerzo moderno, al través del vapor que se escapa de su boca, y que sube hasta el techo en largas y caprichosas volutas.

A las diez menos cuarto entró un criado.

Venía con un pequeño groom de quince años, que no hablaba más que inglés, y que respondía al nombre de Juan.

El criado, que se llamaba Germán, y que gozaba de la entera confianza de su joven amo, llevaba en la mano unos periódicos, que depositó sobre la mesa, y un paquete de cartas que entregó a Alberto.

Alberto echó una mirada distraída sobre estos diferentes objetos, tomó dos cartas de papel satinado y perfumado, las abrió y leyó con cierta atención.

-¿Como han venido estas cartas? -inquirió.

-La una por el correo, la otra la ha traído el criado de madame Danglars.

-Decid a madame Danglars que acepto el lugar que me ofrece en su palco... Esperad..., a eso de mediodía pasaréis a casa de Rosa, le diréis que iré, como me ha invitado, a cenar con ella al salir de la ópera, y le llevaréis seis botellas de vinos de Chipre, de Jerez, de Málaga, y un barril de ostras de Ostende... compradlas en casa de Borrel, y sobre todo, decid que son para mí.

-¿A qué hora queréis ser servido?

-¿Qué hora es?

-Las diez menos cuarto.

-Entonces, servidnos para las diez y media en punto. Debray tendrá que ir a su ministerio... Y por otra parte... -Alberto miró a su cartera-. Sí, ésa es la hora que indiqué al conde; el 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, y aunque no cuente con su promesa, quiero ser puntual. A propósito, ¿sabéis si se ha levantado la señora condesa?

-Si quiere el señor vizconde, puedo informarme.

-Sí, sí; le pediréis una de sus cajas de licores, la mía está incompleta, y le diréis que tendré el honor de pasar a su cuarto a eso de las tres, y que le pido permiso para presentarle una persona.

El criado salió. Alberto se echó en un diván, rasgó la faja de dos o tres periódicos, miró los teatros, hizo un gesto al ver que representaban una ópera y no un ballet, buscó en vano en los anuncios de perfumería cierta agua para los dientes de que le habían hablado, y tiró uno tras otro, los periódicos, murmurando en medio de un prolongado bostezo:

-Realmente estos periódicos están cada vez más insípidos.

En este momento un carruaje ligero se detuvo delante de la puerta, y un instante después el criado entró para anunciar al señor Luciano Debray.

Un joven alto, rubio, de ojos grises y mirada penetrante, de labios delgados y pálidos, con un frac azul con botones de oro, corbata blanca, lente de concha, suspendido al cuello por una cinta de seda negra, y que por un esfuerzo del músculo superciliar lanzaba miradas profundas y fijas, entró sin sonreír, sin hablar, y con un aire medio oficial.

-Buenos días, Luciano -dijo Alberto-. ¡Ah!, me asombra vuestra puntualidad! ¿Qué digo? ¡Puntualidad! ¡Yo que os esperaba el último, y llegáis a las diez menos cinco minutos, cuando la cita era a las diez y media! ¡Esto es milagroso! ¿Ha caído el ministerio?

-No, querido -repuso el joven incrustándose en el diván-, tranquilizaos. Vacilamos siempre, pero nunca caemos, y empiezo a creer que pasamos buenamente a la inamovilidad, sin contar con que los asuntos de la Península nos van a consolidar completamente.

-¡Ah!, sí, es verdad; arrojáis de España a don Carlos.

-No, querido, no nos confundamos, le traemos del otro lado de la frontera de Francia, y le ofrecemos una hospitalidad real en Bourges.

-¿En Bourges?

-Sí; no tendrá motivos de queja, ¡qué demonio! Bourges es la capital de Carlos VII. ¿Cómo es que no sabíais esto? Todo el mundo lo sabe desde ayer en París, y anteayer la cosa marchaba bien en la bolsa, porque el señor Danglars, no sé cómo se entera ese hombre de las noticias al mismo tiempo que nosotros, jugó a la alza y ha ganado un millón.

-Y vos una nueva cinta, según parece.

-¡Psch!, me han enviado la placa de Carlos III -respondió sencillamente Debray.

-Vamos, no os hagáis el indiferente y confesad que la noticia os habrá complacido.

-Sí; a fe mía, una placa siempre cae bien sobre un frac negro abotonado, es elegante.

-Y -dijo Morcef, sonriendo- se tiene el aire de un príncipe de Gales o de un duque de Reichstadt.

-Por eso me veis tan de mañana, querido.

-¿Porque tenéis la placa de Carlos III y queríais anunciarme esta buena noticia?

-No; porque he pasado la noche redactando veinticinco despachos diplomáticos. De vuelta a mi casa quise dormir, pero me dio un fuerte dolor de cabeza y me levanté para montar una hora a caballo. En Boulogne me avisaron de tal modo el hambre y el aburrimiento, que me acordé que hoy dabais un almuerzo, y aquí me tenéis; tengo hambre, dadme de comer; me fastidio, distraedme.

-Ese es mi deber de anfitrión, querido amigo -dijo Alberto llamando al criado, mientras Luciano hacía saltar los periódicos con el extremo de su bastón de puño de oro incrustado de turquesas-. Germán, jerez y bizcochos. Entretanto, querido Luciano, aquí tenéis cigarros de contrabando, os invito a que los probéis, y también podréis decir a vuestro ministro que nos venda como éstos en lugar de esa especie de hojas de nogal que condena a fumar a los buenos ciudadanos.

-¡Diablo! Yo me guardaría muy bien de hacerlo. Desde el momento en que os viniesen del gobierno os parecerían detestables. Por lo demás, eso no corresponde al Interior, sino a Hacienda; dirigíos a míster Human, corredor A., número 26.

-En verdad -dijo Alberto-, me asombráis con la profusión de vuestros conocimientos. ¡Pero tomad un cigarro!

-¡Ah, querido vizconde! -dijo Luciano encendiendo un habano en una bujía de color de rosa que ardía en un candelero sobredorado y recostándose en el diván-. ¡Ah!, querido vizconde! ¡Qué feliz sois en no tener nada que hacer! En verdad, no conocéis vuestra felicidad.

-¿Y qué es lo que haríais, mi querido pacificador de reinos -repuso Morcef con ligera ironía-, si no hicieseis nada? ¡Cómo! Secretario particular de un ministro, lanzado a la vez en el mundo europeo y en las intrigas de París, teniendo reyes, y mucho mejor aún, reinas que proteger, partidos que reunir, elecciones que dirigir, haciendo con vuestra pluma y vuestro telégrafo, desde vuestro gabinete, más que Napoleón en sus campos de batalla con su espada y sus victorias, poseyendo veinticinco mil libras de renta, un caballo por el que Chateau Renaud os ha ofrecido cuatrocientos luises, un sastre que no os falta en un pantalón, teniendo asiento en la Opera, Jockey Club y el teatro de Variedades, ¿no halláis con todo eso con qué distraeros? Pues bien, yo os distraeré.

-¿Cómo?

-Haciendo que conozcáis a una persona.

-¿Hombre o mujer?

-Hombre.

-¡Ya conozco demasiados!

-¡Pero no conocéis al hombre de que os hablo!

-¿De dónde viene? ¿Del otro extremo del mundo?

-De más lejos tal vez.

-¡Diablo! Espero que no se lleve nuestro almuerzo.

-No, nuestro almuerzo está seguro. ¿Pero tenéis hambre?

-Sí; lo confieso, por humillante que sea el decirlo. Pero ayer he comido en casa del señor de Villefort, y ¿lo habéis notado?, se come bastante mal en casa de todos esos magistrados; cualquiera diría que tienen remordimientos.

-¡Ah, diantre!, despreciad las comidas de los demás; en cambio se come bien en casa de vuestros ministros.

-Sí; pero no convidamos a ciertas personas al menos, y si no nos viésemos precisados a hacer los honores de nuestra mesa a algunos infelices que piensan, y sobre todo que votan bien, nos guardaríamos como de la peste de comer en nuestra casa, debéis creerlo.

-Entonces, querido, tomad otro vaso de Jerez y otro bizcocho.

-Con muchísimo gusto, pues vuestro vino de España es excelente, bien veis que hemos hecho bien en pacificar ese país.

-Sí, pero ¿y don Carlos?

-Don Carlos beberá vino de Burdeos, y dentro de diez años casaremos a su hijo con la reinecita.

-Lo cual os valdrá el Toisón de Oro, si aún estáis en el ministerio.

-Creo, Alberto, que esta mañana habéis adoptado por sistema alimentarme con humo.

-Y eso es lo que divierte el estómago, convenid en ello; pero justamente oigo la voz de Beauchamp en la antesala; discutiréis con él y esto calmará vuestra impaciencia.

-¿Sobre qué?

-Sobre los periódicos.

-¡Qué! ¿Acaso leo yo los periódicos? -dijo Luciano con un desprecio soberano.

-Razón de más. Discutiréis mejor.

-¡Señor Beauchamp! -anunció el criado.

-¡Entrad!, entrad, ¡pluma terrible! -dijo Alberto saliendo al encuentro del joven-, mirad, aquí tenéis a Debray, que os detesta sin leeros; al menos, según él dice.

-Es cierto -dijo Beauchamp-, lo mismo que yo le critico sin saber lo que hace. Buenos días, comendador.

-¡Ah!, lo sabéis ya -dijo el secretario particular cambiando con el periodista un apretón de mano y una sonrisa.

-¡Diantre! -replicó Beauchamp.

-¿Y qué se dice en el mundo?

-¿A qué mundo os referís? Tenemos muchos mundos en el año de gracia de 1838.

-En el mundo crítico-político de que formáis parte.

-¡Oh!, se dice que es una cosa muy justa, y que sembráis bastante rojo para que nazca un pozo de azul.

-Vamos, vamos, no va mal -dijo Luciano-. ¿Por qué no sois de los nuestros, querido Beauchamp? Con el talento que tenéis, en tres o cuatro años haríais fortuna.

-Sólo espero una cosa para seguir vuestros consejos. Un ministerio que esté asegurado por seis meses. Ahora, una sola palabra, mi querido Alberto, porque es preciso que deje respirar a ese pobre Luciano. ¿Almorzamos o comemos? Tengo mucho trabajo. No es todo rosas, como decís, en nuestro oficio.

-Se almorzará, ya no esperamos más que a dos personas, y nos sentaremos a la mesa en cuanto hayan llegado -dijo Alberto.

Indice-Letras Como Espada

ÍNDICE

Segunda parte: Simbad el Marino

Capítulo 1.-
Fascinación

Capítulo 2.-
El desconocido

Capítulo 3.-
La posada del puente del Gard

Capítulo 4.-
Declaraciones

Capítulo 5.-
Los registros de cárceles

Capítulo 6.-
Morrell e hijos

Capítulo 7.-
El 5 de septiembre

Capítulo 8.-
Italia. Simbad el Marino

Capítulo 9.-
Al despertar

Capítulo 10.-
Los bandoleros romanos

Capítulo 11.-
Vampa

Capítulo 12.-
Apariciones

Capítulo 13.-
La mazzolata

Capítulo 14.-
El carnaval en Roma

Capítulo 15.-
Las catacumbas de San Sebastián

Capítulo 16.-
La cita

Capítulo 17.-
Los invitados

Pie-Letras Como Espada
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